BOCA DE SAPO Nº9

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| BOCADESAPO | ENSAYO

| El debate sobre literatura y publicidad tiene una larga tradición: por un lado, los análisis sobre los lenguajes de los medios (Barthes); por el otro, las contribuciones que defienden el arte del asalto del enemigo, esbozando una teoría crítica de la cultura de masas (Horkheimer y Adorno). |

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los “mundos posibles”7 para describir respectivamente el funcionamiento de la novela y del spot. Ante uno y otro, se nos invita a enfrentar un mundo alternativo pero coherente y a llenar una cierta necesidad de sentido; en ambos casos somos convocados, por medio de dispositivos retóricos, a una identificación que nos moviliza emotivamente.8 Gracias a este cortocircuito, la experiencia estética que vivimos en tanto lectores y consumidores no constituye algo exterior y mecánico, sino que se transforma en un ejemplo capaz de tocarnos en profundidad y, eventualmente, a hacernos cambiar de idea. Y es por ello, todavía, que la conocida teoría girardiana del deseo triangular o mimético, puesta en juego en el ámbito de la novela y luego aplicada a la tragedia, puede ilustrar muy bien el mecanismo de las campañas publicitarias, cuando, a través de una puesta en escena, nos piden que deseemos aquello que desean otros. El creativo, como el novelista, administra el mecanismo del deseo según el otro (“le gusta a la gente que gusta”); ambos saben que el deseo no es jamás autónomo, sino que éste siempre es inducido. Pero mientras el primero debe ocultarle al consumidor esa verdad desagradable, el segundo justamente intenta develarla, hacer del desenmascaramiento uno de sus aspectos cruciales. En la oscilación entre deseo y placer que toda campaña publicitaria y toda obra de arte organizan, el creativo atribuirá siempre la última palabra, y la victoria final, al placer, entendido si no como satisfacción al menos como potencia del deseo. La novela, por el contrario, nos dice que el placer es irrealizable y que de las espirales del deseo no se sale jamás. 2. Llegamos a un punto crucial que involucra no ya las analogías sino las diferencias entre literatura y publicidad. Esta última tiene el imperativo de insistir en axiologías de tipo eufórico; ponerse al servicio de las mercancías la obliga a ser positiva, y esta obligación le obtura el acceso a una parte consistente de la realidad. Una de las pocas reglas rígidas del anuncio veta aquello que los creativos llamas negative approach: significa que en una campaña se puede hablar mal solo de la competencia; se puede ser agresivo, violento y traumáticos sólo en

la “reserva” de la publicidad social (cuando es necesario estigmatizar los comportamientos negativos, como drogarse, beber, estuprar, etc., donde de todos modos no está en juego el dinero de las empresas). Pero publicidad social y comparativa siguen siendo experiencias acotadas, excepciones que confirman el principio según el cual las representaciones en los textos publicitarios deben moldearse sobre la base de una actitud eufórica. Sabemos en cambio que en la literatura, y sobre todo en la novela, el conflicto lo es todo: dada la naturaleza inclusiva y totalizante del arte, ningún proyecto de obra podría soportar una clausura con respecto al mal y al dolor, carburante necesario para cualquier representación completa. Lo que privilegia el arte es, pues, una ritmización tímica, una dialéctica de bienestar y malestar que se pone al servicio del conocimiento y, en consecuencia, del lector. El negative approach, decretado en publicidad, se transforma en literatura en un instrumento muy potente de certificación de lo verdadero. El punto de vista de un spot es siempre optimista y unívoco: su deontología tiende a que un mensaje publicitario tenga un único significado. El poeta, en cambio, y sobre todo el novelista, apuesta fundamentalmente a la ambivalencia. La publicidad nos impone límites; el arte nos invita a superarlos; la primera nos mantiene alejados de los monstruos; el segundo sugiere que los monstruos somos nosotros. Desde esta perspectiva, la publicidad, mucho más avanzada tecnológicamente que la literatura, exhibe todos sus límites expresivos. El anuncio tiene ante todo la obligación de comunicar, es decir, de desarrollar –según la expresión de los semiólogos– “prominencia perceptiva”. Ello explica además por qué la publicidad puede, pero no necesariamente debe, poseer un estilo específico. Es más, en publicidad el estilo corre el riesgo de transformarse fácilmente en molestia, si se lo adopta con plena libertad: el exceso de forma puede, en efecto, ofuscar el otro parámetro que la publicidad está obligada a respetar siempre y en todo lugar: el de la plena comprensibilidad del texto.


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