BOCA DE SAPO Nº17

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que ha sido sometida. En ese sentido, el objeto de estudio que nos convoca –si existiera como tal– no está exento de dificultades epistemológicas. Hasta donde sabemos, la primera “novela” mexicana en abordar abiertamente el problema del narcotráfico es Diario de un narcotraficante de a. Nacaveva, publicada en 1967 por la editorial Costa Amic. Primera observación: el texto ha sido firmado por una simple “a” (¿Ángelo? ¿Arturo?) minúscula. Segunda observación: como el título mismo lo sugiere, el texto pretende jugar con la ambigüedad en torno a su carácter ficcional, pues en varios momentos de la narración el autor afirma referir vivencias estrictamente reales. Más allá de estas peculiaridades, es poco lo que podemos decir de la obra, cuya lectura muy pronto se torna aburrida. Por lo demás, la prosa accidentada de Nacaveva, llena de errores gramaticales, y la escasa calidad de la impresión dejan mucho que desear. Más de treinta años después, el prolífico novelista e historiador Paco Ignacio Taibo II, responsable de haber revitalizado el género negro en la narrativa mexicana, publicó Sueños de frontera (1990). Se trata de un episodio más dentro de la larga serie de novelas protagonizadas por el detective Héctor Belascoarán Shayne. Gracias a esta obra, Taibo II declaró al periódico Sin embargo: “Yo inauguré eso que hoy llaman «Narconovelas», y que no es otra cosa que un cuento de las editoriales. Después mi compadre (Élmer Mendoza) dignificaría esas historias” 1. La afirmación es curiosa: por un lado se precia de haber inaugurado no precisamente un subgénero literario pero sí una tendencia, al mismo tiempo que pone en duda la existencia misma de aquello que asegura haber iniciado. En todo caso, Taibo II no es el primer ni el único escritor en haber reclamado la paternidad de la narcoliteratura. El novelista y periodista Gonzalo Martré asegura haber fundado la narconarrativa mexicana gracias a El cadáver errante, publicada por la editorial Posada en 1993. Esta obra es la primera de una zaga de novelas negras protagonizadas por el detective Malverde, a la que siguieron Los dineros de Dios en 1999 publicada por Ediciones la Daga, Pájaros en el alambre en el año 2000, La casa de todos en el mismo año, y Cementerio de trenes en el 2001, estas tres últimas publicadas por la editorial La Tinta Indeleble. El nombre del personaje, está claro, ha sido tomado del popular santo de los narcotraficantes, quien dispone incluso de una capilla en el Estado de Culiacán. También en la década del noventa, el hoy mundialmente conocido Élmer Mendoza publicó una serie de trabajos con temática narco como Trancapalanca (recientemente reditado por Tusquets), y Cada respiro que tomas, ambas publicadas por el Departamento de Investigación y Fomento de Cultura Regional, y Buenos muchachos, cónica sobre el narcotráfico publicada por Cronopia Editorial.

Este recorrido no pretende ser exhaustivo. Lo que me interesa destacar es lo siguiente: antes de entrar al nuevo siglo existía ya un corpus no precisamente numeroso pero sí significativo de obras literarias abocadas a describir el fenómeno del narcotráfico. Sin embargo, basta con revisar las editoriales en las que los textos fueron publicados para entender su escaso efecto al interior del campo literario. Hablamos de empresas pequeñas con poco poder de distribución y limitadísimos recursos destinados a la promoción publicitaria. El narcotráfico ya estaba ahí, pero muy al margen de la gran industria editorial. En ese sentido es por demás significativo que Taibo II y Martré reclamen la paternidad de la narcoliteratura en la década del noventa, desconociendo o ignorando la existencia de la novela de Nacaveva publicada treinta años antes. Conviene insistir, el recuento recién esbozado no pretende dar cuenta de todas las obras literarias centradas en el narcotráfico publicadas en el pasado siglo, ni mucho menos aspira a sistematizar un corpus. Pretende, únicamente, dar una idea general de la poca visibilidad comercial del narcotráfico dentro de la industria editorial; situación que habría de cambiar radicalmente al entrar el siglo XXI. En efecto, en el año 2000 el hasta entonces partido político de oposición, PAN, alcanzó la silla presidencial a través de Vicente Fox. De dar crédito a los rumores callejeros, Fox reorientó la política que hasta entonces había seguido el Estado priísta con relación al narcotráfico, al respaldar al cártel de Sinaloa en demérito del resto de las bandas. Por consiguiente, las calles comenzaron a calentarse pues el nuevo esquema no satisfacía a todas las partes. Seis años después, Fox fue sucedido por Felipe Calderón, quien desde los primeros días de su mandato declaró la guerra a los cárteles de la droga. A partir de ese momento, el narcotráfico acaparó la atención de todos los medios masivos de comunicación al tiempo que las calles del país eran en el escenario de cruentos enfrentamientos entre distintos grupos armados, con notables daños colaterales entre la población civil. Es fácil comprender que la excesiva cobertura mediática que recibía el combate a los cárteles, aunado a la militarización de cientos de ciudades del país, generó un mercado editorial para que el narco irrumpiese con fuerza en la escena literaria. Empresas como Tusquets, Planeta y Mondadori pusieron su poderío editorial al servicio de autores como Élmer Mendoza, Hilario Peña, Juan José Rodríguez y Heriberto Yépez, por dar sólo unos nombres. En el proceso, España recogió el fenómeno posibilitando en gran medida la consagración (al menos desde el punto de vista comercial) de lo que en algún momento terminó por llamarse oficialmente como narcoliteratura. No es necesario recordar la importancia de España como epicentro de la literatura latinoamericana; ya desde los tiempos del

BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Oliver, p.36.


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