Revista TRIBU #1

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TRIBU

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Buscar la armonía, desde arriba. Las fotos aéreas de Nacho Guani

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El amor por la fotografía surgió de niño. Lo primero que le llamó la atención fue el registro familiar que tenía su abuela materna: los álbumes de fotos y las filmaciones, prolijamente ordenados, con recuerdos de la familia reunida en el campo. A los siete años una tía le regaló una cámara que no funcionaba y él la usaba para mirar a través del lente, a encuadrar, un ejercicio con el que se reencontraría años después en el Foto Club Uruguayo. La confirmación de su pasión tal vez llegó el día que fue con sus padres a Paraguay y filmó todo el viaje. La edición rústica de ese video fue la semilla de su vocación. Desde el principio se dio la combinación de registro fotográfico con viaje. Era adolescente y había que rebuscarse. “Mi primer medio de transporte fue la bicicleta”, recuerda. “Me tomaba un par de días y me iba por la interbalnearia hasta Punta del Este. Iba parando y haciendo fotos. Más adelante me compré una Vespa y viajé hasta Chile, solo. Crucé la cordillera. Conocí a un hombre que viajaba en bicicleta y me di cuenta de que lo mío no estaba tan mal”. Rápidamente aprendió a ser autosuficiente. A los quince filmaba en cumpleaños. A los 19 años se aburrió y empezó a trabajar en publicidad. Conoció a directores interesantes como Leo Ricagni, entre otros, que alternan comerciales con proyectos de autor. Trabajó con Rodolfo Musitelli y aprendió a enfocar. Con las productoras viajó mucho pues hacía tráfico de películas. Un día voló a Nueva York a llevar el negativo de un comercial de Ford. Era un viaje de cuatro días pero se quedó un año y medio. Allí aprovechó para estudiar fotografía, trabajar y entender el medio. “Filmé casi 20 años publicidad”, cuenta. “Veía que se movía mucha plata en poco tiempo”. De vuelta en Uruguay usó esos conocimientos para encontrar su sello con las imágenes desde el cielo. Sus primeras tomas fueron desde avionetas y helicópteros. Estuvo ocho años trabajando de este modo. Pero había problemas con los permisos y los pilotos muchas veces no querían andar sin puertas para que alguien sacara fotos. Era demasiado peligroso. La solución se la dio su madre cuando le sugirió volar en parapente. Nacho se subió a este vehículo alado y lo primero que vio fue un ñandú en el nido con sus charabones. Después de hacer esa foto se fue a Buenos Aires a estudiar con un francés. En ese momento no se necesitaban muchos permisos para el parapente, podía despegar y aterrizar solo en el campo. Al poco tiempo se le dio la oportunidad de comprar una combi. “Un día filmaron un comercial y usaron dos combis, una se usaba para persecuciones y se iba a destruir”, cuenta. “Esa me la quedé yo. Ahí ya era un rey. Podía llevar más equipos en la combi. Ese vehículo había sido una camioneta escolar que había llevado a chicos discapacitados. Encontré una cartita en la guantera donde le agradecían al chofer. Estuve ocho meses viajando por Uruguay, la gente me pedía que fuera por otros lados pero yo solo quería ir por Uruguay, mostrando el país desde arriba”. Capturaba lo que le llamaba la atención en los lapsos de cuatro horas que se movía por el aire, mirando para abajo. Hacía su campamento un poco lejos del casco de las estancias. Siempre solo, siguiendo las rutinas del sol para captar los amaneceres y las sorpresas que pudieran surgir. Esperando la salida de la luna o las estrellas. Pasando frío en la combi, pero disfrutando de los momentos en los que podía volar, guiándose estrictamente por los pronósticos del tiempo. Cuando habla sobre su estilo de vida, Nacho Guani habla bajito, casi en susurro. Se percibe un espíritu solitario y afable, propio de alguien acostumbrado a vivir en contacto con la naturaleza.


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