Obra Diversa 2. Vol. 136

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cuantas palabras y su mirada se desdibujó en la búsqueda de una explicación no satisfecha. Las señoras de la parroquia comenzaron a responder inquietudes. Concluyeron que Luchindro estaba enyerbado. ¿Quién pudo hacerle ese maleficio? ¿Señalar a Ángela? Imposible. Esa muchacha, prototipo del recato y abnegación no podría ser. Entonces, ¿a quién echarle la culpa? La deducción de las mismas lenguaraces señaló a una damisela residenciada en otro municipio. Sí, era lo lógico. Constatar que Luchindro saludaba con una mueca estúpida me dejó en ascuas. Vestía un saco raído y sus ojeras huidizas las disimulaba con la miseria de su sombrero. Era evidente la vacilación en sus pasos. Ya no solía laborar en nada. Así lo encontré una vez, cuando la conmiseración de mi madre me llevó a su casa a llevarle unos alimentos. —Volvete a peyer estuata —farfulló Luchindro. En mis oídos retumbaron estas palabras, luego de alzar con indecisión mi mano en la despedida. La señora me confió que sobrevivían gracias a los favores de sus parientes. Cierta noche, en medio del azote de una tempestad, la esposa desapareció con sus hijos sin dejar huella. Los rumores de las correveidiles conjeturaron la fuga con un hombre seducido por sus atractivos. La orfandad en el horizonte de Luchindro se asiló en las bondades de sus amistades. Algunos meses después, el destino le trazó otros rumbos a mi familia y la imagen del compadre se desvaneció en el recuerdo. 98

Taller de Escritores / Biblioteca Pública Piloto

Transcurridos cinco años y ya en mi juventud, tropecé con un hombre menesteroso en un estacionamiento de buses. Recostado a una pared con dificultad manifiesta, su mano extendida imploraba una limosna. Boquisumido por lo desdentado, bosquejaba el retrato de la inopia. Como un asalto a mansalva sobre mi memoria, descubrí a Luchindro, que a sus cuarenta años parecía un carcamal. Con sus ropas en andrajos, sus gigantescos pies desnudos arrastraban una fisonomía impresionante de infeliz. Juzgué pertinente regalarle algunos pesos y me agradeció, si puede expresarse así, con el esbozo de una sonrisa. Dio la impresión de recordarme. Comprendí que teníamos mucho para hablar, pero nada qué decir y le ofrecí un gesto amistoso como despedida. Su contestación fue todo un galimatías. Pero, como a los enajenados, a quienes por una fugacidad, los asiste la clarividencia de recopilar su pasado, a punto de reanudar mi marcha, Jaime Luis, caricontento, me carraspeó: —Salúdeme a mi compadre.

Héctor Ramírez Bedoya. Medellín. Médico de la Universidad de Antioquia y anestesiólogo de la Universidad Pontificia Bolivariana. Libros publicados: Historia de la Sonora Matancera y sus estrellas (1996); Historia de la Sonora Matancera (1998); Leo Marini, Bobby Capó y Nelson Pinedo Estrellas de la Sonora Matancera (2004); Celia Cruz, Alberto Beltrán y Celio González - Estrellas de la Sonora Matancera (2007). Un relato suyo fue incluido en Obra diversa, antología del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto (2007).

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