del 21 de diciembre al 30 de diciembre
Los paisajes de Vicent Román no aspiran a la certeza de la línea. Cuando entramos en ellos, se nos escapa todo signo de evidencia; las imágenes sugieren sin dejarnos la huella de lo exacto. El perfil del horizonte, siempre bajo, deja que el cielo gane espacio para que pueda narrar sus múltiples registros. Unas veces serenos, otras exponentes de la furia, los cielos de Román comparten sin embargo, en todos sus estados, un modo de presentarse que invita a mirar tras ellos para ver el mundo que al otro lado habita. Bajo ellos, o fundiéndose con ellos, tierra o agua completan unas inusuales acuarelas: la sugerencia en estado puro, la sensibilidad. Pero también la fuerza. Porque, lo que más sorprende de esta obra, es precisamente su fuerza. No estamos acostumbrados, en la acuarela, a que ésta apele a lo sublime, a que llegue a sobrecoger. Tampoco a que se atreva con los grandes formatos, como tantas veces hace Román. Esta técnica, en la que no hay posibilidad de vuelta atrás, es extremadamente compleja y muchas veces acoge tímidos ensayos expresivos. No es éste el caso de Vicent Román; él, acuarelista fuera de lo común, hace con ella lo que los prerrománticos británicos y los románticos alemanes hicieron con el óleo: sacudir sus posibilidades hasta extraer cada gota de fuerza que en ella habita. En alguna ocasión todo es agua, o cielo, en estas pinturas que despiden una luz no siempre luminosa –la luz, sin duda, puede tener esos extraños privilegios. También puede aparecer en ellas, como único testigo de lo humano, alguna de las huellas dejadas por nosotros: la insinuación de una casa, las líneas quebradas de un velero. Pero son excepciones en un pintor que quiere recoger, expectante, la explosión de una naturaleza que se abalanza sobre nosotros para fagocitarnos en sus latidos. Rosalía Torrent / Universitat Jaume I