Un antes y un después

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Desde la serenidad que dan los años por las experiencias vividas, desde la esperanza de que lo que voy a contar no esté pasando ni pase nunca, desde lo más íntimo de mi ser, quiero expresar cómo me he sentido durante los años que no he podido decidir por mí misma, ya sea por mi niñez, mi adolescencia, mi inmadurez, mi falta de información, mi falta de formación, no sé, un cúmulo de circunstancias con las que he tenido que capear toda mi vida, hasta que por fin soy libre de pensar, expresar y decidir.

Por la falta de edad, la incomprensión y el ocultismo al que me obligaron durante mucho tiempo, todo era pecado, había que medir cada palabra. No se podía hablar de esto o lo otro con libertad, pues siempre se pensaba en lo que dirían los demás, en cumplir sus expectativas y en las consecuencias que podrían tener. Por las

creencias, los tabúes y por las necesidades insatisfechas de cualquier niño: de protección, de amparo, de cariño, de amistad, y sabiendo que todo es un círculo, que una cosa lleva a la otra, y esta, a la siguiente.

Para romper este círculo había que armarse de valor, con una coraza, y dejar muchas cosas atrás. Luchar con fuerza y sin flaquear para emprender otras cosas nuevas, con la convicción de que nada podía ser peor. Ya estoy en paz conmigo misma, ya no me ata nada, ya soy libre y no necesito nada más, porque mis decisiones son la consecuencia de mi vida, de la mochila que he llevado encima durante mucho tiempo hasta que aprendí. El camino se me ha hecho largo y tortuoso, me ha costado mucho llegar aquí.

Creo que ya es hora de plasmar lo que sentí durante esos interminables años de represión.

En la Sevilla de los años cincuenta y siguientes.

Para mí todo discurría con normalidad, era lo que conocía, pero mi familia no era igual que las demás. Vivíamos juntos: mi madre, mis dos hermanos y yo, solo a veces venía un señor corpulento de visita al que nunca vi sonreír. Él tenía una doble vida, «mi padre».

Este «ser» era puro instinto, sin sentimientos ni empatía, ni siquiera con sus hijos, a quienes sacrificó durante ocho eternos años en un internado social bajo la tutela del Tribunal Tutelar de Menores, cuando solo teníamos siete, ocho y diez años.

Calificativos a destacar de su personalidad: maltratador, cruel, prepotente, déspota, implacable, vanidoso, celoso, mujeriego, manipulador, derrochador, embustero, narcisista, sin escrúpulos, despiadado, agresivo, chantajista, embaucador, inhumano, vividor; en definitiva, mala persona.

Su trayectoria profesional: correspondencia español-francés correcta, administración y contabilidad, servicio de créditos, comercio, socio consejero y director gerente.

Con mucho vivido a merced de sus caprichos sin obstáculos de por medio.

Venía de una «familia bien» de Jerez de la Frontera.

Nació en 1906, hijo único, con mucho poder económico y, por lo tanto, social. Casado con una prima hermana, según decía él, por conveniencias familiares (dinero), la cual no pudo darle hijos, por lo que los buscó en otros lares (importante como «macho» para demostrar su hombría y dejar una descendencia). No obstante, descendencia marcada hasta el final de sus días, pues la infancia se puede superar, pero la cicatriz profunda que ocasiona quedará para siempre.

Todo su poder lo dedicó a destruir a la madre de sus hijos (mi madre) y a sus propios hijos.

Hacía daño por doquier, solo su presencia despertaba miedo, no solo en nosotros, sino en todo aquel que se le acercara.

Era veinte años mayor que mi madre, la conoció cuando ella tenía veinticuatro años, en 1949. Él estaba de vuelta de todo, y ella saliendo a duras penas del pueblo en plena postguerra.

No solo tenía una doble vida con nosotros, sino también con su secretaria, pues con ella tuvo otra hija a la que nunca reconoció. A nosotros sí nos reconoció después de nacer mi hermano, que es el más pequeño.

Con sus hijos reconocidos ya tenía potestad para hacer con nosotros lo que quisiera, como así hizo.

En aquellos tiempos, reconocer a hijos tenidos fuera del matrimonio era un delito que conllevaba pena de cárcel. Nunca pasó por ella, las esferas del poder han sido corruptas siempre, y además se jactaba de ello y nos lo echaba en cara. ¡Ojalá no nos hubiera reconocido nunca!, porque hubiera tenido las manos atadas y no nos hubiera hecho tanto daño, pero la vida es así.

Hombre que pasaba por encima de todo y de todos: su mujer, sus hijos, las leyes. Conseguía lo que quería de una manera u otra.

Cómo era que ni siquiera tuvo a bien presentarnos a su madre (nuestra abuela) a sus propios hijos, es decir, su madre murió sin saber que tenía al menos tres nietos. Es increíble pero así fue, ella murió con ochenta y seis años en 1960, y para entonces sus nietos ya teníamos cuatro, cinco y siete años, ¿Qué padre oculta sus hijos

a su madre? Su legítima mujer también lo supo cuando nosotros ya teníamos siete, ocho y diez años. ¿De qué clase de persona se trata? Y a mi madre la engañó hasta que estuvo embarazada de su segunda hija, harta de escuchar mentiras. La verdad era que no se casaba con ella porque no podía, ya estaba casado.

Mi madre, su mejor definición: madre.

No solo cumplió todas las expectativas que se esperan de una madre, sino que las sobrepasó con creces. Luchadora. Luchó como ella decía «como una gata panza arriba», defendiendo a sus tres hijos. No nos soltó nunca de sus manos, nunca paró, todo era poco para nosotros.

Generosa con todos, ella era la última, nunca tuvo nada suyo. Una vez, cuando llegamos del instituto, tenía a una mujer en la cocina comiendo un buen cocido, le preguntamos: «Mamá, ¿quién es? Ella nos dijo: «Me la he encontrado en la calle y tenía hambre, cuando termine se irá». Unas Navidades nos dijo: «¿Os importa que esté con nosotros mi amiga que está sola?». Por supuesto, dijimos que no nos importaba. Y así fue toda su vida, sensible con todo el sufrimiento ajeno. En el barrio todavía la recuerdan por su forma de ser, su empatía. Su peluquería era más bien un consultorio sentimental de la época, porque sabía escuchar. Era una esponjita, aprendía de todas, y más que clientas eran

amigas, muchas vivencias. La señora de la farmacia, la del médico, la de la autoescuela, la del abogado, la del notario, la del banco, la de la panadería, la madre de alguna compañera nuestra, mi suegra… En fin, tenía tal empatía con todas que se sentían como en su casa.

Campeona, porque ganó su principal batalla, sus hijos con ella hasta el final de sus días, al pie de su cama.

Sanadora, porque su mirada y sonrisa transmitían respeto, confianza, serenidad, luz, buenos sentimientos y un sinfín de sensaciones y emociones bonitas.

Nunca se victimizó. Creo que se sentía culpable por tanta desdicha que nuestro padre nos ocasionó. Hoy sabemos que esta violencia vicaria que mi padre ejerció sobre ella tiene nombre, pero en aquel entonces las mujeres eran culpables sí o sí.

Era resiliente, pues tropezaba y se caía, pero se levantaba con más fuerzas para seguir luchando por nosotros.

Compaginaba sufrimiento y vida, exprimía los momentos y nos decía: «Cuando llegan momentos hay que vivirlos, que no se escapen, lo malo llega solo y sin avisar».

Humilde, elegante, observadora, respetuosa, inteligente y fundamentalmente libre, pues se ponía el mundo por montera. Después de lo que habíamos sufrido nada más fuerte podría pasarnos. Dejó una huella imborrable en todo aquel que la conoció, en definitiva, como una luciérnaga, mi madre tenía luz propia.

Era el alma de las fiestas, después de haberse llevado todo el día trabajando le quedaban fuerzas para guisar y prepararlo todo para que hiciésemos nuestro guateque en el salón de la peluquería. Ella participaba, si había que bailar bailaba, canturreaba muy bien y se adaptaba como nadie a cualquier situación. Era feliz teniéndonos a su lado.

Si tenía que salir se arreglaba, era una mujer elegante, con unos modales exquisitos, y una educación y saber estar envidiables.

Le gustaba diseñar sus propios trajes y nuestros vestidos. Con la modista organizaba la tela, y antes de cortarla decía: «De este trozo sacamos las mangas, de aquí el cuello y de aquí…».

Diseñó el traje de novia de mi hermana y el mío no solo lo diseñó, sino que un buen día se fue a unos grandes almacenes, compró la tela y le dijo a la modista cómo me tenía que hacer el vestido. Yo no tenía ni idea. Por supuesto, me encantó, creo que era adecuado para mi personalidad y para mi juventud.

Nosotros, sus hijos, le estaremos agradecidos hasta el final de nuestros días. Murió muy pronto, en 1987 y con tan solo sesenta y un años, y muchas ganas de vivir.

Se fue tranquila. Había conseguido que los tres tuviéramos todo lo que ella pensaba que no nos podía faltar: Buenos cimientos y cabecitas bien amuebladas,

unos estudios como herramienta para poder defendernos en la vida, nuestros hijos, nuestra vivienda y, lo principal, libertad. Su amor infinito nunca nos dejó, lo seguiremos sintiendo siempre en nuestros corazones. Ahí es donde sigue viva.

Nacida en 1925, aunque ella coquetamente se quitaba dos años, decía que nació en 1927. Era la más bonita, alegre, dicharachera y rebelde, con un corazón inmenso que no le cabía en el pecho. Era avanzada a sus tiempos. Fueron seis hermanas y un hermano, y en plena guerra civil solo contaba con once añitos. Su padre se arruinó y pasaron muchas necesidades, hasta tal punto, que según contaba ella y sus hermanas «la que salía primera de casa era la que llevaba todo puesto. A la última siempre le faltaban las bragas o el sostén, o los cordones de los zapatos». Pronto su pueblo se le hizo pequeño y emprendió camino a la ciudad con unas tías suyas que se dedicaban a planchar la ropa de los militares. Ahí empezó todo. Sin cultura y sin medios encontró trabajo en el club social más famoso de la ciudad, como pinche de cocina, trabajo del que se sentía orgullosa. Allí conoció al hombre de su vida, del que se enamoró perdidamente hasta el punto de darle tres hijos sin pedir nada a cambio, pero lo que al principio fue un paraíso fue convirtiéndose poco a poco en infierno. Ella decía: «Por el purgatorio no hay que pasar, porque en la

vida se pagan todas las culpas. De aquí se va una derechita al cielo». Tenía la sabiduría que da la experiencia y el sufrimiento.

Con él fue feliz, viajó, conoció muchos lugares fascinantes, fue a restaurantes, cines, teatros… Estaba deslumbrada con todo aquello que estaba viviendo. Por aquel entonces todavía no había nacido su primera hija. Mi hermana nació en 1953, cuando ella tenía veintisiete años. Dos años después llegué yo, y al año siguiente, mi hermano. Ellos seguían saliendo, nos dejaban con la hija de su mejor amiga del pueblo. Él era tan sumamente celoso que no la dejaba maquillarse porque llamaba la atención, y si iba en el coche no podía volver la cabeza porque entonces la acusaba de estar mirando a otro. Estaba enfermo de celos.

Recuerdo cuando éramos muy pequeños que nos llevaba en el coche con mi madre y mi abuela materna o con alguna de sus hermanas solteras. Los seis íbamos a los carnavales de Cádiz, a la playa, ya que teníamos un chalet en Lepe, a orillas del mar, dónde teníamos dos asistentas del hogar. Éramos niños felices y envidiados en una sociedad de postguerra. En Sevilla, en los años cincuenta, se podían contar con los dedos de las manos los coches que había, y uno era el de mi padre.

Recuerdo vagamente mi primera comunión en el colegio, cuando era externa. Ese día, mi padre nos cogió a los

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