


Había una vez una niña que tenía un gallinero. Era pequeño, sí: cuatro gallinas y un gallo, pero era su gallinero y estaba muy orgullosa del trabajo que realizaba en él. Tampoco era muy difícil: darles de comer, cambiar el agua a diario para que estuviera limpia y fresca, adecentar el gallinero y recoger los huevos que las gallinas ponían en los ponederos.
Cada día, a la vuelta del cole, nada más bajar del autobús, corría contenta a hacer estos trabajos y las gallinas revoloteaban alrededor saludándola, pues esperaban con ansia el pienso o manjares que les traía de la huerta o de los restos de cocina.
—¡Pitas, pitas, pitas! —las llamaba cuando entraba al gallinero lanzando pienso al aire—. Aquí tenéis, bonitas.
Y, aunque te pueda parecer que nuestra protagonista es esta niña, te diré que realmente no es así; aunque va a jugar un papel muy importante para que tengamos un final feliz. A mí me gustan las historias con final feliz, ¿y a ti?

Sin más rodeos, voy a presentarte a los verdaderos protagonistas de esta historia: Clotilda y Kiriko, que vivían felices en su gallinero azul. Era pequeño, pero tenían el comedero y el bebedero siempre llenos y limpios, un palo en el que dormir a cubierto por la noche o en los días lluviosos, espacio para corretear y en las vacaciones escolares hasta salían a pastar por la huerta. A cambio, Kiriko solamente tenía que cantar por las mañanas antes de que saliera el sol y Clotilda poner un huevo un día sí y otro no para que lo recogiera Laurita, nuestra niña granjera.

Pero un día, Clotilda despertó con un deseo, una inquietud largo tiempo madurada. Sintió la necesidad de poner un huevo al que incubar; calentarlo bajo sus plumas y esperar el tiempo suficiente para tener un pollito al que alimentar y mimar. Su cabeza y corazón latían con esta idea y necesitaba contar con la ilusión y participación de Kiriko para cumplir ese sueño.

Por la mañana, Clotilda se acercó a Kiriko y le dijo así:
—Ya no soy tan joven y tú tampoco. Creo que ha llegado la hora. Estoy preparada para ponerme a criar. ¿Estás de acuerdo? Ahora es buen momento.
—Sí, ¡claro! Te apoyo. Buscaremos un lugar en el que puedas sentarte a incubarlo y te ayudaré a alimentarte. En cuanto Laurita vea que estás clueca, no recogerá el huevo. Vamos a decírselo a las otras gallinas para que también te dejen tranquila estos días.
Y dicho y hecho. Clotilda se puso a incubar en un rincón del gallinero oscuro y muy tranquilo. Como era su primera vez y las demás gallinas estaban muy contentas por ella, no dejaban de visitarla

para darle consejos, hacerle compañía y aligerarle el tiempo de espera. Perica era la que más la visitaba. En esas visitas le contaba historias de las dos ocasiones en las que ella estuvo clueca y los contratiempos que sufrió en el proceso. Eran historias de cuando Perica, Teca y Tica vivían en el gallinero verde, el del abuelo de Laura. De aquello hacía tiempo ya. Clotilda llegó mucho más tarde al gallinero azul, como regalo de cumpleaños de los padres de la niña. Cuando ella aterrizó en el lugar, las tres viejas amigas ya se encontraban cohabitando en el corral de la niña, junto a Kiriko (a este lo trajo el vecino por eso de renovar la sangre).
