Montaña blanca

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CAPÍTULO 1

Le agradaba trepar al árbol muerto y dormir en lo más alto. Al despertar, divisaba las orillas cambiantes del gran río y las nieves eternas de la montaña blanca.

Encaramado a una palmera, el mono araña le arrojaba con parsimonia puntiagudas piñas de tagua.

—¿Qué buscas, Mono? —dijo, malhumorado.

—Levanta, tu hijo juega cerca de la cascada verde y podría caer.

—Ve y dile que venga.

—¿Para qué? Solo a ti obedece.

El gran jaguar bosteza, estira la poderosa musculatura y, de un salto, desciende al suelo varios metros más abajo. El torrente no está lejos, pero le irrita perder el sueño de la tarde y, así, disgustado, Ucú camina hacia el río.

La corriente fluye cristalina, sortea árboles y peñascos hasta que abre un claro de arena entre la vegetación. Pasado el arenal, el remanso de agua se despeña por la pared y muere en el fondo pedregoso de la cascada. Ahí mismo renace el río, y es aquí donde el jaguar ventea el terreno de ambas riberas:

—Mono —dijo el jaguar.

—Ya sé —contestó el mono, de mala gana—. Miremos en la gruta.

La violenta torrentera oculta la boca de la caverna, pero tampoco halla rastro del hijo; y el sol toca el horizonte.

—¡Mono, Mono! —rugió, superando el estruendo.

—¡Ya sé! —gritó el mono—. Vayamos a la ceiba vieja; a él le agrada ese lugar.

Los ojos del jaguar se entornan y sus pupilas se dilatan: el mono miente.

—Date prisa, Mono, va a oscurecer.

Sin esperar al jaguar, el mono avanza saltando de rama en rama hasta que topa con una muralla de espinos que rodea a un árbol gigante: la ceiba vieja. El malicioso mono observa

cómo el jaguar trepa las zarzas para sorprender al cachorro, que jugaba al otro lado entre las grandes raíces de la ceiba:

—Awki, ¿qué haces aquí? —rugió, colérico.

El jaguar está inquieto. Olvida a su hijo un instante mientras examina con recelo la prisión de espinos. La humedad rancia impregna el espacio umbrío, y la vegetación de la jungla, casi fluorescente al inicio de la estación lluviosa, parece pútrida, marchita; tampoco se oye el revuelo de la avispa ni el aleteo del colibrí. El silencio es fantástico, insólito.

—¡Awki, corre! —rugió Ucú al cachorro.

—Sssss…

De súbito, una poderosa anaconda —camuflada como una raíz más de la majestuosa ceiba— repta, interponiéndose entre padre e hijo. De la maleza surge una venenosa tres pasos y un caimán negro.

Un ejército de congas asalta la trocha de salida, y de la copa del árbol gotean tarántulas y micos de toda especie. Sobre las gruesas ramas aterrizan horripilantes murciélagos y apestosas aves carroñeras, que disputan los mejores asientos con los monos aulladores. Finalmente, una legión de bichos pon

zoñosos desfila a ras del suelo sin dejar espacio ni para una hormiga.

—Pobre Ucú, ¡el miedo es temible! —siseó

Anaconda—, no permite pensar con lucidez, no permite vivir…

Rinri-Awki, inmóvil entre las raíces, no entiende este juego nuevo:

—¡Papá!

Semejante a una orquesta mal acompasada, el bullicio de las bestias ensordece cualquier oído.

Le retan, le insultan; los más atrevidos son los monos, que, además de escupirle, le tiran trozos de corteza de la ceiba. Todos, menos los jaguares, menguan cuando la anaconda yergue buena parte de su tamaño.

—¡Callaos, silencio! —dijo la serpiente.

—Deja marchar a mi hijo —dijo el jaguar.

—No.

—¡Bien dicho, Anaconda! —aulló un mono aullador—. ¡Así se habla! —corearon los demás.

—Dejadle marchar —rugió Ucú.

—¡Cállate, ya no das órdenes! —le increpó el mono araña.

—¡Silencio! Nosotros cuidaremos a tu cría

—dijo la serpiente—. Relájate, le protegeremos bien…

—¡Sí, sí, le protegeremos bien! —rio el mono aullador.

La anaconda, en un arrebato, alcanza al mono aullador y lo traga entero; sin masticar. Sin esfuerzo. Las fieras quedan mudas, petrificadas; el único sonido es el zumbido de los mosquitos.

—Devoraste a la madre en el manglar. ¿Qué más deseas ahora? —dijo Ucú.

—Una tarea fácil para ti —dijo Anaconda—. Yo educaré al pequeño y, a cambio, tú cazarás para mí..., para nosotros.

El jaguar disimula dando un paso atrás: de un brinco podría prender al cachorro y escapar.

El astuto mono araña comprende la intención, pero el terror que le infunde la anaconda paraliza su lengua.

—Yo solo cazo lo suficiente para Rinri-Awki y para mí.

—¡Oh, sí! —dijo la serpiente—. Tu arrogancia…

Ucú salta y aferra brutalmente con los colmillos la gruesa piel del cuello de su cría. El mono

araña le dispara una piña y los demás reaccionan enfurecidos, pero el jaguar combate a las alimañas con una ferocidad desconocida en la jungla.

Elude el ataque de la anaconda, aunque no evita que las otras criaturas le claven garras y colmillos antes de embestir el muro de espinos.

En la noche cerrada, sus ojos ven como en la claridad de la mañana. Malherido, alcanza el remanso del río; detrás, los alaridos bestiales anuncian la llegada de los perseguidores. Ucú tropieza y cae de bruces al pie de un árbol de mango.

—Papá, ¿qué ocurre? —preguntó Awki, que no sentía aún dolor en el cuello.

—Awki, necesito recuperar el aliento.

El mono araña les alcanza y, guindado de una de las ramas del mango, riega al jaguar con sus orines.

—Mono.

—Sí, yo. Preparaos para el festín: esta noche habrá banquete con vuestra carne.

Insatisfecho, el mono defeca sobre el felino entre locas carcajadas. El gozo de la insolencia le impide advertir que Awki, sigiloso, emerge de la oscuridad. Fiero por primera vez, el pequeño jaguar ataca al mono, y juntos caen a la vera de

Ucú, que no muestra piedad cuando el mico suplica compasión.

—Acércate, hijo. Come.

—No. Eso era Mono.

—Come, pasará tiempo sin…

—¡Papá, la anaconda!

Con el cachorro entre las fauces, el jaguar se lanzó al abismo negro de la cascada.

salta del confortable lomo para trepar al primer árbol a su alcance.

—Pronto llegaremos, baja —dijo Ucú.

—Estoy harto, repites lo mismo cada día —dijo

Rinri-Awki—. ¿Adónde vamos?

—A Ali Supei.

—¿Qué es eso?

—Una guarida de jumanos habitada por jatos salvajes.

—¿Qué son los jumanos?

—Cállate y baja —rugió enfadado.

Los humanos construyeron Ali Supei en una época remota: una atalaya de piedra cubierta de musgo y plantas trepadoras cuya entrada consiste en un dintel soportado por dos sólidas colum

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