
MARIO
El secreto
Ese día papá me dijo: «desde que uno tiene tu edad hay que aprender a guardar secretos y cuando se dice “a nadie se lo puedes contar”, ni tu sombra puede enterarse». Le juré que de mi boca no saldría nunca ni una palabra. Mamá era la que se veía muy seria desde que supo el secreto. Se aferraba a su máquina de coser y le daba al pedal sin detenerse en mucho tiempo o, de pronto, me abrazaba tan fuerte que temía que rompiera mis costillas.
—No abras más el refrigerador, Mario —gritaba cada vez que iba a husmear a la cocina—. Ya te he dicho varias veces que no hay nada.
Entonces me iba al patio y buscaba una grosella para masticar algo hasta que estuviera la comida. Los abuelos me miraban desde el portal y decían adiós con la mano.
Una noche, papá llegó en su bicicleta con un bulto muy grande envuelto en una tela vieja.
—Tuve que esperar hasta esta hora, mi amor —le dijo a mamá y luego le dio un beso—. Si me agarran con esto en la calle, termino en la cárcel.
Papá puso sobre la mesa un rollo enorme de cables verdes. No entendí qué de malo tenía eso.
—Más tarde lo llevaremos al escondite —me dijo con una sonrisa cansada—. ¿Quieres remar conmigo? Puedes llevar a Dinka.
Emocionado le respondí que sí. Solo había ido dos veces por el mar a Cayo Conuco, siempre de noche, primero a dejar unos tablones, luego a llevar como veinte galones de agua. Se podía ir por una carretera, pero papá siempre decía que la policía revisaba todo lo que las
personas traían encima. Fuimos en el bote de nuestro vecino Ramón. Papá se lo pedía para pescar algo, pero la verdad es que lo utilizaba para transportar cosas.
—Ya pronto nos iremos, hijo. Esto no hay quien lo aguante.
Con tanta oscuridad no lograba ver la cara de papá. La cola de Dinka daba golpecitos sobre mi pierna. ¡Hubiera sido tan bonito ver la luna reflejada en el mar! Pero papá me recordaba que no se podía, que como bien decía
Martí: «hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas».
Cayo Conuco está en la costa de Caibarién, al norte de Cuba. Ese día el viaje me pareció rápido. No había oleaje. Bordeamos Punta Blanca y llegamos, por fin, al escondite. El sonido intenso de los grillos me asustó un poco, pero con Dinka nada malo podía pasarme.
Amarramos el bote y bajamos el bulto de cables. Caminamos por la oscuridad. Papá encendió el farol cuando estábamos bastante le-
jos de la orilla para que nadie nos descubriera, y entonces la vi. En el viaje anterior solo eran muchos trastos sueltos en medio de la maleza: neumáticos de autos, tanques plásticos, tubos viejos, pero ahora todo estaba unido en un único artefacto que papá llamó: la balsa.
—En esto nos iremos muy pronto, Mario. Será una gran aventura. Mamá no podrá venir con nosotros, porque debe cuidar a los abuelos. Pero en un tiempo todos nos volveremos a reunir. ¿Te da miedo hacer un viaje largo por el mar?
—Claro que no, papá, ¿pero puedo llevar a Dinka?
Se quedó pensando. Pequeños escarabajos revolotearon alrededor de la luz del farol que permanecía apoyado en la hierba.
—Sí, Mario, podrás llevarla, aunque, tal vez se canse, serán muchas horas — respondió mientras, con el cable verde, le daba una vuelta a toda la balsa y la aseguraba con un nudo de pescador.
—¡Claro que no, papá! Esta perrita es muy fuerte.
Y convertida en cómplice de nuestro secreto, Dinka comenzó a saltar por todos lados, tratando de alcanzar una mariposa.
San Pasqual
Salimos en otra noche completamente oscura. Mamá nos acompañó hasta el muelle y me dio más de mil besos antes de que yo montara en el bote de Ramón rumbo a Cayo Conuco.
—Pronto estaré contigo. Te quiero mucho —me dijo llorando sin consuelo.
Papá la abrazó muy fuerte, pero no pronunció ni una palabra. Otros tres hombres que yo no conocía comenzaron a remar y nos fuimos alejando de la orilla. Mamá se quedó alumbrando con el farol en medio de la oscuridad.
En Caibarién habían cortado de nuevo la electricidad. En días alternos vivíamos en “apagones”, así se les llamaba: la ciudad completa se


apagaba durante muchas horas, porque Cuba no tenía combustible. Los mosquitos zumbaban en nuestros oídos. La luz, en manos de mamá, se fue haciendo más pequeña hasta que casi no lograba verla.
—Dile adiós a Caibarién, Mario —me dijo papá—. Nos vamos a demorar en regresar.
A pesar de sobrecogerme un poco por la despedida, me sentí aliviado del calor insoportable que sentía en tierra. Dinka estaba contenta. Ya en Cayo Conuco, cargamos la balsa que permanecía escondida entre los matorrales y la lanzamos al mar. Increíblemente flotó. Metimos los galones de agua. Nos acomodamos dentro y uno de los hombres se despidió de nosotros.
—Amarraré el bote en el embarcadero de Ramón, no te preocupes —le enfatizó a papá—. Recuerda que en Boca Chica están las provisiones.
Así empezó nuestro viaje. Con el sonido repetitivo de los remos contra el agua me quedé
dormido hasta el amanecer. Desperté por los ladridos de Dinka y el llamado de papá:
—¡Mario, Mario, no te pierdas esto!
Alrededor de la balsa había cientos de peces de diferentes colores. El fondo estaba tan cercano que podía ver los bancos de corales rojos contrastando con el verde azul del agua.
Dinka ladraba y corría por encima de la balsa tratando de perseguirlos.
—Francisco —le dijo papá al que estaba sentado delante—, bájate tú y ve hasta aquella punta. Ahí debe estar el saco con las latas.
En pocos minutos Francisco, mojado hasta la cintura, traía al hombro un saco de algo que supuse, sería nuestra comida.
El viaje apenas comenzaba y el sol ya nos estaba agotando. Francisco y papá se alternaban en los remos con Manuel y el otro hombre, al que le decían: La Fiera.
Se hizo difícil salir de la corriente que bordeaba un gran islote.
—Ese es Cayo Fragoso —explicó Francisco—. Dicen que un pirata portugués lo bautizó con su apellido en el primer viaje que dio a América.
Sentí que mis ojos se iluminaban al pensar en aquel pirata, pero mi emoción fue todavía mayor cuando, llevados por la corriente, fuimos a dar frente a un gran buque blanco que estaba aparentemente abandonado. En la proa estaba pintado el nombre: “San Pasqual”.
—Pensé que esto era una leyenda —dijo Manuel—, ¡pero el barco en realidad existe!
En mi casa siempre hablaban de los espíritus que pasean por sus camarotes.
No tenía mástiles ni chimeneas, y su desolación era conmovedora. Bordeamos uno de sus laterales. Una escalerilla oxidada nos invitaba a subir, pero continuamos en silencio contemplando el majestuoso navío, que seguramente guardaba cientos de historias de piratas y fantasmas. Dinka se notaba asustada y gemía sin quitar los ojos del barco. Comencé a hablarle
