
Cartagena, Murcia. Viernes 5 de julio de 2019
Laura tenía los ojos cerrados, sentía una brisa cálida en su rostro. Estaba tranquila, disfrutando los rayos de sol que incidían sobre su cuerpo. Tumbada en la arena de la playa, escuchaba las olas de fondo, dejándose mecer por su canto, como una nana, una que nunca nadie cantó para ella. A lo lejos, escuchaba voces de niños y algún que otro perro ladrando. Abrió los ojos para comprobar que todo a su alrededor estaba tranquilo, aunque no había ningún motivo que le indicara lo contrario. Todo estaba en calma, demasiado en calma. De repente, había una quietud extraña en el ambiente y a lo lejos unas nubes amenazaban tormenta.
Allí estaba Eva, a un par de metros delante de ella, con sus cubos, sus rastrillos y sus palas, jugando a ser la reina de un castillo imaginario. Estaba tranquila y feliz. El sol hacía brillar su pelo rubio y su piel blanca. Miró a su madre. Laura le sonrió y la saludó con la mano. Eva siguió jugando. A unos tres o cuatro metros de ella había un niño excavando en la arena con otros cubos y otras palas. El niño, un poco mayor que Eva, de unos nueve o diez años, se le acercó y le pidió un rastrillo, mientras él le llevaba un molde con forma de cangrejo. Eva
le dejó el rastrillo sin dudarlo, miró a Laura y sonrió. Estaba haciendo nuevos amigos. Laura volvió a cerrar los ojos y de nuevo se dejó acariciar por el rumor de las olas. Morfeo la tenía en sus brazos cuando despertó sobresaltada. El cielo se había vuelto plomizo. Buscó a Eva, que se había alejado unos metros; estaba con el niño que, de pronto, parecía más mayor y, aunque no podía verlo porque estaba de espaldas, sabía que sonreía y que miraba a Eva directamente a los ojos. Eva miraba a su madre fijamente. Otra vez esa mirada inquietante, directa al corazón. Sintió que el pánico invadía todo su cuerpo, el corazón empezó a latir con rapidez y notó que sus pies se hundían y caía en un foso tan profundo y oscuro, en el que acabaría por ahogarse si no se tranquilizaba.
Esa sensación de angustia le hizo despertar por completo. Sintió la tibieza de las sábanas sobre su cuerpo y abrió los ojos asustada. Ahí estaba, en plena noche, incorporada en la cama y buscando nerviosa a su hija para que no cayera en el mismo abismo que ella. En la penumbra del pequeño cuarto que compartían, apreció su silueta debajo de la sábana en la cama contigua y escuchó con atención su respiración acompasada y tranquila que le indicaba que estaba profundamente dormida. El corazón de Laura poco a poco fue reduciendo las pulsaciones y recuperando su ritmo normal. Estaba sudando, tenía la boca seca y estaba aturdida. Se levantó despacio, temblorosa, y fue a la cocina a beber un vaso de agua. Eran las cinco de la mañana. Volvió a la habitación, miró a Eva con ese amor eterno de madre y se volvió a acostar más tranquila, aunque ya sabía que no volvería a conciliar el sueño esa noche.
No dejó que sonara el despertador para levantarse. No quería que Eva se despertara. Se vistió rápidamente con la ropa que había dejado preparada en una silla en un rincón de la habitación la noche anterior y salió con las sandalias en la mano. Las dejó al lado de la puerta del baño y entró para asearse. Se lavó las manos y la cara, se echó crema
antiarrugas y se peinó. Una coleta alta, como de costumbre. Miró su reflejo en el espejo de cuerpo entero y se colocó ese vestido que había comprado el verano anterior, rojo con un estampado de flores en tonos blanco y verde que tanto le gustaba. Se dio cuenta de que le quedaba demasiado flojo. Acto seguido se fue a la cocina a desayunar. Miró el frutero, qué triste le pareció, apenas cuatro naranjas y dos manzanas. Tendría que salir sin falta a comprar por la tarde, a la salida del trabajo. De pronto recordó la sandía fresca en el frigo.
Cuando estaba acabando el último trozo, oyó que Eva se levantaba. La vio pasar al baño medio dormida con su osito favorito en una mano. Laura salió de la cocina y esperó a que su hija volviera a pasar hacia el dormitorio.
—Vuelve a la cama, cielo, que es muy pronto, mamá se va a trabajar. Te veo después, mi niña. Duerme tranquila. Te quiero.
—Te quiero —contestó Eva con cara de sueño y los ojos entrecerrados.
Laura le dio un beso en la frente y la vio irse a su habitación. Sonrió, pero en su corazón no cabía más tristeza.
Astorga, León. Viernes 5 de julio de 2019
R oberto salió de su casa en dirección a la cafetería donde había quedado con Raquel. Tenía el corazón en un puño y esperaba que le diera alguna noticia que le devolviera la alegría de vivir. Hacía tan solo cinco días que no se veían, pero Roberto tenía la sensación de que habían pasado semanas. Los días, últimamente, eran losas que se le caían encima y no le dejaban respirar. Una simple hora le parecía toda una eternidad de agonía.
—¡Volveré pronto!, para la cena estoy en casa. —Le había dicho a David antes de salir. Y cerró la puerta de golpe, dando un portazo. Bajó por las escaleras los tres pisos que le separaban de la calle. No quería encontrarse en el ascensor con ningún vecino cotilla y chismoso, que lo único que hacían era criticar por la espalda y no le aportaban ni un ápice de tranquilidad. No tenía fuerzas ni ganas de aguantar sus suposiciones y falsas lamentaciones.
Al salir a la calle el viento le golpeó en la cara. Después de todo, estaba siendo un verano más fresco de lo habitual, pero no le importó demasiado, prefería eso al sofocante verano anterior, en el que se había quemado hasta el empeine de los pies en las playas de Tenerife
junto a toda su familia. Aceleró el paso hasta llegar a la cafetería, no quería encontrarse con nadie conocido y tener que pararse a hablar de algún tema vacío y estúpido.
Al llegar, vio que Raquel estaba sentada en la terraza, tomando un refresco de limón con unas gotitas de granadina, como siempre. Demasiado dulce para Roberto, pero a Raquel no le gustaba el alcohol y decía que ese sabor le traía buenos recuerdos de su época universitaria. Estaba hablando por el móvil, pero cuando vio acercarse a Roberto, colgó inmediatamente y se levantó para saludarlo. Le dio un abrazo enorme, de esos que te rompen el corazón, si no lo tienes roto ya. Raquel comprobó que debía haber perdido un kilo más en esos últimos días.
Se estaba quedando en los huesos. Roberto nunca había sido un tipo gordo, ni fuerte, era más bien delgado y algo musculoso, no mucho, pero sí tenía bien definidos los músculos de su cuerpo. Era bastante alto, moreno, con el pelo algo ondulado y un poco largo y solía dejarse barba de tres días, también bien definida. Era un tipo atractivo. Raquel lo miró directamente a los ojos y se dio cuenta, también, de que tenía las ojeras demasiado marcadas, los ojos rojos y secos y una mirada un tanto perdida y desconcertada. A través de sus ojos vio su corazón roto y pisoteado en un pecho vacío de amor y lleno de dolor.
Raquel era una buena amiga para Roberto. Se conocían desde hacía unos veinte años, más o menos. Víctor, amigo de Roberto de toda la vida, se la presentó una vez que se encontraron a la entrada del cine. Le dijo en voz baja que sería la madre de sus futuros hijos y dos años después Laura y él estaban invitados a su boda. Los cuatro se habían hecho muy buenos amigos desde entonces. Compartían toda clase de aventuras, alegrías y preocupaciones. Raquel era una chica delgada y alta, con el pelo muy negro, largo y ondulado y unos ojos verdes espectaculares. Era muy guapa y siempre cuidaba mucho lo que comía, además, procuraba hacer deporte para estar en buena forma. No tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo. Trabajaba en una farmacia de la ciudad y era un poco obsesiva. Cuando le interesaba un tema se ponía a investigar sobre él y tenía que saberlo y estudiarlo todo en profundi-
dad. Su última obsesión había sido el cuidado del pelo. Los productos que se echaba tenían que ser naturales y ponía especial cuidado en el lavado y el secado. Tenía todo un armario de extraños productos e ingredientes que usaba para elaborar sus propios champuses, cremas nutritivas y acondicionadoras. A decir verdad, le daba muy buenos resultados, tenía una melena espectacular.
—¿Cómo estás? ¿Sabes algo? —preguntó Raquel.
—Esperaba que tú me dieras la respuesta a esa pregunta… —contestó Roberto, obviando la primera—. No sé nada… La policía me dijo que me pasara por comisaría a poner una denuncia para poder comenzar con la investigación. Si no hay denuncia no pueden hacer nada. Pero no he querido ir todavía… la verdad es que… esperaba que volviera… pero ya… no lo sé —comentó con los ojos vidriosos—. Es que… no lo entiendo, no lo asimilo, me estoy volviendo loco —dijo mirando directamente a los ojos de Raquel.
—Tranquilo, seguro que están bien… ¿no te ha llamado?
—No, y no creo que lo haga. Si hubiera pensado en hacerlo, ya lo habría hecho al día siguiente. Pero nada, pasan los días y yo me desespero con su silencio, ¡me ahogo! Han pasado ya nueve días desde que se fueron… Bueno, no, mejor dicho, desde que se fue y se llevó a mi hija.
En ese momento llegó el camarero para preguntarle a Roberto qué quería tomar.
—Una cerveza —contestó.
Ambos esperaron a que se alejara para continuar con la conversación. Con la mirada puesta en los ojos de Raquel le dijo:
—Voy a poner una denuncia por desaparición. Llamaré a Jesús para que me explique cómo hacerlo. No se lo perdonaré jamás, ella se podía ir si no quería estar conmigo, pero me ha robado a mi hija. No pararé hasta encontrarlas y entonces se la robaré yo y no la volverá a ver en toda su vida.
A Raquel se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía si lo decía en serio o si estaba entrando en una fase de rabia y se intentaba poner una coraza de odio. En realidad, sabía que Roberto amaba a
su mujer más que nada en el mundo y sería incapaz de hacerle daño, simplemente porque era la madre de sus hijos. Pero, tampoco entendía qué había pasado, no sabía el motivo por el que Laura había cogido a su hija de siete años y había abandonado a su marido y a su hijo de dieciséis. Debía de ser algo grave porque, lo que también sabía a ciencia cierta, es que Laura estaba completamente enamorada de su marido. Era un buen padre y una buena persona. Eran una familia muy unida. Siempre que podían salían a pasear juntos por el campo, compartían aficiones, se respetaban y se querían.
Víctor y ella lo sabían bien. A menudo hacían cenas en su casa y siempre los invitaban. La casa de Víctor y Raquel era un dúplex, en el piso de arriba dejaban que los niños jugaran después de cenar y así ellos estaban más tranquilos disfrutando la velada y charlando con una copa en la mano. Víctor y Raquel también tenían dos hijos, Daniel de quince años y Marina de trece. Los cuatro niños eran también muy amigos y disfrutaban cuando estaban juntos. Eva era la pequeña del grupo y todos la cuidaban y la protegían. La decisión de Laura había cogido a todos por sorpresa. Por eso, Raquel no podía entender su silencio, no imaginaba el motivo que le hizo tomar la decisión de irse, dejándolo todo, sin decir adónde, ni por cuánto tiempo, ni por qué. Sin duda, tenía que haber sido una decisión muy dura también para Laura y seguramente estaría sufriendo por ello.
Su infancia. Un día cualquiera
L a niña sonreía feliz, la clase había acabado por hoy. Asomó a la puerta, bajó corriendo los dos escalones y salió con sus compañeros a la explanada que se extendía delante del aula. El campo estaba verde y salpicado de unas pequeñas flores amarillas y violetas que salían a su antojo por aquí y por allá sembrando el campo de un aroma limpio y lleno de dulzura. Seguramente su hermano no tardaría en ir a buscarla, así que, esperaría jugando con su amiga Rebeca, una niña un año mayor que ella, que vivía también en el pueblo. Ambas eran compañeras de aventuras, juegos y proyectos.
Todos los niños del pueblo, unos diez o doce, depende de si los hijos del panadero iban o no, recibían, antes de que empezara el nuevo curso, unas clases básicas a modo de recordatorio de lo aprendido el año anterior con el fin de que llegaran al cole bien preparados para superar los nuevos retos de ese año escolar. Así, repasaban los conocimientos adquiridos y adelantaban otros que verían más avanzado el curso. Iban todos juntos, lo mismo daba si tenían dos años arriba o tres abajo. Las clases se las daba una persona del pueblo, normalmente una chica, que no era profesora siquiera, pero tenía conocimientos suficien-
tes para los contenidos que se pedían a esas edades. Ese año hacía las veces de profesora una hermana de Rebeca que se llamaba Mari. Así que, mientras Mari recogía la clase, las niñas jugaban fuera hasta que llegara su hermano para llevarla a casa.
—Luis vendrá enseguida, estaba recogiendo patatas con tus padres —dijo Mari, cuando salió del aula, dirigiéndose a la niña, aunque esta ni la oyó. Estaba demasiado nerviosa porque pronto sería su cumpleaños y quería hacer una merienda para invitar a sus amigas.
—Será mejor que lo celebres este sábado —le decía Rebeca impaciente.
—Tengo que hablar con mi madre primero. Dijo que iba a hacer chocolate con churros. No sé si podrá este sábado…
A Rebeca se le abrieron los ojos como platos y se le hizo la boca agua recordando el chocolate con churros que alguna vez había hecho la madre de su amiga.
Al otro lado de la explanada vieron a Luis en bicicleta que venía a buscarla. La niña echó a correr a su encuentro, se sentó en el asiento de atrás de la bici de paseo de su hermano y se despidió de su amiga.
—¡Adiós, Rebeca!
—¡Adiós!
—¡Hasta mañana, Laura! —contestó Mari.
—Abre bien las piernas —le dijo Luis a su hermana comenzando a dar pedales de nuevo—. Si no abres suficiente las piernas, puedes meter un pie entre los radios de la rueda y te harás mucho daño.
Todos los días que iba en bici a buscarla le decía lo mismo. Y todos los días Laura le contestaba lo mismo:
—Que síííííí —le decía, alargando la i del final.
A Laura, a veces, le parecía un poco pesado. Pensaba que ya se estaba haciendo mayor y que no hacía falta que le repitiera las mismas cosas cuarenta veces. Después de todo, cumpliría ocho años la semana que viene. No era necesario que todos los días le dijera lo mismo.
Pero a pesar de que Laura estaba cansada de sus repetidas advertencias, nunca le daba una mala contestación. Era su hermano mayor,
tenía nada menos que dieciséis años, y eso se merecía un respeto. Laura recordaba el día que fue al colegio por primera vez, con seis añitos recién cumplidos, sin conocer a nadie. Era un colegio enorme que se encontraba en la ciudad de Astorga, a unos ocho kilómetros de distancia de Soterrana, su pueblo. Nunca, hasta ese día, había salido de su pueblo sin sus padres y era un gran paso para ella. Allí iban, además de algunos niños de Astorga, casi todos los que había en los pueblos de alrededor.
Todos los días, varios autobuses con franjas de distintos colores, que solían ser azules o verdes, hacían un recorrido por los pueblos cercanos recogiendo a los niños y llevándolos al colegio. En total, unos cinco o seis autobuses hacían varias rutas por distintas zonas limítrofes y llegaban al colegio totalmente llenos de niños. A Laura le encantaba el autobús que pasaba por Soterrana, era el único distinto a todos los demás, completamente de color naranja.
Ese primer día en el gran colegio, durante el recreo, a Laura se le acercó un niño de los más mayores del cole, de los de octavo curso, y le dijo:
—¿Tú eres la hermana de Luisón?
Laura se quedó un poco sorprendida hasta que comprendió que se refería a su hermano.
—Sí —contestó tímidamente.
—¡A esta niña ni se la toca! —dijo el niño con voz lo suficientemente alta para que pudieran oírlo los niños que estaban jugando a su alrededor. Y después preguntó dirigiéndose a Laura ya en un tono más moderado—: ¿Entiendes?
La niña asintió y él se fue. Laura comprendió que era amigo de su hermano, y que, de alguna manera, él estaba pendiente de ella para ayudarla y protegerla si era necesario. Sintió, desde lejos, la mirada protectora de su hermano. Se sintió tranquila y segura y así había sido siempre, en el colegio y fuera de él, hasta ese día. Ese día en el que cambiaron tanto las cosas, que nunca jamás volvió a sentir esa tranquilidad con su hermano. Ese día en el que su infancia pegó un giro tan brusco que se rompió por completo y condicionó su relación con su hermano y, también, con toda su familia.
