En un país lejano, en un lugar oscuro, triste y solitario, había un sarcófago cubierto de oro, joyas y vasijas, monedas, tesoros, etc. Era el interior de una pirámide, o eso parecía. Estaba tan oscuro que no se podía saber con exactitud.
Ese sarcófago a veces se movía, se oían ruiditos y ronquidos, ¿quién vivirá en él?
Hoy se está moviendo, la tapa se gira, poco a poco se abre y aparece una mano, seca, sucia y fría… ¡Es la momia Jacinta!
La momia Jacinta era muy delgada, pequeña y divertida. Era todo vendas, huesos y unos grandes ojos. Ya no tenía nada, solo sus tesoros. Algunas noches, abría la tapa de su sarcófago y salía de visita.
Se daba paseos por los pasadizos, a veces pintaba dibujitos por las paredes, lo que llamamos «jeroglíficos», dejaba mensajes a sus familiares por si venían a verla… Otras, bailaba danzas divertidas, y acababa despeinada con «pelos de escoba». Otras noches veía todo lleno de polvo y se ponía de los nervios:
—¿Cómo habrán dejado esto tan sucio?, ¿es que no limpia nadie aquí?
Limpiaba todo de arriba abajo, se perdía por los rincones, y a veces hasta se quedaba dormida y se despertaba encogida y dolorida por la mala postura. Era todo huesos, y a la pobre, le dolía el cuerpo. Esta era su vida, sola y aburrida, en el sótano de esta pirámide.
Cuando volvía a su cama, dentro del sarcófago, se quedaba dormida otro montón de años. Hasta que, como la otra noche, decidió salir de nuevo.
Repitió los movimientos y abrió su sarcófago:
—Otra vez sola con mis tesoros, ¿para qué quiero todo esto que me dejó mi familia?, ¡no me sirve de nada! ¡Estoy aburrida de esta vida encerrada!
Y decidió buscar una salida.