

Gertrudis y el Capitán Solaz
Maru Pardo Saguier Ilustrado por Janaína Galhardo

—¡Compañía! ¡Fiiiirrrrmes! ¡Un, dos, un, dos, un, dossss!
—¡Mmm! ¿Qué? ¡No, otra vez! ¡Ay! ¡Otra siesta sin dormir!
Desde que el Capitán Solaz comenzó a pasar revista a su ejército frente a la casa de Gertrudis todos los santos días a la hora de la siesta, no había podido volver a dormir tranquila. El ejército del Capitán Solaz parecía ser interminable, porque le tomaba horas hasta contar al último de sus soldados.

—¡Esta vez me van a escuchar él y sus soldados de pacotilla! —rezongaba Ger mientras tanteaba sus pantuflas—. ¡No hay derecho a interrumpirle la siesta a una! —decía dirigiéndose a la puerta—. ¡Ya bastaaa! —gritó a los cuatro vientos, parada en el umbral de su casa.

—¿La he importunado, madame? —preguntó un señor, bajito de apariencia afable, vestido con un extraño uniforme—. ¡Tenga a bien aceptar mis disculpas y las de mi regimiento! —continuó, señalando a su ejército ante los ojos atónitos de Gertrudis—. Es que si no paso revista a esta hora —aclaró—, más de un soldado aprovecha para dormirse una siestita sin permiso. Usted entiende… —le dijo en voz baja buscando complicidad.
De todas las palabras que se le habían ocurrido a Gertrudis para gritarle al Capitán, no le salió ni una. Solo miraba al vacío, donde se suponía que estaba el ejército de Solaz, y nada, no veía nada.
—Pero… Pero… —atinó a decir mientras volvía a indignarse aún más que antes—. ¡Pero usted está pasando revista a un ejército inexistente! —rugió—. ¡Usted! ¡Usted! —tartamudeó—. ¡Usted está despertándome de mi siesta por nada!
—Me ofende usted, madame —replicó Solaz—. No es por nada. Vea que, si bien es cierto que en este momento no poseo un ejército propio, ¿cómo haré entonces para comandar uno real si no practico? Quiero estar preparado para cuando ese momento llegue. ¡Sí! ¡Sí! Hasta entonces, debo comandar a este ejército… digamos… invisible, ji, ji —agregó.
—Vea, Capitán —respondió Gertrudis apretando los dientes, intentando mantener la calma—, comprendo su situación, pero, tal vez, sea posible que usted pase revista a su ejército… mmm… imaginario… en otro momento del día.
—¡Negativo! ¡Negativo, mi señora! ¡Lo que me pide usted es imposible! ¿Dónde se ha visto que un capitán pase revista en otro horario que no sea la hora de la siesta y luego, otra vez, por la noche? ¡Imposible! —replicó el Capitán Solaz.

—¿También por la noche? —rezongó Gertrudis, contrariada por la noticia—. ¡A esa hora suelo escribir mis cuentos! ¡No podré concentrarme entonces!
—¡Lamento el inconveniente, madame! Pídame otra cosa, pero no que no cumpla con mis obligaciones —agregó el Capitán Solaz.
«¡Loco! ¡Está loco! ¡Rematadamente loco!», pensó Gertrudis mientras cerraba la puerta de su casa de un portazo a la vez que el Capitán Solaz retomaba sus actividades.
—¡Un, dos, un, dos, un, dossss!
«¡Ay! Es igual… Nunca puedo terminar de escribir mis cuentos de todas formas…», se lamentó.

Esa misma noche, cuando Ger se preparaba para sentarse frente a sus cuentos sin terminar, encontró algo extraño. Una estrofa sin sentido había aparecido entre sus hojas en blanco. Una estrofa que ella no recordaba haber escrito:
Tres caballos, dos lacayos, dos manzanos al revés.
Suben sierras, bajan sierras: la ciudad es la que ves.
«Qué extraño —pensó—. ¿De dónde habrá salido esto? ¡Debo de haberlo escrito sin darme cuenta! ¡No tiene sentido!».
Y viendo que esa noche tampoco escribiría ningún final para sus cuentos, arrojó la hoja al cesto de basura y se preparó para irse a la cama, aceptando, a regañadientes, que el Capitán Solaz volvería a pasar revista a sus soldados de un momento a otro.

Gertrudis y el Capitán Solaz emprenden un viaje mágico e inesperado descifrando las pistas que van encontrando.
¿Podrán terminar el poema que dará sentido a todo?

