Desde que te vi

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CAPÍTULO 1

Barcelona, miércoles 16 de octubre de 2019

La Ciudad Condal vivía su tercera noche consecutiva de disturbios. Los altercados estaban siendo especialmente virulentos por su duración, su intensidad y la dosis de violencia que empleaban los manifestantes.

Más allá del rechazo a la sentencia emitida por el Tribunal Supremo contra los líderes del procés, los jóvenes independentistas les estaban poniendo a ellos en el centro de la diana, consiguiendo que su situación comenzara a ser crítica si no les llegaban refuerzos, mientras los incendios de infinidad de contenedores ocupaban toda la calle y amenazaban con prolongarse a las vías anexas.

Adrián Samper era el capitán que comandaba aquella unidad de la Policía Nacional, que aguantaba estoica las arremetidas viscerales de los independentistas que, con odio inyectado en sus ojos, se prolongaban desde hacía ya varias horas, sin que nadie les hubiera relevado del puesto. Estaban cansados, pero tenían que aguantar su posición en la calle Mallorca, pues si esta se quebraba, el paso hacia la puerta de la comisaría de la Policía Nacional de la Brigada Provincial de Extranjería y Fronteras de Barcelona quedaría expedita para que aquella horda pudiera asaltarla a su antojo.

Desde el interior del furgón sus órdenes sonaban claras, su unidad de intervención debía avanzar pisando cascotes y subiendo y bajando bordillos, envueltos en fuego, para escapar de la zona más caliente en aquellos momentos. El techo del vehículo sonaba con estridencia debido a la lluvia de objetos a los que se veían sometidos. La chapa resonaba como si una lluvia de granizo estuviera cayendo sobre ellos. Un rápido vistazo le hizo comprender que los nervios comenzaban a dispararse en el interior

del vehículo y eso era lo último que él necesitaba en esos momentos. Tenía que buscar una solución de inmediato, pero poco podía hacer observando el desolador panorama desde su reja de metal que protegía la luna de su vehículo de la lluvia de cascotes que arreciaba de nuevo.

Adrián trató de mantener el contacto con el otro furgón que les precedía, pero lo habían perdido de vista.

Estaban solos.

—Debemos racionar el material antidisturbios, que la noche va a ser muy larga —dijo alzando la voz, pero transmitiendo tranquilidad.

El vehículo aceleró para tratar de escapar de la zona batida, mientras un compañero disparaba su fusil lanza bolas, cada vez que él se lo ordenaba.

¡Bola!

Esa era la señal para utilizar la munición disponible.

De repente, ante ellos apareció una pared de contenedores ardiendo que les impedía el paso. Quedarse allí dentro era un suicidio y volver sobre sus pasos un sinsentido, pues la calle estaba repleta de radicales que les perseguían enfurecidos.

—Poneos los cascos y las protecciones y coged todo el material disponible, vamos a salir.

La orden, a pesar de la gravedad de la situación, fue acogida con entusiasmo, pues eran conscientes de que era la única manera de salir indemnes de aquella ratonera.

Adrián fue el primero en descender aprovechando la incredulidad de sus perseguidores, que no esperaban semejante maniobra. Sabía que la calma iba a durar poco y que, en cuanto vieran que tan solo eran ocho unidades, se rearmarían y volverían a la carga con ánimos renovados.

Uno a uno fue posando su mano sobre los hombros de sus hombres para infundirles ánimo en el momento que abandonaban el vehículo. Cuando todos estuvieron sobre el asfalto, les indicó el lugar hacia donde debían dirigirse.

—Venga, ánimo, que esto no es nada, en peores nos hemos visto. Avanzad en fila de a dos, cubriendo ambos flancos, hasta llegar a la esquina que hay detrás de los contenedores.

La lluvia de cascotes y objetos metálicos arrancados de la vía pública comenzaba a arreciar contra ellos, impidiendo su avance. Tras unos momentos de zozobra, el sargento Martí, que encabezaba el grupo, abrió fuego de dispersión sobre la turba, que empezó a retroceder sorprendida por aquella decisión y asombrados al ver cómo aquellos policías se abrían paso entre las llamas. Estaban a punto de llegar a la zona de los contenedores cuando Adrián observó que uno de sus hombres había tropezado, rezagándose del resto. Con un gesto de su mano, ordenó al resto que continuara, dando a entender que volvería para ayudarlo. Al llegar lo levantó, cogiéndole del brazo mientras le animaba a continuar, pero la situación había dado un vuelco radical. En cuestión de segundos, la turba se había multiplicado al saber que tenían acorralada a una unidad de la Policía Nacional y ese era un botín que no podían dejar escapar. Los objetos comenzaban a golpearles sin darles opción a réplica. Las protecciones, a pesar del dolor que provocaban los impactos, cumplían su función, pero era consciente de que no iban a ser suficientes para aguantar aquella lluvia de objetos. Los independentistas olían sangre y se envalentonaban conforme veían que sus perseguidos no oponían resistencia, animándolos a acercarse cada vez más, hasta que un joven que no tendría más de diecisiete años se acercó tanto, que pudo golpear a su compañero con una barra de hierro. El griterío fue ensordecedor y alentó al resto a hacer lo mismo.

El capitán Samper fue consciente de inmediato de la gravedad de la situación y se vio obligado a tomar una decisión que hubiera deseado no tener que tomar, pero su vida y la de su compañero estaban en juego y, ante aquella tesitura, pocas dudas tenía de que estaba haciendo lo correcto. Desenfundó su pistola y la alzó al aire mientras su compañero, malherido por el golpe sufrido, cargaba el fusil de pelotas de goma y apuntaba a su agresor.

Al ver la pistola elevarse entre los rescoldos del fuego que por detrás de su figura se volatilizaban en el aire, la turba se detuvo, que una cosa era la independencia y otra bien distinta perder la vida por ella. Disparó dos proyectiles al aire que resonaron entre las fachadas de los edificios, consiguiendo el efecto intimidatorio que perseguía. Pese a eso, un vetera-

José A. Sánchez Zaragoza

no en las algaradas callejeras no se vio amedrentado por la situación y se lanzó contra ellos, pero su compañero, que había conseguido ponerse en pie, no estaba dispuesto a recibir ningún golpe más ni a permanecer por más tiempo en aquella posición de debilidad, por lo que cargó el arma y la descerrajó contra el veterano activista, que se vio sorprendido por el golpe recibido que le había dejado sin aire y con un hematoma que sabía que iba a tardar mucho en olvidar. Otros tres jóvenes trataron de repeler el ataque, pero el policía ya había tomado la decisión de salir de allí con vida y volvió a disparar otra salva de pelotas de goma que impactaron contra los agresores que, esta vez sí, se retiraron a esperar otros momentos más heroicos. Para afianzar la posición, Adrián volvió a disparar al aire, permitiéndoles salir de aquel atolladero.

—Víctor, sigue adelante, aquellos de allí son los nuestros que nos están esperando —dijo Adrián, mientras empujaba a su compañero a través de los contenedores hasta llegar a unas sombras oscuras iluminadas por la luz espectral de las llamas.

Al girarse para cerciorarse de que nadie les seguía, observó que lo que dejaban atrás era lo más parecido a un campo de batalla en mitad de la cosmopolita y pacífica ciudad de Barcelona.

Por suerte, los mossos habían acudido en su ayuda asegurando el cruce con la calle Balmes para que, esta vez sí y con refuerzos, pudieran recuperar el terreno perdido, impidiendo que los independentistas lograran salirse con la suya.

Pasada la medianoche, toda la manzana estaba tomada por las fuerzas policiales conjuntas y la comisaría estaba a salvo de verse asaltada. Ese fue el momento de tomar un respiro y alimentarse para lo que aún quedaba por llegar, pues varias marchas de manifestantes habían partido a pie desde Gerona, Tarragona, Vic, Berga y Tàrrega, para llegar a Barcelona el viernes día 18, coincidiendo con la convocatoria de huelga.

La zona estaba en calma, pero a lo lejos aún se escuchaban los ecos de las algaradas que, de nuevo, se repetían en el centro de la ciudad con la quema de coches y mobiliario urbano, mientras los mossos repelían las agresiones con una tanqueta con cañón de agua. Aun así, tres policías resultaron heridos.

Pasadas las cuatro de la mañana, una unidad de refresco llegó para hacerles el relevo y que pudieran irse al hotel a descansar y a lamerse las heridas.

La mañana llegó más pronto de lo deseado. Con la impresión de no haber descansado, bajó al restaurante para desayunar. La noche anterior había sido larga y estresante, por lo que la sensación de hambre era enorme y necesitaba saciarla de inmediato, pero antes tenía que llamar a su mujer y tranquilizarla de viva voz, aunque ya sabía que había leído el wasap enviado poco antes de llegar al hotel.

—Adrián, ¿cómo estás? —dijo ella nada más descolgar.

—Estoy bien, agotado, pero bien.

—Vi las imágenes por la tele y no me pude dormir hasta que me enviaste el wasap.

—Por eso lo hice, para tranquilizarte.

—¿Os visteis envueltos en algún incidente?

—La verdad es que sí, pero nada de lo que debas preocuparte. ¿Cómo está Nicolás? —dijo para cambiar de tema.

—Está muy tranquilo. Para los pocos meses que tiene, me deja dormir bastante. No me puedo quejar.

—Me alegro. Dale un beso fuerte de mi parte y dile que lo quiero mucho, y a ti también.

—¿Ya te vas?

—Tengo que hacerlo. Me han llamado para que me presente en la comisaría central de Barcelona. Me imagino que querrán compartir conmigo la estrategia para esta noche, que también se presenta calentita.

—Adrián, ten cuidado.

—Descuida. Te llamo en cuanto pueda.

Al salir a la calle, aún persistía en su cuerpo el calor de los incendios y de los adoquines ardiendo. A pesar de la quietud de la noche, el reposo no había hecho mella en él.

La fachada acristalada del Gran Hotel Verdi en la céntrica avenida de Francesc Maciá, en Sabadell, se reflejaba sobre el asfalto como si fueran las aguas de un estanque. Justo enfrente, en la misma puerta de

la cámara de comercio, un microbús les esperaba. No tenía ninguna placa identificatoria y era mejor así para pasar desapercibidos pues, aunque le costaba asimilarlo, tenía la sensación de estar operando en territorio enemigo, cuando eso nunca hubiera tenido que ser así.

Ya en el interior saludó a cuatro compañeros y se acomodó en un asiento. Aún tendrían que recoger a seis policías más, antes de llegar a Barcelona.

Entraron en la Ciudad Condal por la ronda litoral y a la altura de Sant Adrià de Besós, torcieron a la izquierda para tomar la Gran Via de les Corts Catalanes y encarrilar la calle que los llevaría al complejo policial de la Verneda.

Ya en el interior de las instalaciones, un sargento joven, pero con ademanes autoritarios, le informó que debía acompañarlo a una reunión. Sin darle mayor importancia, lo siguió expectante por saber sus nuevas instrucciones. Pero las cosas no iban a salir como a él le hubiera gustado, ya que nada más entrar en las dependencias, el sargento le condujo directamente a la oficina de control disciplinario interno, donde el mismísimo subinspector general de la Policía Nacional en Barcelona, le dio la bienvenida de una manera mucho más amistosa de lo que él hubiera deseado.

—Siéntese —dijo el subinspector mirándole fijamente a los ojos.

Durante unos segundos, su superior continuó leyendo un documento de varios folios hasta que una vez finalizado le volvió a prestar atención. Adrián se removió en su asiento. Aquello no tenía buena pinta.

—Anoche tuvimos una noche ajetreada. ¿No es así?

—En efecto, señor. Los ánimos estaban bastante caldeados y creo que va a ir a peor.

—¿Así lo cree?

—Estoy seguro, han visto que no somos disuasorios y se están viniendo arriba.

—Parece que quiere decirme algo más.

—Si usted me lo permite.

—Adelante.

—Verá… creo que, de seguir con esta táctica, vamos a tener más bajas.

—Estoy de acuerdo con usted, capitán Samper, pero también lo estará conmigo en que la situación es muy complicada y que hay que tener muchos factores en cuenta. No es normal que, por cada foco de protesta, aparezcan cuarenta fotógrafos y tres televisiones retrasmitiendo en directo, a la espera de ver cómo los adoquines vuelan sobre nuestras cabezas. Y lo que nos podría servir de atenuante, no nos justifica cuando recibimos una denuncia por parte de esos por quienes nos vemos agredidos.

Por desgracia, el motivo de la reunión comenzaba a disiparse.

—¿Me imagino que sabe por qué está usted hoy aquí?

—Hasta hace un minuto la verdad que no, pero después de su introducción, comienzo a intuirlo, señor.

El subinspector se levantó de su asiento y, con premeditada parsimonia, se acercó hasta el ventanal de su despacho, donde se detuvo unos segundos. Después se dio la vuelta y, volviendo sobre sus pasos, dijo:

—Hemos recibido una denuncia que ha sido admitida en el Juzgado de Instrucción número veinticuatro de Barcelona. En este escrito que tengo en mi mano se les cita, a usted y al agente Martí, como componentes de un furgón de la brigada móvil de antidisturbios que actuó anoche, 16 de octubre, en el centro de Barcelona. Lo harán como investigados por un delito de lesiones. Un ciudadano que, según dice, no había participado en la manifestación denunció que, sobre las veintitrés horas salió a pasear y, cuando estaba en la calle Mallorca, vio cómo un agente desenfundaba su arma y disparaba al aire mientras amenazaba a todo el que se le acercaba y, aprovechando la confusión, su compañero, desde el suelo, comenzó a disparar indiscriminadamente bolas de goma, hiriendo a muchos jóvenes que se encontraban en las inmediaciones manifestándose pacíficamente. En su denuncia asegura que, más allá de las contusiones sufridas a los manifestantes, él siente «ansiedad extrema» cuando ve a un policía. Ha llegado a decir que, como vive cerca de la citada comisaría, no se atreve a salir a la calle por miedo a ser golpeado por la policía.

—¿No estará hablando en serio?

—¿Le parece que estoy de broma?

—No, señor, pero tengo un montón de testigos que pueden ratificar lo que pasó. Nos tendieron una emboscada y tuvimos que salir de la furgone-

ta, pues habían comenzado a prenderle fuego. Una vez en el exterior, tratamos de llegar a un lugar seguro, pero el agente Martí se quedó rezagado y tuve que ir a socorrerlo. Si no nos hubiéramos defendido, aquella horda de fanáticos nos hubiera liquidado.

—Capitán Samper, no me tiene que convencer de nada. Yo no le estoy recriminando en absoluto, tan solo le notifico la demanda.

—¿Y qué pasa con los testigos?

—¿La turba indepe? ¿Qué cree que va a pasar? ¿Piensa, quizás, que van a declarar a su favor? Estamos solos, capitán Samper, nos han tirado en esta ciudad al grito de «ahí os las apañéis» y le juro que no es consuelo que los mossos estén recibiendo tres veces más que nosotros.

—¿Y qué debo hacer ahora?

—Tómese el día libre hasta ver cómo discurren los acontecimientos.

—Pero, subinspector, estamos en cuadro y ahora precisamente no puedo abandonar a mi gente.

—Ya lo sé, capitán. No crea que no soy consciente, pero la orden viene de arriba. No quieren tener problemas con el Gobierno de la Generalitat y están replegando velas a toda velocidad. Aproveche este día de descanso y, mientras tanto, trataremos de reconducir este desagradable tema.

Al salir de nuevo al parque cerrado, apenas tuvo tiempo de despedirse de su compañía y, tras una breve explicación de lo ocurrido, cogió un taxi que lo llevó de nuevo a Sabadell.

En su juventud había decidido ser policía por su afán de ayuda al prójimo. Hasta la fecha estaba bastante orgulloso de su trayectoria, pero se lo estaban poniendo bastante difícil. En otras circunstancias, lo hubiera sobrellevado con estoicismo y pragmatismo, pero después de los acontecimientos personales que le habían ocurrido en los últimos dos años, creyó que no iba a poder soportarlo más y que su forma de vida se iba a derrumbar como un castillo de naipes y, en el fondo, hasta lo deseaba. De repente, le vino a la mente el recuerdo de una cafetería en Nueva York, una melodía de jazz, un café humeante y unas risas, mientras las gotas de lluvia se precipitaban contra la cristalera, difuminando las luces del exterior.

Deseó con toda su alma poder llorar, pero le fue imposible.

CAPÍTULO 2

El jueves había transcurrido lánguido y aburrido. Más enojado que preocupado, había aceptado con profesionalidad el día libre propuesto por sus mandos, a pesar de que no hubiera querido dejar a sus hombres solos en aquellas excepcionales circunstancias. Adrián pasó toda la jornada en la habitación escuchando las noticias, navegando por internet y llamando a su mujer para explicarle lo ocurrido, mientras de fondo escuchaba los llantos de su hijo, a quien echaba mucho de menos.

Bajó a cenar al restaurante del hotel y, cuando volvía a la habitación, una idea pasó por su mente. Sabía que no debía hacerlo, pero no pudo dominar aquel impulso que le obligó a salir del hotel y dirigirse a la Zona Hermética, el polígono de ocio de la ciudad de Sabadell.

El pub estaba igual que lo recordaba, nada había cambiado en los últimos años. Lejos de las aglomeraciones del fin de semana, la entrada se encontraba vacía y en el interior no parecía que fuera a ser diferente. El hecho no le desilusionó, al contrario, aquella noche necesitaba tener tranquilidad. Al entrar sintió un fuerte olor a moqueta y a ambientador comprado en garrafas, que lejos de molestarle, le trajo recuerdos de tiempos pasados vividos con despreocupación.

Las dos barras estaban prácticamente vacías, pero él sabía adónde tenía que ir. Alzó la vista para cerciorarse de que no estaba equivocado y, al confirmarlo, se dirigió a la más pequeña, que se encontraba haciendo división con un oscuro reservado.

Mientras observaba a la camarera, que hablaba de manera aséptica con un cliente, se sentó en un taburete mientras sentía el cosquilleo de un millón de hormigas removiéndose en su estómago.

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