
Betty Bolekia
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Betty Bolekia
Ilustrado por Nía Hernández de

Aquel día me llamó Olga muy temprano. Estaba cogiendo la mochila para irme a clase, metí los deberes que había mandado la profesora de matemáticas, los libros de las asignaturas que tocaban aquel día y mi teléfono de «última generación».
Por supuesto, lo de última generación era ironía. Tenía un tocho de teléfono móvil, era enorme, tengo que admitirlo, era de esos con botones que debes apretar para marcar los números y que casi te dejas los dedos metidos dentro del teclado. Lo peor era cuando tenía que escribir un “SMS”, pues el teclado no paraba de emitir sonidos que se me quedaban grabados en la mente.
Creo que teléfonos así solo se los he visto a personas mayores, ya que creo que los táctiles les resultan muy complicados, pero claro estamos hablando de que yo tengo 12 años y toda mi clase lleva móviles
super a la última. No dejaban de reírse de mí y de mi teléfono al que llamaban “ladrillo”.
Sin embargo, ellos podían y pueden presumir de llevar un smartphone y todos estaban toooodo el día metidos en lo que llaman “las redes sociales”. Se hacían videos y fotos, pero sobre todo no pueden faltar sus preferidas, los selfies.
Claro que emplean mucho tiempo para subirlos a sus perfiles en Internet para que todo el mundo vea lo bien que se lo pasan y las vidas tan fantásticas que tienen, las múltiples cosas que hacen a lo largo de todo el día y los muchos amigos que tienen. Porque hay muchas chicas de mi clase que dicen tener más de 1000 amigos. Eso si lo pienso son muchísimos amigos. La verdad que me pregunto cómo pueden quedar con todos a la vez, pues mil amigos no caben en el salón de tu casa, a no ser que vivas en un enorme palacio. Pero debe ser la caña, pues están super eufóricas y van como locas por los pasillos del colegio riendo y haciéndose fotos.
Yo quería tener a toda costa uno de esos smartphones, realmente me parecían muy atractivos y al ver a mis compañeros de clase tan felices con esos teléfonos, yo también deseaba uno. Con el tiempo, me di cuenta de que no era “oro todo lo que relucía”. Pues una situación que observaba muchas veces era que cuando alguna estaba de mal humor, siempre era después de haber mirado el teléfono. Y comentaban: «solo tengo 100 likes». A veces, las veía en el
baño llorar, las veía discutir... pero no entendía muy bien por qué… Y es que yo cuando hablaban de esas cosas o estaban metidas en eso de las “redes sociales”, no me enteraba de nada. No querían tener una amiga con un teléfono de abuela.
Nadie me hablaba porque no estoy a la última como dicen aquí. Mis outfits tampoco molaban… En definitiva, no era lo que se dice una chica cool. Pero lo que le sucedió a una de las chicas más populares de clase, es lo que me llevó a la conclusión de que los teléfonos pueden llegar a ser hasta peligrosos si no les das el uso adecuado.
Lo cierto es que cuando llegué a España no tenía ni idea de lo que era un teléfono móvil, mucho menos las redes sociales. De lo que sí que me di cuenta es que los teléfonos móviles, a los que llaman inteligentes, parecía que sabían más que las personas y veía cómo al final eran los teléfonos los que poseían a las personas y no al contrario.
Una cosa curiosa que pude descubrir a través de la que se convirtió en mi primera amiga en España, es que los móviles o esos teléfonos inteligentes que me tenían tan intrigada tenían el poder de captar tanto tu atención que olvidabas a la gente de tu alrededor, volviéndote una persona super solitaria, que permanecía ensimismada casi todo el día. También lo que observé de la cultura española es que la sabiduría de la gente mayor había sido reemplazada por la sabiduría de estos “super teléfonos”. Para mí
era extrañísimo, porque en mi país la gente mayor es algo así como sagrada y la persona más anciana contenía toda la sabiduría del pueblo. Recuerdo pasar horas escuchando a mi abuela contándonos historias y dándonos consejos a mis hermanos y a mí sobre la vida, cosa que aquí en España había observado que no era muy habitual, ya que a las personas mayores se les excluía de muchas actividades en familia y en definitiva de la sociedad, o al menos es lo que contaba la que fue mi primera amiga en España, pues vivía en una residencia en lugar de en casa de sus hijos y nietos. Yo ya no sé si era por esos teléfonos exactamente o por alguna otra razón, pero a mí me parecía muy raro. Los abuelos viviendo lejos de sus familias…
Si lo pensaba fríamente podía darme cuenta de que esos teléfonos eran no solo inteligentes, sino que contenían la vida entera de cada persona.
Por cierto, no te lo he dicho, pero soy de Malí, país del continente africano. Toda mi vida viví en un poblado super chiquitito y apenas teníamos bienes materiales, pero estábamos muy unidos y los niños jugábamos mucho unos con otros.
Yo llegué a España sin nada, con las manos prácticamente vacías. A pesar de que nunca había tenido interés por lo material, pronto me interesaron esos smartphones de los que estoy hablando.
Poco a poco se convirtió en una obsesión, pues cuando llegué al centro de menores, todos los cha-
vales allí tenían uno y estaban prácticamente todo el día metidos en ellos. Casi traspasaban las pantallas con sus narices, pues no se despegaban de los teléfonos. Me causaba tanta curiosidad, que varias veces intenté cogérselo prestado a uno de mis compañeros de dormitorio. También llegue a pedir uno a la trabajadora social, aunque ella desde el primer momento se mantuvo reacia a esa idea y, por supuesto, nunca me lo facilitó. Después, descubrí que esos teléfonos cuestan un “ojo de la cara” y más dependiendo de la marca.
Pero me parecía tan atractiva la idea de tener uno, que no podía parar de insistir cada vez que veía a la gente de mi alrededor metidos horas y horas en ellos. Necesitaba saber qué es lo que era tan interesante en esas redes sociales donde llegabas a tener cientos o miles de amigos o seguidores.
A veces, la gente por los pasillos se tropezaba por no mirar por dónde andaban, pendientes de las pantallas de los móviles, mientras estaban en la cama se les caían en la cara... Algunos se llevaban los teléfonos al baño… Una vez recuerdo que yendo al médico con la trabajadora social, casi atropellan a un chaval que no levantaba la cabeza del teléfono. Eso me dejó bastante impactada, pero aumentaba mi curiosidad, pese a que llegué a pensar que poseer uno de esos teléfonos inteligentes podía hasta matarte.
Recuerdo que cuando llegué a España y subía a los autobuses veía a todo el mundo con el cuello inclina-


Fatoumata, una niña de Malí, sobrevive al naufragio que le arrebata a su familia. En su viaje por España, pasando por centros y casas de acogida, se enfrenta a nuevos retos, como el duelo, el acoso escolar y la adicción digital. En Zaragoza, descubre el valor de la amistad, la empatía y el verdadero sentido de pertenecer.
