

El fondo del mar lucía rebosante de belleza: corales de vibrantes y dispares colores, algas de diferentes tamaños que danzaban ondulantes, peces de las más exóticas y variadas especies, grandiosas montañas submarinas que servían de morada para todos los que allí habitaban…

Y, en este fantástico entorno, tenía la suerte de vivir el pequeño delfín Serafín. ¡Se sentía taaaan afortunado de estar en aquel increíble paraíso!
De ahí que todas las mañanas, nada más despertarse, solía exclamar mirando a su alrededor:
—¡Gracias, gracias, gracias! —decía con una gran sonrisa.

Y, acto seguido, nadaba a la superficie donde disfrutaba haciendo sus estiramientos, mientras apreciaba el bello espectáculo del amanecer. A él le parecía que era el momento perfecto para saludar al radiante sol.

Esta práctica la aprendió de su abuelo Carmelo, el delfín yogui, que desde que conoció el yoga en uno de sus viajes por aguas de la India, lo había incorporado a su rutina diaria, ya que fueron muchos los beneficios que encontró: mayor flexibilidad, mejora de su equilibrio, calma de la mente, mayor fuerza en los músculos y huesos…

Como era verano, el resto del día lo solía pasar jugando con Dindón, el caballito de mar. Aunque sus tamaños eran muy dispares, habían consolidado una bonita amistad desde que coincidieron en su primer año de colegio.

—Dindón, muéstrame otra vez esa habilidad tuya de nadar en vertical —le pedía Serafín a su amigo.
Y el pequeño se deslizaba de arriba hacia abajo con esos elegantes movimientos.
—¿Qué te parece, Serafín? Inténtalo tú ahora —le invitó el ágil caballito de mar.
—¡Ja, ja, ja! ¡Allá voy! —gritó Serafín.
Y así, entre risas, juegos, canciones y gracias, pasaban el día.
