

CAPÍTULO I
CASTO, PURA Y LOLA
Horas más tarde, frente a la ventana de su habitación, sujeto al marco de madera con ambas manos, los brazos en cruz y la mirada perdida en la angosta y mal iluminada calle que lo ha visto crecer, Casto recuerda su infancia, añorando y odiando a partes iguales la niñez perdida. Visualiza las interminables conversaciones con los amigos, sentados en corro sobre una tierra tibia, a la sombra de una enorme morera, todos escuchando con verdadera admiración las aventuras y hazañas que Casto contaba, unas verdaderas, otras no tanto. También fantaseaba y alardeaba, ante su expectante público, de sus planes de futuro; un futuro idílico, lejos del barrio, rodeado de lujos y bellas mujeres. Sueños que soñó despierto y creía realizables, y el tiempo se encargó de demostrarle que los sueños no se cumplen, desaparecen discretos, sigilosos, antes de llegar a ser vividos. Pero lo que no imaginó, ni soñó en su infancia, fue que acabaría convertido en asesino, aceptando las súplicas de su amante que le ha pedido, esa misma tarde, que mate a su hijo. Cuando la petición de asesinato vuelve a sonar en su cabeza, paralizado frente a la ventana, recuerda las palabras que un conocido sicario le dijo años
Eduardo Férez Vico
atrás: «La primera muerte impresiona, se graba en tu mente a fuego, para toda la vida, las siguientes son puro trámite».
Casto abandona la habitación intentando huir de pensamientos que martillean su confusa cabeza y a los que no encuentra acomodo. Una lucha moral se libra en su interior y, por primera vez en la vida, reconoce estar traspasando líneas rojas y pisando terreno peligroso. Recorre el breve pasillo con la mirada baja, apoya el hombro en la puerta del diminuto salón y observa a su madre atentamente. Sentada en el raído sofá, delante del televisor con el volumen completamente bajado, abstraída, mira las figuras que aparecen en la pantalla como si de una proyección de cine mudo se tratara. Sin quitar la vista de la madre, lamenta que dejara de vivir hace tantos años, oculta en un discreto silencio, ajena a la realidad, pasa los días en una especie de felicidad artificial producida por los fármacos, entregada a una dócil derrota en la que se apaga mansamente.
El hijo se coloca detrás de la madre y acaricia su pelo con suavidad. Desliza los dedos simulando un peine por la que fuera una imponente melena rubia de juventud, ahora desaparecida y sustituida por una descuidada melena grisácea.
Pura sigue con la mirada fija en la pantalla, inmutable a las caricias afectuosas del hijo. Casto se dirige a su madre en tono cariñoso, casi infantil.
—Deberías ir a dormir, es muy tarde.
La madre contesta de forma automática, lacónica, ensimismada en su mundo insonoro.
—No tengo sueño.
Casto besa la cabeza de Pura, coge el paquete de tabaco, las llaves, y sale del piso. Necesita alejarse de un hogar condenado a la desolación, abandonar la claustrofobia física y mental que le produce, y analizar la relevante decisión tomada esa misma tarde. Nadie mejor que él sabe que necesita cambiar su desordenada vida, coger una nueva dirección, pero se pregunta si matar a un niño inocente es la decisión idónea para iniciar el deseado cambio.
Desciende la escalera despacio, pensativo, y en el lento y reflexivo descenso observa la decadencia que lo rodea: paredes llenas de pintadas y cicatrices, siempre presentes las malditas heridas que curan, pero nunca desaparecen, recordando, implacables, el pasado, presente y futuro de quien las sufre. Al salir del edificio respira con fuerza en un intento desesperado por controlar la ansiedad que le impide pensar con claridad.
Enciende un cigarro y camina sin rumbo, dominado por un desconcierto que no es capaz de ordenar. En su caminar errático pasa por delante del bar de Juan, sigue abierto, repleto de turistas rubios y altos que contrastan con el metro sesenta, el pelo color carbón y la piel cobriza del propietario. Entra a tomar una cerveza, necesita desconectar de un día de decisiones excesivamente complejas y olvidar, aunque sea por un momento, su triste realidad. Se acomoda en el taburete, ocupando el hueco que hay entre la barra y la máquina de tabaco, apoya los codos en la desgastada fórmica y observa la clientela. No conoce a nadie, solo hay turistas gritando, bebiendo, riendo a carcajadas en la fiesta infinita que han convertido Barcelona.
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Juan se acerca y saluda. Casto corresponde al saludo con un sutil movimiento de su mano derecha y dice:
—¡Cómo tienes el chiringuito, no te quejarás!
Una leve sonrisa se dibuja en la cara de facciones antiguas del propietario.
—No me quejo... y que dure. Tengo que hacer hucha para la jubilación.
Casto asiente con la cabeza y pregunta si ha pasado algún conocido, y Juan contesta que no ha pasado nadie. El camarero abre una cerveza y la coloca en la barra, justo delante de su cliente preferido, sin copa, directa en la botella helada. Casto coge la cerveza, ausente, la mirada lejana, y una sensación fría recorre el interior de su mano, de su vida. Piensa y duda, cada vez más dudas, más recelo, y mientras sobrevive a sus confusas ideas, ve a Moha entrar por la puerta metálica y acristalada del bar. El marroquí se muestra muy nervioso, examina a todos los presentes de manera meticulosa y recorre con la mirada todos los rincones del bar. Moha saluda de forma educada y reverencial a Juan, pero Juan no devuelve el saludo. No le gusta su negocio, menos que utilice el bar como oficina de ventas. Después de saludar al propietario se acerca a Casto, el saludo es más informal.
—¿Qué tal la noche, amigo?
Acto seguido, sin dar tiempo a contestar la pregunta, coloca con disimulo una bolsa diminuta de plástico blanco en la mano de Casto, y en un intento de cerrar una venta dice:
—¡No he probado nada parecido en mi vida!
El nivel de excitación de Moha es notorio, ha probado el género, y, al parecer, no poca cantidad. Casto contesta que no quiere nada, mejor otro día, acabará la cerveza y se irá a casa, es martes y no quiere empezar tan pronto el fin de semana. Moha acepta resignado la negativa y se marcha de forma brusca, ni un gesto, ni una palabra de despedida. Casto se queda la muestra en el interior de su mano y sigue con la mirada la salida precipitada de Moha, y no llega a entender el carácter desabrido del vendedor de felicidad. Da un trago a la cerveza y vuelve a pensar en su vida, su caótica vida; treinta y dos años sin rumbo, sin plan definido, con una estabilidad esquiva y dominado por adicciones que lo conducen a decisiones erróneas. La relación sexual, no sentimental, que mantiene con su amante, una mujer destructiva y descontrolada, no ayuda, más bien lo complica todo, al punto de inducirlo a ser el asesino de su propio hijo.
Inmerso en su particular y deshilachado bloqueo mental, entra Lola, bálsamo y pólvora de su vida. Lola se acerca y ocupa el taburete contiguo a Casto. Su actitud es laxa, y su cara refleja un aburrimiento desolador. Casto la mira detenidamente y percibe que su amiga no está pasando por un buen momento. La conoce muy bien, y nota que el brillo y la luz que desprendía tiempo atrás han desaparecido. En el instituto era la chica con más éxito, la más deseada, principal pareja de todos en las fantasías solitarias de todas las noches.
Ahora está deslucida, ajada, entregada a la rutina del paso del tiempo, y, aun así, mantiene un poderoso atractivo: pechos
firmes y culo perfecto, pero reconoce que es un atractivo puramente sexual. La relación de Casto con su última conquista tampoco favorece la cordialidad entre ellos, ni la estabilidad emocional de Lola, pero los dos saben que se necesitan. Son prisioneros de caos parecidos, atrapados en idénticas apatías conformistas que los mantiene en estado de permanente sedación, un letargo asfixiante que solo abandonan por la noche, cuando se introducen en un carrusel de sensaciones y estímulos producidos por las sustancias ingeridas.
Casto saluda a la recién llegada, un saludo desganado y perezoso en una noche calcada a cualquier otra noche de sus vidas.
—¿Qué tal, todo bien?
—Pues no, para qué te voy a engañar. Siento que se me escapa la vida y no soy capaz de encontrar una solución.
Casto escucha atento, silencioso, sin dar réplica a las palabras de Lola, y, finalmente, desvía la mirada para mirar a ningún lugar. No puede soportar los ojos cargados de miedo que no cesan de pedirle ayuda. Almas gemelas en destrucción desde la infancia, transitando la vida sin esperanza, arrancando hojas de calendario simétricas. Casto se levanta y se dirige al baño, el regalo de Moha le quema en la mano, quiere probar el material, también seguir escondiendo los problemas, las frustraciones, entre rayas de cocaína y alcohol.
El baño no es el más elegante ni limpio de la ciudad, pero hace su función. Mucha orina mal apuntada, papeles por el suelo y múltiples poesías urbanas decorando paredes que culturizan al pueblo. Limpia la tapa del váter con un trozo de
papel higiénico y prepara una raya con su destrozado carnet de identidad. Suena la nariz en un intento de despejar la cavidad nasal y tira el papel al suelo. Saca un billete de cinco, lo enrolla, introduce el billete en la nariz, el otro orificio es tapado con su dedo índice, el billete busca el inicio de la raya, lo encuentra, aspira con fuerza y se incorpora rápido, eléctrico. Vuelve a aspirar nuevamente con fuerza y nota cómo la cocaína llega al cerebro.
Casto regresa a la barra y Lola observa sus ojos fijamente, sabe que no ha ido a mear, las pupilas nunca mienten. Pasa la bolsa de forma discreta, la coloca cerca de la mano de su amiga, que cierra inmediatamente el puño. Lola lo mira con su perpetua expresión de insatisfacción, que desaparece al notar el tibio tacto del plástico en el interior del puño y alegría en el interior del alma. Lola se dirige al baño y repite la misma operación que realizó Casto, mismo protocolo, misma ejecución, mismo efecto. Una explosión de lucidez inmediata se apodera de su cabeza, y el ánimo le cambia de forma instantánea.
Regresa a la barra, ocupa el taburete y dice:
—¡Vaya material! ¡Es la hostia!
Casto también nota el efecto de la cocaína, esa euforia repentina que lo domina, lo transforma y tanto necesita. No presta demasiada atención a las exaltadas palabras de Lola, está concentrado en un pensamiento propio, siniestro, que lo atenaza y desconcierta. No puede sacar de su cabeza al hijo de Andrea, que lo mira pidiendo clemencia antes de ser ejecutado. Casto propone salir a fumar al exterior, el calor so-
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focante y los pensamientos homicidas le causan una presión en el pecho que le impiden respirar con normalidad. Apoyados en la fachada del bar, bajo un letrero sin nombre, fuman excitados, hablan excitados y viven excitados. Otros dos clientes fuman a su lado, y, por el aspecto y la sonoridad del idioma, parecen alemanes. Uno de ellos, bastante ebrio, no para de mirar a Lola de forma descarada. Casto no se ha dado cuenta de las miradas, Lola sí, y está preocupada.
Conoce a su amigo, y tiene claro que si nota que la miran habrá problemas. No hace falta que Casto detecte las miradas del alemán, que se acerca decidido, directo a Lola, y sin ningún tipo de reparo coge su cara con ambas manos y le susurra al oído unas palabras indescifrables. La reacción de Casto es inmediata, décimas de segundo para que la ira se traslade de los ojos a los puños. El primer impacto va directo a la mandíbula, sin previo aviso; el segundo a la ceja, que se abre como una diminuta boca con exceso de carmín. El osado turista cae fulminado, y una vez en el suelo, indefenso, empieza a recibir patadas sin control. El otro alemán intenta detener la agresión, sacar a Casto de la peligrosa espiral de golpes. Imposible, está en una especie de trance, inmerso en un ritual de violencia del que no puede salir. El alemán, que se mantiene en pie, recibe un puñetazo en el estómago que dobla su cuerpo, aprovechando la inclinación Casto propina un rodillazo en la cabeza del desconcertado turista que cae desplomado al lado de su colega. Todo ha sucedido en segundos, una nueva pelea callejera de las que Casto ha disputado mil.
Juan sale corriendo del bar alertado por los gritos. Empuja a Casto y lo aleja de los cuerpos inertes mientras grita contundente, pidiendo que se marchen antes de que llegue la policía. Lola empieza a correr nerviosa, Casto duda, pero al fin la sigue. Tiene muy claro que no es una huida, es una retirada necesaria, inteligente, porque un guerrero nunca huye, menos de una batalla, y él es un guerrero.
La pelea lo ha excitado, y el cuerpo le pide noche. Necesita más alcohol, más cocaína, y bailar, bailar toda la noche en una nueva evasión temporal y frenética. Lola, por su parte, se siente viva, eufórica. Ha sido protegida por su amor imposible, librada honrosamente del sucio manoseo de un rubio zafio e insolente. La noche continúa, se alarga entre visitas al baño y la barra, y en la pista de baile lo dan todo. Son libres, felices en esas fugaces horas de irrealidad.
A las siete de la mañana abandonan Moog con más alcohol y excesos de los necesarios. Lola tiene el maquillaje corrido y la cara deformada por la cocaína y el agotamiento.
Casto intenta mantener el equilibrio al mismo tiempo que la dignidad en un nuevo amanecer, bajo un cielo de terciopelo azul que alberga y protege de igual forma a los que regresan de una noche infinita y a los que madrugan para ir a trabajar honradamente.
