La insólita historia de Maxi, Caramelo & Petunia

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La i n s ó l i ta h i s to r i a d e M a x i , C a ra m e lo & Pe tu n i a
María José Fernández Martín

CAPÍTULO PRIMERO

Mi nombre es Maxi. Maxi, como podéis imaginar, viene de Maximiliano. Concretamente, soy el Maxi decimotercero de mi familia, lo que debería ser un motivo de orgullo. Según dice mi padre, llevar el nombre de tus antepasados es una señal de identidad. Dice que somos una familia de rancio abolengo y vetustas tradiciones. Significa tener una larga fila de ilustres antepasados. Más o menos, según yo lo entiendo, es lo que ocurre cuando el abuelo del abuelo de tu abuelo era ya un tipo singularmente raro o especial. Mi padre también dice que las raíces te sujetan a la vida, lo mismo que a los árboles. Lo que ocurre es que, en las personas, las raíces te mantienen unido a tu gente. Cuanto más larga la raíz, mayores son tus señas de identidad. Personalmente, debo confesar que no he estado muy seguro de que esto fuera así, pero, en cualquier caso, odio llevar ese nombre. Me suena fatal, a antiguo. Y si me llaman Maximiliano trece, que en número romanos es una X y tres palotes (XIII), suena aún peor.

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MAXI, EL GAFE

Mis padres se divorciaron hace tres años. Mamá se marchó a vivir a Estados Unidos para trabajar como ejecutiva en una famosa multinacional. Después conoció a Peter y se volvió a casar. Peter es un tipo extraño, muy americano. Un tipo de barbacoa y hamburguesas cada domingo, cuyos antepasados conocidos no le llegan ni a dos. Una vez al año, puedo ir a Nueva York a pasar 20 días con ella. Pero no es una mamá normal. Siempre está ocupada con las cosas de su empresa, con las muchísimas fiestas a las que tiene que acudir, con viajes, galas benéficas y un sinfín de pamplinas más, que para ella son importantísimas.

Mi madre dice que nuestra familia es rancia a secas, pasada de moda sin más. Nada de abolengo ni de tradiciones. Tan rancia como el nombre de Maximiliano. Ella hubiera querido llamarme Álex, pero el peso de los «Maximilianos» venció irremediablemente sus deseos y su buena voluntad. Además, suele añadir que ser el número trece de una saga de Maximilianos rancios es lo peor que podría haberme pasado. Según dice, el trece…, y entonces, baja la voz para decirlo, como si no quisiera que nadie más la pudiera escuchar, es el número de los gafes. Tuve que mirar en el diccionario qué era ser gafe. Casi me da un patatús cuando leí que un gafe es una persona que tiene mala sombra, un aguafiestas, que trae mala suerte o es, directamente, un cenizo. ¡Vamos, alguien muy, pero que muy chungo!

El día que descubrí que podía ser gafe, por culpa del abolengo, fue un día nefasto para mí. Muy decidido me encaminé a la galería de los retratos de los «Maximilianos», en el pasillo de la derecha de la primera planta de la casa donde vivimos. Iba con la irrefrenable intención de cargarme a alguno de ellos, a fin de que no me tocara ser el decimotercero, el de la x y los tres palotes. Sin embargo, por el efecto gafe, Julián, el mayordomo y chofer, que me acompaña a

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todas partes, se olió que se mascaba en el aire una tragedia, como él dice, e interceptó mi operación destructiva.

Justo, cuando me encaramaba al sofá, para darle un martillazo definitivo al Maximiliano IV, que, por cierto, era el que peor de todos me caía, ya que, según su historia, había sido un enorme «pelota» de no sé qué rey, Julián paralizó el martillazo con un vozarrón grave y sonoro, gritándome: «No lo hagas, Maxi, no lo hagas». Saltó sobre mí como un lince. Me quitó el martillo de las manos, bajándome al vuelo del sofá, al tiempo que intentaba explicarme que las cosas no funcionaban así, como yo creía.

—Ya me estás contando por qué le ibas a atizar un martillazo a este cuadro. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado para que quieras romper el retrato de uno de tus antepasados de los tiempos de Mari Castaña? Si lo llega a ver tu padre, le da un soponcio.

Le conté mis temores y le dije que no podía ser, ni rancio, y bajando la voz para que nadie más lo oyera, añadí… ni gafe.

—Maxi, entiende, que uno no es un gafe por ocupar un determinado número en una lista de gente. El gafe, si es que existe, que personalmente lo dudo, lo es, porque provoca mala suerte a su alrededor. Sinceramente, ese no es tu caso. Tú no traes mala suerte a nadie, ni siquiera a ti mismo. Tú no tienes mala suerte. Al contrario, eres muy afortunado. Lo tienes todo. Eres un niño rico. Vives en una gran mansión. Vas a un magnífico colegio donde recibes la mejor de las educaciones. Tus padres te quieren. Miran porque no te falte nada. La señorita Elvi y yo estamos para cuidarte, para facilitar todo lo que necesitas. ¿Cómo puedes pensar que eres gafe? Tu madre dice esas tontunas para enojar a tu padre y vengarse de él. Ten en cuenta que ellos han decidido vivir a la gresca. La guerra entre tus padres es asunto de mayores. No te debe preocupar. Y, por

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favor, olvida eso de pensar que eres gafe. Tú tienes una buena estrella. Has nacido para brillar tanto como ella. Solo tienes que encontrarla cuando crezcas un poco más.

Asentí, bajando la cabeza y encogiéndome de hombros, muy avergonzado por haber tenido en mente la idea de cargarme al «Maximiliano IV» el Pelota. Lejos de disipar mi preocupación, Julián no hizo sino estimular mis miedos en lo tocante a eso tan terrible de ser gafe.

Salimos juntos del pasillo en donde estaban los retratos de los 12 Maximilianos, más el último, que era yo. No entendí muy bien lo que Julián murmuró por lo bajito, pero dijo algo sobre no sé qué de cagarse en los genes de los sosos o siesos de los retratos. ¡Qué cosas tiene este Julián!, le gusta decir rarezas para sus adentros y cuando le preguntas, te contesta: «Nada, Maxi, nada, cosas mías».

En realidad, yo no sentía que lo tenía todo. Es más, pensaba que no tenía nada de nada. Ni siquiera me daban permiso para tener un perrito. Mi madre ponía el grito en el cielo cada vez que sugería la idea de que me permitieran tener una mascota, un compañero de juegos.

—¡Ni hablar, Maxi! Ese tema no es, ni siquiera, negociable. Ni volver a mencionar lo de los perros en esta casa. ¡Pues lo que faltaba! Un animal que te pueda transmitir todo tipo de parásitos. De ninguna manera, si en esta casa hay que ladrar, que ladre Julián. Si tiene que haber pulgas, que Julián se encargue de ellas, pero de perros, ni mencionarlo. No cabe discusión alguna al respecto y punto final.

Como mi padre no quería echar más leña al fuego, en su particular guerra con mamá, se callaba para darle la razón, aunque el perjudicado de sus decisiones fuera yo. ¡Si eso no es ser gafe!...

13 La insóLita historia de Maxi, CaraMeLo & Petunia
babidibulibros.com ISBN 978-84-19859-05-1 9 788419 859051 Maxi descubre a través de la amistad y la bondad que todas las dificultades pueden superarse.

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