Vivir el ajedrez

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6 Vivir el ajedrez «No creo en la psicología. Creo en los buenos movimientos.» BOBBY FlSCHER

«No hay nada de anormal en que un jugador de ajedrez sea anormal. Esto es normal.» VLADÍMIR NABOKOV

¿Cómo podemos empezar a comprender lo que ocurre dentro de la mente de jugadores de categoría mundial mientras están moviendo las piezas sobre las sesenta y cuatro casillas del tablero de ajedrez hora tras hora, partida tras partida, semana tras semana? Meses de preparación, mental y física, preceden a un torneo tan agotador como el de Reikiavik. ¿Qué recursos de habilidad, intelecto, memoria e imaginación, aguante y valentía, exige un match? Los archivos de la BBC contienen una pista en una grabación única de una entrevista con Alexander Alejin de los años treinta. Alejin se está preparando para disputar su título con el doctor Max Euwe, el único aficionado auténtico que llegó a ser campeón del mundo. (Casi cuatro décadas después, como presidente del órgano tutelar del ajedrez, la FIDE, Euwe presidirá el match Fischer-Spasski.) Con la dicción precisa y modulada de la época, el entrevistador pregunta si Alejin no conoce ya a estas alturas todas las combinaciones del ajedrez. Con su voz aguda de fuerte acento, Alejin contesta: 95


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«Oh, no, créame, una vida no basta para aprender todo sobre el ajedrez». Al igual que Fischer, Alejin era un fanático del ajedrez y un solitario. Vivía y respiraba ajedrez. Era muy competitivo, procuraba mejorar sin cesar, era capaz de volverse violento en las raras ocasiones en que sufría una derrota. Su conocimiento de las aperturas no tenía parangón. En los tiempos de Alejin, los preparativos de la apertura podían extenderse hasta el noveno o décimo movimiento en el caso de los jugadores de élite, antes de que la partida se desviara en una nueva dirección. A principios de los setenta, la teoría había progresado hasta el extremo de que, con frecuencia, los primeros quince movimientos eran familiares. Ahora, con sus notables bancos de memoria, y la colaboración de las bases informáticas de datos, la élite del ajedrez puede repasar un fichero mental consistente en partidas publicadas y deberes caseros capaces de abarcar hasta el movimiento veinticinco o más. Hasta este punto reconocerán cada posición después de cada movimiento de una partida ya jugada, el análisis publicado de una partida ya jugada, o el fruto de sus propios estudios. A la larga, sin embargo, la inmensidad de las posibilidades conducirá a ambos jugadores a un territorio desconocido. De hecho, que un tablero sea capaz de dar lugar a tantas complicaciones es el verdadero prodigio del ajedrez. Los escritores que han intentado transmitir esta complejidad tienen su propia imagen o comparación matemática favorita para ilustrar la escala del número de permutaciones implicadas. Así, en su libro sobre el enfrentamiento entre Fischer y Spasski, Fields of Force, George Steiner afirma que existen 318.979.584 maneras legítimas de realizar los cuatro primeros movimientos. Se dice que hay más variaciones posibles en una partida de ajedrez que átomos en el universo (aproximadamente 1080) y segundos que han transcurrido desde que el sistema solar empezó a existir (2 X 1017, más o menos). En cuanto al ajedrez, se calcula que hay unas 25 X 10116 maneras de jugar una partida. Esta es la cifra de las permutaciones teóricas dentro de las reglas del juego, pero en cualquier posición concreta, un jugador serio puede descartar la mayoría de las posibilidades legales. Tomemos 96


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por ejemplo el movimiento de apertura. Las blancas pueden avanzar Cualquiera de sus ocho peones una o dos casillas, y cada uno de sus caballos hacia el centro o el lado del tablero, lo cual da un total de veinte movimientos legítimos. Pero en realidad casi todas las partidas serias empiezan con un avance de dos movimientos del peón del rey, de la dama o del alfil de la dama, o del caballo del rey, hacia el centro. Por consiguiente, solo cuatro de estos veinte movimientos se juegan con regularidad. Aun así, es fácil comprender que las variaciones posibles pronto escapan a la comprensión ordinaria. Supongamos que en una típica posición del medio juego hay ocho conti-ftiuaciones sensatas para cada jugador en cada movimiento. En los cinco siguientes movimientos, tanto de las blancas como de las ne-igras, habrá 8 X 8 X 8 X 8 X 8 X 8 X 8 X 8 X 8 X 8 (810) permutaciones, o 1.073.741.824. Eso significa que la partida podría seguir más de mil millones de senderos diferentes. ¿Cómo se las apaña un jugador de ajedrez en la enormidad del cosmos ajedrecístico? Un lego supondría que la respuesta reside en la mera capacidad de cálculo, y que los buenos jugadores de ajedrez son aquellos capaces de ir en sus cálculos más lejos que los demás. No deja de ser cierto, aunque no del todo. Contemplar el tablero mientras se barajan posibilidades no basta para que el jugador avance con celeridad, pues hay demasiadas ramas en un árbol de tamaño casi infinito. Los ordenadores de hoy son capaces de calcular millones de movimientos por segundo, pero aún combaten contra la 'perspicacia humana de los Grandes Maestros. La explicación real de lo que hacen los jugadores de ajedrez es ¡menos racional. Se acerca más a lo que podríamos considerar la vi-sión del artista, y está relacionado con una especie de intuición. Un jugador de ajedrez que examina una posición no ve un conjunto inanimado de piezas talladas o moldeadas, a la espera de ser movidas de casilla en casilla, sino diagonales, líneas y posibilidades latentes, lo que Arthur Koestler describía como «un campo magnético de fuerzas cargadas de energía». ¿Por qué los Grandes Maestros reconocen que en determinado momento de la partida un caballo debería colocarse en la casilla f5, antes que en c4 o d5? Es evidente que deberían prever que, en cier97


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tas variaciones, un caballo en f5 defiende una casilla crucial, amenaza una combinación particular de movimientos, o apoya una maniobra concreta. O quizá f5 cumple el papel de escala provisional antes de que el caballo alcance su destino final. Sin embargo hay sus más y sus menos. A veces los grandes maestros «intuyen» que 6 es la casilla correcta. Satisface su concepción del juego, encaja en una especie de estructura profunda y no articulada. El Gran Maestro alemán Michael Bezold dedicó varios meses a jugar al ajedrez con Fischer durante los años ochenta. «Intuía que un determinado movimiento era el correcto sin hacer cálculos. Después de analizar, nos dábamos cuenta de que tenía razón.» El jugador de origen cubano José Raúl Capablanca, campeón del mundo desde 1921 hasta 1927, era famoso por confiar en su intuición, a pesar de que se lo reprochaba a sí mismo, como si su intuición innata para el juego fuera reprensible, o menos admirable que si se basara en los cálculos puros y duros. Una analogía entre el ajedrez y las matemáticas o la música puede ser instructiva. Las tres disciplinas producen prodigios, esos seres precoces y dotados maravillosamente que tan pocas veces se encuentran en los mundos de la pintura o la poesía, el drama o la literatura, el ballet o el bel canto, o en otras formas artísticas en que el talento en bruto ha de construirse sobre la experiencia y la sensibilidad desarrollada. Es casi inconcebible que un joven de catorce años estuviera en posesión de la gama de emociones y experiencias necesarias para escribir Guerra y paz o pintar el Guernica, pero sí podría interpretar el concierto de violín de Elgar, proponer una prueba matemática o convertirse en el campeón de ajedrez de Estados Unidos. En ajedrez, el genio es una fusión mágica de lógica y arte, un reconocimiento innato de la pauta, un instinto para el espacio, un talento para el orden y la armonía, todo ello combinado con la creatividad para moldear formaciones sorprendentes y, por lo tanto, nuevas. Max Euwe dijo de Alejin: «Es un poeta que crea una obra de arte a partir de algo que apenas podría inspirar a otro hombre para enviar una postal a casa». Para comparar la belleza del ajedrez y la música, Harold Schon-berg, el crítico de música del New York Times, escribió: «Si el ajedrez fuera tan popular como la música, si tanta gente reaccionara a sus su98


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[osé Raúl Capablanca y Graupera, campeón del mundo entre 1921 y 1927, en una exhibición simultánea.

tilezas y matices, las obras maestras de Steinitz, Capablanca, Alejin, Botvinnik y Fischer no estarían muy por debajo de las obras maestras de Bach, Mozart, Beethoven y Brahms». La imaginación creativa que se emplea en una gran partida de ajedrez y la que se insufla en una gran pieza musical se hallan íntimamente relacionadas. Se ha llamado a Spasski el Mozart del ajedrez. Al igual que la música de Mozart, su forma de jugar era una brillante combinación de forma y fantasía. Se enorgullecía de ser calificado como el Pushkin del ajedrez, y explicaba en una revista yugoslava que se debía «a mi estilo armónico y elegante, supongo». Con frecuencia, los músicos son buenos jugadores de ajedrez, y viceversa, en tanto los matemáticos suelen destacar tanto en la música como en el ajedrez. Los matemáticos ven en ciertas ecuaciones la belleza artística que los jugadores de ajedrez ven en ciertas combinaciones. Max Euwe estudió matemáticas. Una ley de la teoría de los vectores recibe el nombre del campeón alemán de principios del siglo xx Emma-fluel Lasker, y Mark Taimanov era un virtuoso concertista de piano. El esplendor de la técnica de Fischer reside en su limpieza, en su simplicidad. Si sus movimientos fueran notas, no serían emitidas 99


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para impresionar al público, para deleitarse en su inventiva o ingenio, ni para crear belleza, aunque la poseyeran. Surgirían de la lógica del tablero y de la profunda, aunque insondable, sensación de armonía de Fischer. Hay un párrafo en el relato de Stefan Zweig Novela de ajedrez en que celebra el carácter único del juego, al tiempo que traza un paralelismo entre la música y las matemáticas. Cualquier niño puede aprender sus reglas básicas. Cualquier me-tepatas puede probar. No obstante, dentro de aquellas pequeñas casillas inalterables, exige la creación de una especie de maestro especial, sin comparación con ninguna otra clase, hombres con un talento singular para el ajedrez, en quienes visión, paciencia y técnica funcionan en divisiones tan precisas como ocurre con los matemáticos, poetas y músicos. Un artista que proclamaba las cualidades estéticas del ajedrez era Marcel Duchamp, una fuerza activa en el movimiento dadaísta. Alcanzó notoriedad en 1917 cuando expuso un orinal como pieza de una exposición bajo el título de Fuente. Simbolizaba su desprecio por el arte burgués y era una exposición pionera en la revelación de objetos cotidianos como objets d'art. Pero en aquel tiempo el ajedrez estaba a punto de apoderarse de la vida de Duchamp, hasta el punto de arruinar su matrimonio. Durante su luna de miel analizaba problemas de ajedrez hasta que, según se dice, una noche, presa de rabia, su esposa pegó las piezas al tablero. Más tarde abandonó por completo el arte en favor del ajedrez y compitió por Francia en las Olimpiadas de ajedrez, lo cual le proporcionó una perspectiva única sobre los mundos del arte y el ajedrez. «Debido a mi estrecho contacto con artistas y jugadores de ajedrez he llegado a la conclusión de que, aunque no todos los artistas son jugadores de ajedrez, todos los jugadores de ajedrez son artistas.» La creatividad es una condición necesaria, pero no suficiente, para alcanzar grandes logros en el juego. Al igual que los músicos profesionales deben practicar de manera continuada, los profesionales del ajedrez tienen que estudiar sin cesar. Han de estar enterados 100


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de las últimas innovaciones en aperturas. Es preciso que analicen las partidas de sus colegas. Siempre están llenando su almacén mental de pautas, mejorando su criterio y profundizando en su conocimiento de los diversos tipos de posiciones. También necesitan competir sin tregua con el fin de estar preparados para la batalla. Junto con la visión artística, la memoria es un ingrediente vital de la preparación del jugador de ajedrez, y todos los jugadores de nivel mundial han demostrado una capacidad sorprendente para recordar partidas. La memoria total de Fischer asombraba incluso a sus Colegas. Sin embargo, la memoria de un jugador de ajedrez es de un tipo muy especial. Durante la Segunda Guerra Mundial, un maestro y psicólogo holandés, Adrian de Groot, aportó una gran innovación para comprender la mente de un jugador de ajedrez. Condujo una lene de experimentos en los que mostró diversas posiciones de ajedrez a diversos jugadores, desde expertos hasta principiantes. Se les enseñaba estas posiciones unos segundos, después de lo cual se les entregaba un juego de ajedrez para que las reconstruyeran. Su habilidad estaba relacionada estrechamente con la potencia de su juego. Max Euwe, quien tomó parte en estas pruebas, siempre colocó las piezas en la posición correcta. De Groot enseñaba a sus sujetos posiciones de ajedrez típicas, como las que uno podía encontrarse en una partida típica. Más tarde, los psicólogos ampliaron este experimento al conducir pruebas similares con piezas dispuestas al azar. Los resultados fueron intrigantes; cuando las piezas se colocaban de manera arbitraria, el experto no reproducía la posición mejor que el principiante. Lo que el experto podía hacer era reconocer pautas regulares de piezas. Así, después de que las torres blancas avancen hacia el lado del tablero donde está el rey (por ejemplo, el rey va hacia la derecha en lugar de a la izquierda), las blancas tienen rutinariamente varias piezas en determinadas casillas (por ejemplo, el rey en gl, una torre en f1 y peones en f2, g2 y h2). Un jugador de ajedrez casi no necesita tiempo para asimilar una disposición tan familiar de piezas. Tales disposiciones pueden considerarse como fonemas en el lenguaje. Son los bloques de construcción básicos de la partida. Los Grandes Maestros son capaces de distinguir al instante miles de dichas disposiciones. 101


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Así como algunas personas tienen facilidad para los idiomas, algunas poseen una aptitud natural para reconocer y retener pautas, que el estudio mejora todavía más, tal vez incluso ensanchando la zona del cerebro correspondiente, como se ha demostrado que sucede entre los taxistas de Londres, que han de aprenderse de memoria todas las calles de Londres para obtener la licencia. Esta capacidad de recordar posiciones ha conducido a gestas públicas asombrosas, como la llevada a cabo por el Gran Maestro Miguel Najdorf. Nació en Polonia en 1910, pero se encontraba en Buenos Aires en 1939 para la Olimpiada de Ajedrez cuando los tanques alemanes cruzaron la frontera de Polonia. Se quedó en Argentina, y durante la guerra aceptó un desafío para jugar en cuarenta tableros «a ciegas». El término «a ciegas» es argot de ajedrez. En la práctica, Najdorf se sentaba dando la espalda a sus contrincantes, y le leían las posiciones. Esto exigía que retuviera en su cabeza las posiciones de 1.280 piezas (al principio), distribuidas sobre 2.560 casillas. Había aceptado el reto después de perder todo contacto con su familia, con la esperanza de que leerían su hazaña en la prensa. Ganó la inmensa mayoría de las partidas, pero no existen pruebas de que la noticia llegara a oídos de los suyos.

Teniendo en cuenta el talento que necesita un jugador de ajedrez, y la repetida tensión mental producto de jugar una partida tras otra, no es de extrañar que, en palabras de George Steiner, «esta concentración produzca síntomas patológicos, tensión nerviosa y pérdida de la realidad». No obstante, la imagen del campeón de ajedrez casi loco ha de abordarse con precaución. Para la inmensa mayoría de los Grandes Maestros, la práctica del ajedrez se combina con una vida social y sentimental normal. Spasski llevaba una vida al margen del ajedrez reconocible para jugadores y no jugadores por igual: una familia, aficiones y pasiones, antagonismos y amistades. Sin embargo no podemos hacer caso omiso del número de grandes jugadores cuyo comportamiento fuera del tablero ha sido excéntrico, bordeando la extravagancia. Algunos campeones han vivido 102


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sobre la línea (que otros han cruzado) que separa el genio de la demencia. Antes de Fischer, Estados Unidos solo había dado un jugador con aptitudes para ser el mejor, Paul Morphy, procedente de una familia acaudalada de Nueva Orleans, un siglo antes. Era el jugador favorito de Fischer de todos los tiempos. Decía de él que era «quizá el jugador de ajedrez más preciso de la historia». De joven, Morphy aplastó a los mejores jugadores de Estados Unidos, antes de viajar a Europa en 1858 en busca de rivales más fuertes. También derrotó a todo bicho viviente. Al igual que Fischer, que llegó a identificarse mucho con él, las hazañas de Morphy en el tablero conquistaron los titulares y la imaginación de la nación. Su nombre fue utilizado para lanzar al mercado diversos productos, como puros y sombreros. Aunque no hacía gran cosa aparte del ajedrez, Morphy detestaba cualquier sugerencia de ser un profesional, pues consideraba más respetable vivir de la herencia de sus padres. También despreciaba el «mundo» del ajedrez. Antes de cumplir los treinta años se sumió en los abismos de la paranoia y la depresión, y se convirtió en un recluso. De vez en cuando se le veía vagar por las calles de Nueva Orleans, mascullando en francés. A la edad de cuarenta y siete años le encontraron muerto en una bañera, rodeado de zapatos de mujer. El primer campeón del mundo oficial, Wilhelm Steinitz, nacido en Praga, logró vivir del ajedrez, y al final de su vida estaba convencido de que podía derrotar a Dios, aunque concedieran al Señor un peón y un movimiento de ventaja. Akiba Rubinstein, polaco, uno de los mejores jugadores de principios del siglo xx, estaba seguro de que otros jugadores conspiraban para envenenarle. Vivía en un asilo, desde el que se trasladaba al tablero. En la misma década, el maestro mexicano Carlos Torre se desnudó por completo en un autobús de Nueva York, tal vez espoleado por una relación amorosa con una joven que había terminado mal. Desde aquel momento jamás recuperó la cordura. ¿Fue el ajedrez responsable en parte? El Maestro Internacional Bill Hartston, psicólogo, dice: «El ajedrez no vuelve loco a la gente; el ajedrez es algo que conserva la cordura de alguien que está loco». Está claro que no fue así en el caso de Morphy y varios 103


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otros, pero ¿qué hay de Fischer? Su vida posterior parece proporcionar la respuesta. La mentalidad ajedrecística ofrece ricos pastos donde los psicoanalistas pueden pastar a sus anchas. Los freudianos, en particular, se han deleitado en especular acerca de cuáles son los impulsos inconscientes que gobiernan al jugador de ajedrez medio. El alumno y biógrafo de Freud, Ernest Jones, escribió en 1930 un documento titulado «El problema de Paul Morphy». Se concentraba en la relativa impotencia de la pieza central, el rey, lo cual le conducía a la sorprendente deducción de que el ajedrez «se adapta para gratificar al mismo tiempo los aspectos homosexuales y antagonistas de la contienda entre padre e hijo». El Gran Maestro Reuben Fine, también psicoanalista y autor de un libro sobre el match Fischer-Spasski, se centró asimismo en el papel del rey y las connotaciones sexuales del ajedrez. Sin hacer caso de las mujeres que lo practican, sostuvo que el rey despertaba la angustia de la castración entre los hombres, puesto que «representa el pene del muchacho en el escenario fálico, la imagen de sí mismo del hombre y el padre reducido al tamaño del muchacho». Fine concluía que «el ajedrez es una contienda entre dos hombres, en la que hay mucho ego implicado. En ciertos aspectos alude a los conflictos que rodean la agresividad, la homosexualidad, la masturbación y el narcisismo». Fine utilizó sus herramientas psicoanalíticas para analizar a Fischer. Confirió especial importancia a la afirmación de Fischer de que le gustaría «vivir el resto de mi vida en una casa en forma de torre». Según Fine, es imposible pasar por alto los matices de fondo libidinosos expresados en este deseo. La preferencia ofrecía «un típico significado simbólico doble: en primer lugar, es el pene erecto para el que, en apariencia, encuentra muy poca utilidad en la vida real; en segundo lugar, es el castillo en el que puede vivir sus grandiosas fantasías, como los reyes de antaño, aislado del mundo real». El análisis freudiano deviene en última instancia infalsificabie, y por lo tanto, en opinión de muchos filósofos, no científico. La verdad es que, al adoptar esta forma extravagante, es difícil tomárselo en serio. Una pléyade de grandes jugadores abarcan todos los aspectos de la vida humana: bebedores y mujeriegos, felizmente casados y so104


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titanos, materialistas y espirituales, religiosos y ateos, demócratas y totalitarios, honorables y traicioneros. Pero junto con su brillantez, en su apogeo competitivo comparten otra cualidad: una fortaleza de carácter poco común. En ningún otro deporte de alto nivel necesita un jugador ser más fuerte psicológicamente que en el ajedrez. En la mayor parte de los deportes, los nervios se disuelven en el torrente de la acción. En el ajedrez existe un exceso mortal de tiempo para reflexionar. La mayoría de partidas profesionales duran varias horas. Un match contra el mismo oponente puede prolongarse durante semanas. Puede transcurrir una hora entera esperando a que el contrincante mueva pieza, mientras la inevitable pregunta atormenta con insistencia: ¿ha descubierto un punto débil? Si el pánico, la duda o la sensación de derrota se infiltran en el ánimo, el jugador puede empezar a ver las cosas con menos claridad, empezar a adoptar un enfoque demasiado cauteloso o, sumido en la desesperación, un estilo demasiado arrogante. Es posible llegar a convencerse de que la visión del contrincante es más profunda y sabia. La inspiración desaparece. El periodista inglés y aficionado al ajedrez Dominic Lawson lo plasma de manera muy expresiva: La confianza en uno mismo es importante en todos los deportes. En el ajedrez, un juego en el que, al contrario que en todos los demás, todo sucede en la mente, sin extremidades entrenadas que tomen el control cuando el cerebro está en crisis, la falta de confianza es definitiva. Lo más importante es que, al otro lado del tablero, el contrincante puede presentir esta hemorragia mental, con tanta claridad como un boxeador que ve manar sangre de la cabeza de su adversario. Como en todos los aspectos de la vida, en el ajedrez existen diversos mecanismos para sortear la tensión. Es posible que Fischer la controlara en parte canalizándola hacia la rabia. No cabe duda de que algunos jugadores (de forma notoria, por ejemplo, Mijaíl Bot-vinnik) poseen el talento de detestar al contrincante, un odio que mejora su rendimiento ante el tablero, agudiza su sentido de com105


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El bolchevique impenitente: en 1961, Mijaíl Botvinnik (izquierda) se venga de Mijaíl Tal y gana su tercer título mundial.

petitividad y canaliza su agresividad. Korchnoi también pertenece a ese grupo, capaz de manifestar antipatía durante una sola partida. Aunque muy competitivo por naturaleza, Spasski pertenecía a una raza todavía más rara. Como Smislov y Tal, quería entablar amistad con sus adversarios, crear una atmósfera susceptible de tejer magia creativa. Para él, el ajedrez era más artístico que el sumo. Al igual que Taimanov, como artista necesitaba el estímulo de los espectadores. Spasski había aprendido a controlar sus emociones y a reprimir cualquier expresión de sus sentimientos, aunque al principio se ponía enfermo después de un torneo, afectado de amigdalitis y fiebre. Pero más tarde, cuando el gran maestro y psicólogo alemán Helmut Pfleger midió los niveles de estrés (presión sanguínea, etc.) de varios Grandes Maestros durante un importante torneo en Munich, descubrió que Spasski era el más tranquilo. La serenidad de Spasski era un tanto a su favor. La manera en que Fischer se abrió paso hasta la final habría puesto a prueba los nervios de cualquier campeón.

Tomado de: Eidinow, David Edmons y John. Bobby Fischer se fue a la guerra. Traducido por Eduardo G. Murillo. México: Debate, 2006.


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