El templo del cosmos - Jeremy Naydler

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J ER E M Y N AY D LER EL TEMPLO DEL COSMOS LA EXPERIENCIA DE LO SAGRADO EN EL ANTIGUO EGIPTO

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MEMORIA MUNDI

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JEREMY NAYDLER EL TEMPLO DEL COSMOS LA EXPERIENCIA DE LO SAGRADO EN EL ANTIGUO EGIPTO

TRADUCCIÓN M A R Í A TA B U Y O A G U S T Í N LÓ P E Z

ATA L A N TA 2019

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En cubierta: Ka-Aper. Talla en madera de la V dinastía En guardas: Músicos en la fiesta. Relieve de la V dinastía Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo ex­cepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Repro­gráficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Todos los derechos reservados. Título original: Temple of the Cosmos: The Ancient Egyptian Experience of the Sacred © Jeremy Naydler, 1996 © De la traducción: María Tabuyo y Agustín López © EDICIONES ATALANTA, S. L. Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-949054-1-4 Depósito Legal: GI-1741-2018

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Índice

Abreviaturas 15 Prólogo 17 1. Un paisaje metafísico El Sol radiante 23 Río y desierto 25 Inundación y sequía 30 Orientaciones 34 2. Mundos que se interpenetran 39 Espacio exterior y espacio interior 41 El cosmos manifestado 43 El cosmos no manifestado 57

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3. Mitos cosmogรณnicos 69 Heliรณpolis 74 Hermรณpolis 89 Menfis 99 4. La forma de marcar el tiempo Experiencia moderna y experiencia antigua del tiempo 107 El Sol y la Luna 113 Sirio 119 El Nilo 123 Los festivales y la forma de marcar el tiempo 126 la inundaciรณn

128 la apariciรณn o emergencia

134 la cosecha

142 5. El matrimonio del mito y la historia 151 El Tiempo Primero 152

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Maat 154 El ordenamiento del tiempo 161 Los ciclos de la historia 167 La mitologización de la historia 172 La batalla de Kadesh 181 6. Teología de la magia Religión frente a magia 191 La magia definida 193 La activación de la magia 202 el mago

202 imágenes sagradas

207 palabras sagradas

217 actos rituales

223 7. La práctica de la magia 227 Invocar el Tiempo Primero 227 Identificarse con los dioses 234

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Hacer frente a los demonios e invocar la ayuda de los dioses 242 Las amenazas a los dioses 247 Reordenar la naturaleza 251 8. El alma encarnada Los dioses y la psique 267 Cuerpo y alma 273 Transcender la psique repartida 289 9. El alma desencarnada 295 El ka 295 El ba 305 El akh 315 10. Orientarse en el Otro Mundo Psique, dioses y cosmologĂ­a 323 Conceptos del Otro Mundo 326 Abrir el camino 330

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Los mapas del Otro Mundo 337 Imágenes del viaje 347 11. Los tormentos del Otro Mundo Aire, agua y fuego 355 Los animales hostiles 363 Las puertas del Otro Mundo 374 12. El final del viaje al Otro Mundo La sala de Maat 387 El logro del equilibrio 393 El despertar de Osiris 404 Epílogo 415 Notas 423 Créditos de las ilustraciones 445 Índice onomástico 449

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El Templo del Cosmos La experiencia de lo sagrado en el antiguo Egipto

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Abreviaturas

Las obras citadas con frecuencia se identifican por las abreviaturas siguientes: AEL

Miriam Lichtheim, ed., Ancient Egyptian Literature, vols. 1-3, University of California Press, Berkeley, 1975-1976.

BD

E. A. Wallis Budge, The Egyptian Book of the Dead (The Papyrus of Ani): Egyptian Text, Transliteration and Translation, 1898, reed., Dover, Nueva York, 1967. Los números de las notas se refieren a los capítulos. (No todas las traducciones utilizadas son de Budge; muchas referencias remiten únicamente al egipcio en el texto.)

CT

R. O. Faulkner, The Coffin Texts, Aris and Phillips, Warminster, 1978. Los números de las notas se refieren a los sortilegios. (No todas las traducciones utilizadas son de Faulkner.)

JEA

Journal of Egyptian Archaeology, Londres, 1914 y ss. 15

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KAG

Henri Frankfort, Kingship and the Gods, University of Chicago Press, Chicago, 1948 [trad. cast.: Reyes y dioses, trad. de B. Garrigues, Alianza, Madrid, 1998].

MAS

R. T. Rundle Clark, Myth and Symbol in Ancient Egypt, Harper Torchbooks, Nueva York, 1966.

PT

R. O. Faulkner, The Pyramid Texts, Oxford University Press, Oxford, 1969. Los números de las notas remiten a las divisiones del texto. (No todas las traducciones utilizadas son de Faulkner.)

Urk

K. Sethe y W. Helck, eds., Urkunden des Ägyptischen Altertums, 4 vols., Berlín, 1955.

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Prólogo

El título de este libro procede de un pasaje del Corpus hermeticum, colección de textos mágicos atribuidos a Hermes Trismegisto, el «Hermes tres veces grande», a quien los egipcios conocían como Thoth, el más sabio de los dioses. En diálogo con su discípulo Asclepio, Hermes describe en términos audaces el significado simbólico de Egipto en la historia espiritual del mundo. Le dice: Egipto es una imagen del cielo, o, por expresarlo con mayor claridad, en Egipto todas las operaciones de los poderes que gobiernan y actúan en el cielo han sido transferidas a un lugar inferior. Más aún, para decir toda la verdad, nuestra Tierra es el templo del cosmos en su conjunto.1

Trismegisto dice estas palabras para introducir una profecía que tiene dos partes. En la primera, Hermes dice a Asclepio que llegará un día en que Egipto, «templo del cosmos», será devastado. Los seres humanos, hastiados de la vida, dejarán de considerar el universo como algo digno de 17

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reverencia o asombro. La religión será percibida como una carga y las gentes «preferirán la oscuridad a la luz». Entonces los dioses se apartarán de la humanidad y sus voces ya no serán escuchadas. La tierra se volverá estéril, el mismo aire se corromperá y se tornará nauseabundo, y así la vejez se abatirá sobre el mundo. Hasta aquí la profecía, que, aunque relacionada de manera ostensible con el destino de Egipto, abarca claramente un proceso histórico mayor que el de la sola civilización del Egipto antiguo. Es un proceso histórico que de forma reconocible se extiende hasta nuestros días, pues, en efecto, lo que parece describirse ahí es el destino de la civilización occidental. Quizá sus palabras implican que hemos cometido un error al considerar que Egipto pertenece a una época esencialmente diferente de la nuestra. En lucha contra la sensación de hastío en un mundo descreído y contaminado, podemos sentirnos inclinados a pensar que la primera parte de la profecía se ha cumplido ya plenamente: «Egipto» ha sido devastado. Pero viene a continuación la segunda parte. Cuando todo eso haya ocurrido, dice Trismegisto, mediante la gracia de Dios habrá una renovación de la conciencia humana de lo sagrado. Asombro y reverencia llenarán de nuevo los corazones humanos. Habrá un nuevo despertar a lo divino, y los seres humanos cantarán sin cesar una vez más himnos de alabanza y bendición. Esto equivaldrá a un nuevo nacimiento del cosmos, «una restauración sagrada e imponente de toda la naturaleza». Todo esto se afirma sin embargo en el marco de una profecía sobre Egipto, pero resulta evidente que el destino de Egipto incorpora al mismo tiempo no sólo el de la civilización occidental (al que ninguna parte del mundo moderno ha permanecido ajena), sino también el de la naturaleza toda. 18

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Se nos ofrece aquí la idea de un vasto ciclo cósmico en el que Egipto tiene una importancia simbólica especial, pero que incluye también nuestro propio tiempo de forma particularmente significativa. Pues vivimos hoy esa coyuntura en que la primera etapa del ciclo –la devastación del templo– se ha cumplido prácticamente, pero la segunda –la restauración del templo– está únicamente comenzando. En los términos de la profecía, «Egipto» representa de algún modo toda la humanidad y toda la naturaleza. En la civilización y la vida espiritual del antiguo Egipto se expresó algo que era significativo para nosotros en un momento particular de nuestra evolución. El Egipto antiguo hizo que cristalizaran, como cima del logro espiritual humano y de la relación con la naturaleza, aspectos que se han convertido en una parte de nuestra biografía cultural. Actualmente, todos creemos que nuestra era comenzó con los griegos, por una parte, y los israelitas, por otra. Los griegos nos aportaron la ciencia y la razón; los israelitas, el monoteísmo. De esta manera, el alma de Occidente se forjó mediante una antipatía heroica hacia una época anterior de superstición irracional y paganismo desenfrenado. Sin embargo, ésta es una descripción de nuestra identidad cultural que, con el paso del tiempo, resulta cada vez menos convincente. Lo que los griegos hicieron no fue tanto inaugurar una nueva época de ciencia y racionalismo cuanto desprenderse de su idea de un ordenamiento divino anterior. Los egipcios fueron los principales guardianes de ese ordenamiento en el mundo antiguo, dentro del cual se cultivaba asiduamente el conocimiento de los poderes espirituales que impregnan el cosmos. Cuando los griegos dejaron de estar interesados en ese modo de conciencia más antiguo, más sutil, tuvieron que orientarse cada vez más según las facul19

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tades humanas más estrechas de la lógica y la percepción de los sentidos. De forma similar, tampoco los israelitas encontraron su religión monoteísta en un vacío espiritual, sino en un pleno consenso politeísta más antiguo. Desde el punto de vista politeísta, la religión de los israelitas era un minimalismo incomprensible que ni siquiera el pueblo israelita podía fácilmente comprender y que sólo llegó a aceptar a través de un proceso de reajuste doloroso y a menudo violento. La biografía tradicional de la mente occidental que ve nuestras raíces en Grecia e Israel no nos ofrece una descripción completa, pues ésta debería incluir el mundo del que los griegos y los israelitas se apartaron. El alma de Occidente es más antigua y más sabia de lo que se nos ha hecho creer. En el esfuerzo actual por reclamar la dimensión de profundidad del alma, es necesario, por tanto, que traslademos nuestra perspectiva a la resplandeciente cultura que se encuentra al otro lado del horizonte judeocristiano. Al hacerlo, no sólo empezamos a recuperar el sentido de nuestra identidad fundamental, sino que también logramos una perspectiva más depurada sobre el camino del desarrollo que de manera lenta, pero inexorable, hemos seguido desde aquellos tiempos. Egipto nos llama como una parte perdida de nosotros mismos. Cuando nos esforzamos por alcanzar una sensibilidad nueva respecto de los poderes espirituales que impregnan nuestra vida, Egipto reclama cada vez más nuestra atención. Descubrimos que existe un diálogo nuevo y vivo entre la espiritualidad vigente en los tiempos modernos y la del mundo antiguo, pregriego y prejudío. Tal vez reconozcamos que estamos empezando a entrar, a nuestra manera moderna, en áreas de experiencia con las que griegos e israelitas se sentían incómodos pero que para los egipcios eran completamente familiares. Por esta razón, es de importancia 20

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fundamental continuar el diálogo con los egipcios antiguos. Pues aunque su tiempo haya pasado, pueden sin embargo convertirse en nuestros compañeros y guías cuando nos aventuramos hacia nuestro futuro. No se trata de preconizar algún arreglo New Age de la antigua religión egipcia. Nuestra conciencia moderna no es igual que la conciencia antigua. Se desarrolla a través de un largo proceso que debemos respetar. Limitarse a abrazar ahora la antigua espiritualidad egipcia sería negar el significado implícito en el extraordinario proceso histórico que constituye la biografía cultural de Occidente. La importancia que actualmente tiene el Egipto antiguo radica en ser un recordatorio de que nuestra cultura moderna tiene raíces más profundas de lo que podemos sospechar, más profundas no sólo históricamente, sino también espiritualmente. Al considerar de nuevo estas raíces llegamos a una fuente profunda de inspiración y orientación. Pero, al mismo tiempo, debemos reconocer que el templo restaurado no tiene la misma forma que el templo que fue arrasado. En consecuencia, no hay ninguna posibilidad de «volver» a Egipto. Hoy tenemos la oportunidad de entrar en diálogo con la experiencia egipcia, y por tanto con nuestros cimientos espirituales. El reto verdadero, al reconocer estos cimientos, es construir hacia el futuro. Este libro debe mucho a muchas personas diferentes y sería imposible referirse a todas por su nombre. Pero debo dar especialmente las gracias a aquellos a los que menciono a continuación, sin cuya ayuda y aliento este libro no habría llegado nunca a ver la luz. A Sam Betts y Alison Roberts, por leer el texto inicial y ofrecer consejos e ideas abundantes y útiles; a Vicky Yakehpar por su ayuda fundamental mecanografiando el manuscrito; a Barry Cottrell por tan21

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tos comentarios perspicaces sobre el manuscrito definitivo y por los hermosos dibujos realizados especialmente para este libro. He sido muy afortunado al tener un editor tan sensible y cuidadoso como Cannon Labrie, de Inner Traditions, con quien me siento especialmente en deuda. Por último, quiero dar las gracias a mis amigos Louanne Richards y Ajit Lalvani por su disposición a prestar atención a partes cruciales del libro y por su infatigable apoyo.

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1. Un paisaje metafísico

El Sol radiante Lo primero que sorprende en Egipto es el sol, verdaderamente majestuoso, mucho más de lo que pueda serlo nuestro sol del norte, tan a menudo débil y nublado. El sol egipcio domina la atmósfera inferior, impregnándola con su brillo. Es una presencia regia que domina todo el país. Tan pura, tan radiante es la luz que procede del sol de Egipto que los antiguos egipcios percibieron en él la presencia divina de un dios al que llamaron Shu, de quien se decía que «llena el firmamento de belleza».1 El equivalente más cercano de la deslumbrante luz de Shu es la atmósfera que, por encima de las nubes, podemos experimentar en la cumbre de una elevada montaña o vislumbrar desde la ventanilla del avión. Los griegos llamaban «éter» a esa atmósfera superior. Es en ese aire celestial, mucho más refinado y traslúcido que el aire mundano, en el que, según los griegos, vivían y se movían los dioses. Se puede experimentar este éter en el monte Olimpo, 23

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cuando súbitamente se atraviesa el nivel de las nubes. Pero en Egipto todo el país parece encontrarse en esa atmósfera divina. Uno se siente mucho más cerca de los cielos, de la fuente divina que se anuncia en el brillo del sol que todo lo penetra. Y así se comprende cómo este país fue durante un tiempo conocido por sus habitantes como ta neteru, la «tierra de los dioses». La influencia del sol se manifiesta incluso por la noche. El aire embriagado de sol mantiene una pureza que acerca las estrellas a la Tierra. Fuera de las ciudades, las noches egipcias pertenecen a las estrellas. El cuerpo entero de los cielos se arquea sobre la tierra, cubriéndola con su abrazo resplandeciente. Este cuerpo pertenece a Nut, hija de Shu. Por la noche, la hija tachonada de estrellas de Shu es una presencia tan poderosa como su padre lo es durante el día. En verdad, es Nut quien da nacimiento al Sol cada mañana. Mitológicamente, hay reciprocidad en las relaciones de Shu con Nut y de Nut con el dios Sol Ra, que, aunque sea el padre de Shu, nace también de Nut. La penetrante cualidad de luminiscencia que caracteriza el día y la noche une a estas deidades en un círculo de interdependencia. Pero no puede haber la menor duda sobre la supremacía última del Sol. El Sol es la fuente de la vida y el símbolo del espíritu creador que impregna el mundo entero. Desde los tiempos más antiguos se dirigieron himnos de alabanza al dios Sol Ra: ¡Surges espléndido, oh Sol viviente, Señor eterno! Eres radiante, bello, poderoso, tu amor es grande, inmenso. Tus rayos iluminan todos los rostros. Tu brillo da vida a los corazones cuando llenas las Dos Tierras con tu amor. 24

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Dios Poderoso, que se creó a sí mismo, que hizo toda la Tierra y creó lo que hay en ella, todos los pueblos, manadas y rebaños, todos los árboles que crecen del suelo; ellos viven cuando amaneces para ellos, tú eres madre y padre de todo lo que hiciste. Cuando amaneces, sus ojos te observan, cuando tus rayos iluminan la Tierra entera; todos los corazones aclaman tu visión cuando te elevas como su señor.2

Tales sentimientos no acuden fácilmente a los habitantes del norte cubierto por la niebla y por las nubes. Tenemos poca experiencia del reino que está más allá de las nubes y respiramos una atmósfera más densa que la de los egipcios. Quizá habría sido imposible que nuestra moderna y secular civilización científica surgiera en el clima de Egipto, pues las civilizaciones, como las plantas, pertenecen a un cierto suelo y en él crecen; se despliegan y desarrollan en un ambiente específico de luz y de aire. En Egipto, la cualidad de la luz actúa como una influencia purificadora sobre la vida espiritual, y la cultura antigua que allí se desarrolló era profundamente consciente de su deuda con la fuente de esa luz que «llenaba las Dos Tierras [Egipto] con amor».

Río y desierto Pero no es sólo la cualidad de la luz la que tiene tan profunda influencia en el carácter de Egipto. Existe también un paisaje único, que se compone de espectaculares polaridades estrechamente yuxtapuestas, si no entrelazadas. Si no fuera 25

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por el Nilo, Egipto estaría desierto. Sin embargo, debido al Nilo, Egipto es un largo y exuberante oasis de profusa vegetación. Es cierto que el sol es la fuente de la vida, pero el calor otorgador de vida y la luz sustentadora del sol egipcio sólo pueden apreciarse en la región del valle del Nilo. Más allá del entorno del río, el señor de la vida quema la tierra con el calor inmisericorde del desierto. Egipto es, como dijo Herodoto, un «don del Nilo».3 Son las aguas fertilizantes del Nilo las que transforman la ferocidad intrínseca del sol en benevolencia generosa. El valle del Nilo es una maravilla para el viajero procedente del norte. Las plantas que vemos únicamente en los invernaderos de nuestros jardines botánicos crecen allí de manera exuberante: el banano y la palma datilera, el mango y el granado, el guayabo y el soffsaff. Hay abundancia y profusión de verdor. Pero uno sabe siempre que aquello no es sino un oasis. El desierto está siempre al alcance de la mano: unas pocas millas más allá, a veces sólo unas yardas. El desierto es una presencia que se siente incluso en medio del oasis. En Egipto, uno se hace muy consciente del carácter precario de la vida. La vida florece sobre el precipicio; florece gracias a la circunstancia geográfica. Así, Egipto acoge por igual los extremos de la vida desbordante del oasis y la hostilidad intratable del árido desierto. Hay tal concentración de vida, y, al mismo tiempo, tal extensión inequívocamente estéril a su alrededor, que uno se asombra del peculiar destino de este paisaje que contiene, en grados tan extremos, fecundidad y desolación. Es como si aquí, en este medio físico único, uno se aproximara más que en ningún otro lugar del mundo a la experiencia de las fuerzas universales de la vida y la muerte, que representan hasta el final sus papeles mutuamente antagónicos y sin embargo complementarios. Compiten entre sí, luchan una 26

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con la otra, pero hay también una especie de armonía en esa tensión perpetua y en ese conflicto recíproco. Y como ninguna de las dos fuerzas puede expulsar a la otra, subsisten en estado de equilibrio dinámico. Los antiguos egipcios llamaban a su país las Dos Tierras. Habitualmente ésta es su forma explícita de referirse a la región del Delta, por una parte, y al resto del valle del Nilo, por la otra. Pero la amplia y fértil planicie del Delta –Bajo Egipto– y el largo y delimitado valle del Alto Egipto eran expresión de una polaridad subyacente más profunda. Desde el principio, el Delta fue dominio de Horus, mientras que el Alto Egipto era territorio de Seth, el gran oponente al que la vida en peligro y la fecundidad del valle del Nilo debían vencer año tras año. Seth gobernaba el desierto; el desierto era la tierra de Seth. Y a Seth se oponía siempre Horus; eternamente combatido y derrotado. Así como las Dos Tierras de Egipto son el Norte y el Sur, también son las fértiles Tierras Negras del valle del Nilo, y las áridas Tierras Rojas del desierto circundante. Pero el concepto de las Dos Tierras va más allá de cualquier distinción meramente geográfica. En Egipto, el paisaje físico tiene una resonancia metafísica de la que los egipcios antiguos eran profundamente conscientes: las Dos Tierras son los dos reinos contendientes y no obstante mutuamente interpenetrados de la vida y la muerte, del mundo espiritual o celestial, por una parte, y el mundo de la materia inerte, por otra.4 No deja de tener importancia que el nombre Horus –en egipcio, Heru– significara «El que está arriba». Horus representaba el Cielo, mientras que el dominio de Seth era el de la materia sin espíritu, el caos y la muerte. Y así este paisaje es tanto paraíso como infierno, en guerra pero unidos, sin embargo, en una reciprocidad y un equilibro precarios. 27

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Memoria mundi «Una contribución fundamental a la comprensión del antiguo Egipto.» John Anthony West Según Hermes Trismegisto, Egipto es el «templo del cosmos», pues «todos los poderes que gobiernan y actúan en el cielo le han sido transferidos». El Corpus Hermeticum transmite el sentir milenario de los antiguos egipcios, para quienes los dioses siempre estaban cerca, el tiempo era el cumplimiento cíclico del eterno retorno de los mitos, y las causas de la vida cotidiana eran mágicas y sagradas. Y sin embargo, a pesar de los muchos textos religiosos traducidos y estudiados con todo esmero, las estructuras antropológicas de la consciencia religiosa de la antigua cultura egipcia aún permanecen ignoradas, como si de un libro cerrado se tratara. La mayoría de los egiptólogos ponen todo el énfasis en analizar los aspectos más formales de las costumbres y rituales, pero rechazan cualquier acercamiento a su legado mítico y espiritual, que, desde la perspectiva unilateralista de la estrecha y fragmentada consciencia moderna, se considera el vestigio de creencias y supersticiones primitivas. Ajeno a este prejuicio reduccionista, Jeremy Naydler explora en profundidad las raíces de esta ancestral consciencia humana, abierta de par en par a la dimensión metafísica de la vida, del espacio, del tiempo y la muerte, cuyas huellas arquitectónicas son el testimonio vivo de una de las cimas más misteriosas de la cultura humana.

Jeremy Naydler es filósofo e historiador de las culturas antiguas. De su obra cabe destacar: Goethe on Science: An Anthology of Goethe’s Scientific Writings (1997), Shamanic Wisdom in the Pyramid Texts: The Mystical Tradition of the Ancient Egypt (2005), The Future of the Ancient World: Essays on the History of Consciousness (2009), Gardening as a Sacred Art (2011) e In the Shadow of the Machine (2018).

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