Revista Lectiva No. 12

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LA MISIÓN DE LA UNIVERSIDAD

mentado precozmente el poder crítico de la academia: aquel que se ha entusiasmado con la racionalidad crítica puede poner sistemáticamente en cuestión las más diversas tradiciones y de esa manera desvincularse de ellas, limitar o destruir su poder obligante. Pero la misma academia que enseña y exalta esa posibilidad de exigir una razón para todo (posibilidad que intrínsicamente favorece el desarraigo) tiende al mismo tiempo a promover el acceso a una cierta tradición que puede terminar vinculando a la persona ofreciéndole un nuevo lugar de arraigo. De no ser así, la persona puede perder toda raíz y toda identidad. En términos de Basil Bernstein, se puede producir una formación que “descontextualiza” culturalmente al sujeto sin “recontextualizarlo” en ningún lado. Y evidentemente con gran frecuencia sucede eso: la academia desarraiga a las personas sin ofrecerles un arraigo alterno. Para muchas personas la academia, una vez que las ha alejado críticamente de una serie de tradiciones culturales propias, les ofrece pocas posibilidades de arraigo en ella, con lo cual tiende a convertirlas en personas culturalmente desarraigadas. Pero ¿de qué tipo puede ser el arraigo que ofrece la academia? Consideremos al menos algunos de los aspectos de ese arraigo. La tradición escrita tiene un poder vinculante: en la relación con ella se da lo que de algún modo se da en la religión o en las creencias de las sociedades anteriores a las sociedades modernas. Se da, por decirlo de una manera “materialista”, un contacto entre la obra del individuo (con todas las dudas y tribulaciones particulares, singulares, que tal obra entraña) y la obra del género (con todas sus pretensiones de permanencia y universalidad). Se hace así posible una experiencia de la trascendencia que caracteriza la obra del género. El que se compromete con la tradición escrita es llevado a reconocer que la obra de

Medellín • No. 12 • Diciembre de 2006

la humanidad desborda de lejos la obra de los individuos aislados y a considerarse a sí mismo a la luz de esa obra. Esta experiencia de la relación entre individuo y género que puede darse en la relación con la tradición escrita tiene un poder vinculante. No sólo permite un sentido de pertenencia, un horizonte de sentido, sino también crea lazos que son obligantes (en el sentido en el que usualmente se dice que es obligante una norma reconocida como legítima). Con respecto a las maneras en que la escritura potencia la discusión racional, quisiera señalar también algo más sencillo. Se trata de una posibilidad que entraña la escritura misma, considerada ya no como tradición escrita sino como simple técnica. Es distinto discutir un enunciado si está escrito, entre otras cosas porque la escritura lo sustrae al carácter efímero del enunciado oral y lo separa del hablante que lo ha formulado. Por eso y por la dinámica de acumulación antes considerada, la discusión en la academia, por lo menos la discusión que trasciende, que hace historia en la academia, es casi siempre una discusión por escrito; las disputas de corredor o de auditorio, a pesar de su intensidad inmediatamente vivida, no llegan a ser muy importantes (a menos que susciten y alimentan el trabajo de escritura). La escritura fue una condición importante para que la acción comunicativa discursiva proliferara y adquiriera formas sistemáticas aptas para su eficaz difusión. En realidad se puede pensar que –en forma especialmente clara desde Grecia– la escritura contribuyó notoriamente a que los saberes que surgían de la acción comunicativa discursiva fueran recogidos y reorganizados por individuos que empezaban a ser reconocidos como autores. La escritura favorece una paradójica combinación: remite a la particularidad del hablante convertido en autor

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