O P I N I ÓN
Ana Negri
Postal de domingo La casa se mantiene en penumbras en la planta baja y el frío del piso de losa casi duele al contacto con los pies. Por la claraboya, un cilindro de luz atraviesa las dos plantas y sugiere un camino ascendente que promete todo el calor que bloquean las sombras de los muros de cemento. Así se instala la necesidad de sol que, casi por sí misma, produce en minutos pan tostado y café. La procesión que somos los gatos y yo, aún con el ritmo solemne del sueño, se eleva escaleras arriba, rumbo a la terraza. Al abrir la puerta hacia el exterior, me sorprende una ceguera temporal por sobreexposición lumínica. Con la bandeja suspensa entre una mano y otra, espero a que mis ojos se acostumbren, a que la gata huya por los jardines colindantes para no tropezar con su cuerpo enredado en mis tobillos. A sus pupilas, mejor entrenadas que las mías en esta rutina, les toma menos tiempo ajustarse a las nuevas condiciones de luz, por lo que antes de darme cuenta ya ha trepado a la barda vecina y el gato, más perezoso aunque no menos curioso, la sigue de cerca. Dispongo mis provisiones sobre la mesa de hierro y me siento a contemplar la mañana empañada con el vapor del café caliente que sostengo entre las manos y los residuos de sueño que no termino de sacudirme. Mis ojos siguen las vías del ferrocarril, tendidas frente a la terraza de un lado al otro del horizonte, como la locomotora de ese tren que hace tiempo dejó de correr sobre ellas. No hace mucho que llegué a 50
O pi n i ó n
50
O pini ó n