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Ediciones Alfa Eridiani Año XIII. Número 27, tercera época.

hecho había buques mercantes mucho mayores, revestía un inconveniente insalvable al tenerlo que mover allá arriba. El problema estribaba en la gran desproporción existente entre la masa puesta en órbita y la masa de combustible necesaria para conseguirlo. Para enviar a la Luna la cápsula Apolo y el módulo lunar, con un peso conjunto de algo más de siete toneladas, fue necesario construir los gigantescos cohetes Saturno V, con más de 110 metros de altura —casi la tercera parte de la longitud de La Zanahoria— y una masa total de casi tres mil toneladas... y se hubieran necesitado varios cohetes de potencia similar puestos en el espacio y repletos de combustible, lo que multiplicaba astronómicamente el esfuerzo necesario para conseguirlo. Porque no se trataba de alcanzar una órbita baja, tal como hacían los antiguos transbordadores espaciales, sino de escapar de la atracción gravitatoria terrestre, algo que requería mucha más energía y, por lo tanto, mucho más combustible. Así pues, hacer llegar hasta la nave alienígena los motores necesarios para moverla de una forma controlada excedía con creces la capacidad tecnológica conjunta de todos los países de la Tierra, a no ser que éstos se fueran ensamblando en órbita y, asimismo, se lanzara por separado todo el combustible necesario, lo cual supondría en cualquier caso un esfuerzo titánico. No acababan ahí las objeciones. Aunque finalmente se consiguiera lanzar los cohetes y éstos pudieran ser ensamblados al casco de La Zanahoria, los ingenieros advertían que jamás se había intentado mover en el espacio un objeto de esa envergadura y que, aunque se habían hecho simulaciones, tampoco se conocía con la suficiente precisión sus condiciones de navegabilidad, por lo cual se corría el riesgo de que se acabara estrellando contra la Luna —se había propuesto, como medida de precaución, ponerla en órbita lunar en vez de hacerlo en torno a nuestro planeta— o perdiéndose en las profundidades del espacio. Apremiado por la necesidad y desbordado por la magnitud del problema, el gobierno de los Estados Unidos ofreció al resto de las potencias espaciales: Rusia, Europa e incluso China, la posibilidad de unirse en la tarea común de desentrañar los misterios de la nave alienígena, bajo la solemne promesa de que toda cuanta información se obtuviera sería compartida con los demás países y utilizada tan sólo con fines pacíficos y en beneficio de la humanidad. Asimismo, invitaba a la comunidad científica internacional a proponer cualquier idea que se estimara que pudiera ser útil, por muy disparatada que hubiera podido parecer. La humanidad se enfrentaba a uno de los más importantes retos de su historia, alegaban sus responsables, y debería hacer todo lo posible, siempre unida, para superarlo aun cuando fuera necesario volcar en ello el esfuerzo conjunto de varias generaciones. Y la humanidad respondió a la llamada, aunque nadie supiera todavía cómo poder abordar a tan esquiva presa. *** En las remotas regiones de la Nube de Oort, allá por los tenebrosos confines del Sistema Solar, orbitaba uno de tantos cuerpos helados que sembraban la zona. Innominado y aun desconocido para los astrónomos terrestres, con sus poco más de quince kilómetros de tamaño no pasaba de ser un pigmeo en un lugar en el que era frecuente encontrar astros de centenares, e incluso de miles de kilómetros de diámetro. Página 23


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