Democracia en crisis - Libertad de expresión ¿derecho o utopía?

Libertad de expresión: definición, alcance y

algunas problematizaciones

Documento de trabajo para “Residencias Políticas” Vol. 1: “Democracias en crisis: Libertad de expresión, ¿derecho o utopía?”.

Introducción Pese a que es una manifestación de lo humano, y a que cultural y socialmente tiene una relevancia indiscutible (es el marco conceptual y material de innumerables acciones que van de la creatividad como enunciación abstracta del pensamiento, pasando por actos como el silencio en su forma simbólica y llegando a realizaciones materiales como libros o películas), la libertad de expresión se ha desarrollado teóricamente desde el derecho. Esto es: durante la historia se ha venido hablando de ella como un Derecho Humano, entendido como una facultad de las personas que es fundamental para su desarrollo y para el ejercicio de sus derechos dentro de una democracia.

Como todo derecho, este puede ser analizado no solamente desde el punto de vista jurídico (es decir, el sistema al que pertenece, el ámbito de aplicación, su desarrollo jurisprudencial), sino a través de una interpretación que comprenda sus efectos en la realidad y su problematización a la hora de aplicarse.

En el sentido jurídico, la libertad de expresión está reconocida desde hace poco más de medio siglo como una garantía fundamental en la mayoría de instrumentos de los sistemas internacionales de derechos humanos de los que tenemos noticia: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (artículo 19), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 (artículo 19), el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1953 (artículo 10), la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos de 1981 (artículo 9) y la Convención Americana de Derechos Humanos de 1978 (artículo 13).

Esta última, del sistema interamericano, que es la que nos comprende, es una de las nociones mejor desarrolladas jurídicamente, con un ámbito de protección amplio cuando es puesta frente a otros instrumentos internacionales.

En resumen, según la Convención Americana, la ciudadanía tiene la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole por medio de cualquier procedimiento. Asimismo, prohíbe la censura previa (la forma externa más directa para lesionar este derecho). No podrá tampoco, según la Convención, limitarse la libertad de expresión por medios indirectos (como cortar el suministro de papel para las publicaciones impresas o el cupo en el espectro electromagnético, cosa prototípica de los regímenes autoritarios). Y, finalmente, en aras de limitar un uso indebido de la facultad, prohíbe toda propaganda a la guerra, toda apología al odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la violencia o a cualquier otra acción ilegal contra un grupo de personas (estas limitaciones, de todas formas, tienen unas reglas que previenen el abuso por parte de los Estados y serán analizadas más adelante en este escrito).

De acuerdo con el documento “El derecho a la libertad de expresión”, desarrollado como manual para jueces por el centro colombiano de estudios jurídicos, Dejusticia, en 2017, la expresión libre cumple tres funciones que son fundamentales.

La primera es la realización del ser humano. En ese sentido, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a través de su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, ha dicho en el texto “Marco jurídico interamericano sobre el derecho a la libertad de expresión” lo siguiente: “se trata de uno de los derechos individuales que de manera más clara refleja la virtud que acompaña –y caracteriza– a los seres humanos: la virtud única y preciosa de pensar al mundo desde nuestra propia perspectiva y de comunicarnos con los otros para construir a través de un proceso deliberativo, no solo el modelo de vida que cada uno tiene derecho a adoptar, sino el modelo de sociedad en el cual queremos vivir”.

Hay que fijarse a esta altura en la importancia predominante que tiene este derecho dentro del sistema de Derechos Humanos y la forma en la que está concebido: se trata formalmente de un requisito casi que indispensable para el ejercicio de la vida como la conocemos, a nivel personal y colectivo.

La segunda función que Dejusticia recuperó es que la libertad de expresión es una pieza fundamental para el desarrollo de una democracia plena: entre ambas (democracia y libertad de expresión) existe una relación “estrecha”, “indisoluble”, “esencial”. Mejor dicho, sin ella no podrían las personas tener la posibilidad de

manifestar sus ideas u opiniones propias, reflexionar sobre ellas, ni tampoco hacer circular la información disponible que creen relevante para que haya deliberación sobre asuntos públicos.

Esto último incluye cosas tan importantes como el control que la ciudadanía ejerce sobre sus gobiernos o las denuncias ante las arbitrariedades que ellos cometan, entre muchas otras, lo cual comprende que el Estado se haga responsable de generar las condiciones para que el debate público satisfaga las necesidades de la ciudadanía: la deliberación tiene que producirse en condiciones garantizadas de pluralidad y apertura.

La tercera función que recoge el centro de estudios es que la libertad de expresión sirve como instrumento para la realización de otros derechos, cosa que resulta lógica si se evalúan las características comunicacionales de algunas libertades: la participación política, el acceso a la justicia, la libertad de cultos, la libertad de cátedra, entre otras.

En un documento compilatorio de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (“La libertad de expresión en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”), realizado por Sergio García Ramírez y Alejandra Gonza en 2007, se establece que, de acuerdo con las sentencias que ha proferido ese tribunal de justicia internacional, la libertad de expresión tiene dos dimensiones complementarias: la individual, de emisión, que implica que la persona pueda utilizar cualquier medio apropiado para difundir el pensamiento propio, y la social, que se materializa en la recepción de algún mensaje, casi que el que sea, en el intercambio de ideas e informaciones.

La obstrucción de cualquiera de esas dos dimensiones afecta el ejercicio del derecho en su conjunto.

Y, por tanto, en últimas, la titularidad está en cabeza de absolutamente toda la ciudadanía.

Como se ve, la libertad de expresión es un tema amplio del que dependen libertades personales y desarrollos sociales, que goza de amplia protección teórica y jurisprudencial y que está presente en la gran mayoría de actividades que una persona pueda ejercer durante su vida.

Pues bien, este texto tiene como propósito: 1). Problematizar la noción de que la libertad de expresión se presume para la totalidad de la ciudadanía, sobre todo cuando hablamos de contextos en donde la desigualdad y la falta de pluralismo aísla y silencia ciertas voces, 2). Enfatizar en que este no puede ser un derecho pleno en nuestras sociedades latinoamericanas mientras persistan regímenes autoritarios que de manera sistemática y directa buscan aplacarlo (dando también algunos ejemplos de resistencia, con énfasis en la labor de periodistas), 3). Ahondar en el desarrollo que se le ha dado a los límites de este derecho frente a los discursos de odio (que encarnan discriminaciones históricas que silencian voces), 4). Hablar de la libertad de expresión en la era del internet, una herramienta que multiplicó los debates sobre sus límites y que tiene, cuando se escribe este texto, más relevancia que nunca por las limitaciones, 5). Aventurar algunas conclusiones resultantes de este documento.

Libertad de expresión e igualdad

En abril de 2009, Article 19, una organización que promueve la libertad de expresión en el mundo, lanzó públicamente una serie de principios que buscaban evidenciar la necesidad de relacionar este derecho con el de la igualdad. Lo hicieron después de tener como base discusiones que emprendieron con altos oficiales de la ONU y otras organizaciones, así como expertos académicos y de la sociedad civil en derecho internacional. Los Principios de Camden, como nombraron dicho llamado, son un intento por ampliar las dimensiones teóricas de esos dos derechos y evidenciar su interdependencia práctica.

El documento resultante argumenta que solamente se puede lograr la plena realización de ambos derechos cuando los gobiernos y los Estados tomen medidas coordinadas para su protección conjunta. Esto es porque la desigualdad en la vida real implica, de plano, la exclusión de ciertas voces, cosa que afecta gravemente la libertad de expresión. En este ámbito, aparte de las discriminaciones históricas que se han hecho sistemáticamente contra ciertos grupos poblaciones, caben también las desigualdades económicas que las afectan y que inciden en que no puedan acceder a cierto tipo de información y a difundirla. El problema está acentuado por otros factores (que, de todas formas, provienen del mismo fenómeno de discriminación) como que la propiedad de los grandes medios de comunicación sea ejercida por conglomerados económicos o la falta de pluralismo al interior de ellos.

Párrafo aparte merece el Principio 10, que insta a “otros actores” a ciertas conductas: a los políticos, por un lado, de abstenerse de hacer declaraciones que promuevan la discriminación (habría que llamar la atención en el caso de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, porque ha insistido en hacer declaraciones xenófobas como estrategia de comunicación sobre las causas de algunos crímenes en la ciudad); y a las organizaciones de la sociedad civil, por el otro, para que respeten el pluralismo y promuevan los derechos de la libertad de expresión y la igualdad de la manera interdependiente en que deben entenderse.

Esto último conlleva para las organizaciones el ideal de promover el entendimiento intercultural, reconocer las voces discrepantes, y finalmente “respaldar la capacidad de los miembros de distintas comunidades, especialmente los grupos marginados, de dar voz a sus perspectivas e intereses de una manera que reconozca la diversidad interna de las comunidades”.

Los Principios, como se ve, buscan que tanto los Estados como otros actores tomen las medidas pertinentes para que exista una verdadera promoción del pluralismo. Esto último incluye a los medios de comunicación, instrumentos informativos que basan su actividad en el ejercicio doble del derecho a la libertad de expresión.

Los Estados, en principio, deberían tener un marco regulatorio y de política pública para los medios de comunicación, en donde se promueva el pluralismo y la igualdad, que incluye hacer promoción del derecho de distintas comunidades para acceder y utilizar los medios y las tecnologías de la información. Este llamado se hace especialmente relevante cuando hablamos de medios masivos. En ellos, de acuerdo con el Principio 6, deberían adoptarse mecanismos para incluir a un personal diverso que represente a la sociedad en su totalidad, así como ampliar la baraja de temas con la finalidad de que los asuntos de interés toquen a más personas.

Puede sonar exagerado que el Estado meta sus narices en la forma en la que los medios de comunicación conforman sus equipos. Y si bien imponer algo de manera obligatoria podría ser problemático en cierta medida, habría que ver cuál es la realidad que existe hoy en las salas de redacción. Acá haremos una pausa para mirar los datos más gruesos de acceso de mujeres a medios de comunicación en América Latina (teniendo en cuenta, por demás, que conforman a la mitad de la población).

En 2018, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión publicó el informe “Mujeres periodistas y la libertad de Expresión” en el que recopiló una serie de datos y experiencias que evidencian el fenómeno. De acuerdo con el Proyecto de Monitoreo Global de Medios, en América Latina el 43% de las personas que presentaban o reportaban noticias eran mujeres. Sin embargo, aclaran, había una sobrerrepresentación entre quienes informaban noticias que tradicionalmente son asociadas con lo femenino y, por ende, una correlativa subrrepresentación en temas que son considerados como fuertes, que tienen que ver, por ejemplo, con orden público. Esto último podría dar una idea de por qué los hombres consiguen mejores puestos en la cúpula directiva de los medios, mejores oportunidades y salarios más altos.

La brecha en el acceso a altos cargos es impresionante: de acuerdo con la Federación Internacional de Periodistas, la representación femenina en los puestos de dirección de compañías de medios en América

Latina es del 25%. Pero incluso cuando las mujeres llegan a dirigir un medio, superando el techo de cristal, la brecha salarial entre ellas y sus pares hombres es abismal: según International Women’s Media Foundation, ganan la mitad de dinero.

Desde una visión más amplia, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hace énfasis en que todos esos obstáculos se enmarcan dentro de un sistema que de manera permanente excluye a las mujeres de la vida pública: “Se trata de un fenómeno multidimensional que comprende una diversidad de factores que se traducen en violaciones a los derechos fundamentales de las mujeres a lo largo de su vida, tales como la violencia contra las mujeres basada en el género, la prevalencia de patrones y estereotipos socioculturales discriminatorios, la falta de acceso a una educación igualitaria, la pobreza y falta de recursos económicos, las barreras en el acceso a los medios de comunicación y la brecha digital. Estos factores impiden, inhiben o aumentan el riesgo de las mujeres a ejercer su libertad de expresión y disminuyen sus capacidades de buscar, recibir y difundir ideas e información significativa y relevante para su empoderamiento”.

Por otra parte, y adicionales a las amenazas y dificultades que sufren sus colegas hombres en el ejercicio del trabajo, las mujeres periodistas pasan por otra serie de realidades negativas por el hecho de ser mujeres.

Este 2021, para la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, Reporteros sin Fronteras publicó un informe titulado “El periodismo frente al sexismo”, cuya metodología se basó en una serie de encuestas a corresponsales en 130 países. Dichas encuestas estaban integradas por preguntas que tenían que ver con violencia sexual, acoso, agresiones verbales, físicas, amenazas de violación o violación en distintos lugares: donde hacen su reportería o a través de internet o en las mismas salas de redacción.

Algunos datos: 85% de las personas encuestadas aseguró que la impunidad en esos casos era total, incluyendo la posibilidad de que otra mujer fuera víctima del mismo agresor. Más del 71% de las personas encuestadas tuvieron conocimiento de discriminación contra las mujeres en razón de su género y 48% aseguró que la solución a eso era la autocensura. En el 84% de los casos, las mujeres sufrieron acoso sexual.

El lugar con más agresiones, 73%, fue internet. En el lugar de trabajo, el 51% de los perpetradores fueron superiores jerárquicos.

Todos estos factores son importantes para pensar que los medios de comunicación, por más autonomía que puedan tener frente al Estado conformando a sus equipos, deben cambiar las formas en que están contratando a su personal, así como generar ambientes de trabajo en que este tipo de agresiones no solo no se repitan sino que se eliminen totalmente.

Hay que recalcar a esta altura que son varios los llamados que se hacen para que los medios de comunicación tengan una amplitud mayor en cuanto a quiénes dan las noticias, y que las salas de redacción estén conformadas por equipos más diversos.

Este último fue, sin embargo, un solo ejemplo, de una sola realidad, que atañe a un solo grupo de población en una profesión específica: las mujeres periodistas.

Esto tiende a suceder con frecuente regularidad frente a otros grupos poblacionales. La comunidad afrodescendiente en Colombia, por ejemplo, ha dicho que leyes como la 339 de 1996, que en su artículo 20 pedía que el Estado garantizara a “los grupos étnicos” el acceso permanente al uso del espectro y a los servicios de telecomunicaciones del Estado, la creación de sus propios medios de comunicación, entre otras disposiciones, no se han reglamentado de manera efectiva en los sucesivos gobiernos de Colombia hasta hoy.

Este fenómeno de subrrepresentación de ciertas comunidades corre en paralelo al hecho de que los grandes medios de comunicación, que informan a países enteros, son edificados desde el centro político y financiero de los países. En 2017, el portal colombiano La Silla Vacía publicó un artículo en el que enumeraba una serie de conclusiones sobre este tema en el país, luego de revisar certificados de cámaras de comercio, estados financieros y fuentes dentro de 26 medios de comunicación nacionales y locales, de prensa, radio, televisión y nativos digitales.

Los resultados son valiosos en la medida en que confirmaron, al detalle, lo que se intuía de antemano: que una cuarta parte de los medios, la cuarta de los de más alcance, son adueñados por poderosos grupos económicos; o que en la mayoría de los casos los periodistas no suelen ser accionistas; o lo que no sobra

repetir nunca: que las personas más poderosas, como banqueros o conglomerados dueños de industrias, son propietarios de medios e inevitablemente tienen al mismo tiempo una agenda poderosa llena de intereses comprometidos.

Vámonos a lo ancho: el fenómeno se replica en toda América Latina. Un informe del año 2017 de la Federación Internacional de Periodistas (FIP), hace un recuento de los oligopolios que en este siglo se adueñaron de los medios de comunicación que en el pasado pertenecían a familias de periodistas.

Esto es un problema cuando los intereses empiezan a unificarse, los lugares desde donde se emiten las noticias son los mismos por donde pasa el poder político y financiero de un país, y cuando los temas empiezan a volverse los mismos por una cuestión de competencia (podríamos llamarla casi que de mercado). Todo esto, además, como lo consignado en el informe de La Silla Vacía en Colombia, es fácilmente verificable, casi predecible. La FIP muestra algunos ejemplos en la región: Albavisión, por ejemplo, que es trasnacional y cuenta con 45 canales de televisión, 68 emisoras de radio, 65 salas de proyección cinematográfica, tres cadenas de televisión satelital y un medio impreso. Y sigue mencionando otros emporios de características, aunque no iguales, sí muy similares: Televisa, en México. Globo, en Brasil. Clarín, en Argentina. Ardila Lülle, en Colombia.

Llamar la atención sobre esto, en contextos en donde los grupos económicos tienen intereses sobre ciertas realidades que puedan afectar sus negocios o su buen nombre, es urgente. Esta concentración de la información bajo pocas manos es lo contrario a lo que se viene entendiendo como “democratización” de la misma. La libre circulación de temas se ve afectada por estas cuestiones. Este es un tema sobre el que debería haber más transparencia por parte de los medios (cuando informan sobre temas que afectan los negocios de quienes los adueñan) y mejor y más recurrente información. *** Si bien el ingreso a medios de comunicación, así como la propiedad que hay sobre ellos, constituyen situaciones problemáticas para llamar la atención, hay por otra parte una brecha muy grande en algo tan simple como el acceso a información por parte de la ciudadanía. ¿Cómo una persona puede participar en las decisiones que la afectan, o discutir sobre ellas, si no tiene información a la mano para entenderlas? ¿Si vive lejos del centro político y financiero del país? ¿Si los temas que se enuncian desde allá no tienen nada que ver con lo que vive a diario? ¿Si no tiene insumos o herramientas, siquiera, para tener a la mano los datos que influyen en su vida? Esto se ve reflejado (mucho más ahora, que estamos en tiempos de cuarentenas estrictas decretadas por ley) en el acceso a internet, un instrumento que se presume universalizador del conocimiento, pero que, como todo privilegio, no cala en grandes sectores de la población.

De acuerdo con el documento “Sociedad digital: brechas y retos para la inclusión digital en América Latina y el Caribe”, de la Unesco, para 2017, en la región, 200 millones de personas no tenían acceso a internet. Para 2018, informó la Unión Internacional de Telecomunicaciones, tuvimos una de las tasas de crecimiento más bajas de la población usuaria.

De todas formas, estos datos de acceso se pueden llevar a realidades mucho más concretas.

Así lo hicieron Priscilla Ruiz y Vladimir Cortés en un texto escrito en 2020 para el Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información (CELE), de la facultad de derecho de la Universidad de Palermo, llamado “Libertad de expresión y brecha digital de género en México”. En él cuentan la experiencia en Chiapas, el estado mexicano que tiene el rezago más grande de todo el país y que ilustra la forma en que la desigualdad (de todo tipo) afecta el ejercicio del derecho a la libertad de expresión: solamente 18,8% de los hogares de las zonas urbanas tienen acceso. En las zonas rurales es el 5,8%.

Al ser Chiapas el estado con mayor nivel de pobreza y de pobreza extrema de ese país hay una barrera económica adicional e infranqueable: la mitad de la población no tiene acceso a un celular. El 46% de esas personas le aseguraron a la Encuesta Nacional Sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares que no tienen acceso porque es costoso, 20% dijo que no lo necesitaba y 7,8%, que no había cobertura.

Ruiz y Cortés visitaron tres comunidades en el estado de Chiapas y evidenciaron que la brecha digital iba aumentando una vez se hacían intersecciones poblacionales: ninguna mujer indígena de estas tres comunidades, por ejemplo, era propietaria de un celular. Dicen ellos: “Son sus familiares quienes, ocasionalmente, ‘les prestan’ los dispositivos por un tiempo muy reducido y para que lleven a cabo acciones muy concretas como hacer una llamada o mandar un mensaje. Además, debido a la poca interacción con los dispositivos, las mujeres manifiestan sentir mucho temor al momento de usarlos y, bajo esta lógica, ellas mismas descartan la posibilidad de aprender a manejarlos y a buscar información sin el apoyo de alguien más, debido a una inseguridad sobre sus propias capacidades y a la cantidad de tiempo que, perciben, tendrían que invertir para lograrlo”.

Esto último, el acceso a la técnica, al uso de dispositivos y plataformas, es algo que ha sido analizado también en perspectiva de género: el saber-hacer o, mejor, la carencia del saber-hacer por motivo de una discriminación hegemónica, representa un obstáculo para la apropiación tecnológica en mujeres. En palabras de la investigadora mexicana Martha Irene Soria Guzmán, “además de ser pocas las mujeres que usan tecnología, son pocas las que hacen tecnología”.

Volviendo al caso de Chiapas, y relacionándolo con la última idea, el problema se deriva, entre otros, de la brecha educacional que existe entre hombres y mujeres: a nivel nacional, en México, el promedio de escolaridad de ellos es de 9,3 y el de ellas es de 9,0, cosa que se multiplica, como ya se ha visto, en las municipalidades, particularmente en las poblaciones campesinas e indígenas.

A todo esto, la crítica va hacia el Estado y su forma clásica de entender la apropiación de los derechos de libertad. Dicho mejor por quienes investigaron: “Si las políticas del Estado para promover el acceso a la información pública, así como las de universalidad de internet, continúan siendo categóricas, verticales y carecen de una perspectiva de género, cultural y lingüística, es poco probable que logren identificar, en toda su amplitud, los distintos actores, instituciones, políticas y normas socioculturales y de género que obstaculizan el disfrute de estos derechos y, en consecuencia, de muchos otros a un amplio sector de la población”.

Por los días en que este texto era finalizado, corría en Colombia una propuesta de reforma al régimen de impuestos que, en plena pandemia, desató el rechazo de una buena parte de la población y fue retirado.

Dentro de los temas que incluía dicha propuesta de reforma estaba gravar con el Impuesto de Valor Agregado (IVA) ciertos bienes tecnológicos que estaban por fuera de él: entre ellos, unos computadores, celulares y tabletas de costo reducido, que en el mercado se conocen como de “gama baja”. Lo anterior, por supuesto, tiene un sentido, y es que una parte de la población pueda acceder a ellos sin necesidad de pagar impuestos de más.

Pues bien, por obra de esa propuesta, dichos bienes podrían aumentar de precio. Este asunto despertó la inquietud de comerciantes, analistas e investigadores por igual: la medida, dijeron, aumentaría la brecha digital existente en el país. La experta en tecnología y género Amalia Toledo le contó al diario El Espectador que: ya no estábamos hablando de “productos que son de lujo, estamos hablando de bienes de primera necesidad (...) son equipos de trabajo, equipos para la educación. Y las personas que consumen estos bienes son las que menos capacidad tienen para pagarlos”. Añadió asimismo, que esto ampliaba la brecha digital, pero tenía una carga adicional para las mujeres, quienes han sido las más afectadas por el desempleo durante el tiempo que ha durado la pandemia.

En nuestros países, en fin, es común encontrar múltiples ejemplos de la brecha digital e informativa que se ahonda una vez se hacen intersecciones poblacionales.

Para el 18 de noviembre de 2020, el director en Colombia de la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), Jonathan Bock, denunciaba que, pasado el huracán Iota, y entrado el desastre humanitario que implicó para las poblaciones de San Andrés y Providencia, no se sabía qué pasaba en esta última (no había información disponible proveniente de la isla) durante tres días consecutivos. La misma Flip, años antes, había diseñado el especial “Cartografías de la información”, una investigación que tuvo lugar de julio de 2015 al primer trimestre de 2017, en el que mapeó los medios de comunicación existentes en el país: para el caso de ambas islas, solamente el 5,4% de la población de ambas islas tenía suscripción a internet. La velocidad de descarga, por su parte, era 85 veces más lenta que en Bogotá.

Asimismo, en la realidad no digital, el especial que presentó la Flip fue aterrador. En datos gruesos, de los 994 municipios que han mapeado, 578 son zonas que ellos han bautizado “en silencio”, es decir, sin medios de comunicación que produzcan noticias locales. Esta situación, de acuerdo con dicho informe, fue generada por las dinámicas propias del conflicto armado en Colombia, que generó un escenario ideal no solo para el asesinato de periodistas sino también el debilitamiento de los medios de comunicación.

Es realmente grave cuando uno mira más de cerca: Uriba, un municipio del departamento de La Guajira, tiene casi 200 mil habitantes y una sola emisora local. Riosucio, en Chocó, tiene poco menos de 30 mil habitantes y no tiene medios de comunicación. En el departamento de Vaupés, todos los medios de comunicación están concentrados en la capital, Mitú, y son apenas seis.

La libertad de expresión en nuestras latitudes, en casos variados y complejos, es un derecho que está enunciado en las leyes locales y en los estamentos internacionales pero que no se cumple materialmente a plenitud. Este es un problema clásico que la sociología jurídica ha estudiado durante años en las democracias liberales que enuncian derechos universales dentro de tratados.

Esto se da, como se vio, no solamente por cuenta de que existen poblaciones históricamente discriminadas que no tienen una cabal representación de sus realidades por cuanto ellas mismas, ni sus temas, pueden ingresar en la agenda pública de los grandes medios de comunicación, también porque dichos medios están adueñados por oligopolios bajo una lógica de mercado (cosa que, por más transparente que sea, afecta los temas que cubren) y, además porque la información de asuntos que incumben a la gente muchas veces no llega a lugares alejados de los centros políticos y económicos de nuestros países.

Claro que hay mecanismos de resistencia frente a estas realidades y esfuerzos que son destacables, como la conformación de nuevos medios independientes que sean más diversos en su personal periodístico y por lo tanto en sus temas de cubrimiento, códigos de ética al interior de los grandes medios privados ante denuncias más sonoras sobre su falta de pluralismo, el fortalecimiento de procesos locales de ciudadanía para entender la importancia de la difusión de información, la presión organizada hacia los gobiernos para que derechos como el acceso a internet sean universales, e incluso el “hackeo” a proveedores de internet (el caso de Chiapas es interesante: la ampliación de la señal se ha hecho a punta de poner repetidores o conexiones punto a punto desde la instalación del router principal en una tienda local) o la promoción del copyleft, lo cierto es que es difícil hablar de una arena en la que se genere “opinión pública”, como es entendida en su forma clásica, cuando estas trabas subsisten y se multiplican exponencialmente una vez se afina el lente con el que se mira la realidad.

Regímenes autoritarios

Es mucho lo que se ha documentado en la región sobre gobiernos que coartan la libertad de expresión, de información y de prensa de manera directa.

En este apartado hay que entender que no se trata de democracias débiles o con problemas estructurales que hacen que las personas sean amenazadas o vulneradas por el ejercicio de su opinión libre, ni tampoco se trata aquí de evidenciar democracias en riesgo por cuenta de una creciente inseguridad que proviene de agentes no estatales (como guerrillas, paramilitares o grupos al margen de la ley), sino de los mismos Estados y agentes estatales que se encargan de generar mecanismos de censura directa hacia sus poblaciones, además, haciéndolo en la mayoría de los casos sobre discursos especialmente protegidos.

Si bien en las democracias en donde los gobiernos podrían llamarse “menos autoritarios” persisten problemas muy graves (ya los mencionamos: grandes monopolios que acumulan medios, la brecha digital que afecta a distintos tipos de ciudadanías, el hostigamiento y asesinato de periodistas como ocurre corrientemente en Colombia y México o de líderes sociales que expresan públicamente su opinión, como en Colombia), existen países en el hemisferio que tienen gobiernos en la constante mira de los organismos multilaterales por abusos contra la libertad de expresión (y otros derechos) que vienen de órdenes estatales directas y que son mucho menos discretos a la hora de ejecutarse. Estos gobiernos tienen características distinguibles en la región: un solo partido de gobierno (a veces en cabeza de un solo mandatario) donde domina el sistema presidencial, la oposición es débil o está maniatada para ejercer sus derechos, las expresiones ciudadanas que se oponen al poder están sistemáticamente prohibidas y son perseguidas por agentes estatales, los medios de comunicación independientes se ven hostigados de manera frecuente, entre otras características.

Durante la pandemia por Covid19, por supuesto, dichos problemas se han agravado.

Tres ejemplos, sucedidos recientemente y todos de distinta índole, serán suficientes para ilustrar la idea.

Ocurrieron en Venezuela, Cuba y Nicaragua.

El 14 de enero de 2021, Humans Rights Watch, en conjunto con otras organizaciones, hizo un llamado para que el gobierno de Venezuela frenara las campañas de estigmatización, hostigamientos y operativos contra medios de comunicación en ese país: pedía directamente que cesaran los ataques no solo contra la prensa, sino, en general, contra toda la sociedad civil.

En ese mismo escrito aparecen medios de comunicación hostigados, como Efecto Cocuyo (señalado por el gobierno de servir a la “injerencia” extranjera en el país por tener financiación de la cooperación internacional), la cadena de radios comunitarias Fe y Alegría, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa, VPI TV (al que le incautaron sus equipos, por lo que tuvo que cerrar operaciones por un tiempo) y el diario Panorama (clausurado el 8 de enero de 2021 por parte del Servicio Nacional Integrado de Administración Aduanera y Tributaria). Campañas estigmatizantes y operativos que dan como resultado, según la organización venezolana de derechos humanos Provea, a 66 trabajadores de medios detenidos durante los primeros ocho meses del estado de alarma declarado por la pandemia de Covid19.

RedesAyuda, una organización venezolana que denuncia las arbitrariedades del gobierno de ese país en contra de la libertad de expresión, publicó un informe sobre la censura en internet para el año 2019. Allí se dice que desde 2007 el gobierno venezolano ha estado en una campaña sistemática que busca afectar la libertad de expresión cerrando o censurando a los medios tradicionales (como ha sido ampliamente documentado en el continente americano), actitud que se trasladó a internet una vez la ciudadanía encontró allí un breve refugio informativo y de opinión.

RedesAyuda realizó una cronología detallada, día por día y mes a mes: al menos 100 actos de censura en internet (bloqueo a la página del Frente Amplio Venezuela Libre, bloqueo a Wikipedia, ataques a las páginas El Estímulo, Konzapata, Urbe, entre muchas otras), así como la suspensión, por parte de Twitter, de 1.100 cuentas que fueron calificadas como “bots” al servicio del gobierno.

En Cuba, por su parte, en noviembre de 2020, un grupo de activistas se encerró en una vivienda del barrio San Isidro y armó una huelga de hambre para protestar contra la detención del rapero Denis Solís, quien, sin orden judicial de por medio, fue detenido en su domicilio el 7 de noviembre de ese año para posteriormente ser condenado a ocho meses de prisión por grabar y subir un video en redes sociales sobre esos hechos.

La protesta en dicho barrio fue dispersada por la fuerza y una de las personas que se encontraban allí, el periodista cubano Carlos Manuel Álvarez (director de la revista cubana El Estornudo), fue obligado a recluirse en su domicilio, donde duró 17 días sin saber de razones legales o médicas que justificaran su encierro. Cuando salió de su casa, fue arrestado por dos agentes de la policía cubana, conducido a una comisaría donde lo encerraron durante seis horas para interrogarlo, y posteriormente fue liberado (hubo protestas de escritores latinoamericanos y la información fue publicada en El País, de España, medio en el que Álvarez es colaborador). En Cuba, el régimen es dueño de los medios masivos y califica a este tipo de opositores con expresiones desobligantes, como sucedió con el mismo Álvarez. Esta humillación pública es corriente.

Tristemente célebre es el caso del artista Luis Manuel Otero Alcántara, un líder visible del movimiento San Isidro que inició una huelga de hambre y sed el 25 de abril de 2021 porque las autoridades cubanas irrumpieron en su casa y se llevaron su obra. La huelga fue interrumpida, también por las autoridades, que lo sacaron de su casa para llevárselo a un hospital, desde donde se emiten comunicados contradictorios sobre su estado de salud y su situación en general. Está incomunicado, lo que resulta un atentado grave y directo sobre la libertad de expresión. Uno más, dentro de los muchos que ejemplifica el caso de Otero.

Amnistía Internacional ha pedido su liberación inmediata e incondicional, pero él sigue internado.

Para 2021, Cuba está ubicado en el puesto 171, de 180, en la clasificación que anualmente hace Reporteros Sin Fronteras cuando enumera, de mejor a peor, los países del mundo según su situación de libertad de prensa. Año tras año es el país peor calificado en América. El informe “Libertad de expresión en Cuba”, realizado por la Relatoría para la Libertad de Expresión en 2018, hace un balance de lo que ha representado el régimen cubano para la ejecución de este derecho.

Dice el informe que el “Estado restringe en forma severa los derechos de libertad de expresión, asociación, reunión, movimiento y debido proceso. Durante décadas el Estado cubano ha organizado la maquinaria institucional para silenciar voces ajenas al régimen, reprimir a periodistas independientes, así como a artistas o a ciudadanos que buscan organizarse para articular sus demandas; en todo ese tiempo el Estado ha mantenido el monopolio sobre los medios de comunicación social”. La información sobre Cuba puede leerse o bien en medios que trazan contacto directo con agencias transnacionales de información, como el trabajo que hace Connectas, medios que se leen en otros países pero que no tienen posibilidades cibernéticas en Cuba, periodistas que tratan de hacerle un amague al régimen o a través de figuras visibles que cuentan su historia desde otros lugares.

En el informe que hace sobre el país, la Relatoría habla de una práctica muy frecuente y son las acciones e interrogatorios irregulares que se realizan en la isla sobre los periodistas, especialmente mujeres. En el documento se ve el caso de Iris Mariño, quien dijo que había contado 22 veces en que las autoridades habían cometido actos de hostigamiento contra ella, todos hechos por oficiales hombres. Dice que en 2018 fue arrestada por tomar una foto en la calle: “Indicó que fue conducida a una unidad de policía de Camagüey, donde cuatro agentes masculinos –dos de ellos identificados como Maikel y Michel– la interrogaron y acosaron por un periodo mayor a 3 horas” sin que entrara nunca una mujer, poniéndola en una situación de vulnerabilidad extrema.

El 5 de febrero de 2021, la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, una organización de la sociedad civil que busca defender la libertad de expresión en Nicaragua, anunció en un comunicado fechado el 5 de febrero de 2021, que cesaría operaciones por cuenta de la Ley de Agentes Extranjeros, aprobada recientemente por el Parlamento de Nicaragua. A grandes rasgos, la norma aprobada bloquea la financiación internacional que llegue a periodistas y organizaciones de la sociedad civil que promuevan la defensa de los Derechos Humanos.

Este es un claro desmantelamiento de la libertad de esas instituciones o personas porque, aparte del bloqueo que supone, les exige que, si se acogen a la ley, informen al gobierno todos los meses acerca de sus actividades, cosa que no puede ser leída de otra forma como una intromisión a su autonomía.

Dice el comunicado de la Fundación que dicha ley es una “clara manipulación que persigue paralizar el funcionamiento de organismos que el Gobierno considera contrarios a sus lineamientos, en evidente violación a los derechos humanos universales, la libertad de pensamiento y de difusión, la democracia y el Estado de Derecho”. La ley aplica tanto para personas naturales como personas jurídicas.

Que la Fundación Violeta Barrios de Chamorro diga que no continuará trabajando en pro de esa causa por culpa de una ley que expidió el gobierno nicaragüense es muy grave: suena a una asfixia de las garantías y a un agotamiento de las organizaciones de la sociedad civil que en este caso no vio otro remedio que el silencio como forma de protesta.

Es cierto que los mecanismos de los gobiernos autoritarios son mucho más burdos y difíciles de evitar que los que suceden en otro tipo de regímenes, y también es cierto que ese tipo de Estados omnipotentes busquen con sus métodos secuestrar las opiniones libres de la sociedad y agotar los recursos a la mano para combatir la censura. Todas esas características se dejan entrever en estos tres casos precedentes. Las personas resisten a esta realidad como pueden.

En RedesAyuda, de Venezuela, dijo el activista Melanio Escobar para este artículo, desarrollaron un vpn gratuito para que las personas pudieran conectarse a internet de una manera en que sus datos estuvieran protegidos. Allá también, en febrero de 2021, el Instituto Prensa y Sociedad desarrolló una guía de seguimiento ciudadano diseñada para proteger a comunicadores: “Cuidando a los periodistas” es una caja de herramientas para que la ciudadanía se active y pueda enlazar redes que protejan a los periodistas, como la conformación de grupos para hacer monitoreo a los ataques a la libertad de expresión y tener así estadísticas más fiables a la hora de denunciar.

En febrero de 2021, cuando ya había pasado una ola de protestas en Cuba, el medio alemán DW hizo un reportaje sobre la batalla por la libertad de expresión que se libraba en ese país. La periodista cubana Mónica Baró, una de las fuentes consultadas, rescató la diversificación y ampliación que los medios independientes cubanos habían tenido en los últimos años, así como el reconocimiento creciente que obtenían por parte de la población. “La propia gente —sigue ella— se ha convertido en canal de denuncia: denuncian injusticias, cuentan sucesos de la vida cotidiana y contribuyen a que fluyan las noticias que no reportan los medios estatales”. Así pasó en Cuba, por ejemplo, con los feminicidios, un tema que empezaron a informar y a difundir de forma amplia las activistas de los derechos de la mujer, perseguidas también por el régimen.

Ámbito de protección y de restricción jurídica

Como se había dicho al principio de este texto, el derecho a la libertad de expresión en el ámbito interamericano cuenta con un marco de protección bastante amplio. De principio, y de acuerdo con la jurisprudencia desarrollada por la Corte Interamericana, toda forma de discurso, sin importar su contenido, medio por el que se comunique o la aceptación social que tenga, tiene cobertura. Y comprende no solamente hablar o escribir (además en el idioma de elección de cada cual), sino que también puede materializarse a través de formas abstractas o artísticas de la expresión o en la participación en manifestaciones públicas o en la creación de nuevos medios de comunicación, entre otras.

Esto último, y en eso ha sido enfático tanto el tribunal como activistas y expertos en el tema, incluye también (aunque con límites que serán tratados más adelante) los discursos chocantes, ofensivos o perturbadores, cosa que se justifica como fomento del pluralismo y de la noción de que hay sectores de la población que no se expresan como la mayoría o que quieren tener actitudes, puntos de vista o emitir opiniones que se le opongan a ella.

Esta protección es de principio, y como regla general cobija a toda expresión. Sin embargo, la protección se amplifica cuando hay cierto tipo de discursos, que en el desarrollo jurisprudencial y doctrinario se han entendido como especialmente protegidos.

La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión publicó en 2010 el “Marco jurídico interamericano sobre el derecho de la libertad de expresión” en donde especifica estos discursos y describe por qué tienen ese nivel acentuado de protección.

El primero es el discurso político y de asuntos de interés público. Está en la concepción misma del derecho como instrumento primordial dentro de la democracia. Es imposible que una democracia, al menos teóricamente entendida, no tenga una deliberación pública por parte de los ciudadanos sobre los asuntos que los afectan.

Todo lo que haga el Estado debe estar sujeto a un escrutinio permanente, no solamente por los mecanismos de control y contrapeso ideados en la arquitectura constitucional de cada país, sino también por la ciudadanía y la prensa. Dice la Relatoría que “el control democrático de la gestión pública, a través de la opinión pública, fomenta la transparencia de las actividades del Estado y la responsabilidad de los funcionarios públicos sobre sus actuaciones, y es un medio para lograr el máximo nivel de participación ciudadana”.

La jurisprudencia de la Corte Interamericana ha hecho énfasis en que la libertad de expresión es una fórmula eficaz contra la corrupción, por cuenta de las denuncias que sobre ella se hacen, y ha dicho que en estos asuntos se protege tanto las expresiones inofensivas como las que resultan chocantes, inquietantes o irritantes para quienes estén en cargos públicos o se candidaticen para estar en ellos.

Esta protección ampliada implica, en palabras de la Relatoría, que “el Estado debe abstenerse con mayor rigor de establecer limitaciones a estas formas de expresión, y que entidades y funcionarios que conforman el Estado, así como quienes aspiran a ocupar cargos públicos, en razón de la naturaleza pública de las funciones que cumplen, debe tener un mayor umbral de tolerancia ante la crítica. En una sociedad democrática, dada la importancia del control de la gestión pública a través de la opinión, hay un margen reducido a cualquier restricción del debate público o de cuestiones de interés público”.

El segundo es el discurso sobre funcionarios públicos en ejercicio de sus funciones y de candidatos a ocupar cargos públicos. Este discurso se inspira en las mismas razones del anterior: las personas que desempeñan funciones públicas, o quienes se postulan a ellas, se están exponiendo al escrutinio, a la crítica, principalmente porque sus actos lo merecen y porque tienen un poder mucho más grande que el de un ciudadano corriente para controvertir lo que sobre ellos dicen.

El tercero y último es el discurso que expresa elementos esenciales de la identidad o la dignidad personales.

Este ha sido desarrollado sobre todo para la protección del uso de la lengua propia de grupos étnicos o minoritarios, y la negativa a los Estados de que prohíban ese uso, ya que consistiría en una violación especialmente grave a la cultura de estas poblaciones, su dignidad, y su derecho a un tratamiento igualitario. La Corte Interamericana ha dicho que: “la utilización de la lengua propia es uno de los elementos

más importantes dentro de la identidad de una etnia, ya que garantiza la expresión, difusión y transmisión de su cultura; y que ésta es uno de los elementos que diferencian a los miembros de los pueblos indígenas de la población general y que conforman su identidad cultural”.

En ese mismo sentido, otras formas discursivas, por expresar aspectos atinentes a la identidad y dignidad personales, son las que tienen que ver con el discurso religioso, de la orientación sexual o identidad de género, que también cuentan con una protección amplia.

Hay, sin embargo, unos discursos que no cuentan con ningún tipo de protección. Aquellos están proscritos del amparo que brinda la Convención y deben ser objeto de una interpretación estricta.

El primero es la incitación directa y pública al genocidio. El derecho internacional ha tipificado esta conducta como un delito, tal y como está consignado en la Convención contra el Genocidio, artículo 3, por el Estatuto de Roma, en el artículo 25.3(e). Un caso internacionalmente famoso, el de Ruanda, está en la jurisprudencia del Tribunal Penal Internacional para Ruanda: específicamente, por lo que hizo Ferdinand Nahimana, director de una emisora en la que se invitaba a exterminar al pueblo tutsi, cosa que terminó convirtiéndose en la calle en el exterminio de cerca de un millón de personas en 1994.

Dicho Tribunal mencionó tres requisitos para que este tipo de discurso pueda ser silenciado: que debe ser una incitación directa, que debe ser pública y que debe ser cometida con una intención específica. Pública, precisó el Tribunal en el caso ICTR-96-4-T de octubre de 1998, es aquella que provoca directamente a los perpetradores a cometer genocidio “sea mediante discursos, gritos, o amenazas emitidas en lugares públicos o en reuniones públicas, o a través de la venta o diseminación, oferta para venta o exhibición de materiales escritos o material impreso en lugares públicos o en reuniones públicas, o a través de la exhibición pública de signos o afiches, o a través de otro medio de comunicación audiovisual”.

Tal y como es mencionado en el documento recopilatorio de Dejusticia, el Relator de las Naciones Unidas, en su informe sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de expresión de agosto de 2011, precisó el alcance de la limitación a este tipo de discurso: primero, debe estar prohibido en la ley interna del país y que toda restricción a remover contenidos, por ejemplo de internet, debe hacerse bajo el examen de que la expresión incite directamente al genocidio, como “el emisor, la audiencia a la que se dirige, el contenido o significado de la expresión, el contexto sociohistórico, el modo de transmisión, y otros indicadores”.

El segundo es la pornografía infantil, proscrita en diversos mecanismos que protegen los derechos de niños, niñas y adolescentes así como por convenios de la Organización Internacional del Trabajo. Es una prohibición que no admite excepciones ni protección alguna bajo la figura de la libertad de expresión.

El tercero es la propaganda a la guerra y la apología al odio que constituya incitación a la violencia. Para el discurso de propaganda a la guerra, la jurisprudencia internacional ha sido enfática en que, para imponer sanciones en este caso, debe haber una prueba contundente de que la persona no estaba manifestando una opinión, sino que tenía la intención de cometer un delito así como la posibilidad de conseguirlo. De no ser así, dice la Relatoría, “se estaría admitiendo la posibilidad de sancionar opiniones, y todos los Estados estarían habilitados para suprimir cualquier pensamiento o expresión crítica de las autoridades que, como el anarquismo o las opiniones radicalmente contrarias al orden establecido, cuestionan incluso, la propia existencia de las instituciones vigentes”. Por ende, el “orden público” no puede entenderse como un comodín al mejor uso de los regímenes autoritarios.

El discurso de odio que incita a la violencia, por su parte, está prohibido desde la Convención en su artículo 13.5: “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional”. Prohibir el discurso, implica la necesidad de la misma prueba contundente que se alega para sacar del aire el discurso de apología a la guerra.

La libertad de expresión, por supuesto, no es un derecho absoluto.

En esta última se enmarca el debate de los llamados “discursos de odio”, que han suscitado debates de todo tipo en nuestras sociedades: ¿hasta dónde una expresión de odio es libre y cuándo encuentra límites en el

derecho? Para esto hay una serie de lineamientos, de jurisprudencia sentada y de pasos a seguir que se han propuesto para identificar y diferenciar discursos “que constituyen incitación a la violencia o ‘cualquier otra acción ilegal similar’ y que permiten la imposición de sanciones penales, de los discursos intolerantes y ofensivos”, como aclara Dejusticia. Sin embargo, esta es una línea muy delgada, las respuestas van haciéndose casi siempre sobre la marcha y los casos deben analizarse uno a uno.

Esto, sobre todo, porque hay un choque grande entre los discursos de odio que son discriminatorios (y que representan una violencia contra poblaciones) y el marco amplio de protección de la libertad de expresión.

En un texto del Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información, de la Facultad de Derecho de la Universidad de Palermo, los autores Natalia Torres y Víctor Taricco analizan la amenaza que representan los discursos de odio para el ejercicio de los Derechos Humanos. De esa tensión proviene la amenaza: ¿todas las ideas pueden expresarse en el ámbito público? ¿Y qué pasa cuando afectan a personas que merecen ser tratadas con igualdad?

Volvemos, entonces, a los Principios de Camden, que buscan armonizar la protección de la libertad de expresión y de la igualdad. El Principio 12 pide que los Estados aprueben legislaciones que prohíban cualquier “promoción del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad y la violencia”, tres aspectos (discriminación, hostilidad y violencia) que están consignados en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

Sin embargo, antes cabe una pregunta que podría ayudar a dar claridad al tema: ¿qué puede considerarse como discurso de odio? Torres y Taricco hacen un recuento histórico y sociológico para entenderlos como discursos sociales. Esto es, todo lo que se “narra y argumenta” en una sociedad durante un momento histórico determinado y que organizan, con jerarquías y de manera tácita, lo decible y aceptable con “eficacia social y públicos cautivos”. Y esto se carga de lo que se piensa del “otro”, que generalmente no es retratado por sus atributos propios, sino por los pensamientos que sobre él se discuten en la sociedad.

Siguen: “En el caso específico de los discursos del odio, en tanto discursos sociales, entendemos que en su interior se articula una fuerte unidad entre una determinada concepción del mundo y unas normas de conductas conforme a esta concepción. Formas que rechazan la diversidad, la diferencia o la disidencia (...)

Los discursos de odio, en cualquiera de sus niveles, son articulaciones discursivas que intentan impedir en el otro el ejercicio del derecho a la libertad y a la igualdad”.

Los discursos de odio, entonces, se generan de manera sistemática a través de la historia, en forma de prejuicios, que se imponen contra aquellas personas y decires que estén en contravía de la unificación de una sola manera de entender el mundo. Están insertados en una lógica pública de amplias audiencias.

En esta aproximación que hacen Torres y Taricco, sale a relucir el Plan de Acción de Rabat de la ONU, de 2013, que busca la identificación de este tipo de discursos y su posible penalización a través de seis pasos. A saber: 1). El contexto social prevalente, 2). La posición o estatus del emisor del discurso, que incluye su postura en el contexto de la audiencia a la cual se dirige, 3). La intención que tiene, 4). El contenido o la forma del discurso, 5). El alcance, su naturaleza pública, la magnitud de la audiencia, y 6). La posibilidad, incluso la inminencia, de que haya una probabilidad razonable de que el discurso incida en la realidad contra el grupo al que se dirige.

De ese examen, el mismo Plan de acción emitió tres tipos de discurso: el que es penalmente sancionado, el que no lo es, pero podría acarrear una sanción civil y el que no tiene consecuencias jurídicas, pero sí levantan preocupación, sobre todo en “términos de tolerancia, el civismo y el respeto de los derechos de los demás”. Para los investigadores “la diferenciación de los discursos de odio de acuerdo al daño que producen permiten distinguir la gama de acciones posibles y no limitarlas a la penalización, prohibición y restricción del discurso”.

También retoman los autores lo que en 2013 se llamó el Proyecto Umati, un intento por entender el asesinato masivo sucedido en Kenia después de las elecciones de diciembre de 2007, en donde el presidente electo fue acusado ante el Tribunal Penal Internacional por crímenes contra la humanidad por el asesinato de civiles, a manos de las fuerzas armadas, en medio de actos protesta en su contra.

El Proyecto adoptó la tesis de Susan Benesch de “discurso peligroso”, que tiene la propiedad de incitar a la violencia. Dentro de las variables deben ser tenidas en cuenta la influencia del emisor del mensaje, la receptividad que exista en la audiencia, el contexto del discurso como un llamado a tomar acciones, el contexto social y el medio de difusión. Esto genera tres tipologías, según Umati: el discurso inofensivo (insultar a una persona o a un grupo, sin una gran audiencia y sin posibles consecuencias), el moderadamente peligroso (que puede ser inflamatorio y la persona no es tan influyente), el peligroso (gran influencia del emisor y una llamada clara para generar actos de violencia) y el extremadamente peligroso (un plan de acción claro).

Sin embargo, los discursos discriminatorios puede que no hagan un llamado a la violencia directa, pero sí existe una violencia en el acto mismo de hacer llamamientos a la exclusión. De acuerdo con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, este tipo de discursos deben estar prohibidos. En eso coinciden otros instrumentos jurídicos internacionales que tienen que ver con temas de racismo o género. Existe, por ejemplo, desde 1965, la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, en la que claramente piden condenar toda propaganda y a todas las organizaciones que tengan como base la superioridad racial, a prohibir la difusión de ideas de esta misma índole y los actos de violencia contra cualquier raza.

Está, por otra parte, la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, en vigor desde 1981, que pide a los Estados “condenar y prohibir” cualquier acto discriminatorio contra la mujer. A la que se suma la Convención Interamericana contra la Violencia hacia la Mujer, adoptada en 1994, que urge a los Estados a adoptar medidas y políticas para prevenir, sancionar y erradicar ese tipo de violencia.

La Recomendación No 35 del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, busca armonizar esta tensión, diciendo que recomienda penalizar los casos de discursos más graves. Y añade: “Además de respaldar y salvaguardar el ejercicio de otros derechos y libertades, la libertad de opinión y de expresión tiene especial relevancia en el contexto de la Convención. La protección de las personas contra el discurso de odio racista no entraña una simple oposición entre el derecho a la libertad de expresión y su restricción en interés de los grupos protegidos: las personas y los grupos con derecho a recibir protección de la Convención también disfrutan del derecho a la libertad de expresión y el derecho a estar exentos de discriminación racial en el ejercicio de ese derecho. El discurso de odio racista puede llegar a silenciar la libre expresión de sus víctimas”.

Para no ahogar todo en un enfoque punitivista (que sería complicado dada la amplitud de la libertad de expresión) y con el fin de armonizar estos principios frente a la complejidad de los actos que se escalan a diario en una sociedad, Torres y Taricco plantean que los Estados adopten medidas que también vayan contra la naturaleza cultural, de raíz, implantada en las sociedades, que tienen los discursos de odio: “ los mecanismos preventivos podrían incluir: educación para promover la comprensión y combatir los estereotipos negativos y la discriminación, incluir programas dirigidos a niños y niñas en edad escolar, así como campañas informativas; capacitar a los agentes encargados de hacer cumplir la ley y a los operadores de justicia respecto de la prohibición de la incitación a la violencia”, con un claro y reiterado llamado a que se entiendan las tipologías de esos discursos y que haya más datos sobre cuáles son esos discursos, dónde se dan, cómo se dan y hacia quién se dan.

Cuando toda este desarrollo de ideas aclara las dudas sobre la libertad de expresión, aparecen los casos.

Como el debate que se desató, violencia aparte (por ser un acto inaceptable) , el 7 de enero de 2015, cuando dos encapuchados entraron a las instalaciones del semanario satírico francés Charlie Hebdo y asesinaron a sus dibujantes. En el mundo empezó a discutirse sobre si ese retrato a las simbologías religiosas del islam (entendiendo que lo hacen bajo la figura de la sátira) era discriminatoria contra este tipo de poblaciones, que son discriminadas en Francia.

Recientemente, el escritor colombiano Ricardo Silva Romero publicó en el periódico El Tiempo una columna titulada “¿Los clásicos animados deben censurarse?”. En ella, contaba cómo la plataforma de distribución de contenidos Disney+ había reclasificado clásicos de la empresa (La dama y el vagabundo, I, entre otras) haciendo advertencias por su contenido racista, xenófobo o sexista. La pregunta es si Disney debería no republicar estas obras, por su claro contenido discriminatorio contra culturas no hegemónicas, pero

también deben evaluarse otros matices, como lo hace Silva: “¿Pero qué tanto podrá este guardián equívoco, Disney, protegernos de sus propias obras e incitarnos a caer en cuenta hasta Bogotá, Colombia, de que las viejas versiones dobladas no nos dejaron notar sus estereotipos y sus estigmatizaciones?”.

Pues bien, la limitación a un derecho de tan amplia protección y que tiene tanta importancia (y que suscita muchos debates de muchas preguntas abiertas) debe ceñirse a una serie estricta de pasos para que pueda ser próspera frente a la luz del sistema interamericano. La forma que este sistema ha adoptado es el “test tripartito”, que debe cumplir las siguientes condiciones.

La limitación debe estar expresamente, claramente, casi que inequívocamente, escrita en una ley (de ahí las consecuencias ulteriores y no la censura previa) que haya sido aprobada y puesta en vigor por el organismo legislativo que haya sido constitucionalmente constituido para esas tareas. Existe, de acuerdo a la Corte Interamericana, una distinción entre sanciones civiles y penales, ya que las últimas, como dice en su sentencia Usón Ramírez vs. Venezuela, debe haber una “clara definición de la conducta incriminada, la fijación de sus elementos y el deslinde de comportamientos no punibles o conductas ilícitas sancionables con medidas no penales”.

En segundo lugar, la restricción debe estar encaminada al logro de objetivos legítimos, que están establecidos en el artículo 13.2 de la Convención: la protección de los derechos de los demás, la protección de la seguridad nacional, del orden público, de la salud pública o de la moral pública.

En cuanto a los derechos de los demás, está establecido que un discurso difamatorio puede atentar contra el buen nombre y la honra de alguien, dos aspectos de la persona que deben estar jurídicamente protegidos. Para ello, debe haber una aplicación de razonabilidad (un test tripartito para el caso particular) que evalúe además que sí hubo la existencia clara y probada de un daño grave a estos derechos (en el caso de funcionarios públicos, como ya se dijo, el umbral es más alto). Asimismo, para proteger la honra, la medida menos lesiva es la de rectificación de lo dicho. Existen normas penales por delitos como el de injuria o calumnia, que si bien están establecidos en muchos ordenamientos, son también usados para silenciar voces.

Bajo la figura de “orden público”, sin embargo, no puede caber todo: el orden público, según la Corte, es también el flujo libre de ideas, por tanto, suprimir un discurso para protegerlo debe ser invocando exigencias muy justas de una sociedad democrática que lesionen de la menor forma el derecho. Es por eso mismo que la Fundación Violeta Barrios de Chamorro no acepta la Ley de Agentes Extranjeros promulgada por el gobierno de Nicaragua: porque el orden público ya tiene otras normas que lo protegen. Y, como siempre, debe ser una amenaza probada, verificable, creíble de afectación al orden público.

Finalmente, el test implica que la medida sea necesaria (aplicable porque no existe otra menos restrictiva), idónea (que es conducente para que su materialidad sea efectiva) y proporcional (que la no sea desmedida para proteger el otro derecho).

La profusa jurisprudencia de la Corte Interamericana, así como el desarrollo conceptual de la Comisión Interamericana, e incluso las demás normas y modos de entender los choques de la expresión libre con sus límites posibles en sociedades que pretenden democratizarse y abrirse a realidades menos lesivas de grupos históricamente discriminados, indican la complejidad de este tema y la importancia que tienen los casos resueltos, las problematizaciones de las preguntas claves y las líneas rojas de discursos prohibidos.

Libertad de expresión en internet

Internet es probablemente el instrumento comunicacional y de intercambio de datos e ideas más revolucionario de la historia mundial. El potencial que tiene y que brinda a las ciudadanías del mundo, como queda dicho en el informe de Dejusticia, es gracias a su arquitectura original, que dio lugar a “un espacio descentralizado, distribuido, abierto, interconectado y neutral que permite el intercambio libre de información y opiniones”, y que, por tanto, debe mantenerse y protegerse.

A pesar de esa gran apertura que supuso, y de que muchos de los avances implican, entre otros, mayor acceso a la información, menos barreras para acceder a contenidos libres que antes eran un lujo o que estaban detrás de la barrera infranqueable de acceso impuesto por los derechos de autor y propiedad intelectual (películas, libros, música), y supuso mayor libertad del flujo de opiniones, catalización de la indignación popular para incluso cuestionar a regímenes autoritarios, internet ha sido un centro inagotable de debates sobre los usos y abusos que pueden cometerse en línea.

Quisiera referirme muy brevemente a la afectación que ha supuesto para el periodismo.

Resulta evidente que en su mayoría los medios de comunicación han entrado a la lógica de la “dictadura del clic”, a la repetición de “formatos que funcionan”, a la preeminencia de las noticias más leídas, a la dependencia a redes sociales para aumentar el tráfico, entre otros factores.

Hace un par de años, por cuenta del cambio del algoritmo que hizo Facebook una vez su director ejecutivo Mark Zuckerberg empezó a comparecer ante el Congreso de los Estados Unidos después del escándalo de Cambridge Analytica, muchos de los medios nativos digitales que estaban usando la red social como aliada en el crecimiento de su tráfico, se vieron drásticamente afectados: la pauta publicitaria que conseguían haciendo artículos virales (como el del famoso vestido que cambiaba de color popularizado por Buzzfeed) ya no tenían la cantidad suficiente de usuarios que justificara el pago de publicidad en sus sitios. Y, por ende, como en efecto dominó, se hicieron recortes casi inmediatos entrado el año 2019: en Vox Media, en el Huffington Post en español, en Buzzfeed, en Mashable, en Refinery, entre muchos otros.

Este es un momento en que las audiencias (que no van solas, sino que ingresan a internet a través de intermediarios) pesan más que nunca en la prevalencia que tienen las noticias: ¿qué se vuelve viral y qué no? ¿Cómo hacer de una noticia una conversación pública? Y que, muy probablemente, influyen también en cómo se hacen las noticias o qué temas son los que se escogen. ¿Dónde se pone el límite de esto y cómo afecta eso la libertad misma de difundir información relevante?

Y estirando más las preguntas, podríamos llegar a los conflictos más recientes.

Pero, siendo más específico y yendo a lo evidente y más reciente (como la suspensión de la cuenta de Twitter del expresidente estadounidense Donald Trump): ¿quién regula lo que hacen las redes sociales? ¿Ellas mismas?

No es una pregunta nueva: a pesar de ser un catalizador para la circulación de información, la arquitectura misma de internet ha servido para que se generen dinámicas de cámaras de eco, noticias falsas, incidencia negativa en las democracias y violencias escalonadas a favor de causas extremistas, tal y como se documentó en la pieza periodística de Netflix, “The Social Dilemma”. En ella, se muestra claramente cómo las redes sociales atienden a una lógica de mercado, de consumo de información, cuyas reglas son definidas por un puñado de personas (por lo general hombres blancos estadounidenses) para que usuarios y usuarias nunca salgan de la pantalla ni dejen de interactuar dentro de la red social.

David Jiménez, periodista de The New York Times, citó el caso de cómo una noticia falsa en Birmania, promovida por los militares de ese país, ocasionó una limpieza étnica a punta de asesinatos. Dice el periodista en su columna: “El genocidio de Ruanda se fraguó por medios tradicionales con una propaganda incesante que duró años y deshumanizó a las víctimas a ojos de sus verdugos. Las redes sociales han acortado los plazos del adoctrinamiento y ampliado la capacidad de generar odio”. Y según él esto es algo que no puede dejarse al arbitrio de un puñado de hombres blancos en Silicon Valley. ¿Pero entonces quién lo regula? ¿Cada país a su modo? En Alemania, desde el 1 de enero de 2021, opera una “Ley contra el odio en Internet” que obliga a las plataformas digitales a una de dos cosas: o a eliminar mensajes con “contenidos delictivos” en un plazo de 24 horas o a dejarlos y pagar multas de hasta 50

millones de euros. Y ante el volumen de mensajes que pueden existir, ¿qué se hace? ¿Se deja al arbitrio de la red social, con el sistema de moderación de contenidos que ahora existe, por ejemplo, en Facebook? ¿Y qué se hace con las cuentas anónimas, que es de donde puede provenir buena parte de los discursos de odio o que inciten a la violencia o que hagan parte de una red de noticias falsas?

Este último, el del anonimato, es el tema que explica quizás de mejor forma la dificultad que hay a la hora de afectar la arquitectura original de internet.

La misma ausencia de petición de identidad que permite la creación de cuentas falsas (el caso de la profesora colombiana Carolina Sanín inició por un matoneo que un grupo de Facebook le hizo en el año 2016), permite también, como sucedió en México con el perfil “Valor por Tamaulipas”, la oportunidad de hacer denuncias que, de cualquier otro modo, y por motivos de seguridad, no podrían realizarse. ¿Qué se debe hacer, entonces?

Catalina Botero-Marino, exrelatora para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana, dijo ante la Corte Constitucional colombiana en 2019 que el anonimato es “una garantía esencial en la mayoría de países autoritarios o en zonas silenciadas en países en vías de construcción de sociedades democráticas”.

Acabar con el anonimato, poner barreras de entrada, atentaría, según ella, contra la estructura que le permite a internet ser un catalizador de democracia.

Todas estas preocupaciones no han sido ajenas al debate jurídico. O, por lo menos, desde allí se han establecido una serie de lineamientos para tratar de darle una aproximación regulatoria a la naturaleza de Internet. En 2011, el Relator Especial de las Naciones Unidas para la Libertad de Opinión y de Expresión, la Representante para la Libertad de los Medios de Comunicación de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, la Relatora Especial de la Organización de Estados Americanos para la Libertad de Expresión y la Relatora Especial sobre Libertad de Expresión y Acceso a la Información de la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, realizaron una Declaración Conjunta sobre la Libertad de Expresión en Internet.

Aparte del respeto a la arquitectura de internet, dieron algunas recomendaciones adicionales. Una muy importante es la siguiente: lo que se protege o se prohíbe en el mundo no-digital debe protegerse o prohibirse en el mundo digital. Es decir, en internet deberán aplicarse las normas que protegen de forma especial ciertos discursos (sobre funcionarios públicos, sobre identidades colectivas) y, al mismo tiempo, las que prohíben otro tipo de discursos (que incitan a la violencia contra ciertas poblaciones, que hacen apología del genocidio). Asimismo, debería haber una forma rigurosa de ponderar la limitación al discurso (evaluar, como ya se dijo, quién lo dice, a quién se lo dice, etcétera).

Las limitaciones, por tanto, deberían pasar por las manos de un juez. ¿Pero cómo? ¿Cuántas veces? ¿Qué institución podría crearse en un Estado para que se respetara lo que se ha construido durante siglos sobre libertad de expresión cuando la proliferación de contenidos podría ser infinita? ¿Cómo (no) ponerle límites a internet?

Teniendo en cuenta que dicha Declaración conjunta es de 2011, y que eso es mucho tiempo cuando uno ve la velocidad con la que internet avanza, otras de las recomendaciones son: 1). Los lineamientos para medios de comunicación no pueden ser transferidos, sin más a internet, sin atender sus propias reglas y naturaleza.

2). La jurisdicción que debe aplicarse en caso de que quieran imponerse medidas penales o civiles debería ser la más cercana a donde se fijan las causas: es decir, el país de residencia del emisor, que el contenido se publicara desde allí, o que se dirija específicamente a un Estado en cuestión. 3). Debe exigirse a los intermediarios un mínimo de transparencia respecto de las prácticas que emplean para la gestión del tráfico o la información, la cual debe ser pública y puesta a disposición de los usuarios. 4). Los intermediarios no pueden responsabilizarse por contenidos publicados por terceros a menos que: o no cumplan con una orden judicial que les haya sido impuesta o que hayan intervenido previamente en los contenidos.

Tomemos una sola. La última.

Dicha conducta ha venido sucediendo desde hace un tiempo: Facebook bloquea contenidos (entre julio y septiembre de 2019, encontró y bloqueó 30 millones de contenidos de desnudos, 3,2 millones de contenidos de matoneo, 1.900 millones de contenidos que calificó como spam) por cuenta de sus términos y condiciones.

Pero no es solo eso. Hay que insistir en un par de ideas: su creador fue al Congreso de Estados Unidos y fue cuestionado en repetidas ocasiones porque su página permitiera, por ejemplo, la publicación y la difusión masiva de noticias falsas a favor de sectores políticos. Cuando la cuenta de Donald Trump fue bloqueada en Twitter, miles de sus seguidores ingresaron a otra red social similar, llamada Parler.

Allí difundieron los mismos mensajes. La red fue llamada: “de la libre expresión”.

Internet, no cabe duda, sigue creciendo con preguntas sobre su naturaleza que se siguen acumulando, y que probablemente serán respondidas cuando surjan nuevas, que sean atinentes a los problemas que van surgiendo, mientras grandes sectores conocedores del mundo digital piden que no sean las empresas las que regulen el contenido, un camino que, plegados a la experiencia jurisprudencial sobre el tema, haya que pensar de manera más comprensiva hacia el futuro.

Conclusiones 1. La libertad de expresión es un derecho que se ha desarrollado durante muchos años y sobre el que hay un consenso mundial: es fundamental para el desarrollo individual de las personas y el colectivo de las sociedades democráticas.

2. No es un derecho que esté plenamente logrado en las sociedades latinoamericanas: hay voces excluidas y silenciadas por cuestiones de hegemonías históricas, de violencia, de brechas educativas, económicas y sociales. Aunque hay nuevas maneras de resistir a esto, dichas tendencias no permiten el goce del derecho.

3. Los regímenes autoritarios utilizan formas directas y burdas de censurar a sociedades que se ven obligadas a difundir y recibir la información bajo una lucha constante que no debería existir en una democracia.

4. Internet, pese a ser el instrumento más democratizador del conocimiento y una herramienta para romper con muchas de las brechas que ha enunciado este artículo, es también un lugar maleable, casi que con infinitas posibilidades, cosa que, salvo ciertos lineamientos ya existentes, no permite respuestas concretas o satisfactorias sobre los límites prácticos de la libertad de expresión dentro de él.