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Andrés Pi Andreu

274 Ilustraciones

Carlos Manuel Díaz



Cuando

yo era chiquito pensaba que la lluvia venía de otro planeta, de otra galaxia, de un punto en el infinito, hasta llegar a la Tierra, y que también llovía en todo el sistema solar y en los púlsares y en Nauru, que es un país diminuto que queda lejísimo, en Micronesia. Pero un día mi pro­ fesor de historia natural me hizo oír la lluvia. Me dijo: “Cierra los ojos y escucha, la procedencia de la lluvia no importa mucho, aunque ya has aprendido lo del ciclo del agua, lo importante es su significado, las imá­ genes de la vida que arrastra consigo, las palabras que aquella vez te dijeron un día nublado y que te cambia­ ron la vida”. Y el profe tenía razón, hay cosas que uno recuerda por olores, o lugares que se parecen a lugares, o por la lluvia, por esta lluvia tan igualita a la lluvia de Cuba, a la lluvia de La Habana. Ahora Valentina dice que huele a La Habana. Yo sé que no le gusta que la llame por su nombre, pero es que me da una rabia así por dentro de lo más rica cuando le digo: —Valentina, ¿ya me preparaste el desayuno? —Y la veo poner los ojos en blanco y sacar las palabras de entre los dientes: 11


—No me digas más Valentina, Telencio, que soy tu madre. Respétame. Y yo siempre le contesto, que si no se llama Valen­ tina y ella me amenaza con decirme Cuqui frente a mis amigos del colegio. Siempre es lo mismo. Anyway, nos llevamos bien, aunque ahora dice que huele a La Ha­ bana y yo me pongo triste y a ella se le ponen oscuras la ojeras. Valentina dice que huele a La Habana y a mí me parece que huele a más, huele a mi barrio, a la esquina de la avenida 51 y la calle 124, donde un día me quebré las dos muñecas pasando de un jagüey a otro. Aunque estemos en el southwest de la Florida, es el mismo olor a tierra mojada y a viandas y a mar. Nosotros vivíamos en un barrio malo, de esos que la gente dice el nombre como con miedo y con falso orgullo, y de lo que más me acuerdo y extraño, aparte de los olores, es de mis amigos: Alejandro, María Petu­ nia… y hasta del Salvaje Unitario y Joseíto. Desde que llegué a Miami no he sabido nada de ellos, ni siquie­ ra cuando llamo a casa de mi abuela, que vive al lado del Salvaje Unitario. Yo le he dicho que me lo ponga, pero siempre es lo mismo…, que si el minuto sale a 94 centavos, que si se demora mucho; aunque el otro día Valentina estaba enojada y le oí decir que al Sal­ vaje no lo dejaban hablar conmigo porque sus padres 12


eran del Gobierno… cosas de mi madre, que siempre piensa mal de todo el mundo. Yo no le creo porque el Salvaje siempre vivía pendiente de lo que decían to­ dos. Se moría de miedo si yo gritaba que la comida de la escuela sabía a cemento con leche, miraba para arri­ ba y para los lados, todo azorado y me decía que me callara, que alguien me iba a oír. A mí me importaba un pepino todo aquello, yo siempre critico lo que no me gusta, es un defecto de familia. Si los padres del Salvaje fueran del Gobierno él no tendría miedo, y en vez de estar muerto de pánico me hubiera encarado y criticado o soltado un discursito como los que nos da la directora de la escuela cuando alguien se queja en los pasillos de que las pizarras están llenas de hue­ cos o que las soldaduras que unen las cabillas de las que están hechos los pupitres se han roto y los niños se menean en las aulas como botes al compás de las voces de los profesores, que parecen entrenadores de focas con sus punteros en las manos. Pero no, él no le echa la culpa al imperialismo yanqui ni a las destartala­ das relaciones de producción, ni siquiera a la maltrecha cadena puerto-transporte-economía interna; al Salvaje la ca­ ra se le corre, como en las acuarelas cuando se te va la mano en la cantidad de agua y la boca se le borra y los ojos se le mueven al lugar de las orejas, donde estas los tapan, como párpados gigantes y protectores. Anyway, que todo es muy distinto y muy parecido a la vez. El calor, la comida y la familiaridad de la gente 13


es la misma; pero hay detalles importantes que no es­ tán, hay cosas como no tener amigos o las moscas. Una de las primeras cosas que me extrañó muchí­ simo de aquí es que casi no hay moscas. El otro día vi una en la casa y ¡me dio una alegría! Formé un escán­ dalo tan grande que Valentina salió del baño armada con el destupidor del inodoro pensando que había en­ trado un cocodrilo. Y me encontró mirando la mosca posada en el cristal de la ventana, y apuntándole con el dedo le dije: “¡Mira, mami, una mosca!”. ¡Hacía como tres meses que no veía una mosca! Y a Valentina le cambió la cara de tranca que tenía y se quedó mirándola también. Y hubiera jurado, por lo más grande de este mundo, que por un momento pareció que ella también extra­ ñaba las moscas de La Habana. Anyway, va a llover. Cada vez que va a llover la ca­ lle Flagler huele a las calles de Cuba. Y esto, como dice la maestra de Sociales, es una verdad irrefutable.

* * * Ponen la verde y Valentina acelera la cafetera. Hoy va­ mos a casa de tía Arminda, que vive en Hialeah, y si no llegamos a tiempo para almorzar se molesta. Tía Ar­ minda se parece a la mujer de la limpieza de mi antigua 14



escuela secundaria (la de Cuba), pero pintada y arregla­ da… y alegre. Tía Arminda se emperifolla desde que se levanta hasta que se acuesta, yo creo que hasta se baña emperifollada. Es una viejita presumida a la que no le gusta hablar de política porque le saca las almorranas. Dice Valentina que hasta sale por televisión en un club de viejos fanáticos de los programas del canal 41. Pero a mí me parece que debería salir en el programa de va­ riedades musicales de Don Francisco, bailando conga o cantando boleros de esos donde el cantante dice que está solito y nadie lo quiere. La tía Arminda nos mandaba ropa desde que ten­ go memoria. Ella era “el símbolo de la prosperidad”, como le decía mi papá cuando abría los paquetes de camisas, shorts, zapatos y demás atuendos envueltos en nailon finito que mandaba la tía cada seis meses, siguiendo a la perfección el reporte de mi crecimiento mensual que mi mamá le mandaba en cartas escri­ tas sobre mis huellas de papel. En mi familia, que no existen las ceremonias, esa era la única excepción: el trazado de la huella de mi pie derecho en una hoja de papel tamaño carta con un bolígrafo chino y todo el corre-corre, las amenazas y el lenguaje de adultos que acompañaba a este evento. Primero era capturarme. Casi siempre cometían el error de ofrecerme algún dulce y yo comenzaba a sospechar, cuando veía a mi padre poner la pizarrita 16


donde pintábamos con tizas de colores –también man­­ da­das por la tía. Anyway, al Salvaje Unitario siempre lo dejaron an­ dar conmigo y jugamos en su casa hasta el día antes de irnos… A mí me daba miedo decirle que me iba, porque no sé qué pasa en Cuba que todo el mundo tiene miedo de decir que se va. Y a mí me daba miedo igual que a todo el mundo, aunque no había nada que me fuera a hacer daño por irme, no sé, pero no veía a gente con palos esperando para darme golpes como Alejandro me contó que le hicieron a su tío Pepe cuan­ do se iba del país en el año 81, ni vi un hacha grande en el cielo esperando que saliéramos de la casa para picarnos en pedacitos camino al aeropuerto; nada de eso. Lo único que sí recuerdo fue que el papalote lle­ no de crucetas de cuchillas de afeitar de Joseíto se iba demasiado hacia la derecha y que pensé que se le iba a enredar en el poste de la esquina. Habíamos estado jugando al cometierra toda la mañana y yo le quería decir, pero no me atrevía. Los de la pandilla habían venido y se habían ido, pues al Sal­ vaje y a mí era a los únicos que nos gustaba ese juego. Él sabía que algo pasaba, porque le había regalado mi trompo favorito y le confesé que nunca había besado a Tatiana, la niña de sexto grado que tanto le gustaba y que yo le había dicho que era mi novia solo para mo­ lestarlo. El Salvaje sabía que tantas cosas buenas tenían 17


necesariamente que significar algo malo… con lo pesi­ mista que era… Así que cuando saqué las tarjetas de Pokemón del bolsillo y se las alcancé sus ojos se abrieron desorbi­ tados, su bocaza de dientes de barracuda comenzó a temblar como un pudín enloquecido y soltó: —Es cáncer, ¿verdad? —desde que perdió a su abue­lo, el Salvaje relaciona todo lo malo con cáncer. Y dice la palabra bajito y la acentúa bastante. —¿De qué tú hablas, Salvaje? —le contesté. —¿De próstata? —siguió y, pasando el brazo por encima de mis hombros, susurró con enorme compa­ sión: ¡No somos nada! —Salvaje, deja la bobería, que aquí nadie se va a morir. Además, yo soy muy chiquito para tener cáncer de próstata, eso es una enfermedad de viejos —dije. El Salvaje pensó durante un segundo, su cara no había abandonado su talante gris. —¿Es la fiebre amarilla? —y retrocedió un paso, como acordándose de que era contagiosa. —No, la fiebre verde —le dije—. Me voy. 18


—¿Te vas? —el Salvaje no comprendió por unos segundos. Después, ante la posibilidad de que mi ida fuera la IDA, puso la cara de pescado, la voz de presen­ tador de circo y volvió a preguntar. —¿Te VAS? Y el vas sonaba igualito que cuando dijo cáncer. —Sí —dije. —¿Cuándo? —dijo. —A las dos —dije. —¿Para dónde? —dijo. —Para Miami —dije. —¡Coño! —dijo. Y nos quedamos sentados en la acera, los pies descalzos juntitos sobre la tierra colorada apisonada entre los dos jagüeyes prehistóricos del barrio, miran­ do hacia el breve espacio en donde habíamos jugado toda nuestra vida a todos los juegos posibles. No había nada tremebundo ni fantasmagórico fuera de la casa, pero tenía miedo. No sé explicar­ lo, a lo mejor cuando adquiera más conocimientos 19


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Cuando Telencio era pequeño pensaba que la lluvia venía de otro planeta, y que si llovía en La Habana, también llovía en toda la Tierra. Esta historia es un viaje en el que se mezclan, amores nuevos, un psicólogo desquiciado y la nostalgia de un muchacho que espera ansioso la fuga secreta de su padre.

Andrés Pi Andreu

www.panamericanaeditorial.com ISBN 978-958-30-4676-6

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Carlos Manuel Díaz

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