Revista ARS n.° 4

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Editorial Ya habíamos decidido que las imágenes de Carlos Cañas poblaran este número de ARS cuando nos llegó la noticia de su fallecimiento. Inesperadamente, este número se transforma en un homenaje póstumo. Tenía Cañas 88 años, pero poco antes lo habíamos visto vigoroso, recibiendo el Premio Nacional de Cultura. Es el mayor galardón que puede otorgar nuestro país en este campo. Cañas lo merecía desde hace tiempos, pero fue un acierto otorgárselo a las puertas de la muerte, como coronación de una carrera larga y fructífera. Cascarrabias, rebelde, un poco loco, artista enorme que nos deja un legado invaluable, Carlos Cañas entregó la noche del premio una íntima confesión: “Siempre me sentí un hombre solo, solitario; pero esta noche descubro que he tenido cientos, miles de amigos que me han llenado el alma de una honda satisfacción”. Fueron quizás sus más bellas palabras y son sin duda una bella despedida. Poco después murió Rodolfo Molina, otro artista grande, aunque con mucha menos edad y menor reconocimiento. A él consagraremos la ARS próxima. Abre este número una página intemporal. Luego, tras una nota biográfica del artista Carlos Cañas leeremos versos de jóvenes poetas seleccionados con acierto por una joven poeta y un joven escritor. Esta sección va ilustrada por Mauricio Linares, quien une a sus dotes de pintor sus dotes

de fotógrafo. Y leeremos teatro y cuentos, leeremos una página donde un autor japonés nos habla de la salvadoreña Consuelo Suncín, viuda de Saint Exupéry, y un poema donde un poeta español habla de una historia que nos atañe, e iremos a los inicios de Stanley Kubrick, y subiremos a las alturas de Morazán a ver pinturas rupestres. Están aquí el remoto pasado, el pasado, el presente y el promisorio futuro. Está aquí un poco de El Salvador y un poco del mundo. Y como iniciamos la sección de PÁGINAS INTEMPORALES con una del filósofo Baruch Spinoza (1632-1677), bien podemos introducirla con otra, un admirable soneto que el poeta argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) le dedica: Spinoza Las traslúcidas manos del judío labran en la penumbra los cristales y la tarde que muere es miedo y frío. (Las tardes a las tardes son iguales.) Las manos y el espacio de jacinto que palidece en el confín del Ghetto casi no existen para el hombre quieto que está soñando un claro laberinto. No lo turba la fama, ese reflejo de sueños en el sueño de otro espejo, ni el temeroso amor de las doncellas. Libre de la metáfora y del mito labra un arduo cristal: el infinito mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

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