Arrojada, de Carmen Camacho

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Te he visto en la Eva que muerde las esquinas del bonometro y he querido abrazarte y gritarte que nunca quisiera verte transmutada en felina egipcia: tu vulnerabilidad, niña, es un tesoro. Te movió la mano para versificar el amor sin omitir ni un matiz, ni los de la gama más dolorosa.

Ya verán los ojos futuros que te lean cómo transmutas en arte tus miedos: por no dañar con una explicación torpe y apresurada este misterio, no pienso dedicar ni una sola línea a hablar de ello. O sí, porque callarme no puedo: ¡Ay Carmen, ese ajedrez de risas con que te libras del pánico! Nos regalas rarezas profundas, versos incomprensibles, benditos porque son misterios, y momentos aptos para todos los públicos. Pero ahora, de mujer a mujer, cuéntame otra vez la maravillosa historia del flautista y el jardinero. Sensualidad de la buena. Abran, ábranse, desnúdense y lean…El aroma a mujermujer revienta la grafía estática y se escapa de “Espuma versus viento”.

Déjame que meta un poco la pata con mi vena de analista filológica. No voy a hablar de cómo usas las imágenes o las metáforas: cuando piensen a tu madre en el mercadillo y vean el manto cósmico que le pones encima, sobrarán las explicaciones. Sí tengo la obligación moral de hablar del tempo, del ritmo de Arrojada. Les diré a tus lectores que comienza con unos


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