Anomaliasiniestro#1

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AnomalĂ­a Revista cultural

AĂąo 1, No. 1, junio 2014

Siniestro

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Contenido

[CAFÉ Y CIGARROS] IDIOT SAVANT 5 J.C. Treviño

LA GENERACIÓN DEL DESENCANTO DE MACARIA ESPAÑA: CRÍTICA SOCIAL EN CUENTOS DE HUMOR NEGRO Alejandro Rojas

[FICCIONARIO] INSOMNIO Uriel Díaz G.

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EL PUENTE 26 Dante Vázquez M.

POEMA A LA SEÑORA CAULKER 30 Iván Medina Castro

WELCOME TO MY BARRIO 36 Javier Salinas Rivera

GABRIEL Y EL ANCIANO 44 Aleqs Garrigóz

SON MUY AMABLES LAS SEÑORAS 50 Rafferty Campos Arteaga

EL ÍDOLO OLVIDADO 54 Lucía Noriega Hernández

LA MUERTE DE LA ABUELA 58 Macaria España


[EL MINOTAURO]

METAMORFOSIS 60 Jeremías Ramírez Vasillas

DOS POEMAS DE BITÁCORA DE UN DESAPARECIDO 61 Mauricio Ramirez Maldonado

[EL VUELO DE ÍCARO]

DOS POEMAS DE CONJURANDO EL DOLOR Brenda Esther García Valencia

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DOS POEMAS DE 33 CITY ROUNDS 66 Raúl Reyes Ramos

TIGRIS 67 Rosario G. Towns

[LA NAVE DE LOS LOCOS]

ACERCA DEL CONTRASTE DE LA CULTURA NATIVA CON LA OCCIDENTAL EN LOS RÍOS PROFUNDOS DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS 71 Miguel Ángel Partida Gutiérrez

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Título: “Contacto” Nombre: Fabián Arana López. Técnica: Digital (photoshop) Año: 2013 Contacto: elfabhian@gmail.com

DIRECTORIO DIRECCIÓN GENERAL: Colectivo Anomalía FINANZAS Y RELACIONES PÚBLICAS: Maricela Loza GESTIÓN Y PROMOCIÓN CULTURAL: Ernesto García DISEÑO EDITORIAL: Gaspar Kú PRESIDENCIA DEL CONSEJO EDITORIAL: Alejandro Rojas CONSEJO EDITORIAL: Lucía Noriega, Ernesto García, Alejandro Rojas PRESIDENCIA DEL CONSEJO GRÁFICO: Maricela Loza CONSEJO GRÁFICO: Gaspar Kú, Maricela Loza, Charly Gil MANTENIMIENTO WEB: Ernesto García, Alejandro Rojas, Maricela Loza ASESORÍA JURÍDICA: Edith Pérez CONTACTOS: revistanomalia@gmail.com anomaliasalvaje. tumblr.com Facebook: Colectivo Anomalía https://www.facebook.com/anomaliarevistacultural


[CAFÉ Y CIGARROS] IDIOT SAVANT J.C. Treviño

Please... Don’t sell your dreams The Pop Group

Underground Es común –diríase incluso que es humano- tener un proyecto, un plan B por si el plan A fracasa; incluso es bien visto venderse si la situación apremia. La literatura, por el contrario, anuncia la derrota como su máximo triunfo. En todo caso, y para ser más exactos, declara la ruina de los valores y la imposibilidad de someter la vida a una dialéctica del amo y del esclavo. Las contradicciones son, a menudo, apariencias resueltas en el mundo de la ficción (es cierto que entonces todo se complica, porque se trata más bien de diferencias irreductibles); así mismo, la ficción no es lo contrario a la realidad, ni es antagónica de la verdad de esa realidad, sino que es el espacio horizontal donde, gracias a la

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imaginación, expresa su verdad como posibilidad de lo real. Por lo tanto, la objetividad de lo literario es un hecho. Que se me perdone la disertación si está fuera de lugar, pero es que traigo en la cabeza las Memorias del Subsuelo de Dostoievski. Y si bien se ha dicho ya mucho sobre el asunto, esto no nos exenta de pensar la cuestión, a saber, que las mentiras y enredos del personaje de las Memorias tienen por objetivo denunciar la falsa profundidad de quien proclama verdades a diestra y siniestra. Me explico, la memoria y el subsuelo, en tanto figuras de lo literario, son resultado de una tradición discursiva que insiste en lo subjetivo como efecto de una interioridad, es decir, lo que subyace y fundamenta. Sin embargo, y esto es lo interesante, la apuesta de Dostoievski apunta en otra dirección. Lo que subyace no tiene verdad ni esencia, pues esa mezcla de sentimientos que padece el personaje -anticipándose a lo que sería diagnosticado en el siglo XX como un trastorno de personalidad llamado Pasivo-Agresivo- es el resultado de una sobreinterpretación, una falsación del discurso, cuyo motivo es la búsqueda de la verdad. En cristiano, que la búsqueda exasperada de la verdad arroja un buen saldo de mentiras. Afortunadamente tenemos la ficción, si no para resolver las cosas, al menos para comprenderlas. -Soy un hombre enfermo... soy malo- comienza diciendo el personaje principal y narrador de las Memorias. Esta enfermedad ¿en qué consiste? ¡El hígado, pues que reviente! Ser malo con el cuerpo y aún así creer en la medicina es una superstición, asegura esta voz. Más adelante encontramos que la enfermedad se presenta como exceso de lucidez: una conciencia demasiado lúcida es una enfermedad, una verdadera enfermedad. La lucidez deriva entonces, no en la verdad, sino en la maldad y en la enfermedad. La conciencia de las cosas es


mala conciencia, es una enfermedad. Y bien, ¿acaso no es en el subsuelo donde confiesa esta maldad? ¿es el subsuelo ese espacio destinado para que el inconsciente haga de las suyas? Es una pregunta tramposa, puesto que el inconsciente es el espacio donde ya no puede operar la conciencia según las leyes de la razón. Solo que este espacio no subyace, más bien insiste, persiste: el inconsciente es deseo y superficie, pero este deseo, más que deseo de conocer, es deseo de ser, y si algo se sabe, es en la medida en que se es, y no al revés. Se trata de una inversión cartesiana: existo, luego pienso. Y ese es mi punto, ese deseo de ser, entendido como posibilidad de lo real es definido por el carácter horizontal e inmanente de la ficción que nos obliga a abandonar la relación jerárquica entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo, etc. Es así que el subsuelo en las Memorias no es un lugar más profundo, sino otra superficie objetivamente accesible para la producción de la realidad.

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Título: “Yo en mi tumba” Autor: Alejandro Montes Santamaria Técnica: fotograbado, 35 x 45 cm Contacto: www.aurorahorror.com/ams.html


Título: Para mamá Autor: Totopo Técnica: dibujo digital Contacto: jjbran@hotmail.com

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LA GENERACIÓN DEL DESENCANTO DE MACARIA ESPAÑA: CRÍTICA SOCIAL EN CUENTOS DE HUMOR NEGRO Alejandro Rojas

La generación de desencanto España, Macaria Pictografia/Conaculta/INBA Zacatecas, 2013 92 p.p

La generación del desencanto es acaso un retrato panorámico de una generación de mexicanos, cuya vida -si a eso le puede llamar vida, como se interrogan algunos de los personajes del cuentario- trascurre llevada por un desencanto recurrente y sostenido, oprimida por un aciago sistema de valores ideológicos y sociales que coarta la posibilidad de la realización personal y, de manera más que fatalista (por la monstruosidad de sus maquinarias), ha condicionado al nacido para perder. Dicha generación del desencanto no podría tener más que a la incertidumbre como moneda de uso corriente, así como al fracaso de sus anhelos profundos o la resignación impotente con alguna que otra oportunidad para quebrarse. El primer texto, llamado igual que el libro, retrata uno de los perfiles de quienes forman esta generación desencantada:

Trabajaba once horas diarias en un empleo que jamás me gustó, en una oficina de tantas en la Roma. Siempre había pensado que estaba destinada a realizar algo grande. Algo más que lamer las suelas de mi jefe y ovacionar sus ridículas ideas. Al parecer, no me esforcé demasiado y me conformé con ser una empleada más, una estadística para el INEGI en algún censo de jóvenes económicamente activos. Ser una rayita entre miles de rayitas pobres. (El gobierno gusta de jugar con las rayitas. Cuando le conviene hace cuadrados, triángulos, rectángulos, cuando no, apila un buen número de rayitas en forma cruces.)


Aquí es de notarse la relación simbólica que se establece entre una vida así, siendo una rayita en una estadística que el gobierno apila en forma de cruces, y la muerte... Pero, si un joven económicamente activo tiene un sentimiento tan terrible de su vida, ¿qué esperar de a quienes la vida les ha arruinado el destino desde antes de nacer: los marginados, los de los barrios de los extremos, los que no accedieron siquiera a una educación decorosa para entrar a la competencia de manera más favorable? Ellos no debieron esperar a crecer y empezar a luchar por sí mismos en esta selva imposible de desgracia social, sino que para ellos (parafraseando a la autora) el pesimismo fue hereditario. Pesimismo sumado a un choque constante del esfuerzo con la realidad adversa, y que va forjando con dolor y desesperación “fracasados empedernidos” de personalidades ruines, incapaces de amar plenamente pero anhelantes de afecto, de vil egoísmo y sueños frustrados. Este cuentario es, pues, una crítica social a este tiempo, con sus obvias repercusiones políticas, tratado con un estilo de ágil lectura, vertiginosa como esa misma sociedad, pero en donde encontramos las implicaciones estéticas que lo convierten en una muestra de lo literario mexicano de hoy en día: “Morí por mi patria y ahora me doy cuenta que ella, hace mucho, estaba muerta.” Escribir pues, no es para la autora en este trabajo una evasión de la realidad, sino que la escritura es a la vez denuncia; y a través del humor negro, la ironía, la ridiculización, la compasión, el horror y otros mecanismos, la autora en ese cuento nos pone en su justa dimensión lo patético del orden social -resaltando su absurdo- en el que se vive atrapado actualmente en este país, cuyos efectos son más evidentes en los jóvenes, quienes, como es de esperarse, viven de manera más honda esta amargura. Pero, lo más interesante, es que esta desgracia literaria de los cuentos no es una desgracia idealizada como en la tragedia clásica o en el titanismo romántico, sino que está confeccionada (textualizada) con la vida misma; es la palpable y concreta vida de la cotidianidad de la generación del desencanto, que afianza a estos textos con el mundo de aquí y ahora, y le da esa connotación

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comprometida insoslayable y que constituye, en mi opinión, uno de sus valores trascendentales. Así, la poética del fracaso -social, amoroso, económico, etc.- que se elabora en estos cuentos no deja de provocarnos una sensación incómoda; podríamos señalar después de leer algún cuento: “me da sabe qué”, sin acertar a saber cómo se llama el sentimiento a que nos mueve; pero no por ello ese sentimiento no nos es familiar y cercano, acaso reprimido por obligación en el pacto que hacemos al decidir soportar un día más. Y en este orden de ideas, los elementos fantásticos, que a veces irrumpen en el libro e invaden la realidad mundana de los personajes, bien funcionan como metáforas que ayudan a la labor de crítica, pero sobre a todo a la estética del libro. Quizá esos elementos no sean más fantásticos que la realidad que recrean. Por otro lado, como sabemos, el suicidio juvenil es una dramática realidad en algunas partes de México y, en congruencia con el libro, cuyos ambientes corresponden a este país, este tema no podía ser obviado. Así, algunos personajes, empujados por la miseria de sus vidas o atrapados en la trampa de los acontecimientos adversos, desesperados, piensan en él o ya lo consuman como remedio al sinsabor de su desesperanza: “En el borde de la silla que lo anclaba a la realidad, meditó en lo culera que es la vida para unos y dio un paso adelante, con la firme creencia de unirse al ejército de los que se la rifaron.” Para ahondar más en la psicología de los personajes, dejaré ahora que hable otro de los personajes de este libro: Tengo un rencor inmenso contra la mierda que llaman sociedad. Dicen que somos pobres por güevones. ¡Nel, ni madres!, somos pobres porque no nos quitan le pie del cuello y no nos dejan respirar, somos pobres porque el gobierno no cumple las promesas que no debería hacer, somos obres porque siempre va a haber alguien a quien le convenga nuestra pobreza, mantenernos muertos de hambre.

Y es que la precariedad económica y la carencia modelan en gran parte las vidas o situaciones trágicas por los que


atraviesan algunos de los personajes de los cuentos. Pero no es sólo lo económico, manifestado en la idolatría del dinero y la enajenación de los valores humanos en el capital, lo que constituye la gran trampa que ha llevado a esta generación a vidas así, que se consumen en la una de las formas de la muerte y en un lógico desencanto, sino que se suman a ello la falsedad e ignominia de los sistemas jerárquicos y las relaciones de poder basadas en el machismo, la incompetencia de los aparatos judiciales y de gobierno, una moral religiosa obsoleta, así como otros valores insostenibles ya a estas alturas del desarrollo del pensamiento y que obstaculizan el avance de una humanidad no termina de llegar. “No todo se resume a vivir, a veces hay que volar.” ¿Pero, cómo hacerlo? A veces, en este contexto, es imposible responder a esta pregunta. Descubrí que para triunfar en la vida, al menos lograr una pequeña cosa, uno debe ser, de vez en mucho, un lamesuelas, que es una forma de agradecer a mis superiores por favores dados. Esa peculiar forma de arrastrarse en el piso y, con la lengua, pulirle los zapatos a mi jefe inmediato, por querer quedar bien, ya sabes, poder gozar de algún beneficio, de invitaciones a comidas, de ser el favorito sobre todos los otros tipos que no son tan listos como yo. Ellos no podrían lamer tan bien las suelas.

La forma de triunfo que propone un sistema de valores así, como los de esta generación del desencanto, sólo puede darse por la abyección. Y de allí la necesidad (y urgencia) de esta literatura crítica y de su socialización. Las existencia en esta generación puede resumirse, finalmente, en una declaración contenida en el último texto que es una reunión de fragmentos, a la manera de un blog electrónico, llamada “Bitácora de la desesperanza virtual”, pero que al leer nos damos cuenta de que la desesperanza a la que se refiere no es virtual, sino que está de manera concreta en los hogares y en la calle, asumida cotidianamente por los que están allí (y vuelvo a parafrasear otra línea de la autora) como la sombra de los zapatos, que no vemos, porque no queremos verla, pero que sin embargo está tan cerca: “Y todo se resume a

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un punto y aparte, o tener nada qué decir, porque ya no se tiene nada qué perder y, más lamentable, nada qué ganar.” Pero no, no se trata de suicidarnos o aceptar la derrota sin dar lucha hasta el final, sin llevar nuestra inconformidad hasta los límites posibles: los de la crítica, la literatura, la vida social y profesional dentro y fuera de lo institucional. Y es posible que, así, la rebeldía más radical sea finalmente la de la felicidad, aceptando, sí, con dolor, la vida, pero transformando ese dolor en la alegría positiva de quien se afirma en medio del caos; alegría que, si bien no hace la trasformación del mundo, sí hace la trasformación individual y eventualmente, quizá, se expanda exponencialmente. Quizá podamos suscribir la última entrada a esa “Bitácora de la desesperanza virtual” y que cierra el libro: FRASÉ CÉLEBRE POR MAKI AH BÉLICA Chales, pues así es a vida rápida y dolorosa, como una autopista a veces vas a patín, otras en nave, otras en champiñón, pero siempre debes de ir con una sonrisa marca Colgate, (…) con que estés tú estés feliz ya se armó. 13 diciembre 0:49 .mm. |Agregar un comentario.

Al final de dicha bitácora escrita en forma de blog, se recurre al juego metatextual con los usos del Internet. Se lee: “Agregar un comentario”. De haber leído yo esta entrada en línea, quizá no habría agregado comentario alguno. Pero sí, para ser congruente con las dinámicas sociales y metasociales generalizadas hoy día, impuestas por la posmodernidad, le habría dado un like...

Alejandro Rojas (Puerto Vallarta, México; 1986). Sus reseñas de libros y eventos culturales, así como entrevistas con artistas y escritores han aparecido en El Vallartense, Semanario Chopper, EnGuanajuato y Monolito.


Título: Autoretrato Autor: Fiuz Técnica: Fotografía/edición digital Contacto: www.fb.com/eduardo.flores.7146

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Título: “Stregoicavar” Autor: Alejandro Montes Santamaria Técnica: aguafuerte, aguatinta, barniz blando, cera perdida, mezotinta y xilografía japonesa Contacto: www.aurorahorror.com/ams.html


[FICCIONARIO] INSOMNIO

¡Han pasado muchos años! Eran tiempos felices, con todo y que a veces Uriel Díaz G. había que interrumpir los juegos en el jardín al caer la noche. Era imposible Con la perfecta arrogancia de la razón, negarse a la mirada de angustia de todos la hemos pasado por alto. su madre. Sólo hubo un año en el que no nos reunimos para nuestro Edgar Allan Poe cumpleaños, y en ese tiempo mi casihermano cambió radicalmente: su habitación se llenó de toda clase de Nacimos en el mismo hospital, el objetos punzocortantes. Se notaba mismo día, y nuestros padres se paranoico, siempre mirando de un conocían. Podría decirse que éramos lado a otro como si se sintiera vigilado. como hermanos. Fuimos compañeros Su mirada se hizo penetrante, en preescolar y desde entonces hemos inquisitiva: analizaba minuciosamente sido grandes amigos. Al entrar en la durante unos treinta segundos antes primaria tomamos caminos distintos, de comenzar a hablar con cualquiera, pero no nos alejamos; nos reuníamos observaba de arriba a abajo, mientras cada año, al menos para celebrar acercaba su cabeza lentamente a nuestro cumpleaños uno y curveaba su espalda, como

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los gatos cuando están calculando el lugar donde saltarán. Las bolsas debajo de sus ojos denotaban falta de sueño y sus huesos eran visibles bajo los pálidos pellejos que llamaba piel. La ventana de su cuarto estaba bloqueada con tablas, y sólo a ciertas horas del día entraban delgados hilos de luz entre éstas. El hermano que nació cinco horas después de mí, el que andaba por la vida como si fuera inmortal, como si ningún mal pudiera afectarlo, ahora parecía su total contraparte. Su despreocupada mirada se había vuelto la de una presa acosada. - ¿Qué te pasó? –Le dije en cuanto nos saludamos– estás muy cambiado… - No me gusta pensar en eso –me dijo luego de su minucioso análisis. - ¿De veras fue tan malo? - Fue más que eso… hasta ahora no le he contado a nadie –bajó la mirada al suelo y suspiró un triste sonido– pero aunque no me gusta pensarlo y temo nombrarlo, siempre está ahí. Además tú tienes derecho de saberlo, así que te contaré: Fue una noche de mayo hace un año. Tal vez la recuerdes, amaneció nublado, a medio día salió el sol, pero soplaban ráfagas de viento arrítmicas y heladas que parecían el gruñido de un niño bordeando la histeria. En la noche se desplomó rabiosa la tormenta. El aire estaba tan helado que dolía en la piel, ¿te acuerdas? y en el cielo, las nubes monstruosas que hacían temblar la tierra, anaranjadas por

la luz de las calles y negras por el agua que cargaban, como una brasa moribunda. “Pasaba el tiempo y yo no lograba dormirme, así que tomé el único libro aburrido que pude encontrar en el estante. Las primeras veinte páginas fueron reiterantes y monótonas. Fue tan tedioso como esperaba, pero no me dio sueño, sólo fastidio y una noche más larga. Dejé el libro en su lugar y comencé a vagar por la casa como el alma en pena que soy ahora, peinando la penumbra naranja de los pasillos, repasando los escalones en espiral y los de madera al otro lado, como si necesitara memorizarlos. Al estar abajo pasaba por mi cuarto y miraba en mi cama las sábanas remolineadas en las que debería de estar soñando tranquilo. Pasaba junto a la habitación de mis padres y los veía dormir profundo… ¡si supieras cuánto los envidiaba! Luego de ver esto llegaba a la puerta grande de madera que da al jardín y al cuarto olvidado en construcción, con sus polines torcidos, astillados, bosque desollado en un gris mausoleo. Regresé por un par de zapatos y salí a caminar por el jardín. Todavía me acuerdo, como si fuera una foto, de aquella fantástica escena: el frondoso jardín, el pozo casi al fondo; a la derecha el largo, estrecho y vertiginoso puente, que atraviesa el río cristalino, y en frente la siempre silenciosa hacienda, con todas sus historias congeladas en las rocas guindas de los muros. Arriba, las monstruosas brasas, ya


más tranquilas, dejando caer una suave brisa. La iluminación en los alrededores es inquietante. La luz suave de los faroles se cuela con dificultad entre las ramas inquietas de los pirules; hace ver las sombras más oscuras de lo normal, y que se pierdan entre las otras manchas oscuras. La calle es tan callada y solitaria, que cualquier ruido repentino espanta. Algo parecido sucede, normalmente, al mirar el viejo puente: la mente siempre juega con las sombras para ejercitar su estado de alerta, excepto aquella noche… me quedé mirándolo fijamente, como si nunca antes lo hubiese visto. Pasaron unos minutos y mis ojos parecían mentirme… una silueta… una silueta que apareció de la nada, caminando desde la mitad del puente hasta el lado de la hacienda, en donde hay una escalera que baja al río; desde ahí, con un poco de ingenio, es posible entrar al jardín… recuperé la conciencia en el instante en que vi que la figura se acercaba exactamente por la ruta que sirve para eso, y el instinto de conservación me llevó rápido hasta mi cuarto, en donde me encerré el resto de la noche. “Luego de eso, todo estuvo en calma. Llegó el día y yo no había logrado dormir. Por suerte era día de asueto, así que no me preocupé demasiado por la desvelada tan debilitante. Fue sólo hasta las ocho de la mañana que logré conciliar el sueño, y dormí hasta las dos de la tarde, hundido como una pesa de plomo en mis sueños; entonces me despertó mi padre, quien

me invitaba a salir de paseo, pero yo seguía tan cansado que preferí quedarme. Dormí otras dos horas, y al despertar subí a la cocina por algo de comer; encontrando la casa sola y silenciosa, que, en medio de aquella soledad parecía mucho más grande y tranquila de lo normal. Lo único que se escuchaba era el segundero del reloj en la sala, y en la lejanía, el suave ronroneo del agua avanzando por su lecho y arrojándose sobre las rocas en su camino sinuoso. “Regresé a mi cuarto con la comida y me senté en la cama a ver la televisión y desayunar. Al terminar escuché movimiento en la parte de arriba, exactamente sobre mí, en la sala, como si alguien estuviera arrastrando las sillas. Al principio se escuchó una sola vez y tan rápido que ni siquiera le presté atención. La segunda se escuchó con mayor claridad y apagué la tele esperando escuchar algo, pero sólo se alcanzaba a percibir el canto tímido de un grillo solitario. Estaba por encender de nuevo el aparato cuando se escuchó de nuevo, claro e inconfundible: otra silla había sido arrastrada… pero, hasta donde sabía, no había nadie arriba; estaba seguro de eso. Sin embargo se escuchaba claramente el movimiento. “Confundido y algo asustado, subí a investigar, y tal como lo imaginé, no había nadie. Las sillas seguían todas en su lugar, por lo que pensé que sólo había sido mi imaginación o la modorra que aún me

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pesaba un poco. Al bajar, se repitió el sonido cinco veces más, una por cada silla. Ésta vez el miedo me dominó, y no pudiendo hacer algo mejor, me encerré en el cuarto, pensándome seguro con esto. Se escuchó la reja y luego el estruendoso ruido de la puerta metálica de la entrada al abrirse. Fue un sonido escandaloso y repentino que destrozó el silencio, haciéndome saltar en mi cama. Los latidos de mi corazón eran cada vez más rápidos y tan fuertes que podía escucharlos salir desde el pecho y sentirlos en el cuello. Pasaron unos segundos y escuché pasos acercándose a mi cuarto. El pulso siguió acelerándose y ahora podía sentir el palpitar contundente en mi cabeza y oídos, hinchándome las arterias como mangueras para incendios. Levanté la vista hacia la puerta, mientras apretaba con los puños las sábanas de la cama como quien padece de un dolor agudo. “Estaba aterrado. Parecía como si el tiempo hubiera escapado y el mundo estuviera inmóvil, excepto por los pies que percutían los escalones de madera. Me agobiaba la angustia… ¡Si supieras lo que sentí al ver que la puerta se abría y mostraba ante mis ojos aquel temible misterio que me torturó durante eternos treinta segundos! Treinta segundos que parecieron una hora o más, una horrible y dolorosa hora que terminaron con un suspiro, una despresurización del aire contenido en mis pulmones durante todo ese tiempo… la sonrisa alegre y bondadosa de mi madre… eso

era lo que había detrás de la puerta… ¡sólo mi madre!… pero por los sonidos anteriores no podía culparla a ella, ni a mi padre, pues ellos también acababan de llegar. “Llegó la noche, y, aún cansado por la anterior, me fui a acostar a las diez. A las once todas las luces estaban apagadas. A esa hora yo aún tenía el sueño ligero, pero estaba por dormirme completamente; en la etapa en que puedes oír, pero sin estar consciente de ello, o viéndolo entre sueños. En ese momento oí tres golpes en la ventana, sin pensar en lo que eran. Luego otros tres golpes, y así repetidamente; hasta que desperté, que fue cuando lo escuché con claridad. Aún tranquilo y con la modorra pesando sobre los ojos, abrí la ventana para ver quién tocaba, pero sólo pude ver el pasto iluminado por la luna y algunos reflejos de las luces mórbidas del puente; sólo eso y el silbante aire frío e inasible que acariciaba y mecía los árboles. Pero se seguían escuchando los golpes en la ventana, como si alguien llamara sin recibir respuesta. Pasó toda la noche y se seguían escuchando, quedito, pero constantes. Al amanecer salí de mi cuarto con los ojos hundidos en sus cuencas y caminando débil y tambaleante, como un enfermo prófugo. Dos noches sin dormir nunca fueron suficiente castigo como para ponerme así, sin embargo me veía y me sentía como si no hubiera dormido en toda la semana.


“El café era mi único alivio ante esta situación. Bebía mucho, pero obviamente no me curaba del todo, y en ocasiones me desmayaba en medio de la calle o en la escuela. Los doctores no me encontraron nada; ni anemia, ni un virus, ni un parásito… nada, sólo debilidad, mucha debilidad, y se me recomendó reposo por cuando menos una semana. “En esa semana me pasaron muchas cosas extrañas. Los objetos, únicamente en mi cuarto, caían por sí solos al suelo, aun si estaban pegados a la pared o hasta el fondo del estante. En las noches se escuchaban murmullos afuera de la ventana, susurros incomprensibles, como escuchar el viento pasar entre dos muros y aparentar una palabra. Cuando no eran murmullos eran los golpecitos en la ventana. Siempre había algo. “El sexto día de mi vacación pude ver algo que me puso tan nervioso como si alguien me estuviera apuntando con un revólver. Eran las cinco y media de la madrugada. La luz de la escalera me despertó. Cuando comenzaba a abrir ligeramente los ojos, en ese punto en el que el músculo de los párpados está tan débil que apenas puede levantarlos, vi la silueta de una persona parada en el marco de la puerta. Cuando abrí por completo los ojos, confundido por esta presencia… nada… sólo la oscuridad de la madrugada… una desquiciante y callada oscuridad; lo cual me hizo dudar de lo que había visto, pues

recuerdo con perfección la imagen que vi, recuerdo que fue la luz lo que me despertó, pero de repente ya no había nada. A pesar de haber sido ésta una visión tan repentina, la recuerdo como si tuviera una fotografía de ésta justo aquí –hizo un ademán con sus manos–: era una forma masculina, pero no era la de mi padre; él es delgado y alto, y aquella figura que apareció ante mí era más bien la de un hombre robusto y un poco más bajo de estatura… de sólo recordarlo se me se acelera el pulso y me cuesta respirar… y sin embargo me parece algo tan estúpido… aterrarme de este modo por algo tan ridículo como una efímera visión entre sueños… “La mañana siguiente, a pesar de que había dormido relativamente bien, me levanté más cansado y débil que después de las casi eternas noches anteriores. A partir de ese día comencé a adquirir, desesperado, toda clase de espadas y hachas, creyéndome protegido con todo ese arsenal; pero en vano, pues esa misma noche recibí una visita más de aquello que me acosaba. Empezó con los acostumbrados golpes en la ventana, pero ésta vez iban aumentando su volumen, poco a poco, hasta que sonaban como golpes de puños rabiosos. Entonces retrocedí y me pegué a la pared, estando aún en mi cama. Por el miedo no me acordé de que tenía una espada en la pared, y se quedó ahí todo el tiempo. Con cada golpe se me aceleraba más el pulso. Como has de saber, una

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persona que se acaba de despertar tiene una percepción más aguda, sobre todo durante la madrugada, cuando el silencio maximiza cualquier ruido. Pues exactamente así me sucedió aquella noche; cada golpe penetraba y taladraba en mi cabeza como si fuera un martillo hidráulico, reverberando en los tímpanos, haciéndolos crujir como hojarasca. Luego vinieron unos segundos de paz, después de los cuales escuché el estruendo del vidrio romperse y el peso de un cuerpo caer al piso. Abrí los ojos de par en par, instintivamente buscando un poco de luz para saber qué sucedía o prepararme para correr… sólo encontré el silencio… Afuera, cuando salí después de un rato, no parecía haber perturbación alguna; todos dormían tranquilos. ¿Cómo era posible que no hubieran escuchado?, todo había sido tan escandaloso, tan claro… y no lo habían escuchado. Eso me dejaba completamente solo contra aquella cosa invisible que había entrado a mi cuarto. Solo en el abismo, en una niebla de silencio; indefenso ante eso que me buscaba mientras que todos dormían… unos instantes después pude sentir su peso sobre mi cama, su calor fluyendo en el aire, contaminándolo con su pútrido aliento… así de cerca podía sentir aquella presencia, y me creí preparado para huir en cualquier momento, pero estaba congelado por el miedo… luego sus asquerosos dedos comenzaron a rodear mi cuello, apretándolo con mucha fuerza… trataba de gritar,

pero nadie me escuchaba, ni siquiera yo. Me retorcía como un gusano, pataleaba, forcejeaba, golpeaba el aire con la poca fuerza que tenía, tratando en vano de golpear y repeler a mi atacante… Un milagroso haz de luz se coló por la ventana cuando ya me había rendido y, desorientado y mareado por la falta de oxígeno, respiré por primera vez en aquel lapso de tiempo que me pareció eterno, y luego de esto me quedé en la cama durante alrededor de dos horas, sin hacer un solo movimiento, mientras veía ir y venir a mis padres y a los paramédicos tratando de sacarme del aquel trance. Cuando por fin lo lograron, sólo tres palabras pudieron salir de mi boca: “casi me mata”. Al terminar esto, me tiré sobre el colchón y rompí en llanto como un niño asustado… en verdad estaba asustado. Todos me miraban con una morbosa curiosidad, queriendo saber lo que me había pasado, pero nunca dije una sola palabra. ¡Desconfiaba de esas malditas miradas! ¡Sabía que sólo se burlarían de mí! Pasadas unas horas, busqué algunas tablas y las clavé al marco de la ventana para evitar una próxima irrupción de esa cosa… y hasta ahora ha funcionado. Sin embargo me sigo debilitando poco a poco, por lo que temo que pronto moriré…” Su relato me dejó sorprendido y muy preocupado, ya que no parecía haber mentido en ningún momento, y en sus ojos aún se veía el miedo al recordar aquellos pasajes de su vida.


Llegó la hora de irme. Nos despedimos, y desde entonces no supe nada de él, hasta que me llamó su madre: Tenía miedo. Dijo que mi amigo se le había dejado ir a su padre empuñando un cuchillo. Que gritaba “¡ya sé que siempre has sido tú, siempre fuiste tú!”. Ya lo habían inmovilizado y le habían quitado los punzones de su cuarto para cuando ella me llamó. Ahí lo tenían encerrado. Llevaba mucho tiempo durmiendo muy poco y comiendo mal; eso lo tenía débil, pero prefirieron tomar precauciones. Estoy en la sala esperando a que vuelvan de calle abajo. Fueron a recoger al sacerdote que oficia las misas de sanación. Yo pensaba que deberían buscar a alguien que sepa de psiquiatría… ¡pero una silla en el comedor se acaba de mover!... Fue muy sutil, apenas un centímetro, pero estoy seguro. Mi amigo gritó “¿Escuchaste? ¿Verdad que se movió? Él fue. No sé qué hizo, pero hizo algo y desde entonces no duermo. Él no quiere que duerma. Si duermo se arruinan sus planes… ¡por favor, necesito dormir! Si no duermo… ¡necesito dormir!... tienes que ayudarme a detenerlo, tú que estás afuera. Escuché cuando te encomendaron la llave. Sácame de aquí, ¡te lo ruego!” No sé qué hacer. Todo está quieto, excepto por mi amigo, que sigue tratando de convencerme de que lo saque, y el reloj que palpita… ¿Qué “planes” tiene su padre?...

El segundero me presiona: sólo se mueve, como si me pudiera ver y no le importara esperar. Es muy cierto que necesita ayuda, ¿pero de quién y para qué?... ¡si tan solo la silla siguiera en su lugar! - Tú sabes bien lo que me pasó, sabes que no estoy loco, que hay algo que me está buscando. No te puedes quedar ahí mirando –dice. - Sólo me lo contaste ¿cómo sé que no estabas mintiendo? - Tú sabes reconocer cuando miento. Tienes que sacarme de aquí. ¡Es el destino! Tú y yo tenemos que detener a mi padre y a lo que atrajo hacia mí. No sólo por mí, yo sé que esto va más allá, pero no sé cómo. ¡Por favor! ¡Tenemos que saber! Es cierto que puedo reconocer cuando miente, pero ésta vez no lo estoy viendo a los ojos, y aún si así fuera, su mirada no es la misma que conocí. El segundero me presiona… Hay rumores de que el sacerdote es un hereje, de que dirige los aquelarres de la cueva, que por eso sabe tratar con demonios, dicen. Yo no sé confiar en lo que dicen. Yo no creo en esas cosas, que si los dioses, que si los demonios… pero la silla se movió. El segundero me presiona… De seguro ya vienen en camino y muy cerca… ¡si tan solo la silla siguiera en su lugar!... Tal vez debería liberarlo, pero… - No estás bien. Has dormido muy poco, y seguramente hay una forma de explicar lo de la silla. Voy a esperar a que lleguen. - Tú tampoco puedes estar bien

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si alguien que no ha dormido te está haciendo dudar. Además estás en tus cinco sentidos, y yo sé que viste la silla moverse de lugar. - ¡No voy a escucharte! Ya no han de tardar en llegar. - Nos estás condenando a ambos. Mira el reloj: ya se tardaron. ¿Por qué querría yo mentirte de tal forma? Crecimos juntos; mi instinto gregario me obliga a protegerte en caso de peligro. Deberías seguir el tuyo y sacarme de aquí. ¿Te acuerdas cuando mataste al tlacuache que andaba en tu casa? Te sentiste muy orgulloso mientras lo apaleabas y decías “muere, pinche rata asquerosa” –golpea fuerte en su puerta mientras lo dice–. Hasta lo dejaste pudriéndose en el árbol de enfrente para ver cómo se lo comían los gusanos. Me acuerdo muy bien de cómo se le momificó la cara y su boca reseca se encogía dejando ver los dientes. Creo que estás haciendo lo mismo al dejarme aquí, encerrado como un loco, porque me estoy momificando ¿no ves cómo se me pega la piel a los huesos, cómo se me va el color de los labios? Las noches sin dormir me consumen; se arrastran por mis ojos nublados con sus negras cabecitas y sus cuerpos amarillentos y pálidos en que se transparenta su prieto intestino. No, no puedes verme… Yo sólo amenacé con clavarle un cuchillo a alguien con vida, tú disfrutaste de matar. ¿Su sangre era de otro color? ¿No te fijaste en sus manos? Son muy parecidas a las de un humano, sólo que más peque...

- ¡Ya cállate! No es lo mismo. Era un animal peligroso, y lleno de parásitos y enfermedades. No te estás momificando, y no eres un tlacuache; sólo estás debilitado y delirando. - Eso pasó, y no es un delirio, ni es delirio mío que la silla se haya movido, así como tampoco lo es que me estoy momificando, es por eso que no han vuelto, por eso te encomendaron a no liberarme, ¡ahora lo entiendo! - Ya cállate – ¿por qué no vienen? – ¿cómo me puedes demostrar que estás diciendo la verdad, que no me atacarás? - Eso depende de ti y la llave en tu mano. ¡Abre ya la puerta! ¿Acaso disfrutas mi sufrimiento? - ¡Necesitas ayuda! No responde. La casa está en silencio, el segundero se detuvo. Se abre la reja, alguien viene. Ríen en la cochera, son dos personas y no conozco sus voces. La silla vuelve a su lugar. No puedo respirar, se me oscurece la vista, el ruido lejano de un cuerpo cayendo al piso: mi cuerpo… ¡Necesito aire!… ¡Aire!... aire…

Uriel Díaz G. (Guanajuato, 1988) Estudiante de Filosofía en la Universidad de Guanajuato, y música y laudería de manera independiente. Obtuvo el segundo lugar en el Primer Concurso de Cuento Corto de Horror del Festival Internacional de Cine de Horror Aurora, con el cuento Acósmosis. Participó como ponente en el II y III Coloquio Nacional de Filosofía de la Historia, en el Primer Coloquio Interdisciplinario de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.


Título: El demonio de las peñas Autor: Fiuz Técnica: Fotografía/edición digital Contacto: www.fb.com/eduardo.flores.7146

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EL PUENTE Dante Vázquez M.

— ¿Cuántos cuerpos humanos son necesarios para construir el puente? —preguntó, serio, el ingeniero Castillo. —Un millón. Pero, ¡vamos!, quite esa cara de angustia: todo gran proyecto requiere sacrificio. Además le será sumamente recompensado -respondió el hombre de traje azul marino y sonrisa siniestra.El ingeniero Castillo llegó a su despacho, se quitó su saco gris Oxford, aflojó el nudo de su corbata, tomó el teléfono e hizo algunas llamadas. Entre llamada y llamada removía el sudor de su turbado rostro y de sus manos temblorosas. Al final su escritorio se transformó en un pequeño cementerio de pañuelos desechables. A la mayoría de sus contactos en el gobierno les pareció inaudito lo que les pedía: exhumar cadáveres de los panteones, extraerlos de las fosas clandestinas o sacarlos de las morgues de la ciudad y del país entero si era necesario. Con cierta renuencia solamente algunos accedieron a prestarle ayuda en tal acción, así que también recurrió al ámbito criminal. La obra tenía que ser terminada a como diera lugar, de ella dependía el mejoramiento de una de las zonas más pobres a nivel nacional. Para posibilitar la creación de un nuevo camino el bien y el mal deben encontrarse en la relación opuesta existente entre ellos; trascenderse en comunión, en un reconocimiento propio desde el Otro. El Otro es un puente hacia el exterior de uno mismo. Durante siete años hubo miles de desapariciones humanas en la patria mexicana. En los noticieros nacionales se habló de secuestros, asesinatos, tráfico de órganos… y en el lugar de la construcción ocurrieron cientos y cientos de accidentes. Fue realmente un periodo sangriento.


—Un cuerpo es el que falta, ingeniero Castillo. Uno, y el más especial -dijo el hombre de mirada penetrante y oscura-. Cerrar las puertas del infierno requiere del más hermoso gesto de valentía. Piense en sus hijas y en su esposa: ellas le dieron motivos para ser lo que ahora es, y a partir de ellas usted se piensa y se vive distinto a los demás. El ingeniero Castillo se llevó las manos a la cara antes de abrir la puerta de su hogar. En un sillón de piel negra dejó su saco beige y su portafolio de aluminio. —¡Llegaste temprano, papi! –escuchó-. Ven a cenar con nosotros al comedor. Mamá hizo pollo adobado, ensalada de manzana y espagueti blanco para celebrar el cumple de Naty. —Sí, Aranza, voy -respondió, suave, el ingeniero Castillo. Tragó saliva, sus ojos se humedecieron y se dirigió a la cocina. El puente vehicular a la región de La Montaña en el estado de Guerrero, al sur de México, fue inaugurado con éxito y dicen que cada 21 de noviembre un hombre vestido de traje camina a lo largo del puente mientras fuma un cigarrillo

Dante Vázquez M. (Ciudad de México, 1980). Poemas y cuentos suyos han sido publicados en las antologías: Libro Recopilatorio del VIII Certamen de Literatura Hiperbreve Pompas de Papel (2011), 10 Cuentos de Navidad (Zona Literatura, 2011), Antología Poemas Dulces, (Círculo Latinoamericano de Escritores, 2012), Líneas & versos para incitar al vuelo, (2012); Cyberpunk Mexicano (Clarimonda Drunk Ediciones, 2012), Cuéntame un Blues (La Tinta del Silencio, 2014) y 1, 2, 3 por todo mis amigos (ABN Arte Buhonero, 2014), entre otras; así como en distintas revistas impresas y electrónicas. Es autor de Apocalipsis hoy, ((H)onda Nómada Ediciones, 2013)

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Título: Conejum Acari (nombre científico) Autor: Cecilia Villavicencio Técnica: mixta Contacto: chicadezierto@gmail.com

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POEMA A LA SEÑORA CAULKER Iván Medina Castro Hablé con ella para decirle que sentía mucho lo que había hecho. Fue la primera vez que me disculpé con alguien que había matado. Peter Sutcliffe

“En cada hotel y cafetería que frecuentaba había no una sino muchas mujeres con las que mantenía relaciones. Le agradaba estar simultáneamente con varias, aunque al final terminaba solo clamando por una tal señora Caulker.” Jose Maria Jarabo, gerente, motel 66. Estados Unidos. Tres personas fueron asesinadas de manera salvaje en el número 10 de Rillington Place. Se trata de Beryl Caulker –asistente secretarial, cuarenta y dos años-, de Dennis Andrew Nielsen –carpintero, cuarenta y siete años- y Geraldine Nielsen Caulker –hija, quince meses-. Las muertes fueron ejecutadas de una forma improvisada y fría. Cuando el obsesivo criminal fue capturado, permaneció desprovisto de emoción ante los despiadados crímenes atribuidos y continuó atracando arillos de cebolla y bebiendo malteada en un drive-in cercano al lugar de los acontecimientos. En el momento del juicio, Henry Lee se hizo famoso con el sobrenombre del Poeta Macabro. Amada señora Caulker, con estos versos, me entrego a usted en cuerpo y alma: Buscaba a Dios y encontré su amistad, la cual aprecio por lo que podrá ser, pues de usted obtengo semillas de felicidad. De esta amistad el fulgor de su sonrisa vislumbré y encantado por la mística del destino espero el amanecer para saber en qué se ha convertido. Deseo que nuestro proyecto se afiance para continuar la amistad rebosante refrescando mi vida al estrecharla eternamente.


Las cosas han salido mal madre, la señora Caulker me ha corrido de casa y llevo quince días sin poder regresar. Mi corazón se desgaja. Una vez depositada la carta en el buzón de la terminal de ferrocarriles, Henry Lee abandonó Wichita y se dirigió, contrato en mano, para ir a trabajar en la pesca del salmón hacia la península de Kenai. A su arribo, todo inició bien pero la mala fortuna quiso que un día de tempestad se quebrara el mastelero del buque y fuera dar a la cabeza de Henry Lee, fracturándole el cráneo. Después de varios meses de recuperación, Henry Lee salió del hospital sin trabajo y con sólo cinco céntimos en el bolsillo. Madre, esto duele mucho y cuesta trabajo explicarlo. En esta región en donde la noche golpea de pronto, no tengo empleo y el casero me ha echado. Sobre la señora Caulker has de saber que desde mi llegada no he dejado de escribir pidiéndole una reconciliación, o de lo contrario que me regrese mi poema. Henry Lee trató de buscar ocupación pero las cosas estaban complicadas en el país; ni de afanador era posible emplearse, incluso se enlistó en la armada para participar en la guerra en ciernes, pero pronto los marines lo dieron de baja al enterarse de su intolerancia al ruido. “Cualquier tono disonante lo deschaveta; le hace sentir como si tuviera piedras en la cabeza. Le suministrábamos morfina para calmarlo, pero tarde nos dimos cuenta que habíamos desencadenado en él un gusto extremo por los opiáceos”. Charles Manson, psiquiatra, hospital de enfermos mentales Terminal Island. Estoy cansado madre, me siento hecho una mierda y aún continúo demandando mi poema a la señora Caulker. Henry Lee escribió esos párrafos minutos antes de ser apresado dentro una lavandería, bajo los cargos de robo a mano armada, en el estado de Massachusetts. Fue la penúltima aprehensión de otros dieciséis dictámenes condenatorios. La capital estaba apacible cuando nos soltaron por falta de pruebas de la cárcel del condado. Sí madre, allí encontré a un compañero con quien me entiendo; su nombre es John Reginald Christie. Hoy mismo partiré con

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él hacia Portland a ganar la vida. Durante la travesía a la Costa Oeste, Henry Lee y su compañero recorrían las carreteras cometiendo fechorías: robo a casas, saqueo de droguerías y giro de cheques sin fondos. Tras vagar por semanas, llegaron al estado de Kansas y decidieron parar en el CC Club, clandestino lugar de ambos conocido en donde después de la desmedida ingesta de whisky adulterado, reñían sobre el derecho primero a penetrar por el ano a una niña rubia que permanecía atada en la cajuela del viejo Oldsmobile, robado días antes en el estado de Nebraska. Henry Lee, harto de alegar, empuñó el desarmador de cruz de treinta centímetros, que siempre cargaba consigo; y, listo para abalanzarse sobre John, el alboroto emitido por quienes los incitaban a pelear lo inmovilizó por un momento, obligándolo a salir del garito. Henry Lee caminó sin rumbo aproximadamente cinco kilómetros, hasta toparse con los transportes Greyhound. En la terminal, Henry Lee observó la pizarra con el itinerario de viajes y notó que el próximo camión en salir iba hacía Wichita. En ese momento, los ojos dilatados de Henry Lee brillaron y sin pensarlo compró un boleto de ida, pues estaba decidido a recuperar su poema. Tan rápido arribaron a la estación de Wichita, Henry Lee se encaminó resuelto al domicilio de la señora Caulker. El departamento de la señora Caulker daba la impresión de estar deshabitado; todo en él eran sombras. Henry Lee se dirigió a la puerta principal y no hubo necesidad de forzar la cerradura, pues el picaporte se hallaba sin cerrojo. Una vez dentro, atravesó la cocina y subió las escaleras hasta el segundo piso, cruzó el baño y caminó con paso firme hacía el cuarto donde recordó que la señora Caulker resguardaba el poema. Ya frente a la puerta de la recámara deseada, Henry Lee abrió sin azoro y se introdujo. El contorno de dos personas acostadas se veía con nitidez a pesar de la oscuridad. A Henry Lee mirar aquello no le incomodó, pero cuando se disponía a abrir el tercer cajón del buró, un grito histérico y permanente de la señora Caulker le sorprendió. Dennis, el esposo, se levantó atolondrado y de inmediato empezó a vociferar improperios causando con ello que Geraldine,


la bebé, iniciara un lloriqueo ensordecedor. Henry Lee pronto se llevó las manos a los oídos y por un momento se tambaleó. Como el estruendo aún continuaba, Henry Lee llevó su mano derecha a su cintura y sacó de allí un arma de fuego que disparó en la cara de Dennis mientras Henry Lee trastornado exigía silencio. Los alaridos de la señora Caulker se volvieron más agudos desquiciando por completo a Henry Lee, quien una vez apuntando a la cabeza de la señora Caulker presionó varias veces el gatillo sin emitir ninguna descarga. Henry Lee dejó caer el arma y se abalanzó con sus fuertes manos al cuello de la señora Caulker hasta asfixiarla. El llanto de la bebé pareció incrementarse, razón por la que Henry Lee giró su rostro aniquilador hacia la cuna viendo a un bate recargado en el buró. Henry Lee tomó el bate y amenazó con él a Geraldin, diciéndole con voz canora que si no se callaba él se encargaría de hacerlo. Al poco rato, el pedazo de madera zumbó por el aire por dos o tres ocasiones hasta reventar el cráneo de la bebé. Reinaba de nuevo la tranquilidad. Henry Lee llevó la mano al almohadón de la bebé untándose los dedos con la cálida sangre derramada; luego se los metió a la boca para paladear su sabor amargo y abrasivo que lo aproximó a lo enigmático; posteriormente se sentó en la orilla de la cama aún sosteniendo el bate y, por momentos, parecía entrar en un estado de duda junto a una sensación de abandono y profunda desesperación. Recordó su niñez junto a su madre. Henry Lee se incorporó del camastro y, con sorpresa se halló frente a un espejo; su semblante desarticulado trató de sonreír y una mueca pútrida apareció en sus labios; arrojó el bate contra su imagen y esculcó los cajones restantes del buró diseminando abalorios y prendas por la alcoba hasta encontrar el poema. Henry Lee tomó una hoja de papel y se acercó a la ventana, donde al leer algunos versos confirmó el hallazgo. Emitió un profundo suspiro y abandonó la habitación con lentitud, como si no deseara despertar a la bebé que yacía sobre su propio charco de sangre. De entre la negrura aparecía Henry Lee. Andaba con una marcha muda adelantándose al alba por callejones

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sórdidos hasta llegar a la fuente de sodas Porky´s, donde se sentó en una banca apartada del acceso principal del establecimiento. El joven patinador que atendía le sirvió una hamburguesa doble con tocino y una malteada extra grande de fresa. No había más remedio madre, hice callar de mala manera a los tres. Yo únicamente entré al departamento de la señora Caulker a recuperar mi poema. Pero ¿sabes?, a pesar de todo, un cadáver tiene una belleza y dignidad que ningún cuerpo con vida podría tener nunca. Hay una calma en la muerte que me tranquiliza. Henry Lee, sin interrumpir sus alimentos, se atragantaba al devorar toda la comida existente sobre la charola, y de su mano derecha, sostenía con fuerza el poema dedicado a la señora Caulker. “Daba la impresión de ser un hombre tranquilo… En todo momento ordenó las cosas con cortesía y de manera amigable. Incluso llegué a pensar que con la propina que él daría salvaría la noche…” Albert DeSalvo, mesero, Porky´s drive-in. La defensa presentó el alegato de demencia pero fue ésta rechazada. Por los brutales homicidios, Henry Lee fue condenado a la silla eléctrica. Sin embargo, un día antes de la ejecución moriría en su celda a causa de un aneurisma cerebral.

Iván Medina Castro. Estudió en la Casa de las Humanidades de la UNAM. Mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento “Criaturas de la Noche” realizado por el Instituto Coahuilense de Cultura. En 2012, la Dirección General de Publicaciones de CONACULTA edita su libro de cuentos En cualquier lugar fuera de este mundo en la Colección El Guardagujas. En marzo de 2013, fue convocado por The Department of World Languages and Cultures de la Universidad Northeastern de Illinois para la lectura de su libro En cualquier lugar fuera de este mundo.


Título: “Un paseo por la plaza” de la serie “Convivencias con la Muerte” Autor: Gilberto Ibarra Pacheco Técnica: Fotografía digital/bodypaint y mascara de cartón Contacto: Facebook: Xilotl Ibarra Pacheco

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WELCOME TO MY BARRIO Javier Salinas Rivera A veces pienso que la gente se hace yonqui sólo porque su subconsciente necesita un poquitín de silencio. Al verdadero yonqui (a diferencia del picota ocasional, que quiere un cómplice) le importa una mierda cualquier otra persona. Rent Boy

Una mañana fresca a mediados de abril, por las 6:30 en el suburbio; la hora perfecta para levantarse y andar sobre la naciente dinámica, bajo los tonos rojizos del cielo del este. Entre las hierbas secas del pasaje abandonado, muy cerca de unos espinosos arbustos, en el caminar incierto que emprendía por las mañanas; me topé con una hermosa expresión de putrefacción orgánica e inevitable: la muerte misma -ante los ojos de un niño abandonadoen su más gloriosa representación. Sobre un pelaje hermoso y grisáceo, yacía un esqueleto sonriente, con el cuello carcomido y el estómago deshecho; y rebozando rítmicamente, un montón de gusanos, de un blanco brilloso de mármol pulido. La versión romántica de la muerte; entre flores ya secas sobre herbajes tostados por la rabia infinita del sol, en el centro de un collado oscuro, ante el cielo más puro. Como todos desearíamos terminar. Y de golpe, tras la imagen recordé el hermoso poema de quien atrevidamente desde hace años he llamado mi maestro: Baudelaire. No es que me sienta heredero o mínimamente profundo como logró serlo él; es admiración pura, aunque no simple, es un éxtasis completo y complejo. De inmediato resonó el inició y comencé a recitarlo. Entre el vaho toxico, pero aun fresco y puro, mientras buscaba en mi iPod la versión Post-Punk de La casa Usher hasta darle play. Al llegar a mi parte preferida de la canción, canté a gritos de un adicto abstemio la parte de los párrafos 10,11 y12 del poema, en un corte preciso que forma la estrofa que dice:


Y recuerda alma mía, tú algún día serás igual que esta basura, ¡que esta horrible infección! Sí, tal tú serás, después de los últimos sacramentos, cuando vayas bajo la hierba a enmohecerte entre las osamentas, entonces, oh vida mía, di a los gusanos que te comerán a besos que he guardado la forma y la esencia de mis amores descompuestos.

Tomé un par de fotos del cadáver descompuesto. Seguí caminando, con la sonrisa enorme de contemplar la magnífica escena de un final meritorio para una existencia plagada de miserias. Por el mediodía caminé con mi pequeña musa hacia los andadores fétidos que descienden de la cuadra. Como violentos desagües incompletos, formando caminos entre las casas. Desde un desbarrancadero pequeño que fungía como espacio recreativo. Decidí capturar el crimen solar, por encima del concreto, disipando borrosamente la imagen de la niña bajo mi sombrilla blanca de Ziggy Stardust. Descendimos un par de escalones malolientes y, en el tercero, de un color café sarroso, húmedo y podrido por la orina seca ya acumulada, entre la visión mundana de la inmundicia plena, desde el más miserable agujero de la vida misma, bajo el odioso sol de las dos de la tarde, me pareció ver otro cadáver -uno distinto-. El impulso incontenible me arrastró para ver de cerca cómo su estómago se movía lentamente en un intento de respiración; y su ojo que daba hacia arriba -perdido- me miró a los ojos de repente, en un grito terrible y suplicante, que me imploraba la hermosa y tranquila muerte, con movimientos precisos, casi invisibles pero notorios, en el trance artístico de un conjunto de hirvientes materias descompuestas. Éste era un moribundo tibio que aún respiraba, exigiéndome una piedad de la que carezco para poder asesinarle. El cuerpo del cachorro hinchado y sarnoso de un perro abandonado. Géiser viviente de enfermedades terriblemente infecciosas y con la barriga inflada. En un estado de avanzada descomposición constante e inflamada, exhalando vapores patógenos.

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Sus piernas me atemorizaron y la ansiedad burbujeaba en mi piel una comezón cosquillosa. Hubo temblores, espasmos que a sacudidas involuntarias anudaron mis nerviosos del cuello, mientras el brazo izquierdo tensó -aún más- mis manos, quebrando mis dedos en lánguidas poses de un manierismo casi natural. Tomé a la princesa, le dije que nos volviéramos a casa, y quedó suspendido nuestro paseo por los andadores. Aunque puse de pretexto el calor, notó mi expresión de un horror verdadero, muy alejado de la estética y perfecta representación del Pop. Un horror que paraliza el pensamiento; y sentí la miseria completa de la bestia, mirando en ese trozo de carne aún viviente; toda la perversidad de la creación embutida en un solo organismo. El horror de la vida plasmada en ese óleo fresco y despierto, casi inmóvil. Hiperrealismo puro en su más grotesca imagen. Pensé desesperado en llevarle agua y comida de inmediato, o bien, arrojar una roca grande y pesada sobre la cabeza del animal y destrozársela hasta matarlo. No supe cuál sería la forma correcta de interpretar sus lamentos; así que me marché cobardemente, tratando de ignorar la situación del animal, intentando insistentemente hacerme creer que nunca miré esa imagen fermentada. Al día siguiente, como a las seis de la tarde. Mientras me preparaba algún alimento para comer, se escucharon unos fuertes golpes en la puerta principal; a prisa salí de la cocina cruzando por la sala y abrí. Era un muchacho agitado con una caguama clara en la mano, oliendo frenéticamente una mona que llevaba en la otra mano. - Qué pedo wey. Me dijo mientras aparecían unos seis o siete chacales más, que venían detrás de éste, oliendo todos su respectiva mona. Mirándome de arriba abajo, hasta sostener su mirada fijamente ante mis ojos, en ese risible gesto que ellos creen intimidante. - Te fui a buscar hace un rato, pero no te encontré. - Vamos. En seguida salí de la casa caminando con el grupo de discriminados drogadictos “semaneros” sobre la acera, y


nos adelantamos al punto. Llegamos hasta la parte podrida que el día anterior había arruinado mi paseo de la tarde. Y bajamos los mismos escalones apestosos, mientras mis nervios comenzaban a encogerse. Al bajar los peldaños, buscaba con mis ojos el pedazo de carne descompuesta y suplicante de una vida aferradamente inútil. Y el mártir sarnoso había sido removido. Pensé con alivio que algún valiente super héroe, disfrazado de persona, se había atrevido a asesinarle depositando el cuerpo roto y encalado en algún baldío herboso. Descansando así mi mente, de su terrible alucinación. Después de un par de silbidos, el conecte habló dirigiéndose a un jovencillo de unos trece o catorce años, preguntando por el dealer. Volteé hacia la “casa”. Era un jacal mal montado de maderas viejas y cartones escurridos, con una entrada cubierta por una colcha como cortina, sobre una superficie de tierra negra, por la cual se veían las patas de una mesa mal armada de maderas de triplay, casi destrozada, y unas piernas gordas que calzaban unas sandalias verdes ya muy viejas. Y ahí estaba él, en un trecho de tierra con grandes piedras, en la entrada del jacal, echado en una pose confianzuda y natural, junto a la perra -su madre- y otros cachorros podridos que convivían con naturalidad entre las personas del jacal, entrando y saliendo revolviendo la tierra, esparciendo su infección en el terreno, donde un niño jugaba despreocupado, entre los rosones y exhalaciones de los animales infectados. La carroña viviente que había contemplado con enorme ansiedad y una repulsión nervios representaba para la familia del droguero una simple mascota doméstica que convivía sin ningún problema en el hogar. - Saca las monas. -Le dijeEntonces me miró. De golpe me extendió su brazo y me entregó esa bola de papel de baño humedecida con el solvente; de inmediato la olí de forma frenética, como olería un recluso las bragas de una virgen. Intoxicando el interior de mi cuerpo, en un intento furioso de simulación de una existencia entre las ruinas de la era posnuclear,

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respirando el aire limpio a sazón de la química moderna, carente del oxígeno asesino de la vida natural. Y me senté en un escalón junto al conecte, entre botecitos vacíos de PVC, papeles cagados y unos casi tiernos y pequeños mojoncillos negros ya secos, del animal muerto, su mascota podrida. “Mi sitio”, pensé. Un lugar en que me sentí a gusto de tanta incomodidad. Entre la peste de la orina, la cagada y las drogas inhalantes. Junto a las personas más miserables, respirando infecciones propias del sector de la medicina interna; entre purulentas partes mutiladas, gangrenadas ya desahuciadas; limpiando la atmosfera con el solvente que a manera de lebrillo encendido con alcohol esterilizaba el aire que se filtraba entre la mona, antes de poderlo respirar. Mientras tanto, de la casa de enfrente al basurero -protegido por un tal Judas Tadeo- se abrió una puerta gruesa de metal, asomándose unas prietas patas gordas, de talones salpicados con un agua enjabonada, bajo unos pants negros y ajustados sobre un chocho gordo y abultado, cubierto por las lonjas que mostraban la sutura ya cicatrizada de la línea Kerr de una vieja horrenda y fértil: la vecina mirona, que disimuladamente, con escoba en mano, salió a checar cada uno de nuestros movimientos. Vigilando, según ella, el orden público. “Pendeja -pensé- por qué no vas a vigilar tu pirámide alimenticia y nos dejas en paz de una puta vez. ¡Cerda!” Y la perra bípeda siguió allí parada, botando los ojos de momia católica, juzgando con sus expresiones ridículas lo evidentemente obvio; orgullosa y explícitamente expuesto por nosotros: el consumo de las medicinas que controlan -aunque poco- nuestra enfermedad, del síndrome de la antisociedad. Y arrojó el primer cubetazo, limpiando simbólicamente la basura humana ahí sentada, y el agua escurría entre los escalones, levantado vapores verdosos, infecciosamente hermosos, tras mi improvisada máscara antigás. Una cubeta más y el chorro escurrido entre los escalones, casi deshechos, por poco se colaba entre mis nalgas inmóviles, desparramadas sobre el cemento seco y malformado. Y a manera de milagro divino -digno de una representación de exvoto- llamaron al bueno y entregamos a Morelos por una pequeña bolsa, un toque.


Un par de chacales advirtieron al conecte sobre la vigilia de la zorra desaseada y moralista, quien a un par de metros se encontraba ya con un teléfono en la mano, mirando descaradamente el movimiento comercial de la botánica underground. - Pinche vieja pendeja. Que se valla a la verga, la culera. Exclamó el entonces salvador, liberador de los horrores de la abstinencia brutal que no me deja en ocasiones respirar. Mirando directamente cara a cara a la mugrosa y patética metiche, mientras yo arrojaba un enorme escupitajo entre sus patas húmedas, rancias e hinchadas. Y de nuevo, descaradamente, delante de la vieja horrible abrí el paquete y compartí una parte con el joven alto. Sólo un churro y me despedí de aquél muchacho que había conocido dos días antes, en la parada de autobús, afuera de mi casa. Toda la gente me miró despedirme, la doña del ciber y su familia, que todas las tardes se sientan en una banca por fuera de su casa no sé a qué chingados, pero allí siempre se aplastan. Para ver pasar el movimiento suburbano por las tardes. Y esta vez, murmuraban la simbiótica relación de mi encierro solitario con el improvisado colectivo de las personas más expuestas en aquél suburbio. Tanto puto drama por unos cuantos gramillos de marihuana: qué chingaderas. Por eso nunca me ha gustado conectar en donde vivo. Por un puto toque de mota te ganas una reputación de narcomayorista, sicario, pervertido, hereje y satánico; aunque puede que también lo seas, pero eso es aparte. Qué mamadas; no hay como el glamour de las conexiones centrales, justo frente a la policía obesa y temerosa, entre los locales de comida, ropa y bisutería, en un intercambio rápido e invisible, entre el tumulto de la población apretada en movimiento, ciega, concentrada siempre en sus juguetes electrónicos en la mano derecha. La conclusión fue sencilla. En efecto nada hubo de común entre esa gente y mi personalidad de múltiples matices: es la bendita droga el aliciente que une realmente a las personas, sin importar la raza, género, posición política, religión, sexualidad, edad, estatus, fashion style, lenguaje o moral. Todos compartimos un único principio, que no es más que el egoísmo puro del placer cerrado en uno mismo; y, a manera de pretexto, es la droga el medio por el cual se empuja este deseo.

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Abrí la puerta de la casa, olvidé la comida recién preparada y corrí a la azotea a terminar de oler ese papel que había sido nuevamente remojado con el inhalante, mientras atascaba desesperadamente el hiter con la hierba sin descocarla ni despatarla; la metía completa hasta fumarme una bocanada grande que llenara mis pulmones de la sustancia que expandiría en un instante mi cerebro, poco antes comprimido por los efectos de las monas en un choque eléctrico. Un par de días después -cuando se terminó la mota, para ser exacto- me vi obligado a mirar hacia la calle por la ventana de la sala. Y no lo encontré. Después, tembloroso por la falta de alimentos desde hacía ya varios días; me puse algo de ropa y caminé hasta su casa. Toqué un par de veces y salió; fuimos de nuevo al moridero hirviente de infecciones por un poco hierba. El dealer se negó a venderle por el drama patético de la vecina puchona de la vez pasada. Y caminamos hasta la ferretería a comprar un bote de solvente que nos calmara la ansiedad, bajando por los callejones viejos y enramados. Lo esperé en una banca, y volvimos a subir por las escaleras basurientas donde se encontraban un par de adolescentes que con voces suplicantes le pedían un remojón de la recién comprada lata, mirándome con ansiedad hambrienta como perros amarrados ante las jugosas mercancías de un carnicero gordo y jadeante. Frío y de rostro inmutable, caminé de prisa entre la escalinata con las manos sudadas y los destrozados nervios de la inanición disfrazada, por una alucinación abstemia. Al llegar a casa, subimos de inmediato a la azotea con el kit ya preparado: un toque de mota que él siempre guardaba en el bolsillo, un encendedor nuevo, un par de tabacos, una botella de agua simple, un bote de mezcal, un plato con algunos limones partidos y un puñado de sal; además de un rollo de papel de baño y el jarabe químico. Consumimos sin cesar por horas, mientras escuchábamos música y comentábamos algunos chismes sobre el crimen en la actualidad. Al día siguiente me explicó el movimiento del barrio y la dinámica de la pandilla y las personas, en una


proyección totalmente predecible y aburrida, que creí adivinar. Por más que conocía las formas desde dentro de cómo se manejan las relaciones del mundo que hay afuera de mi casa, mis interpretaciones resultaron aún menos tediosas que la realidad absurda de la sociedad. Entendí un par de días más tarde que esa fue mi bienvenida al barrio donde nací, y crecí durante la infancia, y varias veces aterricé de manera espontánea en la adolescencia. Y ahora, asentado en la etapa de mi juventud adulta, comprendí a la par que sería también mi despedida en ese suburbio al que nunca he pertenecido y del cual nunca formaré parte. Aunque en estructura me resulta hermoso, con sus desbarrancaderos, su podredumbre y sus carroñas engusanadas. Mis interpretaciones me parecen más complejas, desde el agujero que se forma entre la cortina de cebra y las ventanas, rodeado por el frío vacío de las paredes escurridas, entre las tardes lluviosas en mi casa, ambientado con los sonidos prefabricados de los sintetizadores, del grupo eléctrico del set perpetuo en la mezcladora y los hermosos rostros que tapizan las paredes blancas de mi hangar; entre los delirios de la ausencia de alimento y las alucinaciones de los estupefacientes literarios que me consumen constantemente; desde el papel impreso difuminando mi cuerpo como carroña larvaria y mosqueante, bajo el claroscuro en el centro del patio, embarrado sobre el cemento de mi verdadero barrio, el palacio de cristalina individualidad filosa y sangrante. Mi templo.

Salinas Rivera Javier. (Querétaro, Qro., 1984) Licenciado en Historia y Maestro en Estudios Históricos por la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado en La Testadura, Revista de Estudios Históricos del Municipio de Querétaro y en memorias indexadas de Coloquios de Historia a nivel nacional.

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GABRIEL Y EL ANCIANO

Aleqs Garrigóz

Gabriel se encuentra solo en su casa de madera, abrazada por un denso bosque, en un pueblo minúsculo enclavado en las montañas. La noche es agradablemente fría y, junto al hogar, descansa la leña, dispuesta a arder y calentar la morada durante el inminente invierno. El hermoso adolescente se ha sentado en la cama. Su cara se ilumina con la luz de enorme luna llena. Viste un pijama de algodón y sus cabellos se encuentran dulcemente revueltos. Todo el bosque experimenta una calma albina. Allí se expande la nocturnal neblina brotando del suelo negruzco, empapando de rocío la medianoche. Más allá, el bosque, el bosque. Más allá, los otros poblados. Sentado sobre su cama, el adolescente hojea un libro de cuentos. Ha estado ocupado desde el crepúsculo leyendo narraciones de hombres que vuelven de la tumba, cuentos de princesas encerradas en un castillo de soledad en ruinas. En su ancha cama se extienden migas de galletas y otros libros abiertos; entre ellos, un extraño y antiguo libro forrado de cuero, cosido a mano y con grandes letras capitales dibujadas a mano, que recopila oscuros y tradicionales leyendas locales. Su padre, la única persona con la que comparte la casa, le ha hecho estos regalos y se ha marchado, dejándolo un par de días solo como cada mes, a la compra de provisiones al pueblo más cercano, allá, más allá del bosque todo lleno se secretos. Poco a poco, Gabriel empieza a sentirse intranquilo, empieza a sentir que algo va lentamente marchando mal en su organismo, como si las galletas que recién ha comido le hubieran causado empacho. Sus sentidos se agudizan misteriosamente. Sus venas se hinchan. Y su corazón empieza a bombear la sangre a cada vez de forma más vigorosa, más vigorosa.. De súbito y sin razón aparente, las ventanas se golpean por un viento helado. En la distancia, los aullidos de los lobos se van multiplicando. Toda la habitación experimenta un dramático cambio. Las páginas de los libros se revuelven por este viento inusual, el aire se torna denso y complicado de respirar de tal modo que el sofoco posee a nuestro Gabriel, quien tose y tose.


Su corazón se agita impetuosamente como un pájaro enloquecido, a causa de este trance. Y del pánico. Es entonces que recuerda su aislamiento y una extraña certeza que no sabe identificar, más que un presentimiento, lo obliga a huir y se esconderse en el baño. Pero será inútil. El viento agitando las ramas y quebrándolas en el exterior lo estremece hasta el borde de la locura. Los finos vellos de su cuerpo se han erguido agudamente. Para este momento, las aves guardadas en sus jaulas, agitadas frenéticamente durante prolongados minutos, ya habían muerto, debido a su estrés descomunal. Algo ha entrado en su casa. -Soy yo (Una imagen es enviada a la mente de Gabriel, permaneciendo sólo por una fracción de segundo, suspensa y tensa, como una fotografía). Pero Gabriel es incapaz de reconocer esa voz sin voz, susurrante, abatida y melancólica que le ha hablado; voz que Gabriel escucha, más no con sus oídos, sino con su mente. Horrorizado hasta lo inimaginable, grita hasta el mero límite de su voz. Desea creer que todo esto no es más que una perturbadora y cruel pesadilla. Quiere creer que se ha quedado dormido con la mente envuelta por un mar de tétrica fantasía y que ésta le ha creado esta alucinación que terminará con un beningno despertar, en el confort de su cama. El baño se ha tornado gélido, pero el cuerpo de Gabriel está ahora caliente. El espejo del baño se empaña y escurre, debido al aliento de una entidad invisible. Gabriel mira dentro del espejo y la misma imagen se proyecta en su mente: un anciano que lo saluda sentado en una roca a la orilla de un río. La misma imagen aparece y desaparece velozmente en su mente mientras Gabriel mira el espejo. Gabriel queda un instante perplejo, aturdido por ese prodigio. Entonces, como acatando una orden, la bombilla que ilumina el baño explota; el fulgor rojo de la resistencia de ésta crepita y se extingue. Oscuridad absoluta. Es algo, como una sombra semihumana que se siente pesada, lo que a Gabriel acompaña. - Soy yo. Recuerda. Repite esa voz sin voz cansada y vieja, esa frecuencia telepática que va directo al cerebro de Gabriel. Entonces, un interés despierta en el adolescente; la terrible incertidumbre abandona su frente crispada, evaporándose. De algún modo la voz le ha sonado familiar y Gabriel empieza a calmarse sintiendo arribar a él una ola de inmenso bienestar. Y lentamente se produce el placentero

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cambio… Uno a uno sus músculos van cediendo a una grandiosa sensación de paz, sumisos. Gabriel siente una oleada eléctrica que recorre su espina dorsal y queda enajenado, mientras en su mente se proyectan imágenes de cuando él era un niño, un niño pequeño. Y como ese niño pequeño es como ahora se siente. En su mente cruza ya una prodigiosa sucesión de imágenes, de nitidez increíble. En ellas, Gabriel es sólo un crío con las mejillas sonrosadas de inocencia. Usa overoles de mezclilla y en su cabello se enredan las abejas. Camina las veredas que su padre ha forjado. Su piel es tersa lo mismo que el durazno. En la distancia, su padre lo saluda con el sombrero y con un blanco pañuelo seca el sudor en su semblante, volviendo a sus faenas, rastrillo en mano. Las mariposas diseminan el colorido polvo de sus alas por el ambiente; el arcoiris se tiende de montaña a montaña. Mientras Gabriel está bajo el influjo de este trance, inmóvil, levitando a unos centímetros del piso, el viento en el interior de la casa ciñe sus perfiles y la cosa se va materializando hasta tomar su forma definitiva: un anciano vestido de negro y que usa bastón. El anciano cierra sus ojos, y bajo sus párpados, sus globos oculares tiemblan inconsistentes, como en quien está profundamente enamorado. Se advierte sumamente ansioso. Pero sus labios resecos vacilan al momento de intentar chupar del cuello del adolescente extasiado; y se detienen víctimas de la culpa y el remordimiento. Persiste en el intento de posar su desértica boca en ese cuello joven; pero fracasa de nuevo. Sabe entonces que no puede lastimarlo. Lo ama demasiado. Vuelve a intentarlo. No puede. Por más que alarga ese cuello arrugado no se atreve a posar su boca sobre el cuerpo de Gabriel. La pesada bruma del fracaso lo envuelve, lo aprieta, obligándolo a tirarse de rodillas sobre el mosaico sucio, como pidiendo disculpas. El cielo se ha nublado terriblemente. Las sombras devoran la luna. Debilitado, torpe y temeroso, el anciano camina con la cana cabeza caída, como quien ha sido humillado. Huye del lugar. Pestilentes lágrimas escurren por sus mejillas mientras esconde la cara entre sus manos. Mientras el éxtasis sigue poseyendo a Gabriel, su cuerpo emite un brillo amarillo. En su dorso, el placer fluye en rítmicas ondas, en forma de espasmos. Sigue viendo proyectada en su mente memorias holográficas a la inversa. Y en esta sucesión, finalmente, lo ve a él. Sí, es el mismo. El mismo anciano, pero


hace años, cuando Gabriel era un niño, un niño frágil y curioso. Y el anciano lo está tocando. Está sobando su cuerpo de infante con esos dedos largos, lo está como midiendo mientras acaricia sus mejillas con esas afiladas uñas largas. Gabriel observa en sus visiones cómo el anciano acaricia su tierna entrepierna y, mientras esta memoria se proyecta en su mente, siente una descarga eléctrica jugando en sus genitales. Gabriel se toca y la electricidad fluye de sus genitales a su mano, para luego escapar atraída hacia donde pendía la bombilla, quebrada ahora en minúsculos fragmentos intangibles. La descarga ha iluminado en su efímera duración el cuarto de baño de un fugaz color fosforescente. Gabriel camina a la inversa por un camino en el bosque en sus recuerdos. Al fondo del camino el anciano le sonríe llamándole, sentado en una roca junto al río. Camina a la inversa por el mismo camino, el camino que conducía al anciano que a Gabriel cautivaba. Una mariposa roja. Gabriel estaba siguiendo a una mariposa cuando llegó por primera vez, misteriosamente, hasta el extraño personaje. Gabriel ha recordado. A Gabriel le gustaba sentir esa especie de ligera corriente que salía de los dedos pálidos y rugosos del anciano, recorría todo su cuerpo y le hacía sentir como en un sueño glorioso. El anciano descansaba en la misma roca, Gabriel iba a él y el anciano lo tocaba, todos los días, durante una extraña temporada. Fueron días plenos, llenados de magia, en los que Gabriel era depositario de misteriosos goces y conocía atisbos de las necesidades de esa especie espantosa que habita entre humanos para nutrirse de su energía y su sangre. El anciano no dejó un solo día de controlar su pensamiento y acciones a su favor, aún en la distancia, de dirigir sus sueños, alimentándose de esa pura y virginal energía que le robaba y lo dejaba tiernamente agotado, durmiendo un sopor de ángel sobre la hierba húmeda. Días en los que el anciano habitó también en su mente, haciendo un trabajo persistente y logrado, gobernando su vida mediante la fascinación. Hasta que un día el anciano le dijo al oído mientras le besaba: - Me iré. Pero vendré otra vez, para llevarte conmigo. Si, Gabriel ha recordado. El anciano se fue con la tarde, encorvado, apoyándose en su bastón por la estrecha vereda, mientras Gabriel lo observaba alejarse, tremendamente triste, pues se llevaba consigo el perfecto mundo de ensoñaciones al que

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lo había acostumbrado. Pero, ahora que el sigilo se le ha terminado de revelar, la negrura se instala violentamente en su frente y pierde todos los expandidos sentidos. No ve nada, ve sólo una inmensidad negra, y entra directamente a un sueño sin sueños. A la mañana siguiente, Gabriel despierta tremendamente lúcido y descansado. Se sorprende de encontrarse yaciendo en el baño junto al retrete. Por el suelo se disemina el vidrio de la bombilla rota. Confundido, toca su entrepierna y cree recordar algo que no recuerda con claridad. Se dirige a su cuarto con pasos cortos, lo inspecciona. En su cuarto las cosas lucen casi ordinariamente. Los libros regados por su cama están cerrados, excepto uno; y, en ese mismo libro, el dibujo en tinta de un anciano vestido de negro y con bastón parece mirarle a los ojos y sonreírle, sentado sobre una roca al lado de un río. Entonces Gabriel recuerda otra vez.

Aleqs Garrigóz (Puerto Vallarta, 1986). Es autor de varios títulos de poesía entre los que figuran Luces blancas en la noche (2004), La promesa de un poeta (2005), De naturaleza amarga (2007) y Páginas que caen (2008, 2013). Recibió en 2005 el premio Adalberto Navarro Sánchez de literatura por parte de la Secretaría de Cultura de Jalisco. En 2006 figuró en la antología Nueva poesía hispanoamericana, de la editorial madrileña Lord Byron. En 2008 recibió el Premio de Literatura de la Casa de la Cultura de la Ciudad de Guanajuato. Premio Espiral de Poesía 2011 y 2012 otorgado por la Universidad de Guanajuato. Mención Honorífica en el V Concurso de Poesía María Luis Moreno, en V Concurso Internacional de poesía “El mundo lleva alas” y en el I Concurso de Poesía y Cuento de la Universidad Marista de Querétaro. Ha publicado poemas en múltiples medios impresos y electrónicos de diversas ciudades de México, España, así como de Hispanoamérica.


Título: “Colisión” Año: 2010 Nombre: Lyzetha Técnica: Acrílico s/tela Contacto: http://etherealyz.carbonmade.com/

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SON MUY AMABLES LAS SEÑORAS

Rafferty Campos Arteaga

Desde hace un par de días he notado el comportamiento extraño de mis vecinas. Hay que mencionar que, aunque soy nuevo en el vecindario, las invitaciones para comer en las casas de mis contiguos, que en realidad son sólo señoras solteronas o viudas, en este fraccionamiento olvidado entre las montañas, son muy frecuentes. Las mujeres siempre visten de negro, por lo regular llevan el pelo recogido en un chongo y su cabello cano reluce bajo los rayos del sol que se cuela por los ventanales de sus hogares cuando éstas se asoman a la calle. Todas ellas desde el preciso momento en que se oculta el astro de luz, salen de sus viejas casas con fachadas lúgubres acompañadas, cada una, de un pastor alemán negro. Lo cual me sorprende sobremedida, pues pareciera ser el mismo perro que ellas pasean, y aunque nunca me ha gruñido ninguno de ellos, me parece de lo más desconcertante el gusto y el afán de tener ese tipo de animal. Son muy amables las señoras; siempre que pueden me visitan de noche. Todas, sin faltar a nada, visten a manera de luto. Sólo se distinguen por el cuello de sus camisas que tiene forma redonda y que es de color claro. Si uno las viera entrar a mi casa, de seguro pensaría que se trata de una migración de cuervos, entrando de dos en dos. Procuran limpiarse sus pequeños botines puntiagudos con tacón alto. Sus visitas son muy cortas y por lo regular sólo degustan un té, que ellas mismas traen. Aunque me ofrecen, siempre declino su invitación, pues el sólo recordarlo me genera arcadas. Otra cosa peculiar en todo esto, es que solamente una habla; el resto permanece estoico, y el resto asiente con la cabeza. La manera coordinada en la que mueven sus cuellos y dejan caer sus tazas me produce vahído. Es como si viera una coreografía macabra practicada por los eones más remotos del tiempo.


En aquel actuar hay algo perturbador… En aquel beber… hay algo siniestro y en aquel mirar… hay algo obsceno y mórbido. Sus ojos parecen resplandecer tras cada afirmación. Pero quizá lo más perturbador sucede los sábados, cuando todas ellas corren sus persianas y permanecen en un silencio aparente. Se escuchan llantos, gritos y largos alaridos que parecen ser canciones en extrañas lenguas primigenias que mi raciocinio no puede asimilar. Pero esta noche daré fin a todo este misterio, antes de que brille la primera estrella en el firmamento. Entraré por el sótano de la señora D. escurriéndome por sus pasadizos oscuros y secretos. * Por fin ha caído la noche, el aire se siente tenso, y el aroma natural que se desprende desde lo más bajo de la montaña despide una fragancia tan vulgar que las nubes se disiparon dejando paso a un cielo moteado en blanco. Mientras forzaba la cerradura de la puerta trasera de la señora D., los alaridos que venían de algún lugar se hacían cada vez más fuerte. Una extraña luz de color rojizo envolvió el lugar. Avancé a paso lento; podía sentir cómo el corazón se me salía por la garganta. Para mi suerte, la puerta que conducía a la primera planta de la casa se encontraba sin cerrojo, así que me fue fácil introducirme sin mayor problema. Andaba preso de toda emoción. Los alaridos se hacían cada vez más enérgicos y parecían tener más sentido: “Aza…zaza… azza…zazel…za”. Mientras andaba, aquel fulgor producido por aquella luz cobriza se volvía tan incandescente que tuve que entrecerrar los ojos. De pronto y sin darme cuenta, me encontré en una sala adornada a manera victoriana. El enorme candelabro, los estantes llenos de libros enormes y polvorientos, además de las mesitas que adornaban eran, sin duda, propias de una señora educada. Los pisos de mármol pulido y los enormes retratos de niños y mujeres casi desnudos corriendo hacia un extraño lugar muerto me hicieron sentir petrificado.

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Continué andando hasta llegar a la fuente de aquellos gritos, pero mientras más me acercaba más cegado quedaba por aquél fulgor. No tuve más remedio que avanzar a tientas, sujetándome de la pared y más comprensibles se volvían aquellos gritos. Llegué hasta un salón largo. Apenas crucé lo que parecía un rellano, pude abrir los ojos, el fulgor había desaparecido y los cánticos cesaron. Abrí poco a poco los ojos y quede aterrado por la escena en la que me vi envuelto. Ahí estaba yo, rodeado por seis mujeres cubiertas por una túnica violácea. Se podía notar que se encontraban desnudas bajo éstas; sus pechos caídos; los vientres flácidos y estriados y las motas de los pubis enmarañados, no dejaban lugar al pudor. El aroma pronto se percibió viciado y una de ellas se aproximó por mis espaldas sujetándome por los hombros, otra se abalanzó sobre mí y comenzó a desnudarme, y aunque intente oponerme quedé completamente despojado ante ella; poco a poco fui sintiendo sus manos frías y arrugadas; varias uñas que se me clavaban por todo mi ser, lenguas pegajosas y ásperas lamían mis extremidades inferiores. Aquello no podía controlarlo. Una a una, fueron montándose sobre mí mientras las otras reían y otras tantas me sujetaban por las extremidades superiores e inferiores. Una tras otra me usaron. El sonido generado por sus carcajadas me hizo colapsar, hasta perder la noción de la realidad. Fue entonces que una, en pleno éxtasis, clavó sus uñas en mi vientre, hasta desgarrar la piel. Los gritos y risotadas convulsas no cesaban; de algún lugar desconocido, una neblina se comenzó a esparcir por todo el aposento, se escuchó un bramar y aquellas mujeres comenzaron a danzar de manera espasmódica. Una de ellas trajo consigo un hierro para marcar y lo hundió en mi pecho; mis gritos de desesperación apenas si eran perceptibles por las risas y cánticos a la sombra de alguien o algo que no podía identificar. Desesperado y concentrando el resto de fuerza en mis extremidades inferiores, salí de aquella habitación.


Ruidos irreconocibles provenían de todas partes. Atravesé el corredo, hasta llegar a la puerta de entrada. Apenas atravesé por ésta, un grupo de ancianas me esperaba con antorchas en mano. Comenzaron a lanzarme piedras hasta que una atinó en su destinó y flaqueé. No supe el tiempo que permanecí inconsciente. El humo que provenía de algún lugar cercano me hizo despertar, viéndome preso. Atado a un poste, varias mujeres carcajeaban y se deleitaban por mis gritos de auxilio. Varias iban y venían con leños que acomodaban bajo mis pies. No fue sino hasta que una lanzo la orden de que era suficiente que dieron inicio a la quema. Poco a poco podía sentir cómo las brasas subían bajo mis pies. Mis alaridos se volvieron demenciales, hasta que, un tanto aturdido, pude ver más allá del barranco donde terminaba la última casa: una sombra, una majestuosa sombra que cubría todo, que escalaba por en medio del barranco y de la cual quedé preso mientras las carcajadas de aquellas mujeres dejaban mostrar sus bocas desdentadas y deslenguadas.

Rafferty Campos Arteaga. (Ciudad de México, 1989) Egresado de la facultad de Historia por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Algunas de sus colaboraciones se han publicado en revistas digitales como Agora, Radiador y Salvo el crepúsculo. Colabora constantemente en 10 ForThe Swag.

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EL ÍDOLO OLVIDADO Lucía Noriega Hernández

"La mujer del chac-mool" Acrílico sobre tela, de 61 x 85 cm. Firmado y fechado en 1991, bien enmarcado. De la primera época del maestro de Buctzotz.

No sé qué pasó esa noche entre nosotros. Hicimos el amor pero de cualquier manera nada se arregló. Desnuda me dediqué a balancear el brazo en el borde de la cama mientras tu respiración se volvía más y más lenta, entretejida de pequeños ronquidos indiferentes. No te odié tampoco entonces, sólo me quedé quieta y abrí mucho los ojos para penetrar la oscuridad, como si a través de las sombras inmóviles las aristas de las cosas fueran nuevas y pudieran revelar algo que me sirviera para acallar la pena y la soledad. Aquella soledad acompañada. La incomodidad fue en aumento. Primero probé a moverme un poco, tímidamente, gimiendo con el tono de quien duerme y tiene pesadillas. Todo lo que hacía estaba dirigido a ti pero yo me empeñé en ignorarlo, en cobijar mis actos bajo el pretexto de lo espontáneo, de lo casual. Insistí en


revolverme sobre la cama, estirando los tendones, tronando uno a uno los nudillos que sonaron como disparos en el silencio nocturno. Nada. Sentí furia. Resentí tu tranquilidad como una ofensa directa hacia mi desesperación tan carente de causas y de objetos. Di vueltas con creciente brusquedad, desordené las sábanas cada vez con más rabia tratando de perturbar tu sueño sosegado. El ritmo de tu respiración hizo sólo una pausa que me dejó en vilo por un tenso instante interminable, luego exhalaste con desgano y cambiaste de posición. Los ronquidos se reanudaron en otro tempo igual de exasperadamente lento. Me di por vencida. Renuncié a culparte de mi insomnio y me resigné a sobrellevarlo como mejor pudiera. La noche pasaba. Advertí al cabo de un tiempo el espacio estrecho, insuficiente, de sólo media cama. El fantasma de la frustración regresó. Yo no era libre de gritar ni de arrancar las sábanas del colchón. No era libre de desbordar mi amargura por todos los rincones del cuarto. Sólo la mitad de esa noche me pertenecía, la otra mitad se subyugaba a tu cuerpo yaciente, completamente desentendido. Acabé por someterme a la escisión, decidí que debía dejar de buscar razones para el abismo aplastante en mi interior, imágenes sugerentes para mitigarlo. Las cosas en el mundo se fueron empequeñeciendo, opacadas por el silencio. Exhausta me senté mecánicamente en el borde de la cama, tratando de respetar esta vez lo que de pronto envidiaba: tu sueño. Abandonada a la inmovilidad, encorvada sobre mis rodillas, esperé a estar lo suficientemente cansada para caer dormida sin más. La cabeza pesaba como plomada. La noche siguió pasando. El tiempo perdió toda medida. No sé entonces si dormité o si solamente dejé de pensar en algo concreto por un instante, porque desde algún lugar incierto regresé bruscamente a la vigilia, levemente alarmada por una repentina

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sensación de frío. Tenía los pies entumidos. Por mero impulso traté de frotarlos con la mano, pero extrañamente ésta sólo se movió unos centímetros hasta quedar al ras del colchón y ya no quiso responder a mi voluntad. Abrí los ojos por completo, intrigada por la necedad de aquella mano. Descubrí que una humedad gélida me escalaba el cuerpo como las pequeñas raíces ciegas horadan la piedra de los templos. Todo fue muy rápido desde el pensamiento revelador en el que tomé conciencia de estar sometida a la inmovilidad. El horror se disparó tan aplastante en mí que llegué a creer que soñaba. Después de un instante de terrorífica perplejidad me dije que no podía resignarme a la pasividad y al miedo. Con creciente angustia traté de incorporarme en cualquier dirección, pero mi cuerpo renegado sólo parecía ceder si el movimiento obedecía a alguna oscura trayectoria predeterminada. Entre esa sucesión de afanes los dedos terminaron aferrados al borde de las sábanas; la espina vertebral cristalizó en un ascendente crujido pétreo. Sentí que la vida se me escapaba. Jadeante, creí que finalmente moriría cuando fuera incapaz de tomar el siguiente aliento, pero sólo dejé de respirar. Mientras, la piel se había tornado porosa, piedra volcánica abriendo paso al aire. Con un último esfuerzo que fue como un grito traté de vencer la invasiva rigidez. Impulsada por la desesperación eché atrás la cabeza y enderecé la espalda entre brutales chasquidos, pero sólo logré grabar en mi columna un insólito arco inverso, la vista fija todavía en la oscuridad y el vientre ofrecido, desnudo y pulcro, de cara al techo. Algo hubo entonces que te hizo despertar, algo que te llamó desde el olvido del sueño. Porque recuperé la noción de la noche, del cuarto, de ti mismo, cuando pusiste tu mano en mi hombro. Y aunque la advertí allí posada no pude sentir en


ella ninguna calidez. Todo en mí estaba gélido y muerto. No logré girar la cabeza para hacer frente a tu rostro, pero lo escruté de reojo cuando de tus labios horrorizados brotó la palabra precisa: -¡Chac Mool!-. El silencio de la noche se quebró doloroso contra mis oídos. Me habías reconocido. Después vino la huida. Entre alaridos volcaste las cosas con las que tropezabas, aterrado como quien reconoce frente a sí una vieja fe herética de la que ahora abomina. Ni siquiera te molestaste en encender una luz o en cerciorarte de que esto no era realmente un sueño, una pesadilla más, tuya o mía. De cualquier manera yo ya no era aquello a lo que habías amado. Hubo otro grito prolongado, portazos y eso fue todo. La noche recobró su silencio. Desde entonces, estos ojos que nada tienen para ver, estos oídos que nada tienen para oír, fuera del canto monocorde, enloquecido de los grillos, confunden oscuridad y silencio en un solo vacío, tan infinito y persistente como el anhelo. Desde entonces estoy aquí, en esta habitación sin ecos, siempre esperando. Esperando que vengas a ofrecerme tu corazón.

Lucía Noriega Hernández (Cortazar, Guanajuato, 1988) Egresada de la carrera de Letras Españolas de la Universidad de Guanajuato, ha colaborado en talleres de formación lectora y creación literaria, así como en producción editorial en el Departamento de Letras de la Universidad de Guanajuato.

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LA MUERTE DE LA ABUELA Macaria España

Tenía el cuchillo entre las manos, una pierna rota y las ganas de correr lo más rápido posible, pero me agarraron los polis. Ahí comenzó la verdadera tragedia. No era el hecho de haber matado a puñaladas a mi abuelita quien tenía ya cinco días de muerta y no me había dado cuenta. Fue una vil trampa del destino. ¿Cómo demonios podría explicar yo eso ante un juez si toda la “escena del crimen” estaba ya pisoteada por los chotas? Iba esposada y con la pierna arrastrando, ni siquiera me preguntaron si podía caminar o no, me subieron a empujones a la caja de la camioneta marcada con el 817 de la Guardia Municipal. Llegamos y todos los morbosos oficinistas salieron a ver a la asesina-abuelitas. Me aventaron por un pasillo que parecía no terminar, para toparme al final con el licenciado Huerta. Juez de barandilla quien con aire severo pero una apariencia mugrosa, me tomó mis huellas y mis datos generales, eso sí, sin jamás dudar de mi culpabilidad. Me tocó la celda 3, la última. Parecía que todo el día había estado siempre de última. De vez en cuando una policía con aire masculino se paseaba por mi enrejado mientras practicaba su mejor mirada estilo rottweiler. Todavía no me dejaban hacer mi llamada obligatoria, pero a quién le podría llamar si sólo vivía con mi abuelita la cual ya estaba más que finada. Recuerdo ese día, acababa de llegar después de ponerme hasta atrás con la banda de la cuadra. Tenía mucho sin pistear ni grifear, entonces pues me puse hasta la madre. Y me fui en el avión casi por cinco días, sin dormir, sólo comiendo caguamas y unos chetos con chile. Llegué crudísima a la casa y vi a mi abuelita en el sillón que siempre ocupaba para ver su telenovela. Estaba como dormida. Me acerqué un poco a ella, despacito entre el sopor que causa ir saliendo de la borrachera. Me di cuenta


que ya había colgado los tenis. O hicieron que los colgara, porque ahí pegado en el mandil de lado izquierdo, tenía una nota que decía: “Penumbras, pa’ que se te quite meterte con la banda equivocada- la ruca no sufrió, chupó patas de cabra nomás de vernos”. Tenía que haber sido la banda del Araña, todo porque me surtí a su vieja, pero realmente ni tanto, ya se la había madreado su otro wey con quien le ponía el cuerno al Araña. Pero como siempre llegué al final y pensó que yo le había dado esa madriza. Todo por una pendejada habían matado a mi abuelita. Mi mente se nubló, cogí el cuchillo de la mesa y aseste unos golpes a ese maldito papel. El coraje se me apretaba en las venas. Demasiado tarde me di cuenta que entre la muina y la sinrazón los golpes le habían atravesado el corazón a mi fallecida abuela. En eso, llegó la tira. Sin preguntas ni nada no me dejaron explicarles. Ahora estoy aquí, esperando que me juzguen por algo que no hice. Todo fue tan absurdo, así como pasa en las películas, la única diferencia es que en ellas al final siempre ganan los buenos, siempre la libran, pero en este caso, en este país donde la justicia es como una cosa rara que suceda, no creo tener un final feliz.

Macaria España. Becaria del Instituto de Cultura del Estado de Guanajuato en el 2005 y 2008. Ha participado en las antologías La vida que él me da, El cuarto del escriba, Tiempo mixto, Callejón de subida, Cuentos del sótano, Antología zombie. Publicó el libro de cuentos La Generación del Desencanto (2013), editado por editorial Pictographia de Zacatecas. Finalista en el concurso de cuento Palabras Malditas en el 2007, mención honorífica en el Premio de Literatura León 2010. Ha sido publicada en periódicos regionales, también revistas como Tragaluz y Barca de Palabras.

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[EL MINOTAURO] METAMORFOSIS Jeremías Ramírez Vasillas

Anoche leí hasta terminar La metamorfosis de Kafka. Soñé con Gregorio Samsa. Me palpé. No, nada había sucedido. Yo era la misma cucaracha de siempre, Gracias a Dios.

Jeremías Ramírez Vasillas (Ciudad de México). Es narrador, comunicólogo, director de cortometrajes, crítico de cine y catedrático de la Universidad de Guanajuato. Ha colaborado para El Nacional de Guanajuato, AM de Celaya y Justa. Ha publicado Arañas en el silencio (La Rana, 2001) y El guerrero, la doncella y otras estatuas (La rana, 2014). Ganador del Concurso de Cuento brevísimo de la revista El Cuento en 1999. Finalista en el virtuality literario Caza de Letras de la UNAM en 2010. Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández 2013.


DOS POEMAS DE BITÁCORA DE UN DESAPARECIDO Mauricio Ramirez Maldonado

EVOLUCIÓN Todos los días quisiera morir, a veces más, en ocasiones menos, al intentar dormir tiemblo de miedo e imagino aparecidos tremebundos que bufan atrás de mis oídos, en las mañanas despierto triste y desahuciado, decepcionado de que mi mente no haya materializado a los nocturnos visitantes, dotándolos de un reluciente cuchillo, un enorme taladro o cualquier otro armatoste para atravesar mi cráneo.

DIPSOMANÍA Es un hermoso día para desatar las sogas, colocarlas a manera de espiral alrededor de mi delgado cuello, silbar una punzante nota mortecina e inmediatamente eructar sobre la dirección del viento a fin de que el mensaje se disperse escandaloso, poseedor de los hedores de la muerte que atraigan al santísimo verdugo.

Mauricio Ramirez Maldonado (Uruapan, 1980) es licenciado en Comunicación por el Instituto de Estudios Superiores del Centro. Cursó diplomados en historia y apreciación del arte, en filosofía contemporánea y en creación literaria. Ha publicado en las revistas Cuestiones Culturales, Calmecac y El Canto del Ahuhuerte. Forma parte del consejo editorial La Malsana. Es cuentacuentos profesional y participa del Circo de Sombras en la ciudad de Irapuato.

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Título: Conejum Rattus (nombre científico) Autor: Cecilia Villavicencio Técnica: Mixta Contacto: chicadezierto@gmail.com

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[EL VUELO DE ÍCARO] DOS POEMAS DE CONJURANDO EL DOLOR Brenda Esther García Valencia

CULPA DE OBSCENA TINTA Alas de indiferencia cubrieron mis ojos como párpados espesos, escondiendo el pasado que iluminaba cuencas repletas de inocencia arrancada. Hoy miro el espejo de la verdad que traza en sus imágenes las raíces del remordimiento, la culpa me hunde y ahoga en sus lágrimas, sólo puedo tragar la miseria de risas fingidas y besar el látigo del tormento, de quien construí murales corpóreos de obscena tinta. Ya no podré ocultarme en el hábito del autoengaño, únicamente fabricaré la atadura del perdón con la soga de mi suicidio.


DEPRAVACIÓN SOFISTICADA Casa meretriz de una virgen profanada, ábreme, pudre tus puertas y oculta tus cerrojos. Sepultura sacrílega de un rostro silencioso, exhúmate y clavaré la daga que coagula tu belleza. Pedestal de verdades pútridas, socava la mansión de mis virtudes, edifica las letras de mi ego muerto. Revísteme con tu máscara de empedrada carcajada.

Brenda Esther García Valencia. (Celaya, Guanajuato) Asistió en su ciudad al taller literario “Diezmo de Palabras” del Sistema Municipal de Arte y Cultura, a partir del cual se publicaron varios de sus textos en el periódico local El sol del Bajío. Actualmente estudia la carrera de Letras en la Universidad de Guanajuato y pertenece al grupo cultural “Caravana Internacional por la Cultura y el Arte”.

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DOS POEMAS DE 33 CITY ROUNDS Raúl Reyes Ramos

PRINCIPIO PARA DOS El hilo del tiempo nos tiende una trampa y nos atrapa. ATRAPADOS, gastamos catorce sueños en descifrar el acertijo y nuestra solución se va despacio como espuma. Descubro que vivir, es buscar, sin las manos el eco del destino. AQUELLAS CALLES ROJAS Detrás de la pena la esquina está vacía. Los corderos piden comida fresca, mientras la sangre corre hacia el volcán... Un buitre nos mira desde lejos, y ríe de nuestra pobreza. Estamos solos. ARRIBA SÓLO NOS VIGILAN, ya nadie nos protege. Raúl Reyes Ramos. (León, 1976). Estudió la licenciatura en Letras Españolas y la maestría en Artes en la Universidad de Guanajuato, donde actualmente cursa el doctorado también en Artes. En 2012 fue becario estatal en el rubro de arte con el colectivo de arte multidisciplinario Cooperativa 3Bits. Es editor de la revista virtual Arteria Artificial. Dirige, desde el año 2003, el combinado de música y poesía Grata Memoria Ensamble Club. En 2012 publicó su primero poemario: 33 City Rounds.


TIGRIS Rosario G. Towns

-donde viven los tigres de BengalaAlejandro José Díaz Valero

Tricolor es la línea del peligro; la jungla se duele al plantón de tus zarpas y se apocan los ecos lunares al rugido. No hay ámbar más temible que tus pupilas tras el follaje; hambrientas. Por los caminos vibra otra espesura: la tibia descolgadera desde tus fauces. No habrá fusta que te calme esa bestialidad elegante. Dicen los que saben que el sólo soñar contigo es peligroso…

Rosario G. Towns (1966). Se dedica a la poesía, el haiku, el calambur, las calaveras, el cuento corto y la minificción, desde 1996, tanto en español como en lengua inglesa. Ha publicado en revistas culturales, periódicos, sitios de Internet y plaquettes.

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Título: “The gates of Babylon” Autor: Alejandro Montes Santamaria Técnica: linóleo, 27 por 13 cm Contacto: www.aurorahorror.com/ams.html


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Título: Rey cuervo Autor: Totopo Técnica: Grabado en linóleo Contacto: jjbran@hotmail.com


[LA NAVE DE LOS LOCOS] ACERCA DEL CONTRASTE DE LA CULTURA NATIVA CON LA OCCIDENTAL EN LOS RÍOS PROFUNDOS DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Miguel Ángel Partida Gutiérrez

Son varios los temas que podemos encontrar en la novela Los ríos profundos (1958), comenzando con el viaje, la introspección, el ambiente andino, la memoria, la enfermedad, la muerte, la infancia, la orfandad y la convergencia entre cultura nativa, mestiza y criolla, entre otros, que proveen al relato de una riqueza de sentidos. Este breve trabajo procura, de una manera sucinta y concisa, exponer algunos elementos culturales que se muestran en la novela de Arguedas, y cómo éstos fluyen en la obra para dar cuenta de una memoria histórica olvidada de Perú. Mario Vargas Llosa en el prólogo a Los ríos profundos deja entrever

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la marginación del indio en la historia de la sociedad peruana: “Los escritores peruanos descubrieron al indio cuatro siglos después que los conquistadores españoles y su comportamiento con él no fue menos criminal que el de Pizarro” 1. Vargas Llosa hace posteriormente la referencia a los modernistas, quienes tomaron la figura del indio como un elemento exótico y místico para incrustarlo en una literatura novedosa. Posteriormente, surgió otro movimiento literario, denominado por la crítica como indigenista, el cual también sólo nos brinda una visión parcial del indio, pues nos modela un indígena pasado por el tamiz de la visión de los escritores occidentales, mirada errónea y alejada de la realidad según Vargas Llosa; y, siguiendo a éste, las obras de Ventura García Calderón, José Santos Chocano y Clorinda Matto de Turner no son portadoras de una realidad indígena, caso contrario al de José María Arguedas, primer gran reivindicador de la literatura acerca del indio peruano. Muchos críticos concuerdan en que en las obras de Arguedas se encuentra mucho de su vivencia, especialmente en Los ríos profundos, donde existe una correspondencia entre el autor y el personaje Ernesto: crianza entre indios quechuas, orfandad, asimilación del idioma nativo, la convivencia con los paisajes andinos, viajes con su padre (abogado litigante), la estancia en un colegio religioso. Ignacio Díaz Ruiz dedica un libro al paralelismo entre la vida de Arguedas y los personajes de sus obras literarias: Literatura y biografía en José María Arguedas, en donde en uno de los capítulos referidos a la orfandad de Arguedas, el crítico menciona: Así se cumple un doble postulado en la literatura arguediana: expresar su propia biografía y manifestar, por identidad y semejanza, la orfandad como sentimiento característico del núcleo indígena con el que vivió. Como en la mayoría de las ideas que determinan su obra, en el trasfondo se descubre una experiencia autobiográfica.2

1 Arguedas, José María: Los ríos profundos. Prólogo de Mario Vargas Llosa. Casa de las Américas: Cuba, 1965. p. 7. 2 Díaz Ruiz, Ignacio: Literatura y biografía en José María Arguedas. UNAM: México, 1991. p. 48.


Ángel Rama intuye lo mismo que Díaz, pero para él no es relevante este hecho dentro de la obra arguediana: La demasiado sabida procedencia autobiográfica de los episodios de Los ríos profundos, ha distraído a lectores y críticos sobre el manejo que Arguedas somete esos materiales [refiriéndose a los elementos constitutivos de la novela, como la relación entre los niveles de la narración: historia y discurso] poniéndolos al servicio de un proyecto literario significativo.3

Para Ángel Rama, dentro de Los ríos profundos, en relación con la cita anterior, destaca la existencia de dos narradores: un narrador principal, Ernesto adulto que se instaura en el relato como joven y un narrador secundario y Arguedas como el etnólogo que aporta conocimiento antropológico para un mayor alcance de la obra, cabiendo mencionar este trabajo suscribe dicho apunte de Rama sobre los narradores, uno que aporta una visión culta y occidental en el estudio de la antropología (narrador secundario), y otro que contribuye a la exaltación, descripción y misticismo de las tradiciones, cantos y bailes nativos (narrador principal, siguiendo la propuesta del crítico uruguayo). Para entrar en materia, encontramos varios elementos que aluden a una constante fricción entre los nativos, representados por los indios, pongos y colonos de las haciendas, y los mestizos y criollos que son los hacendados, comerciantes, clérigos y capataces. En una dicotomía más genérica, se representa y simboliza todo lo étnico, lo autóctono, o dicho de otro modo, la cultura nativa; y por otro lado, las ideas progresistas, científicas y todo aquello que alude a la conquista española y representa y simboliza a su vez la cultura occidental. He aquí un fragmento como ejemplo extraído del primer capítulo de la novela, titulado “El viejo”. Cuando Ernesto convive con el palacio de Inca Roca en la ciudad de Cuzco, “[…] las piedras del muro incaico bullían bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante 3 Rama, Ángel: Transculturización narrativa en América Latina. Siglo XXI, 2ª edición: México, 1985, p. 280.

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[…]”. 4 Hay en este fragmento una exaltación en el espíritu de Ernesto al tocar las rocas con las que está construido el palacio Inca, así como una transmisión de la cultura prehispánica que fluye como un río en el personaje principal: Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llamaban <<yawar mayu>> a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento semejante al de la sangre. También llaman <<yawar mayu>> al tiempo violento de las danzas guerreras, altiempo en que los bailarines luchan. 5

Es clara la reminiscencia nativa en Ernesto, debido en gran medida a su crianza entre los indios quechuas, en la que asimiló la cultura indígena sin que por ello reniegue o lamente de su posterior interinato en un colegio religioso. En contraste con la anterior imagen inca, Arguedas contrapone otra de origen español, manifestado en un diálogo entre Ernesto y su padre: […] -le dije- ¿Alguien vive en el palacio de Inca Roca? -Desde la conquista, […] la construcción colonial, suspendida sobre la muralla, tenía la apariencia de un segundo piso. Me había olvidado de ella. En la calle angosta, la pared española, blanqueada, no parecía servir sino para dar luz al muro. 6

Aquí podemos apreciar una de las primeras oposiciones entre ambas culturas (nativa y occidental) que moldean a la sociedad peruana, ambas representadas en este caso por un elemento arquitectónico. La valoración del personaje principal por lo autóctono domina a la de la inclusión española, pues las rocas incas le comunican o evocan un cántico quechua, pero en cuanto a la construcción española apreciamos que se 4 Arguedas, José María: Op cit. p. 6. 5 Ibidem. 6 Arguedas, José María: Op cit. p. 8


había olvidado de ella, y “no parecía servir sino para dar luz al muro”. De ninguna manera existe la misma contemplación de lo español que de lo indígena. Ya desde este momento Arguedas nos da un guiño del rumbo que seguirá el relato. Otro momento significativo donde es posible apreciar una convivencia entre el occidentalismo y lo autóctono es en el capítulo quinto, “Puente sobre el mundo”, título que se desprende de la traducción al castellano de Pachachaca, nombre dado a un puente sobre el río homónimo, el cual será posteriormente de continua referencia mística por parte de Ernesto. Es importante mencionar que en este puente también hay una cruz, símbolo de la religión cristiana que define en gran medida el pensamiento occidental y que no por ello está exenta del mismo misticismo exhibido por el personaje central. Sin embargo, la diferencia entre ambos signos radica en la naturaleza de su origen y cosmovisión. Al final del episodio vemos nuevamente la exaltación lírica de Ernesto por el río Pachachaca, imperturbable, cristalino, vencedor, que le permite tener ese autodominio, mismo del que adolecen sus compañeros del colegio: Y los pobres jóvenes que la acosaban, que después se profanaban, hasta sentir el ansia de flagelarse, y llorar bajo el peso del arrepentimiento. ¡Sí! Había que ser como ese río imperturbable y cristalino, como sus aguas vencedoras. ¡Como tú, río Pachachaca! ¡Hermoso caballo de crin brillante, indetenible y permanente, que marcha por el más profundo camino terrestre! 7

Podemos apreciar en el cierre del mencionado capítulo el contraste de la religión católica, cultura de la culpa y el arrepentimiento, connotadores del pecado, y el arrobamiento del hombre nativo ante la naturaleza, proveedora de voluntad y templanza. Otro componente importante que se incide en la novela es la cultura oral de los indios: los cánticos como principal conductor de la oralidad nativa, los huaynos. Dentro del colegio, a pesar de llevar la doctrina católica (cultura escrita que se opne a la nativa que es rica en oralidad), los estudiantes 7 Arguedas, José María: Op cit. p. 7.

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retoman en sus ratos libres los huaynos. Romero se encargaba de iniciarlo tocando su instrumento musical, muchas veces coreado en quechua por el resto de los estudiantes. Igualmente en las chicherías acompañadas por arpa y violín, las coplas eran recitadas en quechua y en algunas ocasiones improvisaban la letra. En el capítulo décimo “Yamar mayu”, Ernesto entra a una chichería y encuentra a papacha Oblitas, músico de arpa que después de cantar algunas estrofas, y después de escucharlo Ernesto, éste se exacerba poéticamente: El arpa dulcificaba la canción, no tenía en ella la acerada tristeza que en la voz del hombre. ¿Por qué, en los ríos profundos, en estos abismos de rocas, de arbustos y de sol, el tono de las canciones era dulce, siendo bravío el torrente poderoso de las aguas, teniendo los precipicios ese semblante aterrador? […] ¿Quién puede ser capaz de señalar los límites que median entre lo heroico y el hielo de la gran tristeza? Con una música de éstas puede el hombre llorar hasta consumirse, hasta desaparecer, pero podría igualmente luchar contra una legión de cóndores y de leones o contra los monstruos que se dice habitan en el fondo de los lagos de altura y en las faldas llenas de sombras de las montañas.8

Vemos entonces la importancia de la oralidad reflejada en los cantos nativos que enaltecen el espíritu humano, lo exaltan y lo ennoblecen, otorgando gallardía y solemnidad al indígena; además, es por medio de la oralidad que se fija la tradición autóctona y permanecen las costumbres, quedando como la memoria colectiva de un pueblo que ha sido marginado por siglos. Recordemos también que, en la novela, fue con un cántico que las chicheras encabezadas por Doña Felipa se dieron ánimo y robaron la sal de la Salinera. Advertimos luego, de manera menos significativa, la existencia de una cultura escrita, introducida por Valle, el compañero del colegio de Ernesto, descrito como asiduo lector y que incluso 8 Arguedas, José María: Op cit. p. 240 y 241.


guardaba bajo llave libros de Schopenhauer: pero Valle es mostrado como un joven de ademanes exagerados y falsos, corrompido por sus lecturas y que no podía hablar en quechua, no participaba de ese mundo que Ernesto conocía, y en el cual no había plenitud. Para concluir, diremos que los rasgos culturales antes mostrados, que de ninguna manera son exhaustivos, nos dan la pauta para aventurar que no hay en esta novela una escisión textual tajante entre ambas culturas. Ernesto es factor en constante dinamismo con los nativos quechuas, pero también está atravesado culturalmente por el occidentalismo, lo que no le impide alimentarse de las tradiciones autóctonas y los parajes andinos; y, por otro lado, en cuanto a la religión no discrimina de manera contundente ninguna de las dos ofertas culturales: lo mismo tiene piedad del condiscípulo que del indígena, de la misma manera se arrodilla y profesa amor frente al altar cristiano que frente al Pachachaca. Ernesto representa así esta idea de encuentro entre razas y culturas, en el que Arguedas pone su esperanza de reconcilio del pueblo peruano consigo mismo. Armonización pues, entre pasado, presente y futuro, y cohesión de una sociedad que se ha automarginado: el progreso de una sociedad peruana mestiza fundado en la aceptación mutua de sus convergentes culturales.

BIBLIOGRAFÍA: Arguedas, José María: Ríos profundos. Casa de las Américas. Cuba, 1965. Díaz Ruiz, Ignacio: Literatura y biografía en José María Arguedas. UNAM. México, 1991. Rama, Ángel: Transculturización narrativa en América Latina. Siglo XXI, 2ª edición. México, 1985. Miguel Ángel Partida Gutiérrez (Tula de Allende, 1985). Estudiante de la Licenciatura en Letras de la Universidad de Guanajuato. Participó en el X Congreso Nacional de Estudiantes de Lengua y Literatura, en Colima, Colima.

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Título: “Yacumaman” Autor: Alejandro Montes Santamaria Técnica: Aguafuerte, touch, aguatinta, craquelado, 74cm por 60cm Contacto: www.aurorahorror.com/ams.html

Título: “La ardua rutina de levantar gente” de la serie “Convivencias con la Muerte” Autor: Gilberto Ibarra Pacheco Técnica: Fotografía digital/bodypaint y mascara de cartón Contacto: Facebook: Xilotl Ibarra Pacheco


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Cafetería, Galería, Foro, Cine, Talleres artísticos. Calle Alhóndiga no.32 Guanajuato, Centro. Abierto de Lunes a Domingo de 10:00 am a 10:00 pm. Facebook y Twitter


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