TIPOS DE CUENTOS

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TIPOS DE CUENTOS Cuentos fantásticosCuento Realista

LA

PRINCESA Y LA PIEDRA

En un paíís muy lejano, habíía una princesa de extraordinaria belleza, riqueza e inteligencia, a la que todos los hombres se acercaban para conseguir su dinero. Harta de tener que soportar a tales individuos, difundioí el siguiente mensaje: solo se casaríía con aquel que fuera capaz de entregarle el regalo maí s lujoso,dulce y franco. Un mensaje que llegoí raí pidamente a todos los rincones del reino, llenando en un abrir y cerrar de ojos, el palacio de todo tipo de regalos, entre los que destacaba uno en particular. ¿Queí era? Una simple y llana piedra, llena de musgo y lííquenes. Un regalo que enfurecioí de tal manera a la princesa, que mando llamar inmediatamente a su duenñ o, para que le explicara el porqueí de tan feo regalo. -Comprendo vuestro enfado-dijo el joven pretendiente-, pues no es un regalo que os pueda parecer a vuestra altura. Dejadme deciros, que esa fea roca que contemplaí is, no es lo que vuestros ojos ven, ya que lo que he querido representar con ella, es mi humilde corazoí n. Como veis, es algo tan valioso como vuestras riquezas, franco porque no os pertenece y llegaraí a ser dulce, si lo colmaí is con amor. Al escuchar estas palabras, la princesa cayoí totalmente enamorada de este perspicaz joven, al que envioí durante un largo perííodo de tiempo, una ingente cantidad de regalos para atraerle. Pero nada de esto parecíía atraerle a su curioso pretendiente. Cansada de esforzarse, sin obtener resultado, lanzoí la piedra al fuego, descubriendo con su calor una preciosa estatua dorada. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que si queríía conquistar el corazoí n de su amado, debíía alejarse de las cosas superficiales y prestar atencioí n a lo verdaderamente importante. De esta manera, dejoí atraí s todos sus lujos y altaneríía, ayudando a todos aquellos habitantes que la necesitaban, gracias a los cuales consiguioí casarse con su amado.


Cuento Realista

Juan y la ciudad Cuando Juan terminoí la primaria estaba deseoso de ir a la ciudad. “El trabajo del campo no es para mi, yo estoy destinado a algo mucho mejor” decíía. Asíí que un buen díía hizo su maleta y partíío rumbo a la gran urbe, no sin antes pedirle a su madre que le diera su bendicioí n y le prometioí regresar pronto con el dinero suficiente para que ni ella ni su padre tuvieran que seguir trabajando la tierra. -El trabajar la tierra es el mejor trabajo del mundo, aunque es mal pagado, el obtener de la naturaleza los alimentos es algo muy noble, no seí por queí te averguü enzas de eso. – decíía su padre al tiempo que tambieí n le daba la bendicioí n y algunos centavos y su madre algo de comer para el camino. Juan tomoí el camioí n que lo llevaríía a la gran ciudad, la cual estaba a un par de horas de su pueblo. Al llegar a la ciudad bajoí del camioí n y se encaminoí a la salida, vio con asombro lo grande de los edificios y las grandes multitudes de carros y personas que estaban a la vista, “En mi pueblo hay muchíísimas menos personas de las que hay en esta terminal” pensoí para si. En ese momento una persona se acerco a eí l para pedireí un favor. -Disculpe joven, soy nuevo aquíí, voy llegando de mi pueblo ¿Podríía decirme coí mo llego al centro de la ciudad? – Le pregunto el senñ or a Juan, quien encogiendo los hombros le contestoí . -Lo siento, igual voy llegando y no sabríía decirle. Mientras esto sucedíía un muchacho se acercaba por atraí s y tomaba las cosas de Juan, quien las habíía puesto en el piso. Al ver que el muchacho ya se encontraba perdido de vista el senñ or agradecioí a Juan y se retiroí velozmente. Al darse cuenta Juan de que sus cosas habíían desaparecido decidioí en ese momento regresar a su pueblo, estaba espantado de la gran ciudad y soí lo deseaba regresar a la proteccioí n de su casa y a la tranquilidad de trabajar en el campo.


Cuentos de misterio o suspenso.

La soledad de la noche Mi coche se habíía descompuesto en el medio de la nada; todo cuanto me rodeaba era un extenso camino completamente desierto. Y, encima, era domingo. ¿Quieí n iba a aventurarse por ese Sahara en un díía de descanso? ¡Soí lo yo! Habíía estado lloviendo todo el camino; ahora habíía amainado, pero el cielo no parecíía nada amigable. No teníía alternativa: bajeí del coche y comenceí a andar hacia alguna parte. No podíía ver maí s allaí de mis rodillas, pero sentíía el suelo fangoso bajo mis pies ateridos por el fríío. De pronto, escucheí un chasquido en el agua a unos cincuenta metros de míí, la escasa visibilidad no me permitíía descifrar de queí se trataba, y quedeí paralizada. Deseeí que el camino se convirtiera en un charco de arena movediza y me tragara; teníía miedo de seguir, pero lo hice. Díí un paso y me detuve. Agudiceí mi vista. Nada. Otro paso. Otro. Otro. Oscuridad total… Trateí de tranquilizarme y continueí mi camino. Cuando ya comenzaba a sentir el peso del cansancio, despueí s de casi una hora sin ver nada, diviseí en medio de las sombras una míínima luz. «Finalmente«, me dije. Echeí a correr hacia ella y golpeeí con mis nudillos la puerta de chapa. Alguien introdujo una llave en la cerradura. La puerta comenzoí a abrirse y, ante mis ojos, aparecioí una joven de cabellos oscuros y mirada estrafalaria. A mi solicitud de utilizar el teleí fono respondioí que, a causa de la tormenta, la energíía habíía “palmado” y el teleí fono no funcionaba, pero que, si yo lo deseaba, podríía permanecer en su casa hasta que todo regresara a la normalidad. Detraí s de aquellos chiquitos y felinos ojos habíía algo irreconocible, algo que mordíía silenciosamente e intentaba quedarse con todo lo míío. Y cuando me dijo «La soledad te va matando lentamente» Una mezcla de tristeza y de terror se apoderoí de todos mis sentidos. No obstante, intenteí sonreíír y le agradecíí con toda la simpatíía que me fue posible exteriorizar. Con el paso de las horas me fui acostumbrando a su aspecto y a su deí bil charla: no podíía esperarse maí s de una mujer que vivíía sola en el medio de la nada. Cuando me ofrecioí de quedarme a dormir en su casa me sentíí a gusto. Y acepteí que me indicara donde estaba mi dormitorio. Encendíí la luz, recorríí el pequenñ o territorio y me acosteí ; me veníía bien un descansado campestre. Pero habíía sido un díía demasiado malo para concluir bien. ¡Debíí haberlo supuesto! Lo comprendíí todo cuando vi que sobre la mesa de luz brillaba una tarjetita que decíía «Gracias por quedarte en mi casa para siempre«. Me levanteí de un salto dispuesta a desaparecer de ese cuento pero cuando intenteí abrir la puerta escucheí su voz que reíía: «Te dije que la soledad es insoportable. Menos mal que estás aquí«.


 Cuentos de comedia. Mirando por la ventana Hace mucho tiempo, un pobre ninñ o, se puso tan enfermo que no teníía fuerzas para poder moverse y teníía que pasar todo su díía, metido en la cama. A pesar de que se encontraba en una situacioí n poco agradable, a eí l lo uí nico que le importaba, es que no podíía irse a jugar con sus amigos. Tal era su tristeza y decaimiento, que comenzoí a empeorar de forma visible de su enfermedad. Un buen díía, mientras estaba mirando las nubes pasar por la ventana, observoí una cosa muy extranñ a, que se aproximaba hasta el lugar en el que eí l se encontraba. Esa cosa era, un pinguü ino que iba merendaí ndose un bocata, que a los pocos minutos desaparecioí sin dejar rastro. Cuando auí n estaba sorprendido por esta singular aparicioí n, aparecioí un simpaí tico mono inflando globos. Como sabíía que nadie iba a creer sus visiones, se las guardoí para síí mismo y siguioí disfrutando de tan divertida companñ íía. Unas semanas despueí s, consiguioí recuperarse totalmente y volver con sus queridos companñ eros, a los que les contoí , todas y cada una de las extranñ as visiones que habíía tenido durante su enfermedad. Mientras todos estaban encantados con sus hazanñ as, se dio cuenta de que de una de sus mochilas, habíía algo que le era familiar y que no era otra cosa, que muchos de los disfraces que habíían usado para hacerle feliz.

Cuentos de Navidad Las brillantes arañas de Navidad El hogar se había vuelto a inundar con el espíritu navideño, el olor a pan dulce y turrones impregnaba el ambiente y los colores chispeaban por doquier. La madre se había encargado de que ese año la casa estuviera reluciente para la celebración. Había limpiado con esmero hasta el último


rincón del hogar, de manera que no quedasen restos de polvo o suciedad. Sin embargo, en su afán de limpieza había roto unas minúsculas telarañas que hacía años formaban parte del salón y daban refugio a unas pequeñas arañitas que disfrutaban en especial de aquellas fechas. Al ser despojadas de su hogar, las arañitas no tuvieron más remedio que huir desoladas hacia un rincón oscuro en el ático. A medida que se acercaba la Navidad, el sentimiento festivo se apoderaba aún más de aquel hogar, y una tarde toda la familia se dispuso a decorar un inmenso árbol. La madre, el padre y los dos hijos colocaron los adornos navideños y luego se fueron a dormir. Mientras tanto, las arañitas lloraban desconsoladamente porque se iban a perder la mañana de Navidad, cuando los niños abrían sus regalos. Cuando parecían haber perdido toda la esperanza, a una de las arañas más viejas y sabias se le ocurrió que quizá podían ver la escena escondidas en un pequeño orificio del salón que solo ella conocía. Todas estuvieron de acuerdo y de manera silenciosa salieron de su escondite para llegar hasta la pequeña grieta del salón. Antes de llegar fueron sorprendidas por un gran estruendo y corrieron hacia el árbol navideño buscando refugio para que no las descubrieran. Era Santa Claus que intentaba entrar por la chimenea. Al acercarse al árbol para dejar los regalos, le resultó simpático ver aquellas pequeñas arañitas repartidas por cada rama, detrás de las decoraciones más bonitas. Entonces, decidió usar su magia y convertir a las arañas en las largas cadenas luminosas, que hoy conocemos como guirnaldas.


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