Octava Planta número 39

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Breves pinceladas tunecinas Beatriz Buitrón Hay cosas que solo puedes experimentar en un determinado lugar del mundo, como por ejemplo, las puestas de sol tunecinas, a lomos de un dromedario, sobre la fina arena del Sáhara. La rapidez con la que se esconde el sol, la tinción del cielo con rosas, naranjas y azules son elementos frecuentes en un sitio así. Túnez es roca, eternidad, desierto, tranquilidad, pero también es mar, costa, pequeños pueblos llenos de luz. El sur del país acapara una belleza cada vez menos virginal. Entre la soledad sahariana se levantan obras singulares, tales como el anfiteatro romano del Jem. Construido en el siglo III d.C., este monumento destaca sobre el resto de edificios bastante desvencijados. Por importancia y buena conservación, se considera el tercer anfiteatro romano más importante del mundo. No es difícil imaginarse a los gladiadores luchando en su arena, a los leones encerrados en el foso y al público vitoreando desde las gradas, casi intactas.

Las carreteras unen poblaciones dispersas, en las que los animales muertos, especialmente ovejas y cabras, se exponen abiertos en canal y desollados en la entrada de los comercios. Los ancianos toman té, abrigados con sus capas marrones cubiertas de mugre, mientras contemplan el mísero tráfico. Una de ellas atraviesa el lago salado de Chott el Jerid, también conocido por el país de los espejismos. Aunque en él no hay más agua que la de los pequeños charcos de alguna rara tormenta, la sal simula un gran mar. Cerca de Chott el Jerid está Tozeur, capital de la región y el oasis de Túnez por excelencia. En esta ciudad, las casas son de adobe y se comunican mediante estrechos pasos abovedados ideales para refugiarse del extenuante sol. Los nativos venden cualquier cosa por un triste dinar, desde una bolsa llena de sabrosos dátiles, hasta una botella de agua, que en mitad del desierto se agradece más que nunca. Pero sin duda alguna, la reina del comercio tunecino es la rosa del desierto, una piedra formada por “pétalos” de yeso. Todas las grandes poblaciones

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tienen medinas en las que se pueden adquirir bolsos de cuero, alfombras, shishas, pulseras, postales, djembes y demás artículos por un precio irrisorio. Las ciudades de la costa, al contrario que el sur del país, son más europeas que africanas y salvo pequeñas excepciones, como la omisión de las normas de circulación (si es que existen), se asemejan bastante a las de nuestra costa mediterránea. Los complejos hoteleros en primera línea de playa, disponen de todo lo necesario para conquistar al turista; piscinas enormes, espectáculos nocturnos y un cuidado servicio, por un precio bastante asequible. La parte más antigua de las ciudades acoge la medina y alguna que otra mezquita. Las casas, cubiertas de cal, lucen hermosas puertas de colores que deleitan la vista. Todo aquel que viaje a Túnez, regresara con la imagen de un país lleno de contrastes. Desierto y mar, frías noches y días llenos de calidez, decrepitud y modernidad. Volverá con el sabor del especiado cuscús pegado a su paladar, el calzado lleno de arena, la piel bronceada por el sol y la mirada colmada de imágenes de un hermoso país donde romanos, cartaginenses, turcos, españoles y franceses ,entre otros, dejaron su huella a lo largo de la historia. Túnez es un destino en alza y como todos aquellos lugares que han sido portadores de esta condición, tiene grandes posibilidades de perder su belleza natural y deteriorase hasta convertirse en una zona más de vacaciones. Así que, intenta visitarlo antes de que sea tarde.

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