Maestranza de Aitor Lara

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P R E S E N TAC I Ó N D E CA R L O S M A RT Í N E Z S H AW

MAESTRANZA

AITOR LARA






A

REYES Y A

MARÍA


MAESTRANZA FOTOGRAFÍAS

AITOR LARA P R E S E N TAC I Ó N

CARLOS MARTÍNEZ SHAW

REAL MAESTRANZA DE CABALLERÍA DE SEVILLA



DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS LA REAL MAESTRANZA de Caballería de Sevilla ha dedicado parte de sus esfuerzos a apoyar la fotografía de autor, realizando el encargo de reportajes fotográficos de las temporadas taurinas a prestigiosos fotógrafos que se han convertido en cronistas gráficos de nuestra Plaza. El resultado no ha podido ser mejor, pues en la actualidad, y basándonos en todo este ingente e interesante material gráfico, se han editado cuatro libros dentro de la colección Imágenes de la Maestranza. Me complace presentarles con estas líneas el número cinco de esta colección, obra de Aitor Lara, un fotógrafo que nos trae su particular visión de la Plaza de Toros que lleva el nombre de esta Real Corporación. Durante dos temporadas Aitor Lara ha recogido con sus objetivos a los personajes que la llenan, personajes que a muchos de nosotros nos pueden pasar desapercibidos, pero que, por suerte, han atraído la atención de nuestro fotógrafo. Nos acompañan en el recorrido por este mundo, tan particular y atrayente a la vez, las palabras siempre acertadas de un asiduo colaborador de esta Real Corporación, Carlos Martínez Shaw, Catedrático de Historia Moderna de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y miembro de la Real Academia de la Historia. La lectura de su texto es todo un placer que nos transporta de inmediato a la Plaza de Toros de Sevilla que, una vez más, se convierte en inspiración de artistas. Alfonso Guajardo–Fajardo y Alarcón TENIENTE DE HERMANO MAYOR DE LA REAL MAESTRANZA DE CABALLERÍA DE SEVILLA



EL ANILLO SIN PALABRAS Carlos Martínez Shaw

ace unos años, el gran director musical Lorin Maazel preparó una grabación sobre El anillo de los Nibelungos, la tetralogía de Richard Wagner, en la que suprimía todas las partes cantadas y enlazaba con sensibilidad e inteligencia los pasajes sinfónicos sin añadir una sola nota que no estuviese en las partituras originales de los cuatro dramas del gran compositor alemán. Una ardua empresa que tituló Der Ring ohne Worte, es decir “el anillo sin palabras”. La pieza se impuso a mi imaginación al repasar las fotografías de Aitor Lara, tal vez por la proximidad del teatro de la Maestranza (de Artillería), que fue escenario de alguna de las sabias actuaciones del famoso director estadounidense, a la plaza de la Maestranza (de Caballería), pero más seguramente porque la propuesta del fotógrafo (que sigue a las de Atín Aya, José Morón, Carlos Pérez Siquier y Luis Asín) tiene en común con la musical la decidida voluntad de retratar el anillo sevillano sin emplear las palabras, sin poner nada que no estuviese fuera o dentro de la plaza y sin dejar de interpretar artísticamente los acontecimientos que se suceden en una temporada taurina en el coliseo hispalense.

H

Porque, en efecto, la fotografía ha prestado siempre un gran servicio a la tauromaquia. Incluso se puede hablar, sin emplear siquiera un lenguaje metafórico, de la fijación visual del arte taurino desde los tiempos en que Antonio Carnicero y, más aún, Francisco de Goya dejaban su versión de la tauromaquia en sus estampas, seguramente en el caso del segundo

de los pintores en contrapunto con la preceptiva escrita que por las mismas fechas preparaba el torero Pepe-Hillo. La imagen entablaría así diálogo con la crónica o el reportaje, en un maridaje que nunca conocería el divorcio desde entonces hasta nuestros días: la fiesta de los toros requeriría cada vez más del concurso del fotógrafo, que suministraría la “información gráfica” complementaria del comentario literario en las páginas de los diarios o de las revistas especializadas. Más tarde, otro arte de la imagen, el cine, se ocuparía igualmente, desde su mismo nacimiento, de la temática taurina, como atestiguan los primeros catálogos de la sociedad de los hermanos Lumière (para fechas muy tempranas, 1896-1898), que incluyen L’Arrivée des toreadors, Espagne: courses de taureaux y Courses de taureaux, compuesta esta última de doce títulos que dan cuenta de muy diversos momentos de la fiesta. De este modo, en el caso de los toros, el escrito y la imagen se convertirían muy pronto en dos hojas de un mismo díptico.Y esta circunstancia ha permitido disponer de una segunda fuente para seguir la evolución de la fiesta de los toros, una fuente que últimamente la ciencia historiográfica ha revalorizado extraordinariamente. Peter Burke ha hecho el repertorio crítico de la utilización, junto a las noticias suministradas por los documentos escritos, de la información que puede obtenerse no sólo de las representaciones más obvias de pinturas, esculturas o grabados, sino de otras muchas, como los mapas, las láminas anatómicas, los dibujos de la histo-


ria natural o los exvotos, y a veces de una lectura inusual de las mismas representaciones tradicionales, poniendo las pinturas al servicio de la historia de la vida cotidiana o de la religiosidad popular o incluso mirando los fondos de los cuadros para reconstruir la historia del paisaje o de la agricultura. La fotografía tiene la ventaja de nacer con vocación documental: fija un hecho, un suceso, para siempre, mediante una instantánea. Una virtud que comparte con el cine, que en sus principios será sencillamente puro cine documental, antes de que a finales de la primera década del siglo XX el argumento de ficción entre en la filmografía.Y tiene la segunda ventaja de su fácil reproducción, que la lleva hasta un público más amplio, alcanzando su máxima difusión cuando aparece en los diarios o en las revistas.Y aún más, una tercera ventaja, ya que la información gráfica puede ser considerada la documentación por excelencia de la fiesta de los toros, el único modo de perpetuar en el futuro un arte que es, por su propia definición, un arte efímero, como los grandes aparatos arquitectónicos que presidían las fiestas del Antiguo Régimen y que igualmente sólo podemos reconstruir a través de las estampas que han sobrevivido a la incuria de los tiempos. Ahora bien, si la fotografía puede dejar congelada para la posteridad una media verónica, sus virtualidades van incluso más allá. Todavía en pleno siglo XIX, el famoso ensayista suizo Jakob Burckhardt podía decirnos que las imágenes son “objetos a través de los cuales podemos leer las estructuras de pensamiento y representación de una determinada época”. Es decir, que una serie de fotografías puede suscitarnos un microcosmos, llevándonos desde las apariencias sensibles hasta el alma.Y es precisamente ese el propósito que ha animado a los profesionales que se han acercado a la plaza de la Maestranza, el de captar el espíritu que late en torno a la fiesta de los toros en el marco singular del coso sevillano. Aitor Lara se define como fotógrafo documentalista. Es decir, alguien que trata de dejar testimonio de la realidad, sin

ninguna pose previa y sin ninguna manipulación posterior en el estudio. En este sentido, estaría cerca del concepto de los tratadistas que han pensado en la fotografía como una aproximación objetiva a los hechos, frente a la crónica, sospechosa porque siempre hace una narración subjetiva de lo que verdaderamente ha acaecido.Ahora bien, no hay que llevar esta contraposición demasiado lejos, ya que el cronista honesto procura mantener la fidelidad al documento, en este caso a los lances que efectivamente se dieron durante el festejo, aventurando también, lógicamente, una interpretación crítica de los datos observados. Y, además, dando un giro de ciento ochenta grados en nuestro punto de vista, la fotografía documental no ofrece un testimonio objetivo, universal, único. Se trata, siempre, de la realidad, pero de la realidad vista por los ojos del fotógrafo, es decir a través de la personalidad del fotógrafo. Es él quien decide el objeto y, a partir de esta primera opción, es él quien elige el encuadre (es decir, la composición), el uso del color o del blanco y negro, la gradación de la luz (es decir los contrastes y la escala de grises en este caso), los elementos accesorios que acompañan al tema principal, ya sea una figura animada (hombre o fiera) ya sea un ente inanimado, desde la curva de una cornisa a los tachones de un portón. De esta forma, el fotógrafo se nos revela como un artista, como el poseedor de un arte que utiliza para interpretar otro arte. De ahí el carácter de reflexión que tiene la mirada del fotógrafo sobre el arte taurino (lo que nos trae a la memoria otras hazañas estéticas memorables, como la emotiva fotografía de arquitecturas de un Joaquín Bérchez, por ejemplo). De ahí también la virtud de recrear la obra del arte taurino en una nueva obra de arte, al estilo (si se nos permite llegar a tanto) de las Meninas de Pablo Picasso a partir de las Meninas de Diego Velázquez. De este modo, la fotografía se erige como un arte sustantivo que en algunos casos (como el que nos ocupa) se propone deliberadamente como objeto la reconstrucción, nunca literal, de otras expresiones artísticas.


Aitor Lara tiene, obviamente, sus preferencias. Una de ellas es su pasión por el retrato. Con ello no hace sino seguir una corriente que se remonta, en el arte occidental, cuando menos a los tiempos de la retratística romana de época republicana (realista hasta alcanzar las honduras del alma) y que llega cuando menos a la obsesión por los rostros que subyace en la fascinante pintura de Alexei von Jawlensky (en su tránsito de la fisonomía a la máscara), pasando por muchos otros autores y por muchos otros estilos. Sin necesidad de haberse topado con las palabras del ensayista decimonónico italiano Giovanni Morelli, cuando afirmaba que “en los rostros de la gente siempre puede leerse algo de la historia de su época, si se sabe leer en ellos”, el fotógrafo acerca su objetivo a la Maestranza para captar una serie de rostros (individuales o agrupados) y, como es de rigor, escoge minuciosamente las figuras, el momento, el rasgo y el gesto significativo.

caballero de barba cana y sombrero negro se quiere perder un solo instante de la faena.

Y ahí tenemos su galería de retratos, que pueden leerse en muchas claves, pero posiblemente mejor en clave de testimonio sociológico. El hombre de pelo blanco (el cantaor flamenco Cuchara de Utrera), con muchas corridas a sus espaldas, tiene interiorizada la solemnidad de la ceremonia: traje claro inmaculado, insignia en la solapa, pañuelo de seda al cuello y pañuelo de seda en el bolsillo de la americana, aunque sea de ocasión el abanico que mantiene en sus manos. La tradición aflora igualmente en la señora de blanca mantilla de blondas y peineta de carey que encarna la vertiente aristocrática que se demora en el toreo a pie como remembranza de la lejana fiesta caballeresca del Antiguo Régimen. También va convenientemente trajeado el aficionado que espera serio ante la verja: conjunto oscuro, sombrero, corbata, insignia en la solapa. La sabiduría y la experiencia se resaltan en el caballero de pelo cano que, vestido de sport, con corbata y pañuelo blanco, sigue atentamente la lidia. Una experiencia y una mirada atenta que también se reflejan en la anciana señora que, con su bolso negro al lado, se recorta aislada y severa en el asiento del tendido. Pero tampoco el

Los retratados pasan de la puerta de la plaza a los tendidos y de ahí a los muchos recovecos del santuario donde se oficia el ritual. La primera es la joven amazona tocada de sombrero de ala ancha y vistiendo chaquetilla corta y zajones con adornos de talabartería, mientras su caballo se ensimisma en el pesebre. Le siguen los picadores con sus clásicos atuendos, uno de ellos (Juan Francisco Peña) en la actitud concentrada del que tiene que empezar su actuación de inmediato. A continuación posan los componentes de una cuadrilla (en este caso, la de El Cid) dispuesta para hacer el paseíllo, unos más jóvenes que otros (el maestro, incluso rejuvenecido), unos más sonrientes y otros más serios, unos más conscientes y otros más despreocupados, pero todos formando un cuadro digno por su prestancia del pincel de un Ignacio Zuloaga o un Daniel Vázquez Díaz.Tampoco falta el retrato en solitario del maestro (en este caso, Cayetano Rivera Ordóñez, al que observa su apoderado), elegantemente enfundado en su traje de luces y tocado con su montera, componiendo ya una figura torera que se adorna con una intensa mirada de responsabilidad.Y no podían dejar de hacer acto

Dos retratos dobles destacan de forma particular el relevo generacional, la transmisión de los saberes taurinos (en estas imágenes concretas, de abuelo a nieto), pues la suerte, el futuro de la fiesta depende de la afición de los jóvenes. De ahí lo emblemático de la estampa en que el veterano, de chaqueta, sombrero, camisa blanca y gafas de vista cansada, da la alternativa al joven, también de chaqueta y bien peinado, con ambas miradas en paralelo. Instantánea tan elocuente como la del caballero que, mientras con una mano da una honda calada al cigarrillo y con la otra sostiene al niño de corta edad tocado con su gorra de cuadros, parece seguir con una intensa mirada los lances. Se podría añadir un tercer retrato, el del niño situado entre dos guapas mujeres en un momento de transición de la corrida.


de presencia algunos espectadores bien conocidos, desde los toreros (en este caso, un risueño Curro Romero y un elegante Espartaco, que se sirve de su mano como visera), a las cantaoras, en este caso una bella Estrella Morente. Dignos de destacarse son también los retratos del callejón. El alguacilillo, con su apenachado sombrero en mano se agacha como es preceptivo, al igual que lo hace el arenero con su mono azul oscuro y el gancho y las cadenas en la mano, mientras que, en cambio, un subalterno, montera en mano, levanta la mirada para seguir la faena en el redondel, y otro se yergue, con el capote bien aferrado, atento desde la barrera a los lances que puedan requerir su intervención. Y aún nos quedarían los retratos corales tomados ante las puertas de entrada y en el graderío, donde resalta la multiforme variedad del respetable (aficionados, espectadores, curiosos, turistas) como signo de una fiesta donde caben todos. Un factor a tener en cuenta para la eficacia del retrato es, como ya adelantamos, la elección del detalle. Esta elección, es además decisiva para cualquier otro género de la fotografía documental, ya que el detalle representa a veces la revelación de una dimensión desconocida, no perceptible a primera vista, pero que anda agazapada para ofrecernos la clave que nos falta para que el conjunto adquiera su verdadero significado. Carlo Ginzburg, el inventor italiano de la microhistoria, se ha referido a este fenómeno como “el método Sherlock Holmes” (en alusión al famoso personaje de Arthur Conan Doyle, aunque podía ser el método del padre Brown de Gilbert Keith Chesterton o el de otros detectives famosos de la literatura), poniéndolo en relación con la línea de investigación seguida por Sigmund Freud y aseverando así su valor para su utilización en cualquier indagación de una realidad oculta, del pasado o del presente. Aitor Lara nos obsequia con una copia de detalles significativos.Ya desde el principio nos asaltan las taquillas, a la vez una composición cromática (con el hueco negro de la puer-

ta y el blanco de las encaladas paredes y cresterías) y una nota de prosaica sociología: la promesa de la corrida se enfrenta a la exigencia del pago de la entrada. Lo mismo ocurre con ese brazo poderoso que ofrece las almohadillas, donde se admira el primer plano del imperioso gesto, al tiempo que se desata la reflexión sobre las modestas comodidades del público plebeyo, igual que ocurre con la humilde visera de papel y gomilla que un vendedor, multiplicado en usuario y reclamo, lleva en la cabeza y en las manos, lo que permite captar en el reverso la nota folklórica de las imágenes del culto popular sevillano. Los contrastes también aparecen reflejados en otros detalles: los aficionados de verano entran con sus guayaberas y sus abanicos, los aficionados de invierno lo hacen con sus trajes y sus paraguas. Hay fotografías que valen sobre todo por el detalle que se alza como protagonista absoluto de la acción. En un caso importa el programa que asoma sobre el palco. En otro, el vaso de plata que sacia la sed del torero en el callejón (en este caso, Juan José Padilla). En otras dos ocasiones el abanico imanta nuestra atención pese a la belleza de las jóvenes que lo esgrimen con toda su gracia. Otras veces, la fotografía se convierte en un puro, en un cigarro, en un habano, en un veguero, puesto ya en la boca de señores castizos (algunos tanto como Rafael de Paula, con sombrero de ala ancha, pañuelo en el bolsillo y lazo negro), ya en la de una hermosa joven de aspecto sofisticado y ademán desenvuelto, ya en la mano de un señor que lo ostenta junto a su reloj y su sortija. El cigarrillo se toma la revancha en más de una ocasión, sobre todo aunque no exclusivamente en las áreas de tránsito y de espera, o asomando de la boca (o más bien de entre las guedejas, el bigote y la barba canosa) de otra figura castiza, la del polifacético artista flamenco Changuito, que destacaba en la guitarra, el baile y el cante, en este último caso como su hijo Potito. Más allá, la mirada, casi indiferente al resto de la composición, queda atrapada por los prismáticos de la dama de mantilla que llenan el cuadro.Y, por último, el fotógrafo profesional no resiste la tentación de fotografiar al fotógrafo ocasional.


Finalmente la instantánea puede centrarse en exclusiva en un objeto: las zapatillas de un diestro en descanso y en movimiento proyectando su sombra sobre el albero (que pueden relacionarse con otros calzados observables entre el público, como el zapato de puntera fina que se nos da como único indicio que revela a una espectadora), la estampa blandida en la mano por un aficionado vehemente, el pañuelo agitado por otra aficionada entusiasta que tal vez pida la oreja frente a la renuencia del público circundante, las bandas de las taleguillas que cobran autonomía respecto del resto del traje de luces, los estoques vigilados por el mozo de espadas, el castoreño de un picador ocupando toda la fotografía, el estuche de Morante de la Puebla o el capote de paseo de un matador con el recamado de su imagen de culto, En su obligada aproximación al anillo de la plaza, Aitor Lara parece sentir cierta inclinación por el espacio exterior, por los aledaños, por los alrededores, donde advierte que ocurren hechos interesantes, plenos de sugerencias, sobre todo junto a esa bisagra vital que son las verjas. Luego se adentra por las puertas y dirige su mirada al anillo del graderío, pletórico de personajes: los responsables del orden del festejo, los espectadores, los empleados y los protagonistas de la lidia.Y, finalmente, se acerca al redondel, donde se produce la ceremonia de la corrida de toros, el acontecimiento que justifica toda la animación exterior e interior, el pilar donde descansa todo el complejo aparato organizativo de la fiesta, el eje sobre el cual se construye el minoico laberinto arquitectónico de la plaza, el drama que se disponen a interpretar los diversos protagonistas, el argumento básico para que la sociología se diluya en el misterio. Se suceden así varias fotografías que nos muestran al toro recién salido del toril, al torero (en este caso, Morante de la Puebla) en un espléndido muletazo, al toro en el arrastre.Y

también otras en que la silueta del toro queda deliberadamente desdibujada por el fotógrafo. Sin embargo, por encima de todo, nos sorprenden las figuras de toros y toreros vistas desde el graderío, en que unos y otros parecen habitantes del reino de Liliput bajo la mirada de Gulliver y donde las reses adquieren las dimensiones de esos toritos que se venden a la puerta de la plaza como souvenirs y que también, entre las piernas de los viandantes, proyectan su sombra bajo el sol de la primavera o el verano de Sevilla. Y así la fotografía termina por dar cuenta de un ritual arraigado en una tradición que, como muchas de las tradiciones hispanas, se remonta a algo más de doscientos años. Un ritual que, por el hecho de serlo, tiende a la continuidad, a la constancia de sus pautas: el paseíllo, el traje de luces, el capote y la muleta, la lidia y sus lances, el brindis, la muerte y el arrastre del toro, el flamear de los pañuelos, la vuelta al ruedo del diestro triunfador, el silencio de la plaza después de la ceremonia. Sin embargo, la fiesta de toros es también un hecho histórico, que cambia sutilmente (incluso si no tiene variantes locales) con los tiempos: se abandonan las cinco de la tarde, se incorporan suertes nunca presentidas, se componen nuevos pasodobles... Pero, además, cada corrida es diferente de la anterior y la posterior, incluso si tienen el mismo marco de la Maestranza y hasta si un empresario se empeñara en repetir diez veces seguidas el mismo cartel: una corrida es una performance irrepetible, una ocasión única. Y, del mismo modo, y para concluir, cada artista crea su propia imagen de la fiesta de toros, elabora su interpretación personal de la fiesta de toros, transmuta por medio de su saber alquímico la fiesta de toros.Y nosotros, finalmente, a través del metalenguaje de su fotografía, disfrutamos ensoñadamente de otra fiesta de toros. Por ese camino, el anillo sin palabras nos devuelve, en otra paradoja bien conocida, la música callada del toreo. C.M.S.

























































































D I BU J O : RO R RO B E R JA N O / T R A N S C R I P C I Ó N CA L I G R Á F I CA D E CA N C I Ó N P O P U L A R : M A N U E L M O L I N A F OTO M E C Á N I CA : L U CA M / I M P R E S I Ó N : B R I Z Z O L I S E N C UA D E R N AC I Ó N : R A M O S / D I S E Ñ O Y E D I C I Ó N G R Á F I CA : M AU R I C I O d ’ O R S. © D E L A P R E S E N T E E D I C I Ó N : F U N DAC I Ó N R E A L M A E S T R A N Z A D E S E V I L L A , 2 0 0 8 . © D E L A P R E S E N TAC I Ó N : CA R L O S M A RT Í N E Z S H AW © D E L A S F O T O G R A F Í A S : A I T O R L A R A / S E ACA B Ó D E I M P R I M I R E N M A D R I D E L D O S D E O C TUBRE DE MMVIII. I.S.B.N: 978-84-933996-8-9 / D.L. M-43479–2008


A G R A D E C I M I E N T O S En la primavera de 2001 me entrevisté con Juan Maestre y el Conde de Luna. Me recibieron con elegancia y amabilidad en uno de los despachos de la institución y les expuse mi propósito de trabajar en la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Expresé con libertad mi interés por conocer y descubrir ese universo especial y profundo. Recuerdo con viveza que les resultó simpático que supiera tan poco de aquel mundo y tras deliberar unos instantes pensaron que quizá fuera interesante que entrara de esa manera a la plaza: sin apenas condicionamientos ni prejuicios. Con la mirada virgen y clara. Ahora, con la distancia que el tiempo me concede, después de pasar por la plaza y de haber realizado este libro, tengo la sensación de haber sido como aquel maletilla, intrépido y valeroso, que pidió su oportunidad para torear en esta plaza de primera y que con el tiempo le llegó. Quiero tener un especial recuerdo a la memoria de Juan Maestre y a la del Conde de Luna que apadrinaron mi presencia en la plaza. A Atín Aya por haber abierto este camino y por su magistral manera de ver la realidad. A los valientes que se arriman, a los que dejan su vida en el coso, a los que el tiempo olvida. Al toro que entra libre a la plaza respirando vida y brinda su casta y su bravura a este arte misterioso. Quiero agradecer y expresar mi respeto a la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, a la empresa Pagés, y a todas las personas que me han apoyado dentro y fuera de la plaza ya que gracias a su generosidad ha sido posible la realización de las fotografías para este libro. En especial a Mauricio d’Ors por su temple, su confianza y su saber hacer. Ahora, en ocasiones, cuando miro a través de la cámara veo instantes que son faenas. Suertes de la realidad. Aitor Lara Septiembre, 2008





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