Lo hago para que me quieran

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Lo hago para que me quieran es un libro escrito por Martín Estévez,

que cree que lo único relevante para decir sobre él es que forma parte del Movimiento Etiopía, una organización que realiza trabajo voluntario para colaborar con otras organizaciones sociales. Podés saber más sobre el Movimiento Etiopía a través de Facebook (Movimiento Etiopía), Instagram (@movimientoetiopia) y Twitter (@m_etiopia). A Martín lo podés encontrar en Facebook (Martín Gonzalo Estévez), Instagram (@_martinestevez), Twitter (@_martinestevez) o en sus blogs: palabrasenreveradas.blogspot.com; lahistoriadeluniverso.blogspot.com; y martinestevez.blogspot.com. Este libro fue impreso en febrero de 2018.


Pensaba dedicarle este libro a mi abuelo Víctor por haber sido, entre las personas a las que nunca podré leerles estas páginas, la que más quise. Pero también quiero dedicárselo a mi abuela Fanny porque, si su cerebro se lo permitiera, seguro se lo leería a él, esté donde esté, en voz alta.



¿Cómo definirías tu vida en seis palabras? Hace algunos años conocí el proyecto (no sé si se concretó) de un libro escrito por miles de personas, en el que cada una tenía que resumir su vida en seis palabras. Me pareció divertido y me la pasé todo el día pensando en cómo definiría la mía, hasta que llegué a la frase que le da título a esta obra: ”Lo hago para que me quieran”. Por eso quise hacer un libro que les gustara a los demás, pero, como cualquier pelandrún sabe, las personas tienen gustos distintos. Entonces recordé que, si queremos que algo les guste a otros, antes nos tiene que gustar a nosotros; y me puse a pensar en qué cosas me gustan a mí. Yo, cuando empiezo un libro, tengo la esperanza de que me cambie la vida. Y también me gustan las personas que escriben un poco así nomás, que no se hacen las cancheras llenando hojas con frases raras. Y en caso de que fuera imprescindible escribir de forma compleja (a veces pasa), quisiera que al menos, entre párrafo y párrafo, aflojaran un poco. Por ejemplo, me hubiera encantado que, en medio de un ensayo, Borges escribiera: “Esta idea se me ocurrió recién, mientras estaba alivianándome en el baño”. Yo creo que si el Jorge Luis se relajaba un poco más, ahí sí que le daban el premio Nóbel de literatura. Por eso, este libro está escrito un poco así nomás, como si estuviéramos en una plaza de Lomas tomando mate sin ningún apuro. En eso se parece a muchos libros que me gustan. Lo otro (eso de cambiarles la vida a los que lo lean) lo veo un poco más difícil, pero quién sabe. Acá hay textos que escribí entre 1993 (cuando tenía 9 años) y 2017 (cuando tengo 33). La idea original era contar tres historias relacionadas con cada año de mi vida, empezando por mi primer recuerdo, pero al final decidí intercalarlas con ensayos de la escuela y poemas de mi adolescencia. No porque me gusten, sino porque (aunque no sea evidente) reafirman lo que los textos principales dicen. Pero no te confundas, eh: este libro no es sobre mi vida (como parece a simple vista) ni sobre fútbol (como aparenta en las primeras páginas). Es una obra perversa que quiere invadir tu intimidad, escarbar tus recuerdos y cuestionar tus ideas, tu sexualidad, tus tristezas, tu forma de vivir. Así que, si te animás, avanzá de una vez por todas a la página 6.

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Burum bum bum

Quise empezar este libro hablando sobre mi primer recuerdo, y enseguida me di cuenta de algo: no sé cuál es mi primer recuerdo. A eso le llamo una pésima manera de arrancar un libro. Lo que pasa es que es difícil saber exactamente qué recordamos. A veces nos parece que sabemos cosas de cuando éramos muy chicos, pero en realidad nos las contaron. O creemos no recordar nada de nuestra infancia, hasta que de pronto aparece una historia que “no recordábamos recordar”. Para peor, la edad no tiene nada que ver: mi hermana Gaby dice que recuerda cosas que le pasaron a los 2 años; y mi prima Chuna no tiene la menor idea de qué le pasó antes de cumplir 13. Yo tengo imágenes borrosas de cuando tenía 4, 5 años: rezar el padre nuestro arrodillado al borde de una cama o cagarme encima en prescolar. Creo recordar la sonrisa dulce de una compañera de jardín, tal vez llamada Fabiana, y las cucarachas que reinaban en mi casa de la calle Sarandí. O ir a visitar a mis abuelos, sin saber que estaba yéndome a vivir con ellos. También guardé fragmentos de mi cumpleaños de 5, especialmente la parte en que la policía se llevó a mi papá, justo después de que él había descubierto que yo era de Racing. Sin embargo, el primer recuerdo nítido, las primeras fotos en buena 6

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resolución de mi memoria, se remontan a un partido de fútbol: Argentina-Camerún del Mundial ’90. Más precisamente, a un grito: —¡¿Por qué él puede faltar a la escuela y yo no?! –se quejó Gaby. —Porque es su primer Mundial –le respondió Tati, que además de ser mi mamá ya entendía todo. El que no entendía era yo: no sabía qué era un Mundial. Antes de aquel mediodía, a mí me gustaban los Superamigos y los Autos Locos. El fútbol era algo que sólo había escuchado nombrar y que, si alguna vez había visto en televisión, no me había llamado la atención. Pero ahí estaban Diego y Matías, primos dirigentes de mi masculinidad, para hacerme entender que lo que estaba por venir era importante. Camerún me sonaba más a una golosina rara que a un país, y en eso pensaba mientras mi abuelo Víctor cantaba “Burum bum bum, burum bum bum, yo soy el hincha de Camerún” y sonreía esperando complicidad. Hacía referencia a unos chistes de Clemente publicados durante el Mundial ’82, de los que yo tampoco tenía ni idea. De pronto, mirando la tele, Camerún empezó a ser algo más para mí: una camiseta verde y hermosa; y un tipo con un peinado increíble llamado Makanaky. Pero yo tenía 6 años y me costaba concentrarme en el partido; me distraía comiendo galletitas y pensando en qué lindo era pasar una tarde de viernes en casa. En ese momento no supe que estaba viviendo lo que sería, para siempre, mi primer recuerdo. No podía imaginarme que, a partir de ahí, cada vez que yo apuntara hacia el pasado, mi memoria llegaría como límite a la canción de aquel Mundial, a la televisión en el rincón, a mi abuelo cantando burum bum bum. Y menos todavía podía saber que ese partido, en el que todo estaba preparado para una fiesta celeste y blanca, reflejaría tan pero tan bien lo que pasaría en los siguientes años de mi vida. Porque ese mediodía, la puta madre, Argentina perdió 1 a 0.

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Walter Castaño

Mi primer ídolo fue Walter Castaño. Jugaba en Racing y era un terremoto de habilidad, un genio de multitudes, un rubiecito que levantaba aplausos con sus lujos y goles, un crack. Un dato más: Walter Castaño nunca existió. Tenía 6 años, fue un miércoles a la tarde. Mati bajó las escaleras y en el patio, mientras yo pasaba el secador para no mojar la pelota, estiró sus brazos y me dijo: “No me entra más, así que es para vos”. No podía creerlo: una camiseta de Racing con una palabra (Nashua) en el pecho y un número (11) en la espalda. “Es la de Castaño”, me dijo. Y marcó mi infancia para siempre. Yo no sabía que Nashua era una empresa que pagaba para aparecer en la camiseta. Y mi desconocimiento sobre el funcionamiento del mundo también era aplicable al fútbol: jamás había visto un partido de Racing. El fútbol era para mí tres cosas: lo me había permitido faltar a la escuela durante el Mundial, lo que jugaba con mis primos y un póster en la pieza de Mati. El póster era rarísimo: un montón de remeritas celestes y blancas y, debajo, líneas punteadas para escribir el nombre de los jugadores. Solo recuerdo a tres: Roa, Vivalda y Castaño. Roa y Vivalda eran los arqueros. ¿Castaño? Castaño era mi nuevo ídolo. El conocimiento, a los 6 años, se parece a un rompecabezas. Un niño (como dice el sociólogo Edgar Morin sobre la humanidad) navega entre archipiélagos de certezas sobre un océano de incertidumbres. Y yo, como a un rompecabezas, fui armando a Castaño. Lo convertí en mi héroe.

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Alguna vez mi tío Alberto dijo que era habilidoso. Por algún comentario de Mati lo intuí rubio, con el pelo algo largo, parecido a He-Man. También me pareció entender que se llamaba Walter; deduje que llevaba más de 200 goles en el patio de su casa, y algunos más en cancha de Racing. También me gustaba pensar que le encantaban las milanesas, como a mí. Mi idolatría por Walter Castaño fue creciendo, pero yo también: empecé a ver fútbol por la tele y descubrí que Castaño no jugaba más en Racing. Adopté nuevos ídolos, pero guardé un rincón para él en mi corazón. Quizás algún día consiguiera un video con sus goles y entendiera el valor de la camiseta que Mati me había regalado. Años después, ya grande, decidí retomar mi fanatismo por Walter, su melena rubia y sus goles. Investigué sobre él y llegué a un dramático descubrimiento: no se llamaba Walter, no era rubio y jamás hizo un gol. John Edison Castaño fue un colombiano irregular que jugó apenas 11 partidos en Racing. Casi nadie lo recuerda. La imaginación de un niño de 6 años (yo) lo transformó en un crack inenarrable llamado Walter. John Edison Castaño y mi ídolo no se parecían en nada. Mi ídolo, la puta madre, nunca había existido. Hoy, a los 26 años, me pregunto cuántos de los ídolos que tengo en realidad no existen. Cuántos de mis principios, cuántos de mis sueños, cuántas de mis alegrías están basadas en cosas que entendí mal, en historias que no me contaron, en maravillas que nunca existieron. Me pregunto con angustia en la garganta cuántas personas fundamentales de mi vida son en realidad una mentira, un engaño, waltercastaños esperando para apuñalarme con la verdad. Mientras sufro imaginando la respuesta, atesoro la camiseta 11. Lujosa, heroica, imperturbable. Como Walter lo hubiera querido. Leo Benítez. Mi primer ídolo de Racing fue un tal “Mordisco”. Era cortito y jugaba de 5, tenía unos huevos terribles y dejaba todo en cada pelota; era uno de los lápices con los que jugaba de chiquito. Tenía unos seis años y me pasaba tardes enteras jugando con los lápices, juntaba los de colores parecidos a los clubes y hacía terribles campeonatos. A medida que fui creciendo me di cuenta de que Mordisco era un invento mío, pero a veces pienso que hay creerse eso que solo existió en nuestra imaginación – 14 de noviembre de 2017 Carina Beatriz Fretes. ¡¿Cuántos ‘waltercastaños’ tendremos todos?! ¡Lindo relato! – 18 de noviembre de 2017

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El amigo que perdí

Ya en primer grado supe que me esperaba una vida llena de vacíos y silencios, de miradas desconfiadas, de miedo. A los 6 años, me refugiaba en mi casa y no iba a ningún lugar que no fuera la escuela. Y encima, en la escuela, dos grandotes de segundo me cagaban a trompadas todos los días. Primer grado habría sido una mierda si no hubiera estado David. No nos parecíamos en nada. David era más sociable, menos tímido, más normal. No sé cómo nos encontramos. Hay personas que nos caen bien enseguida, al ver sus gestos, sus movimientos, su forma de hablar. A las que, con sólo escucharlas quejarse de su psicóloga, ya las queremos. David fue uno de ésos. A los 6 años yo me dedicaba a ser prolijo, a pasar desapercibido, a no dar indicios de psicótico. Excepto con David. Con él, en cada recreo, nos convertíamos en enemigos. A las 13:50, 14:50 y 15:50, ayudados por una bola de papel y cinta scotch, y por los banquitos de cemento del patio, nos entregábamos a un duelo de penales visceral y terminante: no valía empatar. Hoy no puedo entender cómo nos animábamos, pero David y yo (angelitos el resto del día) ignorábamos los reclamos de la maestra cuando íbamos empatados. Ni siquiera la mirábamos. Pateábamos penales hasta que la balanza se desequilibraba hacia algún lado. Ganaba él o ganaba yo. 10

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Sin concesiones. Al final de un recreo de mayo, cansada de nosotros, la señorita Liliana intentó hacer valer su autoridad. Se acercó con cara de mala, caminando casi agachada para quedarse con nuestra pelota. Pero, justo antes de que la tocara, David gritó, con los ojos inyectados de sangre: —¡Nooooooooooooo! ¿Qué haceee? —¡Bueno, bueno! –retrocedió ella asustada–. Pero cuando terminen, entren rapidito. Y nunca volvió a molestarnos. Con David no hablábamos sobre chicas ni sobre nuestros papás. Ni sobre nada que no fueran los penales. Adivinábamos el estado de ánimo del otro por el modo en que pateaba: si él despedazaba la pelota de papel de un derechazo, yo sabía que lo habían retado en casa; si yo apenas movía el pie por las ganas de llorar, él se dejaba ganar para no profundizar la herida. La primera vez que hablamos sobre otra cosa fue un jueves de noviembre, me re acuerdo. Todos se arremangaban el guardapolvo por el calor y Adrián Tedeschi lloraba, como casi siempre. Mientras formábamos para entrar, David dijo: –Me cambio de escuela. Nos despedimos el viernes 7 de diciembre de 1990. Resistí todo el acto de fin de año con un nudo en la garganta y, cuando terminó, aprendí un saludo que repetiría muchas veces durante mi vida. Le apreté fuerte la mano derecha y le dije “fue un placer”. No me lo olvido más: me respondió con la mirada. Las vacaciones fueron un calvario por culpa de Flavia Palmiero. Yo no pensaba en David hasta que Chuna o Gaby, sin sospechar nada, ponían el cassette de La ola está de fiesta. Estúpido cassette. Lo odié con toda mi alma. —Cuando pasen muchos años y lleguemos a ser grandes me gustaría que sigamos como hoy… … desafinaba Flavia en Somos amigos, y a mí se me rompía el corazón. No es que me ponía un poco triste: tenía que esconderme en la pieza porque lloraba a lo bestia, inconsciente de cómo dañaba mi hombría en ese acto. Fue la primera cosa de puto que hice. Más adelante completaría mi bisexualidad escuchando discos de Alejandro Sanz, haciéndome vegetariano y yendo a un taller de teatro. 1990

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Tiempo después, confié en Gaby, le conté mi secreto y le pedí que nunca más pusiera esa canción. Fue un error: Somos amigos se repitió infinitamente en casa, a todo volumen, con risas de fondo. Una y otra vez. Hasta que, de tanto enfermarme, me curé. Y, como casi todo, David pasó al olvido. El único motivo por el que escribo esto, ahora lo descubro, es porque la amistad con David fue cortada de golpe, serruchada sin prolijidad, arrancada de la lógica. Si David hubiera seguido en la Escuela 29, nos habríamos peleado en quinto grado. O sería policía, como Diego, y nos alejaríamos por decantación. Pero no: David es siempre un niño de 6 años que no creció, no engordó, no se volvió un adolescente idiota. David es el Che Guevara de mi infancia. Me tiene harto, David. Yo, antes que por los amigos que se alejan llenos de gloria, por los jóvenes que se retiran campeones, por las novias que nos dejan y por las cosas que podrían haber sido, brindo por otra cosa. Brindo por los que se quedan a remar conmigo, por los que juegan a ganar hasta los 84 años. Brindo por las mujeres que nos quieren hoy, por las cosas que sí fueron y (aunque no sean de miel) son nuestras. Brindo por amigos imperfectos que me esperan aunque haga frío, por los que saben que voy a perder pero igual sostienen mi esperanza. Brindo por todos los que, en medio de mis catástrofes y hasta que me muera viejo, siguen leyendo estas palabras aunque nunca signifiquen nada.

Pablo Scoccia. No puedo evitarlo: entre Ale Sanz y el taller de teatro, te hiciste vegetariano. Creo que también cuenta, ¿no? PD: “Todo hombre se parece a su dolor” (Andre Malraux) – 26 de octubre de 2010 (la sugerencia fue agregada al texto). Cristian Curto. No leo nada, soy re banal, básico… pero siempre me detengo a leer tus post, la sensibilidad con la que escribís. Te re banco, Ashton – 14 de septiembre de 2016 Gaby Fernández. El mejor texto, lejos… pero muy lejos – 14 de julio de 2017

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El peso de la langosta

Gaby y Alberto están en su casa mirando un libro. Gaby es amiga de mi mamá y Alberto es su esposo. El libro está repleto de banderas. Yo tengo 7 años y los miro esperando que vuelva a suceder. Y sucede. Otra vez. —¿Ésta es de algún país árabe, no? —dice ella. —Puede ser. Siria o alguno de ésos —dice él. —Tailandia no es. ¿Y Pakistán? —dice ella. —¿Seguro no es de Europa? —dice mi mamá. —Mozambique —digo yo. Y todos miran asombrados. La situación se repite todo el tiempo. No el hecho de ir a lo de Gabriela, sino que me miren con asombro. Por exceso de tiempo libre, memorizo datos inútiles: diseños de banderas africanas, la programación de ATC, el plantel de Ferro, canciones de Los Rodríguez. El hecho, de tan cotidiano, me es indiferente. —Después, cuando llame tu mamá, pedile su número de documento —me dice mi tía Elvi. —Dieciocho siete cuatro dos siete tres cinco —le respondo sin quitar la

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mirada de la Croniquita. Sin embargo, mis conocimientos no habían incomodado a nadie hasta esta tarde de domingo en la que Diego revisa las cartas de Lucha Fuerte con desdén. Diego tiene 14 años y es mi primo. Lucha Fuerte es un programa de catch barato que miro por televisión. Yo estoy en la mesa familiar esperando que vuelva a suceder. Y sucede. Otra vez. —Si te toca la carta de Gibor cantás la edad y ganás siempre —se queja Diego—. ¡Tiene 125 años! —Kruel tiene 140 —digo con voz casi imperceptible—. Y Robox, 150. Y todos miran asombrados. Treinta y cuatro segundos después, Diego ya me apostó 5.000 australes a que no puedo decirle todos los datos de las cartas. Está seguro de que en alguna voy a fallar. Acepto sin darle demasiada importancia. —El ninja negro. ¿Peso? —dispara Diego. —82 kilos —respondo. —El Charro Santana. ¿Estatura? —1,70. —Enrique Orchessi. ¿Levantamiento de pesas? —150 kilos. —Papa Pacífico. ¿Edad? —48 años. Diego empieza a transpirar y a pensar en cómo conseguir 5.000 australes. Los otros ocho integrantes de la familia me miran orgullosos, deseando mi victoria. Soy el más chico, y eso genera simpatía. —Iván Kowalski. ¿Estatura? —1,78. —Rasputín. ¿Levantamiento de pesas? —143 kilos. —El tiburón del Caribe, ¿edad? —43 años. El triunfo está asegurado y sonrío haciéndome el canchero. No hay chances de perder. Queda sólo una pregunta y Diego la hace con resignación. —La langosta. ¿Peso? La sé. Claro que la sé. Sé que la langosta pesa 73 kilos, cinco más que Don Pepo, 47 menos que William Boo. Levanto la cabeza con soberbia y veo a 14

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Diego molesto, herido, derrotado. Si hasta este momento las cosas que recuerdo no han hecho daño, eso está por cambiar. Diego está sufriendo. Me detengo. Se hace un silencio. Un silencio largo. “No la sabe”, susurra Chuna. Entiendo de pronto que, si respondo correctamente, si gano esos 5.000 australes sin esfuerzo, seré siempre un burdo buscador de asombro, un recolector de datos inútiles, un desdichado que sólo querrá llamar la atención. Si respondo correctamente seré un cobarde que le temerá a la ignorancia. Durante los interminables años que me queden de vida intentaré acumular conocimientos por temor a que no me quieran. Si digo el peso exacto de la langosta, hoy me regocijaré sintiéndome mejor que los demás, pero mañana mi bolso lleno de datos inútiles estará vacío, o peor: lleno de ausencias y de soledad. Si no respondo, en cambio, si digo un número cualquiera, si simulo que los nervios me derrotaron, si me permito perder, elegiré otro camino. Diego no se sentirá humillado por un chico de 7 años, mi familia no esperará que yo siempre sepa todo, no nadaré durante décadas en una infundada soberbia. Si respondo mal pierdo 5.000 australes pero gano libertad: me quito de encima las miradas, las obligaciones, la desesperación por mostrarles a todos que no sólo sé que Qatar y Ghana son países, sino que también sé que jugaron el último Mundial Sub 17. Dejo la cucharita, dejo el bizcochuelo y los miro a ellos, a nueve personas que no saben que en este momento estoy definiendo buena parte de mi vida. Que, en el instante en que responda, estaré condenándome a acumular millones de datos inútiles para caer bien; o decidiendo una vida feliz donde no me importe la mirada de los demás, donde no me sienta avergonzado por mis defectos. Respiro. El silencio ya es insoportable. Diego está por insultarme y siento calor en la cara. El momento llega. Alguien mueve una silla. Respiro de nuevo. Miro al vacío e intento que no me tiemble la voz. —73 kilos —respondo. Maripi Boglione. Sin palabras. Demasiado peso para 7 añitos, pero no para la langosta – 17 de julio de 2017. Gaby Estévez. Recuerdo ese momento como si fuese hoy… estaba segura de que lo sabías… como sabés qué pasa en la página tres de la Broma Asesina – 17 de julio de 2017

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Violeta

La culpa de mi tristeza la tiene Violeta. No la tristeza pasajera, que aparece porque perdió Racing o porque no llego a rendir el examen final de literatura griega. Esa tristeza se soluciona con un gol de Lisandro López, por un lado; o con horas leyendo la Ilíada, por el otro. Violeta, en cambio, es la culpable de mi tristeza esencial, eterna e inmodificable. Violeta moldeó mi nostalgia con sus ojos. Si de chico tenía una esperanza de que existiera Dios, era porque eso explicaba que ella y yo fuéramos todos los días a la misma escuela. Nos conocíamos desde el prescolar, pero recién en segundo grado me enamoré. Perdidamente. Violeta tenía pecas y desesperantes ratos de timidez. Cuando algo le daba vergüenza no se ponía roja como cualquiera: los ojos se le cerraban un poquito y le brillaban, dejaba escapar un tercio de sonrisa majestuoso, movía los hombros con delicadeza insuperable. Cuando Violeta sentía vergüenza, mirarla me generaba exactamente lo mismo. La segunda prueba de la existencia de Dios fue cuando nuestra maestra de segundo, Silvia, nos sentó juntos. A los dos. Violeta y yo. Solos. Fueron tres de las mejores semanas de mi vida, aunque casi ni me animé a hablarle. Silvia decía que nos mezclaba a todos para que el grupo se integrara, pero yo intuía que no era así: ella sabía la verdad, había notado mi amor y había decidido (ya que era su alumno preferido) intervenir para que Violeta y yo nos casáramos de grandes.

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(Hace poco, Silvia me juró que nos sentó juntos por motivos pedagógicos: éramos los únicos del grado que leíamos de corrido. Y también me aclaró que nunca fui su alumno favorito. Pero sé que es mentira: Silvia sabía que yo no podía vivir sin Violeta). Quiero que lo entiendan: todo lo que escriba sobre mi vida entre 1991 y 2000 en realidad habla sobre Violeta. Todas mis acciones, mis pensamientos, mis sueños eran motivados por sus ojazos verdes. Todos mis textos sobre esos nueve cortos años se refieren a ella aunque simulen hablar de otro tema. Lo digo en serio. En verano vivía en estado de animación suspendida. Casi no dormía por culpa de una pesadilla recurrente: comenzaban las clases, todos formábamos y ella no estaba. Violeta se había cambiado de colegio y mi mundo se había terminado para siempre. Para siempre, para siempre, para siempre. Verla el primer día me garantizaba un año más de vida. De hecho, el único motivo por el que hice el secundario en el Instituto Lomas fue porque ella se había anotado ahí. Cualquier mínimo suceso que ocurriera entre nosotros me parecía un milagro. En tercer grado nos tocó el mismo turno para ir a la biblioteca; fue así como, para impresionarla, leí Fuenteovejuna, La vida es sueño y Fausto sin entender una palabra de lo que decían. —¿Seguro querés las obras completas de Voltaire? —me preguntaba la bibliotecaria con desconfianza. En quinto votamos qué canción cantar a fin de año y eligió la misma que yo; durante tres meses tarareé ese tema con una sonrisa. La mejor nota que recibí en mi infancia fue un 3 en Ciencias Naturales: exactamente la misma que se sacó Violeta. Era maravilloso, ambos teníamos idéntico desconocimiento sobre la composición de las células. Para mí resultaba evidente: éramos el uno para el otro. Cada año había una fecha determinante para saber qué sentía ella por mí: la entrega de las fotos grupales. Esa tarde todos firmábamos las

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fotos de todos, y a los que no tenían plata para comprarla, agarrábamos una hoja y les firmábamos igual. Si en cuarto grado había vivido veinte segundos lumínicos discutiendo con ella quién pondría primero el inocente “Violeta” o “Martín” en la foto del otro (teníamos una sola lapicera para los dos), en sexto me rompió el corazón. Todos empezaban a soltarse y, en lugar de los nombres, proliferaban frases como Sos mi mejor amiga, Me parecés el más divertido del grado o Aguante River 95. Yo había ensayado durante días cómo firmarle y tomé la iniciativa, declarándola por escrito la chica más linda de todas las veredas del mundo. Ella me escribió lo siguiente: Para un buen compañero Violeta ¿Para un buen compañero? ¡¿Para un buen compañero?! Yo empezaba a crecer y ésa fue la primera verdad inmodificable de mi vida: ella no gustaba de mí. Nunca iba a gustar de mí. Volví triste a casa y no tomé la merienda. A la noche, asumí que debería adorarla sin esperar nada a cambio. En realidad, siempre supe que no tenía chances con ella. Ninguna. Durante mi infancia yo era una especie de insulto a la estética: gordo, con pelo largo, inútil para conversar con una chica, cobarde. Tenía todo en contra y Violeta tenía dos cosas determinantes a su favor: sus ojos. Yo no estaba a su altura y eso me generaba doble angustia: lo sabía y no podía compartir mi dolor con nadie. La ausencia total de amigos y la literatura suelen ir de la mano. Yo tenía ante mí la certeza del amor no correspondido en toda su magnificencia. Sabía que estaba condenado a soñar con alguien que nunca soñaría conmigo. El amor no correspondido era una monstruosa sombra negra que no me permitía mostrar los dientes al reír, que me hacía doler las piernas todos los lunes, que me empujaba hacia adentro para que yo nunca pudiera salir. Pasar nueve años pensando en alguien a quien jamás vas a poder abrazar: eso me hizo ser lo que soy ahora. No hay nada que haya influido tanto en mi formación como persona como el amor no correspondido. No hay nada que me haya generado tanta melancolía como esperar sin esperanza. Pero los ojos de Violeta, además de tristeza, me dieron una vocación: si mis textos existen es porque Violeta no me quiso.

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Fue un sábado. Yo tenía 12 años y estaba en la casa de Juanca (mi papá) en Lugano. Eran las dos de la mañana y todos dormían. El Nintendo ya me había fastidiado y no hacía otra cosa que pensar, como siempre, en Violeta. En cada gesto que había hecho durante la semana, en qué excusa inventar para hablarle. En qué estaría haciendo, en cómo dormiría, en por qué, por qué, por qué nunca, ella y yo, estaríamos juntos. La tinta la puso una lapicera de ésas que compraba Juanca. El papel lo puso Elite, porque usé una servilleta que estaba sobre la mesa. El alma la puse yo: supe que era de noche, que ella estaba lejos, que nunca sabría nada de mí y que yo estaba triste; supe que la angustia es perversa, que enamorarse es peligroso, que aunque había comido cinco porciones de pizza me sentía vacío. Fue un ejercicio maravilloso porque no hubo nadie para verlo. Nació espontáneo, como si esas palabras hubieran estado siempre dentro mío, esperando para salir en cuanto me animara. No supe bien qué hice, pero lo hice: miré fijo la servilleta, apreté la lapicera y escribí mi primera poesía.

Nadia Hardy. Construcción favorita: “La tinta la puso una lapicera de ésas que compraba Juanca. El papel lo puso Elite, porque usé una servilleta que estaba sobre la mesa. El alma la puse yo”. Me encantó como todo finaliza en la narración del nacimiento del escritor – 21 de enero de 2011 Mariana Jaroslavsky. ¡¡¡Gracias Violeta!!! – 25 de enero de 2011 Silvia Dulcinea. Tengo que confesar que además de ser los únicos que leían en ese 2° grado entre 26 (vos y Viole), se los veía lindo juntos. Ese año le daban sentido a mis tardes convenciéndome de que mi esfuerzo porque los otros 24 también lograran leer no iba a ser en vano – 4 de febrero de 2011 Bel Belén. Caigo en caída libre, y soy más libre que nunca. Encontrar Palabras enreveradas es una de las cosas más fascinantes que me sucedió hasta ahora. Así de genuino, tan sublime como esta frase de su autor: “La tinta la puso una lapicera de ésas que compraba Juanca. El papel lo puso Elite, porque usé una servilleta que estaba sobre la mesa. El alma la puse yo” – 27 de abril de 2016

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Lo que ellas no pueden decir

Ayer, después de pensarlo durante mucho tiempo, descubrí por qué las mujeres no pueden pronunciar correctamente la palabra fútbol: porque no hay ningún otro término que junte a la T con la B. Los hombres aprendemos a decir fútbol desde chiquitos, es una palabra propia de nuestro idioma. Para las mujeres, en cambio, es extranjera, la aprenden de grandes. Para ellas, decir fútbol es como decir knowledge, bonjour o spasiva: no pueden pronunciarla sin que se les note la tonada. Hágase la siguiente prueba: pídasele a un hombre y a cinco mujeres que digan “me gusta el fútbol”. Mientras el varón lo dirá con naturalidad innegable, ellas balbucearán cosas como “fúdbol”, “fúlbol” o la versión más popular de todas, “fut-bol”, acentuando con tanta fuerza sobre la letra T que terminarán partiendo la palabra en dos. No es su culpa: es que no la aprendieron de chiquitas. Si existieran en español palabras como “atbolución”, “retbar” o “solutbo”, las cosas serían de otro modo: ellas juntarían la T con la B desde la infancia y luego pronunciarían fútbol sin problemas. Pero no: mientras nosotros decíamos “quiedo jugad al fútbol”, ellas decían “rayuela”, “vestido” y “princesa”. Ninguna lleva una T y una B juntas. Gracias a la masificación de la “netbook”, tal vez en el futuro las mujeres puedan decir fútbol sin tartamudear en el intento. Con lógica, muchas personas me tildarán de machista, de discriminación 20

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de género, pero les juro que no. A mí me gusta que las mujeres vayan a la cancha, que jueguen de carrileras y que opinen sobre el sistema táctico del Eintracht Frankfurt. Y no estoy de acuerdo con que haya actividades para hombres y para mujeres. Simplemente marco un detalle sonoro, auditivo, que esa diferencia generó: que ellas no puedan decir “fútbol”. Tal vez en el futuro se modifique, pero no para mi generación. La década que les sacamos de ventaja, desde el nacimiento hasta cumplir 10, es indescontable. Hace un par de décadas, hasta los 10 años, una chica no descubría la existencia del fútbol. Y, hasta los 10 años, un varón no descubría otra cosa que no fuera el fútbol. Cuando yo no me sabía las tablas de multiplicar, ya conocía ocho equipos de Suiza. Con mi primo armábamos torneos internacionales de 32 o 64 clubes y gritábamos como propios los goles del Malmö de Suecia que metíamos en el patio de casa. Gracias al álbum de figuritas del Mundial ’90, por ejemplo, descubríamos que en Camerún había un equipo llamado Cannon Yaoundé. —Anotalo, juega nuestro próximo campeonato —me decía Mati, y enseguida lo sumábamos al sorteo. No importa para nada si el hombre después es bancario o boletero de tren, si cumple el estereotipo masculino o si se calienta con un morocho musculoso: la cuestión es que aprendió a pronunciar fútbol sin elegirlo, al mismo tiempo que aprendió a decir “papá”, “mamá” y “coca”. Cuando mis primos y yo jugábamos con los muñecos de los Superamigos, los únicos golpes que se daban eran sancionados con tiro libre. Todo era fútbol: mirábamos la contextura del muñeco, le asignábamos un puesto y el nombre del héroe se cambiaba por un buen rótulo para volante creativo. Así, Linterna Verde pasaba a ser “el Huracán Orellano”. En nuestro equipo ideal, Aquaman era el arquero: podía zambullirse de palo a palo y, si la pelota estaba mojada, no se le resbalaba. Batman y el Hombre Halcón eran marcadores centrales: altos, fuertes físicamente, con personalidad. Como lateral jugaba Robin: flaquito, veloz, resistente para correr 90 minutos. Como teníamos dos muñecos de Robin, poníamos uno en cada punta, “los mellizos Grayson”, y la defensa estaba solucionada. En el medio, de 5, necesitábamos un tipo duro y agresivo en la marca: Lex Luthor, claro. Como volante por derecha, alguien con sorpresa e inteligencia, y lo poníamos al Acertijo.

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El enganche, lo sabíamos, debía ser elegante, jugar con la cabeza levantada y liderar al resto. El enganche era Superman. Arriba, tres delanteros: uno rapidito por afuera, para desbordar y tirar el centro (Flash), un Acertijo menos articulado que su gemelo y Linterna Verde. Perdón: el Huracán Orellano. ¿Entienden lo que quiero decir? ¿Entienden que cuando éramos chicos y simulábamos hacer otra cosa, en realidad estábamos diciendo “fútbol” una y otra vez? Mientras, en la mesa familiar, Chuna le pasaba las papas a Gaby cantando Xuxa, Mati me explicaba qué es la ley del último recurso: nos separa un abismo. Sólo les pido una cosa: no empiecen a repetir “fútbol” una y otra vez frente a un espejo, porque no es necesario. Las reconozco como mis iguales, y seguro unas cuántas de ustedes me pegarían un baile si jugáramos un picado. Pero no traten de parecer espontáneas ni se fastidien porque jamás lo puedan nombrar con naturalidad. Dirán “fúdbol” o “fúlbol” o “fut-bol” hasta el cansancio, sin poder acertar nunca en la pronunciación pura, perfecta, celestial. Nunca, pero nunca jamás en la vida, estimadas mías, podrán decir con todas las letras “me gusta el fútbol”. Nadia Hardy. Iba a levantar el dedo para defenderme pero me fue imposible. Sólo me atrevo a decir que me gusta el… juego ese que es tan apasionante – 23 de abril de 2011 Matías Arias. Flash era el pájaro Allen – 21 de junio de 2012

Cuaderno de 2º grado. Consigna: escribir una oración sobre el clima. “El cielo gris se parece a la camiseta de Racing de antes”.

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No me acuerdo nada de 1992. Todos los años tienen particularidades, eventos importantes, alguna tristeza contundente. Algo que los distingue de los demás. Pero mi 1992 no tuvo nada de nada de nada. Como mucho, puedo decir que iba a tercer grado y que mi maestra se llamaba Elisa Susana Bandín: que recuerde su nombre completo es la muestra de que, ese año, mi memoria no tuvo nada mejor que atesorar. Cuando pienso en un año lo asocio a lo que pasó futbolísticamente. Y en el ’92 no pasó nada: no hubo Mundial ni Copa América, y las campañas de Racing fueron tristes. Habría sido memorable si ganaba la Supercopa, pero perder 4-0 una final contra Cruzeiro no es algo que quiera recordar muy seguido. Si hago fuerza, puedo acordarme algunos momentos de 1992, pero tan insípidos que nadie más los recuerda. Como lo que pasó el día después de la final de la Copa Libertadores. Esa mañana, Mati bajó y me preguntó si había visto la derrota por penales de Newell’s ante San Pablo. —¿Si lo vio? —se metió Gaby de golpe—. ¡Cuando Ñuls perdió se puso a llorar! Mati no sabía si creerle o no, y me miró medio raro. Yo sabía que podía decirle que era mentira, que mi hermana inventaba, que cómo iba a llorar por algo así. Sabía que Gaby no tenía por qué meterse, que Mati no

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tenía por qué creerle, que mi intimidad era mi intimidad y era problema mío si me había angustiado por el penal que Alfredo Mendoza tiró por arriba del travesaño. Podía negarlo todo. —¿En serio lloraste? —me preguntó Mati. —Sí —respondí lleno de vergüenza y bajé la cabeza. Mati era mi ídolo. De hecho, en 1992 me había dejado el pelo largo para parecerme a él, pero terminé pareciendo una nena. ¡Qué espantoso me quedaba! Todos los días, antes de ir para la escuela, mi abuela Fanny agarraba el gel e intentaba que mi pelo no estuviera desprolijo. Pero era peor, mucho peor: se endurecía y me salía en punta por los costados. A los 8 años, la puta madre, me parecía a Gokú. Y encima, a un Gokú gordo. En el ’92 no hacía más que estar en mi casa y en la escuela. Ya me gustaba Violeta, pero nadie en el mundo lo sabía. Nadie sabía, tampoco, que tenía un problema físico que me atormentaría durante años. Digo “problema físico” porque el problema era exactamente donde se imaginan. Exactamente ahí. Sí, sí: ahí. Leía el suplemento deportivo de Crónica los domingos y mis tíos tenían una cassetera que grababa la voz. Gracias a ese milagro, con Mati relatábamos partidos imaginarios. (En aquellos años, sépanlo los más jóvenes, no había computadora, ni DVD, ni videojuegos, porque se nos había roto el Atari). Si tuviera que mirar una filmación del más emocionante de esos 365 días de mi vida, bostezaría a los cinco minutos. No hacía nada. Comía, iba a la escuela, jugaba a la pelota solo, dormía. Ni siquiera dormía bien: tenía pesadillas recurrentes. Fue por el ’92 cuando volví a ver a mi papá (después de que se lo llevara la policía en mi cumpleaños del ’89) y le tenía un miedo horrendo. El sueño se repetía: él pasaba a buscarme en su Renault 12 por mi casa, arrancaba y no frenaba nunca más. Me raptaba, me llevaba lejos, me dejaba sin Tati, sin Elvi, sin Víctor: me dejaba sin familia. Familia eran esas nueve personas que vivían conmigo en la casa de Oliden, nueve de las diez personas que yo más quería en el mundo. La otra, perdonen que insista, era Violeta. En el ’92 ya era rasca. Rasca se les llama a las personas que sienten placer al ahorrar centavos. Por rasca no tengo la foto grupal de tercer grado: me parecía cara. Entonces le pedí a mi tía que fuera al grado y 24

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sacara fotos, así que Elvi irrumpió en medio de la clase de dibujo (dirigida por una señora poco feliz llamada Sarita) y disparó el flash una decena de veces. Las fotos son espantosas, casi no aparezco y, ahora que lo pienso, revelarlas era más caro que comprar la foto grupal. En 1992, además de rasca, era boludo yo. Vivíamos con un perro que se llamaba Max y que me daba miedo. Me encantaban las papas fritas. En Pumper Nic pedía papas fritas y una hamburguesa sin tomate, sin queso, sin mayonesa, sin nada. O con algo: con papas fritas. Algún martes lluvioso faltaba a la escuela y completaba con Mati la revista El Ojo Sagaz. Me gustaban las malas de los dibujitos, como Gatúbela o Catra, la villana de She-Ra que está en la imagen. Jem y sus amigas, por ejemplo, me parecían inocentes con sus guitarritas rosas; The Misfits, las chicas malas, con sus pelos verdes y sus medias de red, me volaban el cerebro. Era el inicio de mis perversiones: años después, saldría con una flogger y me obsesionaría con las góticas, las darks, las punk y todas las que fueran capaces de usar medias rotas con orgullo. En el ’92, Elisa Susana Bandín hizo repetir de grado a mi amigo Víctor y yo me largué a llorar. No lloraba por Newell’s ni por Víctor en el ’92: lloraba por mí. Estaba empezando a inhalar silencios. ¿Cuántas veces pateé la Caprichito naranja en el patio, grité un gol falso y me acerqué al tanque de agua para anotar el resultado de un partido que había inventado cinco minutos antes? ¿Cuántas veces Diego y yo fuimos la Selección de Angola, cuántas veces Mati fue Estados Unidos, cuántas veces tiré al aro desde lejos y le pegué al caño de gas, y todos nos miramos como diciendo “algún día se va a romper”? ¿Cómo me pude olvidar de que Mati estaba en séptimo grado, de que fueron las últimas veces que caminamos juntos hasta la escuela? De que bajábamos una mandarina de un árbol, justo a mitad de camino, y empezábamos a patearla. Del tiro desde lejos para meterla en la alcantarilla de la esquina de la escuela. De Elvi quejándose porque ensuciábamos las zapatillas, de los días de lluvia en los que tomábamos el 550, de Babu yendo a buscarnos con la botellita de agua, de los anillitos en la merienda, de Tati llegando a la noche con una Superman en la mano, de las rifas que vendíamos con Chuna para sortear una torta incomible, de las jaulas vacías de pajaritos que se oxidaban en el galpón, de las lampa-

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ritas rotas por los pelotazos, del olor a manteca de cacao de una vecina llamada María Emilia, de las paradas de bicicletas que improvisábamos en las paredes, de las noches de verano en las que comíamos afuera, de mis dolores de piernas de los lunes, de los Autos Locos, de escuchar a Fito Páez por primera vez... ¿Cómo puede haber pasado? ¿Cómo puede ser que no me acuerde nada, pero absolutamente nada, de ese vacío año llamado 1992?

Matías Arias. A veces uno piensa que no hay nada lindo por escribir, que todas las frases son iguales, que huelgan las historias emotivas, llenas de sonrisas y llantos a la vez, esas que sacan hermosas imágenes del fondo de un baúl que existe en el corazón de los que se quieren. Cuando uno piensa que se terminó la era de esas historias, aparecés Martín, para darme toda la alegría que puede entrar en un cuerpo, en un par de renglones nada más – 27 de septiembre de 2011 Gabriel Beck. ¡Guau! ¡Me había olvidado de Catra, era malísima! En el 92 se cumplieron 500 años de la conquista de América, a mí me marcó eso. También tomé la comunión, lo que aparejó una descreencia absoluta en cualquier tipo de institución. Dejé de ser el chico 10 en la escuela y me enojé con el mundo. ¡Me re acuerdo del 92! – 17 de octubre de 2012 Alejandro Neiff. Qué buena onda leerte, loco, siempre me sorprendés con algo nuevo en cada escrito! – 16 de agosto de 2017

Cuaderno de 2º grado. Consigna: escribir un deseo. “Yo deseo que Racing tenga a todos los que se fueron: 1 Goicochea, 2 Borelli, 3 Míguez, 4 Reinoso, 5 P. Pérez, 6 Fabbri, 7 García, 8 Andrada, 9 Fleita, 10 R. Paz, 11 Carranza. Suplentes: 12 Roa, 13 Distéfano, 14 Marini, 15 Ortega Sánchez, 16 Alfonso”.

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La edad de mis preocupaciones

Yo no sé si tenía pocos problemas o era muy pelotudo, pero a los 8 años mi mayor drama fue perder una historieta, la Flush Man número 3. Drama en serio, eh: con angustia, llanto, falta de hambre, bronca y dolor. Hubiera firmado una vida sin postre a cambio de volver a ver esa tapa en la que (como siempre) Flush Man corría a toda velocidad. Si hoy puedo seguir comiendo helado es porque, esa tarde, el Diablo estaba distraído. En realidad, ahora que lo pienso, casi todas mis grandes preocupaciones del pasado hoy me causan vergüenza. Las veo desde lejos y no puedo entender cómo cuestiones patéticamente sencillas me amargaban la merienda. Especialmente la merienda de los sábados, que era el día que en casa compraban facturas. A los 7 años le tenía miedo a la fiesta de fin de año del colegio porque en la del año anterior no encontraba a mi familia y pensé que se habían ido sin mí. A los 9, sentía pánico cada vez que tenía que ser árbitro en un partido entre mis primos, porque Diego se enojaba, me gritaba y yo terminaba llorando, o cobrando cualquier cosa. 1992

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A los 11, me hubiera encerrado para siempre en mi pieza si alguien se enteraba de que me gustaba Violeta. A los 14, mi vida dependía de que Racing no desapareciera: la primera vez que entré a un banco fue para depositar, en la cuenta del club, monedas que les pedía a mis compañeros con lágrimas en los ojos. A los 15, vivía atormentado pensando que jamás le iba a dar un beso a una chica. Los aparatos fijos no me ayudaban. A los 17, tenía pesadillas en las que alguien descubría mi mayor secreto: que no sabía andar en bicicleta. A los 19, cuestioné mi vida porque me fue mal en una evaluación de conocimientos generales. Me obsesioné con saberlo todo y lo único que logré fue perder días enteros leyendo libros del siglo XVII, viendo cine mudo y resumiendo la Historia Universal. A los 22, me levantaba a las tres de la mañana para grabar los goles del Piojo López en México que sólo televisaba ESPN, y me angustiaba cuando no los pasaban. Todavía no sé por qué. A los 24, me ocultaba para que nadie supiera que salía con chicas a las que había conocido chateando. A los 26, sufría imaginando que alguien deduciría que, aunque yo estaba a cargo de la revista El Gráfico Polo, en mi reputísima vida había visto o leído algo sobre polo. Los miedos terribles e inevitables (a la muerte o a que se te caigan todos los dientes) no me afectaban tanto como el terror a que Diego se enojara o a morir virgen de besos. Lo que realmente me ponía mal era que alguien me viera perdiendo el equilibrio y cayéndome de la bici en Sucre al 1500. ¿A qué quiero llegar con esto? A que sigo siendo un cobarde exagerado, un maricón crónico, a que sigo preocupado y muerto de miedo por cosas que nunca van a pasar. Porque la Flush Man número 3 apareció, nunca me abandonaron en la escuela y di mi primer beso a los 16. Porque Racing levantó su quiebra, ya ni recuerdo qué goles me faltó grabar, por chat conocí gente maravillosa y aprendí que lo único que hay que saber sobre polo es que es mejor no saber nada. Sin embargo, a los 27 años, sigo sintiendo que me rondan tragedias ocultas, sigo arruinando los mejores momentos de mi vida preocupado por alguna estupidez. Le tengo un miedo exageradísimo a que mi jefe me llame a su oficina y diga por fin: 28

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—¿Se puede saber por qué llegás tarde absolutamente todos los días? Miedo en serio, eh: subo corriendo las escaleras mecánicas, atravieso pasillos sin saludar y prendo la computadora incluso antes de sacarme la mochila de los hombros. Se los juro: hoy mismo, 20 de octubre de 2011, estuve asustado hasta que Elías Perugino se acercó y dijo lo que me dice cada vez que llego tardísimo: —Hola, ¿cómo va? Mis momentos más pasionales en la popular de Racing, lo confieso, son una mentira: en realidad, todo el tiempo estoy pensando que, si mete un gol, en la avalancha me van a destrozar los anteojos y voy a estar ciego durante días por no tener unos de repuesto. Tener 3,75 de aumento no es joda: me imagino cruzando la calle guiado exclusivamente por sonidos y olores. Dios, no quiero ir más a la cancha. Le tengo miedo a boludeces, a que se me pierdan las llaves de casa, a no pagar los impuestos, a comer algo que tenga carne sin saberlo. Miedo a que me den un billete falso, a olvidarme de un cumpleaños importante, a no conocer nunca a Fausto, el hijo de mi amigo Pablo. Miedo, miedo, muchísimos miedos insensatos y molestos que me nublan el cerebro. ¿Cómo puede ser que, aunque ya lo sepa, me siga pasando? Si sé que siempre me preocupé sin sentido, incluso ahora, ¿por qué estoy angustiado frente al teclado y pensando en que tal vez este texto, y todos los que escribo, a todos les parecen una porquería y nadie me lo quiere decir?

Tatiana Sawicki. De las cosas (algunas) que una se entera gracias a Palabras Enreveradas… – 22 de octubre de 2011 Lean Nahuel. Despreocupate, el cuento está genial, no lo desmerezcas. En serio, me gustó muchísimo – 26 de octubre de 2011 Pablo Scoccia. Hola, ¿qué tal? Me llamo Fausto y no sé leer, pero me contaron de este post que me menciona. Cuando yo escriba “La edad de mis preocupaciones” no voy a dudar en asegurar que a los 18 meses temía no conocer a Martín – 8 de noviembre de 2011 Fernanda García. Martín, sé andar en bicicleta, pero mi miedo, mi pánico más grande era dar una vuelta manzana… No sabía con qué me encontraría, y peor aun, no sabía si volvería al lugar de partida – 23 de noviembre de 2011 Meli Monti. ¡Quedate tranquilo que todos nos reímos mucho con tus textos! – 14 de noviembre de 2017 Belén Panizzi. Yo lloro con tus textos – 14 de noviembre de 2017

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Apenas algo de Tavárez

Odio los textos en los que alguien escribe sobre alguien para que lean un montón de personas que no conocen a la persona sobre la que se escribe y, a veces, tampoco a la persona que escribe. Odio que todo sea público, odio las declaraciones de Facebook en las que una adolescente elogia a su mejor amiga y repite veintidós veces “te amo, Natyyyy, por estar siempre y por esa noche genial con las chicas”, y nadie sabe quién es Naty, quiénes son las chicas y qué pasó en la noche genial. Por ese motivo, les aclaro algo ahora mismo, para quedar bien en orsai: este texto es tan odioso como el de la amiga de Naty. Y habla sobre mi prima Chuna. En realidad quiero contar otra cosa, pero la voy a usar a ella de excusa. Todo empezó una tarde cualquiera. Yo tenía 7 años y estaba leyendo el anuario de El Gráfico de la temporada 90/91. Tranquilas, mujeres: no voy a hablar sobre fútbol, se los prometo. No sé que estaría haciendo Chuna en ese momento, pero yo la miré y tuvimos esta corta conversación.

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—Vane... —¿Qué? —Apenas algo de Tavárez. No pidan que les explique por qué se lo dije. Ni yo lo sé. Lo llamativo es que a partir de ese momento, sin que ninguno de los dos lo explicitara, establecimos un código. Tampoco sé cómo funcionaba, pero todo el maldito tiempo, tres o cuatro veces por día, repetíamos el diálogo. —Martín... —¿Qué? —Apenas algo de Tavárez. El asunto duró algunos meses, durante los que el origen de esa frase fue un misterio familiar. El secreto carece de emoción: leí esa oración en un comentario sobre Chaco For Ever, me resultó curiosa y se la dije a Chuna. Fin del misterio. Un psicólogo podría hacer un mejor análisis de por qué la repetíamos sin sentido, pero mi explicación es más linda: me gusta creer que Chuna y yo, de esa manera, estábamos construyendo una relación. En casa éramos cinco primos: Diego, Mati, Chuna, Gaby y yo. Diego era el más grande y yo era el más chico. Esos siete años de diferencia no nos permitieron compartir demasiada infancia. Con quien sí compartí demasiado (pero demasiado) fue con Gaby, mi hermana. Nos odiábamos un poco por estar siempre juntos y otro poco por nuestras personalidades opuestas. A Mati lo admiré desde chiquito: era mi referente y cualquier cosa que hiciera me parecía bien. Con Chuna, en cambio, todo había que construirlo. Ella era mujer, dos años más grande y, por lógica, se juntaba más con Gaby. Además era sociable, le iba bien en el colegio y siempre estaba rodeada de amigas. Yo era un proyecto de ermitaño, un boceto de persona dedicada a leer historietas y bla bla bla (quiero hablar sobre Chuna, no sobre mí). De chicos, sin embargo, pasábamos mucho tiempo juntos. “Herminio Masantonio”, “Claudio-Miguel/Miguel-Claudio” y “el agujero en la garganta de la tía Kseña” son otras palabras-código que sólo nosotros entendíamos. Pero ahora tengo un problema: las entiendo yo solo, porque Chuna tiene muy mala memoria. No se acuerda de casi nada que haya pasado hace más de dos meses. “No me entran los datos en el

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rígido —dice, riéndose como cuando tenía 9 años—. Para agregar información nueva tengo que sacar la vieja”. Es espantoso cuando pensás que compartís un secreto con alguien, un chiste interno, y de golpe te das cuenta de que el único idiota que le había dado importancia fuiste vos. Me pasó ochenta y cuatro veces en mi vida. —¡Hoola, Adrián! ¡Mi socio en el ya pidió-ya salió! —¿Qué? —¡Ya pidió-ya salió, boludo! ¿No te acordás del lugar ése en el que comíamos? —No, ni idea. Qué bronca, la puta madre. Por eso, si alguien me habla de algo que no recuerdo, le sigo la conversación hasta el final para no romperle el alma. Ése es el único problema con Chuna: no se acuerda de nada. Ella intenta, hace el esfuerzo, pero los recuerdos le desaparecen. Nos queremos un montón, pero temo que ella no se acuerde bien por qué. Yo sí me acuerdo: nos queremos porque construimos. Porque fuimos cómplices silenciosos de chicos y somos cómplices silenciosos de grandes. Las relaciones importantes necesitan momentos importantes. Pensalo vos, que estás ahí leyendo. Pensá en las cinco o seis relaciones importantes que tenés y recordá en qué momento se transformaron en importantes. Casi siempre es por una depresión, una separación, un secreto, un dolor profundo. En esos momentos en que no podemos recurrir a casi nadie, aparecen las benditas relaciones importantes. Aparece Chuna. De todas maneras, no me sorprendería que éste sea otro código que no comparto con nadie. Ya imagino el diálogo: —¡Chunaa! ¡Tanto tiempo! ¡Qué hermosa amistad construimos! —No es para tanto, Martín. Pero no me importa, Chuna. No me importa que no te acuerdes de nada, que no te consideres mi amiga o que te hayas quedado con mis discos de Los Piojos. No me importan las diferencias ideológicas, no me importa que a vos no te gusten los piqueteros y que a mí cada vez me gusten más. Alguna vez te voy a convencer. Cómo no te voy a querer, Chuna, si hasta a tus novios los termino queriendo, si nunca me sentí incómodo en un lugar en el que estuvieras vos, si yo te escuchaba a las 7 de la mañana tragándote las lágrimas

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para poder hablar con nuestro abuelo Víctor, cuando estaba enfermo, y hacerlo reír. Todo este texto, que es como esos textos que odio de los que hablé antes, es sólo para que entiendan lo que sentí hace algunos días, durante una tarde de mierda, cuando abrí el facebook y vi una notificación: Chuna Arias ha publicado en tu muro. Eterna desmemoriada, pensé yo, espero que no escriba para preguntarme de dónde nos conocemos. Hice clic con un poco de desconfianza, pero lo que leí fue lo que nunca hubiera esperado. Chuna, porque sí y sin ningún motivo, publicó en mi muro:

Chunchuna Arias. Ahh! Primo! Me hiciste llorar!!! Jaja, qué lindoo! Me divertí mucho leyéndolo, qué lástima que soy tan poco memoriosa, ya no sé por qué estoy escribiendo, jajaja – 25 de febrero de 2012 Matías Arias. Es increíble, como siempre! Palabras enreveradas es, sin duda, después de mi cama, uno de los lugares donde más me gusta estar – 27 de febrero de 2012

Cuaderno de 4º grado.

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Y él respondía “nada”

Todo empezó con Jorge Díaz. Estábamos en 4ºC, turno tarde, y Graciela Tacconi, nuestra maestra, explicó por qué a veces le compraba un alfajor a Jorge. Era cuando le preguntaba qué había comido durante el día, y él respondía “nada”. Jorge, que hasta ese momento era un flaquito malo que nos podía fajar con una mano atada, dejó de ser un villano. De algún modo, comenzó a parecerme casi justo que nos cagara a trompadas. A él, el mundo le venía pegando desde mucho antes. Terminé 9º grado en el ’98. Mis compañeros ya habían perdido la ingenuidad y empezaban a fumar porro. Mauro había salido en el diario por llevar revólver a un colegio; poco después se caería de un techo en un intento de robo y empezaría un tratamiento para dejar de drogarse. La última vez que lo vi fue hace ocho años; me visitó para contarme cómo iba su recuperación. No sé qué fue de él. 34

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A partir de los 18 años empecé a frecuentar sectores sociales opuestos. Cuando Tati me convenció de que estudiara en un terciario privado, me sentí incómodo. Mis compañeros... ¿cómo decirlo? Eran de otra clase. Yo nunca pasé hambre, pero para no pedir plata para viajar (la cuota sí me la pagaban) repartía volantes y, al principio con ayuda de Víctor, vendía diarios y cartones. Las relaciones de pareja también me transformaron en esto que soy. Primero tuve una novia hermosa que sufría las desigualdades sociales. El método para comer en su casa era el siguiente: los cinco integrantes de la familia ponían las monedas que tenían, ella iba a la carnicería, dejaba las monedas sobre el mostrador y le pedía al carnicero que le diera milanesas, las que alcanzaran con esas monedas. A veces no eran más de tres. Después tuve otra novia hermosa que luchaba contra esas desigualdades sociales. Que militaba, que se conmovía, que ponía en práctica cosas que yo, siempre tan apático, sólo manifestaba en teoría. Tal vez fueron demasiadas las veces en las que nos olvidamos de acariciarnos para discutir sobre comunismo, sobre la función del Estado o sobre movimientos piqueteros, pero no me arrepiento de que haya sido así. En el medio, empecé a ir a las marchas de las Madres de Plaza de Mayo, a las de la Noche de los Lápices, a las del 24 de Marzo. Compartí muchas horas con imbéciles terratenientes, con dueños de campos de polo, pero también con integrantes de La Poderosa (1). Escuché a los cómplices del sistema quejándose por los cortes de ruta, contra los valientes que luchan por nuestros derechos, mientras me interiorizaba en las ideas del FOL (2) y veía a la injusticia social más de cerca. Me anoté en una universidad pública con el único fin de aprender y compartir. Debatí con los del centro de estudiantes, con profesores, con compañeros. Me entusiasmé con la sociología, con Marx, con Foucault, con Adorno, con Althusser. Y en el 2013, por fin, ayudé a construir una organización social: el Movimiento Etiopía. En todo este tiempo, entendí que lo que me pasa desde los 9 años, la incomodidad de tener cosas que otros no tienen, la sensación de que, aunque me cagara a trompadas, Jorge no tenía la culpa de nada, no era un trauma mío, sino una consecuencia de miles de sucesos que ocurren desde hace siglos. Supe que no soy el único que tiene más ganas de cambiar la realidad que de conocer Estados Unidos. Ahora puedo decir, desde mi corazón y desde mi cabeza, después de

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pensarlo y de sufrirlo, que los que piden cárcel para chicos de 12 años, los que creen que las personas son mejores o peores según su nacionalidad, los que se sienten superiores a otros no son ni serán nunca más mis amigos. Aunque me duela, los que dicen que quienes reciben planes sociales no quieren trabajar, los que repiten las pelotudeces que escuchan en televisión y creen que la culpa es siempre de los demás, van a perder puestos en mi lista de Personas Que Quiero hasta desaparecer. Ya tengo algunas ideas claras, y no desde el capricho, sino desde el conocimiento. Me animo a debatirlas durante el tiempo que quieran, del modo y en el lugar que quieran, con todo el respeto y paciencia que me quedan. Tengo claro que nunca será justo que haya personas trabajando mientras otras viven del trabajo de los demás. Y no me refiero a los desocupados, entiéndanlo de una vez: me refiero a esos hijos de puta de traje y corbata que parecen tan respetables, a los hábiles empresarios que no son más que explotadores que nos esclavizan, a imbéciles a los que votamos por su piel blanca y sus ojos claros mientras son cómplices de la trata de personas, de la violación de menores de edad, de la corrupción en sus formas más abyectas. Todo empezó con Jorge, con un sistema que mortificó a su familia hasta dejarla sin fuerzas, sin respuestas, sin nada para comer. Y siguió con una, dos, trescientas pruebas de que los robos, los asesinatos, la discriminación y esta enorme tristeza son culpa de elegantes y caritativos hijos de puta enfermos de sexo comprado, de cocaína y de barrios cerrados. Pero, por suerte, en estos años más amigos del dolor que de la alegría, encontré a muchas, muchas personas que me enseñaron por qué no hay que abandonar, por qué no hay que olvidar, por qué hay que seguir luchando y luchando y luchando hasta que nos brillen los ojos: hay que seguir por ellos, por los abandonados, por los olvidados, por los que, solos, tristes y cansados, necesitan mucho, muchísimo más que un alfajor.

(1) La Poderosa es un movimiento revolucionario formado por un colectivo de voluntarios anónimos. Su página en Internet: lapoderosa.org.ar. (2) El FOL (Frente de Organizaciones en Lucha) es un movimiento social que intenta modificar la realidad a través de la construcción de poder popular.

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Lala Martínez. ¿Sabés que te adoro, no? Y que amo lo que escribís, hasta las lágrimas, Sr. Amigo! – 6 de mayo de 2012 Rodrigo Ostravsky. Hermoso… conmovedor… humano… Ladran, Sancho… – 6 de mayo de 2012 Pablo Scoccia. Siempre has tenido más valentía que la que declarás públicamente – 9 de mayo de 2012 Jesi Broder. ¡Me encanta que haya gente que piense así! Algo está mal, esto es una porquería y me alivia no ser una extraña en este mundo, pero me preocupa no saber cómo actuar – 11 de julio de 2017

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La culpa la tiene Casciari

Me pasa todo el tiempo. Siento unas ganas irrefrenables de escribir algo simpático y con alguna idea medio fumada, y cuando estoy por arrancar me doy cuenta de que lo que quiero decir ya lo escribieron Alejandro Dolina o Hernán Casciari. Entonces las ganas de escribir se me vuelven angustia, y la angustia continúa incluso cuando desisto de escribir, y termino deprimido sin saber por qué, y sin haber escrito nada. ¡Mierda! Casciari me enseñó que Borges “dijo todo lo necesario que había para decir en el mundo. Las demás cosas que dijo o escribió el resto pueden estar bien o estar mal, pero no son tan, tan, tan fundamentales”. Qué bien escribe el hijo de puta de Casciari. Pero él, incluso afirmando que Borges escribió todo lo que había para escribir, sigue escribiendo. Debería tomarlo como ejemplo y escribir pese a todo, pero ya estoy deprimido, y no quiero escribir, ni leer, ni tomar como ejemplo a un forro que escribe tan, tan, tan bien que me deja sin ganas de nada. Antes de empezar este texto (lo confieso con vergüenza de principiante) había hecho un listado de temas que podía desarrollar sobre 1993: • Hablar sobre Matías Podestá, un compañero del 4° grado al que le decíamos Zapallito. 38

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• Hacer una deducción matemática de cuántas lamparitas rompíamos con Mati jugando a la pelota. • Recordar los partidos que jugó Racing ese año contando dónde estaba mientras se jugaban. La derrota 3-0 contra Vélez la escuché en un parque en el que estábamos porque Gaby quería ver a Festilindo; el 1-0 a Mandiyú fue un miércoles a la noche: el gol nació desde la radio de mi abuelo, semidormido, y me acerqué a escuchar si había sido de Racing o de los correntinos. Y así. • Detallar los orígenes del prode familiar, que empezamos con Mati en el ’93 y que sobrevivió hasta 2010. • Contar mi búsqueda de historietas imposibles en Parque Rivadavia, especialmente para ver si alguno se compadecía y me regalaba el imposible especial número 4 de la Liga de la Justicia. Pero, como esa gente que en el amigo invisible arruina todo averiguando quién le regala a quién, antes de empezar a escribir agarré un libro de Casciari. Justo lo que no tendría que haber hecho. Así me dejó: deprimido, entendiendo que mis ideas son galletitas de agua húmedas, rancias, con las que es imposible cocinar un texto riquísimo como los de Casciari, o nutritivo como los de Dolina. Sin embargo, desde el mismo libro, Casciari me tira ánimo: “El arte sólo requiere un 10% de talento; el resto es práctica tenaz y constante”. La frase no es gran cosa, pero de algo tengo que agarrarme. Y escribo. Escribo con tenacidad y constancia, aunque no hable sobre nada. Ni de lamparitas, ni de la radio de mi abuelo, ni del Parque Rivadavia. Pero escribo, no paro de escribir. Hago de la escritura mi ejercicio, mi desahogo y mi justicia. Insisto, buscando ese momento fugaz, peligroso e irrepetible en el que siento que escribí algo que me gusta leer. Como insistía buscando emociones ese gordito de 9 años que, cada vez que Mati le pegaba fuerte a la pelota, se tapaba la cabeza porque sabía que, instantes después, pasaría algo fugaz, peligroso e irrepetible: cientos de pedacitos de vidrio, que antes habían fingido ser lamparita, caerían como lluvia sobre su cabeza.

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Cuaderno de 5º grado, 1994. Consigna: ¿Qué se puede hacer un fin de semana? ¿Qué se puede hacer un fin de semana? Andar en bicicleta, comer golosinas, jugar a las cartas, invitar a tus amigos o un millón de cosas más. Yo elegí escribir un cuento. Y empecé a pensar. ¿Un gato que perseguía a un ratón? No. ¿Unos niños que fueron atrapados por un pirata? No. ¿Un chico que estuvo calvo mucho tiempo y un día le creció el pelo? No. Así estuve todo el día hasta que… ¡una idea! Con esa idea empecé, escribí 40 renglones y… maldición, no sabía un final, así que estuve una hora veintitrés minutos diez segundos pensando un final, pero no. Me cansé, dejé todo y fui, como siempre, a jugar al videogame. Conclusión: nunca podré hacer un cuento.

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El Mundial ‘93

Una de las emociones más grandes de mi vida fue haber jugado un campeonato mundial. Y, además, haberlo compartido con mi primo Matías. Muy pocos tienen esa suerte. Fue a principios del ’93 y yo fui arquero de 64 equipos. Peor la tuvo Mati, que cumplió el papel de 640 futbolistas de campo, e incluso de algunos suplentes. Pero, para llegar a aquel torneo, tuvimos que atravesar situaciones difíciles. Si digo que viví la mitad de mi infancia con Mati y la otra mitad solo, sería una exageración no tan exagerada. Al principio, nos conformábamos con ir al patio y jugar un rato a la pelota. Teníamos un arco bastante bien delimitado y los roles eran claros: él pateaba, yo atajaba. Pero no nos quedamos con eso. Pronto empezamos a armar pequeños torneos entre equipos de todo el mundo. Inventábamos los nombres de los jugadores del Steaua Bucarest de Rumania, imaginábamos que el Jazz de Finlandia no le ganaba a nadie y festejábamos como propios los triunfos del Werder Bremen alemán. Esos torneos tenían un punto en común: el campeón siempre era Racing. El día que la Academia le dio vuelta un 0-3 al Barcelona en la final y ganó con cuatro goles de un rústico lateral llamado Cosme Zaccanti nos dimos cuenta de que nuestros torneos invitaban a la sospecha.

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—Por ahí —me dijo Mati con culpa— podríamos... No sé... Si Racing pierde, igual va a seguir siendo el mejor. No cambia nada si pierde, ¿no? —Está bien —entendí enseguida—. Pero si pierde, queda todo acá. No se lo contamos a nadie. —Dale —dijo más tranquilo—. En el próximo torneo, si pierde, no pasa nada. El acuerdo, realizado con códigos casi mafiosos, era claro: al siguiente torneo, Racing no tenía que ganar. Sin embargo, superó las primeras rondas, como para que la derrota fuera más digna. Cuando llegó la final contra el Milan de Italia, nos miramos serios. Si atacaba Racing, lo sabíamos, Mati tenía que patear muy al medio o muy desviado. Y en los ataques del Milan, yo no debía oponer demasiada resistencia. Empezó el partido con Milan ganando 1-0, pero en un ataque de Racing se me escapó la pelota y todo quedó 1-1. El final fue dramático. Los delanteros de Racing se perdían goles que en otro torneo jamás hubieran fallado. Y, en el último minuto, Van Basten quedó mano a mano conmigo y metió el 2-1 para el Milan. El objetivo se cumplió y Racing no fue campeón, pero no estábamos felices. —¿Cómo te vas a errar esos goles, boludo? —le grité yo, que jamás insultaba—. ¡Sos Racing, no te podés errar esos goles! —¿Y vos? ¿Tenés un problema en las manos o solamente sos estúpido? ¡El último tiro lo atajaba hasta Vanesa! —me respondió. Estuvimos dos días sin hablarnos, hasta que subí (Mati vivía en la planta alta) para que me ayudaran con una tarea de Sociales. Diego, el mayor de los primos, nos vio preocupados y preguntó qué pasaba. —Si jugamos y Racing gana, es aburrido —le explicó Mati—. Pero no queremos que pierda. —¡Hagan torneos en los que no juegue Racing! —dijo Diego. La idea era tan lógica, estaba tan en nuestras narices, que no la vimos. Estaba decidido: a partir de ese momento, Racing se retiraba de nuestros campeonatos. Empezamos entusiasmados porque los resultados eran inciertos, pero poco a poco nos fuimos sintiendo vacíos. Después de una final que River perdió humillantemente contra el Cosmos de Estados Unidos, los dos dijimos solamente una frase, y era idéntica: “Este torneo, Racing lo ganaba de taquito”. 42

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A principios del ’93 supimos que nuestras vidas iban a cambiar para siempre. En marzo, después de las vacaciones, Mati empezaba el secundario. Él tendría ocupadas las mañanas; y yo, que recién pasaba a cuarto grado, seguiría yendo a la tarde. Era una verdad terrible: se acababan los torneos, nunca más decenas de partidos con definiciones interminables. Mati, que ya tenía alma de diseñador, armó con telgopor la copa más hermosa que vi en mi vida. Tenía la forma perfecta, el tamaño perfecto, y estaba cubierta de papel metalizado. Brillaba más que la Champions League. Acordamos que organizaríamos un torneo más, un Mundial que definiría todo. El ganador se quedaba con la copa y ya nunca más habría campeonatos. Elegimos a los más importantes y armamos un cuadro de 64 equipos. Teníamos un serio problema: no sabíamos qué hacer con Racing. Si lo incluíamos, sería un campeón obvio. Y tampoco queríamos que no ganara y pelearnos de nuevo. Tuvimos una larga reunión, interrumpida una vez para comer y otra para tirarle bombuchas a Chuna y Gaby, y tomamos una decisión: el resultado de los partidos se definiría por sorteo. Para evitar que nuestros deseos interfirieran con la limpieza del torneo, metíamos posibles resultados en una bolsa y sacábamos un papelito para cada partido. Eso posibilitaba la inclusión de Racing en el Mundial, aunque sabíamos que el método generaba inconvenientes. Para empezar, uno de los dos tenía que saber el resultado del partido antes de jugarlo: Mati, que era el que pateaba. Entonces, cuando se realizaba el sorteo, él evitaba cualquier gesto cuando veía qué papelito había salido para que yo no supiera el resultado. La primera fase, de 32 partidos, generó dos situaciones dignas de mención. La primera fue el debut de Racing. ¡Dios, cómo queríamos que se quedara con la copa! En el sorteo le había tocado jugar contra otro equipo de Argentina, Ferro, y Mati no había hecho la más mínima mueca cuando salió el resultado, así que yo no sabía qué esperar. Recuerdo que Ferro se venía como una tromba. Yo jugué uno de los mejores partidos de mi vida; parecía el verdadero Lechuga Roa. Racing tuvo algunos ataques tibios que me generaron ilusión, pero Ferro tenía la pelota, tocaba y tocaba, llegaba por todos lados. Incluso le tapé un zurdazo tremendo a Pobersnik volando con la mano cambiada. —Brillaaaaaante, Roaaa, la saca al córner —relató Matías. En ese

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momento supe cómo se sintió Maradona en México 86. Parecía que terminaba 0-0, y tenía lógica: Mati no había hecho ningún gesto porque había salido un empate, y habría que hacer otro sorteo para definir el ganador. Mientras pensaba en eso, un delantero de Ferro me cabeceó de pique al suelo y metió el 1-0. Mati no lo gritó. Yo no lo podía creer y reclamé offside, pero nadie me escuchó. Fue la última pelota del partido. Por culpa del estúpido sorteo, Racing quedó eliminado en primera ronda. Mati vino a consolarme y subimos la escalera abrazados y llenos de tristeza. Sabíamos que la culpa no era nuestra, sino del destino. El otro aprendizaje que dejó la primera ronda fue que algunos resultados eran previsibles. Cuando yo veía que el Nantes de Francia atacaba y atacaba, y que los delanteros del Flamengo ni figuraban, me daba cuenta de que los franceses iban a ganar. Era obvio. Mati, que ya era un genio, modificó la estrategia para la segunda ronda, en la que se jugaron 16 partidos. ¿Cómo? Fácil. Ponele que jugaban Celtic de Escocia y Peñarol de Uruguay. Los escoceses se venían como locos, atacaban incluso estando 1-0 arriba. Yo ya imaginaba la goleada, pero en los últimos cinco minutos Peñarol metía dos goles y el partido terminaba 2-1. Eso requería de mucho esfuerzo de Mati, que tenía que meter algunos goles en pocas llegadas, y calcular que yo atajara unos cuantos tiros. Pero, claro, a veces fallaba. Si el Toluca tenía que perder 1 a 0, Mati disimulaba y le inventaba ataques, pateando tiros más o menos fáciles. Cuando a mí se me escapaba alguna, aparecía el grito salvador: “¡Posición adelantada, posición adelantada, el gol no vale!”, decía el relato. Yo, que no era tonto (al menos para esas cosas), me daba cuenta de que, cuando un gol se anulaba, era porque ese equipo no tenía que hacer ninguno más. Entonces, toda la emoción se iba al diablo. Para los octavos de final, Mati redobló la apuesta. Escuchen con atención, así entienden porque lo admiraba tanto. Arrancaba un partido entre, por ejemplo, Colo Colo e Independiente. Empezaban 1 a 1 y después los chilenos no paraban de atacar. Yo intentaba descifrar el resultado mientras el partido transcurría. De pronto, Colo Colo metía un gol y Mati gritaba: “¡Posición adelantada!”. —Listo —pensaba yo—. Eso significa que Colo Colo no va a hacer más goles.

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Todo parecía confirmarse cuando Independiente metía el 2-1. Minga: sobre el final, los chilenos hacían dos goles y terminaban ganando 3-2. —Pero... ¿por qué antes anulaste el gol si Colo Colo todavía tenía que hacer dos más? —pregunté. Mati me respondió con una sonrisa triunfante: una vez más, había logrado que el resultado fuera incierto. Los últimos partidos eran casi psicodélicos. Mati generaba situaciones rarísimas para que yo no adivinara los resultados y los dos terminábamos mareados por tantos goles anulados, incluso en partidos que salían 0 a 0. Aquel Mundial del ’93, nuestro Mundial, duró más de dos meses. Los últimos partidos se estiraban desde la mañana hasta la tarde, hasta inventábamos las formaciones y actuábamos las charlas con los técnicos en el entretiempo. Pero ya era el primer fin de semana de marzo y el lunes empezaban las clases: el torneo tenía que terminar. No sé si Mati me creerá, pero me acuerdo de que a la final llegaron Atlético Madrid y el Ajax de Holanda. Ese domingo, los dos estábamos melancólicos; así se debe sentir un futbolista cuando se retira. Pero el nuestro era un retiro apresurado: Mati tenía 13 años; yo, apenas 8. Casi no habíamos dormido por la ansiedad, y el sorteo del resultado lo hicimos mientras nuestro abuelo Víctor escuchaba “Ucrania libre” en la radio. O sea, muy temprano. Pese a que Elvi nos pedía que no molestáramos a Luchessi, el vecino, con los pelotazos contra la pared, a las ocho y media de la mañana del domingo ya estábamos en la cancha. Creo que Mati hasta se puso canilleras. Por mucho que estiramos el partido (incluso almorzamos durante el entretiempo), a la tardecita no había nada más para inventar. Estaban 1-1 y todos se pasaban la pelota sin peligro, yo sólo participaba tocándosela a mis defensores. Era la final del único Mundial que jugaríamos en nuestras vidas. Los dos lo sabíamos y queríamos que ese momento durara todo lo posible. Mati, que si de chico hubiera dedicado su inteligencia a algo que no fuera divertirme podría haber creado la Internet con un alambre y dos hilos, encontró una solución drástica. Les juro por Racing que esto es verdad: primero, el Ajax metió un lindo gol que lo dejó 2-1 arriba; después, Mati lo festejó colgándose de las rejas verdes; finalmente, relató: —¡Los hinchas del Ajax se cuelgan del alambrado y el árbitro suspende el par-

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tido! ¡Iban 27 minutos del segundo tiempo y el partido estaba 2-1! Yo no entendía nada. En la bolsa no había ningún papelito que dijera “partido suspendido” y además, al otro día, Mati arrancaba el colegio a las ocho de la mañana. La idea de dejar el torneo inconcluso tampoco me parecía correcta. ¿Qué estaba pasando? Con una fenomenal cara de árbitro, Mati me miró y me dijo: “Yo así no puedo seguir, hay un montón de gente arriba del alambrado” y se fue a su casa. Yo agarré la pelota y entré a cenar para que Tati no me retara. Al otro día empezaron las clases. Cuando me desperté, Mati ya se había ido. Y al mediodía me fui yo, solamente con Chuna y Gaby: ya no tenía con quién patear mandarinas durante el recorrido hacia la escuela. Pero, más que eso, me preocupaba el destino del Mundial. Pensé en la copa toda la tarde. Cuando volví del colegio, Mati me estaba esperando con la Caprichito naranja abajo de la suela. —Apurate para sacarte el guardapolvo —me dijo— que se están por jugar los últimos minutos. Yo ni llegué a entrar. Le di la mochila y el guardapolvo a mi abuela Fanny, que nos había ido a buscar, y Mati me tiró los guantes de arquero que usaba siempre. Ajax hizo un gol más, ganó 3-1 y se quedó con la hermosa copa plateada. Cuando terminó el partido dimos la vuelta olímpica y celebramos como si estuviéramos drogados. Creo que Elvi nos miraba orgullosa desde el balcón. —No sé si vamos a poder jugar siempre, pero igual armemos algunos amistosos para las tardecitas —me dijo Mati antes de subir las escaleras. Y yo sentí que tenía el mejor primo del mundo. Seguimos jugando muchos años más en los ratos libres, que cada vez fueron menos. Hoy, Mati vive en otra casa con su mujer; y yo escribo esto desde mi austero y solitario departamento. Pero sé que vas a leer este libro, así que te lo aviso desde ahora, Mati: para el verano que viene ya armé un amistoso entre el Cannon Yaoundé de Camerún y Racing, así que andá pensando cómo hacemos con el resultado.

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Pablo Aro Geraldes. Bellísimo. Por una tarde dejaré de lado mis simpatías por el Canon de Yaoundé – 7 de junio de 2012 Cristian Minich. Pasé tardes con mis hermanos jugando este tipo de partidos, yo era arquero y referí, y los dos más chicos se enfrentaban representando a dos equipos. Mi abuela temía por sus plantas y los encuentros se suspendían por la siesta, sagrada en Mendoza. Hoy recordamos a Cieguilli como el árbitro más polémico. ¡Gracias por recordarme aquellos tiempos! – 10 de julio de 2012 Matías Arias. Sólo puedo decir que es hermoso, desde todos los ángulos que se pueda ver, el protagonista, el lector, el espectador, el ignorante, el que conoce la historia, la pelota, la lamparita o el papel plateado de rodesias de la copa… y cuando pueda, darte un abrazo eterno, que es la solución más fácil que tienen los de palabra dura, pero que va a ser siempre como el del Ajax campeón del 93 – 10 de julio de 2012

Cuaderno de 5º grado, 1994. Mi camiseta de Racing, que ahora lamentablemente no me entra, me la regaló mi primo. La camiseta tiene el número once, en ese momento de Castaño y ahora del “puma” José Luis Rodríguez (…) Pese a que me voy a comprar otra, esa camiseta es la mejor que tuve, por la campaña de Racing en el 91. Tiene mangas celestes y cuello blanco.

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Terapia infantil

La primera vez que fui a una psicóloga tenía 10 años. Me da mucha vergüenza contar esta situación, pero necesito exorcisarla. Un lunes me desperté a las 7:30, corrí a la cocina y les pregunté a mis abuelos dónde estaba mi mamá. Cuando respondieron que, como siempre, se había ido a trabajar, me largué a llorar. Y no paré. Ojalá supiera el motivo, pero no lo sé. Sólo sé que lloré y lloré y lloré durante horas. Sin gritos, ni quejas, ni palabras: sólo lágrimas. Fanny y Víctor estaban viviendo la pesadilla que habían imaginado: Martín, el más pequeño de sus cinco nietos, por fin había enloquecido. Enseguida me encerraron en la pieza para que nadie se contagiara. Yo los escuchaba hablar detrás de la puerta, pero sólo podía llorar. No reclamaba amor, ni regalos, ni faltar a la escuela. Lloraba con la mente en blanco, o demasiado llena de colores para distinguir alguno. La cosa se estaba poniendo fulera. —Gaby, decile a Martín si quiere jugar diez minutos a la pelota, antes de que vayan al colegio —le dijo mi primo a mi hermana. —No, Mati, me parece que Martín no va. Está encerrado en la pieza llorando —respondió Gaby mientras se peinaba. —¿Que qué? —se sorprendió Mati y, sin pensarlo, abrió la puerta con valentía. Levanté la cara de la almohada y quedó petrificado. Nos miramos fijo. 48

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Intentó decirme algo, preguntarme, darme ánimo, pero no pudo. Con las lágrimas chorreando como una catarata silenciosa, hice un gesto lapidario. Seguro supo codificar el mensaje: “Parece que esta vez va en serio”. Cuando Tati intenta sacarme fotos en un momento inapropiado, debería recordar sus viajes desde el trabajo por cualquier pavada: Gaby era abanderada, Martín actuaba de Belgrano, había reunión de padres. Colectivotren-colectivo-escuela-colectivo-tren-colectivo. Tres horas de viaje por unos minutos de orgullo materno. Y yo, qué hijo de puta soy, me quejo porque quiere una foto justo cuando tengo ganas de ir al baño. La hora y media de Tati hasta casa debe haber sido de las peores. Cuando llegó y me preguntó qué pasaba, no tuve nada para decirle. Seguí llorando. Ella también sintió ganas de llorar, pero se contuvo. O tal vez lloró como lloran las buenas madres: con tanto disimulo que ni nos enteramos. Pasaban las horas y nos mirábamos con impotencia. Me apretó las manos en silencio y me miró, gesto que traduje como: —Si no sé qué te pasa, no tengo idea de qué puedo hacer. Le respondí moviendo los hombros, lo que significaba: —Tengo 10 años, ¿cómo querés que lo sepa? Probablemente ya era de noche cuando aparecieron las palabras salvadoras. A esa altura, Tati estaba más cansada que preocupada. —¿Y si voy a un psicólogo? —le dije mientras me sonaba los mocos. No se crean que vengo de una familia analizada: ni uno solo de los diez que vivíamos en la casa de Oliden había ido a terapia. Ni siquiera sé cómo demonios había aprendido la palabra psicólogo, pero Tati accedió. La primera experiencia fue nefasta. Después de una conversación de diez minutos en la que explicamos mi caso (o sea, que no teníamos idea de por qué no paraba de llorar), una licenciada muy de mierda nos cobró cien pesos y dijo que volviera tres días después. Cuando salimos del consultorio, la paré a Tati en la vereda y le dije: “Es mucha plata, por ahí no hace falta un psicólogo. De verdad”. Ella confió en mí y me contó lo que sentía. “Sí, es mucha plata, pero además me dio esto —abrió la cartera y sacó una receta—. Quiere que tomes estas pastillas antes de venir”. Nos miramos aterrados. “Martín, no quiero que tomes esto. No sé ni qué es”. Acabábamos de descubrir la diferencia entre una psicóloga y una psiquiatra. “No, no, pastillas no”, dije pálido. Cruzamos la avenida corriendo y nunca más supimos de la vieja ni de los cien pesos. 1994

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Al final, Tati consiguió una psicóloga sin pastillas y dentro de nuestras posibilidades económicas: la hermana de una amiga. Era una chica joven, bastante novata, que la remó como pudo. —Contame, Martín, ¿qué hiciste ayer? —Y... Se armó un lindo partido, con dos equipos muy parejos, hubo alguna patada de más pero ninguna tarjeta roja. Jugamos noventa minutos y nada: un cero a cero cerrado, con pocas llegadas a los arcos, doctora. —Mirá vos... ¿y en dónde jugaron? —En el patio de mi casa. —¿Entraron todos en el patio de tu casa? ¿Cuántos chicos eran? —Yo solo. A ella le sobraban buenas intenciones pero no sabía para dónde agarrar. Pobre santa. Se le ocurrió decirme que llevara juegos de mesa para usar durante la sesión. Habíamos empezado con la ruleta hacía sólo diez minutos cuando le conté: —Mi hermana siempre me trata mal. Eso me pone triste. —Bueno, cuando te trate mal, preguntale con tranquilidad: ¿por qué me tratás mal? ¿Qué te hice? Al otro día, yo estaba mirando televisión y Gaby cambió el canal para molestar. Lo puse donde estaba, pero cambió de nuevo. Y otra vez. Y otra. Diez segundos después, y no es chiste, mi hermana estaba acurrucada en la cocina protegiéndose bajo una silla de madera. Yo era un cuerpo de 70 kilos de furia a punto de pegarle mientras gritaba: —¿¿¿Por qué??? ¿¿¿Por qué me hinchas tanto las pelotas, por qué??? ¿¿¿Por qué no me dejás de joder de una vez, pelotuda??? Por primera vez, Gaby tuvo miedo de que le rompieran la jeta. Yo grité un poco más, me largué a llorar y me encerré en el baño. Fue la última vez que me molestó. A los tres meses, ya estaba hinchado las pelotas de ir a la psicóloga. Y mucho más cansado estaba de no tener amigos y de no poder contarle a nadie que sufría por una chica, que mi cuerpo me avergonzaba, que el mundo que estaba fuera de las paredes de mi casa me daba pánico. Hasta que una noche todos se juntaron a cenar y yo, que lloraba en la pieza (como siempre), llamé a Tati. —Creo que ya sé lo que me pasa —le dije. 50

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Tati respiró hondo. No sabía si estaba por anunciarle una solución o un problema. Me preguntó qué me pasaba. —Me siento solo. Ella necesitaba algo concreto. Que un compañero de colegio me pegaba, que se me había perdido una historieta o que no quería ser más de Racing. Pero lo que le dije era muy abstracto y no le gustó nada. —¿¿¿Te sentís solo??? ¿¿¿Te sentís solo??? ¡Martín, mirá a tu alrededor! ¡Somos diez personas, en esta casa no podés estar solo ni aunque quieras! —me dijo—. Yo te quiero ayudar, ¡pero no me vengas con pelotudeces! Sí, Tati, te lo juro: dijiste pelotudeces. Igual, no te culpes ni te preocupes: no sólo te perdoné, sino que gracias a eso me di cuenta de que no podía depender de alguien para todo. Había cosas que ni Tati, ni Mati, ni mis abuelos, ni nadie podía hacer por mí. Dejé de llorar sin sentido, de llamar la atención, de esperar que alguien me entendiera siempre. Crecer, igual, dolió como la mierda. Mi primera frase en la siguiente sesión con la psicóloga fue también la última: —Le quería decir que no voy a venir más.

Pablo Aro Geraldes. Después de este texto entrañable, perdóneme que me centre en una nimiedad: lo bien que hizo en dejar la primera terapia. Cien mangos hace 18 años eran una fortuna. La última vez que pisé un consultorio fue cuando la licenciada me anunció que la sesión pasaba de 38 a 42 pesos. Mientras pensaba “¿qué rompí?”, mi alma me estaba dando el alta… – 3 de septiembre de 2012 Tatiana Sawicki. ¿Sabés cuántas de todas las cosas que contás acá no me las acordaba? Fue un momento muy triste y doloroso, y es verdad: no sabía cómo ayudarte y eso me ponía peor todavía. Espero que el tiempo haya actuado correctamente y haya ayudado. Sentite orgulloso de algo: pude leer esto sin llorar. El día que tengas un hijo, entenderás por qué uno viaja tres horas para estar solo cinco minutos en algún lugar por ellos – 3 de septiembre de 2012 Lala Martínez. Ojalá este texto nos sirva para pensar a los niños como seres sensibles, pensantes, lúdicos, sufrientes por momentos… y no para destrozar a los psicólogos. ¡Me voy a quedar sin laburo, apelo a vuestra solidaridad! – 3 de septiembre de 2012 Rodrigo Ostravsky. Palabras enreveradas: sos la droga que le pido a Dios que nunca me falte – 3 de septiembre de 2012

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Rodolfito

En el año ’94, Tati compró nuestro primer equipo de música con una novedad inmensa: la posibilidad de escuchar compact discs. En mi familia todavía se ríen de la pregunta de Gaby la primera vez que vio uno: “¿Y esto cómo se rebobina?”. Días después me regalaron mi primer disco: El amor después del amor, de Fito Páez. Mi admiración por Fito había nacido dos años antes, cuando Mati bajó las escaleras con el cassette de El amor después del amor y lo puso para ver si me gustaba. Me rompió la cabeza. Yo tenía 8 años y no capté ni por casualidad las alegorías, metáforas e intertextos de las letras, pero me sentí fascinado. Los ojos se me quedaban fijos y mi cabeza, siempre tan grande e inútil, entraba en una dimensión de supermarkets, AZT’s, círculos de baba, mandalas y Gibson Les Pauls.

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No tenía ni puta idea de qué eran esas cosas, pero me excitaron el cerebro. Hubo algo en la melodía, en la voz, en esas catorce canciones que me transportó a un lugar que nunca había visitado hasta entonces. Sí: estaba conociendo a la música. Me grabé el cassette y lo escuché tanto que, cuando Gaby y Tati quisieron comprarme mi primer CD, ni tuvieron que pensar cuál debía ser. Y así, un tipo empezó a escurrir su voz entre mis ropas, entre mis amigos, entre mis tristezas. Desde hace ya veinte años, Fito Páez es tan parte de mi vida como mi mano izquierda. No soy su fan, no lo considero perfecto. Incluso algunas de sus canciones me parecen menos buenas que otras. Pero no puedo negarlo: aunque me inyecté en los oídos cientos de otros músicos, ritmos y sonidos durante estas dos décadas, es Fito quien está componiendo la banda sonora de mi vida. En el secundario, con Nico cambiábamos las letras de sus canciones para transformarlas en futboleras. Veamos un ejemplo. Si El diablo de tu corazón decía: ¡Buenos Aires, sí, sacate el diablo de tu corazón! Porque aquí en todas partes hay pibes en el balcón También hay pibes en un cajón Hay mucha rabia suelta, y angustia, nena ¡Y hay mucha, mucha desesperación! Nosotros cantábamos: ¡Academia, sí, sacate el miedo de la Promoción! Porque aquí por todas partes hay pibes de Selección Pibes que dejan el corazón El Chanchi está de vuelta, y las redes llena ¡Bastía es lucha y recuperación! Un poco más osada era la conversión de Lleva. La canción original clama en su parte más hermosa: Llevame vos, llevo mucha nada en la valija Llevarlo es preciso para amar ¡Llevame como yo te llevo! Under, así, liviano Llevame el fuego, no lleves mal.

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Y nuestra traducción racinguista era: Llevala vos, Chatruc, vos siempre sos una fija Llevala vos, sos preciso y sos un crack ¡Sessa, que buen corte de pelo! “Bajen, Lux, Green y Arano, si yo no llego”, gritó Bressán. No sólo marcó mi amistad con Nico, sino muchas otras relaciones. Conocí a Vanina porque su nick en el messenger era: “El tiempo a mí me puso en otro lado”, frase de Al lado del camino. Y esa canción representa mi vínculo con Pablo aunque no sepamos por qué. Tamara odiaba a Fito pero terminamos cantando juntos El cuarto de al lado. La última planta que me regaló Melisa dice en su maceta: “El tiempo cuenta al final lo que valió la pena”, un extracto de Limbo Mambo. Y otro Pablo de mi vida, Aro Geraldes, hasta se parece físicamente a él. Mientras fui creciendo, descubrí que las palabras raras de sus canciones (hash, art decó, voyeur, requiem, Jobim, steady cam, Kubrick, Chagall) en realidad existían; y cada vez que me aprendía una, sus canciones se resignificaban. Quiera o no quiera, sus frases están todo el tiempo en mi cabeza, asegurándome que “nada nos deja más en soledad que la alegría si se va” y que “lo que perdemos lo volvemos a amar”, aconsejándome que “no dificulte la llegada del amor” y recordándome que “nadie nos prometió un jardín de rosas”. Fito, Fito, Fito. Camino por Oliden tarareando Soy un hippie, me anudo la garganta escuchando Las palabras encerrado en casa, adoro Un vestido y un amor al repasarla en silencio, grito la letra de Sable chino mientras escribo este texto. Canté tanto sus canciones que a cualquier tema, aunque sea de Valeria Lynch, lo canto con su voz. Los que me conocen saben que no es chiste. Está tanto Fito en mi vida que incluso le puso nombre al blog donde publiqué muchos de estos textos: Palabras enreveradas es antes que nada un homenaje a él, que inventó la palabra “enreverado” en Al lado del camino. Se supone que este texto viene a cuento de que se cumplen veinte años desde que compuso El amor después del amor, y de que me emocioné escuchándolo en el Planetario. Pero podría haberlo escrito ayer o mañana, a los 10 años o a los 37, porque Fito es un tipo que desde hace dos décadas es parte de mi vida cotidiana y de mis giros, de mis mañanas 54

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entusiastas y mis noches melancólicas, de mis euforias y mis despedidas, de mi viejo mundo y de mi mundo de hoy, de mis hermosos buenos tiempos y de mis más dolorosas e inolvidables tumbas de la gloria.

Fernanda García. Yo no soy una fanática ni mucho menos, pero el otro día su voz sonaba a través de Vorterix y lamenté no haber estado ahí como en los viejos tiempos… Pero no importa, porque las tardes siempre seguirán siendo del sol y las noches, del agua – 29 de octubre de 2012 Pablo Aro Geraldes. Es verdad, si “se proyecta la vida” como una película, cuan presente está Fito en la banda de sonido. Otro texto bellísimo – 30 de octubre de 2012 Nico Briant. ¡Qué recuerdos me trajiste! Le hicimos una canción al Gato Leeb también: “Qué bien, me veo ascender sin jugar la Promoción…” con el ritmo de Rey Sol. Se me vinieron a la mente las horas de arte y no sé qué mierda, qué tiempos… – 30 de octubre de 2012 Nadia Hardy. Entiendo esto de que un artista te musicalice la vida. Celebro tu manera de contarlo. Y además propongo un premio a tu excelente memoria – 6 de febrero de 2013

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Ir a la cancha es una mierda

Los que dicen que ir a la cancha está bueno, mienten. A menos que vivas en Europa, ir a la cancha es salir de tu casa a las seis de la tarde con la camiseta escondida para que no te caguen a palos en el viaje y pagar 50 pesos para estar tres horas parado en un lugar cuyos baños son lo más parecido al infierno que conocí. Ir a la cancha es entrar una hora antes para tener una ubicación donde al menos veas algo y que, cinco minutos antes del partido, entre la barrabrava, empuje a todos, termines justo atrás del tipo más alto del mundo y te la pases espiando por los costados del gigante. Ir a la cancha es fumarte el humo del tabaco y la marihuana de treinta mil tipos, pasar noventa minutos pegado a un grandote transpirado y en cuero. Ir a la cancha es que el sacado de atrás te escupa cada vez que putea, cada vez que alienta y cada vez que habla. Es no poder disfrutar un gol porque enseguida viene una avalancha que te golpea la cara contra el hombro de otro y te deja tirado en el suelo. Si tenés anteojos, te aseguro que la avalancha es una verdadera pesadilla. Ir a la cancha es que te venda un vaso de gaseosa rebajada con agua, a diez pesos, un tipo que pasa cada cinco minutos por donde no hay lugar para pasar y te grita al oído “¡cocaaaaaaaa!” justo cuando está por venirse un gol. Ir a la cancha es que termine un partido malísimo en el que tu equipo perdió 1-0 y esperar treinta minutos para que los cincuenta tipos de la hinchada rival se vayan. Antes, claro, cantan canciones soeces en 56

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las que te someten a todo tipo de vejaciones sexuales. Ir a la cancha es salir del estadio a las once y cuarto de la noche, rezando para que no haya choque de barras y apurado para que no se escape el último tren. Ir a la cancha es viajar en un vagón repleto de hinchas calientes que cantan canciones brutales asustando a señoras que vuelven de trabajar y que tratan de no mirar fijo a nadie para que no les afanen. Ir a la cancha es perder todo el puto sábado, o el puto domingo, para pagar los autos lujosos de futbolistas millonarios que duran seis meses en tu club. Es haber dejado de estudiar, de visitar a tu abuela en su cumpleaños, de juntarte con tus amigos, de dormir la siesta para estar ahí, para cumplir con un ritual absurdo que, después de una derrota estrepitosa, te caga no solo un día, sino toda la semana. Porque el lunes, en el trabajo, en el colegio o en el almacén no va a faltar un pelotudo que te diga “¡Se comieron tres de nuevo, eh!”. A esos hijos de puta habría que prenderlos fuego. Mi primera vez en una cancha fue en el ’91. Mi papá, que había desaparecido durante dos años, volvió a verme y quiso meter presión para que yo fuera de River llevándome a un partido contra Racing. ¡Ja!, dije yo y fui a la tribuna de River con un gorrito de La Academia. Resultó una experiencia de mierda: fue la primera vez que escuché expresiones como “chupame la pija”, a Juanca lo cargaban porque su hijo le había salido perdedor y encima el partido se suspendió porque al arquero de River le tiraron un piedrazo en la cabeza. Juro que todo es cierto. En el ’94 fui por primera vez a la popular de Racing, con mi tío Alberto, mi primo Matías y un amigo suyo, Rodrigo. Argentinos tocaba la pelota mientras Racing la veía pasar. Cuando faltaban diez minutos, Albert me sentó sobre la pared que separa la tribuna del foso para que viera cómo los hinchas insultaban y le tiraban cosas al presidente del club, el impresentable Juan De Stéfano, que estaba escondido en una cabina de transmisión. El foso, para los que no lo saben, es un hueco lleno de agua podrida que rodea la cancha para que los hinchas no entren a cagar a piñas a los jugadores. Lo único que hice en esos minutos fue rezar para no desbalancearme y morir cayendo de cabeza en ese pozo sin fondo. En el último minuto, el Piojo López capturó una pelota perdida y puso el 2-1 para Racing. Albert, Mati, Rodrigo y yo nos abrazamos. Qué grande el Piojo. Durante los años siguientes, el contexto se repitió. Una vez por torneo, Albert juntaba plata y nos llevaba a la cancha contra algún rival poco peligroso. La rutina terminaba casi siempre con una derrota. En el año ’98, Racing llevaba 32 años sin salir campeón, pero armó tan buen equipo que el día del debut como local, como Albert no podía, nos

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llevó Tati. Empezamos ganándole 2-0 a Rosario Central y ella dijo: “No sé por qué siempre vuelven de la cancha tristes, si esto es divertido”. Con Mati la miramos en silencio. Dos horas después, Racing había perdido 5-3 y, mientras volvíamos, Tati dijo enojada: “A estos muertos no hay que venir a verlos nunca más”. Meses después, la Justicia determinó que Racing “había dejado de existir”. Tal vez Tati me vio llorar a escondidas en esos días, o se enteró de que hacía colectas en la escuela para levantar la quiebra. Por lo que sea, cuando el equipo volvió a jugar, en marzo del ’99, nos dijo a Mati, a Rodri y a mí: “Nos vamos para Santa Fe”. Y fuimos en una caravana increíble hasta la cancha de Rosario Central, a vengarnos del humillante 5-3 del torneo anterior. Hacía un calor bestial, estuvimos apretadísimos en la tribuna y, claro, perdimos 2 a 1. Eran semanas de sufrimiento. Racing estaba a punto de desaparecer y cada partido era una agonía, casi como despedir a un pariente enfermo. Juanca lo comprendió un domingo en el que yo estaba en su casa y se jugó el clásico contra Independiente. Racing perdió 2-0 y quedó último. Habrá sido muy fuerte ver mi sufrimiento en vivo, porque cuando volvió a jugar después de otro coma institucional, me llevó a la cancha. Sí: mi papá, el tipo que me odió cuando me vio con una camiseta celeste y blanca, estaba ahí, con la gente de Racing, aplaudiendo cada vez que Perico Ojeda peleaba la pelota en el banderín del córner. Al final, claro, perdimos 1 a 0 contra Argentinos. Las cábalas, a veces, son crueles. A mi prima Chuna la llevamos en el 2000, y Racing, que sumaba nueve meses invicto como local, perdió 2-0 contra un Ferro que no le ganaba a nadie. Pobre Chuna: no volvió nunca más. En 2001, cuando el equipo peleaba el descenso, fue la primera vez que tuve la iniciativa de ir a la cancha. Me habían regalado plata por mi cumpleaños y le dije a Albert, con timidez: “¿Podríamos ir el viernes, no? Yo tengo para mi entrada”. Fue contra Lanús y al final no me dejó pagar. ¿El resultado? Racing erró dos penales y terminamos 1 a 1. El 2 de diciembre de 2001 se jugó el partido más importante del mundo. Si Racing no perdía contra River, daba el paso clave para ser campeón después de 35 años. Ahí estábamos Albert, Mati, Rodri y yo, hermosamente apretados en la popular. Yo rogaba que, por una vez, no volviéramos callados y tristes. El olor a marihuana ya me parecía simpático y en el segundo tiempo, cuando River ganaba 1-0, me vi gritando “¡Vaaaaaaaaaamos, Racing, carajooooooooooo!” y escupiendo sin querer al tipo que estaba abajo, un grandote transpirado tan nervioso como yo. 58

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A cuatro minutos del final, Bedoya metió el gol más importante del mundo. Los cuatro nos abrazamos y empezamos a gritar “dale campeón”. Yo lloraba sin parar. Albert parecía el hombre elástico: nunca más lo vi saltar así. A mí no me importaban las cargadas en la escuela o perder siempre. Sólo quería que Racing no desapareciera para seguir escuchándolo con Víctor, yendo a la cancha con Albert, cantando “La Acadé, La Acadé” mientras caminaba por Lomas. Y ahora estaba ahí, gritando “dale campeón” mientras volvíamos en tren. Una señora que viajaba con su hijo nos veía saltar como resortes y sonreía. Seguro era de Racing. Falté a mi entrega de medallas del secundario para ir con Gaby al amistoso en el que festejamos el campeonato, un 5-1 ante Guaraní de Paraguay. En los partidos siguientes, aunque perdiéramos, el recuerdo del título nos consolaba. Yo ya era más grande y las charlas con Albert y Mati a la vuelta de la cancha, en la pizzería Las Carabelas, no eran solo sobre Milito y Chirola Romero; empezamos a conocernos más mientras los mozos miraban con cara de “son las dos de la mañana y queremos cerrar”. En 2004 ya era periodista y por primera vez me acreditaron para un partido de Racing: cubrí el 0-0 de visitante contra Quilmes para el (detestable) diario Clarín. El 10 de abril de 2005 cumplí 21 años y me designaron para Racing-Independiente: un maravilloso 3-1 con golazo de Lisandro López incluido. Aún recuerdo la frase que elegí de Navarro Montoya, arquero del Rojo, para empezar mi nota: “Fuimos un equipo amargo”. Mi periodismo partidario encubierto daba sus primeros pasos. Cuando el Piojo López volvió a Racing después de 11 años, me hice socio para no perderme ningún partido suyo. Pero, días antes del debut, Rosana rompió nuestros seis años de noviazgo y me destrozó el corazón. Ir a la cancha se transformó en mi último refugio, el rincón del mundo donde simulaba gritar goles del Piojo mientras gritaba mi dolor. Era un fantasma en las tribunas y esperaba una situación que me permitiera saltar o insultar para no implotar por dentro. La extrañaba mucho. Los que piensan que me independicé cuando me fui a vivir solo no entienden nada. Mi declaración de independencia llegó el 16 de junio de 2007. Racing cerraba un mal torneo contra Godoy Cruz, un congelado viernes a la noche. Por primera vez, nadie quiso ir conmigo a la cancha. La tentación de mirarlo por tele al lado del horno era enorme, pero jugaba el Piojo López, así que agarré el carnet, las monedas para el colectivo y encaré para el Cilindro. Por primera vez, elegí en qué lugar de la tribuna ubicarme: exactamente donde iba siempre con Albert y Mati. El Piojo metió un gol memorable de tiro libre y Racing ganó 4 a 2. Volví a la medianoche, solo, extrañando a Albert y a Mati, y a Rosana. Pero sintiéndome vivo. 1994

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Mi amor por ella se terminó cuando me mandó un mail contándome que había ido a ver un 1-1 entre Racing y Banfield... ¡a la tribuna de Banfield! Mirá, Rosana, yo puedo aguantar que me dejes, que me rompas el corazón, que destroces todos mis planes futuros en una noche. Pero que tu nuevo novio te lleve a la tribuna visitante cuando juraste ser de Racing para siempre es im-per-do-na-ble. Sos la peor ex novia del mundo, no pienso sufrir nunca más por vos. Ah: y ojalá se vayan a la B. En 2008, Racing estaba al borde del descenso y seguimos la campaña con fanatismo. Fecha a fecha, derrota a derrota, nos dábamos ánimo para no abandonar. Volvíamos siempre con dolor en el cuerpo, angustiados, hechos mierda. “Tío, ¿seguro querés venir hoy?”, preguntaba yo con culpa. “Vamos, Martincito, vamos. Hoy ganamos seguro”, me respondía. Pero Estudiantes nos daba vuelta el partido y perdíamos 2 a 1, con tres expulsados y escándalo incluido. Siempre lo mismo. Finalmente, Racing cayó en la Promoción y todo se definía en un partido: si perdía contra Belgrano en Avellaneda se iba al descenso. El fin del mundo era un chiste comparado con eso. Entresemana, Albert nos mandó un mail ofreciéndose a comprar plateas para estar más tranquilos, porque iba a haber 50 mil personas en la cancha. Mi respuesta textual fue la siguiente: Me gusta la popular porque siento que ése es mi lugar, porque veo las mismas caras tristes cada partido y ansío verlas felices una vez, y porque si vuelven a estar tristes quiero compartir su tristeza. Si algo tiene que pasar, que sea en ese lugar, donde me abracé y revoleé remeras con ustedes. Probablemente en algunos años prefiera ir a la platea para sentarme y tomarlo como un juego, pero el domingo quiero seguir creyendo que el destino de la humanidad se define en 90 minutos, y que los buenos son los de celeste y blanco. Salimos cuatro horas antes del partido, con las camisetas puestas y sánguches de milanesa para todos (la mía de soja, porque ya era vegetariano). El viaje y la espera fueron tensos. No sabíamos qué decir para ahuyentar los malos augurios. El fin del mundo, Racing en la B, estaba ahí, a un partido de distancia. La cancha explotaba y me llenaba de orgullo que siguiera entrando gente hasta aplastarnos, hasta ser todos uno, hasta que no hubiera lugar ni para rascarse la cabeza. El vendedor tampoco podía moverse y gritaba desde su lugar: “¡Coooocaaaaaaa! ¡Y vamos Racing que hoy ganamos!”. A los 10 minutos, Maxi Moralez metió un golazo y me golpeé la cara contra el hombro del de adelante. Y lo abracé, y abracé a Albert y a Mati. Sufrimos el resto del partido, pero ganamos 1 a 0 y nos quedamos en Primera. Esperamos treinta minutos hasta que salieron los de Belgrano, pero no nos fuimos: 60

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nos quedamos media hora más cantando “soy de Racing, soy de Racing”. El regreso en tren fue uno de los viajes más placenteros de mi vida. Cuando mi amigo Sebastián Fernández volvió luego de varios meses en España, nuestro reencuentro fue en la popular. Racing, claro, perdió 2-0 con Colón. En 2010 fui por primera vez a la cancha con una novia: Tamara y yo festejamos juntos un 1-0 clave contra San Lorenzo. Y este año lo invité a Leandro, mi intelectual compañero en la carrera de Letras, a un partido “tranquilo”. Para qué: Racing erró dos penales, empató 1 a 1 con Atlético de Rafaela y él me vio gritando como un desquiciado por un gol mal anulado a Sand. Qué papelón. Acabo de contar las veces que vine a ver a Racing: este fue mi partido 108. Estoy en la platea gracias a mi acreditación de prensa, mandé estadísticas por mensaje de texto a otros periodistas, le relaté la mitad del partido por teléfono a Leandro, disfruté de un estadio repleto y me prometí volver pronto a la popular. Mientras me preparo para volver en el tren, miro este estadio gigante y me acuerdo de Albert, de Mati, de Rodri, de Tati, de Chuna, de Gaby, de Sebastián, de Tamara, de Leandro: de ellos y de todos los que alguna vez entendieron que, aunque venir a la cancha siga siendo una mierda, es una de las cosas que más me gustan en el mundo.

Chunchuna Arias. Todavía me acuerdo esa sensación de piel de gallina al entrar por primera vez a la cancha de Racing, era enoooorme, mucho más de lo que me había imaginado… Y claro, tampoco me olvido cuando me dijeron que era yeta y que no me iban a llevar más, jajaja – 5 de noviembre de 2012 Gaby Estévez. Brindo por Campagnuolo, el sifón Úbeda, el Panchito Maciel, que estudiaba en mi facultad, Loeschbor con la cabeza vendada y por el gran Cebolla Loscri – 5 de noviembre de 2012 Pablo Aro Geraldes. Ser de Boca a partir de la era Bianchi es fácil, cómodo, práctico, pero no siempre fue así. Cuando vuelva a pensar que el fútbol ya no me importa, releeré este texto para recordar los domingos tristes en La Boca, en los ’80, y tratar de recuperar esas sensaciones de otro color pero tan parecidas y el inconfundible vacío del atardecer que sellaba las derrotas dolorosas – 5 de noviembre de 2012 Nadia Hardy. Algo como lo que narrás me sucede con los recitales. Y en cuanto a la narración propiamente dicha, no sólo es impecable en ortografía y elección de vocabulario, sino que es llevadera y uno no se da cuenta que lee tanto tiempo de la pantalla – 6 de febrero de 2013

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Cuaderno de 5º grado, 1994. Realizar un diálogo entre dos personajes del cuento. -Juan: Hijo, ¿querés ir a ver a River? -Juancho: Sí, papá, sólo porque juega con Racing. -Juan: Hijo, tenés que ser de Ri… -Juancho: ¡¡¡Soy de Racing!!! -Juan: O te hacés de River o te mato, pend… -Juancho: Callate, viejo. -Juan: No me faltes el respeto. -Juancho: ¡Viva Racing! -Juan: ¡Oh, moriré! -Juancho: Soy de Racing. -Juan: Bueno, está bien. -Juancho: Ahora vamos a la cancha tranquilos.

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¡Soy varón, la puta madre!

A los 11 años, yo era mujer. No se trataba de preferencias sexuales, un problema hormonal o travestismo. Simplemente, el mundo me creía mujer. El aviso había llegado dos años antes, cuando mi abuelo viajó a Rusia y mostró fotos de sus nietos argentinos. “¿Quién es esta nena tan linda?”, le preguntaron a Víctor, que se moría de vergüenza, mientras me señalaban a mí. Él mismo me lo contó, lleno de angustia. Tiempo después, la cosa se puso peor. Estábamos en sexto grado y a la salida de la escuela promocionaban el viaje de egresados de séptimo (viaje que jamás hicimos). Una promotora hablaba con las chicas; y otra con nosotros, los chicos. La desalmada que estaba con mis compañeras, no puedo borrarlo de mi cerebro, les dijo en voz alta y muy suelta de cuerpo: “¿Y esa chica por qué se junta con los varones y no con ustedes?”. La chica era yo. Todos notaron que escuché, y fue tan humillante la situación que nadie

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se burló. Mariana, la más varonera de mis compañeras, fue la única que se animó a responder. “Es un varón”, dijo bajito. No volví a participar de reuniones que tuvieran que ver con ese viaje. El golpe fatal, y no me da gracia contarlo, sucedió meses después. Tati nos llevó a Mati y a mí a un entrenamiento de Racing; teníamos la posibilidad de entrar al vestuario para ver de cerca a Nacho González, al Mago Capria, al Chelo Delgado. Nuestro nexo era el ayudante de campo, que cuando nos vio le dijo a mi mamá: “Los jugadores se están bañando. Yo no tengo problemas con que entren, pero no sé si ella se va a sentir cómoda”. Ella era yo. Tati, que no notaba que su hijo era un travesti con pantalones (y que encima escuchó mal), respondió tranquila: “No hay problemas, que entren, yo los espero afuera”. “Qué pervertida”, habrá pensado el tipo. A partir de esa vez empecé a perseguirme todo el tiempo. No veía la hora de cortarme el pelo, de que me creciera la barba, de tatuarme mi nombre en la frente. “¡Soy varón, la puta madre!”, decía cuando estaba solo, pero con voz finita y femenina. No es chiste, se los juro: cada vez que veía a alguien por primera vez, me anticipaba a cualquier palabra suya diciendo “hola, me llamo Martín”, incluso en situaciones que me hacían pasar el ridículo. Claro: prefería parecer boludo a parecer mujer. Ahora, que deseo ser homosexual, boliviano y musulmán para pertenecer a las minorías oprimidas, la situación me parece graciosa. Pero en aquel momento era una preocupación constante, un problema gravísimo, una pesadilla que revivía cada vez que algún almacenero italiano e imbécil como Beto me decía: “¿Qué vas a llevar, nennna?”. ¡Soy varón, la puta madre! Si Chuna no tuviera tanta mala memoria, recordaría esa mañana triste que yo nunca pude olvidar. ¿A qué viene todo esto? A que no sé hasta qué punto dejé de ser mujer. Sí, me corté el pelo y me dejé la barba para afianzar mi masculinidad, pero el mundo, casi siempre, me sigue ubicando en el bando femenino. No es sólo que no sé manejar, sino que detesto los autos. No es sólo que no sé preparar un asado, sino que soy vegetariano. No es sólo que acompaño a mujeres a comprarse ropa, sino que puedo explicar con precisión qué es un strapless, con qué combina una remerita fucsia y cuándo queda bien usar zapatos con plataforma. Acá estoy, tipeando estas letras con una postura muy delicada y las pier-

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nas cruzadas, con Alejandro Sanz y Kevin Johansen sonando de fondo, en un mundo que me ve haciendo teatro, estudiando letras, cocinando verduritas y subiendo fotos al Facebook. Yo disimulo yendo a la popular de Racing para insultar a lo bestia, pero mi amor por Diego Milito me deja bajo sospecha. Recorto fotos de Lisandro López y las pego por todos lados como una adolescente enamorada. Y vivo rodeado de chicas que se la pasan contándome sus problemas sentimentales, hormonales y sexuales con un nivel de intimidad que me corre del lugar de hombre y me transforma en una amiga más. Melisa, Micaela, Luz, Anahí, Maru, Eugenia, Laura, sépanlo, yeguas: todo esto es culpa de ustedes. “¡Soy varón, la puta madre!”, grito cuando estoy solo, pero sigo evitando canciones de Arjona porque me ponen triste, tomando té de manzanilla con azúcar orgánica, dedicándole tiempo a mis plantitas y durmiendo abrazado a una almohada. Harto, harto estoy de esta postura maricona, de que nadie respete mi nuez de adán, de que los pelos de mis piernas no signifiquen nada para un mundo que espera de mí sensibilidad y delicadeza. Voy a transformarme en un machote de verdad, en un hombre hecho y derecho, en un musculoso guarro que se agarre a piñas sin miedo. Voy a luchar y luchar y luchar contra esta imagen que me persigue desde los 11 años para honrar esa frase que tanto me gusta y que hace poco vi escrita en una remerita negra re linda, con mangas tres cuartos y que se podía combinar con alguna pollerita de jean: “Mujer hermosa es la que lucha”.

Fernanda García. Martín, tengo una fiesta el sábado; ya me clavé como 5 kilos con el embarazo y necesito saber con qué combinar un palazo negro. ¿Tacos altos, bajos? ¿Pelo recogido o suelto? El temita del make up, ¿tranqui o a full? Emocionalmente no estoy muy bien, te tiro el dato por si te sirve. Mil gracias, ¡espero tu respuesta! – 10 de julio de 2013

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Quiero estar en Wikipedia

Soy muy fanático de Wikipedia, pero tengo un problema: siento mucha envidia de los deportistas que tienen su propia página. Para terminar con mi tormento, recolecté mis grandes logros deportivos para reclamar un lugar en la madre de todas las enciclopedias. Díganme si no merezco aparecer.

Martín Estévez Martín Gonzalo Estévez (n. 10 de abril de 1984) es un ex jugador argentino de vóley. Jugó en la posición de armador para el Instituto Lomas de Zamora y, tras su retiro, se dedicó a la literatura barata y militó en el neohippismo piquetero.

Índice 1 Inicios 2 En la Escuela Nº29 (1995-1998) 3 En el Instituto Lomas (1999-2001) 4 Títulos y premios 5 Referencias 66

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Inicios En su infancia se dedicó al fútbol, llegando a disputar el Mundial 93. Sin lugar para ese deporte en la Escuela Nº 29 de Lomas de Zamora, practicó handball. En 1995, en la preselección del equipo escolar, perdió su lugar ante jugadores de menor renombre como Matías Salinas y Marcelo Garay. “Nunca le perdoné al profesor Guillermo que me dejara afuera”, reconoció tiempo después.

En la Escuela Nº29 (1995-1998) Sus compañeros lo convencieron de probar suerte en el vóley, y terminó siendo titular en el equipo que perdió los tres partidos del intercolegial ’95. En el ’96 compartió equipo con Marcelo Petrucci, iniciando una dupla memorablemente olvidable. La Escuela 29 ganó sus primeros 8 partidos, pero perdió 18-17 el match decisivo (se jugaba por tiempo). En 1997 participó de un triangular en el que ganó un partido y perdió otro. Allí conoció a Nicolás Briant. “Hoy sigue estando en mi ranking de personas que quiero –enfatizó Martín en una entrevista reciente–. Pensar que lo conocí gritando: ¡sacá de arriba, carajo!”. En 1998 llegó la despedida de la Escuela 29 y de un grupo de jugadores que no supieron acompañar el entusiasmo de Martín, Marcelo y Nicolás. Tres estrepitosas derrotas dejaron al profesor Gabriel Coyne con las rastas de punta.

En el Instituto Lomas (1999-2001) “Lo que me acuerdo de Martín son dos cosas: a los árbitros pidiéndome que no mostrara la camiseta de Racing cada vez que ganaba un punto; y que siempre me preguntaba por Marina Cava, una rubia a la que yo entrenaba y terminó en la selección argentina de básquet”, recuerda Mónica Nápoli, directora técnica durante la etapa de Martín en el Instituto Lomas de Zamora. En 1999, ella preparó a un fuerte equipo que contaba con valores como Martín, Marcelo, Nicolás, el chileno Berrocal y “Fleco” Rivas. “Cuando votábamos quién tenía que ser capitán, lo elegíamos –recuerda Berrocal– porque nos explicaba Físico-Química a todos. Pero nunca

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aceptaba”. Años después, Martín reveló los motivos: “¡No veía la moneda en el sorteo, ni al árbitro, ni los números de los rivales! ¡Te lo juro, en esa época sin anteojos no veía nada!” . Dos triunfos y una derrota (ante el prestigioso Colegio Pallotti) dejaron al Instituto Lomas eliminado en primera ronda. Y en el 2000, perdió sus tres partidos. “¡Siempre nos pasa lo mismo, la concha de la lora!”, declaró Petrucci, con tranquilidad, tras la eliminación. El último año de Martín como jugador (2001) arrancó pésimo. “Fleco” Rivas y el chileno Berrocal habían dejado de estudiar; y su relación con Petrucci se había roto durante el viaje de egresados. “Era todo un desastre –recuerda Nico Briant–. Quedábamos sólo cinco jugadores, ¡no podíamos ni formar un equipo!”. Entre todos convencieron a su compañero Lucas Chaparro, que en su vida había tocado una pelota de vóley, de que fuera el sexto integrante. “Minutos antes de los partidos le explicábamos a Chapi el reglamento, una locura”, se ríe Briant. El Instituto Lomas integró una zona de cuatro equipos en la que el favorito era el Colegio Nuevo Sol. Los partidos se jugaban en días distintos y eso generó una situación sorprendente: los dos restantes colegios, luego de perder en su debut ante Nuevo Sol, abandonaron la competencia. “Ganamos los dos partidos porque no se presentaron. De golpe, estábamos en la final del grupo sin haber jugado”, explica Briant. En esa final, el Instituto soprendió, ganó en tres sets y se metió entre los ocho mejores de la zona sur de Buenos Aires. En cuartos de final, el rival era el San José, colegio privado que tenía un plantel de doce jugadores con camisetas, pantalones y medias de la institución. “Desde el 99, nosotros usábamos el mismo juego de remeras blancas para todo el colegio –señala Briant–. A Martín ya casi no le entraba, pero igual se ponía la camiseta de Racing abajo, parecía un matambre”. Antes del partido, Mónica juntó a los seis y, con los ojos brillosos, dijo: “Llevo muchos años como profe y nunca había llegado tan lejos. ¡Estamos entre los ocho mejores! Sólo puedo decirles gracias, y rómpanse todo. Rómpanse todo porque este partido no se lo tienen que olvidar nunca más”. Salieron llenos de nervios, y San José ganó el primer set. Marcelo y Martín, que casi no se dirigían la palabra, se miraron fijo al comienzo del segundo. En sus ojos podía leerse: “Hagámoslo por última vez”. El Instituto brilló como nunca antes y ganó el segundo. El tercer set fue a puro lujo, con Nico manejando los hilos, Marcelo pegando, y Lucas y 68

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Martín formando un muro en el bloqueo. “Fue el mejor partido de mi vida –aseguró Martín el otro día, mientras tomaba mate en la placita de Laprida–. Mientras los del San José se iban en su micro callados, nosotros salíamos eufóricos a la calle a preguntar con qué colectivo nos podíamos volver”. La semifinal se jugó en un marco poco habitual para un torneo intercolegial: el Westminster llevó cerca de cien hinchas, bombos y jugadores que hasta tenían su nombre escrito en las camisetas. Los del Instituto eran los seis de siempre. “Nosotros también llevamos hinchada: mi hermana y su novio –se emociona Martín mientras come galletas integrales en la Universidad de Lomas–. Ellos tenían como diez entrenadores, jugadas en la pizarra, parecían más la selección de Italia que un colegio”. El Westminster ganó 25-16 y 25-18 en el que fue el último partido de la carrera de Martín. “En ese momento fui consciente de que se acababa todo –recuerda Martín mientras escribe este texto–. El vóley, pero tanbién algo más grande: el colegio. Mientras volvíamos en el colectivo lo hablábamos con Nico: nunca más abrazarnos después de un punto o el cosquilleo antes de sacar, pero también nunca más escribir canciones en la hora de geografía, aprobar inglés con lo justo, mirar chicas en el recreo, hablar con una compañera hasta enamorarnos, y vivir cada detalle como si fuera el fin del mundo, el comienzo del mundo, la eternidad. Nunca más la gloria extraña de ir al colegio, a esa institución que nació como una herramienta del capitalismo para transformarnos en soldaditos y que de a poco, muy de a poco, aunque seamos seis, tengamos las mismas remeras de siempre y a veces peleemos entre nosotros, vamos a transformar en nuestro triunfo”.

Títulos y premios Ganó un trofeo chiquito en séptimo grado. Nunca más ganó nada de nada.

Nico Briant. ¡Jaja, es muy bueno! No me acordaba que habíamos perdido con el Westminster, pensé que era el Euskal Echea… Ni a nuestros rivales conocíamos, jaja. Pero qué buen torneo ese último: el partido con el San José fue el mejor de mi vida – 12 de junio de 2013

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La esperanza no desciende

Es 17 de diciembre de 1995 y estoy llorando. Lloro mucho en la planta alta de mi casa, donde viven mis tíos y primos. Pero no hay nadie, estoy solo y llorando. Tirado en el suelo, boca arriba, mientras escucho. Escucho cuatro cosas: que Colón le gana 5-1 a Racing, que Vélez le gana 3-0 a Independiente, que los de Vélez gritan “dale campeón” y que los de Independiente también festejan. Festejan que otra vez perdí. El día había empezado con la esperanza de ver a Racing ganar un título por primera vez en mi vida. Había que derrotar a Colón y esperar que Independiente le ganara a Vélez para forzar una final. Entonces, ritual familiar: todos frente a la televisión, con café y bizcochuelo, esperando el milagro. Racing arrancó ganando en Santa Fe y aumentó la ilusión, pero Independiente no estaba dispuesto a colaborar: sus jugadores no atacaron nunca y sus hinchas celebraron los tres goles de Vélez. Sí: los goles que su equipo recibía. Para peor, desmoronado anímicamente, Racing terminó comiéndose una goleada. Rotos de dolor e indignación, mis familiares se fueron yendo, uno a uno, antes del final de los partidos. Creo que viajaban a Campana y estaban con el tiempo justo. Yo me quedé. Siempre me quedo. Me quedo porque 70

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alguien tiene que cumplir ese rol: el del que barre después de la fiesta, el que apaga la luz, el que llora después del pitazo final porque Racing (otra vez) no es campeón. Yo tenía sólo 11 años, pero ya sabía algo: La Academia no ganaba nunca. Ser campeón era casi imposible, y una buena oportunidad se había escapado. Los de Boca, los de River y los de Independiente, todos habían sido campeones en esos últimos tres años. Racing, en cambio, no ganaba un título desde 1966. Empecé a entender el fútbol a los 6 años y desde entonces fui íntimo amigo de la derrota: contra Boca, River y el Rojo, los tres enemigos a los que había que cruzar en el colegio o en cualquier parte, perdíamos siempre. Los datos son reales: de los primeros 32 partidos que viví contra esos equipos, ganamos 4. Apenas 4. 4 de 32. Eso me marcó. Crecí acostumbrado a los golpes, sabiéndome parte del bando perdedor. Y a partir de ese momento, siempre que decidí entre dos posturas, elegí la de los débiles, la de los que sufren. Los que creen que soy piquetero porque leí a Marx o porque tengo conciencia social no entienden nada: soy piquetero porque antes fui de Racing. Así de sencillo. Para peor, en mi escuela eran todos de Boca o River. Por ahí a alguna chica no le gustaba el fútbol y no tenía equipo, pero el resto (turno mañana, turno tarde, directivos) eran de Boca o de River. Si River le ganaba a Boca, una mitad del colegio cargaba a la otra mitad. Si Boca le ganaba a River, lo mismo. Pero si River o Boca le ganaban a Racing, todo el colegio me cargaba a mí. Me sabían sensible, me tenían marcado, me espiaban para ver si otra vez, como después de cada derrota, había llevado la camiseta abajo del guardapolvo. Y como Racing no ganaba nunca, yo no podía cargar a nadie. ¡Hasta las maestras me cargaban!

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El 27 de diciembre de 2001, cuando Racing fue campeón después de 35 años, me puse a llorar. No lloraba porque estaba emocionado: lloraba porque era 27 de diciembre, se habían terminado las clases y no tenía a quien cargar. Aquel título, igual, fue un espejismo. Las cargadas y el sufrimiento siguieron. Racing acumuló derrotas, peleó el descenso, estuvo al borde de la desaparición. Yo aprendí otros valores que no eran el éxito: la fidelidad, la constancia, la humildad, el dolor como forma de reconstrucción. En la cancha y en mi vida. Estar del lado de los castigados es poético para escribirlo, pero en la realidad es una trompada todos los días. Todas las horas. Todo el tiempo. Racing y mi vida se fusionaron. El gerenciamiento del club y el capitalismo como sistema. El índice de desocupación y la tabla del descenso. La represión policial y las goleadas que nos metía Independiente. Todo dolía, todo era un poco lo mismo. Los que piensen que esta comparación es una frivolidad absurda tienen razón. Pero, como diría Dolina, “a mí la razón no me alcanza”. Empecé a abrazarme a Racing sin resultados, a Racing como forma de vida. Lo apliqué en la realidad: aprendí a luchar con mis armas, con lo que tengo, aunque parezca destinado a la derrota incluso antes del partido. Empecé a aceptar que no puedo cambiar el mundo, pero puedo cambiar una parte del mundo; y que si no puedo cambiar ni una partecita, puedo intentarlo hasta que no me quede aire por respirar. Las derrotas se nos siguieron acumulando, a Racing y a mí. Pero con Leandro y Melisa nos lo repetimos todos los días: sólo necesitamos ganar una vez para haber ganado siempre. Un pibe que evite su destino de drogas y cárcel, una mujer que deje de ser golpeada por su marido, una chica que descubra una idea leyendo un texto de Casciari. Un solo día en el que los oprimidos liberen sus cadenas y los poderosos paguen sus culpas. Una tarde en la que el adolescente que lloraba en la planta alta de su casa se dé cuenta de que, aunque estaba en el bando predestinado a perder, estaba en el bando correcto.

Es 15 de junio de 2013 y estoy sonriendo. Sonrío en la planta alta de la cancha de Independiente, donde quisieran estar mis tíos y primos. Pero no hay nadie, estoy solo y sonriendo. No sonrío porque Independiente acaba

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de irse al descenso por primera vez. Sonrío porque cuando asumí que estaba en el bando débil, pensé que nunca iba a ver al poderoso derrotado, a la clase alta del fútbol perdiendo sus propiedades privadas, mientras los derrotados de siempre sostienen la esperanza de un futuro mejor. Ahora, mientras asumo que estoy en el bando débil del mundo, el de los empobrecidos, los explotados, los trabajadores desocupados, las que tienen que abortar ilegalmente, los que limpian los baños y manejan los autos y construyen las casas de los ricos mientras la sociedad los mira con miedo, sigo pensando lleno de tristeza que nunca voy a ver a los poderosos, a los opresores, a la clase alta del mundo perdiendo su poder en manos del pueblo. Pero nunca, tampoco, había pensado en ver a Independiente descender; y acá estoy, escribiendo este texto en mi cabeza mientras soy testigo de ese descenso. Escribo este texto en mi cabeza mientras sueño con que algún día, aunque suene imposible, el mundo se parezca un poco más al fútbol. Y los débiles, por fin, tengamos una tarde de reivindicación.

Fernanda García. Sentir que uno está del lado correcto, con convicciones y coherencia entre dichos y hechos, es una satisfacción inmensamente bella – 10 de julio de 2013 Vale. Ay. Me hiciste volver a esa tarde en que el atardecer entraba anaranjado por los vidrios amarillos de una ventana del comedor de casa, casi abrazada a un radiograbador medio viejo. Sola. Supongo que mi viejo laburaba. La tarde en que decidí que lo mío era alentar al que quería, pase lo que pase. Porque no quería ser como ellos. Porque ellos no amaban como se ‘debía’ amar, o como yo elegía amar. Después me fui a esa otra tarde en un café a la vuelta de la facu, haciendo un trabajo de una de las últimas materias de la carrera. El televisor de pronto dijo que el mundo cambiaba, que el destino esta vez tenía sabor a justicia. En abril de ese año se había muerto mi hermano. En mayo se murió Videla. En junio descendió Independiente. Muchas cosas que nunca habían parecido posibles de pronto pasaban. Para bien o para mal, todo era posible, y eso era mejor que lo imposible, ¿no? ¿Estaría siendo muy optimista o muy de Racing? – 17 de julio de 2017

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Carpeta de 7º grado, 2 de mayo de 1996. ¡Hola, chicos y chicas! Les cuento que me llamo Martín Gonzalo Estévez y curso el 7° año en la Escuela N° 29 Martín Miguel de Güemes. Nací en Capital Federal, pero vivo en el Gran Buenos Aires. A los 4 me mudé de la calle Sarandí a Oliden, mi actual domicilio, siempre en Lomas de Zamora. Mi mamá y mi papá están separados. Yo vivo con mi mamá, pero a mi papá lo veo los fines de semana. La verdad es que con la ocupación de ambos ando medio “perdido”. Mi mamá es… no sé cómo se llama, es algo así como la que atiende los teléfonos, “completa” las ventas, etc. Trabaja en Sevitar, una empresa de autos. Mi papá es, creo, jefe de contaduría. ¡Ah, me olvidaba! Mi mamá se llama Tatiana y mi papá, Juan Carlos. Tengo dos hermanas, Gabriela, de 13 años (…), y Victoria, de casi 5 meses (lo único que sabe decir por ahora es “Pa ba pa pa pa”). Además de mi mamá y Gabriela, viven conmigo mi abuelo Víctor, de 70 años, y mi abuela, que tiene un nombre difícil de escribir, así como Theofania, pero mejor escribir simplemente Fany. Ambos son ucranianos y a veces me enseñan algo de ese idioma. Por último, viven en la planta alta mis tíos (Elvira y Alberto) y mis primos: Diego, de 19 años (un verdadero trabajador); Matías, de 16 (un verdadero vago. No, en serio, un gran futbolista); y Vanesa, de 14, que siempre está con mi hermana. Podría nombrar a un montón de familiares y hablar sobre ellos, pero mejor los voy solamente a nombrar. Mi bisabuela Mercedes, de 76 años, creo, y mi bisabuelo Mariano. Mis tíos Pablo y Fabián (Pablo es también mi padrino). Mis tías María Eugenia (de solo 14 años) y Susana. Mi primito

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Facundo. Mi abuela Lucía (“Lucy”). Mi abuelo Juan Carlos (¡sí, otro Juan Carlos!). Mi abuelo postizo, Tito (hincha de Racing). Rosa, la pareja de mi papá, y mamá de Victoria (que no sé cómo me aguanta los fines de semana). Y bueno, si me olvidé de alguien es porque estoy “apurado”.¡Ah! Mi madrina, Isabel, casi me la olvido, y su familia. Estas son sólo algunas de las personas que más aprecio. Tengo dos perras, Barbie (la raza no tengo idea) y Wendy (un pekinés). También tengo una gata que tuvo “quichicientosmil” gatitos, de los cuales cuatro están en casa. Uno de ellos, el más grande, no tiene un ojo. Ninguno tiene nombre. Pasando a otro tema, les cuento que me encanta el fútbol, sobre todo cuando juega La Academia. También soy hincha de Los Andes y sigo atentamente a cada una de las divisiones, desde la A hasta la D, el fútbol español, italiano, alemán, holandés, el de toda América (sobre todo Colombia y Bolivia), divisiones inferiores y cualquier cosa relacionada con el fútbol. También me gusta el basket (I love you NBA), el tenis, el baseball y el fútbol americano. Me encantan los comics (historietas), ¡ya tengo más de mil!, Fito Páez y ver Caiga Quien Caiga. Mi comida favorita no la tengo muy decidida, estoy entre las milanesas con papas fritas, los ñoquis… Bueno, sin darme cuenta hice esta carta demasiado larga, así que pido disculpas y espero haberme presentado claramente. Sin más que decir, les mando un saludo enorme. Martín.

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Duhalde, mi buen amigo

Esta historia, como todas las que escribo, es verdadera. Por suerte existen testigos, porque un texto en el que converso personalmente con Eduardo Duhalde invita a la sospecha de que les estoy mintiendo a todos. Pero insisto: esta historia es verdadera. Es el año 1996, tengo 12 años y, después de la clase de educación física (de 8 a 9 de la mañana), con los pibes nos vamos a jugar a la pelota al parque de Lomas. En esos años, en la pista de atletismo del parque aterrizaba una vez por semana un helicóptero que transportaba a Duhalde. (Duhalde, para los que no lo saben, fue gobernador de Buenos Aires en los peores años de Buenos Aires, que son casi todos. Y presidente argentino en 2002 y 2003. Duhalde era malo en serio: corrupción, narcotráfico, cosas que casi todos sabemos pero no podemos denunciar por falta de pruebas o miedo). Nosotros, más por aburrimiento que por convicción política, nos colgábamos del alambrado que rodeaba a la pista y empezábamos a insultar a ese señor cabezón. Sí: una vez por semana, cinco o seis pibes de 12 años cantábamos canciones para faltarle el respeto al gobernador de la provincia. 76

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Uno de esos miércoles, ya cerca del mediodía, mientras entonábamos “¡Duhalde, cagón, vos sos la corrupción!”, una persona se acercó por nuestro costado ciego. “¿Hay algún problema?”, preguntó enojado. Era uno de los hombres de seguridad del gobernador y tenía un bastón en la mano. Lautaro, Claudio y el resto se quedaron mudos. Yo respondí lo primero que se me ocurrió: “Es que estamos enojados, señor —le dije con cara de nomepegue—, porque si en nuestra escuela no hacen aulas, nosotros vamos a tener que separarnos”. No se entendió mucho, pero el tipo nos miró interesado. Eso me envalentonó: “El año que viene deberíamos ir a octavo grado, pero en nuestra escuela nunca hicieron aulas y ya nos dijeron que nos busquemos otra porque todos no entramos”. El hombre guardó el bastón y nos dijo que escribiéramos una carta para “el señor Duhalde” contándole el problema, y que él mismo se comprometía a alcanzársela durante el miércoles siguiente para ver si “se podía hacer algo”. Nosotros estábamos tan contentos por no haber terminado presos que esa misma tarde le contamos la historia a la señorita Gladys (sin la parte en la que nos colgábamos a insultar, claro). Ella propuso que todo el grado escribiera la carta. Una semana más tarde, estábamos de nuevo en el parque, sin insultos pero con un sobre en las manos. El guardia nos reconoció enseguida y se acercó a buscar la carta. Lo vimos: después fue caminando directo hacia Duhalde y conversó con él. —Dice el gobernador que vengan el miércoles que viene con la directora de su escuela. Quiere hablar con ella —nos pidió. Dos semanas después de putear desde el alambrado, la directora, la vicedirectora y cinco de nosotros estábamos parados al lado del helicóptero, frente a Duhalde. El tipo, lo juro, era más bajo que yo, que tenía 12 años. Un enano con cara de hijo de puta que enseguida nos prometió que en los próximos días iba a ordenar la construcción de aulas nuevas en la Escuela Nº 29. El día que llegó la confirmación a través del Ministerio de Educación, juntaron a los estudiantes de la escuela y les contaron que, gracias a nuestra “preocupación y esfuerzo”, todos podrían terminar los nueve años de la primaria en la 29. El patio entero estalló en aplausos. La secretaria, María Ángela, nos miraba emocionada, como diciendo: “Con chicos así, el mundo tiene esperanzas”. 1996

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Empezamos octavo grado sin aulas, claro. Las obras se demoraron y recién para mitad de 1997 terminó la construcción. Al final egresé de la Escuela 29 sin pena ni gloria, sin viaje de egresados ni amigos para siempre. La historia no parece tener moraleja, aunque podemos inventarle tres. La primera es que muchos de los aplausos más efusivos que recibimos en la vida no los merecemos. O los merecemos por otros motivos: fue injusto que nos aplaudieran por una “preocupación” y un “esfuerzo” que nunca demostramos; pero tal vez merecimos los aplausos por la creatividad en un momento complicado; y por seguir la historia hasta el final, como siempre hay que seguir las historias. La segunda moraleja es que, aunque Duhalde puede ser confundido en este relato con un político sensible y solidario, en realidad reafirma sus peores cualidades: la 29 se salvó porque a un tipo de seguridad le caímos bien, pero muchas escuelas terminaron sin aulas y devastadas por un sistema educativo nefasto impulsado por él. Y la última conclusión es que, desde los 12 a los 29 años, de tanto cambiar no cambié más: este año, en otro parque, con otros pibes, cantamos una canción mientras pedíamos justicia para Darío Santillán y Maxi Kosteki, luchadores asesinados durante la presidencia de Duhalde en 2002: — ¡Duhalde, cagón, vos sos la corrupción!

Maripi Boglione. ¡Buenísimo! Te acompaño en la lucha y en los cantos. Maxi y Darío serán siempre pero siempre parte de nuestra bandera de lucha – 27 de diciembre de 2013 Lean Nahuel. Me reí mucho – 27 de diciembre de 2013 Matías Salinas. Todo es verdad!!! Jajaja, yo fui parte de esa historia. ¡Gracias, nene, por recordármela! Fue tal cual, pero yo también te ayudé a hablar con ese muchacho, jajaja – 27 de diciembre de 2013 Selva Bianchi. El aplauso era merecido más allá de los títulos, que generalmente responden a cuestiones de forma. Y Duhalde… no le pasan los años al tipo, el cantito le queda pintado – 28 de diciembre de 2013 Anahí Ponce Carpinelli. Excelenteando, como siempre – 28 de diciembre de 2013

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Esquinas

A los seres humanos nos adjudican un montón de pavadas como propias: número de documento, título secundario, grupo sanguíneo, antecedentes penales, la tarjeta SUBE, y hasta nombre y apellido. Pero hay algo mucho más importante que no figura en ningún registro civil: nuestras esquinas. Todos tenemos esquinas propias, que nadie nos puede robar, que marcaron nuestras vidas más que las vacunas que nos inyectaron. Mi primera esquina la conseguí en 1996: es la intersección de Molina Arrotea y 24 de Mayo, en un barrio (parecido a todos los barrios) de Lomas de Zamora. Ahí quedaba la Escuela 29, en la que hice de 1º a 9º grado, pero no me apropié de esa esquina hasta 7º, cuando al salir de clase nos sentábamos con Mauro a ser amigos. Hay personas que se juntan para conversar sobre programas de televisión, para tomar café, para contarlo en Facebook, para desahogarse. A mí me gusta juntarme con las personas para ser amigos. La orden en mi casa era no volver de noche, así que en verano me sentaba unas cuantas horas sin problemas. Pero en invierno, como salíamos a las 17:30, anochecía enseguida y yo terminaba corriendo las diez cuadras que separaban a la escuela del caserón de Oliden. 1996

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En Molina Arrotea y 24 de Mayo di mi primer beso, me puse de novio, bailé el vals en Navidad, me junté con amigos hasta los 17 años y esperé a una morocha para abrazarla hasta los 22. Mi segunda esquina tardó en aparecer. Para los que estén interesados en adquirirla, es la de Darregueyra y Santa Fe, en Palermo. La hice mía entre 2007 y 2009: todas las noches salíamos con Pablo de la revista Fox Sports y caminábamos hasta ahí. Él, porque por esa esquina pasaba el micro Chevallier que lo llevaba a Campana, donde cenaba y tenía relaciones sexuales con Marina. Yo, porque ya no tenía morocha que abrazar y, especialmente, porque me gustaba juntarme con Pablo para ser amigos. Mientras esperábamos que llegara el diferencial, hablábamos de nuestros problemas más catastróficos y de las pelotudeces más atómicas. Y siempre que él se ponía contento, porque asomaba el Chevallier, yo me ponía triste, porque asomaba un regreso de dos horas en soledad. ¿Qué otra esquina me cambió la vida? La de Kurth y Polonia. A dos cuadras, en un barrio de Llavallol al que los GPS llamarían “zona peligrosa”, vivió una de mis mejores novias. Yo me tomaba el 562, bajaba ahí y, si era de noche, caminaba lo más rápido posible para que no me afanaran hasta llegar a su calle de tierra, hasta su puerta, hasta sus brazos. Lo mejor pasaba a las siete de la mañana del día siguiente: nos despertábamos por culpa del motor del auto de un vecino, tomábamos unos mates y nos íbamos, claro, hasta Kurth y Polonia, a esperar un colectivo que la acercaría a ella al trabajo. A esa hora, ya sonaba cumbia en los monoblocks de enfrente. Nunca se lo dije, pero me encantaban esas mañanas de 2010, tan barriales, tan Llavallol, tan nosotros. Cuando Tamara tomaba el colectivo, yo cruzaba y, también en Kurth y Polonia, esperaba el 562 que me llevaría de vuelta a casa. En los últimos tres años conseguí tres nuevas esquinas que quiero que figuren en el libro azul de mi vida. Y si no hay un libro azul con todas las verdades del Universo, al menos quiero nombrarlas en este libro. En 2011 me volví fanático de Las Piedras y Luján, callecitas de Lanús. Casi no hacía otra cosa que tomarme el 74 y espiar la numeración, porque tenía que bajarme al 2200 de Luján para ir a la casa de Eugenia o Melisa, compañeras de teatro a las que nunca me pude sacar de encima. De hecho, como tengo mala memoria, Melisa figuraba en mi celular como ‘Meli 2200’ para saber dónde bajarme. La casa de Eugenia era el punto de reunión antes de alguna salida, para 80

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merendar escones, soñar con nuestra compañía de teatro o contar tristezas. Ir a lo de Melisa sigue siendo una salvajada emocional: casi no hay vez en la que, al irme de ahí, alguno de los dos no sienta que le cambió la vida para siempre. Mi esquina favorita en 2012 fue la de Sirito y Palos Borrachos, donde vive la gloriosa familia de Leandro, una de las cinco personas que más quiero. La casa es tan chica y tan grande a la vez: entran ahí una farmacia enorme, un piano que el adolescente hermano de Leandro toca con maestría, decenas de plantas, centenas de libros, un garage, un padre que lee esos libros en el garage, comidas que no probé en ningún otro lugar y un televisor. El dato del televisor no es menor: como yo no tengo, cada vez que hay un evento deportivo que me interesa, la familia de Leandro se agarra la cabeza. Sabe que a las 8 de la mañana yo tocaré timbre, él preparará té de manzanilla y nos dispondremos a ver Federer-Del Potro como si estuviéramos en las tribunas de Wimbledon. Ya sé que, mientras leen, todos están pensando en cuáles son las esquinas importantes de su vida, pero déjenme terminar. La sexta y última que quisiera que filmaran si alguna vez me hacen un homenaje en televisión es la de Alsina y Fonrouge. Como vivo a dos cuadras de esa esquina, por la que pasan el tren y un montón de colectivos, este año pasé más tiempo ahí que durmiendo. De verdad, eh: hice la cuenta. De hecho, mientras escribo este texto, estoy esperando un mensaje que diga: “Estoy yendo para allá”. Eso significa que por milésima vez tendré que ponerme las ojotas y caminar hasta Alsina y Fonrouge, donde un colectivo o el tren depositará a alguna chica linda que no quiere caminar sola, o a algún chico lindo que no conoce el barrio. Es más: “Te espero en Alsina y Fonrouge” es el único mensaje predeterminado que tengo en el celular. Perdonen que termine este texto de golpe, pero acaba de llegar el mensaje y tengo que salir corriendo para la esquina. No sea cosa que, por llegar tarde, me pierda mi primer beso, un abrazo de Pablo o al hermano de Leandro dando un concierto de piano debajo del semáforo.

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Lean Nahuel. Yo tengo dos: Manuel Castro y Las Heras es una, y otra es Frías y Magallanes – 1° de enero de 2014 Violeta Ponce Carpinelli. Me puse mal porque el lado de mi cuadra no tiene esquina. Está pegada a la vía, entonces sigue y sigue. La mano de enfrente sí tiene, pero no me pertenece – 2 de enero de 2014 Tatiana Sawicki. La primera esquina que fue mía que se me cruza por la cabeza es Monseñor Piaggio y Gaona, durante tres años, de 5° a 7° grado. Y la otra, por todo el tiempo que pasé, paso y pasaré por ahí, Oliden y Sucre. Gracias por hacernos pensar un poco – 2 de enero de 2014 Pablo Aro Geraldes. Que me perdone don Raúl Scalabrini Ortiz, pero mi esquina será siempre Canning y Corrientes. Es un refugio bullicioso, lejos de las esquinas que duelen – 3 de enero de 2014 Rafael Pinto. Muy original su texto. Obvio que todos quedamos pensando en nuestras esquinas. Tengo muchos recuerdos de mi Progreso natal, pueblo de Canelones, Uruguay, pero allí las callecitas no tienen nombres. Acá en Montevideo me quedo con 18 de Julio y Yaguarón, lugar de citas innumerables; Rondeau y Paysandú, donde nos dimos nuestro primer beso con la que hoy es mi señora; y Guaycurú y Evaristo Ciganda, donde vivimos – 11 de marzo de 2014

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Te quiero Escrito en 1996

Te quiero, no sé por qué mi amor no tiene un sentido te quiero, sólo eso sé y tenerte, a dios le pido. Te quiero y no lo sabés te quiero y no importa nada te miro y me vuelve loco el brillo de tu mirada. Te quiero, no sé desde cuándo porque el alma nunca avisa te quiero y seguro estoy cuando veo tu sonrisa. Te quiero y también sé que todo el sentido pierde cuando no veo muy cerca tus hermosos ojos verdes. Te quiero, una y otra vez no hago más que pensar en eso te quiero y la vida daría por poder robarte un beso. Te quiero y no puede ser que mi corazón un error cometa te quiero, no sé por qué pero sé que te quiero, Violeta.

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Hoy maté al Piojo López

Debería tener las manos manchadas con sangre, pero ni eso. Nunca pensé que podría hacerlo, pero lo hice. Acabo de matar a una persona. Y no a cualquier persona. Acabo de matar a alguien a quien adoré. Me siento Mark Chapman, el fanático enloquecido que asesinó a John Lennon. Lo hice, lo hice, por fin lo hice. Y sé por qué lo hice. Que Dios me perdone: acabo de matar al Piojo López. Para los que no lo saben, antes de morir el tipo jugó a la pelota. Y bastante bien. Me hice fanático suyo en 1996. Él llevaba casi cuatro años en Racing, pero en el 96 la rompió. En Racing y en la selección. Y se fue. Se fue de una manera exageradamente memorable: tenía que mudarse a España para jugar en su nuevo club, pero le-pidió-por-favor-dale-daledale-dejame al presidente del Valencia, le rogó que le permitiera volver a Avellaneda un ratito más, un partido más, porque Racing jugaba contra el Boca de Maradona y él no podía irse así, con la triste derrota que había sufrido contra Newell’s un mes antes. Se fue de una manera exageradamente memorable porque metió un gol sobre el final y Racing ganó 1-0, y Boca y Maradona y Caniggia se

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quedaron sin campeonato, y él se subió al arco y saludó a todos llorando, moviendo las manecitas, y de ahí se fue directo a tomarse un avión que lo mantendría una década lejos. Todo eso me hizo mal. Tocó una parte frágil de mi cerebro. Me conmocionó. Comencé a seguir su carrera con una intensidad injustificada. Yo tenía 12 años, estaba en 7º grado, y antes de que mis compañeros sugirieran un distintivo de egresados (esos dibujos plastificados que se colgaban los que terminaban la primaria), dejé en claro que no iba a usar otra cosa que una foto del Piojo enganchada en mi ropa. Se ve que en el colegio ya me sabían peligroso, porque nadie me lo cuestionó. Miren la foto que está acá al lado y díganme, con una mano en el corazón, si no les da una mezcla de pena y pánico: miren mi obesidad creciente, el buzo que parece un mantel, la mirada perdida observando con desdén al fotógrafo de turno. Quisiera que nunca nadie hubiera visto esta foto que me humilla. Pero si no la hubieran visto, jamás entenderían por qué lo acabo de matar. Miren: yo era ése de ahí. Ése. Los que me conocen (los que creían conocerme antes de lo que acabo de hacer) lo saben: recortaba cada noticia suya y la pegaba delicadamente en un libro de actas, negro y de tapa dura, en el que obsesivamente detallaba sus estadísticas, sus momentos memorables, su forma de respirar. Cuando yo jugaba a la pelota, me negaba a pegarle con mi pierna hábil, la derecha: quería ser zurdo como él. Jugó en España, en Italia, en México. Jugó dos Mundiales, también. Jugó 812 partidos en su carrera. Lo sé porque los conté. Lo sé porque los tengo en el libro de actas negro y de tapa dura. Lo sé porque los tengo en una libretita que computa sus partidos, goles, calificaciones recibidas y su promedio de gol. Lo sé porque figuran en el blog que creé en su homenaje. Lo más demencial que hice ya lo conté: durante su etapa en México, cuando yo ya era grande, trabajaba y tenía barba, sus goles sólo podía verlos a las dos de la mañana en un programa llamado ESPN Report. Y como yo tenía (tenía) que grabar todos sus goles, estaba entre las 2 y las 3 de la mañana despierto, con el control de la videograbadora en la mano, esperando que anunciaran los goles argentinos en el exterior. Muchas veces no los pasaban, y yo me quedaba angustiado pensando que ese gol quedaría para siempre en el olvido, que no lo había registrado, que la vida era un poco más triste. Tuve las camisetas de sus clubes, las medias de sus clubes, me hice

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remeras con sus fotos, practiqué la tonada cordobesa: todas las estupideces que hacen las adolescentes enamoradas de un cantante de pop barato. El problema era que yo crecía, que mis obligaciones aumentaban, pero cada partido suyo igual detenía el mundo, me obligaba a verlo, o a seguirlo por internet, o a imaginarlo. En febrero de 2007, tanto tiempo después de su despedida, anunció que volvía a Racing. Lo había prometido. Yo lloraba, pero no de emoción: horas antes (se los juro, horas antes), mi primera novia me había dejado para siempre. Nunca había estado tan triste como cuando fui a la conferencia de prensa a ver un sueño cumplirse, y ese sueño no me importaba nada. Jugó un año en Racing y se fue a terminar su carrera a Estados Unidos. ¡A Estados Unidos! Y lo seguí, claro. Me hice hincha de equipos ridículos como Kansas City Wizards o Colorado Rapids. Grité en diferido su último gol: fue cuando apareció “López: ¡goal!” en la página de internet de Colorado durante una serie de penales. Ni siquiera salió en el diario al otro día: no le importaba a nadie. Eso fue hace ya cuatro años: se retiró en 2010. En todo aquel tiempo, lo conocí, me saqué una foto con él, le hice una bandera, lo entrevisté por teléfono, le conté que lo admiraba y me dijo: “No te hubieras molestado en decir palabras tan lindas”. En todo aquel tiempo, crecí y me obsesioné con los recortes, con las cronologías, con completar todas las cosas que se pudieran completar. Me obsesioné con el pasado. Hoy decidí terminar con todo eso. Me siento ridículo subiendo al facebook fotos de un tipo que ya no juega. Me siento anacrónico, antiguo, me siento gastado. Ese Martín, el que a las 2:51 de la mañana sufría porque quedaban nueve minutos de chances para grabar el gol al Cruz Azul, ya no existe más. Ese gordito triste de la foto es un poco parte de mí, pero ya no soy yo. Sé que cuando subo una foto del Piojo López doy una imagen como la de Gaby cuando escucha Xuxa, la de Tati cuando busca a una compañera de la primaria que nunca volvió a ver, la de Juanca guardando discos de los Beatles sin abrir. Parece que viene de familia esto de aferrarse al pasado aunque el pasado no nos haga bien, aunque nos detenga en un lugar donde no queremos detenernos, aunque no nos haga felices. Así que lo hago un poco por mí, y un poco por ellos. Y un poco por todos los que estamos detenidos en momentos de nuestras vidas que nos marcaron. Salgamos de ahí. Huyamos. Vivamos.

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No es un día cualquiera ni un momento cualquiera. Hoy, justo hoy, Claudio López cumple 40 años. Y yo ya bailo alegre alrededor de los 30. Ya no escucho Los Chakales, ni me gusta la chica que me gustaba a los 12 años, ni me cocina Fanny. Ya no uso buzos que parecen un mantel, ni grabo goles ajenos, ni quiero ser el más y mejor fanático de nadie. Soy éste que soy ahora, y éste no quiere seguir escribiendo sobre partidos viejos, actualizando blogs de deportistas retirados, perdiendo el tiempo en personas que no me conocen porque me da miedo arriesgar ese tiempo estando conmigo. Hoy, 17 de julio de 2014, declaro oficialmente mi independencia del Piojo López, de sus goles grabados en video, de sus recortes, de sus noticias, de las notas que le hagan. Me declaro libre del que fui a los 12 años, del que vivía a través de los demás, del que tenía (tenía) que hacer cosas sin saber por qué las hacía. Elimino a su fantasma. Me lo saco de encima, lo borro de mi presente, nunca más será una obligación para mí. No más blog, no más recortes, no más estadísticas. No más fanatismos absurdos. Por fin, por fin puedo, por fin no duele, por fin aprendí. Por fin puedo desencadenarme, cortarlo en pedacitos, puedo agarrar el diario con su última carrera (porque ahora es piloto de autos) y destrozar las páginas con mis dientes, sin siquiera preocuparme por el puesto en que terminó. Escucho las sirenas de mi inconciente, los pasos de los guardiacárceles de mi pasado, pero vengan a buscarme, hagan lo que quieran de mí: no me importa, no me arrepiento. Hoy, hoy carajo, por fin y para siempre: hoy maté al Piojo López.

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Lean Nahuel. Siempre buscando excusas descabelladas (como que el Piojo cumple cuarenta) para decir genialidades – 17 de julio de 2014 Nico Briant. Voy a decir algo que, lo sé, te va a hacer sentir un poquito mejor: esta historia me sirve, y me hizo pensar. Como cada vez que leo algo tuyo o hablamos – 17 de julio de 2014 Nadia Hardy. Los 40 de mi marido de fantasía… Gracias, querido. Igual, no rompas nada: ¡dámelo a mí! – 17 de julio de 2014 Lucía Ocampo. También deberías estar en tratamiento psiquiátrico, por todas las patologías que tenés. Pero seguís escribiendo lindo. Si ese es el precio, ¡seguí pagándolo! – 17 de julio de 2014 Tatiana Sawicki. Pufff… Qué bueno, qué raro, qué increíble, sonrisas y lágrimas al leerlo… Tristeza y felicidad. Qué mezcla, ¿no? Pero en el fondo me alegro por vos. Ahora solo es cuestión de no buscar más a los compañeros de la primaria – 17 de julio de 2014 Juanmartin Tin. Sanador asesinato, gran maduración en la escritura, te felicito – 17 de julio de 2014 Chunchuna Arias. Excelente, primo. Así es como en la vida, de golpe, hacés los “clicks” que te despegan de cosas que ya no necesitás. Te felicito, ¡y a usar el diario para la cucha de Homero o para envolver huevos! – 17 de julio de 2014 Fernanda García. Seguramente, con esa sensibilidad que te caracteriza, quedes libre de culpa y cargo. Has sido un valiente, Martín, estos delitos no son fáciles de cometer. Y vos lo hiciste. Felicitaciones – 18 de julio de 2014 Federico. Yo también adoraba a este pibe y por esas cosas locas logré estar en un vestuario con grabador en mano. Le ganamos 2-0 a Newell’s y él se erró mil goles. Me salió preguntarle en tono cómplice, buena onda: “¿Los goles te los estás guardando para la Selección?”. Yo tenía menos de 20 años, todavía me arrepiento. Me miró un segundo de más y me caseteó una respuesta de alegría por la convocatoria. ¡Perdón, Claudio, te sigo desde el Torneo Centenario! – 22 de diciembre de 2014

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El doctor Moldes

La vista iba camino a ser uno de los grandes traumas de mi vida. Hacía bastante tiempo que no veía el pizarrón desde lejos, así que a los 13 años empecé a usar anteojos. Nada liviano: 1.5 grados de aumento. Tati decía que a mi edad la vista se corregía, que por ahí los usaba un tiempo y no los necesitaba más, pero yo ya sospechaba que mi nariz nunca más iba a estar libre. Lo peor llegó meses después. Cuando volví al oculista (o al oftalmólogo, como se llame), un hombre frío y cruel, el doctor Amenta, me dijo con cara de nada: —Esto empeoró mucho. Te fuiste a 2.5 en cada ojo. Y tendrías que haber venido antes: el control es cada tres meses y pasaron nueve. Acá está la receta para los anteojos nuevos. “Esto”, cínico doctor, eran mis ojos, uno de los tres sentidos más importantes que tenemos los seres humanos. Me contuve y cuando salimos del consultorio, frente a Tati y Gaby, me largué a llorar. —Ya está, negrito —me decía Tati con tristeza—. El hijo de Isabel tiene ocho en cada ojo y es más chico que vos, así que lo tuyo no es tanto. —No lloro por eso —le dije—. Lloro porque el forro del doctor tenía razón: ¡tendría que haber venido hace seis meses!

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Hoy entiendo que, aunque tal vez Amenta tenía razón, con la razón no alcanza: hay que tener algo más en la vida. Sensibilidad, tacto, dedicación por lo que hacemos, ¡compasión, al menos! Todo eso que le faltaba al tibio de Amenta, le sobraría después al doctor Moldes. Volví al oculista a los tres meses. Amenta estaba de vacaciones y me atendió otro tipo. Alto, algo amanerado, con poco pelo y bigotes: el doctor Juan Antonio Moldes. ¡Ay, dios, escucho su nombre y se me llena el corazón! Moldes era oftalmólogo, pero si hubiera sido motivador de personas condenadas a muerte también le habría ido bien. En diez minutos de visita me cambió la cabeza: —¡Pero qué bien están estos ojos, Martincito! —gritó después del control de rutina—. ¡Perfecto, la miopía no avanzó ni un centímetro! ¡Tenemos que seguir así, Martincito! ¡Tenemos que seguir así, eh! “Tenemos”, dijo Moldes. El tipo vio en mis ojos no sólo el nivel de enfermedad, sino también el terror que tenía a una mala noticia. Se puso la camiseta del paciente, se puso mi camiseta y gritó con euforia: “¡Tenemos que seguir así!”. —La última vez empeoré mucho —le conté—, así que ahora estoy comiendo más zanahoria y viendo menos televisión a la noche. —No la fuerces, Martincito —me dijo bajando la voz y se acercó—. Lo que tenés que hacer es no forzar la vista. Cuando la sientas cansada, dejala descansar. Ah: y volvé dentro de tres meses. Salí del centro de ojos (queda en Alsina al 200, Banfield, por si alguno lo conoce) sonriendo y cantando Fito Páez. Y a partir de ahí comenzó una constante: cada vez que iba, el doctor Moldes me decía cuándo volver, pero yo aparecía antes. Si me pedía “vení en tres meses”, yo volvía en dos. Si me decía que lo visitara en seis, yo estaba ahí en apenas cuatro. Es que visitar a Moldes me encantaba, me levantaba el ánimo. Incluso trataba de ir cerca de Navidad para desearle felices fiestas y darle un abrazo. Casualidad o no, durante más de diez años mi vista casi no empeoró. No sé cuántas veces habré ido a verlo, pero seguro fueron más de cuarenta. Durante el control me hacía leer números, aunque en un momento ya no me hacía falta mirar: me los sabía de memoria. De hecho, todavía los sé. Las dos últimas líneas, por ejemplo, eran:

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Se los juro. Igual, jamás le mentía. Si veía borroso, le aclaraba: “Sé que dice 7-4-2-9, pero no lo veo bien”. Entonces Moldes usaba otra forma de examinarme. Fuimos perdiendo la formalidad y nos contábamos cosas de nuestra vida. Hasta me enteré de que tenía un hijo hincha del Valencia de España, como yo. Me gustaba pensar que me trataba así porque era su paciente preferido, pero sabía que no. Sabía que trataba así a todos, que no lo hacía por favoritismo sino por generosidad: el doctor Moldes deseaba que las personas fueran felices y hacía lo que estaba a su alcance por lograrlo. Cuando yo tenía unos 24 años, dejó de atender a pacientes que tenían mi prepaga. Fue un golpe duro, pero lo tomé como el fin de una etapa. Como homenaje, decidí comprarme lentes de contacto, algo con lo que él siempre me había insistido y a lo que yo me negaba. Ahora que soy profesor, me doy cuenta de que lo más importante para entusiasmar a los chicos de la secundaria lo aprendí del doctor Moldes. Me enseñó que jamás hay que decirles “esto empeoró mucho” señalando sus faltas de ortografía; ni preguntarles “¿esto es lo mejor que se les ocurrió?” cuando presentan una idea para un cortometraje. Hay que poner en juego la sensibilidad, el tacto, la compasión. ¡El alma hay que poner! —Sí, es cierto que tenés setecientos errores de ortografía, como elejir, que se escribe con “G” —le decía a Facu Szeinkop en El Rancho, escuela de Turdera—. ¡Pero qué hermosa te sale la jota! ¡Es la mejor jota que vi! Y Facundo, en vez de frustrarse porque lo llenaba de reproches, al siguiente trabajo se la pasaba buscando palabras con jota para lucirse. Y eso no sólo servía para motivarlo, sino que lo obligaba a pensar bien qué palabras usar. Se me ocurren pocas formas mejores que esa para sumar herramientas literarias. —La verdad es que este grupo funciona bastante mal, no se juntan nunca y siempre se quejan de todo —les remarqué anteayer a Brenda, Celeste y Sofía en la Escuela 37 de Lomas—. Pero ustedes vinieron a la reunión un día de lluvia a las ocho de la mañana. ¡Son unas genias! Hace bastante quería escribir sobre el doctor Moldes, pero lo hago justo hoy, minutos después de una derrota de Racing: 1-3 contra Lanús en Avellaneda. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Que pensé en él durante el retorno hasta mi casa. Intenté pensar como él para aliviarme. —Sí, perdimos otra vez y el árbitro nos afanó de nuevo, Martincito –imaginé su voz en mi cabeza—. ¡Pero qué golazo hizo Centurión! ¡Cuánta gente fue a la cancha! ¡Qué noble es ser de Racing, Martincito, qué noble! 1997

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Después me acomodé los anteojos y, la verdad, me sentí menos triste. Si este mundo tuviera muchos Juan Antonio Moldes —pienso ahora— no harían falta antidepresivos, interconsultas médicas ni renuncias de directores técnicos. No sé qué será de su vida, de hecho ni siquiera sé si está vivo, pero si alguno de ustedes lo conoce o se atiende con él, le pido que la próxima vez que lo vea le dé un abrazo sentido y lleno de cariño. Y no le digan que es de mi parte, eh, nada de eso: díganle que es de parte de la humanidad. Tatiana Sawicki. Hasta que la operó a tu abuela de la vista, estaba vivo. Soy capaz de pasar por el Centro de Ojos sólo para darle un abrazo de tu parte. ¡Vamos, Martincito! – 15 de septiembre de 2014 Chunchuna Arias. La frase “¡Ay, dios, escucho su nombre y se me llena el corazón!” me encantó. Gente como Moldes y como vos hacen más lindo el mundo. Está vivo y sigue atendiendo, dormí tranquilo – 15 de septiembre de 2014 Elvira Arias. Si el mundo tuviera sólo un 10% de personas como Martincito y como el Dr. Moldes sería genial. Elvirita, paciente del Dr. Moldes desde hace 20 años – 15 de septiembre de 2014 Rocío Babjak. Ayer tuve mi primera consulta con él porque mi anterior oftalmólogo dejó de atender en zona sur y mi ficha paso a las manos de dicho doctor. Un amor de persona, tal como lo describiste. Si tenés ganas de visitarlo, atiende en Espora 1139, Adrogué – 19 de marzo de 2015 Adriana. El año pasado mi bebé, que tenía año y medio, sin querer me metió el dedo en el ojo y con su uñita filosa me causó una herida, por lo que tuve que ir a una guardia y, por suerte, me tocó que me atendiera el doctor Moldes. No lo conocía, pero mostró preocupación al atenderme, me habló con dulzura y, sobre todo, fue el único que parecía sentir el dolor que yo sentía en carne propia. Afirmo y confirmo todo lo que decís del doctor – 26 de junio de 2015 Vanessa. Soy paciente del doc de toda la vida, desde los 6 años y hoy con 30 lo sigo viendo. Me sigue atendiendo con la misma paciencia, amor y dedicación. Es realmente un genio y gran ser humano – 5 de agosto de 2015 Silvia Gallardo. Es un genio. El mejor médico que conocí en mi vida, hace veinte años que lo conozco. Ayudó a mi hijo de cinco años a no usar anteojos. Cuando tenía tres, le sacó un pedacito de pintura del medio de la pupila en medio segundo. Ni se enteró, una mano increíble. Comparto cada palabra – 15 de septiembre de 2015 Graciela Argüelles. Me conmoviste. Hace años me atiendo con él y es tal cual lo describís. Ahora tiene un centro muy moderno en Adrogué – 24 de septiembre de 2015 Alejandra Paoletti. La persona más amable que conocí en mi vida, además de ser un profesional excelente – 17 de marzo de 2017

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Mi problema con Milito

Conocí a Diego Milito en abril de 1997. Yo estaba enfermo por Racing y leí en la revista Sólo Fútbol que le había metido cuatro goles a San Lorenzo en Quinta División. Creí, entonces, que debía empezar a seguirlo, recortar y anotar cada detalle de su carrera por si él se transformaba en un crack que sacaba campeón a Racing, brillaba en Europa y volvía para despedirse a lo grande en La Academia. Creía, en realidad, que por admirarlo desde aquel 6-2 a San Lorenzo, él, algún día, retribuiría mi esfuerzo. Hoy, lo digo con un poco de dolor y para sorpresa de los que leen esto, me doy cuenta de que estaba equivocado. Es cierto que ese pibe, Milito, llegó a Primera; y en 2000, cuando todos los que sentimos a Racing como algo propio sufríamos por la quiebra, la desaparición, los promedios, por la agonía diaria del club, él se plantó frente al periodismo y dijo: “Yo amo a Racing. Más allá de todo lo que nos pasa, me quiero quedar a jugar acá, a cambiar la historia”. El mundo pareció darme la razón cuando, después de 35 años, Racing ganó el título con Milito en el equipo. Aquellos eran días difíciles para mí, abrumado por problemas personales, así que lloré mucho, como lloró él, cuando el 27 de diciembre de 2001 fuimos campeones por primera vez. Lo adoré mientras jugó en Racing (hasta enero de 2004) y también después, cuando se fue a Italia. En 2005 ascendió con el Genoa y yo, que ya era periodista, lo entrevisté por teléfono mientras él saltaba en un vestuario a miles de kilómetros de distancia. De ahí se fue a España, para brillar en Zaragoza hasta 2008. Otro añito 1997

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en Genoa y, después, la gloria con el Inter: en ocho meses, Milito fue campeón de la Copa Italia, la Liga Italiana, la Champions League, la Supercopa Italiana y el Mundial de Clubes, y lo eligieron mejor jugador de Europa. En el medio, jugó la Copa del Mundo de Sudáfrica. Zarpado. Mientras iba rompiendo estadísticas y se convertía en uno de los futbolistas argentinos más importantes de todos los tiempos, decía que su sueño era volver a Racing. Pero dudaba. En 2013 lo conocí personalmente, y le mostré mis kilos de recortes y anotaciones sobre su carrera. Él me dijo: —Ni mi mamá tiene tantas cosas de mi carrera. ¿Me los regalás? —No —le respondí con una de las caras más sinceras de mi vida—. Primero volvé a Racing y, cuando termines tu carrera, te lo llevo adonde quieras y terminado. Se anotó mi número de teléfono como si fuera el de una agencia de reclamos. Parece que de verdad le habían gustado los libracos. En enero de este año, mientras estaba en Villazón, Bolivia, a punto de quedar incomunicado durante semanas, me llegó un mensaje: —Hola, Martín. Soy el representante de Diego Milito. Me mandó una camiseta para vos. Combinemos para que pueda alcanzártela. Y volvió, eh. Volvió menos de un año después, para rearmar los pedacitos de un Racing semi destruido. Con tanto amor, con tanta paciencia, con tanto coraje los armó, que fue sumando triunfo tras triunfo y hace un rato, el 14 de diciembre de 2014, lo vi dar la vuelta olímpica otra vez, a metros de mis ojos, mientras 55 mil personas gritaban su apellido, ese que yo había conocido 17 años antes. El de 2001 y éste fueron los únicos dos títulos que ganó Racing desde que respiro celeste y expiro blanco. ¿Y saben qué? Éste lo disfruté más, ya sin los traumas de mi adolescencia, seguro de haber encontrado un camino justo para mí y para la injusta sociedad que me rodea. Lloré, sí, lloré, pero no porque tengo problemas que me parezcan imposibles de resolver. Lloré por estos 13 años sin títulos, por todos los fines de semana de angustia, porque tenía ganas de abrazarme con personas a las que abrazo cada vez menos. Pero también fui feliz, porque entendí que todo eso era crecer, como Milito había crecido en su década europea, para ser una persona mejor, para poder ser feliz sin mentirme. Conocí a Diego Milito en 1997 y creí que, por admirarlo desde aquel 94

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6-2 a San Lorenzo, él, algún día, retribuiría mi esfuerzo. Pero, para sorpresa de los que leen esto, me doy cuenta de que estaba equivocado. Me di cuenta cuando él, el día que nos conocimos y miraba mis anotaciones, me dijo: —Estos cuatro goles en la Quinta no fueron contra San Lorenzo: fueron contra Independiente. No me los olvido más. Perdón, Diego, por haber estado tantos años equivocado. Y gracias por haberle hecho sentir a ese chico de 13 años que recortar diarios y anotar goles no eran tiempo perdido, sino futuro ganado.

Lean Nahuel. Siempre guardándote tus mejores anécdotas para escribir textos geniales como éste. Ya creo que nadie que te quiera un poco puede no querer un poco a Milito también – 21 de diciembre de 2014 Tatiana Sawicki. Esto es real, no un cuento. Yo lo viví. Gracias hijo por la emoción – 21 de diciembre de 2014 Martín Delalo. Me hizo emocionar, quiero saber si le entregaste todo ya, o al menos sacá fotocopia de todo – 22 de diciembre de 2014 Ezequiel Mariano Riveiro. Te zarpaste, hermano, sos un groso. La primera vez que leo algo y se me pone la piel de gallina – 22 de diciembre de 2014 Luciano Molizia. Muy buena nota! La leí como un cuento para niños. ¡Te felicito! – 22 de diciembre de 2014 Daviid Rc. Martín, me emocionaste, retengo las lágrimas porque hay tres amigos atrás mío – 22 de diciembre de 2014 Osvaldo Lallana. Más que relato, es un poema lo tuyo, Martín. Gracias a vos y gracias a Milito por amar mis colores tanto como yo – 24 de diciembre de 2014 Daniel Buccolo. La puta que te parió… con cariño, pero me hiciste llorar de emoción. Sos un genio, querido – 11 de mayo de 2016

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Carpeta de 8º año, 17 de abril de 1997. Consigna: diseñar la camiseta de un equipo de fútbol. Elegir un nombre para tu equipo y hacer una breve reseña de la historia del club. El Club Atlético Los Chakales fue fundado el 9 de julio del año 1967 por Beto de Lusmala. Tuvo que esperar hasta 1969 para jugar en los torneos de la AFA. Debutó en la Primera D y tuvo campañas irregulares hasta 1973, cuando logró el ascenso a Primera C. Pero en 1974 volvió a su categoría original tras una muy pobre campaña. Logró retornar a la C tras vencer, en 1977, 1-0 en un partido desempate al excepcional equipo de Muñiz, con un gol marcado por Javier Depidemia en el minuto 63. Se mantuvo allí hasta 1980, año en que gracias al goleador Claudio Voigt salió campeón y ascendió a Primera B. Logró permanecer en la categoría hasta 1983, cuando hizo historia, ya que venció sucesivamente 3-0 a Chacarita, 4-1 a Villa Dálmine (actualmente llamado Atlético Campana) y 8-2 a Atlanta, y logró ascender por primera y única vez en su historia a la división máxima del fútbol argentino, la Primera A. Pero llegaron tiempos difíciles. Los problemas económicos y la renuncia de su presidente hicieron que el equipo cumpliera magras campañas y cavara su tumba hacia el descenso fechas antes del final del campeonato de 1985. Rápidamente, un chico de 13 años llamado Julio Cardozo fue proclamado presidente. En su primer partido, armó un gran equipo y le cambió la camiseta (hasta allí azul y blanca) por una de su color favorito, el violeta. Ese era el último partido de Los Chakales en Primera, y es recordado como el más feliz por todos los hinchas: goleó 4-0 a Boca en la mismísima Bombonera. Los Chakales habían entrado en la historia. Los problemas económicos llevaron al club a la bancarrota antes de debutar en la B. Se planea que, en 1998, el equipo vuelva a participar, ingresando en la Primera D nuevamente. El nuevo presidente, un tal Martín, ya tiene la formación para el debut en la cabeza: Ignacio González; Mauro Cascioli, Ariel Olivetti, Elio Demontana y Grant Morrison; Gilmar Gilberto Villagrán, y los hermanos Dieguito y Tucho Arias; Julito Estévez, el Piojo Cardozo y el Chakal López.

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Los Chakales 1 - Borges 0

No digo nada. Cierro la boca. No opino. Y, si estoy forzado a opinar, tiro una evasiva. Me refiero a las adolescentes fanáticas de One Direction, Justin Bieber o La Piedra Urbana. De los pibes que se la pasan jugando a la PlayStation, aprendiéndose letras de reggaeton o formando clubes de fans ridículos. No es que no piense nada sobre ellos, pero estoy obligado a callarme. ¿Qué quieren que diga? ¿Que son tontos? ¿Que pierden el tiempo? ¿Que así nunca van a llegar a nada? ¿Cómo puedo criticarlos si yo... si yo...? Ay, dios mío... Si yo era fanático de Los Chakales. Supongo que ustedes ya saben cómo funciona este libro: la idea es contar tres historias de cada año de mi vida. Este texto corresponde a 1997, año para el cual tenía una sola palabra anotada en la puerta de la heladera: “Borges”. Yo quería contar con orgullo que a los 13 años ya había leído Ficciones y El Aleph. No sólo que los había leído: que se los había recomendado a mi primo Matías, que a él también le gustaron y que terminé regalándole uno de los dos. Quería contar que leía a Borges, pero es mentira. La verdad es que si en 1997 estuve, con suerte, diez horas leyendo a Borges, le dediqué veinte veces más tiempo a Los Chakales. ¡Ay, carajo! No era sólo ver Tropicalísima y TropiHits los fines de semana, o comprar revistas sobre

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cumbia (¡revistas sobre cumbia!) cada mes: todos los días, al mediodía y a las siete de la tarde, por un canal que ya no existe llamado TVA, miraba una hora de un programa intragable para esperar los dos minutos y medio por reloj (cortaban los temas donde fuera) que les dedicaban a Los Chakales. Y encima los grababa. No tenía gollete, en serio: ni siquiera tocaban en vivo. Hacían playback, siempre en el mismo estudio, siempre de las mismas canciones y, como los Simpsons, siempre con la misma ropa. ¡¿Para qué los grababa, la puta que me parió?! Me acuerdo y me quiero pegar un fierrazo en la cabeza. ¡Horas de tu vida, Martín! ¡Horas de tu vida perdiste en esa pelotudez! Me sabía los pasos de cada canción, el autor de cada letra, ¡hasta me hice trencitas en el pelo como el cantante! Déjenme, déjenme seguir contando, tengo que sacarme todo esto de encima: firmaba en el colegio como el Chakal de Lomas y pedía que me llamaran “Julito”, como el líder de la banda. En el cumpleaños de 15 de Gaby me comporté como debe comportarse un hermano de 13 años: conversé sobre fútbol y no bailé ningún tema. Hasta que pusieron Vete de mi lado, claro: entonces, mi torpe cuerpo no evitó la tentación, en camisa, corbata y frente a cien invitados, de bailar como un poseído. Por suerte, como en TVA, la canción se cortó a los dos minutos y medio y volví avergonzado a la mesa. No exagero: los habré visto unas trescientas veces hacer lo mismo. Un conductor ignoto gritaba: “Con ustedees... ¡Loos Chaaakalessss!”; ponían algunas de sus tres o cuatro canciones conocidas; ellos fingían que tocaban; las chicas de la tribuna coreaban “¡Y dale dale dale dale Cha-ka-les!”; y todo terminaba. Yo apretaba stop en la videocassetera y me quedaba lo más tranquilo. Lo más emocionante que podía pasar, se lo comentaba a Gaby: —¡Mirá, hoy Toto salió con una guitarra de juguete en vez de una de verdad! O tal vez: —Qué raro que no está Juampi... ¿se habrá ido de la banda? “Toto” y “Juampi”, la puta que me parió. Me acuerdo los apodos de dos pibes que tocaban (¿tocaban?) hace 17 años en Los Chakales, pero no me acuerdo el día del cumpleaños de Lucía, la hija de Chuna, y muchísimo menos de los títulos de los cuentos de Borges. ¿Y saben qué es lo peor de esto? Que no estoy arrepentido. Que no creo que ser un fanático descerebrado de Los Chakales me haya atrofiado el 98

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cerebro. Es más: creo que, a los 13 años, era una de las mejores cosas que podía hacer. Si hubiera leído doscientas horas a Borges, y hubiera visto diez de programas de cumbia, creo que estaría asfixiado de literatura, harto de sobriedad, o peor: me creería superior al resto. Pero no: por suerte fui un pelotudo, como hay que serlo un poco a los 13 años, y soñaba con verlos en alguna de esas bailantas que, en aquel momento, me parecían tan peligrosas como el infierno. Pero, por escuchar Ay de mí en vivo, hubiera soportado los pinchazos de algún demonio de segundo orden. Hoy, a escondidas, escucho a Los Chakales de vez en cuando, y me alegra haber vivido esa etapa tan ridícula. Ojalá hubiera hecho lo mismo después. Porque a los 17, 18 años ya me volví serio, correcto, aburrido. Si hubiera hecho lo que correspondía, si me hubiera comportado conforme a mi edad, hoy no estaría vestido como adolescente, no trataría a los adolescentes como iguales y, especialmente, no estaría a punto de irme con dos semi-adolescentes a andar en bicicleta hasta cualquier lugar con un casco parecido al de los Power Rangers para armar una carpa, dormir a la intemperie y contarnos cosas que nos duelen. Así que ya saben: a mí no me rompan las pelotas con que ahora los adolescentes son estúpidos, ni me pidan que les aconseje un libro de Nietzsche para leer. A los adolescentes hay que dejarlos equivocarse, ser fanáticos, rebeldes y molestos. Hay que dejarlos vivir. Y, cada tanto, preguntarles por algún tema bueno de One Direction, pedirles que nos presten la Play o por ahí que nos canten un reggaeton. No sea cosa que, por hacernos tanto los adultos, nos estemos perdiendo algo bueno.

Vane Boglione. Bueno, por lo menos contribuías con la industria nacional – 11 de enero de 2015 Fernanda García. Ay Martín! Yo llegué a ser la presidenta del club de fans de Emanuel Ortega, y tampoco me arrepiento. Todo es material de anécdotas… y escritura. Ojalá que tu diario de bicicleta rebalse de cumbia y felicidad – 11 de enero de 2015 Emanuel Schilling. ¡Hay que tener huevos, eh! Cada día me sorprendés más – 12 de enero de 2015 Yessica Maia. ¿Hay fotos con tus trencitas? jajaja – 12 de enero de 2015

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Anónimo. No está tan mal, a los 13 años todos tenemos ídolos que representan lo que quisiéramos ser. Admirarlos es una forma de aprender de ellos. Esos grupos de cumbia tenían canciones muy pegadizas y bien escritas, y la calidad de las grabaciones y la ejecución era muy buena. Los Chakales eran un poco distintos a los otros grupos, eran más originales. Yo aprendí a tocar las canciones con el teclado, aunque me gustaba el hard rock. Me fue muy útil. Ya grabar todos los programas era demasiado, pero pensá que en esa época no había mp3 ni youtube! – 25 de febrero de 2015 Anónimo. ¡Grosos totales Los Chakales! Este finde limpiando un poco la casa encontré los únicos tres CD que compré en mi vida. ¿De quién? ¡De Los Chakales, papá! Tan grosos eran estos tipos que escucharlos de nuevo me trajo recuerdos llenos de alegría y alejados de toda maldad. Estuve googleando para ver si grabaron otro disco más, y así encontré este texto, con el que este “adulto” de 34 años, casado, con dos hijos, se sintió tan pero tan identificado. Gracias, porque me hiciste recordar buenos momentos, de los más felices de mi vida – 9 de marzo de 2015 Anónimo. Hola, lo encontré googleando, en el 2014 hasta compartí escenario con ellos. No te arrepentirías jamás de algo así, volví en esos minutos a mis 13 o 14 años. Fue algo maravilloso, ya le mandé esto a Julio para que lo lea, está muy bueno! – 5 de junio de 2015

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Y siempre Escrito en 1998

Por favor, empecemos por el principio... Porque hasta los ciegos pueden ver si realmente lo quieren y porque no hay peor ceguera que la del que tiene miedo a ver, porque la lluvia nunca pudo detener al sol y porque en total oscuridad, las estrellas brillan más que nunca. Y siempre. Porque los recuerdos, a veces, pueden más que la ansiedad y porque aunque lo tengas todo, querés más y más. Porque el amor jamás va a tener explicación y porque si la tuviera, ya no sería amor, porque el frío existe más allá del invierno y porque un frente de tormenta no significa que nos vayamos a mojar, porque un símbolo puede perder su brillantez y porque no por eso deja de ser un símbolo. Y siempre. Porque estudiaste cada uno de tus movimientos pero no aprobaste todas las materias de la vida, porque los días pueden llegar a ser muy cortos y porque el Sol no sólo sale de día. ¿Acaso nunca tuviste una noche de Sol? ¿Acaso nunca perdiste al ganar? ¿Acaso nunca ganaste al perder? Eso, o un par de lágrimas en soledad da igual. Y siempre. Porque aunque un chapuzón refresque, podés terminar ahogado y porque el camino más corto siempre es el más largo, porque las ganas las perdiste hace rato, pero la esperanza no y porque la esperanza nunca se cansa, porque a veces parece que nada te salva y porque esa canción no te salva, pero ayuda. Y siempre.

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Porque al tornillo que nunca se te perdió lo volviste a encontrar y porque siempre falta una linterna cuando estás en cortocircuito, porque con ese tornillo no la podés fabricar y porque igual lo intentás, lo intentás y lo volvés a intentar, porque casi lo lográs y porque es eternamente casi. Y siempre. Porque nunca te olvidás de lo que querés, aunque nunca lo recuerdes y porque no te entregás así nomás, aunque lo quieras aparentar porque cuando la suerte está de huelga, encontrás tu propia medicina y porque sin mentir, ganaste con tu 5 de bastos porque aunque no te muevas, siempre llegás a otro lugar y porque siempre tenés algo para decir y para reírte. Y siempre. … y, por favor, terminemos por el final.

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Verano del ‘98

Las relaciones familiares me importan un carajo. Tal vez sea para equilibrar que, durante mis primeros catorce años, nueve de las diez personas que más quise eran familiares, vivían conmigo, mi mundo eran ellos. O por ahí es porque me importa más estar con personas que me quieran, me diviertan, me hagan sentir bien, que sostener cariño por alguien a quien no soporto pero tiene sangre parecida a la mía. Así que imagínense qué poco me va a costar hablar mal de una lejana media hermana llamada Victoria. La borrega nació en el 95, pero para mí los bebés son todos iguales: recién les presto atención cuando dicen algo llamativo, caminan o al menos no te vomitan los hombros cada veinte minutos. Así que mi primer recuerdo importante de esta chiquita son las vacaciones de 1998. De hecho, lo único que recuerdo de esas vacaciones es a ella. Insoportable era. Seis horas de ida a Villa Gesell escuchando el cassette de Chiquititas predisponen mal a cualquiera. Y oír durante catorce días “¿Qué tas atiendo? ¿Qué tas atiendo? ¿Qué tas atiendo?”, más que malhumorar, genera ira. La cuestión era más o menos así: yo estaba

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escuchando un partido clave para Racing, contra Estudiantes, en La Plata, y aparecía Vicky. —¿Qué tas atiendo? —Escucho un partido de Racing, Vicky. —Ah... Tantín... ¿qué tas atiendo? —Lo que te dije, Vicky: escucho a Racing. —Ah... Tantín... Tantín... ¿qué tas...? Y yo miraba con cara de “quién me manda a estar acá”. Hasta que Chuna, desde lejos, le gritaba: —Vicky, ¡hacele a Martín la cara de chanchito enojado! Y la borrega me miraba de frente y hacía una mueca con la cara que me enternecía hasta el diafragma. Los que me conocen saben que trato igual a las personas de 2, 15 o 50 años. Nada de hablarle con voz de pelotudo a un nene de 5 años: el que tiene 5 años es él, no yo. Entonces a Vicky le hablé de igual a igual, en esas vacaciones y siempre. Nos veíamos cada dos o tres semanas, así que quererla no era tan fácil, pero jugamos, conversamos, nos entendimos: nos quisimos. Con los años, la relación se fue enfriando lo lógico, por cuestiones de edad, pero también un poco más que lo lógico. Es que me cuestan los hermanos. Y yo les cuesto a ellos. Con Gaby vivimos las mismas cosas, pero las vivimos distinto. Fede es el más chico; con él estamos juntando pedacitos del pasado para ver si podemos armar un presente. Sobre ellos, claro, voy a escribir un texto entero en el futuro. Pero este texto es sobre Vicky. Probablemente porque tenía que contar una historia relacionada con 1998; pero, en realidad, creo que habla sobre ella por la última vez que la vi, hace algunas semanas. Nos juntamos los cuatro: Gaby, Vicky, Fede y yo. Por primera vez, solos. Situación tensa. Todos nos estamos llevando un poco como el orto, si es que nos llevamos. Y a todos nos duele un poco la familia, si es que no nos duele mucho. Aunque le pesó el debut en Primera, Fede puso la cara, fue el que generó el encuentro, se llevó aplausos de la tribuna. Gaby es Gaby, con todo lo que eso conlleva: sigue pasando de 0 a 37 en un rayo de sol. Mete un 104

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golazo pero después se hace expulsar. Demasiado imprevisible en el deporte de las relaciones. Y Vicky… Vicky la rompió. Yo te vi la cara, borrega. Vi que, cuando Fede mostró su lado de chiquito, vos mostraste grandeza. Vi que entendías los chistes, que devolvías con la mirada, te vi grande y chica y defectuosa y viva. Vi que entendíamos lo mismo. No sé qué, pero era lo mismo. Te quise sin sangre de por medio, sin obligaciones de apellido, te quise porque me gustaba estar ahí con vos. Ojo: seguimos teniendo una relación de mierda. No nos vemos nunca, sabemos poco del otro, somos inconstantes, nos hacemos los cancheros y etcétera etcétera. De hecho, desde esa vez no nos comunicamos más. Ni un puto mensaje. Pero sentí, por un segundo y por algunos más, que no te estaba queriendo como media hermana, ni como hermana entera, ni por sangre ni por apellido: te estaba queriendo como persona. Como te quería en aquel verano del 98, en el que, rompiéndome las pelotas, no hiciste más que alegrarme el corazón.

Chunchuna Arias. ¡Che, yo soy familia y te re adoro! (Inolvidable viaje a Gesell con Chiquititas y Vicky preguntando “qué estás haciendo”) – 14 de marzo de 2015 Guille. Me encantó. Paré por la camiseta, que es, de todas, las que más me gusta. Me alegraste una noche. ¡Éxitos! – 13 de abril de 2015

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Desde dos puntos distintos Escrito en 1998

A veces deberíamos mirar las cosas desde dos puntos distintos y no sentenciarnos a la frialdad de la lógica. Lo bueno de ser pesimista es que sabés lo que va a pasar y lo bueno de ser optimista es que luchás para que eso no pase. Un largo silencio puede ser indicio de soledad, un largo silencio puede parecer indicio de paz, de una gran paz. A veces deberíamos mirar las cosas desde dos puntos distintos. El ventilador está prendido y sigo sintiendo calor mis ojos están cerrados y sigo viendo el dolor mi corazón está abierto, esperando por tu amor y no me lo querés dar, y no me lo querés dar... Si no creyéramos en nadie, nadie creería en nosotros si no buscáramos a nadie, nadie nos buscaría a nosotros si no pensáramos en nadie, nadie pensaría en nosotros pero si no amáramos a nadie... Si no amáramos a nadie, no seríamos nada, mi amor. Amar un sol, amar un mar, amar un recuerdo que nunca se va amar la canción, amar la ilusión, amar un momento que no pasará. Amar un café, un beso, un amor, amar la vida que yo mismo viví amar un lugar, amar no olvidar, amar el futuro que ya va a venir. Sólo amar, y nada más, es lo que deberíamos hacer. Y, a veces, no mirar las cosas desde dos puntos distintos.

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No terminé el colegio (en serio)

Todavía tengo pesadillas con el asunto. Lo juro por mi mamá. Sueño que estoy en la escuela y, de pronto, descubro lo que pasa y me empieza a faltar el aire. En el sueño no tengo 14 años, sino los 31 de ahora, pero es igual: la causa no prescribió aunque hayan pasado 17 años. Siento que alguien lo sabe y viene a cobrarse una vieja deuda. Una deuda que no sólo tengo en mis sueños, sino también en la vida real: la verdad es que todavía debo una materia. Por fin lo dije. El problema comenzó en marzo de 1998. Empezábamos 9° grado (el viejo 2° año del secundario) en la Escuela 29 de Lomas de Zamora y en la primera semana, cuando tocaba la hora de inglés, avisaron que no teníamos profesor, que recién vendría la semana siguiente. Así que tuvimos hora libre, en la que miré de reojo a la chica que me gustaba y jugué al fútbol, con una pelota de tenis, en el patio. La siguiente semana volvió a suceder lo mismo: entró Delia, la preceptora, y repitió: —Chicos, seguimos sin profe de inglés. Seguro que viene la semana que viene. Yo tengo que llenar unas planillas, así que les pido que se queden en el aula y no hagan mucho ruido, así no tenemos problemas. Cuando, durante la tercera semana de clases, llegó la hora de inglés, no

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sólo no había profesor, sino que nadie vino a explicarnos nada. Imagino que a Delia ya no le daba la cara para decirnos lo mismo, y que ningún directivo de la escuela quiso hacerse cargo de lo que estaba pasando. A la cuarta semana modificaron algunos horarios y la clase de inglés quedó al final del día, como para que, en vez de tener hora libre, saliéramos temprano. Entre los alumnos comentábamos la situación, pero en voz baja, porque no sabíamos qué nos convenía. En 9° ya nadie tenía ganas de estudiar, el sistema nos había quitado las motivaciones, así que tener una materia menos era un alivio. Pero, a la vez, nos parecía una situación demasiado rara. Casi tenebrosa. Recién cuando nos entregaron los boletines en el primer trimestre se alzaron voces de protesta: todos habíamos recibido un 7 como calificación. A la mayoría no le molestó, pero un puñado de chicas, que aspiraban a mantener alto su promedio, se quejaron. Supongo que la preceptora les prometió arreglar la situación, porque las quejas desaparecieron rápido. Pasaron otros tres meses meses, el profesor jamás llegó, pero sí la segunda entrega de boletines. Esta vez, la decisión (de la preceptora, de la directora o del ministro de Educación, quién sabe) fue ponernos un 8 a todos. Con ese puntito más, conformaron a las estudiosas del grado, aunque generaron situaciones ridículas: había compañeros que sólo tenían 1, 2 y 3 como nota en todas las materias, excepto un maravilloso 8 en inglés. No sé si ustedes me creerán, o si alguno de mis compañeros se acordará, pero finalmente terminó el año y jamás tuvimos profesor de inglés. Nos enchufaron a todos otro 8 en el tercer trimestre y un 8 como nota final. Tal vez por única vez en la historia de la humanidad, todos los estudiantes tuvieron la misma nota. Puede sonar como un acto de justicia, pero en realidad fue una aberración. A veces siento que fui parte de un pacto de silencio del que no me preguntaron si quería participar. No un pacto entre mis compañeros, o junto a la preceptora: un pacto de silencio que guardamos como sociedad en toda esa puta década del 90. No había pensado en el paralelismo, pero ahora lo veo tan claro. La escuela me dijo: “No hay profesores, esto es un desastre y no vas a aprender nada, pero tenés un 8, así que callate y disfrutá de este acto de corrupción”. Lo mismo, de algún modo, les dijo a los demás: “No hay 108

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un plan para mejorar la situación del país, esto es un desastre y nos estamos yendo en picada, pero tomen, acá hay batidoras, televisores de 29 pulgadas y la posibilidad de viajar a cualquier lado porque tenemos un dólar barato. Cállense y disfruten de este acto de corrupción”. Algunas almas nobles, como la jubilada Norma Pla, las Madres de Plaza de Mayo o los maestros que montaron la Carpa Docente, intentaron despertarnos a todos de la siesta menemista, de la droga de los productos importados, de la revista Gente, de Susana Giménez, del delivery, de los remises, de las falsas nuevas comodidades del capitalismo. Pero no nos despertamos. Mandamos a nuestros hijos a colegios privados, nos encerramos en casa, vivimos del sálvese quien pueda. Yo tenía 14 años nada más, pero también me callé. El Estado me desprotegió, me dejó sin una enseñanza por la que todos pagábamos de algún modo. A mí me dejó sin enseñanza, al país sin el respeto por lo público, a muchos laburantes sin trabajo, y a muchos pibes sin comida. Eso fue el menemismo: la argentinidad más abyecta, la de Cavallo y sus lágrimas falsas ante jubilados que ganaban 150 pesos; la de María Julia Alsogaray, una ministro de Medio Ambiente que usaba tapados de piel; la de los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA; la de las fábricas cerradas; la que vendió aviones del Estado por un dólar (¡un dólar!); la que indultó a genocidas que torturaron, violaron, mataron y arrojaron inocentes desde un avión. Yo podría haber dejado este texto en una simple anécdota curiosa. En que aprobé inglés con un 8 pero no sabía ni una palabra, jaja, qué divertido. Pero no quiero. Ya no quiero complicidades, ni pactos de silencio, ni falsas ventajas que después nos hundan. A una parte de la clase trabajadora, a la que pertenezco, el sistema nos está ofreciendo comodidades para que nos callemos: teléfonos con internet, autos en cuotas, televisión en HD, tarjetas de crédito de regalo. A la otra parte de la clase trabajadora, la que más sufre, le ofrece algún plan social indigno, o explotación e indiferencia. Y represión: represión a través de las leyes; represión a través de los medios de comunicación, que nos meten en la cabeza que votar a Miguel Del Sel, aunque sea machista, irrespetuoso y sin formación política, es “apostar a una renovación”; y que cortar una calle para denunciar que hay chicos que mueren por desnutrición es “no pensar en los demás”. No es todo: si la represión a través de las leyes y de los medios de comunicación no alcanza, el Estado ofrece represión a través de la

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policía, con balas de goma, gases lacrimógenos y lo que haga falta para callar a los oprimidos. Escupo sobre la posibilidad de zafar yo solo: de comprarme un auto, mudarme a un barrio cerrado, dar clases en escuelas privadas. Prefiero seguir viajando todos los días en el tren Roca; prefiero luchar contra las goteras del techo; prefiero ofrecer todos los días lo mejor de mí, especialmente a los que no tienen plata para lujos. Ya no le tengo miedo a la verdad, a hacerme cargo de mi responsabilidad para cambiar la realidad. Y sé que falta poco, cada vez menos. Sé que un día me voy a levantar, voy a caminar 25 cuadras, voy a tocar el timbre de la escuela 29 y voy a decir sin miedo, ni vergüenza, ni pesadillas: —Hola, qué tal. Vengo a rendir inglés de 9°. Tatiana Sawicki. Siempre y cuando funcione el timbre… ¡Maravilloso! – 26 de abril de 2015 Luz Panizzi. Lo más lindo es imaginarte escribiendo. Hoy en la casa azul hubo magia – 26 de abril de 2015 Bel Belén. Lo loco es que tengas 9 en lengua y 10 en matemáticas (en mi boletín eso sería incompatible, la relación es inversamente proporcional, y puedo estar diciéndolo mal, porque ni expresarme matemáticamente puedo). El 9 en educación física también podría asombrar en esta relación, pero vos sos, además, periodista deportivo, así que vale – 14 de diciembre de 2016

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Tirando paredes Escrito en 1998

Despierto los días con cara de nada cada mañana, un nuevo resurgir ver el sol es una foto que debería guardar para siempre. Asomo a la vida con algo de temor solitario, peón sin rey veo un sendero largo y sinuoso con final incierto, como en un cine. Elevo mis sueños y me acerco a ellos pero me alejo tan rápido que ni puedo verlos (que no te sorprenda que sea así) en mi ciudad, las dudas son de papel y yo sin tijeras, y yo sin tijeras... Esquivo obstáculos una y otra vez pero hay malas noticias para mí y para vos: siempre hay uno demasiado alto. “La vida es una herida absurda” grita un tango que suena fulero. Con avasallante melancolía recibo al atardecer que me trae un mar de recuerdos buenos, malos, gloriosos... recuerdos, al fin. Pienso que no hay héroes en este país de villanos viejos comics gritan lo contrario, pero no los escucho: si estás demasiado ocupado con los problemas, ¿para qué prestarle atención a las soluciones? No esconde bien la noche mi decepción por el fin de otro día perdí una batalla (otra más), pero la guerra continúa. Me encuentro por momentos sin rumbo como un goleador sin arcos pero tiro una pared con mis sueños que siempre la devuelven redonda.

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El círculo está por cerrarse y el final del camino, incierto ya no es no descubrí nada nuevo en él creo que siempre supe cómo sería porque ya lo había visto, ya lo había visto. Al final, la vida es un partido de truco donde el Destino es el que reparte y a mí sólo me queda esperar mejor suerte la próxima vez. O seguir tirando paredes... O seguir tirando paredes...

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Mi mentira tiene patas largas

Insisto: esta historia, como todas las del libro, es cierta. Contaré en estos párrafos cómo le mentí a una autoridad municipal para intentar conquistar a una menor de edad, cómo abusé de la confianza de una buena persona y, además, pondré fin a un largo secreto que hasta ahora no le había contado a nadie. En el año 1998, yo estaba en 9° grado y había una chica de 7° que me gustaba. Se llamaba María de los Ángeles Albornoz. La veía sólo en los recreos e intentaba seducirla torpemente. Ella ni me registraba. Eran años sin celulares ni mails, así que tenía como máximo objetivo, antes de que terminara el año, conseguir el teléfono de su casa. Pero María de los Ángeles, que a sus 13 años había besado a más personas de las que yo besé hasta ayer a la tarde, dejó de ir al colegio dos meses antes del fin de clases, sin aviso alguno. En las vacaciones, recordé una historia que había vivido años antes. Fue tres días después de la llegada de un compañero nuevo, un riojano simpático llamado Lautaro. En un recreo, le expliqué cómo era la vida en Lomas y le conté que yo era una porquería de persona, pero que en la escuela creían que era bueno. Lautaro no entendió mi teoría, entonces se la expliqué de forma práctica. —Mirá —le dije. Un chico de 4° grado que jugaba a la mancha pasó corriendo y yo, sin disimulo, le metí la traba. Rodó por el cemento, cayó y se largó a llorar. Se acercaron dos o tres maestras corriendo. 1998

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—¿Qué pasó, qué pasó? ¿Estás bien? —le preguntaban. El chico me señaló. —¡Fue él, fue él! ¡Me metió la traba! —gritó mientras se agarraba la rodilla. Yo miraba en silencio. —¡¿Martíiiin? Imposible, imposible. ¡Te habrás tropezado! —decían a coro—. ¡Martín es incapaz de hacerle mal a alguien! Yo sonreí. Lautaro me miró con una mezcla de confusión y terror. Juro que sucedió exactamente así. ¿A qué viene esta historia? A que, si quería ese teléfono, podía recurrir a mi buena imagen para conseguirlo. Ya en febrero, la mayoría de mis compañeros se pasaban las tardes tratando de aprobar alguna materia que se habían llevado. Yo, con la misma cara con la que le había puesto la traba a un niño inocente, entré en la dirección de la escuela. Vi a la secretaria, María Ángela, y le dije: —¡Hola! ¿Cómo estás? Un chico nos prestó algo el año pasado y no sé cómo devolvérselo. Lo único que sé es que era hermano de una chica que venía a la escuela. Se llama María de los Ángeles Albornoz. El argumento era pésimo, pero no pude inventar nada mejor que eso. Tristísimo. María Ángela me miró un segundo en silencio. Dos. Tres segundos. Y respondió. —Esto no se puede hacer, Martín, pero si vos necesitás algo, se consigue. Vamos a buscar en los registros. Seis minutos después, yo estaba caminando por 24 de Mayo con el número de teléfono en la mano derecha, sin soltarlo. Les arruino el suspenso: llamé ese día y los Albornoz ya no vivían más ahí. Nunca más supe nada sobre María de los Ángeles. Cuento esto porque a veces me parece que nada cambió. Por algún motivo, puedo decirle a alguien “sos injusto, desagradable y egoísta, te creés mejor que los demás y, con suerte, sos uno más. Ah: y estás más gordo”, y la persona me mira con ternura y responde: “Vos siempre tan sincero, Tincho…”. Puedo interrumpir una asamblea de bonachonas bibliotecarias y decirles: “Si seguimos hablando y no hacemos nada, me voy de acá y no vengo nunca más. Lo que tenemos que hacer es ser violentos. Vio-lentos. Lo que sea necesario si la causa es justa”. Y en vez de sentirse maltratadas, se disculpan y me preguntan si el agua del mate está bien. Casi no hay persona que me conozca a la que no le haya dicho, sin nada de tacto, algo hiriente y espantoso. Y encima con soberbia, como si yo no fuera un futbolista fracasado, un militante novato, un rencoroso de 114

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mierda y un nenito blanco, heterosexual y prolijo de clase media al que le sobra la plata por los privilegios a los que accedió durante su formación. Ahora mismo, a todos ustedes, quiero decirles que son unos giles que están sentados leyendo este libro porque no tienen nada mejor que hacer. Y que si tienen tiempo para leer estas pavadas cuando hay personas que no tienen agua potable, entonces son cómplices de las injusticias. Quiero decirles que los agarraría a todos a trompadas en la esquina. Pero, ¿para qué me gasto? Todos pensarán “este Martín, siempre tan ocurrente”. Y los que no me conocen, como le pasó a Lautaro en la escuela, leerán sin creer que es verdad. Lo cierto es que, después de pensar por qué me pasa esto, creo haber descubierto la respuesta. Desde que era chico, mi macabro plan consistió en fingir un poco de bondad para que, cuando cometiera una pequeña maldad, se me considerara inocente. Tiempo después deduje que, si fingía una mayor bondad, se me perdonarían maldades aun más grandes. Y hace algunos años me entusiasmé tanto con el plan que decidí esforzarme por ser la justicia misma, un pancito de Dios, el vegetariano pacifista y solidario al que todos le confiarían su más oscuro secreto sin temor a ser traicionados. A esta altura, ni sé para qué sigo fingiendo. Porque esto de reciclar, hacer trabajo voluntario, decidir todo en asamblea, tenerle paciencia a mi abuela y no quejarme si nos gana Independiente, “porque ya sufrieron mucho”, me terminó gustando. Ya no lo hago para ser inimputable: lo hago porque no me sale hacer otra cosa. Eso es lo que quiero recomendar en este texto: que, si ustedes no son justos, si no les sale ser buenos, empiecen por fingir que lo son. Disimulen tolerancia, disfrácense de simpáticos, engañen al mundo haciendo cosas más hermosas de las que en realidad quieren hacer. Después, por inercia, por ahí se les pega, y descubren que lo que importa no es el premio por ser el más bueno del año, sino lo que construyeron durante ese año. O terminan dándose cuenta de que son capaces de fingir maldad, decirles “giles” a todos en un libro y quedar como imbéciles, sólo para intentar convencerlos de que sean mejores personas. Julia Manuela Toledo. ¡Me encantó! No lo leí porque no tenía nada que hacer, sino porque lo escribiste vos – 18 de septiembre de 2015

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No quiero Escrito en 1999

¿Qué es lo que está pasando? Pareciera que todos quieren olvidar sus problemas escondiéndose en la noche, perdiéndose en el alcohol. ¿Qué es lo que está pasando? Como trenes que zig zaguean de vía en vía sin conocer su propio destino. Y eso no es lo que yo quiero. No quiero salir a bailar, no quiero salir a perderme sólo quiero sentarme en la vereda y pensar en mí, y pensar en vos, y pensar en todos. Parece todo tan fácil escapando de nuestras miserias sin darnos cuenta que no hacemos más que abrazarnos a ellas. Optimismo, ¿dónde estás mientras escupo viejas penas al conocer las nuevas? Quizá te hayas ido con ese último rayo de atardecer dejándome a solas con la oscuridad de mi alma. Y eso no es lo que yo quiero. No quiero salir a bailar, no quiero salir a perderme sólo quiero sentarme en la vereda y pensar en mí, y pensar en vos, y pensar en todos. Y no hay nada que nos haga más daño que no darle al corazón un motivo por el que latir. Y eso es lo que no quiero. Y eso es lo que no quiero.

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El día que salvamos a Racing

Las personas necesitamos grupos de pertenencia. Sentir que somos parte de algo. Es una de las ideas básicas de la psicología. Los amigos, la escuela, el trabajo, el barrio o hasta nuestro signo del zodíaco nos hacen creer que tenemos puntos en común con otros y nos evitan la tristeza de estar solos. Mi principal problema en 1999 era que tenía un solo grupo de pertenencia: Racing. No, no. Miento: el principal problema era que Racing había dejado de existir. Era gordo, anteojudo, usaba aparatos fijos y pelo largo. No tenía amigos. Había terminado 9° grado y empezaba el Polimodal en otra escuela. Mi primo Matías ya tenía 19 años e iniciaba su vida de adulto. Yo estaba solo. Por eso Racing era tan importante: ocupaba mi tiempo libre, me permitía escapar mentalmente de mi habitación y pensar en Avellaneda, compartía con un millón de personas el deseo de que once tipos patearan bien. Lo digo como experto en el tema: cuidado los que estén orgullosos de que su hijo sea fanático de un club, porque lo puede estar usando para tapar vacíos. En aquellos tiempos, Racing venía para la mierda: 33 años sin ser 1999

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campeón y muchos problemas económicos. El cuchillazo llegó el 4 de marzo. Liliana Ripoll, que manejaba las cuentas del club, dijo ante las cámaras “Racing Club Asociación Civil ha dejado de existir”. Ay ay ay, pensé yo. ¿Y ahora? Lo que siguió fueron días legendarios: conmoción en distintos sectores sociales, hinchas llenando un estadio en donde nadie jugaba y presión hasta que reabrieron el club. El problema era que Racing debía 32 millones de dólares y, de algún lado, esa plata tenía que salir. Yo, que había viajado hasta Rosario para acompañar al equipo cuando volvió a jugar, no podía quedarme de brazos cruzados. Y enseguida entendí cómo ayudaría. Se había abierto una cuenta bancaria para depositar plata y ayudar a pagar las deudas. Como ningún dirigente era confiable, se hizo a nombre de dos ídolos del club: Gustavo Costas y “Teté” Quiroz. No solamente decidí invertir casi todo mi capital ($10), sino que, durante varios días, me acerqué uno por uno a mis nuevos compañeros de escuela para explicarles la situación y pedirles una colaboración. Tuve buena recepción: entre moneda y moneda, juntamos $9,66. Para que tengan una idea, con esa plata podrían haber comprado 96 bolsas de palitos salados, que salían $0,10. Pero apostaron por Racing. Sinceramente, me sentí un poco conmovido. El 23 de abril entré por primera vez a un banco, encaré al cajero del Bank Boston y le dije: —Vengo a depositar esto a la cuenta 012-02766705. “Esto” eran 133 monedas, incluyendo las 56 de un centavo que donó Marcelo. El cajero puso mala cara. —Es para Racing —le dije. —¿Cuánto hay? —me preguntó. —Diecinueve con sesenta y seis. Ni las contó. Sonrió, llenó un formulario, me dio el comprobante y me deseó buen día. Aquel año de Racing no fue sencillo: en los siguientes siete meses perdió 3-0 contra Estudiantes, 4-0 contra Boca, 4-0 contra San Lorenzo, 4-0 contra River, 4-0 contra Cruzeiro y 7-0 contra Palmeiras. Sí: 7 a 0. Para no aburrirlos más, les resumo: la historia tuvo doble final feliz. 118

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Racing tardó doce años, pero en 2010 terminó de pagar su deuda y su existencia dejó de correr peligro. Y yo, durante aquel 1999, conocí a Nicolás, Lucas, Marcelo y Juan Manuel, y formé mi primer grupo de amigos. ¿Por qué cuento todo esto? Porque soy agradecido; y creo que este es el mejor homenaje que puedo hacerles a esos compañeros, casi todos hinchas de otros clubes, que vieron en mis ojos una súplica irresistible. Que entendieron que, si moría Racing, ese chico de 14 años se quedaba sin grupo de pertenencia. Estoy seguro, segurísimo, de que sin esos $19,66 que juntamos, Racing no hubiera subsistido. Que la situación, en un momento, era angustiante. Muy angustiante. Que los números no cerraban y que todo dependía de la palabra del juez que llevaba la causa. Que el juez dependía de un contador. Que lo que el contador le dijera al juez dependía de la cantidad de plata que hubiera en esa cuenta. Y que, cuando el contador pidió el saldo, gracias a nosotros, en vez de ver la pequeñísima suma de “$1.999.980,34”, vio un inmenso “$2.000.000”, llamó al juez y le dijo: —Tranquilo, doctor: Racing Club Asociación Civil puede seguir existiendo.

Ivana Valenzuela. ¡Cómo olvidarme de aquel momento! ¡Qué grande! Ja ja – 31 de diciembre de 2015 Nico Briant. ¡Cómo pasa el tiempo! Está claro que mi ayuda fue solo por vos, ¿no? Jajaja. Te deseo un 2016 más justo, que sé que es por lo que siempre luchás – 31 de diciembre de 2015 Mariela Strangio. ¡Cuando escucho hablar de Racing me acuerdo de vos! ¡Excelentes las cosas que escribís y cómo las escribís! – 3 de enero de 2016

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Amanecer Escrito en 1999

Amanece, que no es poco las luces del sol iluminan otro día. Amanece, que no es poco las luces del alma iluminan mi corazón. No tenemos que salir a gritar no tenemos que salir a patear sólo tenemos que salir a ver el sol ese sol que camina al lado nuestro y nos hace sentir la esperanza de que todo sea mejor alguna vez. Vos no querés odio, yo no quiero odio entonces, ¿hasta cuándo vamos a estar solos? Nuestro corazón es de cristal pero nuestras ilusiones son de hierro y sólo desaparecen cuando se hacen realidad. No es que quiera cambiarte la vida escribiendo es sólo mi forma de expresarme. Y deberías pensarlo una vez más. Amanece, que no es poco y todo empieza nuevamente cerca o lejos tuyo, es igual: te tengo guardada en mi corazón. Y tengo un par de amigos que saben dónde estoy parado aun cuando no lo sé. Y tengo a esas personas que intentan entenderme aun cuando no me entiendo. Y tengo un par de amores que vienen y van esperando quién sabe qué. Quizás esperándome mientras estoy esperándolas. Y tengo una vida que es de cristal pero hoy puede ver otro amanecer. Y amanece, que no es poco...

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Mi papá (por fin me animo)

Es 16 de mayo de 1999. Racing, que hace días estuvo a punto de desaparecer, pierde 1-0 contra Argentinos Juniors en cancha de Deportivo Español. Perico Ojeda, un grandote torpe pero querible, lucha por la pelota como un condenado, y la hinchada de Racing lo aplaude. Pero yo no miro a Ojeda. Me quedo mirando a Juanca, que aplaude al lado mío. Y sigo sin entender. Juanca es mi papá, y también el problema más largo de mi vida. Si lo nombré muy poco en este libro es porque hubo épocas en las que estuvo ausente, pero también porque me cuesta mucho escribir (y hablar) sobre él. Me duele. Pensé mucho si tenía derecho a contar lo que voy a contar ahora, y no llegué a ninguna conclusión. Pero acá estoy. Uno de los primeros recuerdos borrosos de mi vida, ya lo dije, es mi cumpleaños de 5. Tati y Juanca se habían separado y yo vivía con ella en lo de mis abuelos. Me habían regalado una camiseta de Racing (todavía la tengo) y, a la noche, llegó Juanca para saludarme. Cuando vio mi camiseta, le chifló el moño, le saltó la térmica, enloqueció: empezó a 1999

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insultar desde la calle, no recuerdo si a mí, a mis familiares o al mundo. Se puso violento. Se colgó de las rejas. Me dio miedo. No estoy juzgando, sólo cuento. Tampoco quiero juzgar la decisión de alguien (no sé quién) de llamar a la policía en ese momento. Ni la de Tatiana, que me tapaba los oídos para que no oyera los gritos. Sólo cuento. Yo ahora podré ser un hijo de puta, pero esa noche era un inocente de 5 años al que, minutos después, lo hacían salir a una vereda oscura para darle un beso a un señor que tenía los ojos desorbitados, que estaba escoltado por dos policías, y que antes había insultado fuerte. Ese señor era mi papá. Los años siguientes fueron difíciles para mí y para mi hermana Gabriela. Imagino que para él también. Juanca se volvió un tema tabú. Nadie lo nombraba. Él había decidido “desaparecer”, y en mi casa no se volvió a hablar de aquella noche. En primer grado, cuando la maestra preguntaba de qué trabajaban los papás, yo decía que Juanca era sodero. No mentía a propósito: no tenía idea de qué era él. De quién era él. No tenía ningún recuerdo que no fuera el del monstruo colgado de las rejas. El mito del monstruo fue creciendo. Durante el par de años que no supe nada de él, una persona (otro día les digo quién) se encargó de contarme, una y otra vez, que Tati y Juanca se habían separado porque él “la había engañado tres veces, y ella lo vio”. Yo no entendía qué era “engañar” a alguien, pero me parecía terrible, especialmente porque ella lo había visto. Juanca quiso volver a vernos cuando yo tenía 7 años. A Gaby y a mí. Pero la idea nos aterraba. Le teníamos miedo al monstruo. A que gritara. A que no le gustara mi remera. A que volviera a desaparecer. Las primeras salidas fueron cortas y con escolta: a él no lo escoltaba la policía, pero Tati nos acompañaba a nosotros. Me acuerdo y me duele la panza. Sufríamos mucho, probablemente todos. Después empezamos a verlo solos, domingo por medio. Pero el miedo no se iba. Yo soñaba que él nos pasaba a buscar, arrancaba el auto y no frenaba nunca, nos llevaba y nos llevaba, lejos de mi casa. No podía contárselo a nadie. Hasta los 15 años, de hecho, no pude mencionar en voz alta aquel cumpleaños de 5. No me animaba. El problema, igual, no fue esa noche. El problema fue el silencio poste122

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rior. Ni Juanca ni nadie, en ningún momento, se sentó a decirnos “esa noche pasó esto, esto y esto, pero no tengan miedo: no va a volver a suceder”. En ningún momento se dieron cuenta de que nosotros habíamos estado ahí, de que nos acordábamos y de que no entendíamos el porqué de la violencia. Hicieron como que no había pasado nada, seguro pensando que era lo mejor para nosotros. Pero se equivocaron. Se equivocaron mucho. Y ahora sí estoy juzgando. Me costó asumirlo, pero lo asumí: si alguna vez en mi vida fui víctima de algo, fue en ese momento. En esa noche de miedo, en esos años de silencio, en esas pesadillas. No debe ser fácil ser padre, pero es una elección. Una responsabilidad enorme. Y hay que hacerse cargo. Si yo tengo 31 años y todavía no tuve hijos es porque sigo pensando qué le diría si un día lo viera con una remera que diga “Macri presidente”. Cómo haría para explicarle que algo me duele mucho sin gritar y sin colgarme de las rejas. Entre 1993 y 1999 luchamos contra esa noche, contra ese silencio. Gaby, Juanca, yo. Nos veíamos, con bastante regularidad, cada dos semanas. Él nos trataba bien, nos compraba cosas y también iba a algunos actos de la escuela. En el 95 tuve una hermana, Victoria, a la que quise enseguida. Y en el 99, días después del Argentinos-Racing, nacería Federico. No era la relación perfecta, pero las pesadillas habían desaparecido. No sé si ya se los dije, pero Juanca es de River. Y River, desde mi cumpleaños de 5, había ganado 9 títulos. Era el mejor equipo de Argentina. Yo soy de Racing. Y Racing, desde mi cumpleaños de 5, no había ganado nada. El 21 de marzo del 99, perdió 2-0 el clásico contra Independiente y quedó último en la tabla. Vi el partido en la casa de Juanca, en silencio, sin berrinches infantiles, con un dolor hondo (y silencioso) que a él lo habrá conmovido. Intuyo que la idea de acompañarme a la cancha nació en ese momento. Ya contaré lo que pasó en los años siguientes, que fue mucho, pero por ahora quiero frenar acá, en la mañana del 16 de mayo de 1999, en esa tribuna del Deportivo Español. Quiero que se pongan en mi lugar, en ese pibe de 15 años que mira a su papá aplaudir a Perico Ojeda y no entiende. No está triste, ni contento, ni enojado: está confundido. Se pregunta, mientras lo mira, lo mismo que me pregunto todavía hoy. Todavía ahora. Se pregunta, si el problema aquella noche no había sido la camiseta, cuál había sido.

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Sol Erizo. Me gustó mucho y me dieron ganas de abrazarte y de saber más – 17 de febrero de 2016 Silvia Dulcinea. Me hiciste pensar si alguna vez te pregunté de qué trabajaba tu papá. No me acuerdo… Lo que si me acuerdo es que, sin preguntarte, vos contabas con orgullo que tu mamá trabajaba en una oficina, que viajaba mucho y que tus abuelos y tus tíos eran los que te cuidaban en esas horas en que ella no estaba. Tal vez tu recuerdo del monstruo que gritaba en la reja perdía fuerza frente a los otros grandes de tu vida que te llenaban de sentimientos bonitos – 17 de febrero de 2016 Gaby Estévez. Lloro por las lágrimas que lloramos juntos sin saberlo. Nadie más que yo puede entender de lo que hablás. Agradezco a la vida que en ese camino de miedos te tuve al lado – 17 de febrero de 2016 Luz Panizzi. Aunque para que ya no duela hay que dejar doler, hubiese querido que no duela tanto. Te quiero más que ayer – 17 de febrero de 2016 Taty Campos. Nada que sea dicho puede ser más doloroso que aquello que no lo fue. Haber transformado ese silencio en este relato seguramente sea muy reparador – 17 de febrero de 2016 Fernando Delmonte. Me dejaste sin palabras, pipa… Nada mejor que exorcizar todo eso que siempre fue “tabú”, sea de esta manera u otra – 17 de febrero de 2016 Ornella Dubini. Valiente lo tuyo al atravesar así el dolor – 17 de febrero de 2016 Rodrigo Ostravsky. Todavía me pregunto, todavía ahora, porque cada vez que te leo hay tanta empatía, por qué me hacés siempre llorar, maldito Casciari – 17 de febrero de 2016 Maripi Boglione. ¡Qué fuerte, Martín! Te pienso de 5 añitos y me lo imagino a Fide en esa situación. ¡Te abrazo, camarada! – 18 de febrero de 2016 Julia Manuela Toledo. Yo sí recuerdo ese momento, que nunca pude entender. Contado por tu papá, ¡pero igual fue de terror! – 21 de febrero de 2016 Victoria. Tu capacidad para expresar esos sentimientos encontrados de un niño de apenas 5 años es admirable. Llegás a las fibras más profundas. Me sentí identificada – 9 de julio de 2017

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Brilla Escrito en 1999

Brilla y brilla, el sol sobre todo lo demás brilla y brilla, la vida aunque no la veamos y deseamos que todo fuese distinto, pero que no cambie mientras un desconocido nos abre las puertas del alma, se lleva las llaves, y nos encanta ir a buscarlas. Brilla y brilla, la sonrisa del ladrón brilla y brilla, brilla nuestro corazón y a veces sale mal, y a veces sale bien, y a veces sólo queremos intentarlo una vez más. Espiar a nuestro futuro sacarle la máscara a nuestro pasado y mirarla a los ojos y decirle que la querés y que no tenés miedo de decirlo, ya no. Brilla y brilla, la luna cuando está con sus estrellas brilla y brilla, el alma cuando sale al sol. Y sentir que lo importante es la amistad es sentir que lo importante son los sueños y que a veces no hace falta soñar con un amigo porque lo tenemos al lado, con una vela si falta luz. Brilla y brilla, mi sonrisa cuando veo a los que amo brilla y brilla, y no quiero que deje de brillar.

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Rencorito

Mis peores defectos son la soberbia y el rencor. La soberbia no me parece tan mala, porque me agarró hace unos años para equilibrar décadas de baja autoestima. Pero lo otro es peor: no soy un rencoroso común, sino uno apasionado. Cuando le tengo bronca a alguien, mastico su recuerdo en cada chicle, incorporo su nombre en cada insulto y lo uso como ejemplo de todo lo malo de este mundo. Por ese motivo, llegaron a apodarme Rencorito. Como estoy de mal humor, les voy a contar, con nombre y apellido, quiénes son mis odiados favoritos. Cuidado: alguno de ustedes puede figurar sin saberlo. • Rencor N° 1 Mi rencor más antiguo nació en 1999. Como ya saben, en esa época yo era un gordo anteojudo antisocial con pelo largo, aparatos fijos y jogging ancho y gastado. Como era consciente de que iba camino a la infelicidad, había decidido que en el año 2000 tendría que enfrentar mis problemas. Así que arranqué temprano: el 1° de enero de 2000. Ya con el pelo corto (primer problema solucionado), decidí atacar mi extrema timidez: llamaría por teléfono a la chica que me gustaba (Violeta) y, ya que estaba, a otra que me caía bien: Lucía Ocampo. Estuve desde las doce y media hasta la una de la mañana con el teléfono en la mano, asustado. Pero marqué. Violeta me atendió con sorprendente simpatía: tuvimos una charla larguísima y agradable. Envalentonado, llamé a Lucía, pero del otro lado recibí un cachetazo: ella, tal vez pasada de sidra, se burló de mi llamado 126

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y, luego de humillarme durante algunos minutos, me cortó. ¡Ay, Lucía! Meses después (acá viene mi parte soberbia) me puse potro y ella empezó a gustar de mí. ¿Yo qué hice? Durante el resto del Polimodal, le devolví cruelmente, durante dos años, aquellos horribles minutos telefónicos que me había hecho pasar. La hice sufrir, y sin culpa. Qué hijo de puta. • Rencor N° 2 Hace muy poco conté que, en el 99, formé mi primer grupo de amigos. Ahora explicaré por qué todo terminó en 2001. Yo había empezado a besarme con una chica y uno de ellos, Marcelo Petrucci, no estaba contento con mi decisión. Luego de meses de conflictos y celos infantiles, culminó una discusión diciéndome que a mi novia, por su forma de relacionarse con el género masculino (y con el perdón de las amas de casa), el resto de los hombres del planeta “deberían darle un tremendo pijazo”. Poco importa si tenía razón en su apreciación; lo que activó mi rencor fue su contundente deseo de lastimarme lo más profundo que pudiera. Tendría que haberlo cagado a trompadas, pero, como todos saben, soy cobarde y tengo más tendencia a conservar mis dientes que mi orgullo. Así que decidí, simplemente, no perdonarle jamás la ofensa. Tras dos años de intensa amistad, lo saludé amablemente y nunca más volví a hablarle. • Rencor N° 3 En el viaje de egresados a Bariloche que padecí en 2001, a dos compañeras les robaron su plata. Como estaban muy tristes, agarré mis casi únicos 100 pesos y le di 50 a cada una, para que siguieran el viaje normalmente. Cuando volvimos, una de ellas se hizo olímpicamente la boluda y jamás me los devolvió. Se lo recordé muchas veces, hasta la llamé por teléfono al año siguiente. Le inventé que tenía un abuelo enfermo y que necesitaba la plata con urgencia, pero no hubo caso. Débora Escalante: ojalá nunca necesites un riñón, porque si es por mí, te morís esperando. • Rencor N° 4 En 2005, un periodista nos citó, a mi amigo Sebastián Fernández y a mí, a las oficinas de Ideas del Sur (la empresa de Tinelli). Nos preguntó cuánto dinero estábamos ganando; y nos prometió que en los días siguientes empezaríamos a trabajar en la revista Fox Sports por mucho más dinero que ese. En 2006 llegó el llamado y fui contratado, pero a Sebastián no lo llamaron jamás. Fue sólo el comienzo: cuando recibí mi primer sueldo (arreglado “de palabra”) no era “mucho más” de lo que ganaba, sino 1999

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“bastante menos”. Lo peor, de todas maneras, fue convivir dos años con ese señor, que oficiaba como director de la revista. Es, sencillamente, la persona más desagradable que conocí en la vida. Machista, grosero, irrespetuoso, manipulador. Un ejemplo: al fines del 2006 decidió autoritariamente qué aumento debía recibir cada empleado. Nos encerraba en una oficina y decía “a vos te doy 200 pesos más, porque le vamos a aumentar 400 a otro, que cobra menos”. No sólo era ridículo, ¡encima era mentira! Nunca trabajé tanto en mi vida como en esa revista, y nunca recibí tan poco reconocimiento y respeto. Incluso, durante mucho tiempo, tuve un sueldo por debajo del mínimo, y una de las tareas que hacía (corregir la revista) figuraba como que la hacía otro “por cuestión de imagen”. El rencor, esa vez, fue constructivo: armé una rebelión con otros maltratados y conseguimos que este señor (del que no diré que no se llama Miguel Angel Rubio) fuera removido de su cargo. • Rencor N° 5 El caso más reciente es de diciembre de 2015. Para combatir mi soberbia, había sido parte de la creación de una organización social en la que lo único que no se puede, justamente, es ser soberbio: su fin es reconocer que otras organizaciones son mejores y que nuestro deber es ayudarlas en lo que necesiten. Durante años encontramos abrazos y rechazos, pero nunca nada como lo que recibimos de una chica llamada Melina, que era parte de una organización con la que compartimos jornadas relacionadas con el cuidado del medio ambiente, el reciclaje y etcétera. Que quede claro: nosotros íbamos algunos sábados a separar residuos de vecinos, a cebar mate y a preguntarle a esta organización qué tipo de ayuda podíamos darles. Eso nomás. En una reunión, mientras sus compañeros nos trataban con la amabilidad de siempre, ella (a quien había visto una sola vez en la vida) ensayó un letal discurso de ocho minutos en el que remarcó una y otra vez que “no compartía nada con nosotros”, que “no se entendía qué hacíamos” y que “no pensaba soportar ni un instante más” nuestra presencia. Se paró y se mandó a mudar. Sin saludar. Con cara de asco. Fue sobrenatural: me habían odiado antes, pero nunca alguien que no me conociera. Los recuerdo a todos con mucha bronca. No estoy orgulloso de ser así, pero qué va’cer: Rencorito es tan parte de mí como mi rodilla izquierda. Y la verdad es que todavía hoy, cada vez que algo me enoja, pongo

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mi cara más amorosa y grito, para darme fuerza y seguir empujando: “¡Débora, Melina y la putamadre que los remil parió a todooooossss!”. La bronca, un poco, se me pasa. Pero olvidar, lo que se dice olvidar, eso sí que no puedo. Chunchuna Arias. Yo también soy rencorosa (en recuperación), así que te re banco en esta – 26 de marzo de 2016 Debog Rodríguez. ¡Jajaja, cómo zafé! Cuando leí Débora, me acordé de que no estaba tachada con cruz roja, jajaja. Hace poco me la crucé, si la veo le mando un beso, jaja – 26 de marzo de 2016 Ivana Valenzuela. ¡Jajaja, es terrible! Las cosas que uno se entera a lo largo de la vida… Lo bueno es que tengas el coraje de aun después de tanto tiempo decirlas sin importar nada. Siempre me pareciste un pibe que iba 10 veces más que nosotros – 27 de marzo de 2016 Leonardo Di Natale. Le guardo rencor a Arturo Ortiz (quien ostenta el título de hijo de dueño) por negarse a aumentar el sueldo a una parte de los empleados de su padre (entre los que me encontraba), argumentando estar fuera de convenio – 27 de marzo de 2016 Marcelo Petrucci. Lamento el momento en que abrí el enlace de whatsapp que me llegó y tener que leer semejante pelotudez... Dado que soy nombrado en esta seudo historia tan berreta y falsos recuerdos (por lo que a mi respecta, por lo menos) debo perder el tiempo aclarando las cosas. El cagon que escribío esto, devenido en guacho pulenta de las redes sociales (acá si tenes “huevos” parece) miente en la forma en la que describe aquel momento de su adolescencia, él era un ser bastante patético y muy anti social, en año 1997 nos tocó jugar juntos un torneo de voley y como pegamos onda, con muchas cosas que teníamos en común nos hicimos amigos, lo suficientemente amigos para esa época, pero parece que el cagon devenido en Ricardo Fort, ahora quiere dar una imagen de superado diciendo que me dejó de hablar, etc... En el verano del 2000, cuando su “enamorada” no le daba bola, una tarde vio como ella se iba con dos hombres en un auto, se puso a llorar del dolor, bronca, etc. en el medio de la calle (24 de Mayo y Molina Arrotea) y se fue a su casa muy angustiado... A la noche nos llama por teléfono su respetable y querida madre Tatiana a mi, a Nico y Juan, preguntándonos si podíamos ir a la casa a hacerle compañía a su hijo de lo mal que estaba, nosotros de vacaciones del colegio, obviamente salimos rajando para estar con nuestro “amigo”... Una semana después de ese episodio, al borde de la pileta de la casa del cagon que escribío este mamarracho, nos dijo que si su enamorada le daba bola, a nosotros nos iba a dejar a un lado, porque viendo la experiencia de su primo los que se ponían de novios y terminaban el secundario se dejaban de ver. Lamentablemente tengo que andar perdiendo el tiempo haciendo aclaraciones del porque una relación se rompió cuando pasaron tantos años, pero al ver mi nombre y mi apellido envueltos en esta pavada monumental tengo que dar la versión de los hechos porque se me ensucia al pedo, sin haber echo nada a nadie, pero bueno, supongo que es más fácil meterte conmigo que dar el nombre de cierto periodista, no?? Es más fácil mancharme a mi con semejante mentira

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y pelotudez, no?? Veo que te volviste un ser bastante patético Martín, seguís alimentando tu mundo interno con pavadas e historias tan boludas como esta, lo que no cambió es que seguís inventando las cosas... ¿Asi que sos vos el que tomó la decisión de que nos dejemos de hablar? Dios mio, las cosas que fueron ciertas que podría ponerme a nombrar ahora para dejarte en ridículo, aunque más creo que será difícil. Ya que tenes tanto “huevo” para ensusiarme así, y que según vos, me merezco que me caguen a piñas, te invito a que nos encontremos dónde quieras, así tenes la posibilidad de decirme todas estas boludeces en la cara y de paso te sacas las ganas de pegarme, ya que taaaaannnto me lo merezco. Por último, lamentó mucho que Tatiana tenga que leer esto, pero quiero que todos lean que tiene un hijo bastante imbecil como para meterse con alguien 16 años después y mintiendo... Veo que tu memoria es bastante selectiva y decidió olvidar otras cosas, pero claro, esas cosas no te hacen verte como un tipo maduro que corta relaciones a los 16 años... – 27 de marzo de 2016 Martín Estévez. Todo lo que cuenta Marcelo es verdad, pero me hacía quedar mal, así que tuve que inventar historias que mantuvieran mi prestigio en las redes sociales. Ya descubierta la verdad, me voy a tomar mate y seguir inventando mentiras – 27 de marzo de 2016 Lucía Ocampo. ¡Aouch, lo peor es que no fue sin intención el dolor que me causaste, fue adrede! Te comento que en el 99 ya me gustabas. Lo de la llamada telefónica, no la recuerdo… Si fui mala era porque me gustabas. Lo tuyo, de todas formas, fue una de las peores experiencias de mi vida. Era la primera vez que me enamoraba de alguien, y lo que recibí fue rechazo. ¡Quiero que sepas que arruinaste mi autoestima! Y asumo que vos sabés muy bien lo que se siente ser rechazado en la adolescencia… No estuvo bueno. Por suerte lo superé – 28 de marzo de 2016 Martín Estévez. No te hice sufrir a propósito, pero era funcional al texto contar que sí. Si en lugar de eso, escribía “yo lo sabía e intentaba dejarle claro que no gustaba de ella para que no sufriera”, hubiera parecido que lo conté para quedar bien. Y no es la idea. Cuando A gusta de B, y B no gusta de A, B siempre tiene que ser el malo de la película, porque A ya tiene bastante con el rechazo. Te pido disculpas públicas a vos y a la Lucía de 17 años por no haber correspondido – 28 de marzo de 2016 Richard Davidson. Qué bueno lo que sale de esto, de exponer algunas experiencias que te marcaron y siguen moldeando tu proceder, y además darles la posibilidad de réplica a los involucrados. Es triste cómo un malentendido, unas palabras pésimamente elegidas o un mal día pueden generar distancias de años, y es interesante ser consciente de que aunque algunos se empeñan en seguir siendo hijos de puta, no siempre hay malos absolutos, sino gente que sufre a ambos lados del conflicto – 28 de marzo de 2016 Martín Rojas. ¡Lo mejor son los comentarios! – 28 de marzo de 2016 Bel Belén. ¿Los comentarios son verídicos? Lo leí porque la malicia bien redactada me tienta particularmente. Resultó ser una gema – 26 de marzo de 2016 Cay Boglione. ¡Todos llevamos un rencorito dentro! Quiero decir que Leonardo Bandini le arrancó el brazo a mi maestro Splinter en 4ª grado – 29 de marzo de 2016

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En busca de algo mejor Escrito en 1999

Aun teniendo algo de vida, aun teniendo algo de amor aun sintiendo conformismo, voy detrás de algo mejor. De algo que no tenga precio, de algo hermoso de verdad que esté exento de mentiras, que esté exento de maldad. Ya no quiero sufrimientos, ni temerle a pesadillas ni querer vivir los tiempos de esas fotos amarillas que tan llenas de recuerdos que recuerdan alegría me recuerdan que el futuro estoy viviendo día a día. Un futuro que soñaba algo raro, diferente lleno de cosas distintas pero con la misma gente que me quiere y que me apoya hasta en los peores momentos que se mantiene a mi lado por fuerte que soplen los vientos. Los vientos, que no son más que obstáculos con sentido: el sentido es madurar, es querer y ser querido, intentar ser el mejor aunque nunca llegue a serlo, entender que hay una ley: si me esfuerzo, puedo hacerlo. Que el destino no me maneja, que yo manejo al destino que puedo hacerlo copado, que puedo hacerlo divino que puedo intentarlo todo, que puedo no perder nada que una persona no me odia por estar conmigo enojada. Que tengo mucho que aprender y tengo mucho que enseñar pero que no se enseña ni se aprende el hermoso oficio de amar. Amar no es más que soñar, amar no es más que vivir amar no es más que con tu gente los momentos compartir. Ama la vida aquel que a sus seres queridos se aferra y también aquel que grita que ya no quiere más guerras. Por eso voy así, detrás de algo mejor disfrutando de la vida y disfrutando del amor sin olvidarme jamás del rumbo que ya tengo llevando conmigo sueños, aunque algunos anden rengos. No estoy sólo, para nada, junto a mí vienen muchos más siempre mirando adelante, sin olvidar lo dejado atrás persiguiendo una gran meta, llenos de esperanzas y valor: hacer de este viejo mundo un lugar mucho mejor.

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Me cortaron el pene

Cuando era chico, descubrí que mi pene era deforme. No es una historia graciosa. Un día, sentado en el baño, tiré la piel (ahora sé que se llama prepucio) para atrás y descubrí algo raro. Había visto penes dibujados en un libro llamado ¿De dónde venimos? y el mío no era como los que aparecían ahí. Estaba corrido para un costado, tironeado por algo, algo parecido a una banda elástica roja que todo el tiempo parecía a punto de reventarse y de transformar mis genitales en un charco de sangre. Desde ese momento, viví con una angustia enorme y silenciosa. Cuanto más silenciosa, más enorme. Iba al baño, me sentaba, y me miraba el pene. Me sentaba aunque sólo hiciera pis porque me salía raro: en dos chorritos o muy desviado. Y me miraba para ver si algo había cambiado: si esa deformación se había ido o si iba a explotar de una vez. Pero eso nunca pasaba. Lo peor fue cuando empecé a crecer y a tener erecciones. Las erecciones me dolían. La banda elástica roja tiraba más y más fuerte. No me convenía que se me parara el pito: era peligroso. Me imagino que, en esa idea (¡que se me parara el pito era peligroso!), nacieron mis posteriores y numerosos traumas sexuales. Pero yo no lo sabía. Me encerraba y sufría pensando que convenía que nunca me vieran desnudo, así nadie descubría mi terrible secreto. 132

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En momentos donde no existía internet y no tenía amigos, empecé a investigar mi problema en el único lugar que se me ocurrió: un viejo diccionario. Buscando y buscando, encontré algunas enfermedades sexuales y deduje que, probablemente, tenía sífilis. O gonorrea. O algo de eso. Si mi primera poesía la había escrito por un amor no correspondido, ahora utilizaba la literatura para aliviar tanto miedo. En Tirando paredes (poema que está en la página 111) expliqué, sin gracia y de modo muy críptico, lo que me pasaba: cada día me levantaba pensando “hoy se lo cuento a alguien”, pero llegaba la noche y me acostaba con la angustia multiplicada. No se los quiero hacer más largo, no es necesario: ya se imaginarán lo que puede generarle a un niño convivir durante años con una deformidad oculta. Y encima, en el pene. En mi casa, jamás se nombraba al pene, o a la vagina. Jamás. Y yo lo tenía deforme. Como ya conté, cuando empezó el año 2000, decidí enfrentar mis problemas. Empecé cortándome el pelo e intentando perder la timidez con las chicas: yo tenía 15 años y no había estado ni cerca de besar a alguien. Pero el otro problema, el más grande, estaba ahí, esperándome. Y no tenía la más puta idea de qué hacer. Recuerdo esa noche perfectamente. Fue el viernes 17 de marzo de 2000. Había subido a la casa de mis tíos para ver Racing-Instituto. Yo era muy fanático de Racing. Mucho. Los cordobeses eran un rival débil y empezamos ganando con gol de Cordone, pero al final perdimos 2-1. De locales. En Avellaneda. Contra Instituto. Apenas terminó el partido, como sucedía cada vez que Racing perdía, bajé inmediatamente, en silencio, sin saludar. Sentí tanta bronca por una derrota tan humillante, que pensé: “No puedo estar peor”. Las chicas no gustaban de mí, mi pene era deforme y Racing siempre perdía. Realmente no podía estar peor. Algo tenía que solucionar, urgente. Y lo único que dependía de mí era una cosa. Sí: esa. Serían las 23:15. Mi mamá dormía. Respiré hondo, entré despacio en su pieza y le dije, bajito: —Tati… —¿Qué pasa? ¿Pasó algo? —No, no… Te quería preguntar… Tragué saliva. Sentí que iba a desmayarme.

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—... ¿cómo es que se llama el médico que es como el ginecólogo, pero de los hombres? —No sé… Urólogo, creo. ¿Por qué? —Porque… me parece que me gustaría ir a hacerle una consulta. —¿Estás bien? ¿Te pasó algo? —No, no. Para ir nomás. Hacerle unas consultas. —Bueno, si querés mañana te pido un turno. —No, no, está bien, yo lo pido, yo lo pido. A la mierda. El primer paso estaba dado: alguien sabía algo. Ya no estaba solo en ese infierno. Ahora faltaba lo peor: saber qué demonios tenía. Si era curable, o si mi pene sería deforme para siempre. Fui al Policlínico Lomas una tardecita. Estaba lleno de hombres de más de 40 años y yo: 16 recién cumplidos, asustado, haciéndome cargo de mi vida. —Decime, en qué te puedo ayudar —me dijo el doctor Juan Pablo Aguirre. —Vine porque me parece que tengo algo raro en el pene. Como que me tira, me molesta… —A ver, desvestite y acostate. Ay, si supieran los nervios que tenía. Seguro estaba pálido y transpirando simultáneamente. Por primera vez, alguien iba a ver el gran problema de mi niñez. Pero yo ya no era un niño. —¿Siempre tuviste esto así? —Sí… Desde que yo recuerdo, sí. —¿Y nunca nadie te revisó? —No… —Mirá —me dijo, y yo sentía que la verdad estaba a punto de caer sobre mí— lo que vos tenés se llama fimosis. Es un problema de nacimiento que, cuando tenés pocos meses de vida, se soluciona con una pequeña intervención. Lo extraño es que nunca nadie se haya dado cuenta. Es algo que se detecta enseguida. Me cuesta entender que, desde que naciste, nadie te haya revisado. —¿Y entonces?

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—Ahora es un poco más complicado. Seguramente te debe generar mucha molestia y dolor… Hice que sí con la cabeza. —… ahora tendríamos que hacer una intervención más importante: una operación. Pero, para eso, necesito la firma de tus padres: vos sos menor de edad. Me quedé mudo. —¿Querés preguntarme algo? —Sí… ¿Me puedo morir en la operación? —Mirá, los riesgos son bajos. Muy muy bajos. Pero te vamos a tener que dormir el cerebro. Y, cuando se duerme el cerebro, siempre algún riesgo hay. ¡Cómo me acuerdo de esa tarde! Dentro del Policlínico hay como una capillita, y cuando salí del consultorio me metí ahí. Al principio, porque no sabía dónde ir. Después, para que nadie me viera llorar. Lo confieso con vergüenza: creo que recé. Dije que, si había Dios, ya era hora de que me tirara un centro. Que no me podía morir tan rápido. Y que si me salvaba, si sobrevivía a la operación, iba a dejar de ser tan maricón. A la noche, cuando Tati ya estaba acostada, entré de nuevo. —Tati… —¿Qué pasa? ¿Pasó algo? —No, no… ¿Viste que te dije que iba a ir al médico ese, al urólogo? —Sí. —Bueno, fui. Me dijo que me van a tener que hacer… como una intervención, algo medio sencillito, que se hace en el día, es una pavada. Pero necesita que vayas, para que firmes unos papeles. Tati abrió los ojos bien grandes. —¿Seguro no es nada grave? —Seguro, seguro, es una pavada. Pobre Tati, ¡cómo se habrá puesto cuando el doctor le dijo la verdad! A la noche siguiente, me habló ella. —Martín, no sé si sabés, pero lo que tienen que hacerte no es tan sencillo… —Sí, ya sé, pero no quería preocuparte.

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Y nos abrazamos. Pasé una noche en la clínica y me desmayé por única vez en mi vida (Tati me atajó cuando salía del baño arrastrando el suero), pero la operación fue un éxito. Lo que hicieron, básicamente, fue cortarme una parte del pene: me extirparon el prepucio. Una especie de circuncisión judía, pero a un hombre grande. Lo primero que noté fue que ya podía hacer pis parado: el chorro salía derechito, como de manguera nueva. El post operatorio, lo siento por los impresionables, fue traumático: tenía alrededor de treinta puntos de sutura alrededor del pene. Decenas de alambres enredados justo en una de las partes más sensibles del cuerpo humano. Y algo más: las curaciones con iodo tenía que hacérmelas yo. Y los alambres, mientras me bañaba, también tenía que sacarlos yo. Ay, diosito mío, me acuerdo y se me cierran las piernas. Fueron dos semanas en cama, pero lleno de alegría por haber hecho mierda a las trompadas a uno de los monstruos de mi infancia. Y el pene, esa palabra que yo no podía decir en voz alta, se había transformado en el protagonista de mi vida. ¿Qué timidez podía sentir ahora, que varios desconocidos me lo habían visto y uno me lo había cortado en pedacitos? ¿Cómo seguir ocultando cualquier problema pavote, si en la mesa familiar todos preguntaban (aunque de modo sutil) cómo está el pene de Martín? Recuerdo que mi primo Matías me llevó en auto a la primera revisación, y yo le avisaba en cada lomo de burro: “Despacito, despacito”. Y, cuando volví al colegio, con Nico hicimos un cartel para que las personas no me lastimaran en el colectivo. Decía: “Cuidado: post operatorio”. No cuento esta historia para atragantarles la cena a las señoras mayores ni para evidenciar mi orgullo por ser al menos un poco religioso: tengo pene judío. No, señor. Lo cuento porque muchas personas en el mundo viven angustiadas por un secreto asfixiante que piensan que jamás podrán resolver. A veces es un pene deforme, a veces es miedo a quedarnos solos, a veces es vergüenza a decir lo que deseamos. O el secreto pueden ser nuestros gustos sexuales, un mal que le hicimos a alguien, un amor no correspondido. Odiar a nuestra familia, o amarla hasta lo obsesivo, o no saber qué carajo queremos en nuestra vida mientras todos parecen tan seguros. Hay un secreto angustiante para cada ser humano. No importa cuál sea el precio: el rechazo de algunas personas, centenas 136

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de lágrimas o veinte días curándonos el pene con iodo sentados en el piso del baño. Cualquier cosa, se los juro por el doctor Juan Pablo Aguirre, es mejor que vivir siempre con esa angustia que nos hace respirar raro, doler la panza y sonreír de mentira, siempre de mentira, porque las angustias secretas no se olvidan, ni con el mejor chiste, ni con la peor droga. Saquen, sáquense de encima esos monstruos, que no son tan grandes ni tan monstruos. Los tenemos todos, aunque nadie se dé cuenta. Yo, una noche, le toqué el hombro a Tati para hablarle y todo empezó a cambiar. Y ahora, mi pene judío y yo, es cierto, vivimos sin prepucio. Pero sin tanto miedo y con sonrisas de verdad.

Pablo Aro Geraldes. Supongo que todo esto ha generado un nuevo problema: al ser un poco judío, alguno te llamará “ruso”, algo que no debe ser muy simpático para quien lleva sangre ucraniana – 3 de abril de 2016 Bel Belén. Del ácido, irónico y vil, al sensible Martín de este texto. Claramente vale la pena el masoquismo que me caracteriza – 3 de abril de 2016 Cay Boglione. Me imagino al Martín pequeño lleno de dudas y miedo, también una Carla que había muchas cosas que no se atrevía a preguntar, palabras que en casa no se decían. ¿Habría sido todo diferente si hubiésemos tenido google? – 4 de abril de 2016 Lean Nahuel. Amé este texto. ¡Esto es literatura! ¡En tu cara, Bajtín! Lograste que 10 personas sientan cariño por tu pene. Sos casi un actor porno. Dios, no podrían ocurrírseme más chistes para hacer. Me los guardo a todos, mejor – 4 de abril de 2016 Scott Capmany. Cada vez te banco más. Ahora tenemos algo más en común, jajaja – 20 de enero de 2017

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Gritárselo a ella Escrito en 2000

Si sos real, soy un invento si sos la calma, yo soy el viento y de quererte no me arrepiento por ser un cuento lleno de amor. Si soy dolor, vos sos sonrisa si soy tornado, vos sos la brisa que vuela y sobre mí se desliza una caricia que nunca llegó. Si te acercás, sólo me alejo si me dejás, yo no te dejo y aunque me duela, nunca me quejo por estar lejos y oír tu voz. Si vos querés, te doy mi vida aunque tu boca no me lo pida me apago y vos seguís encendida querida herida es amar tu sol. Vos sos la luna, vos sos el cielo yo sólo una lágrima en un pañuelo extraño ser que roza tu pelo congelo mi fuego si no pienso en vos. Si soy un cuento, sos un secreto si te movés, yo me quedo quieto si estoy con vos me siento completo guardo mis cosas y allá me voy. Si no peleo, sos amazona si sos mi reina, no soy corona y mi castillo se desmorona el paraíso ya se extinguió. Si soy inicio, vos sos la meta si soy celeste, vos sos Violeta soy sólo un sueño, una marioneta secreta es la historia que cuenta mi amor. Y ya es de noche, y sos una estrella jamás pude ver alguna tan bella quisiera poder gritárselo a ella no olvides que hay alguien que siempre te amó.

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Lo que me enseñó Marisa

Marisa se murió cuando tenía 16 años. Lo aclaro ahora porque no quiero usar el golpe bajo de contarlo al final del texto. También me parece sincero explicar que casi no tuve relación con ella: jamás fui a su casa, no recuerdo el nombre de sus padres, nunca nos sentamos juntos. Apenas sé que le gustaba Rata Blanca y que tuvo un novio llamado Nicolás. Aun así, Marisa me enseñó una de las cosas más importantes que aprendí en la vida. Fuimos compañeros en primer grado. Y en segundo, y en tercero. Y en cuarto, en quinto, en sexto. En séptimo, en octavo y en noveno. Y en primer año del Polimodal. Insisto: no éramos amigos. Pero, ahora mismo, me sorprendo pensando que nos vimos cuatro horas de lunes a viernes durante diez años. Y entiendo por qué estoy escribiendo esto. Marisa fue una más, como esos compañeros de trabajo con los que sólo te decís hola y chau, hasta que un día, en el colegio, nos contaron que tenía una enfermedad dura, probablemente terminal. Yo tenía 15 años (los mismos que ella) y la muerte sólo me había atacado en zonas superficiales: una bisabuela llamada Merce y un primo lejano que me hizo conocer qué era exactamente el SIDA. Por eso todavía creía que, a veces, a la muerte se le podía ganar. Se organizó una visita entre varios compañeros para visitar a Marisa, 2000

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que estaba internada. Y fui. No recuerdo en qué hospital era, pero el viaje me pareció eterno. Sentía la incomodidad de no saber qué hacer ante alguien que sufría. Entramos a la sala y la vimos: estaba tan flaca, tan débil, la enfermedad estaba siendo tan hija de puta con ella. Pensaba que era yo el que tenía que hacer algo, pero lo hizo ella, enseguida, justo en el momento en que me saludó. Vengo contando que el año 2000 representó el primer gran quiebre en mi vida. Se sumaron cambios tontos (me corté el pelo, adelgacé, me sacaron los aparatos) y algunos más importantes (me operé). Esas cosas estaban dando vueltas en mi cabeza cuando me tocó saludar a Marisa, acostada, con los ojos entrecerrados, con el pelo tan finito. Ella me dio un beso, me miró un rato, y me dijo: —Te cortaste el pelo, Martín. Estás muy lindo. Es difícil explicarles lo que sentí, lo que vuelvo a sentir ahora, pero igual lo intento: hasta ese momento, nunca jamás me habían dicho (ni yo tampoco había dicho) algo lindo a una persona que no fuera de mi familia. Eso no existía. Decirle “te quiero” a un hombre era de puto. Y antes de decirle “sos linda” a una mujer, me habría desmayado de los nervios. Estás muy lindo. Marisa me lo dijo con una simpleza que me atravesó. No estaba diciendo que yo le gustaba, ni gracias por venir, ni ninguna otra cosa. Simplemente estaba diciendo lo que pensaba: que el corte de pelo me quedaba bien. Sólo eso. No le dio vergüenza. Fue evidente que ni siquiera le costó. Y tiene lógica: ella llevaba semanas luchando contra la muerte. La timidez era un rival al que podía ganarle con una mano atada. O con los ojos entrecerrados, con el pelo tan finito y acostada en esa cama de ese hospital en el que ella y yo fuimos, por única vez, nosotros. Insisto: casi no conocí a Marisa. Era, en la definición rápida de mi cerebro, la mejor amiga de la chica que me gustaba: Violeta. Cuando me enteré de su enfermedad no me cambió la vida, ni me largué a llorar, ni fui corriendo a verla. No quiero agregarle a este texto ningún dato que no sea absolutamente real y sincero. No hace falta. Aquella visita no fue larga. Probablemente permitían media hora. Debo haber hablado poco, porque éramos varios y porque yo sí era tímido. La miré mucho a Marisa, porque lo que yo había ido a buscar (una “compañera muy enferma”) se había convertido en otra cosa: en una parte de lo que es hoy este texto, este libro, mi vida. 140

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La forma de hablar de Marisa, de sonreír, de luchar, me generó algo. Algo que primero tuve en el estómago, y me fue subiendo hacia la garganta hasta que nos avisaron que teníamos que irnos. Todos la saludaron y, cuando me tocó a mí, de la garganta salió para afuera. Le acaricié la cara (nunca había acariciado la cara de alguien que no fuera mi mamá) y le dije: —Vos también estás hermosa. Ella me miró, seria. —No. Mirá cómo estoy… Y yo la miré con otros ojos: con los ojos que ella me había enseñado media hora antes. —De verdad —le dije—. Estás hermosa. Y Marisa sonrió. Su lucha duró unos meses más; hasta volvió al colegio durante algunos días. Y murió, a los 16 años. Es muy poco más lo que puedo contarles sobre ella. “Pienso mucho en Marisa, en lo que sufrió siendo tan chica, y en las ganas que tenía de vivir. Hacía quimioterapia y a la vez me pedía las carpetas para no atrasarse en el colegio. Hasta pidió rendir las materias para no perder el año. Me da bronca. Me da bronca que no viva”. Esas palabras, que alguna vez me escribió Violeta, tienen mucho más valor que todas las que yo pueda decir. Sólo me quedé con el aprendizaje, enorme, de decir lo que siento. Lo internalicé muy rápido, porque en ese mismo año 2000 cambió mi forma de expresarme. Empecé a ser más parecido a lo que soy ahora, a esta bestia capaz de decirle a Leandro que con rastas está re potro o a Luz que es mi actriz preferida para siempre. Pero también de decirle a cada persona que escriba un comentario sobre este textro, en público y sin ponerme colorado, alguna verdad que nunca le haya contado. Lo hago porque a la verdad no sólo hay que decirla, sino que hay que decirla cuanto antes. Lo hago porque no sabemos, nunca sabemos, cuál de todas será la última verdad que podamos decir. Y lo hago, especialmente, porque me lo enseñó Marisa.

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Richard Davidson. ¡Hermoso texto y qué poderosa enseñanza! Martín Estévez. Que en noviembre de 2014 hayas salido a volantear con Andrey el encuentro del Movimiento Etiopía me pareció un acto generoso. Debog Rodríguez. No hay días que no la sueñe… Una gran amiga de toda la infancia, siempre trato de recordarla bien, como por ejemplo en la fiesta sorpresa que le hicimos por el cumple de 15, aunque debo reconocer que también peleábamos mucho… De eso se trata la amistad. Verla como la vimos todos es un shock para esa edad que todavía no supero. Trato de acordarme de lo lindo, pero sí, es injusto que no viva, incluso no puedo ver fotos de ella… Me hiciste llorar mucho, no sabía nada de esto, Martín. Gracias por tu homenaje. Martín Estévez. Me acuerdo de memoria el número de teléfono de tu casa de la infancia. Terminaba en 4125. Jul Lieta. Es una de las cosas más hermosas que leí, gracias por compartirlo. Me lo hubiese guardado, pero tu texto no me dejó. Martín Estévez. No sé de dónde nos conocemos, pero ponés tantos “megusta” a lo que subo que no me importa. Luz Panizzi. Tu verdad y tu poesía me atraviesan con fuerza el corazón. PD: decile a Violeta que a mí me da bronca que Santi no viva. Martín Estévez. Cuando te peinás, a mí también me duele. Mariela Strangio. No pude contener mis lágrimas en cada palabra… Yo también recuerdo ese viaje al hospital. Colectivo, tren, caminata… Fue larguísimo. Me hiciste recordar mucho ese día. Me hiciste recordar su rostro, que de inmediato vino a mi cabeza. Yo tampoco fui amiga de ella, pero siempre me pareció de decir las cosas que pensaba cuando las pensaba. Enfermedad maldita… Martín Estévez. Dos o tres veces te vi caminando con algún niño por Fonrouge. No te saludé porque no sabía qué decirte. Gaby Fernández. Me atravesó de lado a lado el corazón. Se me caen las lágrimas. Será que yo veo a tantas Marisas… Duele. Después de 25 años, duele como el primer día. Hermoso recuerdo. Martín Estévez. Intenté leer la Ilíada sólo para entender por qué te gustaba tanto, pero nunca pude terminarlo. Lala Martínez. Suelo poner me gusta a tus maravillosos escritos. Esta vez te escribo porque me quedé sin palabras. Me alegra haberte conocido pero aun más poder leerte. Martín Estévez. Mi parte favorita de “Waterloo” era hablarte al oído. De verdad. Silvia Dulcinea. Marisa tenía una voz baja, algo ronca. Sus ojos profundos hablaban más que sus palabras. Fue mi alumna de 2°, pero también lo fueron algunas de sus hermanas. Recuerdo a su mamá y los encuentros por los comercios del barrio. En uno de esos encuentros, me contó la enfermedad de Marisa, de sus esperanzas, de la lucha que ponía en el tratamiento… Recuerdo

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también la profundidad de sus ojos, similares a los de su hija. A pesar de todo lo que me decía, sabía que pronto tendría un final esa etapa que les tocaba atravesar. Solo nos abrazamos, se sintió tanto la tristeza. “Ella me da fuerzas a mí”, me dijo. Gracias por recordarla. ¿Te acordás lo de la lectura expresiva? Ella no la tenía en 2° grado, pero a pesar de su corta vida logró expresarse y nos enseñó a todos a expresar sentimientos en este espacio que creaste. Martín Estévez. Fuiste mi maestra favorita. Segunda en el ranking quedó Graciela Tacconi, porque siempre me retaba por escribir sobre Racing. Casi me deja sin profesión por eso. Candela Vena. Me quedé sin palabras… pero llena de lágrimas. Martín Estévez. No voy a olvidar nunca en la vida cuando intenté explicarle con mucha torpeza a Azul por qué tenía que prestarles más atención a los demás que a ustedes (mientras los hermanos Jan revoleaban papeles) y vos, en dos palabras, le hiciste entender todo. Me conmoviste. Elisa Bandín. Marisa fue alumna mía en nuestra escuela 29, por tu relato me entero de su partida. Triste y lamentable. Dios la ha recibido en sus brazos con la misma dulzura que ella tenía. Agradezco a la vida poder reencontrarme contigo a través de tus textos. Aunque no lo creas, siempre me llamó la atención tu timidez, siendo un niño capaz, querible y con una personalidad fuerte. Martín Estévez. Me dolió mucho que decidiera que Víctor Albornoz tenía que repetir tercer grado. Tal vez era necesario, pero en ese momento perdí un amigo. Lucía Ocampo. Recuerdo que también la visitamos en la casa, que cuando volvió al colegio yo pensaba que iba a estar bien… Después vino la recaída. El día del velatorio, creo que nunca lloré tanto y tampoco la conocía mucho ni éramos amigas, era el hecho de que ver que a los 16 años inclusive la muerte estaba presente alrededor nuestro. Uno de los recuerdos más tristes que tengo. Martín Estévez. Valoré mucho lo del día del escritor. Intuyo que sabés de qué te hablo. Fernando Delmonte. Sin palabras, simplemente maravilloso, pipa, como siempre. Como dijeron más arriba, podés irte de escribir colgado del alambrado en el Cilindro como el hincha más fanático a estar en una situación como la que te tocó vivir con Marisa. Me quedo con la última frase, quizás porque me esté pegando de cerca… Martín Estévez. Me debés como 50 pesos en cartoncitos, ¡pero te los regalo! Ornella Dubini. Tu relato me hizo recordar a tres ex compañeros míos que fallecieron, uno de cáncer, otro de una crisis asmática y otro de un autobalazo. Cuando sos adolescente, la muerte es casi ciencia ficción. No terminás de creer que un pibe como vos deje de existir. Después en retrospectiva te das cuenta de lo que te impactó y cómo te influyó. Como a vos, que te movilizó a pelear un poco más con tu timidez. Martín Estévez. Siempre que te miro en las asambleas es para buscar tu aprobación. Si no tenés buena cara, cambio el plan.

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Tatiana Sawicki. Nunca elijo leerte cuando estoy en la oficina o con gente, porque sé que termino llorando... Este texto lo pude terminar sin lágrimas en el cuarto intento. Duro, triste... pero sacaste algo bueno de ese dolor: el Martín de hoy! Martín Estévez. Te regalo una verdad: una vez me operaron y no te enteraste. So Fia. Estas cuestiones que contás siempre me hacen concluir en qué giles que somos al preocuparnos por nimiedades. Martín Estévez. Acá, entre nosotr@s, aquella tira de Cami Camila no me pareció heteronormativa. Graciela Tacconi. Marisa Vallejos, tan dulce como todos en su familia... Su mamá Mirta luchó al lado de ella sin descuidar a sus otros hijos... Familia numerosa en cantidad y afecto. Recuerdo que el día que nos avisaron que podíamos despedirla, al volver tenía arena en mis ojos y casi choco... Venían conmigo tres maestras de la escuela 29. Les pedí disculpas por esa frenada inoportuna pero salvadora. ¿Por qué tenía arena en mis ojos? Porque una chica tierna y dulce se nos había adelantado en este viaje de la vida… Su madre siguió siendo quien nos reconfortaba. Yo sigo sin aceptar ese apuro de algunos jóvenes por ganarnos en esta carrera de vivir. Ellos deben ser quienes nos despidan... Martín Estévez. Tu vozarrón era memorable. Jazchu CB. No, dejate de joder... Me llegó al corazón. Y lo digo sin miedo de parecer loca ya que solo te agregué por un texto de Romero y nunca hablamos. Pero qué ricura de texto. La amé, sinceramente. Martín Estévez. Mientras desde la televisión paraguaya querían que apareciera hablando por skype en camisa, yo estaba en una biblioteca popular, en ojotas, tratando de arreglar una gotera. Violeta Ponce Carpinelli. Vi esa foto y caí en un mar de recuerdos, como si se hubiese frenado el tiempo y mi cabeza se inundó de repente de imágenes. Y después leí el texto... Qué cantidad de sensaciones volvieron! Tristeza, bronca (mucha), alegrías, incluso risas. Finalmente son risas y más risas, porque así la recuerdo yo. Pero solo quería decirte una cosa. El día de su velatorio, yo temblaba como una hoja. Nervios tal vez, no entender cómo le podía pasar a alguien tan joven una cosa tan espantosa, la primera pérdida en mi vida y tan dolorosa. Estaba desorientada. Esa tarde te me acercaste y me ofreciste tus guantes y tu abrigo. No tenía frío, pero me pareció el gesto de alguien que quiere que no sufras. Un gesto que nunca me olvidé. Gracias por eso. Martín Estévez. Debería regalarte una verdad, pero creo que ya te dije, de una u otra forma, todas las que conozco. Dale un beso a Mailén de mi parte. Y contale historias, contale muchas historias.

Todos los comentarios fueron escritos entre el 26 de abril y el 1 de mayo de 2016.

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Mi mundo Escrito en 2000

En mi mundo hay tantos universos como colores puedas imaginar silencios que dicen cosas que gritos no pueden callar. En mi mundo hay mil perfumes memorias en borrador un abuelo carpintero y su cariño de turrón. En mi mundo a veces lloro ¿Quién no lo hizo alguna vez? Hay un niño que atesoro y signos de madurez. En mi mundo hay mucha gente y pocos con el valor y la dulzura suficiente para recibir mi amor. En mi mundo hay mil tristezas y fracasos olvidados un comic sobre la mesa y un Dios que juega a los dados. Es mi mundo y sólo quiero compartir sus pedacitos contarles aquellos sueños que nunca fueron escritos. Y en mi mundo necesito ver a mi mundo feliz hasta que el Destino llegue y mi mundo llegue al fin.

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Los Andes es sólo una cordillera

Nunca tuve problemas con mi barrio. Lomas de Zamora es una localidad como tantas de Buenos Aires, con estación de tren, plaza principal y club de fútbol. El club se llama Los Andes y siempre fue motivo de unión en nuestra casa. Ahí convivíamos hinchas de Racing, Boca y River, pero los sábados a la tarde no había conflictos: éramos todos de Los Andes. Recuerdo a mi abuelo Víctor escuchando, por Radio Lomense, partidos en los que jugaban Papescu, Herner o Arrebillaga. Señores a los que jamás les vi la cara, pero de los que sabía que eran un flojo delantero, que tenían un mellizo o que eran bajitos y gambeteaban. Hasta retengo en la mente una derrota 5-2 contra Argentino de Quilmes, en la que Víctor y yo terminamos al borde del llanto. Antes que a la cancha de Racing, mi tío Alberto me llevó a la de Los Andes. En el 94 vimos la final por el ascenso al Nacional B contra Deportivo Armenio: ganamos 1-0 con gol de un uruguayo pelado llamado Gilmar Gilberto Villagrán. También festejé la salvación del descenso en el 95 y los goles del Pirata Czornomaz en el 96. ¿Cómo no iba a ser de Los Andes si la última vez que Víctor fue a una cancha fue a un Los Andes-Banfield, a los 75 años, y ahí estábamos 146

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todos? Él, Alberto, Diego, Matías y yo: los cinco varones de la casa. En el 2000, por única vez en 49 años, Los Andes ascendió a Primera. Fui a una final contra Quilmes y días después, aunque hacía frío, caminé hasta la cancha para festejar con más de 30.000 personas, llevarme un poquito de pasto y saludar a los jugadores, que paseaban en el camión de los bomberos. El barrio era una fiesta. Servían, esas cosas, para desahogar las penas que me generaba Racing. Si aquel fue el peor año en la historia del club (último, en quiebra, al borde de la desaparición) fue también el año en el que más hincha fui. Amaba a Racing con locura. Le hacía canciones, vivía los partidos durante toda la semana previa, me sabía la formación de la Reserva. Era tanto el sufrimiento, que en mi colegio todos hinchaban un poco por Racing. No por cariño, sino por lástima. El día después del único triunfo en ocho meses (2-0 contra Almagro), los profesores no usaron el pizarrón: me dejaron colgar ahí, durante todo el día, una bandera de Racing. No sólo era hincha de Racing, sino de todo lo relacionado con Racing: de Pepe Sánchez, basquetbolista hincha de Racing; de Gimnasia, porque era amigo de Racing; y del Piojo López, porque había pasado por Racing. Les juro que no miento: nunca fueron tantos amigos a mi casa como cuando el equipo del Piojo, Valencia, jugó la final de la Liga de Campeones de Europa contra Real Madrid. Creo que no querían perderse la posibilidad de verme, por una vez en la vida, festejar un título. Pero claro: Valencia perdió 3 a 0. Racing, Racing, Racing. Lo nombro tanto a propósito para que entiendan lo presente que estaba en mi vida en aquellos tiempos. Racing, Racing, Racing. El 6 de agosto de 2000, el destino quiso que Los Andes debutara en Primera en cancha de Racing. Durante los días previos me preguntaron varias veces quién quería que ganara, y yo respondía Racing. Contestaba con tranquilidad, porque sabía que Los Andes sufriría mucho en Primera. No hacía falta humillarlo, sólo sumar tres puntos. Fue una tarde rara. Diez mil hinchas de Los Andes viajaron con nosotros hasta Avellaneda, pero ellos fueron a una tribuna y yo a la otra. Me conmovió ver la popular visitante colmada y me sentí incómodo cuando los de Racing cantaron: —¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos! 2000

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Yo hice un silencio de hondo respeto ante cada canción agresiva. Y mucho más cuando Racing se puso 1-0 con gol del Chanchi Estévez. Grité el gol, pero porque realmente necesitábamos ganar. Era un partido clave. En el segundo tiempo, cuando nadie lo esperaba, Los Andes empató 1-1. No lo podía creer. El partido se puso caliente. Matías se agarraba la cabeza y yo miraba desconcertado. Los hinchas de Racing gritaron todavía más fuerte: —¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos! A mí me pareció una exageración. Los Andes no tenía la culpa de los errores de la defensa, y además, después de todo, había un empate. Me di cuenta, mientras todos parecían fanáticos dementes, que no era para tanto. Que se trataba de un partido de fútbol, y que del otro lado estaba Los Andes, el club del barrio, el de la familia, el de Lomas de Zamora. Que me perdonen los hinchas de Racing, pero me amigué con la idea del empate. Era histórico para Los Andes, y Racing cortaba tanta mala racha. Por un momento me imaginé caminando por Lomas, durante la semana siguiente, y escuchando a todos decir: —Qué grande es Racing, qué empate le sacamos, deberíamos ser amigos de su hinchada. Sabía que Víctor estaba con la oreja pegada a Radio Lomense escuchando orgulloso el empate. Que al otro día conversaríamos sobre eso. Me alegré, y me sentí bien conmigo mismo. Si alguna vez tenía que demostrar madurez y falta de egoísmo, era en ese momento. ¿Qué me costaba ponerme contento por un empate, si dejaba contentos a los diez mil de enfrente y a toda mi familia? ¿Desde cuándo el fútbol se había transformado en un territorio en el que yo dejaba de ser reflexivo y pensante para convertirme en un tarado que insulta a los rivales? ¿No era hora de dejar de lado tanta estupidez? Levanté la cabeza de a poco. Respiré profundo. Miré a mi tío. A mi primo. A los hinchas de este lado. A los del otro. Y sentí en el pecho la tranquilidad de saber que el cariño por Los Andes y el amor por Racing podían convivir pacíficamente dentro mío. Levanté un poco más la cabeza y miré hacia el campo de juego: un tipo llamado Oscar Monje, en la última jugada del partido, metió el 2-1 para Los Andes. —¡¡¡Hijo de putaaaaaaaaaaaaaaaaa!!! ¡¡¡La concha de tu madre, hijo de

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putaaaaaaa!!! —le grité, pero no me escuchó. Me saqué la zapatilla derecha y la revoleé con la intención de romperle la cabeza, pero ni llegó al alambrado. Los vi irse, a los diez mil, contentos y cantando. Y yo grité, más seguro que nunca, junto a todos los míos: —¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos! Cuando ellos, los visitantes, se fueron, me senté en el escalón y lloré durante veinticinco minutos. Alberto y Mati me esperaron. Volvimos destruidos, en tren, a una ciudad que sabíamos enemiga: Lomas de Zamora. En casa, prendí fuego algunos recuerdos y no hablé con Víctor hasta el domingo siguiente. Para mí, desde aquel 6 de agosto y para siempre, Los Andes es sólo una cordillera.

Rodrigo Ostravsky. Yo ese día a más de 100 metros tuyos gritándote que eras una empresa, que te ibas a la B. Esquizofrenia futbolística – 16 de mayo de 2016 Norberto César Panizzi. Te entiendo, el fútbol nos pone así… Pero no sólo somos una cordillera, somos una pasión... – 16 de mayo de 2016

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Quién sabe Escrito en 2000

Quién sabe si un día podría perderte o hacerte feliz en un golpe de suerte. Quién sabe si un día yo no intentaría sólo por tenerte, entregarte mi vida. Sólo por tenerte a mi lado un momento yo viajo en tus ojos, me olvido del viento quién sabe si no te daría mi alma es que yo soy así, tomalo con calma Quién sabe si un día vos lo entenderías... Si un lago vacío llenaras de lágrimas no valdría la pena seguir mi camino hermoso sería el futuro a tu lado pero sin verte feliz no sería divino. Y un sueño se aleja, como un barco en danza quién sabe si con alcanzarlo me alcanza quién sabe si alcanza con algo de vuelo para estar junto a vos y llegar a tu cielo. Quién sabe si el mundo podría ser mío al sentir en mi vida el pequeño desvío de escuchar un “te amo” salir de tu boca y quien sabe si no resultarían muy pocas todas esas formas de agradecimiento que encontraría para vos en ese momento. Quién sabe si un día vos lo entenderías... Si vos me pidieras todo el universo lo envolvería en mi alma y lo pondría en un verso y pondría mi alma pegada a tu piel y pondría en tu pelo un hermoso clavel quién sabe si no envidiaría hasta él tu perfume de ensueño, tu boca de miel.

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Quién sabe si no fallaría el intento y toda mi ilusión naufrague en el viento quién sabe si podría yo soportarlo el ahogar mi sueño sin al mar echarlo. Y sólo esperar el futuro resta quién sabe si allí encontraré las respuestas a tantas preguntas que nadie responde la luna que calla, el sol que se esconde... Y recuerdo esa estrella a la que le decía mirando hacia el cielo: “Que extraña es la vida encontraste tu alma gemela enseguida y yo sigo en la Tierra, buscando la mía”.

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La basquetbolista más linda Marina era perfecta. Al menos, en la imagen de mujer que yo tenía a los 16 años. Rubia, de limpios ojos celestes, prolija, sonriente. La miraba desde la ventana del primer piso del colegio, y ella siempre en el patio, radiante, dulce, femenina. Pensaba que escuchar su voz pegada a mis oídos sería la sensación más maravillosa que podría existir. Sin embargo, cierta noche me llevé una gran sorpresa. La conocí en el Instituto Lomas, ella tenía 14, yo 16. Me gustó apenas la vi, y a eso me dediqué durante meses: a mirarla. Marina usaba el guardapolvo al revés (la espalda en el frente) y se maquillaba los ojos encantadoramente raro, con un delineador celeste que hacía insoportable su mirada. ¡Ay, qué potra era! Pensaba mucho en ella, en ser su novio y pasear de la mano por la calle Laprida, en comprarle un helado, en verla llorar. Incluso le escribí un espantoso poema en el que expresé maravillosamente lo que me generaba: “Llenándome de vos y sintiéndome vacío” Tuve la virtud de resumir, en la única línea buena del poema, lo que contaré en todo este texto. En ese momento, ya sabía que Violeta (la chica que me gustaba desde los 7 años) jamás me querría, entonces Marina salvó mis mañanas de la total tristeza. Pronto dejó de alcanzarme con mirarla y quise hablarle, pero era tímido. Hasta que una vez, desde la ventana, Federico Relova (que era más grande y más canchero que yo) le sacó conversación, 152

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conmigo al lado, y le gritó: —Él quiere tu teléfono. Ella se lo dio. Todavía lo recuerdo, terminaba en 34. No piensen en un celular: estamos en el año 2000. Era el teléfono de su casa. Decidí llamarla esa misma noche. Estaba nervioso. Me tomé un tiempo para pensar lo que diría. Ante una persona tan delicada, tenía que ser un caballero, demostrar que era sensible, contar que escuchaba a Alejandro Sanz. Estaba seguro de que ella también lo escuchaba. —Hola —me atendió una voz masculina, tal vez su hermano. —Buenas noches, quisiera hablar con Marina, por favor. —Sí, soy yo. Con apenas una palabra, había arruinado a la mujer perfecta: Marina no tenía la voz que esperaba. Sonaba distinta que desde la ventana, aunque era cierto: casi no la había escuchado hablar. No era masculina por el tono, sino por la actitud: no hablaba como una señorita. —Soy el que estaba el otro día en la ventana —le expliqué. —Ah, ¿el de barbita? —No, el de anteojos. “Tal vez ella esperaba el llamado de Federico”, pensé, pero puse lo mejor de mí en la conversación. Descubrí que a ella no le gustaba Alejandro Sanz, ni cocinar, ni las novelas de la tarde: a ella le gustaba competir. Luchar cuerpo a cuerpo con chicas más altas. Entrenar tres horas por día. Marina era basquetbolista. El punto cúlmine llegó a los quince minutos de conversación. —¡Paráa, pelotudo! —gritó ella, y se explicó—. Perdoname, es que mi hermano me está rompiendo las bolas para que le preste mis rodilleras. Yo, que quería imaginarla en vestido y sandalias, ahora la imaginaba agarrándose a piñas con su hermano para ver quién usaba las rodilleras. Cortamos cinco minutos después y decidí olvidarla para siempre: ella no era lo que esperaba. Sin embargo, cada vez que nos cruzábamos, nos saludábamos con simpatía. Y, viéndola de nuevo desde la ventana, volvió a gustarme. Decidí darle (¿darme?) otra oportunidad y actuar, esta vez en persona, la mañana de su cumpleaños de 15. Llevé el tema a la mesa familiar. 2000

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—Me gusta una chica que no es Violeta —les conté a Tati y Gaby. —No sabíamos que te gustaba Violeta —dijo Gaby. —Te lo conté a los 7 años. —Pensé que se te había pasado. —No. Pero ahora me gusta otra. Mañana cumple 15 años. Le quiero regalar una flor. Acordamos que le robaría una rosa blanca a nuestro vecino favorito —Luchessi— y que afrontaría el momento con valentía. ¡Qué largo fue el viaje a la escuela, y esperar hasta el recreo! Había que esconder la rosa sin que se arruinara. El 24 de octubre de 2000, en el patio, por primera vez le regalé una flor a una mujer. La miró raro, como si hubiera recibido un adorno de porcelana con forma de antílope, pero me agradeció. Conversamos varias veces, siempre con sus amigas cerca, vigilando. Yo hacía fuerza para seguir gustando de ella, porque era hermosa. No me gustaba lo que decía, ni su voz, ni cómo me trataba, pero quería seguir gustando de ella, porque era hermosa. Un día le pregunté si no quería que nos viéramos fuera del colegio. Ella dijo que podía ser, pero que primero tenía que ir a verla jugar al básquet en el club Temperley. No me rechazó, pero exigió algo que me daba miedo. ¿Cómo iba a ir, con quién iba a estar, cómo me acercaría a ella, qué le iba a decir? Mientras me invadía la inseguridad, me invitó a ver fotos del último torneo que habían ganado. Los trofeos eran gigantes, pero yo me detuve en otra imagen: ella, toda transpirada, con protector bucal, rodilleras y rodeada de chicas más grandotas y musculosas que yo. Mugrosa, después de correr durante 40 minutos, sin delineador, ni guardapolvos dados vuelta ni sonrisas angelicales. Esas fotos pusieron otra Marina al descubierto, y desistí. Me di cuenta de que me gustaba la Marina ideal que construí desde la ventana, y no esa transpirada realidad que tenía al lado. Sin embargo, no la olvidé. Mientras se convertía en una de las revelaciones de la selección argentina, seguí averiguando datos sobre ella, mirando sus fotos en internet, recordándola. Me recibí de periodista y en el año 2006, cuando yo tenía 22 y ella 20, usé la excusa de hacerle una nota para volver a verla. Hablaba como antes, pero no me generó rechazo. ¿Me estaban cambiando los gustos? 154

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¿Por qué seguía atento a una chica de rodilleras, a la que le gustaba dar codazos bajo el aro y que no escuchaba a Alejandro Sanz? Volví a cruzarla en un subte (en 2009) y en el Cenard, donde se entrenan muchos deportistas (en 2012). Ella siempre me saludó raro, como sabiendo que me vio algunas veces pero sin saber dónde. En estos días, en los que no conozco a ninguna jugadora de la selección de básquet, la extraño. No extraño a la Marina mujer: extraño a la Marina jugadora. Me di cuenta, por fin me di cuenta: seguí pensando en Marina porque fue la primera deportista a la que admiré. Yo, tan machista en mis gustos deportivos, sólo seguía al Piojo López, a Milito, a Pepe Sánchez. Hasta que la vi por televisión a ella. A Marina. Pese a que medía 1,65, hacía lo que quería con la pelota, aguantaba los empujones y, en cada descanso, se acomodaba el pelo. Marina pasó casi desapercibida para mi vida sentimental, pero fue vital para mi vida feminista: me obligó a aceptar que todas las mujeres tienen en su potencial a una excelente deportista. Que yo no quiera una novia basquetbolista, es una cosa; que no pueda admirarla, es otra. Diecisiete años después, me arrepiento de no haber ido a verla jugar aquella vez. No porque eso hubiera cambiado nuestra historia, sino porque en cada reunión con amigos, en cada conversación sobre deportes, podría decir con orgullo: —Yo la vi jugar a Marina Cava cuando recién empezaba. ¿Linda? Sí, un poco linda era. Pero lo mejor, te lo juro, era verla jugar al básquet.

Profe Vicky. Gracias, flaco, por esta nota. Yo soy basquetbolista y jugué con Marina. Gracias por el enfoque y pintar tu realidad tan claro – 22 de junio de 2016 Ceci Peters. ¡Una genia Marina Cava! Humilde, buena persona, dedicada… ¡Una gigante sin importar el talle! – 22 de junio de 2016 Florencia Cordero. Mujeres fuera de los estereotipos (que saben lo que quieren) aspiran a ser valoradas por lo que son y lo que pueden hacer. Y no por cómo se ven o “deberían” ser... Excelente escrito – 22 de junio de 2016 Zoe Agustina Amado Defagot. “Que yo no quiera una novia basquetbolista, es una cosa; que no pueda admirarla con total sinceridad, es otra”. Qué lindo – 22 de junio de 2016

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Ojos de cielo Escrito en 2000

Ojos de cielo, rayos de sol una sonrisa que la vida no te borra ojos de cielo, luces de amor flotando sobre una vida contaminada. Ser tan hermosa te hace ser tan especial llenándome de vos, y sintiéndome vacío necesitando mucho más que tu vida me basta con tu mirada y siento que lo tengo todo sin haber tenido nada. Necesito verte a vos, a tu belleza una vez más y que la arena, esta vez, no se escape de mis manos y en un loco intento por contener tu luz perderme en el interminable océano de tus ojos. No necesito explicaciones cuando te veo y no puedo buscarlas mientras pienso en vos y aun así, lo entiendo todo lo entiendo todo por tus ojos de cielo. Ojos de cielo, rayos de sol y tu sonrisa, opacando a las estrellas ojos de cielo, y luces de amor que poblaron el desierto de mi corazón.

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El Asesino Anónimo

Ahora escribo por muchas razones: por cariño, por soberbia, para que me quieran, a veces por dinero y casi siempre porque me parece justo. Pero a los 15 años escribía por una sola cosa: por necesidad. Escribía mucho. Muchísimo. Alguna vez, en esos tiempos, empecé a contar cuántas palabras decía y cuántas escribía en una semana, porque tenía la teoría de que escribía más de lo que hablaba. Perdí la cuenta un martes, pero habría sido una competencia pareja. Mi compulsión por la escritura empezó de chico, anotando resultados deportivos. No los reales: inventaba otros, por aburrimiento y para que Racing ganara alguna vez. Después formé un equipo artístico: mi primo Matías dibujaba y yo escribía. En general, eran superhéroes creados por nosotros, pero una vez nos cebamos y armamos un libro de 48 páginas, tipo “Elige tu propia aventura”, con la carrera de un futbolista ficticio. Todavía lo tengo. Luego llegaron los poemas: montones de reflexiones básicas adolescentes que casi siempre ocultaba por vergüenza; algunas de las cuales, por desvergüenza, ahora aparecen en este libro. El verso me resultaba fácil, porque escribir en verso es esconder un poco la verdad. Escribir en prosa, en cambio, sin fórmulas ni rimas ni métrica, es más difícil: es descubrir un poco la verdad. Cuando empecé el Polimodal (últimos tres años de colegio), buscaba desesperadamente cómo comunicarme, pero lo único que encontré fue un boleto del colectivo 562 en el bolsillo. No importó. Agarré la birome y anoté, en el boleto, seis palabras:

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Van a morir. El Asesino Anónimo. Esperé al recreo y lo dejé sobre el banco de Ivana, la más potra de mis nuevas compañeras. Sin saberlo, estaba empezando mi primera obra literaria: entre 1999 y 2000, escribiría 100 capítulos de El Asesino Anónimo. El Asesino Anónimo fue una mezcla de formatos, un híbrido con poco sentido. Los primeros textos eran frases sueltas que simulaban ser avisos de películas. Hasta que una mañana encontré en la calle un montón de fotos viejas desparramadas y me animé: empecé a escribir detrás de esas joyas en formato 10 x 15 que me permitían desplegar mis ideas. Mis ideas, claro, no eran más que la suma de ideas robadas a guionistas de historietas. Mi único mérito, si tenía alguno, era reducir historias de 300 o 400 páginas al reverso de una foto. En el primer año se publicaron 50 breves capítulos. Desde el 11 al 18, la fórmula fue tosca: se presentaba un personaje (el Pequeño Justiciero, el Violador de Leyes, la Chica Asesina) y una duda (“¿Qué tenebroso secreto guarda nuestro justiciero preferido?”) que nunca era resuelta. A partir del capítulo 19 comenzaron pequeñas sagas, como Guerra en Buenos Aires (el enemigo era el presidente Carlos Menem); Guerra en el Instituto (a partir de ahí mis compañeros se convirtieron en protagonistas); Héroes enamorados (el Asesino se separaba de su novia); y la elaborada Crisis en Tierra Asesina, en la que murieron varios protagonistas y el Asesino Anónimo terminó encontrándose con alguien muy especial. Cuando empezamos segundo año, las fotos se estaban terminando. Un grupo de chicas (tal vez mis primeras fans) juntó plata y compró algo nada barato: un rollo de 36 fotos para que la historia siguiera. Desde el principio, avisé que todo terminaría en el capítulo 100. Los últimos 50 textos fueron más interesantes. Mezclaban chistes inocentes, homenajes a historietas y reflexiones sociales. Entre las principales sagas estuvieron Leave Me Alone; Love Song (románticas hasta lo insoportable); Todos contra todos (contaba peleas entre compañeros del colegio); y La última historia, capítulos finales en los que aparecieron más de cien personajes y conseguí cerrar el círculo dejándolo abierto. Confieso que al año siguiente pensé retomar la saga, pero mi popularidad se había ido al tacho y probablemente ya nadie tenía intenciones de leerme. A la distancia, 16 años después, entiendo que el Asesino Anónimo fue 158

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un blog antes de los blogs: el Palabras enreveradas de mi adolescencia. Detesto muchos de esos textos como detestaré lo que escribo ahora cuando tenga 48 años; pero no olvido que no escribía por gusto, sino por necesidad. No olvido que no estaba alardeando: estaba creciendo. Por eso me animo a invitarlos, algún día que estén muy aburridos, a entrar a elasesinoanonimo.blogspot.com y recorrer la historia del Asesino Anónimo. No la recomiendo: es confusa y está llena de chistes internos. Pero hacerla pública es mi manera de homenajear, respetar y no olvidar a todos los que alguna vez fui. Lejos de arrepentirme de aquellas historias, o de ocultarlas, las empujo hasta el presente, porque sin ellas no sería posible entender que hoy no soy periodista ni actor ni corrector ni profesor ni historiador ni reciclador ni filósofo ni analista: desde que entendí que descubrir un poco la verdad alivia la angustia, puedo decir sin miedo que soy escritor. Mariela Strangio. ¡Se me habían olvidado algunos personajes! Como el loco Torrencheli, por ejemplo . ¡Qué personaje ese, eh! Jajajaj – 19 de julio de 2016 Nico Briant. Jajaja, todavía tengo capítulos guardados – 20 de julio de 2016

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Lo que aprendí en un balcón

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Es 21 de diciembre del 2000 y estoy nervioso. Tengo 16 años y desde hace nueve espero una noche como ésta. No es la fiesta de egresados de mi hermana Gaby lo que me tiene así, si no lo que va a pasar en esa fiesta: estará, invitada por mí, la chica más linda de todos los barrios. No tengo chances con ella: está de novia y no le gusto. El deseo es verla, por una vez, fuera del colegio. Charlar cinco minutos con ella. Sólo eso. Estoy enamorado de Violeta desde los 7 años. Siempre fui feo, gordo y torpe, pero empecé a cambiar hace poco. Crecí, adelgacé, tomé confianza. Me siento otro: hasta tengo amigos. Y ellos forman parte del plan. La idea es juntarme con Marcelo y Juan Manuel, pasar a buscar a Rosana, e ir todos juntos a la fiesta. Tres de mis cinco amigos estarán ahí para ayudarme a soportar los nervios hasta que llegue ella. Ella. Marcelo y Juan fueron los intermediarios en la invitación, porque son amigos de Violeta. Yo no: yo sólo la amo. La amo en larguísimo silencio. El plan comienza bien pero sufre un imperfecto cuando pasamos a buscar a Rosana. —No puedo, no puedo ir —me dice en la puerta de su casa, con los ojos medio llorosos—. Después te explico, quedate tranquilo. Sé lo que pasa: Rosana no la está pasando bien. Su papá tiene problemas de salud; y ella, su mamá y sus hermanos no pueden pensar en otra cosa. Dudo un segundo sobre qué decir, qué hacer. Ella me salva. —Andá, Mar —me dice—. Es una noche importante para vos. Va a salir todo bien, vas a ver. Mañana me contás todo. Las palabras de Rosana me tranquilizan. Si ella, en esa situación, tiene la generosidad de desearme el bien, tengo que responder con valentía. Vivir la noche en serio, disfrutar de Violeta sin profesores, guardapolvos ni horarios en el medio. Aprender a decirle “hola, gracias por venir” sin temblar como una hoja. La fiesta avanza rápido. A Gaby la quiero, pero casi no presto atención. Hay cena, música, palabras emotivas. Lo que hay siempre. Yo sólo espero que nada raro pase, que todo siga su curso, que no se arrepienta: que Violeta entre, a la hora pactada, por la puerta principal del salón Torre del Sol. Termina la parte formal de la fiesta y se acerca el momento esperado. Me siento más raro de lo que pensaba. Más incómodo de lo que pensaba. La noche, la música fuerte, las risas artificiales siempre fueron mis enemigas, pero eso no debería pasar hoy. No esta noche. Pienso por qué, por qué estoy tan raro, hasta que la veo. La veo. Ella.

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Guau. La había visto ciento ochenta veces por año. Tal vez mil ochocientas veces desde que la conocí en sala verde. Pero nunca así: con un vestido hermoso, los ojos delineados, sin tiza alrededor. Ay, Violeta, de dónde saliste, quién te trajo al mundo, quién me dio el derecho a conocerte. Qué se hace, cómo se hace, cómo te arranco de donde nunca estuviste. Ay, Violeta. Ay.

Después de la conmoción inicial, todo vuelve a la normalidad. Violeta está simpática y conversa cosas triviales con nosotros. La música aturde, algunos gritan y circulan jarras con alcohol que no acepto. Estoy bastante callado y termino alejándome para deambular por el inmenso salón. No sé qué me pasa. No sé qué otra cosa esperaba. Ya son casi las tres de la mañana y necesito aire. Salgo a un balcón lujoso que muestra casi toda la ciudad de Banfield y me siento en un escaloncito. Por primera vez hay luz nítida, y me miro: tengo una camisa arremangada, un jean canchero, el pelo corto. Después de mucho tiempo, no me siento feo. Pero me siento raro. —¿Puedo? —me pregunta Violeta y se sienta al lado mío con dos (dos) copas de algo. Sonríe. Me da una. Son las tres de la mañana de una noche del mundo en la que no me siento feo y en la que Violeta se sienta al lado mío y me da una copa. Sopla un viento veraniego, siento su perfume, estamos en un balcón hermoso, con unas luces hermosas, con copas en la mano, ella tiene un vestido y yo tengo una camisa. Si hubiera imaginado algo para esta noche no habría sido tan perfecto como este momento. Si tuviera que guardarme una sola imagen de mi vida, un solo momento, sería este, este instante, esta noche, este silencio y est... —¿Por qué estás triste? —me dice ella. No entiendo lo que me pregunta. —¿Qué? —Si no querés no me digas, pero estás triste. Se te nota. —No... No sé... —titubeo. —¿Pero en qué pensás? —me pregunta con vos suave, y me mira. —No, que iba a venir Rosana, también... Pero tiene problemas en la casa, 162

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medio complicados... Ojalá esté bien. —Es lindo que te preocupes por ella —me sonríe—. Va a salir todo bien, vas a ver. Mañana la llamás y listo... ¿Pero igual hubieras querido que venga, no? —Y sí... La verdad que sí. Nos quedamos en silencio, viendo la luna, durante varios minutos. Largos, pacíficos, enormes minutos. Minutos de verdad. Después aparecen Marcelo y Juan, y se llevan a Violeta hacia otra parte. Yo me quedo solo, sentado, mirándome las zapatillas, con una copa en la mano, pensando, mirando, entendiendo, preguntándome, razonando y volviendo a entender. A entender. Ay, la puta madre que me parió: estoy enamorado de Rosana.

Ruth Cinturión. ¡De todos los textos tuyos que leí, creo que este es el mejor! ¿Quién no habrá pasado por esa situación? ¡Me encantó! – 11 de agosto de 2016 Patricia Cardenes. ¡Qué bueno! A medida que iba leyendo me imaginaba otro final (que por fin la conquistabas), pero me sorprendió cómo se te dio vuelta la vida en un instante! ¡Buenísimo! Creo que en la adolescencia más de uno hemos pasado por situaciones parecidas.¡Me encantó! – 11 de agosto de 2016 Diego Hernán. Wow, hermano, qué final. Supongo que fue como un golpe inesperado cuando te diste cuenta de eso. Lindo texto – 13 de agosto de 2016

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Te sigo perdiendo Escrito el 22 de diciembre de 2000, horas después de “Lo que aprendí en un balcón”

Pasa la vida y te sigo perdiendo aunque ahora no llore, todavía me importás no pretendo tener tus ojos tan sólo tu vida y muy poco más. El amor se aleja, es raro y lo siento pierde la oscuridad poco a poco tu forma no digo que esa estrella no siga siendo la tuya sólo que tal vez ya no sea la más brillante. ¿Vale que llore un par de lágrimas sin sentirlas? Serían las últimas, sería el final no quiero hacerlo y nadie me obliga sólo tu ausencia y algo de allá algo tan fuerte que me hace pensar que toda esta rueda vuelve a girar no puedo frenarla, lo siento: no llego no vas a ayudarme y no te lo pienso pedir. Necesito aire y un poco de mar y sueños nuevos que remontar ¿Es mucho pedir un poco de paz si lleno de guerras no puedo pelear? Herido o no, pateo esperanzas hacia un final que no llega más si caminando sonrío, solo, espontáneo habré conseguido una estrella bajar.

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Qué hacer si gustás de tu amiga

—¡Andá y metele un beso de una! ¡Y listo! Gastón lo dice como si fuera fácil, como si no fuera peligroso, como si no corriera el riesgo de comerme un cachetazo tremendo por desubicado. Es febrero de 2001 y estamos en Mar del Tuyú. Gastón es novio de mi hermana Gaby, que ya había dado su opinión: —Tenés que tener paciencia, ir despacio. Si ella te quiere de verdad, al final van a terminar juntos... Gastón es hombre, Gaby es mujer y sus opiniones son bastante típicas de cada género. De lo que estamos hablando es de Rosana, que es mi amiga pero me gusta. Me di cuenta hace dos meses, en un balcón, y ella ya lo sabe. ¡Fui tan torpe! Le dije que tenía un secreto para contarle y, días después, se lo conté... ¡por teléfono! Torpe no: fui un cobarde. Un cagón. Resultó un desastre. Me dijo que sólo quería ser mi amiga y terminé llorando como una rana durante 24 horas. Me acuerdo patente: fue la noche del 11 de enero y pasé el día siguiente deambulando, desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche, por cualquier lugar. Lloré en la calle Colombres, en el velódromo de Lomas y en su puerta. Días después, volvimos a hablar y Rosana me pidió tiempo, porque estaba confundida. Y así estamos desde hace un mes. Yo la invité a estas vacaciones, donde estoy con Gaby, Gastón y Tati, pero dijo que mejor no. Será porque le gusta un poco otro (ese tal Hernán) o porque no le gusto tanto yo. No lo sé. La vida es una mierda.

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Hago una pausa para decir que creo en la amistad entre el hombre y la mujer. ¿Sólo en caso de que uno no guste del otro? Todo lo contrario: es necesario que nuestras amigas y amigos nos gusten un poco. Si pasamos mucho tiempo con una persona, tiene que ser agradable mirarla. Me resulta imposible una amistad sin ese detalle fundamental. No me imagino compartiendo horas, charlas y mates con un tipo al que le salen muchos pelos de la nariz, o con una chica con flequillo. Esa gente no me seduce. Aunque suene superficial, confieso que elijo a mis amistades, primero que nada, por su belleza. Antes de que algún susceptible empiece a los gritos, aclaro que no considero a la belleza una cualidad física, sino una construcción cultural. Con un cuerpo idéntico, podemos construir a alguien muy feo o a alguien hermoso. Es cuestión de estética, de modales, de vocabulario, de formas, de ideología. Y, especialmente, de gustos personales. A mí, por ejemplo, Leandro y Andrey me parecen lindos. No tendría relaciones sexuales con ellos ni mamado, pero me gustan un poco. Y todas las amigas que he tenido, tuve y tendré, también. Pienso ahora que la lejanía con mi amigo Pablo no comenzó cuando se fue vivir a Campana; empezó cuando se hizo un peinado aburrido que no me gustó. ¿Por qué, entonces, no somos pareja de nuestros amigos? Porque nos gustan, pero no lo suficiente. Nos gustan sólo un poco. Con un amigo podemos pasar una tarde, tal vez un fin de semana en carpa, hasta un mes viajando por el corazón de África; pero nos resulta insoportable pensar en dormir todas las noches, y para siempre, al lado de esa persona. En general, los hombres heterosexuales niegan que sus amigos les parezcan lindos. Lo mismo pasa con las mujeres y sus amigas. Hasta ahí, no surge ningún problema. En cambio, las posibles amistades entre hombre y mujer siempre tienen falsedad o tensión. Existen tres casos. • Uno finge ser amigo del otro, pero su deseo es revolcarse entre los yuyos o amarlo para siempre. Ahí hay falsedad. • Uno finge ser amigo del otro porque antes compartieron un grupo de amigos. Pero en realidad, como no se gustan, cada vez que se juntan no ven la hora de salir rajando. Otra vez, falsedad. • Los dos encuentran algo lindo en el otro, casi siempre están de acuerdo con lo que dicen, a veces se miran largo rato en silencio. No soportarían ser pareja, pero tampoco les daría asco darse un beso. Ahí está la tensión. Ahí está la amistad. Cuando los dos están en pareja, no hay problemas, porque novios y 166

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novias suelen derrotar por goleada a los amigos. Una novia acumula requisitos: te calienta, le lavarías las medias sin quejarte y te gusta mirarla cuando está con vos. La mayoría de las personas, en cambio, cumplen uno solo de esos puntos: • si alguien sólo te calienta, lo que querés es manosearlo; • si a alguien sólo le lavarías las medias, es que sos chino y tenés un Lave-Rap; • y si a alguien te gusta mirarlo cuando está con vos (pero no te calienta ni le lavarías las medias), eso es amistad. Lo divertido de esas amistades ocurre cuando ambos están solteros; y el fin de esas amistades suele llegar cuando uno está en pareja y el otro no. Pero de esos temas hablaré en otra ocasión. Fin de la pausa. Los dos fuimos a la Escuela N° 29 (en distintos turnos) y somos compañeros en el Instituto Lomas desde 1999, pero Rosana no me llamó la atención hasta octubre del 2000, cuando, después de un monólogo que hice sobre el color ideal para las toallas, me envió un papelito en el que me preguntaba: ¿De qué color es el cielo? Empezamos un intercambio de cartas, primero; de llamadas telefónicas, después; y de encuentros en la vereda, más tarde. Rosana fue mi primera amiga mujer y puedo jurar que, al principio, fue sincero. No me parecía linda, pero era ingeniosa, canchera y, especialmente, cocinaba: todos los días, a los 16 años, preparaba plato para cinco en su casa. Yo no lo supe hasta que me lo contó en una carta, en una de esas extensísimas cartas que me escribe. Algunas llegan a tener más de veinte páginas, como ésta:

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El problema, como ya conté, es que una noche de diciembre supe que estaba enamorado de ella y todo se fue al diablo. Yo también tengo 16 años, pero no cocino y nunca le di un beso a una chica. Jamás. Ni siquiera estuve cerca. El romance siempre me esquivó a lo bruto. Nunca jugué al semáforo o a la botellita por temor a que, si a alguna chica le tocaba besarme, saliera corriendo. Ella, yo, los dos. Y para que no se burlaran de mí había inventado una mentira humilde: que mi primer beso había sido con mi vecina Carolina, mi novia durante unas semanas. En realidad, no fuimos novios, ni nos dimos un beso. En realidad, nunca tuve una vecina llamada Carolina. Durante las vacaciones en Mar del Tuyú la pasé muy bien, aunque casi no hice otra cosa que hablar de Rosana. Tati, Gastón y Gaby no me aguantan más. Le busqué regalos, saqué fotos para ella, le escribí cartas. Rosana, Rosana, Rosana. ¿Qué es, entonces, lo que hay que hacer cuando una amiga te gusta? ¿Hacerte el boludo, tirar la amistad a la basura, pedir perdón, irte del país? ¿Qué es lo que tengo que hacer?, me pregunté una y otra vez desde aquella noche del 11 de enero y me lo pregunto también hoy, la tarde del 26 de febrero de 2001, en la que por fin volví a verla. Y acá estamos los dos, desde hace horas en la vereda. Ya le regalé un caracol de peluche, una foto, un gancho de pelo, una carta. Las mujeres saben más de estas cosas, así que, como dijo Gaby, no haré nada. Tendré paciencia, iré despacio porque, si ella me quiere, alguna vez terminaremos juntos. No importa el tiempo que haya que esperar. Para qué apurar las cosas. Es la hora de volver a nuestras casas, me acerco y como si fuera fácil, como si no fuera peligroso, como si no corriera el riesgo de comerme un cachetazo tremendo por desubicado, le doy un beso en los labios. Uno solo. Mil ochocientos treinta y tres días después, Rosana y yo celebraremos, lejos de esta vereda, cinco años de noviazgo.

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Acariciando tus manos Escrito en 2001

Era cenizas y me hiciste fuego por vos aprendí a resistir el dolor estoy tan perdido cuando no te veo no encuentro alegría si no estás, mi amor. Pensaba ver todo con ojos cerrados pero, sin intentarlo, los abrí por vos para ver tu mirada sentada a mi lado para ver, encantado, lo hermosa que sos. Y nunca intenté demostrar mi cordura mucha no tengo, y bien lo sabés sólo intenté ser feliz con locura con vos lo consigo, ¿tan fácil es? Es fácil quererte y mirarte a los ojos es fácil perderme escuchando tu voz difícil, en cambio, es no ver tu ternura difícil, en cambio, es la vida sin vos. Y no es tan difícil, reconozcamos: sonrisas gigantes, problemas enanos y el mundo perdido que juntos buscamos lo encuentro tan sólo tomando tus manos. ¡Volemos juntos, sin mirar nuestras alas! ¡Si estamos unidos el tiempo es eterno! ¡Volemos juntos, sin miedo a las balas! ¡El cielo de todo podrá defendernos! Vivir acariciando tus manos yo quiero y si me arrancan el alma y no puedo vivir acariciando tus manos yo me quedaría sería una hermosa forma de morir.

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Por qué odio Bariloche

Vengo a traerles una solución gratuita, inmediata y efectiva para las etapas difíciles, para los momentos de mierda que atraviesen durante el resto de sus vidas. No hacen falta pastillas ni obra social, ni siquiera tener tarjeta SUBE: lo único necesario es seguir este consejo detallada e intensamente. Van a ver qué sencillo resulta. ¿Cómo es el truco? Facilísimo: cuando estén tristes, relájense y enfoquen su mente en un momento. No en cualquier momento, sino en un recuerdo muy puntual: en el peor viaje de sus vidas. En aquellas horas, aquellos días en los que estuvieron lejos de casa, incómodos, aburridos, angustiados, deprimidos o desesperados. Todos tuvimos un viaje de esos, seguro que sí. El truco comienza de esa manera: vuelvan el tiempo hacia atrás y siéntanse de nuevo esas personas que fueron. Revivan esa angustia con fuerza, minuto a minuto. Aunque todavía no haya terminado de explicar mi método, háganme caso: sirve en serio. Si lo hacen con compromiso, funciona. Por ahora, mientras ustedes recuerdan cuál fue ese viaje nefasto del que se arrepienten, les voy a contar el que yo utilizo siempre, el que tiene cien por ciento de efectividad, el que no me falla nunca: mi viaje a Bariloche. ¡Ay, pero qué viaje de mierda! Nunca más, como en aquel julio de 2001, se 170

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unieron tantos factores negativos, tantas porquerías tristes, en una misma semana. Aunque intento recordar algo bueno, enseguida llegan las sombras, la pesadilla real, y me empieza a doler la panza. Qué horrible fue. Repasemos el elenco: • Una novia sociable que detestaba que yo fuera antisocial. • Tres amigos enojados dispuestos a hacerme la vida imposible. • Doscientos treinta adolescentes desesperados por alcohol, noche y lujuria. • Un anteojudo inseguro que detestaba el alcohol, la noche y la lujuria: yo. Arrancó mal desde el principio, en el viaje de ida: todos intercambiaban asientos menos yo; y el nerd del otro curso vomitaba sin parar. Hasta él supo que, para encajar, tenía que emborracharse o fingir. Pero yo no: yo era incorruptible, estúpidamente fiel a mis principios. Y mis principios, lo reconozco, eran parecidos a los de una evangelista del siglo XIX. A ver si me entienden: tenía 17 años y nunca había probado cerveza. Ni vino. Ni licor. Ni una gota. Sólo una vez había ido a un boliche (Majito, los de Lomas saben de qué hablo) y me alcanzó para saber que no quería ir nunca más. Predicaba el pacifismo, la honradez, la reflexión con galletitas y vasos de agua. Bariloche no puso a prueba mis creencias: se burló de ellas, las humilló, las enterró en la nieve, las desenterró frías y me las tiró encima. Llegué a Bariloche con cuatro amigos y volví con uno. Tres de ellos (tal vez celosos porque tenía novia, tal vez porque ya no me querían) me advirtieron que no compartirían habitación conmigo, que buscara una con gente “que estuviera en pareja”. Mi cuarto amigo, Nicolás, no fue a Bariloche. Al final, Marcelo, Lucas y Juan Manuel tuvieron que aceptarme en su habitación, pero se encargaron de dejarme afuera la primera noche para evidenciar que no me lo harían fácil. Esa misma noche yo había descubierto que el tiempo no es constante: no solamente avanza rápido cuando tu equipo pierde 1 a 0; sino que pasa muy, pero muy lento cuando te sentás en un boliche a esperar que amanezca. Son noches extensas, eternas, infinitas: tanto, que a veces creo que todavía sigo sentado en algún sillón de Grisú. Ahora les hago una enumeración rápida para no aburrirlos, pero cuando uso a Bariloche como método para no estar triste, no vale apurarse. Hay 2001

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que hundirse en cada detalle tenebroso, en cada tortura psicológica de aquella excursión infernal. Los días arrancaban temprano, para ir a tocar la nieve. Yo sufría el frío y también la soledad de los desayunos, pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que usaba anteojos, y los anteojos se mojaban, y no veía nada durante las excursiones. No: lo peor fue cuando alquilamos los trajes para nieve. Como yo andaba solo, llegué último y me quedó el peor: uno de mujer que me hacía parecer un Teletubbie. No, lo peor fue que calzaba 47 y no había botas de nieve para mí: me dieron borcegos de cuero número 44 y me hacían doler mucho, mucho los pies. (Piénsenlo un segundo: nieve, 5 grados bajo cero, zapatos de cuero tres números más chicos, correr y saltar de un lado a otro. Ay, cómo duelen, la puta que lo parió). Lo peor, en realidad, fue que con Rosana cumplimos cuatro meses de noviazgo y ella me ignoró todo aquel día. O lo peor, ahora que lo pienso, fue ser el sobrio que acompañaba a los borrachos a su habitación y les ofrecía café. O tal vez lo peor fue que una de las borrachas haya sido Rosana. O el imbécil coordinador catamarqueño que tuvimos. O la noche que fingí fiebre para evitar el martirio del boliche y quedarme solo en el hotel, contando cuántas horas faltaban para volver a Buenos Aires. ¿O habrá sido peor el momento en que alguien me confesó que quería cagarme a trompadas porque su ex novia gustaba de mí? ¿O cuando me di cuenta de que la compañía con la que viajamos (Río) estaba dispuesta a estafarnos sin escrúpulos? ¿O acaso cuando vi a las chicas más tranquilas y fieles del curso regalarse a cualquier rosarino sin pensar en sus novios? Yo creo, sin embargo, que lo peor fue estar entre los que decidieron tener, en Bariloche, su primera relación sexual. Fue la última noche antes de volver; Rosana decidió no ir al boliche para quedarnos en su habitación. Estábamos nerviosos y torpes; yo era virgen de cuerpo y también de mente. Todavía no era un degenerado, como ahora. Sin embargo, la calefacción y los besos, juntos, funcionaron. Nos excitamos. Por un momento, Bariloche valió la pena. Sobraba tiempo, la habitación estaba cerrada con llave y no importaba cómo lo hiciéramos: lo importante era experimentar, intentarlo, disfrutar. Yo estaba sacándome el jean cuando la puerta se abrió: las llaves eran dos, y una de las amigas de Rosana entró llorando. Ella también se había quedado. No sólo se había quedado: también había decidi172

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do revolcarse con su novio. No sólo se había revolcado: se les había reventado el forro. Terminé la noche tranquilizando a ella, a él, a Rosana. Con el jean puesto. Y sin habitación, porque mis ex amigos otra vez me dejaron afuera. Ya agobiado por los recuerdos, llega el momento crucial del truco de magia. Respiro hondo y me voy de Bariloche. Viajo lejos, en el tiempo y el espacio, y vuelvo acá. Lomas de Zamora, año 2016. Hace frío, me cuesta aprender latín, sufro cronolitis, no tengo tiempo para nada. Puedo estar lleno de problemas y cansado, pero nada, nada se compara con el infierno de Bariloche. Pienso en que ya no estoy allá, en que estoy acá, y me siento aliviado, tranquilo, esperanzado, ligero. Me siento feliz. Joaquín Sabina (a quien tengo el disgusto de conocer) dijo que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Yo redoblo su apuesta. Afirmo que al lugar donde hemos sido infelices hay que volver seguido, muy seguido: cada vez que estemos tristes. Para recordar que hubo un viaje, un tiempo, una vida, en la que todo fue gris y áspero, en la que todo fue mucho peor. Hay que meter la cabeza debajo de esa pileta amarga para después sacarla y darnos cuenta de lo maravilloso que es respirar lejos de ese pasado, de esas desdichas, de esas heridas. Lejos de Bariloche. Vicky Estévez. No me extraña araña que tengamos la misma forma de darnos a nosotros mismos una palmadita en el hombro. “Bueno, por lo menos no estás tan mal como cuando x momento” es algo que también uso seguido. Diego Hernán. Me hiciste doler la panza, me sentí al lado tuyo pasándola horrible, menos mal que no fui. Sofía De Nicolo. Me sumo a la lista de los que implementan ese remedio magnífico. Para vos, ma, que creés que toda solución viene en forma de blíster (chiste jeje). Mercedes Abalo. Debo admitir que he usado este recurso para enfrentar algún mal momento. De todos modos, tu método es infalible porque, sin dudas, ¡a ese viaje no hay quien lo supere! ¡Todo un mérito haber sobrevivido! Gaby Fernández. Insuperable. Vas a tener que ser muy creativo para superar este relato. Juro que me metí en esos borcegos y me dolieron los pies. Luz Panizzi. Cuando estoy pasando un mal momento yo me digo “pensá en la pizza que nos comeremos al volver”. Tendría que pensar en Bariloche, si no nunca voy a poder hacer dieta.

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Jesy Mazzola. ¡Qué relato curioso! Hay cosas las cuales no sabía y no me parece correcto contarlas así, pero más allá de eso, yo tampoco la pasé en Bariloche como todo el mundo lo plantea, extrañaba muchísimo, con la diferencia que yo “le trataba de poner onda”. Si esto fue lo peor que te pasó en la vida, sentite dichoso, evidentemente tuviste una mejor vida que muchos de los que viajamos con vos, jajajaja. Ornella Dubini. Qué familiar me suena tu relato, en varias cosas me identifico. Hasta el mes anterior de la fecha del viaje no iba a ir. Me daba bronca Bariloche. Después encontré mi manera de pasarla bien. Aunque también tuve el día de fiebre (creo que también lo fingí) y aproveché para caminar sola por la orilla del lago. Curioso, esa caminata es uno de esos recuerdos a los que recurro cuando me siento triste o alienada. Otra buena técnica. Emanuel Schilling. Patentalo y hacemos “Los malos días de Martín”, jaja. Fernanda García. Si yo hubiese estado ahí, no en tu lugar, sino ahí, hubiese roto la puerta a golpes para que entraras, hubiese frenado a la amiga de tu amiga para que no interrumpiera el descenso de tus jeans y claro, hubiese entibiado la nieve, para que los golpes no fueran tan fríos. Pero vos te hubieses quedado sin recuerdos tristes que hoy te salvaran la vida... menos mal que no estuve, entonces. PD: me reí a carcajadas en algunas líneas. Cay Boglione. La primera decisión valiente y rebeldona de mi vida fue negarme a tomar la comunión en tercer grado. Mi colegio se llamaba niño Jesús. La segunda fue no ir a Bariloche. Ahhh, qué bien me sentí, qué peso me saque de encima. Para volver a sufrir, tengo el campamento de séptimo al campo del cura del colegio, pero prefiero mi realidad que volver a eso. Patricia Cardenes. ¡Qué buen relato! Yo no fui a Bariloche de viaje de egresados (para mí no hubo viaje a ningún lado), pero creo que si hubiese ido, me hubiera sentido igual que vos... Mejor explicado es imposible. Tu método lo voy a adoptar para mis momentos tristes. Gracias por los consejos. Lautaro Soldano. ¡Muy bueno! Debería existir un antónimo de nostalgia para poder sintetizar todo esto en una palabra. ¿Será porque todavía nadie se enteró? Francisco Aure. ¡Difícil decir algo que no te hayan dicho en los comentarios de arriba! En fin, disfruté leerlo. Ayer se cumplieron ocho años de que me tocó a mí partir hacia Bariloche, algunas cosas se parecieron, es algo que nunca extrañé después de volver. Todos los comentarios fueron escritos entre el 8 y 9 de septiembre de 2016.

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Historia del mar y la luna Escrito en 2001

Extrañamente reflejados se miraron (y algo más) sin pensar en el pasado Mar y Luna, y nadie más. Coincidieron en los sueños en el tiempo y el lugar coincidió un mundo pequeño con el pedido del Mar. “Por favor, baja a mis olas aunque sea un solo instante no tienes porque estar sola siendo tan bella y brillante”. La Luna no empezó el viaje tan sólo le dijo a él: “No hace falta que yo baje mi reflejo está en tu piel”. Gritó el Mar con desespero: “Soy bandera a media asta porque sin tu luz me muero tu reflejo no me basta”. El Mar comenzó a llorar la Luna voló hacia el cielo la Luna no pudo brillar el Mar no tuvo consuelo. La Luna ya no sonríe perdida en la oscuridad escondiéndose del cielo escondiéndose del Mar.

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El Mar no volvió a llorar quedó mudo, destrozado ciego de tanto imaginar la Luna brillando a su lado. Y hay almas que se perdieron y no se han vuelto a encontrar que para estar juntas nacieron como la Luna y el Mar. Y hay sueños que son heridas y viajes con un mal puerto después del dolor hay vida también un destino incierto...

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Tan cerca del dolor y de la fiesta

Es 27 de diciembre del 2001 y estoy llorando. Lloro sentado en el patio de mi casa, mirando para abajo, con la cabeza entre los brazos. Hay bombas de estruendo en el barrio. Yo lloro más fuerte. Hace 177 segundos, 178, ahora 179 segundos, Racing acaba de salir campeón por primera vez en mi vida. Esperé mucho este momento, muchísimo este momento, y lloro. Mi tía Elvira me mira, creyendo que lloro de felicidad. Pero no: lloro porque estoy triste.

Lo leí hace poco en un libro y me fascinó: sólo se llora por tristeza. No es posible llorar por alegría ni por felicidad. El cuerpo no puede fabricar lágrimas sin la reacción química que genera la tristeza en el cerebro. No quiero escuchar 2001

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opiniones diferentes, no insistan: está comprobado científicamente. Vayan para atrás, repasen rápidamente sus vidas, y noten cómo cambian las cosas; ahora saben que todas, pero todas las veces que lloraron, fue por tristeza, angustia, dolor o miedo. Pero por felicidad, nunca: es imposible. ¿Por qué llora una madre que tuvo un embarazo difícil cuando ve a su hijo recién nacido? Porque aparece en su mente es el inmenso sufrimiento que atravesó para llegar a verlo. Recién entonces se permite soltar las muchas lágrimas que se guardó. Llora ese dolor. ¿Por qué lloran algunos padres cuando ven entrar a su hija al cumpleaños de 15? Por angustia: entienden de golpe que el pasado jamás volverá, que el tiempo ha avanzado más rápido de lo esperado, que la vida es corta. Lloran porque su hija es cada vez menos suya. ¿Y por qué llora la hija, también? Llora porque tiene miedo de que algo en la fiesta salga mal, se siente demasiado observada y descubre que cada vez está más cerca de tener que hacerse cargo de su vida, sin la protección permanente de los que están ahí. Y si yo estuviera en su lugar, les digo la verdad, también lloraría. Más allá de que las causas cambien, siempre están vinculadas a la angustia. Busquen cada llanto posible, y van a ver que todos tienen una oscura explicación que quedaría perfectamente oculta si no fuera por un detalle: las lágrimas. Yo vi la cara de los que dicen llorar por felicidad y no hace falta que me lo confirme la ciencia: son caras de angustia, de dolor acumulado. No piensan “qué bueno que apareció esta felicidad”; piensan “por fin se acabó esta tortura”. Así que ya lo saben, cuando vean a alguien “llorar de emoción”, sepan que esa emoción nunca es felicidad. Que esa persona está triste, angustiada o asustada. Ustedes ahora lo saben, y no podrán olvidarlo nunca más. En cambio, en 2001, mi tía Elvira no lo sabía.

Aquel 27 de diciembre lloraba porque pensaba que el día de Racing campeón iba a ser distinto. Me imaginaba feliz, con toda mi familia cerca, o tal vez saltando con Mati y Albert en la cancha, y recibiendo saludos de un montón de amigos. Pero no: estaba en un momento de mierda.

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El año 2001 fue una tortura. Después del viaje a Bariloche, viví los seis peores meses de mi vida. Odiaba ir al colegio. Sufría. Callaba. Era el último año del secundario y mis ex amigos hicieron lo posible para que la pasara mal. No les costó mucho conseguirlo: me ignoraron y, cuando no me ignoraron, fue sólo para hacer comentarios hirientes sobre mí. Que quede claro, de todas formas, que el problema no eran ellos. El problema era yo, que hacía dos años había empezado a sentirme mejor conmigo mismo, y ahora estaba otra vez ante el gran miedo de mi vida, que es el gran miedo de la vida de muchos de nosotros: sentirme solo. En toda esa puta mitad de 2001, cada vez que pisé la vereda del colegio sentí que a nadie le importaba mi sufrimiento. Si en ese momento alguien me hubiera dado un botón que saltara el tiempo seis meses hacia adelante, lo habría apretado hasta con los testículos. En medio de mi trauma personal, de mi falta de amigos, el país se fue al carajo. La década menemista fue una bomba que explotó dos años después, con pobreza, hambre, desocupación, corralito. Días antes de aprender a decir “Racing campeón”, había aprendido lo que significaba “estado de sitio”, “saqueos”, “presidentes interinos” y “congelamiento de cuentas”. En la calle, la mitad de Lomas de Zamora tenía miedo, y la otra mitad tenía hambre. Yo no estaba en ninguna de las dos mitades: yo sólo tenía tristeza. El día que se iba a definir el campeonato no hubo fútbol porque, tres días antes, el presidente se había escapado en helicóptero. Por eso, Racing jugó un jueves a la tarde. Hice fila desde la madrugada, pero no conseguí entradas: lo vi en casa, sin Mati, sin Albert, sin Tati. Y me sentí un poco más solo. En esos mismos días, tan agrios, tan raros, un gordo hermoso llamado Hernán Casciari escribió un texto titulado Tan lejos del dolor y de la fiesta, en el que explicó cómo vivió desde España sus angustias internas, el dolor de su Argentina y la fiesta de su Racing. A mí me pasó al revés: me explotó todo tan cerca que no pude procesarlo. Ese jueves a la tarde, ese 27 de diciembre de 2001, tenía todas esas cosas en la cabeza cuando el árbitro sonó el silbato, el partido terminó, Racing empató 1-1 con Vélez y fui campeón por primera vez. Sentía tristeza, angustia, dolor, miedo. Por eso lloraba. Cuando terminé de llorar recordé que, aunque ya habían terminado las clases, la pesadilla continuaba: dos días después era mi entrega de medallas. Tuve miedo de una humillación, ya no privada, sino enfrente 2001

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de mi familia. De que me gritaran “pelotudo” o “puto” mientras alguien me acercaba el diploma. No sabía qué hacer, pero sí sabía que la tristeza me tenía harto. Marcelo, Lucas y Juan Manuel me tenían harto. Cuando me enteré de que, esa misma noche, Racing celebraba el título con un partido amistoso, supe enseguida lo que debía hacer: mientras un directivo en el Instituto Lomas de Zamora decía “Martín Estévez” por un micrófono, y miraba para todos lados esperando mi aparición, yo no estaba ahí: estaba en la cancha, gritando “dale campeón, dale campeón” con Gaby. Siendo parte, aliviado, de la única entrega de medallas que no me hacía llorar.

Marité Righi Peralta. Si hubiese sido la expresión de una duda, lo hubiese aceptado. Como se trata de una afirmación (y basándome estrictamente en experiencias personales), manifiesto: absolutamente falsa tu afirmación – 6 de noviembre de 2016 Rodrigo Ostravsky. Hasta ahora un 100% de rechazo a tu tesis – 6 de noviembre de 2016 Lean Nahuel. El caso presta a confusión. En los casos mencionados es cierto. Pero también hay carcajadas, hay risas extensas, de esas que te hacen doler la panza que por algún motivo te hacen soltar lágrimas – 6 de noviembre de 2016 Chunchuna Arias. Yo estoy con vos, creo que el único llanto que verdaderamente es de alegría es ese que viene después de reír a carcajadas por un buen rato y por algo muy gracioso del momento; y debe ser que algún movimiento de la mandíbula abierta por reír se conecta con el lagrimal... No sé, algo así, jeje – 6 de noviembre de 2016 Daniela Pattenden. Ese día yo cumplía 23 años, y seguro fue el peor cumpleaños que tuve, mi viejo estaba sin trabajo, como tantos otros, deprimido... Y yo lo recuerdo muy bien a ese período, en que entendí lo injusto de muchas cosas. Me sentía muy triste y con impotencia, y por supuesto no creía en los políticos, ni en las personas te diría... Por suerte, hoy creo en algunos... – 7 de noviembre de 2016

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El efecto de resucitar (mes 5) Escrito en 2001

No te olvides que lo nuestro, que nació tan de repente, de repente, como todo, se podría terminar no te olvides que no quiero esta noche a vos perderte si tan sólo yo pudiera explicarte, nada más... No te olvides de guardar mis secretos para siempre en tu alma, abrigados, sí podrían descansar no te olvides que no puedo ser perfecto, aunque lo intente, si tan sólo, vida mía, me pudieras escuchar... No te olvides de decirme mañana que aún me amas que no es algo pasajero, que no es sólo por la edad no te olvides de explicarme si genero yo en tu alma ganas locas de abrazarme por toda la eternidad. Y no olvides, sobre todo, que no volví a enamorarme desde que estoy cerca tuyo, sólo en vos puedo pensar no te olvides, alma mía, que los ojos aún me arden de mil noches solitarias en las que quise llorar. No te olvides de acordarte cuando no estaba en tu vida sé sincera y respondeme si vos eras más feliz no te olvides que si sientes que sin mí mejor sería yo me marcho para siempre, nunca más sabrás de mí... Y no te olvides, por favor, de escucharme y comprenderme comprender que yo te quiero, que quiero cantar con vos no te olvides que mis ojos, que mil lágrimas contienen, viven tristes si no sienten que hay alguien que los amó.

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La mentira del periodismo deportivo

Abandoné el periodismo deportivo el 18 de marzo de 2002. Tenía 17 años y hasta ese momento había cumplido brillantemente mi labor: leía diez diarios por semana, miraba veinte partidos por mes y no hacía más que escribir sobre fútbol, básquet o saltos ornamentales. Esa mañana me sucedió algo horrible: empecé a estudiar en DeporTEA. En realidad, yo quería ser guionista de comics. Mi objetivo no era cubrir los Juegos Olímpicos, sino ser el primer argentino en escribir la Liga de la Justicia. Apenas terminé el secundario averigüé en la Escuela Argentina de Historieta, pero no otorgaba título oficial y era un poco cara. —Eso lo podés estudiar después, como un hobbie —escuché una y otra vez de mis conocidos—. Hacé lo que quieras —me decían— pero para mí tendrías que estudiar periodismo deportivo. Me tomé en serio lo de “hacé lo que quieras” y resistí. Supe que la carrera de periodismo deportivo no existía en universidades públicas y que también había que pagar, así que los comics seguían con ventaja. A Tati alguien le dijo que DeporTEA era un buen lugar. Llamé y supe que la cuota era de $220 por mes. Imposible para nosotros: la crisis del 2001 nos había cacheteado y Tati hacía malabares para que pudiéramos comer. Pero ella investigó más. 182

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—Me enteré de que dan becas —me explicó—. Vos venís de una escuela casi pública y tenés buen promedio en el boletín. Si te dan la beca y tu papá puede pagar una parte, llegamos. Hablé con Juanca y él redobló la apuesta: —No te preocupes, yo te pago la mitad. Y no hace falta que hagas los trámites para la beca, te doy 110 y listo. Igual era una fortuna, así que hice los trámites por mi cuenta y conseguí un 20% de descuento, que me mantendrían si faltaba poco y tenía buenas notas. Juanca ponía 110, Tati 66 y yo tenía que arreglármelas para pagar los viajes y el resto de los gastos. Todo cerraba. ¿Todo cerraba? No. Mientras eso sucedía, seguía pensando en ser guionista. Lo único que me interesaba del periodismo era completar las campañas de Racing entre 1990 y 1997. Que esos partidos que recordaba tuvieran su comprobante físico: las hermosas síntesis de El Gráfico. El resto (entrevistar a un jugador de voley, comentar una semifinal o armar una tabla de posiciones) me parecía bien, pero no me obsesionaba. A mediados de febrero, Tati me dijo: —Te acompaño a DeporTEA y terminamos de averiguar todo. Y, si te convence, te anotás ese mismo día. Ya te queda poco tiempo. —Tampoco hay tanto apuro —respondí haciéndome el canchero. Cuando llegamos, me explicaron que la carrera duraba tres años y que el título era oficial. Que algunos periodistas conocidos habían estudiado ahí. Que la cuota sería más barata en los dos años siguientes. Que los profesores trabajaban en varios medios de comunicación y que había pasantías. Pero nada de eso me conmovía. No estaba convencido. Ya en la planta baja, justo antes de irnos, me invitaron a pasar al archivo. —Tenemos miles de revistas, libros y diarios —me contó un señor simpático llamado Enrique Stroppiana—. Los alumnos pueden verlos y fotocopiarlos. —¿Y de la revista El Gráfico tienen algo? —pregunté. —Desde 1959 hasta este año, la colección completa, con las ediciones especiales incluidas. La miré a Tati. —Subamos así me anoto —le dije—. Ya me queda poco tiempo. 2002

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Enseguida supe que la carrera era muy pobre: apenas seis horas de clase por semana, centradas en ejercitar “qué hacer cuando nos toque trabajar en algún medio”. Además, los lunes de 9 a 12 había conferencias de prensa de deportistas. Sólo eso. Es triste: en DeporTEA podés recibirte sin saber quiénes fueron los presidentes argentinos, qué significa monopolio o qué fue la Segunda Guerra Mundial. Estoy seguro de que buena parte de mis compañeros no sabía esas cosas. En el aula escuché nombrar muchas veces las palabras Palermo, Batistuta y Ginóbili. Pocas veces, ortografía, gramática y sintaxis. Y casi ninguna vez, Marx, capitalismo o explotación. En DeporTEA no se estudia historia, filosofía ni sociología. Sólo se trata de escribir y aprender un poco sobre cada deporte. Muy poco: el examen final de la materia “automovilismo”, por ejemplo, constó de una pregunta a cada estudiante. Un compañero, Amós, tuvo que responder cómo se escribía “Schumacher”. Lo hizo mal: lo deletreó dos veces con G. Dijo Schumager. Igual aprobó. Si aprendí algo en DeporTEA fue porque tipos como Daniel Vilá o Ariel Scher estropeaban los planes de mantenernos ignorantes. Vilá nos hablaba de la dictadura militar, de la suciedad del Grupo Clarín, de los periodistas corruptos. Ariel nos decía que no cuestionarse el mundo es ser pelotudo, que no leer es ser pelotudo y que el mundo ya tenía suficientes pelotudos para que nosotros ampliáramos el número. A mí nada me importaba: después de cada clase, corría al archivo y me quedaba hasta el anochecer mirando revistas El Gráfico. Una por una, empezando por 1990. Hasta completar mis partidos, mi colección, mis memorias. ¡Cuántos vacíos oculté en ese archivo! Durante todo el 2002 no tuve amigos; ni una sola vez en el año me junté con alguien a conversar, a tomar algo, a mirar televisión. No había con quién. Sólo tenía una novia a la que veía, con suerte, dos ratitos a la semana. Casi todas las noches me quedaba en mi casa recortando diarios, mirando televisión o leyendo historietas. Entonces no era raro que los lunes entrara al archivo a las 12 y me fuera a las 19. Lo recuerdo ahora y me sorprendo: Enrique me esperaba con las cinco revistas siguientes a la última que había leído. Me convertí en parte del decorado del archivo: era el chico que siempre estaba ahí, mirando revistas.

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En aquellas solitarias tardes de 2002, todavía no sabía que El Gráfico también tenía una historia sucia, ni que leer aquellas 416 revistas sería lo más periodístico de mi formación. Y mucho menos imaginaba que algún día me pagarían por hacerlo. Porque empecé a trabajar en El Gráfico en 2010; y en 2015 propuse leer toda la colección para construir un enorme resumen que finalizará cuando la revista cumpla cien años. En 2019, al llegar ese aniversario, habré leído los 4.805 números de El Gráfico. Y por hacer eso (y algunas cosas más) me pagan. Así que termino este texto un poco apurado, porque estoy en la redacción y tengo que seguir pasando páginas. Leo las revistas con mucho cuidado y mucho detenimiento, pero no porque tenga miedo de que se me escape algún dato, sino porque quiero estar seguro, muy seguro, de que esta vez no las leo para ocultar mis problemas, mis vacíos ni mi soledad, sino solamente para honrar a ese gran periodista deportivo que supe ser hasta aquel 18 de marzo de 2002.

Matías Rodríguez. Me gustaría acompañarte como otra víctima de TEA. Seguro que ya aparecerán muchos otros valientes – 21 de noviembre de 2016 Fabio Stul. No te conozco, pero entré a leer tu nota y me llamó la atención porque es algo de lo que se habla muy poco. Yo me recibí en DeporTEA y me hacía las mismas preguntas que vos. ¿Por qué me exigían más en la secundaria que en una facultad? Vi a varios alumnos aprobar con errores insólitos de ortografía o que decían barbaridades y terminaron egresando. Se discute mucho sobre el rol de los medios, pero poco y nada sobre las enseñanzas que reciben los comunicadores sociales. Ojala se debata más y es algo que se deben replantear todas las escuelas de periodismo – 22 de noviembre de 2016

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Así es nuestro amor (mes 13) Escrito en 2002

El amor y la alegría, los segundos, los momentos, el pasearnos por la vida de la mano contra el viento. El vacío de la ausencia una pompa de jabón es la edad de la inocencia tomar una decisión. Es vivir en la cornisa sin jamás poderla ver es sólo una gran sonrisa un intento de crecer. Mi tranquilidad al mirarte el amor hecho canción la paciencia como un arte y robarte el corazón. Es de mi lugar partir sin querer volver temprano es la libertad sentir sólo encerrado en tus manos. El dolor de lo perdido o de perderlo, el temor las palabras al oído y los besos con fervor. Un milagro para el alma un jardín, una estación desesperación y calma y una vida de pasión. Un momento silencioso y del mar, un resplandor un abrazo misterioso o un beso revelador. Un “yo te extraño” emotivo un “te amo” conmovedor para vivir, el motivo para morir, la razón. Es un nudo en la garganta el perfume de una flor un canario cuando canta todo eso es nuestro amor.

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¿Y vos de qué trabajaste?

Fue el 30 de marzo de 2002, a eso de las 11 de la mañana. El tipo se fue al fondo del cuartito, volvió y me los dio en la mano. “700 hoy y 700 mañana”, me dijo. Le pregunté por dónde había que ir. “Sólo repartimos acá cerquita, así que andá por dónde quieras”, respondió. Yo tenía 17 años, 700 volantes de la remisería Capri y una sonrisa orgullosa: había conseguido mi primer trabajo. En aquel momento necesitaba hacer lo que fuera: tenía que pagarme los viajes a DeporTEA. Eran doce colectivos por semana y, gracias a mi habilidad para mentir, había conseguido un carnet para comprar boletos a 32 centavos. No mentí una vez: mentí durante los tres años que duró la carrera. Pero no usé la plata para eso. Había leído muchas entrevistas en las que los futbolistas contaban que, con su primer contrato, les compraron una casita a los viejos, así que yo también quise tener mi momento de gloria. Y lo tuve. Al día siguiente, repartí con honestidad los últimos 700 y pasé a cobrar. Era domingo de Pascuas, entré a mi casa con el pecho inflado. Metí la mano en un bolsillo, saqué los 14 pesos que había ganado con el sudor de mis piernas y dije con grandilocuencia: —Esta plata es para colaborar con los gastos del almuerzo.

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¡Qué recuerdo hermoso, la puta que me parió! En aquel momento, el viaje mínimo de un remís valía 2 pesos y una grande de muzzarella valía 3: para mí, esos 14 pesos eran una fortuna. Mientras ustedes recuerdan su primer trabajo y se preparan para contarme cuál fue, les hago una listita de los diez más raros que tuve. • Cartonero (2002-2003) Mi abuelo Víctor me dio la idea. A pocas cuadras de casa, un señor acumulaba papel y cartón en su casillita, para vender; así que atábamos con prolijidad los Clarín, Olé y Pronto, las cajas de pizza, los papeles usados y después yo salía por el barrio para ver si encontraba algo más. Si pudiera guardar una imagen de esa época, sería esa: Víctor y yo caminando por Lomas de Zamora con una carretilla, juntos, llevando un montón de papel y cartón. Nos daban 40 centavos por kilo, y nos quedábamos charlando con el cartonero, ahora nuestro colega, que nos contaba que lo revendía a 60 centavos, y que le venía muy bien que fuéramos socios. • Embolsador de tornillos (2003) Era como en las películas: una fábrica infinita ubicada en el centro industrial de Burzaco, con hombres grandotes usando su fuerza bruta, una chicharra que sonaba para almorzar, una cinta por donde nos servían la comida, otra chicharra para volver a trabajar y una última para irnos. Fue el trabajo más alienante que hice, codo a codo con el hermano de mi novia. Teníamos que agarrar dos tornillos y dos tuercas, meterlos en una bolsita, sellarla con calor y ponerlos adentro de una caja de algo que no sabíamos qué era. Así, martes y jueves de 8 a 17. Habrán sido tres semanas, pero fue un flash: nos veíamos al lado de obreros de verdad, de esos que trabajan a lo bestia, y almuerzan, y vuelven a trabajar. No parábamos de reírnos y de sufrir, nos dolían las manos, la espalda, la cabeza. Nunca antes, y nunca después, me sentí tan parte de la clase trabajadora. • Llenador de formularios (2006) Cuando terminó mi primer paso por el diario Clarín, conseguí mi siguiente trabajo de un modo prehistórico: leí los clasificados de un diario, armé un mapita y viajé a decir “vengo por el aviso”. Me tomaron a prueba en Multiled, empresa de carteles electrónicos que quedaba cerca de Constitución.

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Camisa y corbata, de lunes a sábado, trato muy frío, 500 pesos por mes, nueve horas por día atendiendo el teléfono y llenando formularios. Cuando mi vida comenzaba a ser un infierno, me ofrecieron escribir en la revista de Fox Sports. Menos mal. • Corrector en un café (2006-2008) Nos juntábamos sábado o domingo en un café y Christian, ex compañero de Clarín, me daba las páginas de la revista sobre Banfield que publicaba. Él miraba un rato para otro lado y yo corregía las notas a la velocidad de la luz. Al principio lo hacía a cambio del café y una medialuna de manteca; después, Christian empezó a pagarme 80 pesos por mes. Nos pasó algo hermoso: en un café de Lanús nos atendió Ricardo Zielinski, que en 2016 fue director técnico de Racing. Era el dueño, pero había faltado la empleada y no quería cerrar. Nos deseó suerte con la revista y nos preparó dos cortados con mucha espumita. Estaban muy buenos. Christian es testigo. • Modelo publicitario (2007) Una diseñadora amiga, Sandra, me llamó desesperada. —Se nos cayó el modelo y necesitan alguien como vos. —¿Qué? —le respondí sin entender nada. —Sí, lo iba a conseguir yo, pero no puede —insistió—. Me tenés que salvar. Son unas fotos nada más. Plata no hay, pero te dan los productos de regalo. “Me tenés que salvar” es una frase imposible de esquivar. Sólo por eso estuve cuatro horas fingiendo usar almohadones de todo tipo frente a un fotógrafo. Sólo por eso, sigo figurando en los catálogos de una marca llamada Mejor Postura casi diez años después. • Estampador de remeras (2008-2010) Mi primo Matías, talentoso diseñador, creó su propia marca: EA Ropa. El tallercito era en el fondo de casa, así que a cada persona que pasaba cerca, Mati la ponía a apretar shablones o a colgar remeras en la soga. Yo pasaba seguido a propósito, porque me gustaba conversar con él y porque, cuando terminábamos, me regalaba la remera que peor había quedado. Todavía, la mitad de mi ropa lleva el símbolo de EA. • Evitador de peleas (2009) Cuando cerró la revista de Fox Sports, hice de todo, pero el trabajo más

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glorioso fue organizador de torneos de fútbol 5. Nuevamente, Christian me convocó y mi tarea más importante no era llenar planillas, darle charla al árbitro o entregarle una coca al ganador, sino evitar que los equipos terminaran agarrándose a piñas. Lo logré casi siempre, excepto una vez: los diez jugadores de Malna y CPJ Avellaneda se empezaron a dar con todo, me quise meter a separar y ligué también. Ahí me di cuenta de que era mejor dejar que se pegaran. • Editor-corrector-diseñador-y-de-todo de un libro (2010) La municipalidad de Los Toldos iba a invertir mucho dinero en un libro por el centenario del club Viamonte, que sería escrito por la periodista Angelina Lombardo. Pablo Aro Geraldes me recomendó para dar una mano en la edición de textos; pero de pronto, por razones presupuestarias, el equipo de trabajo se vio reducido a Angelina y yo. Angelina escribía y yo corregía, editaba, recortaba, diseñaba, retocaba fotos, armaba los PDF y hablaba con la imprenta para saber cuánta demasía necesitaba la solapa de la tapa. Hasta ese momento, no sabía qué demonios era la demasía. Valió la pena: el libro quedó hermoso. • Extra publicitario (2010) Antes que seguir recibiendo piñas de futbolistas amateurs, preferí copiarme de mi amigo Sebastián Fernández y probar otro trabajo desesperado: ¡extra de avisos publicitarios! Hacías castings, te sacabas unas fotos y al poco tiempo te mandaban un mensaje de texto parecido a este: “Publicidad martes 11 hs tiempo indefinido $ 20 la hora + $ 30 después de las 8 horas . Zona Palermo. Para confirmar llamar al 4861-4666”. Yo llamaba y después estaba ocho o nueve horas esperando para, durante treinta segundos, ser una persona que pasaba caminando por atrás, o parte de una muchedumbre, o sólo para tirar papelitos desde un segundo piso. Lo mejor fue cuando se filmó una publicidad en cancha de Racing: Martín Palermo fingía festejar un gol y yo hacía de fotógrafo. Inolvidable. • Vendedor de historietas (2010-2013) Un día decidí que tener 7.000 historietas era demasiado y que había que achicar la colección, así que elegí las peores y me senté en la plaza de Lomas durante horas. No vendí ninguna. Por suerte, después conocí algo hermoso llamado Feria del Libro

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Independiente y Autogestiva, donde decenas de lectores me las compraron o me las cambiaron por un sánguche vegetariano. Un gran trueque. Ahora sí, los escucho: ¿cuáles fueron sus trabajos más raros?

Albin Lainez. Vender saunas personales. Mercedes Abalo. Hice de payaso en una panadería para un día del niño, hace como veinte años. Como no era fácil conseguir maquillaje, nos pintamos la cara con dentífrico. Nos ardía tanto que, a veces, se nos caía una lágrima. En un momento escucho que un nene le dice a su mamá: ¿viste que la payasa está un poquito triste? Porque a veces llora. Fernando Oscar Brisuela Moscoloni. Tendría alrededor de 10 años cuando realicé mi primer trabajo rentado, junto con mi hermano ayudábamos a nuestra madre a compactar láminas de mica para una fábrica de planchas eléctricas. Había que juntar varias, calibrarlas a tantos micrones y colocarles un gancho. Uno de los tantos trabajos a domicilio que por aquellos tiempos existían. Macarena De las Galaxias. El laburo más raro fue el primero que tuve, en una lencería de Constitución, en la calle Brasil. ¡Imaginateeeee! Loana Garabenta. De Mickey para un día del niño. Los borregos ya grandecitos me cagaron a palos. Me tuve que sacar la cabeza y repartir piña. Jajajaja. Ornella Dubini. Cociné pizzetas con una amiga a los 14 años. Pleno verano. Las armábamos en paquetes de doce y las vendíamos en los almacenes a buen precio. También repartí volantes para una tintorería a los 15, hasta que metí la pierna en un pozo de la vereda y no fui más. Lucia Molina. Me pasé un verano entero con 12/13 años sentada en la puerta de mi casa con un cartel de venta y una mesa con pulseritas y collares que hacíamos con canutillos con una amiga. Toda la siesta cocinándonos de calor en lugar de estar en la pileta, el negocio estaba primero. Las pulseras y los collares eran un espanto. Gaby Fernandez. Con tu mamá Tatiana fuimos promotoras en una exposición de perros ovejero alemán auspiciadas por Renault. Ganamos más plata en tres días que en todo un mes. Y la pasamos bárbaro!!! Luz Panizzi. Tengo dos: hice trencitas en el pelo, con hilos de colores, un hermoso verano en el Cedro Azul. Más chica todavía, ofrecíamos remís (u otra cosa, ya no me acuerdo) con un cartel desde el balcón de la casa de mi tía Hilda. Duró poco: el cartel llevaba el real número de teléfono y nos retaron por eso. Nico Briant. Una vez acompañé a mi señora a un lugar donde la ayudaban, entre otras cosas, a amamantar de forma correcta. Mientras

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esperaba en la sala, aburrido, tomé unos folletos para hacer más amena la espera: nunca voy a olvidar la sorpresa que me lleve al verte en uno de ellos. Ahí descubrí tu faceta de modelo. Carolina Mariela Gatica. Hacía portasahumerios de creatina con forma de pato y los vendía en una mesita frente al local de mi papá cuando tenía tipo 10 años. De los 11 hasta los 16, en el kiosco de mi abuela. En un stand de mi marca anterior vendimos chocolates en forma de pene. Y recientemente me pagaron como maquilladora para un video (?). Lucía Ocampo. Desarmaba CDs en una fábrica en Barracas (eran los de la colección de rock nacional que tenía la revista Noticias). Le sacabas el try (la cosa negra de adentro, en donde va encastrado el cd) y los papeles que tenía adentro, quedaba la cajita trasparente por un lado y los try por otro. Las cajitas y los try que estaban sanos se volvían a armar. Quedaba la cajita trasparente con el try adentro y se vendía otra vez. Natalia Figueroa. De chica limpiaba elementos de bronce, pelaba cables, y de más grande caminé el centro de Ramos repartiendo churros y folletos, limpié casas y edificios, trabajé en McDonalds, fui panadera, cajera, repositora, telemarketer, niñera, y finalmente una feliz diseñadora. Lean Nahuel. Un verano me pagaron por cuidar una feria durante la madrugada. Nunca pasaba nada. Marta Fernandez. Con mi prima Susana vendíamos galletitas en la puerta casa y las flores que caían de los paraísos. No recuerdo haber vendido nada. Tatiana Sawicki. A los catorce años trabajábamos con mi hermana en la casa de doña Porota. Enfrente de su casa había una fábrica de espirales para mosquitos y le llevaban canastos a ella para que trabajara en su casa. Teníamos que agarrar dos espirales y ponerlos en un sobre con la chapita para colocarlos. Después, juntar seis sobres y ponerlos en una cajita. Y después, 24 cajitas que iban a una caja. Eso lo hacíamos antes de ir al colegio para ayudar en casa. Y no nos picaban los mosquitos porque se nos impregnaba el olor, ja. Vane Boglione. Separar cajas de pastas podridas, por ejemplo ñoquis, ravioles, etc. y ponerlas en bolsas grandes para alimentar a los chanchos. Cay Boglione. Laburé haciendo encuestas a España desde casa. Me hicieron instalar un programa para llamar gratis a Europa, de 9 a 14 con 30 minutos de descanso, desde mi PC. Todo iba joya, laburaba en corpiño y ojotas, sin moverme de casa. Hasta que fui a buscar mi segundo cheque, había como 20 personas, todos encuestadores, y tuvimos una video conferencia con nuestro empleador español. Dijo que los argentinos eran vagos, que no les gustaba el laburo. Le dije unas cuantas cosas, como que se aprovechaba de la mano de obra barata. Los demás me miraban, nadie me apoyó. Me levanté y me fui. Fin. Marisa Panizzi. Trabajé como asistente de una nutricionista atendiendo

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señoras que querían adelgazar. Yo tenía que pesarlas y conversar con ellas y luego transmitirle a la nutricionista mis impresiones acerca de posibles causas del problema alimentario que padecían. Y la doctora o licenciada (ya no me acuerdo) después de hablar conmigo las calificaba “ésta tiene mentalidad tacho de basura”, “ésta es cornuda”, “ésta no sabe qué hacer con tanta guita y compra comida”, “la típica haragana”, etc. etc. ¡Horrible! Habré durado dos meses. Solana Sayago. A los 18, mi primo hizo un recital de un tal “Lobumba”, me contrataron para abrir cervezas con un encendedor, conocí a mucha gente relajada y barbuda con olor a pasto. Jajajjaja. Matías Rodríguez. Mi primer trabajo fue en 2011. Llevaba poco tiempo en Buenos Aires y respondí un aviso en internet que proponía ir a una reunión en Cash Collector, una “empresa” de la que ni había registros casi. Fui y en una entrevista sumaria me dieron el trabajo. Era un call center dedicado a la gestión de cobranzas que consistía en perseguir a deudores llamándolos a cuanto teléfono de contacto tuviésemos para que se pagaran sus deudas. Después de un año y monedas y alguna advertencia del otorrino de que estaba por quedarme un poco sordo en no sé qué porcentaje de mi oído derecho, decidí irme a otro lugar. Justo me rescató una pasantía de El Gráfico. Todos los comentarios fueron escritos el 1° de diciembre de 2016.

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Sueño de una noche de invierno (mes 18) Escrito en 2002

Llamaste llorando y llegué muy deprisa si no perdí el tiempo, perdí la sonrisa. Volviste riendo, la noche fue día, fue el cielo mi calma y el sol, tu alegría. Entraste en un cuarto ausente de estrellas injusto fue verte tan lejos de ellas. Creaste galaxias y en ese proceso sentí el Universo tan sólo en un beso. Y así fui la Tierra y tú, las maravillas que la recorrían haciendo cosquillas. Y llené los mares, pero fueron bellos sólo cuando tú te sumergiste en ellos. Si soy tu presente y tú mi futuro camino con calma y comprendo tu apuro. Entiendo que quieras volar por el cielo yo te esperaré sentado en el suelo. Si un día regresas (y no importa el cuándo) busca mi mirada: te estará esperando. Es que soy un misterio y tú eres un regalo (y te pido disculpas por todo lo malo). Es que estoy soñando y tú eres mi sueño y un mundo más lindo, y un hijo pequeño... Y llamaste cantando, y planché mi camisa no pensé en el tiempo y lustré mi sonrisa. Llegaste riendo, no recuerdo el día, llenaste mi alma y me diste alegría. Miraste mi cuarto, saludaste estrellas tus ojos brillaron tan puros como ellas. Y si soy tu silencio y tú mi canción si yo soy tu alma y tú mi corazón que nunca lo olvides, te pido por Dios, que soy sólo un hombre que muere por vos.

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Yo fui eyaculador precoz

Dos de cada tres personas no están contentas con su sexualidad. Escucharon bien: dos de cada tres. Yo tengo 510 amigos en facebook, o sea que 340 sufren por algún conflicto vinculado al sexo, pero ninguno habla de eso. Cuentan sus asuntos familiares, económicos, laborales, hasta suben fotos de su abuelo en terapia intensiva. Pero de sexo, nada. Ese silencio, ese aislamiento, es parte importantísima del problema: hay que empezar a hablar sobre sexo. Y, ya que nadie se anima, arranco yo. Vaginismo, impotencia, dolor en la penetración, falta de deseo, exceso de deseo, no llegar a un orgasmo, no saber qué es un orgasmo, no tener con quién estar, culpa al masturbarnos, falta de lubricación, hongos vaginales, HPV, frigidez, curiosidad de estar con más personas, bisexualidad, vergüenza de nuestro cuerpo, enfermedades venéreas, virginidad, represiones, recuerdos traumáticos, fantasías no cumplidas, angustia porque hace mucho (o nunca) nos revolcamos con alguien. Todo eso, sépanlo, le pasa a todo el mundo. No me hacen falta estadísticas: todos mis amigos, y amigas, me han contado alguna angustia. ¡Y cómo les costó! Personas que al principio parecen sexópatas desenfrenadas, o al menos satisfechas, terminan desahogando su tormento. El truco que uso para desatarlos es siempre el mismo: empiezo contando yo. Alguno dirá que, en realidad, se habla de sexo todo el tiempo. Y es cierto, pero casi siempre son mentiras. ¡En cuántas reuniones de amigas 2002

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escuché grandes hazañas sexuales! Y luego, en la intimidad, ellas terminan al borde del llanto soltando verdades, avergonzadas como si hubieran asesinado un conejo. La mayoría de los hombres, en cambio, ni se esfuerzan en mentir: directamente eluden hablar sobre el placer y se dedican a comentar tamaños de tetas o a fingir que les gusta el fútbol. Yo fui eyaculador precoz. En serio. Me di cuenta a los 18 años, cuando intenté tener mis primeras relaciones sexuales. Sé que muchos de ustedes ya se están riendo o sintiendo repulsión. Sé que otros están pensando que soy un desubicado. Y tal vez lo sea, pero eso no importa. Lo que importa es que este texto puede servir: si sos de los que sufren por su sexualidad, para ver que no sos el único. Y si no sufrís, para saber que la mayoría de tus conocidos sí sufren, y que podés ayudarlos. La eyaculación precoz es la imposibilidad de controlar la salida de semen durante una relación sexual. Pero mi inconveniente, más que ese, era el silencio. En mi casa jamás se habló de sexo y yo no tenía amigos. Supe entonces que un problema que no se puede contar se convierte en una sombra que cada día crece más. Que te invade. Que te encierra. Yo tenía todas las de perder: había sido operado del pene, sabía poco sobre sexo, era torpe para manejar mi cuerpo y mi pareja tampoco tenía experiencia. Un combo terrible. Por eso, a los 18 años, me vi sentado en el consultorio del doctor Juan Pablo Aguirre, el mismo que me había operado, sorprendido ante mi visita. —Es normal que las primeras relaciones sexuales sean difíciles —intentó tranquilizarme—. La eyaculación precoz casi nunca es un problema físico, sino de aprendizaje. Suele pasar que los hombres, cuando son chicos, tienen que masturbarse rápido para que nadie los vea. Entonces, en lugar de retener la eyaculación, la apuran. Eso genera que se debilite el músculo que sirve para controlarla. ¿A que no sabían eso? Bueno, yo tampoco. El doctor Aguirre me dijo también que tuviera paciencia y ordenó un tratamiento de tres partes. Primero, que tomara una droga llamada sertralina durante veinte días. Segundo, que cada vez que fuera al baño cortara el chorro todas las veces que pudiera, para ejercitar ese bendito músculo. Tercero, que leyera un libro. —Conseguite “El Tao del sexo y del amor”. Es muy bueno, pero no le prestes atención a todo, porque dice cosas como que, cuando eyaculás, te morís un poco. Y eso no es verdad.

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Lo miré con miedo. —No, mejor no, a ver si todavía es peor —dijo él—. Mejor comprate “El hombre multiorgásmico”. Es más sencillo, pero te puede salir un poco caro. Necesitaba plata para comprar las pastillas y el libro, pero además necesitaba coraje para entrar en farmacias y librerías. Y más que plata y coraje, necesitaba un buen lugar para esconder esas cosas en mi casa, donde vivía con mis abuelos, mi mamá y mi hermana. Sólo podía hablar del tema con mi novia, y hasta ahí. Nos costaba mucho. Me sentía solo, con un problema gigante, con vergüenza. Pero, por favor, no sientan pena por el chico que fui hace catorce años: preocúpense porque, ahora mismo, dos de cada tres personas sufren algo parecido y no lo pueden contar. Eso es lo importante. ¡Hay tanto por aprender! Que la penetración es apenas una partecita de la sexualidad, que a todos nos gustan cosas distintas, que una mujer casi nunca llega a un orgasmo sin masturbarse o sin estar en una posición determinada, que lo que muestran las películas pornográficas es mentira, que la sexualidad es tan compleja porque tiene más relación con nuestro cerebro que con nuestro pene o vagina. Yo no podía cojer (cojer, sí, no estoy diciendo nada malo) porque no me funcionaba bien un músculo, pero también porque me ponía nervioso, porque era torpe, porque no había abrazado ni acariciado a casi nadie, porque no tenía experiencia, porque mi cerebro pensaba en otras cosas. La represión que tenemos sobre el sexo es tan grande que, mientras escribo esto, también estoy incómodo. Me preocupa qué pensarán Tati, Elvi o mis conocidos cuando lean esto. Si se enojarán, o se burlarán, o pensarán que siempre digo cosas terribles. Qué mierda es esa parte de la sociedad, qué horrible que algo tan lindo como el placer sexual tengamos que ocultarlo, o sufrirlo. ¿Por qué otras cosas que nos dan placer físico, como rascarnos, comer o recibir masajes, son aceptadas; y acariciar una entrepierna, besar un pecho o lamer una oreja genera escándalo en la mesa familiar? No pretendo mostrar mis nalgas en medio de un almuerzo, sino que las personas puedan decir “estoy mal porque mi novio no me toca” sin que las miren con rechazo. Ojalá este texto sirva para que alguien, aunque sea una persona, se anime a contar su problema. En facebook, o a algún amigo, o si hace falta escríbanme un mensaje, pero cuéntenlo. Por ustedes, pero tam-

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bién para que otros se animen a contarlos. Empecemos a romper este tabú que permite que se muestren muchos culos en televisión, pero no permite que disfrutemos de nuestra sexualidad. Mientras ustedes piensan sobre esto, yo les prometo retomar pronto el tema, porque la historia no termina acá. Después de meses y meses de pastillas, de orinar por partes y de leer libros raros, por fin superé el problema. Pero entonces, recién entonces, me di cuenta de algo terrible. De que la eyaculación precoz estaba ocultando otro problema mucho peor. Descubrí, y les juro que es verdad, que era impotente.

Lean Nahuel. Todos tus lectores estábamos esperando este texto hace tiempo. Gracias – 15 de diciembre de 2016 Esteban Nicrosi. Pero sos flaco y fachero. No podés tener problemas sexuales – 15 de diciembre de 2016

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Cuando estamos en guerra (mes 21) Escrito en 2002

Cuando estamos en guerra y nos falta la calma me sangra la risa, se destroza mi alma. Cuando estamos en guerra y existen enojos desprendo tristeza, se mojan mis ojos. Cuando estamos en guerra se amarga mi día quisiera volver al tiempo en que llovía, nuestros besos sintiendo las gotas caer soñando con nunca tener que perder tus pasos conmigo, cada atardecer despierto en tus manos y veo... Sonrisa suave, tu boca, mi sol camino despacio como un caracol sobre tus destellos, tal cual mariposa sobre tus pupilas, tu mirada hermosa despido el dolor y escucho tu voz olvido que existe el resto de la Tierra pero me pregunto si lo sabe Dios por qué circunstancias estamos en guerra... Cuando estamos en guerra me quemo y mi amor a prueba de todo consigo salvar. Cuando estamos en guerra soy todo dolor quisiera estar muerto hasta resucitar. Cuando estamos en guerra me falta hasta el aire el sol, la alegría, el sueño, el color, preciosa agonía que siento al mirarte me falta el sentido que me da tu amor si sólo una cosa puedo decir hoy es que yo me muero cuando no te veo... Perfecto despegue es estar junto a vos de un viaje a lo poco que importa en la vida caída no es dura cuando caen dos porque uno levanta a la gente querida querida sos vos, princesa imponente la distancia es menos si te quiero más el fin de la guerra que se hace inminente presente precioso, tu abrazo es mi paz. 2002

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La revista más pobre del mundo

En 2003 ya existían internet, los programas de diseño, las impresoras láser, los archivos en PDF y los retoques digitales, pero a mí no me importaba. Yo había terminado el primer año de la carrera de periodismo deportivo y estaba desesperado por poner en práctica mis conocimientos. Así, con sólo una computadora viejita, comencé a producir la revista más pobre del mundo. El verdadero motivo por el que pudo publicarse lo contaré al final de este texto. 200

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La revista se llamaba La Acadé y constó, en su primer número, de cuatro páginas que hablaban sobre Racing. Ahora lo pienso y me parece ridículo: la diseñaba en word, el programa que ustedes usan para escribir cualquier cosa. El problema es que, en cada página, yo ponía fotos, títulos, columnas y recuadros. Hoy sé que no existe un programa más difícil para hacer una revista. Pero, en 2003, el word era todo lo que conocía. El trabajo consistía en lo siguiente. Primero, elegía los temas sobre los que escribiría. Después buscaba, entre mis recortes de diarios, las fotos que quería usar. Subía a la casa de mis tíos y pedía prestado el scanner para grabarlas en un diskette. Bajaba, abría un word y armaba, con una paciencia que hoy no tengo, cada página. El word hacía lo que quería: me mandaba de golpe a otra hoja, ponía las fotos donde se le cantaba o me obligaba a dejar espacios en blanco porque sí. Para terminar, subía de nuevo a lo de mis tíos y le pedía a Mati algún detalle lindo para la tapa. Él, diseñador gráfico, hacía en quince minutos cosas para las que yo habría tardado dos vidas. Guardaba todo en el diskette, le daba una última mirada y ¡listo! los 30 ejemplares ya podían imprimirse. Pese a ese precario sistema, La Acadé duró trece meses, en los que se publicaron once ediciones; y fue el lugar donde otros tres periodistas publicaron su primer texto. La revista pasó de 4 páginas a 16, prolijamente abrochadas. Del N° 9 llegaron a imprimirse 250 copias: si alguien quiere una de regalo, avíseme, porque me quedan bastantes. No quiero aburrirlos con anécdotas, así que sólo contaré tres cosas. La primera vez que vendí una revista fue con Gaby, en una pizzería de Villa Gesell. Vimos por tele el debut de Racing en la Libertadores (1-1 con Universitario) y, en el entretiempo, nos acercamos a las mesas a ofrecerlas. Me sentí feliz cuando ella apareció con 25 centavos, y una familia, mientras terminaba su fugazzetta, pasaba las dos hojitas abrochadas de mano en mano. El momento más dramático fue en el N° 6. La computadora de mis tíos estaba en reparación y, cuando tenía que terminar la revista (sólo faltaba la tapa), mi teclado dejó de funcionar. Lo juro. Eran las 11 de la noche y tenía que entregar el diskette a las 7 de la mañana del día siguiente. No sé si se les ocurre una solución mejor, pero yo hice algo que jamás voy a olvidar. Con el mouse, copié y pegué letra por letra hasta formar un texto de 1050 caracteres. Sí: 1050 veces busqué una letra en otra página, le puse “copy”, fui a la tapa del N° 6, me paré en el texto y clickeé “paste” con el botón derecho del mouse. 2003

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Lo pienso y me desespero, porque no eran solamente las 26 letras del alfabeto: a veces las necesitaba en mayúscula, a veces con tilde, ¡y hasta tuve que copiar y pegar el espacio en blanco entre cada palabra! La revista dejó de publicarse en 2004, a causa de dos factores. El primero fue que, durante dos semanas, recorrí negocios de mi barrio para ofrecer publicidad. Yo era tímido, pero también pobre, y necesitaba plata para mis gastos. Pese al esfuerzo, sólo conseguí un sponsor: el dueño de Factor Ranch, local de venta de piletas, prometió pagarme 3 pesos cuando le llevara el N° 11 impreso. Pero no se lo llevé, porque en abril de 2004 me ofrecieron una pasantía en Clarín y tuve que abandonar La Acadé. Como en muchas historias que cuento, el héroe parezco yo, por mi dedicación para cumplir mis sueños y bla bla bla, pero no. Ni a palos. El único motivo por el que La Acadé existió fue otro. Cuando yo terminaba la revista y la guardaba en un diskette, se la dejaba a una mujer sobre una mesa. Y ella, verdadera heroína de esta historia, empezaba el trabajo en serio. Lo metía en su cartera, se tomaba un colectivo, se tomaba un tren, se tomaba otro colectivo y fingía trabajar en una concesionaria de autos. Hacía todo lo necesario para no ser descubierta: atendía teléfonos, llevaba cheques al banco, registraba patentamientos y se teñía de rubia. Pero, en realidad, ella sólo esperaba el momento oportuno en el que no hubiera nadie para convertir la oficina en una imprenta clandestina. ¿Cuántas cosas que nunca supe habrá pasado mi mamá para traerme, siempre esa misma noche, siempre sin falta, siempre con una sonrisa orgullosa, todos los ejemplares de La Acadé? Sin ella, no sólo esa revista, sino la mitad de las cosas buenas que hice en mi vida, serían mentira. Mientras contaba esto, recordé cómo terminamos la tapa de aquel complicado N°6: dejé un espacio en blanco y Tati, en su trabajo, recortó fotos de dos futbolistas llamados Bastía y Arano, las pegó con cinta scotch sobre otra hoja en la que había escrito muchas veces “Racing Club”, imprimió la tapa y pegó su collage en ese espacio con boligoma. Después, “solamente” sacó 100 fotocopias sin que nadie la viera, y listo. Si no entendieron nada, alcanza con que sepan que de la nada hizo esto:

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Trato de no hablar mucho de Tati en mis textos para no ser pesado, pero en estos días, en estas semanas, en estos meses en que la vida le está siendo tan difícil, me parece justo contar que es la persona que me salvó de casi todo durante 25 años. Y que todavía, cada vez que escribo un texto, espero que ella lo lea y, aunque no entienda cómo puedo contar tantas intimidades de una manera tan bruta, esté de acuerdo conmigo. Que esté orgullosa de lo que soy. Perdonen que me haya puesto sentimental, pero es 31 de diciembre, hace exactamente quince años empezaba a imaginar una revista llamada La Acadé, y Tati es la responsable de que haya existido. Hoy, que me angustio pensando de qué manera ayudarla y cómo hacer que su vida sea menos terrible, al menos puedo animarme a que este texto sea demasiado cursi y agradecerle acá, enfrente de todos (ahora que sí sé usar internet y programas de diseño), cada fotocopia, porque con cada página impresa me estaba queriendo un poco más. Y reconocer sin vergüenza que, cada vez que recuerdo eso, el que la quiere un poco más soy yo.

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Luz Panizzi. ME (me encanta) a ponerse sentimental un 31 de diciembre – 31 de diciembre de 2016 Rodrigo Ostravsky. Maldito word, hermoso texto, hermoso vos y hermosa Tati – 31 de diciembre de 2016 Pablo Aro Geraldes. Los caminos del amor son infinitos, pero éste, expresado con cinta scotch, voligoma y fotocopias, es conmovedor. A diferencia de internet, los libros y revistas de papel van acumulando otras historias, y estos ejemplares de “La Acadé” guardan mucho más que lo se puede leer. Y me anoto con un Nº 9, ya sabés con qué cariño lo pienso guardar – 31 de diciembre de 2016 María Ester Mazza. Brillante y conmovedor. Casi estoy acariciando las hojas de La Acadé – 14 de enero de 2017 Vale. Largué la carcajada con lo de copiar y pegar letra por letra, porque una vez lo hice para poder googlear ‘cómo reparar un teclado’, porque se me había ocurrido limpiarlo y así fue que dejó de andar. Se me caían las lágrimas de la emoción llegando al final y pensando en comentarte algo, porque hace mucho que no te leía y cada vez te quiero más... Pero me topé con el título de la entrada anterior, así que la emoción se me frenó y estoy intrigada por ir a leer, jeje. ¿Te puedo dar un abrazo? Si dijiste que sí, tomá – 30 de junio de 2017

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Chico listo Escrito en 2003

Chico listo se frenó y miró tras de su cara otra vez volvió a sentir esa vieja sensación de los muebles añejados transportados al futuro un futuro que perdura un presente nada más. Chico listo y obediente ayudó a cargar su vida en algún camión sin nombre de algún lejano lugar se despidió de personas que no llegó a conocer en su mochila los libros que siempre vuelve a leer. Chico listo al otro lado de una extraña ciudad un juego de llaves nuevo ningún perfume especial las miradas dando vueltas amor que no va a llegar el cuello siempre arreglado el alma sin arreglar. Chico listo ya no es chico y está listo para andar chico listo tuvo casa pero nunca tuvo hogar. Abrió el nuevo picaporte y anunció a los del lugar: “Lo siento, pero soy yo esta vez el que se va”...

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La agenda de la vergüenza

Existe una técnica psicológica que se usa para superar miedos recurrentes: enfrentar al paciente directo con su trauma. ¿Miedo a las alturas? Te llevan a la terraza para que te asomes. ¿Temor al ridículo? Te hacen cantar a gritos en la vía pública. ¿Aracnofobia? Te acercan una araña cada vez más hasta que la tenés al lado. Creo que se entendió. Lo que quiero contar es que uno de mis grandes miedos es que alguien encuentre y lea mi agenda del año 2003. Miedo no: tengo terror. Y como ya no quiero sufrir más, recurro a esa técnica: voy a mostrarles los terribles secretos que guardo ahí. El principal secreto es que yo, en 2003, era estúpido. Cada página de la agenda es una demostración indiscutible, empezando por la tapa: Agenda del fútbol. ¿Qué persona normal de 19 años puede usar algo llamado Agenda del fútbol? Es probable que haya sido un regalo pero, después de la tapa, hay 365 evidencias más de que yo era un pobre tipo. Veamos, al azar, algunas anotaciones que hacía: 206

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9 de marzo. Juan Verón cumple 28 años. Con Ro de 19 a 22:30, fuimos a Norte, comimos milanesas. Puntaje: 8. 11 de junio. 11 a 18 hs: DeporTea. Tomé mal el colectivo y terminé en Llavallol. ¡Qué idiota! No vi a Ro, ¡120 días sin peleas! Puntaje: 8. 8 de julio. Salida del sol: 8:00. Puesta del sol: 17:57. Con Mati de 15 a 19 hs, hicimos crucigramas con la tía. Con Ro de 21:30 a 2 hs. Le pasé bien. Puntaje: 8. 31 de agosto. Racing 3 Vélez 3. Puta madre. Llevé pastillas a la casa de Ro y me atendió Rosa. Lazio 4 Lecce 1, dos asistencias del Piojo. Puntaje: 5. 12 de septiembre. Sebastián Porto cumple 25 años. DeporTea: me saqué excelente en el trabajo, faltó Ariel Scher. No vi a Ro, salió con amigos. Puntaje: 9. ¡Ay, dios! Si yo encontrara hoy a un ser humano de 19 años que escribiera esas boludeces, lo agarraría a trompadas, o le explicaría que está dejando pasar la vida, o lo abrazaría y lloraría con él. No sé qué, pero algo haría. Supongo que si nadie lo hizo conmigo en 2003 es porque yo fingía leer a Borges y analizar el mundo del deporte, cuando en realidad estaba encerrado en una caja de diarios, novia y cobardía. ¿Juan Verón cumple 28 años? ¿Sebastián Porto cumple 25? ¡Y a quién le importa, Martín! ¡Ni siquiera sos hincha de Estudiantes, ni siquiera te gusta el motociclismo! ¿Cómo puede ser que uno de los datos de tu día sea ese? Se los digo en serio: mientras leo, me voy enojando conmigo mismo. Lo dependiente que era de mi pareja ni es necesario descubrirlo: rebalsa por todos lados. El “con Ro” y “no vi a Ro” se repite hasta la insanía, y se complementa con un dato de lo más triste: los “días sin peleas”. Yo no apostaba a pasar tardes inolvidables, noches apasionadas y mañanas reveladoras, lo único que quería era no pelearme, no discutir, no poner en riesgo una de las (poquísimas) cosas que me movilizaban: ella. En 2003 no tenía amigos y entonces recurría a una agenda, que aunque era muy pequeña necesitaba datos absurdos para ser llenada, como el horario de la salida del sol, el menú de la cena o los resultados de la Lazio de Italia. Me dolía la injusticia pero no comprendía el funcionamiento de la sociedad, no me esforzaba para entenderlo, no me arriesgaba para cambiarlo. Una de las vergüenzas más grandes de aquel año aparece el día 27 de abril. Vean si no:

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¡Voté a Elisa Carrió! ¡Yo voté a Elisa Carrió! A partir de hoy, todos, pero todos los que discutan conmigo sobre política, o sobre fútbol, o sobre el precio de las lamparitas, tienen derecho a terminar la discusión con esta frase: —Callate, vos votaste a Carrió. Y yo cerraré la boca y les daré la razón. Ya termino, ya termino de autoflagelarme. No: no me voy a burlar de mí mismo por haber tomado al revés un colectivo, porque en 2017 sigo perdiéndome en todos lados. Lo que quiero remarcar es otra cosa. ¿Vieron esa gansada del puntaje que le ponía a cada día? Bueno, se completaba con un promedio de puntajes en los últimos cien días. Véanlo, aparece en la imagen anterior. Me pregunto ahora: ¿cómo puede ser feliz alguien que depende tanto de números, de estadísticas, de goles ajenos, de cumpleaños de desconocidos? ¿Alguien sin amigos, almidonado, adormecido? Le pido a Tati que no sufra pensando que yo sufría, porque no era así: había armado una estructura en mi cerebro tan férrea y tan potente que no me daba cuenta de lo que estaba pasando. Me sostenía en que, con esfuerzo y constancia, el promedio pasaría de 7,80 a 9,50; y entonces sí sería bien feliz, y tendría una vida emocionante. Es buen momento para explicar que mis textos nacieron para sacarme de encima cuentas pendientes, para barrer mi pasado antes de que alguien lo encuentre todo mugroso. Y esa agenda, esas anotaciones, esa soledad y tanto color gris a los 19 años son algunas de las miserias que necesito exponer para construir mi presente sin tantos fantasmas. 208

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Así que, ahora que me siento más tranquilo, voy a anotar en mi cuaderno de Racing que cumplí con el objetivo de escribir este texto, a mover la aguja que señala mi estado anímico de 0 a 37 (subió de 26 a 27) y a esperar a la chica con la que me gusta dormir: la vi sólo de 16:30 a 19:30, porque salió con sus amigas. Sí, salió justo hoy, cuando el conductor de televisión Santiago Del Moro cumple 38 años. ¡Cuántas cosas importantes en un día!

Lu Ruleta. Si te sentís idiota al leerte en ese diario, te cuento mi experiencia... Desde que sé leer y escribir tengo diarios íntimos, y ojeándolos encontré dos frases que me coronan como la reina de la estupidez: “Hoy comí milanesas con papas fritas, estaban re ricas” y “me mandaron a comprar a lo de Marcela un limón y un kilo de papa. Compré una papa y un kilo de limón. Después fui comprar vino a lo Iván y llevé las botellas como envases” – 9 de febrero de 2017 Luz Panizzi. “Esa soledad y tanto color gris a los 19 años son algunas de las miserias que necesito exponer para construir mi presente sin tantos fantasmas”. ¡Qué maravilla! (me volví fan de citarte). PD: en mi agenda de los 16 años no sólo pegaba colillas de cigarrillos que fumaba el chico que me gustaba, sino que le hacía preguntas a la agenda – 10 de febrero de 2017 Matias Arias. A mí me pareció una idea excelente. Lamento no haber tenido una igual – 10 de febrero de 2017 Solana Sayago. Cuando era más chica, tipo 12, escribía diciendo: Querido diario. Jajajjaa. Desde esa edad no uso diario – 11 de febrero de 2017 Maripi Boglione. Anahí y yo escribíamos nuestras agendas, teníamos 15 y 16 años, y después nos tomábamos entre nosotras como una lección. Algo así como... “¿Qué hiciste el 20 de marzo?”, estando en agosto, y respondíamos. Lo peor es que lo sabíamos. Jajaja. Justo hoy estaba recordando eso. Yo lo recuerdo con amor, ¿soy muy ñoña? – 11 de febrero de 2017 Vane Boglione. Yo también tenía agenda con Carla y poníamos día por día todo lo que hacíamos. Por ejemplo: Hoy fui al shopping y me compré gomitas y fuimos al mc, cosas así. Jajaj – 11 de febrero de 2017 Cay Boglione. Exacto: teníamos agendas parecidas a la tuya, y me la juego que habré anotado el cumpleaños de Robbie Williams en alguna – 11 de febrero de 2017

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Rayuela (mes 22) Escrito en 2003

Arrojo una piedra y arrojo mi mano extremo deseo que no sea en vano mirar tu sonrisa a mi lado, temprano es la forma divina de resucitar. Simpleza precisa siempre un primer paso y es siempre preciso algún simple rechazo caemos exactos en exactos brazos una linda forma de finalizar. Sensación siguiente es un salto al vacío vacío me siento, relámpago mío si llueve en tu ausencia me muero de frío un trueno jamás lo podrá equilibrar. Y luego la técnica, que evoluciona y técnicamente allí se desmorona el paso del tiempo, que nunca perdona la improvisación comienza a agonizar. A ojos ajenos es un retroceso un paso adelante es poder obviar eso si preso termino por robarte un beso al menos que sea por improvisar. El paso del tiempo a tu lado es delicia acaricio la paz que me da tu caricia el tiempo que paso sin vos me desquicia percibo en el alma el terror a fallar. Pues miedo genera a mi lado tenerte (temor a que tal vez no sepa quererte) pero mucho más miedo me da perderte y ya no tenerte a mi lado jamás. El azar jamás estará dominado aunque no imagino a Dios tirando un dado no hace falta que él esté de nuestro lado sólo las ocasiones aprovechar. El juego culmina conforme a la vida no sólo porque finaliza enseguida ganar es el cielo, la meta querida y el cielo en mi vida es con vos siempre estar.

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Mi primera muerte virtual

Antes, se morían dos tipos de personas: las que conocíamos y las que no conocíamos. Teníamos claro a quién llorar y a quién no. Pero en los últimos años se sumó un nuevo tipo de muerte: la virtual. ¿Qué pasa cuando muere alguien a quien nunca vimos personalmente, pero que fue nuestro amigo en Facebook, nos gustaban sus fotos en Instagram o mantuvimos conversaciones en Messenger? ¿Hay que llorar, ir al velatorio, hay que escribir en su muro? ¿Es una falta de respeto borrarlo de los contactos o hay que mantenerlo aunque nunca más haya actualizaciones? Yo, para romper el hielo en esta polémica, voy a contar mi primera muerte virtual. Corría el año 2003. Estudiaba periodismo y tenía que hacer una nota para la revista de la facultad. Propuse contar la historia de un equipo de rugby llamado Defensores de Glew, del que sabía una sola cosa: perdía siempre. Cada domingo leía en el diario los resultados de la peor categoría del rugby. Y Glew siempre perdía. Llevaba más de cuarenta derrotas. Me daba intriga saber para qué jugaban esas personas que se sabían vencidas de antemano. Con Amós, compañero de curso, empezamos a ir a los partidos de Glew. Entre ellos, su peor derrota: 121 a 0 (sí, ciento veintiuno a cero) contra DAOM. El último fin de semana antes de entregar nuestra nota sobre

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“el equipo que siempre pierde” (ese iba a ser el título), Defensores de Glew jugó de local contra Ciudad de Campana. Fue un 27 de septiembre. No me lo olvido más. Llovía mucho y en la cancha no había techos, ni tribunas, ni vestuarios. No había nada: sólo 30 jugadores persiguiendo una pelota ovalada y 70 personas mirando el partido. Viendo lo que se podía ver bajo tanta lluvia. Fue un partido raro, desprolijo, tan cambiante que terminó cambiando el título de nuestra nota:

En el último minuto, con una patada imposible, Defensores de Glew ganó por primera vez en su historia, después de 47 derrotas seguidas. Con Amós (lo cuento sin vergüenza) entramos a la cancha a festejar con los jugadores. Esa, la primera nota que publiqué en mi vida, sigue siendo una de mis preferidas. Cuatro años después, en 2007, abrí un blog; y la primera nota que subí fue la del triunfo de Glew. Un día me llegó un comentario de un tal Damián Longo:

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Le respondí, nos agregamos al Messenger y comenzamos a chatear. No hablamos mucho: algunos recuerdos de aquel partido, comentarios aislados y varias invitaciones a fiestas que organizaba el club. Fiestas a las que, por timidez y vagancia, nunca fui. Pronto supe que Damián era un símbolo de Defensores de Glew, muy querido. Si me intrigaba saber para qué jugaban esas personas que se sabían vencidas de antemano, con Damián lo supe: juegan para correr, compartir, conocer, desafiarse, para ser felices. Juegan para muchas cosas que no son ganar. No habría sabido nada más sobre Damián si no se hubieran dado algunas casualidades: que el 28 de abril de 2013 fue domingo; que, por ser domingo, llegó el diario a la casa de Tati; que yo estaba ahí; y que, porque tenía tiempo libre, me leí el diario entero, incluso los recuadros sobre rugby. Ahí lo vi: “Defensores de Glew suspendió su partido por la muerte de uno de sus jugadores: Damián Longo”. Damián murió por un ataque de asma. Era muy joven y su familia lo necesitaba mucho. Miré a Tati con ganas de contarle lo que había pasado, pero no sabía qué contarle. ¿Quién había muerto? ¿Un jugador de rugby, un contacto de Messenger, un desconocido? No le dije nada. Me quedé en silencio, con el diario delante mío, conmovido. Como el Messenger había caído en desuso, no tuve que decidir qué hacer con Damián: la tecnología lo eliminó antes que yo. Sin embargo, desde ese día me pregunto qué deberíamos hacer cuando la tragedia nos alcanza y se queda instalada en una ventanita, recordándonos todo el tiempo que alguien a quien conocimos ya no existe. ¿Hay que atravesar el dolor de una vez, borrarlo del mundo virtual y guardarlo sólo en nuestro recuerdo? ¿O es mejor dejarlo ahí, a la vista, recordándonos que ya no está y nunca más nos mandará un mensaje privado; recordándonos que la vida es finita y debemos vivirla tan intensamente como podamos? Como todavía no tengo respuesta, cada mañana entro desesperado a internet: no para ver fotos ni para saber qué pasa, sino para asegurarme de que mis 569 amigos de Facebook siguen vivos. Y a veces pienso que, tal vez, podrían haber sido 570: ojalá estuviera Damián.

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Mercedes Abalo. Hace un par de meses viví mi primera muerte virtual. Con un entrañable amigo, a lo largo de siete años, compartimos ratos de charlas, con risas y lágrimas. Hasta que un día vi que en su muro empezaron a poner que deseaban que pudiera salir de ésta, que era fuerte, que tenían esperanzas, que sus hijas lo necesitaban... Y ahí me quedé yo... ¿Qué había pasado? ¿A quién le preguntaba? ¿Cómo explicaba quién era y qué relación tenía con él? Alguien preguntó qué le había pasado y supe que había sufrido un ACV. A los pocos días llegaron los mensajes de despedida, esos en los que todos te quieren, y todos te consideran la mejor persona. ¿Y yo de quién me despedía? Hace un par de semanas decidí eliminarlo. Me daba mucha pena leer los mensajes de sus amigos y sus hijas extrañándolo, recordándolo. Ahí estamos, extrañando a alguien con quien nunca nos vimos personalmente, pero con quien compartimos muchas cosas de nuestras vidas. Gracias por dar la oportunidad de compartir esto, que tiene que ver con sensaciones de estos “extraños tiempos”. Pablo Aro Geraldes. A la larga, Facebook será como un cementerio virtual, aunque creo que hay una opción de eliminar la cuenta tras dos años de inactividad. Gaby Fernandez. “Juegan para muchas cosas que no son ganar”. Me gustó esa frase. Hermoso relato. Me dejó pensando. Como siempre. Lu Ruleta. A mí también me pasó... Resultó ser una especie de tío lejano, Raúl: no le gustaba el mate, amaba a Racing y nos quisimos mucho... ¡Hasta habíamos empezado a leer ‘Rayuela’ juntos y nos mandábamos selfies! Un día partió al campamento eterno, también era scout... y quedó el sabor amargo de nunca haberlo conocido en persona, de nunca haber tomado un té y de ni siquiera haber podido comentar como terminó ‘Rayuela’. Y sí, lo lloré porque merecía mucha vida más, mucha risa más... Cristina Gerez. Lu, lástima que no lo conociste: Raúl era un ser extraordinario, dulce, comprensivo, muy buena persona. Dejó un vacío tremendo en su familia. Martín Estévez. Este intercambio es una de las cosas más lindas que generó un texto mío. El dolor, cuando es compartido, duele la mitad. Nadia Hardy. A las dos o tres personas que conocí poco y han muerto, los familiares les conservan las cuentas y actualizan con fotos y frases al etiquetarlos. Todavía tengo el debate interno sobre qué me parece. Piru Guastella. Ale, mi hermano, falleció de cáncer en el 2009. Su Facebook sigue ahí, y es verdad que en muchos cumples fue el lugar donde pude dejarle un mensaje. Algo así como el cementerio virtual del que hablaba alguien. Ezequiel Gelber. Interesante llamado a reflexión. Esa necesidad de Mercedes de trasponer la barrera virtual y querer conocer es lo que nos torna humanos y nos dice que el mundo virtual es solo un medio. Que la

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finalidad es los sentimientos y la inquietud que nos despierta el querer abrir esa puerta virtual y transformarla en carne y hueso. En cuanto a los recuerdos del face, me parecen impostados y deberían acompañar a la ausencia, y no la ausencia transformarla en algo impostado. Marisa Panizzi. Hace un par de años jugaba a la granja en Facebook; y podías avanzar en el juego si tenías muchos vecinos de tu granja. Así que acepté solicitudes de amistad de personas que no conocía, pero jugaban a lo mismo. Uno de ellos, Gustavo, tenía una granja increíble y estaba primero en el ranking de los vecinos por tener tantísima cantidad de puntos. Me llamaba mucho la atención porque parecía que jugaba todo el tiempo. Todos los días recibía notificaciones de intercambio o regalos que eran parte del juego. A pesar de que no lo conocía, me sonaban su nombre y apellido. Pensé que era un contacto de mi sobrina Belén, pero no. Cierto día (ya tenía yo un poco abandonada la granja) me di cuenta que hacía tiempo no recibía notificaciones de Gustavo referidas al juego. Entonces entré a su perfil y hacía un par de días había fallecido, tras un largo período de convalecencia por cáncer. De todo esto me enteré por publicaciones en su biografía, de sus amigos y parientes, que lo despedían en su muro y por sus fotos últimas, que mostraban su deterioro. Quedé muy impresionada. Era muy joven para morir y en cierta forma pude entender por qué se la pasaba jugando. María Matilde Mangone. Me pasó con un amigo vasco, que cuando volvió a su pueblo se suicidó. Hasta el año pasado Facebook me avisaba el día que cumplía años. Nunca lo eliminé... Jorgelina Caraduje. También sostengo mi cementerio virtual. A veces alivia... Y así nos va estafando este medio, muchas veces, de vínculos desvinculados, con ‘amistades’ que no sabemos si tenemos aunque, más aun, nos da la ilusoria posibilidad de nunca dejarlas. ¿Y qué se hace mi ya estimado desconocido Martín? Lo que el corazón dicte... O lo mejor que se pueda. Comentarios escritos entre el 31 de marzo y el 4 de abril de 2017

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La salida que me encierra (mes 27) Escrito en 2003

Eres destello del arte un acorde musical eres sombra maternal y mi forma de mirarte. Eres arma pacifista un rezo y una oración eres siempre mi canción y el deleite de mi vista. Eres restos de una guerra reconstruyes mi interior eres sol abrasador la salida que me encierra. En un mundo diferente eres la similitud lejos de la multitud yo comparto tu presente. Eres verde amanecer y un mediodía amarillo necesito de tu brillo para nunca oscurecer. Para retrasar mis ansias y superar un error necesito tu fragancia y tus labios, tu calor. Explicame, por favor, cómo puedo enamorarte... Regá tus besos sobre mi alma sobre mi piel modelá tus sueños alejame de cualquier karma no te olvides de los pequeños detalles de la alegría razones para vivir perdonámelo, mi vida el no animarme a decir… El día que no estés voy a estar incompleto la tarde en que llores no voy a reír el grito que no me escuchás es secreto la noche que me dejes me voy a morir.

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¿Quién es el presidente de tus amigos? Siempre tenemos un mejor amigo. Sólo uno. Es imposible que sean dos, tres o diez. La amistad es como un partido de básquet: no permite empates. Sé que habrá protestas de grupos de amigas que dicen quererse todas por igual, pero lo siento, chicas: se están mintiendo. Mírense a las caras y se van a dar cuenta, muy rápido, de que cada una de ustedes tiene una favorita. La única forma de no tener un mejor amigo es, sencillamente, no tener amigos. De lo contrario, en cada momento de nuestra vida existirá una persona a la que queramos contarle antes que a nadie algún hecho feliz, triste, aburrido o absurdo. Siempre es una. Sólo una. Hay gente que es capaz de todo para negar esta verdad científicamente comprobada. Fíjense si no: Jean Koum no creó whats app para llenarse de guita (como creen muchos), sino para hablar con todos sus amigos a la vez y negar que tenía uno preferido. Claro que cometió un error: al primero que le dijo “voy a crear algo llamado whats app” fue a Dan Grayson. ¿Saben quién es? Yo sí lo sé: es su mejor amigo. Ojo: no tenemos por qué reconocerlo. No hay motivos para andar explicándole a Naty que la queremos menos que a la Negra; ni a Javier que, si tuviéramos que donar un riñón, se lo daríamos a Ignacio antes que a él. No es obligación confesar: se acepta la cobardía del silencio. Un mejor amigo no es eterno: puede durar un día o diez años. ¿Cómo es que cambia sin que nos demos cuenta? Resulta que todos tenemos muchos habitantes dentro del cuerpo (en el cerebro, en el corazón, en la entrepierna) y, cada tanto, se reúnen para votar y elegir a esa persona: al presidente de nuestros amigos.

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En el pasado existió una época oscura en la que no se elegía: nos imponían a nuestros amigos y presidentes. “Vos te vas a juntar con Ulises, porque se saca mejores notas que Andrés”, decían las madres en el año 77. “A ustedes los va a gobernar Videla, y al que no le gusta lo matamos”, decían los militares al mismo tiempo. Por suerte, yo nací en democracia y, tal vez por eso, las elecciones para presidente del país y de mis amigos se parecen un poco. Miren, si no: • 1984-1989 Alfonsín fue el padre de la democracia. Yo tuve una madre, Tati, que ocupó varios roles, incluso el de mejor amiga. • 1989-1999 ¡Pasaron cosas horribles en el 89! A mí, en mi cumpleaños de cinco; al país, en las urnas: eligieron a Carlos Menem. Empezaron así diez años de individualismo, de importar pavadas y de copiar a otros países. Por eso, durante una década yo no tuve amigos, leí comics estadounidenses e intenté ser como mi primo Matías. • 1999-2003 En Argentina eligieron a De la Rúa, pero en 2001 explotó la crisis y tuvimos dos presidentes que duraron poco (Rodríguez Saa y Puerta) hasta que asumió el cargo un hincha de Banfield: Duhalde. Yo elegí a un compañero de colegio, Marcelo, pero en 2001 explotó mi crisis y tuve dos mejores amigas que duraron poco (Rosana y Gaby) hasta que asumió el cargo un hincha de Banfield: Nico Briant. • 2003-2011 El nuevo presidente del país llegó desde muy lejos (Santa Cruz) y estuvo muchos años cerca. En los últimos años, armó un proyecto con su esposa, Cristina. Se llamó Néstor Kirchner. El nuevo presidente de mis amigos llegó desde muy lejos (Campana) y estuvo muchos años cerca. En los últimos años, armó un proyecto con su esposa, Marina. Se llamó Pablo Scoccia y es el Perón de mi vida. No por ideología política (bien lejos andamos del peronismo), sino porque es el que más tiempo duró en el cargo de mejor amigo: ocho años. (En realidad, el presidente que más tiempo estuvo es Menem, pero compararlo con Pablo me da escalofríos). • 2011-2017 En 2011 asumí que soy mucho más uruguayo que argentino, así que, aunque en el país reeligieron a Marina (perdón, a Cristina), yo cambié de presi218

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dente: comenzó el gobierno de Leandro, al que conocí en la universidad. Sin embargo, Leandro no podía coincidir en su presidencia con Macri, así que a partir de diciembre de 2015, aunque nos queremos mucho, decidió tomar distancia, más que nada para que yo no le eche la culpa por tanta represión: la mía y la de Mauricio. Leandro amaga con no presentarse a las próximas elecciones y mi pueblo interno reclama que alguien se haga cargo de los conflictos con los jubilados, más específicamente con el de mi abuela Fanny, que anda con problemas de salud. Mientras me sumo al piquete, los invito a que cuenten ustedes: ¿cuál es la persona que fue su mejor amiga durante más tiempo? No se los pregunto en un día cualquiera: es el día en que Pablo, el Perón de mis amigos, cumple años. Y por eso, solamente por eso, hoy quise hablar sobre la amistad. Belen Panizzi. Con Bárbara Blandi nos conocemos hace 22 años. Medio que nacimos juntas. Bárbara Blandi. Sí, ya más de 20 años, es una eternidad. Patricia Espindola. Con Mercedes Abalo fuimos juntas al jardín aunque ahí no éramos amigas, luego transitamos la primaria juntas y ya nos hicimos compañeras. Luego, en la secundaria, nos hicimos buenas amigas. Y ya adultas compartimos miles de historias, de silencios, de mates, de risas, de lágrimas y de enojos pero la verdadera amistad siempre prevaleció. Ella es mi mejor amiga. Barbara Briant. Magalí, sin dudas. Y me acuerdo mucho de tu amistad con Nico, gracias a eso conocí a Fun People y siempre me acuerdo de unos carteles que habías pegado en las paredes, uno decía: “Si cada uno se exigiera a sí mismo lo que les exige a los demás, entonces no habría necesidad de exigir nada a nadie”. Bueno, eso, jaja. Graciela Batallan. Mis amigas por más tiempo son dos, Nancy Paterno y Monica Othar. Todas tenemos la misma edad, 58 años; Mónica es mi prima ¡y a Nancy la conozco desde los 5 años! Marina Elisabeth Izaguirre. Hermoso regalo de cumpleaños! Gracias! Te queremos! Luz Panizzi. No creo que te sorprenda que, para hacer cuentas, soy de madera. Pero creo que gana: Yanina Ghergo, que fue mi mejor amiga durante muchos años de la primaria (dormíamos agarradas del brazo cuando se quedaba a dormir). Lean Nahuel. Ya robé demasiado. Hice malas alianzas, las inversiones no llegaron, los medios masivos se pusieron en mi contra desde que les dejé de pasar guita, como HU. Comentarios escritos el 20 y 21 de abril de 2017.

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Cuando estoy sin vos (mes 28) Escrito en 2003

Tu sonrisa me despierta de muy hondas pesadillas de perderte por el mundo de morirme de rodillas. Tu recuerdo me devuelve las más fuertes sensaciones sos íntima poesía o hasta un millar de canciones. Vivo de ti separado pero estás en cada momento todo tiene tu recuerdo y si no es así, lo invento. Invento mil poesías frases que no me escribiste cosas que hicimos juntos en ratos que no viviste. Invento mil sueños tuyos donde siempre formo parte recuerdo toda tu infancia aunque sólo de escucharte. Dibujo una foto antigua de un momento del futuro un secreto que guardaste a mí mismo me murmuro. Y te encuentro entre la gente y aunque no estés, te sonrío cruzo si el Sol está enfrente para que no tengas frío. Y te imagino durmiendo y me pongo mi campera salgo a vivir mi vida cantando “si usted la viera...”. Quizá sólo sea demencia o una alteración menor yo disiento con la ciencia: prefiero llamarlo amor.

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Estoy enfermo

Tengo una enfermedad mental. No es un chiste; escribo angustiado y triste, sobrepasado por la situación. Escribo porque contarlo públicamente me obligará a hacerme cargo de algo que creía manejable, normal, hasta simpático, y ahora tengo miedo de que me cague la vida. Están leyendo mi mamá, mi prima, mis compañeros de trabajo: no me expondría tanto si no estuviera desesperado. Es difícil de explicar, pero cuando terminen el texto van a entender. Sólo repito que no es un chiste ni un recurso literario: estoy enfermo, y de verdad. 2004

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Las enfermedades mentales tienen influencias genéticas y sociales. De lo genético no sé, pero el motivo social de mi enfermedad se disparó el 7 de abril de 2004. Ese miércoles, en DeporTEA, tomaron un examen de conocimientos básicos: respondí bien 5 preguntas sobre deportes, pero fallé 4 de 5 sobre información general. Recuerdo específicamente una: Raúl Castells y Luis D’elía… ¿cuál es el piquetero opositor y cuál el oficialista? ¡Cuánto me dolió no saberlo! Pero no lo sabía; lo cuento ahora con la misma vergüenza que sentí en ese momento. Estaba a meses de recibirme de periodista, pero no sabía nada y no entendía por qué. En el viaje de vuelta empecé a preguntarme: ¿cómo se aprende quién es el gobernador de Salta, la forma de extraer petróleo o qué fue el Ku Klux Klan? Y yendo más al fondo: ¿cómo es posible conocer todo lo posible? Durante tres días, desorientado, pensé en cómo terminar con mi ignorancia: “¿Qué hago? ¿Agarro libros al azar, hago cursos, me anoto en otra carrera?”. La información era infinita. ¿Cómo ordenarla para aprenderla de a poco? ¿De qué manera podía conocer cosas tan diferentes como razas de perro, reyes de Europa, cantantes famosos y el tamaño del Sol? Llegué a una conclusión: lo único que une a todas las cosas del mundo es el tiempo. Los perros, los reyes, los cantantes, el Sol: todo nació, se originó o se descubrió alguna vez, en algún momento. Todo comparte una línea cronológica. Si repasaba con cuidado esa línea (la historia universal), tarde o temprano sumaría los conocimientos generales que me faltaban. El plan era ambicioso, pero mi hambre me devoraba: el 11 de abril de 2004 empecé el proyecto “Historia de la humanidad”, luego renombrado “Historia Universal para principiantes”. Y ese día, también, empecé a enfermarme.

Al principio, con cuatro o cinco libros alrededor, escribía en un cuaderno todos los sucesos que encontraba, empezando por el Big Bang y en orden cronológico, porque saltearse algo significaba abandonar la única forma posible de ordenar tanta información. La cronología empezó a convertirse en obsesión: empecé a llamar a ese problema “cronolitis”. Poco a poco, la obsesión cronológica invadió otros espacios de mi vida.

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Consideré que no era posible comprender un libro, una película o un disco sin haber conocido los anteriores (al menos los más importantes), así que empecé otras cronologías: sólo leía libros antiguos, sólo miraba películas mudas, sólo escuchaba música clásica. Claro que, mientras una parte mía quería sumar conocimientos a cualquier precio, otra parte quería leer a Dolina, mirar Batman y escuchar a Fito Páez. Quería divertirse. Pero las cosas nuevas quitaban tiempo a lo viejo, entonces no se podía: Fito Páez tenía que esperar, porque primero había que escuchar a Vivaldi, luego a Glenn Miller, luego a los Beach Boys. Todo en orden, todo cronológicamente, todo prolijo: si no, nunca iba a aprender nada. En ese momento pensaba que podía romper esa estructura cuando quisiera. Y tal vez al principio fue así, pero después no. Se habrán sumado muchos factores: inseguridad, soledad, mucho tiempo libre, no sé, pero la estructura fue creciendo en mi cabeza y se mezcló en mis rutinas. Cada vez más, todo lo que hacía tenía que respetar un orden determinado. Tenía que: era una obligación. Me costaba empezar algo que no tuviera un orden cronológico y no registrarlo. Porque se sumó eso: registrarlo todo. En un cuaderno, en un Word, en un blog, donde fuera. Si veía una película, la anotaba y la comentaba. Si leía una historieta de junio de 1988, la agregaba a una lista y la acomodaba entre las de mayo y julio. Estrictamente, prolijamente. Tenía que ser así. Sé que esto todavía no les parece una enfermedad con todas las letras, pero paciencia: recién empiezo a contarles.

Lo que me pasa en los últimos años puede sonar gracioso, pero no lo es. Les juro que no. Por ejemplo, si tengo ganas de ver a dos personas, le doy prioridad a la que nació antes. Si hago una entrevista, siempre empiezo preguntando por la infancia. Si dono ropa, lo hago según el año en que empecé a usarla. Leyeron bien: busco fotos para saber cuándo “tengo” que dejar de usar una remera. Sufro por eso. No es tan sencillo como “bueno, dejá de hacerlo”: aunque alguien me obligara a donar un buzo de 2012 antes que uno de 2010, mi cerebro me diría “acordate de que este es más viejo”. Lo grave no es la acción, sino lo que pasa dentro de mi cabeza. 2004

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Mientras tanto, avancé con la historia universal en el cuadernito, pero la empecé de nuevo para hacer un libro, y después de nuevo para hacer un blog, y después de nuevo para dar un curso. Mientras tanto, sigo leyendo libros, viendo películas y escuchando discos en orden. Mientras tanto, sumé más y más líneas de tiempo. Subo canciones a Spotify cronológicamente, mis carpetas de la computadora se dividen por año y este mismo libro está escrito en orden: arranqué con historias de 1990 y fui avanzando hasta 2004. Y mientras tanto, también, dentro mío sigo sintiendo la vocecita, reprimida, que me pide diversión: “Basta de años, de listas, hacé lo que se te canta, leé textos de Casciari aunque te falten otros anteriores, subí una foto de hoy aunque no hayas subido las del año pasado, escribí sobre Leandro aunque no hayas escrito sobre tu tía Elvira”. Pero no puedo, no puedo y no puedo. Entonces trato de apurarme, de avanzar con las cronologías, pero ya son infinitas, y no sé cómo seguir, cuándo abandonar, qué hacer. Me empezó a faltar tiempo para todo, porque cada minuto es la posibilidad de avanzar en una cronología: coser un par de medias lleva el mismo tiempo que escribir un texto sobre Marco Polo; visitar a Fanny equivale a dos películas de 1942. Me animé a pedir ayuda: Leandro puso papelitos con mis actividades en una bolsa para que las hiciera al azar; Luz me armó dos, cuatro, diez listas diferentes sobre qué era bueno y qué era malo hacer; Tati dejó de tener diarios en su casa así no los leo todos juntos, a las apuradas, cada vez que la visito. Pero igual no paré. En el trabajo inventé una excusa para mirar las 4.481 ediciones de El Gráfico publicadas desde 1919, en orden cronológico. Intenté, para unificar cronologías, que los libros, el cine y las campañas de Racing se acoplaran a El Gráfico. Pero El Gráfico avanzó y el resto no, y entonces me quedo de madrugada viendo películas de Chaplin, leo desesperado cuentos de Borges, pido ayuda para contar los partidos del Chueco García en 1938. Pero no llego, nunca llego. Ya no me hace falta anotar las cronologías: me las sé de memoria. Esto repite mi cabeza a cada rato: “En historia universal voy por el 1490, en cine, literatura y Racing por 1941, en El Gráfico por 1959, en discos de rock por 1988, en videos de Racing por 2003, en palabras enreveradas por 2004, en textos de Casciari por 2012, en recortes de Racing por 2015, 224

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en mi otro blog por 2016, en actividades del Movimiento Etiopía por febrero de 2017”. Eso está siempre en mi cabeza, excepto cuando tengo relaciones sexuales, cuando ando en bicicleta, cuando me río fuerte, cuando escribo barbaridades y cuando sé que me quieren. Parecen muchas cosas, pero no lo son: la cronología me habla el 95% del tiempo que estoy despierto. Voy a contar algo más, que me da mucha vergüenza. En los últimos meses, varias veces, corrí desde la parada del colectivo hasta mi casa para ganar tiempo y avanzar más rápido. Se los juro por mi mamá: corrí. No es nada gracioso. Me acuesto cada noche pensando en levantarme temprano para avanzar en alguna cronología. La última vez que intenté explicar con sinceridad por qué hago lo que hago, qué es lo que pasa por mi cabeza, lloré. Lloré mucho. De hecho, tengo los ojos húmedos ahora. Estoy harto. Y enfermo.

En los últimos días me pasaron dos cosas importantes. Primero, noté la frustración de los que me quieren: los vi preocupados, pero también aburridos de mí, del mismo tema, de los mismos argumentos pelotudos que uso para defender diarios viejos, fotos de 2007, historietas infumables. Tengo mucho miedo de que ya nadie pueda (ni quiera) ayudarme. Lo segundo fue que armé un listado de mis cronologías, cosas para hacer, obligaciones y deseos para intentar ordenarme, para saber qué hacer primero y qué dejar para después, antes de que todo me aplaste. En la lista no hay seis o siete cosas. Hay 135.

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Ahí están. Algunas me llevarían 15 minutos, como arreglar una silla, pero otras son infinitas, como seguir escribiendo la historia universal. Intenté con todos los recursos matemáticos que me enseñó Paenza, pero llegué a un callejón sin salida: ya no hay forma de hacerlo todo. No llegaría aunque renunciara a mis trabajos, aunque no durmiera, aunque viviera hasta los 90 años.

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Quiero creer, quiero creer con mucha fuerza, que mi cerebro hizo un clic. Ojalá que el miedo a volver a terapia, o a llegar a un psiquiatra, sea más fuerte. Ojalá que el deseo de hacerme bien sea más grande que esta estructura de mierda que me habla en la cabeza. Seguro será difícil y habrá recaídas, pero hoy, 4 de mayo de 2017, doy el primer paso: aunque cronológicamente tenía que escribir otro texto, escribí este. Porque lo sentí, porque lo necesito, porque me quiero sanar: un texto desordenado, fuera de tiempo y de estructura, perfumado por el deseo de curarme. Después de 13 años de enfermedad, recién ahora puedo hacerme cargo. No sé por qué tardé tanto, pero no importa. Aprendí, por fin aprendí, después de mucho sufrimiento, algo que no sabía y que me enfermó, me enfermó mucho: aprendí, 13 años después, que no tenemos la obligación de saberlo todo. Así que no estaba tan mal, después de todo, no saber cuál era mi primer recuerdo. Lautaro Soldano. Me alegro de ser un 1/135 de tus planes. Me sentí bastante identificado con el texto, aunque la mía es una obsesión a medias. Ya te contaré personalmente. Lala Martínez. No tenemos la obligación y no es posible saberlo todo. Con eso que no se puede, por imposible, habrá que aprender a vivir... Ojalá puedas armar un artificio menos insoportablemente doloroso para vos para lidiar con lo imposible. Luz Panizzi. Mí ‘megusta’ es un voto de confianza y esperanza. Porque ya lo dejaste doler bastante, y ahora hay que sacarlo. No sabés las hermosas cosas qué hay cuando no seguís cronologías. Ornella Dubini. Si te sirve de algo, estoy segura de que hiciste muchas cosas desordenadas mientras no prestabas atención. Tatiana Sawicki. Es hora de patear el tablero, pero con la reina, la torre y el alfil. Ya borrá eso de “es hereditario”, ya no. Vos tenés tu propia historia. Viví la vida, hijo. Salí sin reloj a pasear y nunca nunca más corras para ganar tiempo. Regalá, doná, tirá, guardá, pero es hora de vivir el hoy. Te contesto públicamente porque vos lo hiciste público, pero ya te lo había dicho el domingo. Basta de almanaques que no sean de 2017. Marce Arregin. Qué intenso. Qué difícil convivir con un devorador interno al que se alimentó en ocasiones a desgano y en otras con placer. Qué sabio intentar saborear la vida. Ojalá salga, muchacho, ojalá. Presiento, sin saberte demasiado, que tenés tanto valor que ninguna falta de cronologías podría opacar. Carina Cuevas. Leí y me quedé pensando, creo que en eso que llamaste

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enfermedad les diste mucho de vos a otros tantos en ese camino...Y te felicito por dar el paso a dejar de querer saberlo todo. Ni siquiera la tecnología será capaz, porque no sabrá cómo amar y sentir, por ejemplo. Me da vergüenza escribir porque al lado de tus textos me siento diminuta. ¡Suerte para el nuevo camino que emprendas sin tiempos! Silvia Dulcinea. Confieso que tenía una obsesión con la cronología fotográfica en la vida de mi hija. Sacaba un rollo de 36 cada 15 días, mandaba a revelar y armaba los álbumes. Era como un editor fotográfico de hace 20 años. Con la foto en mi mano recortaba bordes para que quedara centrado y armaba el collage para que entraran mínimo 3 por hoja, escribía el mes y el año, y me sentía satisfecha al ver terminada esa tarea cada mes... Candela empezó a crecer y no daba el tiempo durante el día para mi tarea ineludible, y como había vuelto a trabajar al cole después de los tres meses de licencia, el bricolage se trasladó a la noche... Me acostaba de madrugada luego de planificar y cumplir con ese deber autoimpuesto. Me daba placer verlo, pero la ansiedad era el comienzo de volver a tomar fotos y que el ciclo empezara otra vez... Cuando compramos la cámara digital, ya no eran 36 fotos quincenales... Eran montones y las imprimía con mala calidad en mi impresora. Vi que Candela ya tenía 7 años y podía observar y recordar cada momento en las fotos, pero ¿realmente lo había disfrutado? Fue duro darme cuenta que ya no podía y a la vez fue un alivio no hacerlo más... Ahora imprimo alguna foto que otra. La mayoría está en las memorias de los teléfonos. De aquellos álbumes hay muchas hojas vacías. Candela sacó las que más le gustaron para hacer sus propios paneles en su cuarto o tener en sus libros. Ella hizo su propia selección y me alegra. Confieso que cuando accedo a los estantes donde guardo lo que queda de mis tesoros “revuelvo” para que las imágenes me sorprendan. Aprendí que está bueno no saber lo que sigue o se antepone. Está bueno sorprenderse. Espero que te pase, Martín... Sorprendete sin depender de cronologías. Nisela Cittadino. Te entiendo. No te rindas. ¡Dale batalla un día a la vez pero sin mirar el calendario! Vin Simmons. Increíble. Sorprendente. Aunque suene correcto hacer cronológicamente algunas cosas, muchas veces se transforma en una obsesión y ahí es cuando la cronología de uno pasa a ser una costumbre enfermiza y te vuelves loco; y mas aun cuando no se logra el objetivo, se tiene una sensación de frustración que nos impide ver los logros. Bien por vos en publicar valientemente esta afección y espero que estés mejor de ahora en adelante. Gaby Estévez. Simplemente te quiero. Ahora empezá a escribir tu propia cronología. Ojalá pueda pasar por dos mates un día de estos. Bel Belén. Qué persona hermosa que sos, Martín.

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Julia Manuela Toledo. ¡Sé que lo vas a lograr, el primer paso ya lo diste! Mara Dal Lago. Increíble... Tu texto descontracturado me pareció muy bueno. Te felicito, mucho. Lamento que sufras por ser el genio que sos... o porque sabés que tenés pendiente renovar una tobillera o realizar una consulta oftalmológica o mejor dicho, sentir la necesidad de resolver estas tareas en orden cronológico. Yo creo que este tipo de particularidades nos definen. Te vi dos veces y supe que eras único. Sé que Leandro, Fanny y todos los que tratan de aliviar tu pesar lo saben. Tal vez no se trate de tirar toda la estructura a la mierda, sino bajar la intensidad. Quizás te rompa las pelotas que sea esto y no otra cosa lo que te distinga, pero si no lo podés superar, podés tratar de convivir con ello y ya no preocuparte porque nadie te pueda (o quiera) ayudar. Ya en broma... ¿sabés lo que algunos darían por un poco de tu TOC? Me incluyo. Mucha suerte, Martín, y hasta el próximo cruce en el 61. Negro Scott Capmany. ¡Estoy a tu disposición para andar en bicicleta y/o reír fuerte con vos cuando lo necesites! Sos un gran tipo, de esos que necesita el mundo para salir adelante, ¡no te rindas nunca! Nadia Hardy. Te leí y me dieron ganas de charlar con vos. Tres cafés, o más. Derrocharte el tiempo como quien abre una canilla y se va. Y enseñarte a soltar las cronologías mientras vos me enseñás a soltar los objetos de colección. Mariana Magog. Yo hace rato tranquilicé mis ansias aceptando que nunca voy a saber ni el 10% de lo que debería. Acepté que soy un ser común y corriente con un coeficiente intelectual promedio, que más sabe de sentido común que de cuestiones cognoscitivas. Solana Sayago. Cuando te conocí, te pregunté cuál era tu autor favorito, y vos me habías dicho “tengo un problema” o “una enfermedad” y yo me reí. Después te pregunte seria... “¿En serio?” y desde ese día sé sobre tu toc. Aunque gracias a vos ahora sé en qué años se escribieron algunos clásicos. Un gusto Martín toc. Chunchuna Arias. Hacelo, y si flaqueás acordate de que te quiero mucho.

Estos comentarios fueron escritos el día... no, ¡basta de cronologías!

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LO HAGO PARA QUE ME QUIERAN

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LO HAGO PARA QUE ME QUIERAN


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... Y acá también

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LO HAGO PARA QUE ME QUIERAN


Textos • ¿Cómo definirías tu vida en seis palabras?

5

• Burum bum bum

(1990)

6

• Walter Castaño

(1990)

8

• El amigo que perdí

(1990)

10

• El peso de la langosta

(1991)

13

• Violeta

(1991)

16

• Lo que ellas no pueden decir

(1991)

20

• 1992

(1992)

23

• La edad de mis preocupaciones

(1992)

27

• Apenas algo de Tavárez

(1992)

30

• Y él respondía “nada”

(1993)

34

• La culpa la tiene Casciari

(1993)

38

• El Mundial ’93

(1993)

41

• Terapia infantil

(1994)

48

• Rodolfito

(1994)

52

• Ir a la cancha es una mierda

(1994)

56

• ¡Soy varón, la puta madre!

(1995)

63

• Quiero estar en Wikipedia

(1995)

66

• La esperanza no desciende

(1995)

70

• Duhalde, mi buen amigo

(1996)

76

• Esquinas

(1996)

79

• Hoy maté al Piojo López

(1996)

84

• El doctor Moldes

(1997)

89

• Mi problema con Milito

(1997)

93

• Los Chakales 1 – Borges 0

(1997)

97

• Verano del ’98

(1998)

103

LO HAGO PARA QUE ME QUIERAN

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234

• No terminé el colegio (en serio)

(1998)

107

• Mi mentira tienes patas largas

(1998)

113

• El día que salvamos a Racing

(1999)

117

• Mi papá (por fin me animo)

(1999)

121

• Rencorito

(1999)

126

• Me cortaron el pene

(2000)

132

• Lo que me enseñó Marisa

(2000)

139

• Los Andes es sólo una cordillera

(2000)

146

• La basquetbolista más linda

(2000)

152

• El Asesino Anónimo

(2000)

157

• Lo que aprendí en un balcón

(2000)

160

• Qué hacer si gustás de tu amiga

(2001)

165

• Por qué odio Bariloche

(2001)

170

• Tan cerca del dolor y de la fiesta

(2001)

177

• La mentira del periodismo deportivo

(2002)

182

• ¿Y vos de qué trabajaste?

(2002)

187

• Yo fui eyaculador precoz

(2002)

195

• La revista más pobre del mundo

(2003)

200

• La agenda de la vergüenza

(2003)

206

• Mi primera muerte virtual

(2003)

211

• ¿Quién es el presidente de tus amigos?

(2003)

217

• Estoy enfermo

(2004)

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LO HAGO PARA QUE ME QUIERAN


Poemas • Te quiero

(1996)

83

• Y siempre

(1998)

101

• Desde dos puntos distintos

(1998)

106

• Tirando paredes

(1998)

111

• No quiero

(1999)

116

• Amanecer

(1999)

120

• Brilla

(1999)

125

• En busca de algo mejor

(1999)

131

• Gritárselo a ella

(2000)

138

• Mi mundo

(2000)

145

• Quién sabe

(2000)

150

• Ojos de cielo

(2000)

156

• Te sigo perdiendo

(2000)

164

• Acariciando tus manos

(2001)

169

• Historia del mar y la luna

(2001)

175

• El efecto de resucitar

(2001)

181

• Así es nuestro amor

(2002)

186

• Sueño de una noche de invierno

(2002)

194

• Cuando estamos en guerra

(2002)

199

• Chico listo

(2003)

205

• Rayuela

(2003)

210

• La salida que me encierra

(2003)

216

• Cuando estoy sin vos

(2003)

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En el caso de los textos, entre paréntesis se aclara el año al que hacen referencia. En el caso de los poemas, al año en que fueron escritos.

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Créditos y aclaraciones Textos Martín Estévez Diseño de tapa Matías Arias Foto de tapa Luz Panizzi Diseño de interior Fernando Delmonte (En realidad, Fernando me armó un re lindo diseño, pero yo después le fui diciendo “cambiale esto, cambiale esto, ay esto no me entra, ¿no puede ser más chico?” y terminé arruinándolo. Todo lo lindo que quedó es suyo; todo lo desprolijo es culpa mía). Ilustraciones • Valeria Macchia (página 10) • Matías Arias (página 13) • Lean Nahuel Ramos (páginas 34 y 160) (En su momento se las pedí como tapa para la impresión de esos cuentos o para un blog, pero decidí usarlas acá también). - La ilustración de la página 6 es © Caloi. - La ilustración de la página 37 es © Tute. Fotos • Las de las páginas 56, 63 y 132 las sacó Tatiana Sawicki. • La de la página 89 la robé del facebook de un familiar del doctor Moldes. • Por si no se ve la de la página 146, la explico: es una imagen del partido Los Andes-Racing mezclada con una de la cordillera de los Andes. • El fotomontaje de la página 207 lo hizo Fernando Delmonte, sobre una foto del Perón de mis amigos: Pablo Scoccia. Textos • La mayor parte de estos textos los publiqué entre 2010 y 2017 en el blog palabrasenreveradas.blogspot.com. • Los poemas los escribí sobre papel entre 1996 y 2004. • Los comentarios de cada texto fueron escritos originalmente en Facebook o en el blog.

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LO HAGO PARA QUE ME QUIERAN



Las contratapas, muchas veces, están escritas por el autor, que finge ser otra persona. Pero no voy a colaborar con esa hipocresía: esto lo escribo yo, Martín Estévez, y les cuento que este es mi primer libro. Lo hago para que me quieran contiene 48 cuentos, 23 poemas, 33 fotos, 13 dibujos, 12 hojas de cuadernos de primaria, 3 recortes periodísticos, una carta, un boletín de escuela y 269 comentarios publicados en facebook o en blogs. Este libro no se consigue de modo tradicional: hago ediciones gratis para personas que quiero mucho o para que sean prestadas de mano en mano, por ahí alguna para vender al costo y una versión digital para los que viven lejos o los que no quieren esperar a que alguien se los preste. Podría decir que Lo hago para que me quieran cuenta mi vida entre 1990 y 2004, pero me gusta pensar que en realidad usa mi vida de excusa para preguntarte a vos (sí, a vos) qué esquinas te pertenecen, quién es el presidente de tus amigos y cuáles fueron tus trabajos más raros, pero también para invadir tu intimidad, escarbar tus recuerdos y cuestionar tus ideas, tu sexualidad, tus tristezas, tu forma de vivir. Si este libro te gusta, podés esperar el segundo o seguir leyendo la historia en palabrasenreveradas.blogspot.com. Y si no te gusta, no hay problemas, porque no lo hago para que te guste:

Lo hago para que me quieran.


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