Revista viernes del diario de centro américa del 06 de julio de 2018

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Guatemala, viernes 6 de julio de 2018

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do en Shelley, quien se aprendió de memoria pasajes de la obra de su madre. La autora de Frankenstein visitaba la tumba de Wollstonecraft casi a diario y llevó allí al que sería su futuro marido, de quien adoptaría el apellido. El ambicioso volumen de Charlotte Gordon, entre el ensayo y la narrativa, hace justicia con ambas—y con la historia— y las presenta con capítulos casi entrelazados, muestra el eco de Wollstonecraft que vivía en Shelley y la imagen de Shelley que proyectaba su propia madre. Gordon recoge cartas, diarios, poemas, imágenes y biografías como un rompecabezas incompleto y los junta para formar la imagen entera. Qué ciegos, parece decir, habíamos estado hasta ahora.

Feminismo, amor libre y libertad política

Tanto en época de Wollstonecraft como de Shelley, a pesar de ser un caldo de cultivo de revoluciones —la americana y francesa coincidieron en la época de la madre, y su hija vivió de lleno el Romanticismo— los derechos de la mujer “eran tan absurdos como los de los chimpancés”. En el siglo XVIII, las niñas debían obedecer a los hermanos y padres; las mujeres casadas no podían tener propiedades ni pedir el divorcio; era legal que los maridos pegaran a sus esposas —es más, se alentaba—, y si la mujer trataba de huir, sería una prófuga y el esposo podría encarcelarla. Wollstonecraft y Shelley, claro, se pasaron esto por el arco de triunfo. De pequeñas, ambas se sentían cercadas por la pobreza y una familia asfixiante —Shelley se empezó a sentir así cuando su padre se casó con su madrastra— y ambas se independizaron y se relacionaron románticamente con quien ellas quisieron —Shelley, por su esposo, fue partidaria en un principio del amor libre, y Wollstonecraft rechazaba la idea del matrimonio—.

En la escritura de Mary Shelley siempre estuvo la sombra de su madre.

Romper los lazos

En su escrito, Wollstonecraft quería que las libertades política y sexual fueran de la mano, romper los lazos de los matrimonios desiguales y que los hombres aprendieran a ver a las mujeres como dignas compañeras. Ambas fueron duramente criticadas por sus ideas radicales, agravadas por ser mujeres. En 1786, después de la primera publicación de Wollstonecraft — Reflexiones sobre la educación de las hijas—, no había nadie más que hubiera expuesto los padecimientos de las jóvenes que intentaban independizarse, y menos con el tono coloquial con el que ella pretendía dejar plasmada su indignación. Wollstonecraft, con el tiempo, se convirtió en la primera escritora que recibía encargos habituales por parte de un editor, aunque eso no le evitó ser el blanco de críticas que, como poco, ironizaban sobre su condición de mujer. Shelley también tenía el camino marcado: las ventas de Frankenstein descendieron en cuanto se supo que el autor no era un hombre.

Filosofía revolucionaria

Fue tras independizarse y encontrar cobijo en unos conocidos cuando Wollstonecraft comenzó a familiarizarse con el pensamiento de John Locke, cuyos escritos habían sido prohibidos por la Universidad de Oxford en 1701. “Los seres de la misma especie y rango deberían ser iguales”, “el marido no debería tener más poder sobre la vida de su esposa que ella

Wollstonecraft, pionera del feminismo.

sobre la de él”, fueron algunos de los principios que la alentaron a seguir sus ideales. Quería elegir su futuro, no quería quedarse en casa cuidando de sus hermanas pequeñas en la tiranía impuesta por su padre. Según Rousseau, la humanidad debía gozar de su derecho intrínseco a la independencia. Mary, que criticaba la representación que el autor ginebrino hacía de las mujeres, deducía que ellas también lo tenían y, por tanto, tenía derecho a resistirse de las exigencias de su familia. Años después de la muerte de Wollstone-

craft, su hija Mary bebería de la misma fuente gracias a su padre Godwin. Locke y Rousseau ocupaban las conversaciones a la hora de comer, y Mary se impregnó desde pequeña de la misma idea que su madre antes: “Hay que romper las cadenas de las convenciones”. Desde niñas se sabían destinadas a hacer algo grande. Si algo destaca de la lectura de la vida de ambas, además de su hambre de revolución y libertad, es su enorme ambición. La filosofía romántica, revolucionaria y libertaria de Mary y su marido Shelley la llevó a huir del seno familiar —siempre entre gastos, pobreza y cansancio— y fue en uno de sus viajes cuando se topó con la semilla que acabaría germinando en su novela: un castillo cuyo nombre era Frankenstein, cerca de Holanda, y que, según la leyenda, estaba habitado por el alquimista Konrad Dippel, obsesionado con hallar una cura para la muerte. Es imposible no remitirse a Frankenstein después de leer el completo volumen de Gordon. Se antoja devorar otra vez la fantástica obra de Shelley, empaparse nuevamente de la terrible historia para, ahora, ver el reflejo de Wollstonecraft en ella. Durante su escritura, Mary Shelley apeló a sus propias experiencias de niña cuya madre murió en el parto, y profundizó en su rabia y su dolor. Gordon explica que si el relato lo hubieran escrito Shelley —su marido— o Byron —presente al comienzo de su escritura—, no parece probable que hubieran imaginado una situación de estas características. “También ella, como la criatura, se sentía abandonada por su creador”. *El Confidencial


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