


Publicado por: Editorial El Planeta
Autora: Ximena Jurado
© 2024 El Planeta
Editorial El Planeta
Calle 72 #10-45
Bogotá D.C., Colombia
Diagramación: Camila Rodríguez
Diseño de portada: Juan Pérez
Registro ISBN-10: 987-65-43210
Registro ISBN-13: 978-987-65-43210
Impreso en Colombia
Derechos reservados © 2024
Dedicado a:
Todas las personas que sueñan con un futuro mejor. No pretendo mostrar una historia cruda, sino reflejar la realidad tal como cada uno la percibe, con la esperanza de que juntos podamos transformarla.
CAPÍTULO I El Niño
CAPÍTULO II El habitante de calle
CAPÍTULO III
prostituta
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO I
Laventana de mi cuarto es mi escape favorito. Desde ahí, me gusta imaginar que la ciudad es diferente. Me asomo y pienso que los buses rojos son dragones gigantes que se mueven rápido por un laberinto. A veces imagino que los edificios altos son castillos donde viven reyes y reinas, y las calles llenas de carros son ríos de lava que los héroes tienen que cruzar para salvar al mundo. Me gusta inventar historias porque la realidad no es tan divertida. Nuestra casa no es grande, pero tampoco tan pequeña. Al menos eso dice mi mamá. Yo creo que es del tamaño de una caja de zapa tos, aunque a veces imagino que la pared que separa nuestro cuarto de la sala se puede abrir con un botón secreto. ¿Te imaginas? Una pared que se mueve y de repente tienes un cuarto más grande donde cabe de todo: una cama para mí solo,
un escritorio para hacer tareas y una estantería llena de juguetes.
Por las mañanas, cuando mi mamá prepara café, me gusta quedarme en la cama con los ojos cerrados, pero no porque tenga sueño, sino porque estoy soñando despierto. Me imagino que somos ricos, que no tenemos que preocuparnos por pagar el arriendo ni por comprar comida. En mis sueños, mi mamá tiene un trabajo diferente, uno donde no tiene que estar todo el día de pie, con las manos llenas de harina y los pies adoloridos. A veces la imagino trabajando en una oficina, con un escritorio grande y una silla cómoda. Pero esos son solo sueños.
Cuando ella se va, me quedo solo en casa. No me molesta estar solo porque tengo mi imaginación. Miro por la ventana y juego a adivinar adónde van las personas. Veo a una señora con una bolsa llena de verduras y pienso que va a preparar una sopa gigante para su familia. Veo a un señor con un maletín y me imagino que dentro lleva un tesoro que tiene que entregar antes de que caiga la noche. Veo a los niños que pasan corriendo con sus mochilas y pienso que son aventureros en busca de un lugar mágico. En el colegio, las cosas no son tan emocionantes. Mi profesor dice que estudiar es importante, que tenemos que esforzarnos para ser alguien en la vida. Pero a veces no entiendo para qué sirve todo eso. ¿De qué me sirve saber cuánto es siete por ocho si mi mamá sigue llegando
cansada a casa? ¿De qué me sirve escribir bien si no tengo a quién escribirle?
En los recreos, me gusta sentarme solo y mirar el cielo. Bueno, lo que se alcanza a ver del cielo entre los cables de luz y los techos de los edificios. A veces imagino que soy un piloto de avión, volando por encima de todo. Desde allá arriba, Bogotá se ve diferente. Los carros no hacen ruido, las personas no se empujan, y todo parece más tranquilo.
Una vez, vi a una niña llorar en el patio. Estaba sola, con la cara escondida entre las manos. Quise acercarme para preguntarle qué le pasaba, pero no me atreví. Me quedé mirándola desde lejos y pensé que, tal vez, ella también tenía una vida difícil. Me pregunté si su mamá también trabajaba todo el día, si también tenía problemas en casa. A veces siento que todos estamos rotos de alguna manera, pero no lo decimos.
Cuando salgo del colegio, camino despacio por las calles. Me gusta observar todo, como si estuviera en una película. Paso por una tienda donde siempre hay un señor gordo que me mira como si estuviera vigilando que no robe nada. Paso por una esquina donde hay un hombre con un perro flaco. Mi mamá dice que no le dé dinero, pero yo siempre siento ganas de ayudarlo. Una vez le di una galleta, y él me sonrió. Fue una sonrisa triste, pero una sonrisa al fin.
En casa, espero a que mi mamá regrese. A veces me aburro y dibujo en mis cuadernos. Me gusta dibujar superhéroes porque ellos siempre pueden resolverlo todo.Uno de mis favoritos es uno que inventé:
“El Hombre Tiempo”. Él puede detener el tiempo y arreglar las cosas antes de que se salgan de control. A veces desearía tener su poder.
Cuando mi mamá llega, casi siempre está muy cansada para hablar. Se quita los zapatos y se sienta en la cama con un suspiro largo. Yo intento animarla. Le pregunto cómo estuvo su día, pero ella solo dice:
“Bien, hijo”. A veces me cuenta cosas, como que un cliente se quejó porque el pan estaba frío o que una señora le pidió que trabajara más rápido. Yo la escucho en silencio porque no sé qué decir.
Por las noches, cuando todo está oscuro, me acuesto en mi cama y pienso en cosas que me gustaría cambiar. Me gustaría que mi mamá tuviera un trabajo mejor, que no estuviera tan cansada todo el tiempo. Me gustaría que Bogotá fuera un lugar más bonito, con menos basura en las calles y menos gente triste. Pero sobre todo, me gustaría que mi mamá pudiera sonreír más.
pienso que la ciudad es como un monstruo. Un monstruo grande que nos traga y no nos deja salir. Pero también pienso que, si somos fuertes, podemos vencerlo. Mi mamá siempre dice que las cosas van a mejorar, que tengo que ser paciente. Yo no sé si creerle, pero quiero hacerlo, porque ella nunca se equivoca.
CAPÍTULO II
Dicen que en la calle uno se acostumbra a todo, pero no es cierto. El frío no se acostumbra. La mirada de desprecio no se acostumbra. El hambre tampoco. Lo que pasa es que uno aprende a vivir con eso, como quien aprende a caminar con una piedra en el zapato. Duele, pero sigues avanzando porque no hay otra opción.
Mi nombre no importa porque aquí, en la calle, nadie pregunta nombres. Yo soy “el tipo de la esquina”, “el loco de la chaqueta rota” o simplemente “el indigente”. Para la gente soy invisible hasta que quieren que me haga a un lado. Entonces, de repente, existo.
Bogotá no es la ciudad que me prometieron. Cuando llegué aquí, hace años, pensé que sería el lugar donde podría empezar de nuevo. Me imaginaba trabajando, ahorrando, alquilando un cuartico, construyendo algo, aunque fuera pequeño. Pero la ciudad me tragó. Bogotá no da segundas oportunidades. Si caes, te quedas abajo.
Mi día empieza antes que el de todos. El amanecer en la calle es extraño. No hay silencio, solo un zumbido constante: carros, pasos, voces lejanas. Yo duermo en un parque cerca de una avenida grande. No me gusta quedarme mucho en un solo lugar porque la policía nos saca. “No pueden estar aquí”, dicen, como si la calle tuviera dueño.
Me levanto, sacudo el cartón que uso como cama, y empiezo a caminar. Caminar es todo lo que hago. Dicen que los pasos curan la tristeza, pero yo creo que solo la aplazan. Camino porque no quiero que me vean como alguien fijo, como una estatua de pobreza que da mala suerte. Cuando te quedas quieto, los otros te miran más.
Las caras de las personas me dicen todo lo que necesito saber. Están las miradas que me esquivan, como si temieran que yo les pi diera algo. Luego están las que me miran con asco, como si yo fuera menos que ellos. Pero las que más me duelen son las miradas de lástima. Esas que dicen “pobre tipo”, pero que no se detienen a preguntar quién soy o qué me pasó.
Siempre llevo conmigo una bolsa con mis cosas: un par de camisetas viejas, una cobija rota y un cuaderno. El cuaderno es lo único que me queda de mi vida anterior. Antes de la calle, yo tenía una casa, una familia, un trabajo. Escribía poemas en mis ratos libres, y aunque nunca fueron buenos, me hacían feliz. Ahora, cuando encuentro un lápiz, escribo en
ese cuaderno. Es como hablar conmigo mismo, recordarme que todavía soy alguien.
El hambre es una compañera fiel. Siempre está ahí, como una sombra que nunca se va. Aprendí a comer cualquier cosa: pan duro, sobras, lo que sea. Una vez encontré un sándwich casi entero en la basura. Lo comí rápido, con la desesperación de quien teme que alguien más se lo quite. No me sentí bien después, pero el vacío en mi estómago desapareció por un rato.
A veces la gente deja monedas en mi mano. Yo agradezco, siempre agradezco. No importa si es poco o mucho, porque sé que no tienen por qué hacerlo. Pero otras veces me
Vago”, “perezoso”, “drogadicto”. No saben nada de mí, pero ya tienen mi historia escrita en sus cabezas.
En la calle se ven cosas que otros no ven. Veo a los niños corriendo al colegio, con sus uniformes limpios y sus mochilas nuevas. Veo a los adultos apurados, con los ojos pegados al celular, como si ahí estuviera la respuesta a todo. Veo a las parejas peleando en los semáforos, a los ancianos pidiendo ayuda, a los perros callejeros buscando comida.
Una vez, vi a una señora llorando en una banca del parque. Estaba bien vestida, con una cartera elegante y zapatos caros. Me acerqué para ofrecerle un pañuelo que tenía en mi bolsillo. Me miró con sorpresa, como si no entendiera por qué alguien como yo haría eso. No dijo nada, solo tomó el pañuelo, se limpió las lágrimas, y se fue. Nunca supe por qué
lloraba, pero pensé que, tal vez, ella también tenía su propia calle, su propia lucha.
Por las noches, cuando el frío aprieta, me gusta mirar las estrellas. No hay muchas que se vean en Bogotá, pero las pocas que aparecen me hacen sentir menos solo. Pienso en mi familia, en lo que hacía antes, en cómo llegué aquí. No me gusta hablar de eso porque es como abrir una herida que nunca cicatriza.
Hay días en que me pregunto si esto es todo lo que me queda. Si voy a pasar el resto de mi vida caminando por estas calles, durmiendo en cartones, esquivando miradas. Pero luego recuerdo que sigo aquí, que sigo respirando, y eso significa algo.
Bogotá no es amable con los que caen. Pero yo sigo de pie, aunque mis zapatos estén rotos y mis manos estén sucias. Sigo de pie porque no quiero desaparecer.
CAPÍTULO III
Los peores son los casados. No porque sean más agresivos o más extraños, sino porque traen consigo una hipocresía que me revuelve el estómago. Llegan con sus anillos brillando en los dedos, como si ese pedazo de metal no significara nada para ellos. Hombres con camisas planchadas, loción cara y carros que valen más de lo que yo ganaré en toda mi vida. Hombres con vidas que, desde fuera, parecen perfectas.
Al principio, pensé que serían diferentes. Que tal vez serían discretos, respetuosos, incluso amables. Pero la verdad es que son los más descarados. Algunos ni siquiera intentan esconderlo. “Mi esposa me aburre”, me dijo uno una noche, mientras prendía un cigarrillo. Tenía una sonrisa que me pareció más triste que coqueta. “Es hermosa, sí, pero ya no me emociona. Es como un cuadro bonito en la pared; lo miras, pero ya no lo sientes”.
Me dio tanta rabia escucharlo. ¿Cómo puede alguien hablar así de la persona con la que se supone que comparte su
vida? Pero no dije nada. No puedo decir nada. En este trabajo, el silencio es mi arma y mi condena.
Otros actúan como si estuvieran haciendo algo heroico al buscarme.
“Mi esposa no entiende lo que necesito”, me confesó otro, un hombre de unos cuarenta años, con el cabello perfectamente peinado y una voz que sonaba como si estuviera dando una conferencia. “Ella está ocupada con los niños, con el gimnasio, con sus amigas… No me queda más remedio”.
No me queda más remedio. Esa frase se me quedó grabada. Como si venir aquí, a buscarme, fuera una obligación, una necesidad básica que no pueden ignorar. Nunca piensan en mí, en lo que yo siento, en cómo me afecta ser la salida rápida a sus frustraciones.
Pero lo que más me impacta es cómo hablan de sus esposas. Algunos lo hacen con desprecio, como si ellas fueran las culpables de todo. “Ella nunca quiere nada”, “solo piensa en sus cosas”, “ya ni se arregla para mí”. Otros, en cambio, hablan con una mezcla de amor y culpa que me confunde. “Es una buena mujer, ¿sabes? Pero no lo entiende. No entiende que a veces necesito algo más”.
Siempre me pregunto qué pensarían esas esposas si supieran. ¿Sabrán algunas? ¿Habrán notado las excusas, las salidas tardías, el perfume ajeno en sus camisas? Tal vez sí, pero prefieren callar, como yo. En el fondo, creo que muchas de ellas son como yo: atrapadas en una situación que no eligieron, pero que aceptan porque creen que no hay otra salida.
Una vez, uno de esos hombres me llevó a un motel lujoso. Mientras subíamos en el ascensor, me mostró una foto de su familia en su celular. “Mira, estos son mis hijos”, me dijo, con una sonrisa orgullosa. Eran dos niños pequeños, con uniformes escolares y caritas felices. En el centro de la foto estaba su esposa, una mujer hermosa, con un vestido rojo y una mirada cansada pero cálida. No supe qué decir. ¿Por qué me mostraba eso? ¿Quería que supiera lo que estaba destruyendo o simplemente no le importaba? Esa noche, cuando todo terminó, me sentí más sucia de lo normal. No porque él fuera peor que otros, sino porque no podía dejar de pensar en esa foto. En esos niños, en esa mujer. Me imaginé a la esposa esperándolo en casa, preparando la cena, preguntándose por qué estaba tardando tanto. Me imaginé a los niños corriendo hacia él, abrazándolo, sin saber dónde había estado ni con quién.
Los hombres casados no buscan solo placer; buscan sentirse vivos. Quieren algo que les haga olvidar la rutina, la monotonía, el peso de las expectativas. Pero no se dan cuenta de que, al hacerlo, nos cargan a nosotras con su vacío, con su culpa, con su fracaso.
A veces, cuando uno de ellos se va, me quedo pensando en lo que pasará después. ¿Volverán a casa y besarán a sus esposas como si nada hubiera pasado? ¿Se acostarán en sus camas matrimoniales y dormirán tranquilos? ¿O tal vez sentirán una punzada de culpa antes de convencerse de que fue solo una noche, un error insignificante?
Lo más irónico es que muchos de ellos me tratan como si yo fuera menos que ellos, como si estar aquí fuera mi culpa. “Eres buena en lo que haces”, me dijo uno una vez, como si fuera un cumplido. Quise responderle que él también era bueno en lo que hacía: mentir.
Bogotá está llena de hombres como ellos. Los ves en restaurantes caros, en reuniones de negocios, en parques jugando con sus hijos. Son los hombres que todos admiran, los que tienen “la vida perfecta”. Pero yo sé la verdad. Sé que detrás de esas fachadas hay un abismo que intentan llenar con mujeres como yo.
Por eso, cada vez que veo a un hom bre con anillo en el dedo, siento una mezcla de rabia y tristeza. Rabia porque sé lo que va a pasar. Tristeza porque, aunque nunca lo admitirán, son tan miserables como yo.
CAPÍTULO IV
Lavida de un político es un torbellino de reuniones, llamadas, correos electrónicos y eventos interminables.
Todos los días parecen similares, pero a la vez diferentes, como una película que se repite, con ligeros cambios en el guion. El sol apenas se ha levantado y ya estoy en la primera reunión del día, una videollamada con un grupo de asesores, discutiendo los puntos de una ley que aún no he leído en su totalidad.
Me pierdo entre los números, las propuestas, las estrategias de comunicación que se deben manejar para que la información llegue de manera efectiva. Sin embargo, lo único que realmente retengo en la cabeza son los nombres: los de los aliados, los de los opositores, los de los que pueden mover la balanza en cualquier momento.
Las voces a mi alrededor son incesantes. Todos parecen tener una opinión sobre cómo deben hacerse las cosas. Cada consejero, cada colaborador, cada periodista que se
cruza en mi camino tiene su propia visión de lo que “debería” suceder. “Esto es lo que la gente espera”, dicen, como si yo fuera una especie de dios que puede cumplir las expectativas de miles de personas con una sola decisión. Las reuniones se hacen largas, las discusiones se tornan acaloradas, y al final, el reloj avanza mucho más rápido que mis pensamientos. A veces, no tengo ni tiempo para respirar.
La política es un mar de intereses, y navegarlo requiere una destreza especial. Alguien siempre va a estar molesto, alguien siempre va a estar agradecido, y no importa lo que hagas, siempre habrá alguien que te critique.
Las redes sociales son un campo de batalla donde las palabras se disparan como balas. Si una decisión no gusta, los ataques son inmediatos, feroces, como si el público estuviera esperando tu error para lanzarte a la hoguera. No importa lo que haya detrás de esa decisión, el cómo la implementes, el por qué la tomaste: lo único que importa es lo que el público ve.
Al principio, esos ataques me afectaban. El sonido de las notificaciones de Twitter, los comentarios llenos de rabia, las fotos de mi rostro con frases despectivas sobre mi gestión. Pero aprendí rápidamente a ignorarlos. En la política, la única forma de sobrevivir es no dejarse arrastrar por el ruido. El verdadero trabajo se hace en las sombras, lejos de las cámaras, lejos de los flashes. Es en esos momentos, en las conversaciones privadas, donde se forjan los acuerdos, donde se construye el futuro de la ciudad.
Sin embargo, la otra cara de la moneda es aún más compleja. En cada discurso, en cada propuesta, hay un constante tira y afloja entre lo que yo quiero hacer y lo que el otro
bando quiere lograr. Es una batalla diaria, en la que la estrategia y la retórica son las armas más poderosas. Cada vez que veo un nuevo proyecto de la oposición, no puedo evitar sentir una chispa de crítica. “Es un mal plan”, me digo, sin siquiera haber analizado a fondo su propuesta. No me importa lo que ellos piensen, lo que quiero es que mis ideas prevalezcan, porque lo que está en juego no es solo la ciudad, es también mi reputación, mi futuro político. Es una lucha por el poder, y a veces, eso hace que pierda de vista el verdadero propósito de estar aquí.
Las voces críticas, los discursos en el Congreso, los comentarios en los medios: todo eso me rodea, me absorbe. Cada vez que un proyecto de la oposición pasa o se hace viral, siento que la mirada del público se voltea hacia mí, preguntándose qué voy a hacer al respecto. Mi función no solo es liderar, también es mantener el control de la narrativa. Es fundamental que mi imagen se mantenga intacta ante la opinión pública, porque sin esa aprobación, nada de lo que hagamos tiene sentido. Y no es fácil, especialmente cuando el otro bando está tan decidido a hacerme caer. La política, al fin y al cabo, es un juego de máscaras y apariencias.
Los almuerzos, los encuentros casuales, las reuniones privadas en restaurantes elegantes: todo está lleno de estrategias. Hay promesas hechas en el aire, acuerdos verbales, sonrisas falsas. Los enemigos no siempre son fáciles de identificar; a veces se esconden bajo una fachada de cortesía, de apoyo aparente, mientras afilan el cuchillo en la espalda. La traición es una moneda de cambio constante en este mundo, y yo no soy ajeno a ella. A veces, me pregunto si el:
“ “juego limpio” existe siquiera en la política, o si todos estamos aquí para manipular, para usar a los demás, para ganar a toda costa.
Pero todo eso tiene un precio. Mientras más subo en la escalera política, más me alejo de la gente que realmente importa. En mi círculo, las conversaciones son sobre estrategias de poder, sobre aliados y traiciones, pero rara vez se habla de lo que realmente le ocurre a la ciudad. Los temas “importantes” están siempre en la agenda: transporte, seguridad, educación, salud. Pero la gente que vive en las calles, la que no tiene acceso a esas promesas, es una sombra en el fondo de todas esas discusiones. Yo hablo de cifras, de estadísticas, de porcentajes, pero nunca tengo que mirar a los ojos a las personas que luchan por sobrevivir día a día. Ellos son una parte invisible de la ciudad, una parte que solo existe en los discursos de campaña, pero no en las decisiones reales que se toman a puertas cerradas.
Es extraño cómo las prioridades cambian cuando tienes poder. Antes de ser político, pensaba que la política era una herramienta para ayudar a la gente, para resolver problemas. Pero ahora, lo veo como un medio para asegurarse de que tus intereses estén protegidos, de que tu imagen siga intacta. Ayudar a la gente, claro, siempre está en la lista de prioridades, pero es más una cuestión de mantener la apariencia que de hacer algo real y tangible por ellos.
Los enemigos no son siempre los del partido contrario. Los verdaderos enemigos están dentro, son aquellos que se deslumbran por el poder y la fama, aquellos que olvidan por qué llegaron a este lugar. Y a veces, yo también me siento atrapado en esa dinámica. Me veo en las reuniones, en los eventos, sonriendo, levantando la copa de vino, saludando a los aliados. Pero en mi mente, la pregunta persiste: ¿realmente estoy haciendo lo correcto?
Bogotá es una ciudad que avanza, que lucha, que se reconstruye. Y yo, desde mi oficina, me siento como un espectador privilegiado, pero también desconectado.
Cada día es más difícil saber si lo que estamos haciendo es suficiente o si simplemente estamos buscando nuestro propio beneficio mientras la ciudad sigue creciendo en medio de las contradicciones, las injusticias y los problemas no resueltos. Y mientras el tiempo avanza, mi vida se convierte en una serie de decisiones que, en su mayoría, ya no son mías.
El bus llegó tarde, como siempre. Bogotá era un mundo extraño para mí, un caos de motores y gente que me recordaba que este era mi último intento. Al subirme, las miradas me hicieron sentir como un intruso. Venía de un pueblo perdido en los mapas, donde la vida era tranquila pero llena de promesas incumplidas. Escuché que Bogotá tenía oportunidades, pero al llegar, descubrí que no eran para todos, sino para quienes ya estaban conectados al sistema.
Cada mañana empieza igual: desayuno lo poco que tengo y salgo en busca de trabajo. He intentado de todo, pero siempre es lo mismo: “No hay vacantes”, “Buscamos a alguien con experiencia”. Cada rechazo pesa más que el anterior, y aunque mi mente busca soluciones, mi cuerpo se cansa de esta rutina.
La ciudad es una jungla. Los que no encajan se pierden en sus grietas. Aquí nadie te mira ni escucha tu historia.
En cada esquina veo rostros como el mío, gente luchando contra el olvido. A veces pienso en mi pueblo, donde al menos la gente sabía quién eras. En Bogotá, soy invisible.
Camino por calles llenas de vitrinas y autos de lujo, pero todo se siente inalcanzable. Me pregunto si fue un error venir aquí. Creí que las puertas se abrirían, pero la ciudad no espera por quienes no tienen un nombre o conexiones. Hoy sigo buscando algo que me haga sentir que pertenezco, aunque el vacío persista.
El tiempo en esta ciudad parece avanzar distinto, como si el ritmo frenético de la vida no dejara espacio para detenerse y respirar. A veces me pregunto si alguna vez lograré adaptarme, si un día sentiré que pertenezco aquí. Pero mientras sigo caminando por sus calles, lo único que encuentro son más barreras, más puertas cerradas.
Pienso en todos los que, como yo, han llegado con sueños y esperanzas solo para encontrarse con el muro frío de la indiferencia. Somos muchos los que caminamos invisibles, los que luchamos cada día por algo mejor. Me aferro a esa pequeña chispa de esperanza que me queda, a la idea de que tal vez un día, Bogotá nos dé un respiro, nos permita dem ostrar que también merecemos un lugar. Mientras tanto, sigo adelante, un paso tras otro, buscando en esta selva de concreto un rincón que pueda llamar hogar.
Desde tus ojos, ¿cómo ves Bogotá hoy?