La ronda de los adanes

La novela “La Ronda de los Adanes” fue inscrita por su autor bajo el N° 254.557, del año 2015, en el departamento de Derechos Intelectuales de Santiago de Chile.

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LA RONDA DE LOS ADANES

M. KAHN WALKER

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A los hombres de carne y hueso que con su desgraciada, infeliz tarde o existencia, hicieron posible esta ficciรณn.

In memoriam Manuel Altamira, periodista.

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UNO

TIEMPO DE PLANTAR Y TIEMPO DE ARRANCAR LO PLANTADO

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I

Olegario Fonseca decidió partir, aunque eso significara eludir una muerte casi segura para encontrar otra sin el disfraz angustioso de la lenta agonía, directa como una bala entre los ojos. Era ya el último trueque entre las pequeñas y las casi imposibles probabilidades.

Ninguna sombra se dibuja en la arena. El grupo de hombres está en medio de los granos tórridos que la tarde encaja en las gargantas trastornadas, convirtiendo sus estómagos en pozos vacíos de paredes amarillas y aguas muertas.

Lo cierto era que, al contrario de sus deseos o de lo que hubiesen practicado con mínimos conocimientos en la vida, la salvación esta vez era individual. Juntos serían fácilmente descubiertos. Así, la primera decisión que habían tomado había sido que cada cual se marchara por su lado y como pudiera por la arena, resistiendo la sed, las desgracias, el sol, las malditas desgracias.

Cuando Olegario trazó su propuesta, los demás asintieron con gestos, como si ya lo hubiesen tenido decidido de antemano y toda palabra sobrara o fuera un obstáculo más en la obsesión de los días y las noches que duraba su abandono. Cierto que respetaban a Olegario Fonseca, pero en este caso más que acatamiento o devoción, jugaba el instinto sus cartas que no subían de un escuálido dos de trébol.

Quien volviese a la plantación debería traer el agua y la comida que les permitiera resistir la caminata que los llevaría hasta los confines del desierto.

Olegario habló con una voz estrictamente matizada, ni ronca ni suave, y en ese mismo tono lanzó la pregunta que quemó tanto como la arena en donde los más débiles 5

y enfermos agonizaban, rogando por una penumbra que ya de nada les serviría: -¿Quién toma ese rumbo? –Preguntó.

El silencio ganó el espacio. Regresar a la plantación era riesgoso pues allí ya podía estar la policía o el ejército, pero quedarse era permanecer atado a ese lugar como a un espejismo de incrédulo abandono; era inmovilizarse frente a la brasa que se dibujaba redonda en los ojos cada vez más desmesurados y cercanos de los buitres: bestias atrevidas que los hombres veían descender sobre su pasividad, las alas desplegadas rozando mortalmente sus cabezas.

El mutismo cobraba espesura, comenzaba a atardecer y el primer frío se tocaba en el aire. En medio de todos, por debajo del insistente aleteo, a veces algo descontrolado a causa de los ademanes involuntarios de los hombres, Olegario, reflejando en sus ojos un sol ya casi perdido, decide: -Yo voy al rancho.

Nereo Cuadros levanta la vista y atrapa en Olegario Fonseca la camisa andrajosa, las matas de pelo renegrido, apelmazado por el sudor; y recordó los gestos de su compa. Estrujó la memoria y por fin llegó el perfil buscado en la instantánea de la humedad de los hoyos que ambos cavaban para el Metro de la ciudad y, si hurgaba en su memoria un poco más, llegarían también sus arrestos de peón malcriado que lo llevaban a cagarse en Dios, en el aire, en sus pulmones, en esa tos sombría ganada en la ciudad.

-Yo voy con usted, compa. –Propone Nereo.

Olegario se le queda mirando y no dice palabra, solamente mueve la cabeza en un gesto desconsolado, igual al desamparo.

-¿Por qué no, Olegario?

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-Basta que uno se arriesgue, hay que ahorrar energías mientras exista la esperanza de conseguir agua. Iré solo, insiste.

Nereo acata la decisión de Olegario suplicándole a su memoria guardar este pedacito de tiempo para recordarlo. Así, cuando salga de ésta y sea viejo, tendré para sentarme a la puerta.

Olegario Fonseca se levanta y frente a la noche del desierto hurga las bolsas como si buscara algo de lo perdido; sin embargo, al momento de caer en la cuenta de lo inútil de sus manos, que solo cosquilleaban sus piernas entre las telas de algo que alguna vez fue pantalón y nuevo, trazó su propuesta: -Nos iremos cuando vuelva con las provisiones y el agua. Trataremos de salir de este desierto marchando en sentido contrario al rancho y en grupos pequeños para evitar ser descubiertos. – Olegario hace una pausa durante la cual su vista descansa en el conjunto de pies callosos. No encuentra las palabras que, en su opinión, pudieran aclarar precisamente la ruta de la salvación, de allí que su voz ahora parece andar a tropezones en la lengua reseca y resbalar en la poca saliva. Sabe que el regreso es incierto y que puede quedarse en el camino y ellos mirando el infinito y rogando con un hilillo de vida, por eso agrega: -Si vuelvo, tal vez podamos llegar a algún pueblo, si vuelvo, pero…puedo no volver.

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II

Nereo Cuadros se despide de muy pocos, va esperanzado a probar suerte a la capital y la duda lo amenaza: toda su vida ha sido campesino y sus manos, toda su estructura está hecha para morar sobre terrones, esperar el agua, agrietarse sentado a la puerta viendo como se perdía el horizonte en la tarde. La ciudad no necesita campesinos Nereo; no hay trabajo en la tierra porque eso es puro asfalto. La ciudad es violenta, te pueden matar en cualquier esquina, sí. Se lo habían advertido, pero entre quedarse en su tierra con los últimos cueros de su vaca muerta, esperando la mezquina crecida de los granos, y emprender la aventura entre los jardines de las mansiones y hasta aprender a conducir coches para trabajar de chofer, había preferido tomar el camino de salida de su pueblo, casi sin despedirse. Un día, estaba seguro, volvería, casi sin saludar y sería –más viejo, decrépito y añoso- el casual brote cíclico que renació en su tierra después de años de andar en volandas por la capital.

Sabe que será difícil encontrar trabajo antes de un mes, pero ha preparado el ánimo para ésa u otra contingencia. Toma el tren que hará más de un día completo para llegar a la capital, se acomoda con su talega y junto a una ventana empolvada ve alejarse el primer paisaje de su tierra, luego el lugar de los montes y valles secos y por último todo será el camino a la ciudad que a veces pasa lento y a veces se apura, y aquello no será la corteza a la que sus ojos se habían acostumbrado. El asiento de madera de una tercera clase le informa en sus tablas desbarnizadas que “Camila estuvo aquí” o que “Justo ama a Jazmín”. Será el aburrimiento o la pasión de los pasajeros –piensa- que con una cortapluma pretenden eternizar momentos que se fueron irremediablemente en 8

tercera clase, junto con corazones borroneados que a nadie importan, nombres de estaciones y groserías.

Saca de la bolsa un huevo cocido de impecable cáscara café, casi rosácea como algunas lunas. Al momento de estrellarlo en el marco de la ventanilla, detrás del periódico del viajero que va sentado al frente se alzan unos ojos.

-Estoy pensando un crucigrama-, dice el hombre.

Vestía el viajero un traje cuya elegancia y originalidad fácilmente podía remontarse a una década o más atrás; ahora lucía sucio, brillante y raído, al igual que la camisa coronada por un pellejo fláccido que adornaba con una corbata mugrienta como tallarín en la basura. Alguna vez debió ser vendedor ambulante, de ésos que de cuando en cuando aparecían por los pueblos con una maleta de cartón y joyería plástica y pañuelos de colores; hoy, su aspecto parecía el de un jubilado de la vida, que es lo mismo que ser jubilado del telégrafo. Nada en sus dedos delataba un brillo o algo que pudiera testimoniar un pasado, una mujer, acaso. El pantalón tenía algunos cuidadosos remiendos y conservaba la aureola de las gotas de orín que habían quedado colgando hacía mucho tiempo; toda la prenda tenía un aspecto amarillento y no tiraba línea alguna. Delgado, de fumar incesante y quedarse en los huesos. Mala vida o la mejor que se pudo. Él, Nereo, no era muy distinto o se veía muy parecido en la aventura que estaba emprendiendo. ¡Cuántas similitudes le quedarían todavía por alcanzar a esas dos sombras que viajaban en tercera y desprovistos!

Nereo pela parsimoniosamente el huevo guardando las cáscaras apretadas en la palma de la mano. Pensó en la sal, debía tener una pequeña cantidad en la bolsa. En eso estaba cuando chocaron con él las palabras del viajero y sus ojos levantados al filo de las páginas. El diario, tan sucio y pisoteado como su dueño, que seguramente lo habría 9

recogido del basurero de la estación, mostraba en la portada un vapor infernal levantando muertos y más abajo la foto de la algarabía de un gol.

En busca de la sal por los vericuetos de la talega, Nereo piensa que si no hubiese sido por el huevo, tal vez ese hombre jamás le hubiese dirigido la palabra; esto le produjo cierta reservada indignación, pero, por otro lado, cómo comer solo; en el campo no se hacían esas cosas. Así que comenzó a espolvorear con sal el blanco y brilloso espejo húmedo y, para registrar la bolsa y buscar un pedazo de pan frío, lo dejó en el asiento al lado de su pierna.

Tras el filudo parapeto de las páginas el viajero no se perdía ni un solo movimiento de los que hacía Nereo, quizá pensaba en un vaso de vino tinto, en un tequilazo; en cualquier caso, se reflejaban en sus ojos las ganas de huevo. Las únicas alforjas del viajero eran su diario y sus bolsillos.

-¿Quiere un pedazo? –Ofreció Nereo.

El hombre al abrir los ojos con sorpresa levantó tanto las cejas que éstas rozaron su cuero cabelludo. No respondió, pero alargó la mano para coger la mitad del huevo prolijamente dividido.

-¿Pan? –Preguntó Nereo.

El viajero nuevamente nada dijo, levantó las cejas, estiró el brazo y abrió la mano.

Comieron en silencio; el viajero volvió la vista al periódico y luego a Nereo y otra vez al periódico, hasta que habló como un disparo: -¿Un sinónimo de par?

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-Sí, estaba bien rico, yo mismo lo cocí, respondió Nereo.

-Estaba delicioso. ¿Era huevo de casa, morada, lar? –Al tiempo que hace la pregunta el viajero dobla el periódico y lo deja sobre el asiento. Se dispone conversar.

-Sí- replica Nereo, aunque no de la mía. –Y al cabo de un suspiro agrega: -Yo ya ni gallinas tenía.

-Ah, qué desgracia, -afirma el viajero y añade: -perder las gallinas debe ser fatal para un hombre como usted.

-No se perdieron, me las comí, rectifica Nereo.

-No importa, es lo mismo, así como un sinónimo de huevo es óvulo, porque son equivalentes. Yo trabajé para un periódico muy importante, -dice indicando el diario que reposaba en el asiento y mostraba la portada con el nombre de “El Frontón”, Golpe por golpe: Usted da, yo devuelvo. -Primero fui canillita en la gran urbe, continúa el viajero, luego fui dirigente del sindicato y por pedir aumentos de salarios para los trabajadores, me echaron del rotativo y me quedé en medio de la calle sin sinecura, sin prebenda y sin enchufe. Yo sé tipografía. ¿Y usted?

-Bueno… -Nereo vacila, no entiende cabalmente a qué se refiere la pregunta, finalmente responde: -Bueno, yo aquí.

-Típico, -replica el viajero solazándose en su observación- típico del carácter campesino. Su presencia aquí lava mis heridas, purifica mi afán.

-¿Hace ya mucho? –Pregunta Nereo.

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-Tanto como dos siglos estelares o masa por el cuadrado de la velocidad de la luz, que es lo que me da energía para estar sentado aquí, frente a usted. Disculpe, ¿a qué se refería con su pregunta?

- A si lo echaron del trabajo hace mucho tiempo, aclara Nereo.

-El periodismo es un oficio ingrato. Usted puede estar muy bien conceptuado entre sus pares, sus artículos pueden ser leídos por un millón de personas diariamente, pero luego, sin explicación, repentinamente viene el bajón. Basta una frase pequeña mal construida o una locución que no guste al director para que llegue el bajón y sus sombras. Eso es, precisamente, lo que tiene de ingrato esta profesión de servicio público. A mí nadie me maneja, soy libre porque fabrico crucigramas, soy un creador de palabras cruzadas. Sé trópico, trompa y tromba y el que saca la cresta descresta. ¿Usted acaso ara, labra, rotura, surca el terruño?

-Ah no señor, replica Nereo, yo trabajaba un pedacito de tierra, pero se me agotó, no llovió, se endureció y medio murió.

-Siempre he sido un admirador incondicional del trabajo manual. ¿Sinónimo de manual? –El viajero apunta directamente con su índice de gruesa uña terrosa al rostro de Nereo, éste sonríe y por primera vez se siente feliz de viajar con alguien tan entendido.

-Pues… así es la tierra, explica Nereo.

-Si no fuera por nuestras extensas capas desposeídas que pueblan el planeta, esto solo sería el paraíso para unos cuantos ricachos, cresos aristócratas; un edén a punto de fulminarse por el egoísmo. ¿A dónde se dirige amigo…?

- Nereo pa’ servirle.

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-¿Amigo Nereo?...

-Voy a la capital en busca de trabajo.

-Ah. Martín Lozano, también para servirle. –El viajero alarga su mano y Nereo se la estrecha, pero los dedos de la mano del viajero permanecen rectos e inmóviles.

-Amigo Nereo, si no encuentra lo que busca, váyase a las obras del Metro, allí necesitan gente fuerte, robusta, vigorosa y membruda como usted mismo, es decir, de su tipo físico. –El viajero subraya sus palabras con un movimiento de cabeza hacia atrás y empuñando las manos, todo ello con la pretensión de tensar el esmirriado tórax.

-¿Entonces adónde? Pregunta Nereo muy interesado.

-En las obras que se construyen para el tren que recorre la ciudad. ¿Usted conoce la capital, mi amigo?

-A decir verdad, no míster.

-Bueno pues, se trata del trencito que va bajo las calles chuf-chuf y lleva a la gente a sus labores, trabajos, empleos u ocupaciones diarias. ¿Está ahora más claro? –El viajero apunta nuevamente con el índice a Nereo. – ¿Relativo a ocupación?

-Ah, sí, contesta Nereo, ahora ya me queda clarito el lugar del que me habla.

El viajero repasa con la lengua las desinfladas encías, nada encuentra en ellas, tiene hambre y el cigarrillo no alcanza, por eso pregunta: ¿Amigo Nereo, no tiene otro huevito? Daría cualquier cosa por comerme un rico óvulo.

-Sí señor, me queda otro.

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-Muy bien amigo Nereo, más adelante yo compro cocos de agua para brindárselos en reconocimiento a su amistad y a la comida que tan amablemente me ha ofrecido, ¿lo pelamos?

-Bueno. ¿Y usted a qué va a la ciudad? –Pregunta Nereo.

-Voy por un buen trabajo en los crucigramas del diario más importante de este país; si me rechazan, me voy al Metro. Vengo de visitar a mi cancerosa y ojerosa hermanita y viajo de vuelta a la gran ciudad para hacerme de una pensión que sea el colchón de mi vieja hermana. ¿Relativo a la vejez o senectud?

-Hum… así es, -murmura Nereo, al tiempo que alarga medio huevo con sal y una miga dura que el viajero no tarda en devorar.

-¿Se acabaron los huevos? Por los ruidos de tripas encontradas, se puede suponer que el estómago del viajero pende ansioso de la respuesta de Nereo.

-Sí, ya se acabaron. –Responde el campesino.

-Está mal el campo y peor la situación económica del peón de la patria. La solución pasa por hacer un crucigrama agrario con lúcidas respuestas sobre la vida en el terruño. Usted me va a perdonar, pero me está bajando un sueño terrible, siempre me pasa cuando la merienda es abundante. En todo caso, piense en esto que le voy a decir: antónimo de desgracia. –El viajero entorna los ojos; por una rendija apenas abierta sus pupilas van y vienen parsimoniosamente.

Nereo se queda sin entender, no es raro pues esto le ha ocurrido frecuentemente desde que abordó el tren. Sin embargo, el viajero antes de dormirse tendrá la amabilidad de contestarle: -Los antónimos son: gracia, carajo, puta y revolución. Le digo más agrega el viajero- si fracaso otra vez me suicidio que es el antónimo de vivir con la vaca 14

triste en el pecho y el hambre adentro de la barriga. Por favor ahora dĂŠjeme- implora el viajero- dĂŠjeme soĂąar con las palabras perfectas y pensar en todos los sinĂłnimos de asado con papas o arroz con carne de puerco.

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III

Desde los límites de la plantación se puede observar la figura de Olegario Fonseca que avanza desnuda. Sus pies son garras que se afirman a la arena que insinúa devolverlo, como si cada ínfimo cristal reluciente pudiese convertirse a la vez en una advertencia para conservarlo o en un terrible obstáculo para cumplir la misión que se ha impuesto. Cae bajo el mediodía, pero la exhausta certeza de que los límites que ve son los del campamento, lo impulsa y lo levanta tras el agua y la comida que, ahora, estima una propiedad de sus fibras y título de la espesa sangre que a su cuerpo le queda. Olegario camina en cueros vivos con los brazos abiertos como un crucificado, desnudo el pecho, tan solo el coraje por delante, camina por el impulso que lo fuerza desde la pasada noche a llegar, por fin llegar aunque el recibimiento sea una incógnita.

En las fronteras de su marcha, de sus huesos, de la vida, de lo real, su ansiedad ha discutido con su cuerpo y ha vencido la porfiada ansiedad, por eso avanza con el agua como meta delante de los ojos, con frases sueltas, retazos que la calentura convierte en sueños o recuerdos que son ya las últimas hebras de humedad que se deslizan por su garganta. Inerme, sin nada que en su cuerpo o cerebro pudiese encender la más mínima resistencia a lo que le espera o pudiera esperarle. Camina a tropezones y ésa es su figura.

Con la certeza de que solo le faltaba una noche para llegar a las bodegas del campamento abandonado, esta madrugada ha caído de bruces por primera vez y no ha sido en los linderos del plantío. Al cabo de un tiempo, con el sol ya sobre la espalda, abre los ojos sobre el brazo quemado que agrieta la arena; tal vez se ha dormido, pero lo 16

que de ninguna manera es un sueño es el solitario paisaje por el que desciende cada vez más preciso el murmullo infernal y rumoroso de plumas negras que se rozan, hacen un juego entre sí, se imbrican y aceitan permitiendo un vuelo en círculos. Le rondan y le sitian suavemente el cuello en un vuelo cada vez más al ras de sus machucones y de sus tripas. Vienen, se dice, vienen los malditos porque me estoy muriendo.

Cuando se incorpora, la noche que según sus cálculos le faltaba para llegar, se transforma no sabe en cuántas horas más, siempre y cuando haya acertado con la ruta que ha seguido que es una huella trabajada por el instinto de quien ha visto muchas noches estrelladas. Ignorar el tiempo que falta para arribar lo decepciona y es la señal de partida para el desvarío, el loqueo que lo pone de diez años frente a su padre, el delirio que lo somete a las largas, intensas y urgentes caricias de Juliana, el disparate que lo ha enganchado a una historia en la que aparece para los demás como depositario del agua y del imposible alimento; el desatino que le indica, contra toda razón, que a pesar de la intensidad del fuego que se levanta desde la arena, debe marchar con luz del día, porque falta nada y casi está tocando con los dedos la maldita mariguana, el ensueño que lo bota y lo levanta y lo vuelve a tirar bajo el sello rojo, enloquecedor del sol.

Una mira podría ubicarlo en su centro, en el ojo oscuro del apuntador; un disparo podría alcanzarlo y matarlo antes de alcanzar el botín que imagina encontrar. Él mismo había advertido las precauciones que debía tomar, se había dicho que debería escuchar, atisbar las señales de vida existentes en el inmenso terreno en el que tanto tiempo había trabajado; sin embargo, no. Jamás podría haber supuesto la destrucción con la que arriba su cuerpo ni esta forma de ceguera, ni la cerrazón de su mente. “Es la soledad”, se dice y repite, “es la soledad, si alguien me hubiese acompañado…”

Llegaba, simplemente llegaba.

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El grito de un policía alertando a los demás y, en tanto Olegario se acerca, decidir qué hará: ¿Esperar a que el guiñapo se aproxime para atraparlo, preguntarle por los peces gordos y prometerle que a cambio le devolverían la vida que en ese momento y desde siempre había sido de ellos? Todo eso era posible, tanto como su vida dependiendo de un grito, de unas alas, de un dolor de tripas anudadas, de la nostalgia por un camino y una mujer.

Olegario Fonseca llegaba solo e indefenso; aunque llevase machete, éste no le serviría ni para dar cuenta de una rata. Iba con el cuerpo al frente, solo y sin fuerzas, zigzagueando en la arena y una mira podría tener su cabeza centrada, el corazón ubicado. Un grito de alarma podría concentrar toda su débil figura en sus acentos, una espera policiaca podría por fin dar los frutos largamente aguardados, que ni siquiera la mariguana había compensado.

Los pobres cacharros que todavía flotaban en el rancho podrían haberse convertido en espejos, en pedazos de cristales que reflejaran una silueta mareada, pobre y desvencijada. Todo podría terminar con unos reflejos en los filos que habían decidido ahorrar una bala: total, ¿para qué gastar munición en eso que llegaba? Mejor disparar al cielo, en medio de las risas verdes y el licor, y abatir un zopilote que caería en la inmensa planicie por la que Olegario Fonseca se acercaba. Hasta esos chillidos podrían haberlo husmeado desde que era un lejano punto en el horizonte inclemente.

No obstante, Olegario Fonseca tiene todavía un tiempo para lanzarse bajo la alambrada en donde quedaron olvidados los jugosos cogollos verdes y chuparlos hasta quedarse dormido. Por lo menos ha tenido tiempo para eso que le parece un aplazamiento.

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IV

Nereo llega a la gran ciudad con un revoltijo de palabras rondándole la cabeza, como si ésta fuera un nido en el que el viajero hubiese depositado algunos huevos sin clara y por ello, incomprensibles. “Óvulo es como huevo, dijo el señor”.

Se despiden en la estación terminal: -Bueno, amigo Nereo, ha sido un gran placer viajar, transitar, andar en su compañía por los caminos de fierro de la gran patria y ponerle ventanas presurosas al camino.

-Sí, qué bueno, replica Nereo Cuadros.

-Y gracias por los huevos, gracias por esa mañana blanca que envolvió un sol amarillo. Le estoy muy agradecido por haberme dejado gustar el sabor de la tierra y la lejanía, la distancia, a veces el fin. Gracias. -El viajero mete las manos en los bolsillos del saco, ha guardado allí la piel amarillenta de sus dedos, ha dejado allí en el fondo su tos de fumador, sus sueños, porque agrega: -Recuerde, si le va mal y no encuentra el trabajo que desea, acuda a los hoyos del Metro, tal vez nos encontremos.

El viajero no pone sus sueños en los bolsillos con el fin de protegerlos de agresiones, los pone allí como una manera de conservarlos en un rincón olvidado, lindante con su cuerpo, y así mantener viva la posibilidad de visitarlos de vez en cuando. Si fuera de esas personas que usan billetera, seguro que los ubicaría allí dentro, como otros hacen con los calendarios y las fotos de hermosas muchachas ya marchitas, o con la

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fotografía de la familia en blanco y negro, la madre, el padre y los hijos lejanos, todos sonriendo.

-No vendieron cocos de agua, se disculpa el viajero, pero tenga estos dos cigarrillos, le harán bien.

-No fumo señor, -responde Nereo.

-Tenga, tenga, insiste el viajero, le quitarán el hambre.

Nereo, dubitativo, abre las manos y recibe dos cilindros de papel casi vacíos con la inscripción: “Afortunados”.

No despegará Nereo de su recuerdo la imagen solitaria del viajero de las palabras, grabada para siempre en él como el retrato del hombre en tránsito que pone el pie en el andén de lo posible, que en las estaciones se mezcla con los sueños.

El viajero levantará aparatosamente el brazo izquierdo, el pantalón subirá hasta dejar ver unos calcetines muy cortos que muestran una canilla de nácar percudido y, señalando la bóveda de la estación estilo parisién, dirá que se encontraban bajo el cielo de la gran ciudad: -Adiós amigo Nereo, adiós. Allí está la salida. -Y se perderá en el tumulto con pasos cortos y rápidos, las manos en los bolsillos, el periódico aún bajo el brazo. Nereo lo seguirá con la vista sin moverse del andén hasta quedar casi solo entre los rieles y los parlantes que anuncian otras salidas y otras llegadas. “Óvulo es como huevo, dijo el señor, óvulo es como…”

Los piojos en la primera noche de la hospedería no le dejan pegar los ojos, además Nereo teme quedarse dormido y que le roben la talega, por eso se acuesta sobre los tres mil doscientos cincuenta pesos que ha recibido por la renta de su tierra. Tiene

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miedo de los ojos que siente que en la oscuridad le vigilan, tiene miedo de las respiraciones pastosas, de los flatos y los hipos que a borbotones sueltan sus compañeros de habitación, tiene miedo porque en lugar del acostumbrado concierto de insectos, la noche es rota por sucesivos estruendos, bocinas, chirridos de los coches, sirenas amenazantes que no sabe por qué derrapan en su camastro y parecen buscarlo.

Con la bolsa intacta, pero sin haber pegado los ojos, Nereo se enfrenta definitivamente a las calles de la gran ciudad. ¿Hay trabajo, tiene trabajo, hay vacantes para lo que sea, pega, laburo, chamba, ocupación, obra, afán, hay?

A ver tú indito, no nos sirves para el escritorio, sácate los piojos, lávate las patas y después vuelves, regocíjate en tus charcos rana fétida, no vengas a pringarnos, ándate a la que te parió, no luces, mira tus callosidades, nos quieres robar, con esa cara y ese tono ni quién, que te echo los perros, hueles a demonio, harapiento, borrachos que no quieren esforzarse, flojos, mendicantes, aquí solamente recibimos gente bien blanca, si permitimos sudados perderíamos nuestra fina clientela, hediondo, pedorro inútil, calzón agujereado, castigado, liberto al pedo, te acusaré con mi papá, con mi jefe, con mi presidente y con los hermanos meapilas para que te nieguen posada por contestador, igualado, greñudo, pisoteado, insolente, deslenguado e hijo de la grandísima puta. “Óvulo es como huevo, dijo el míster, óvulo es huevo…”

Entonces, los grandes hoyos del Metro fueron su refugio y su razón de ser en la ciudad, esos agujeros lo acogieron, como a tanto hijo llegado de lejos, con predilección.

Sin embargo, muy pronto Nereo se daría cuenta que con lo que le pagaban por echar el bofe en los túneles apenas le alcanzaría para volver a su tierra.

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-Con la miseria que nos pagan apenas alcanza para café. Yo ya me quiero volver.- Rezongaba Nereo.

Olegario Fonseca, sentado al borde de uno de los grandes agujeros, levantó la vista. Sin decir palabra nuevamente la enterró en las profundidades.

-¿Qué opina, compa?

-¿A mí me habla? –Pregunta Olegario.

Nereo contesta moviendo afirmativamente la cabeza. Mientras que Olegario, con su cara de desazón, piensa un momento y dice: -La culpa es de nosotros. Estamos acostumbrados a recibir lo que quieran darnos. Juliana, mi mujer, me espera en una casa a la que no se llega por ningún lado, en una tierra seca en la que nunca cae la lluvia. La culpa es de nosotros, insiste y agrega: Si a uno le dan un centavo más por defender estos hoyos, ese hombre ya se siente superior al resto y con derechos sobre los demás. Yo también estoy defraudado y quiero irme y lo haré cuando haya juntado para el pasaje y un poco más. ¡A ver si existen los milagros!

-¡Chóquela compa! –Nereo se entusiasma y siente la primera alegría desde que ha llegado a la ciudad. –Andamos por lo mismo en la capital. Nos vinimos para alejarnos de esas tierras borrachas y enfermas, pero volveremos para trabajarlas; de ellas salimos y terminaremos en unas tumbas pintadas bajo las que los antepasados todavía persiguen el agua como quien va tras un tesoro…

Olegario observaba fijamente a Nereo, entre las palabras de éste se colaba el rostro de Juliana, tan lejos para él del cementerio y la muerte. La evocación solo llegó hasta allí pues fue cortada por el regreso a las obras.

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-Tome este pedazo de pan, compa, y nos vemos a la salida.

Presuroso, Olegario recibe un pedazo de tortilla sin dejar de mirar a Nereo; en sus ojos hay sorpresa, la que se pinta al encontrarse bocajarro con otro Olegario.

Así, sin mayores preámbulos y de golpe, nació la amistad entre aquellos dos hombres y no necesitó medirse o regatearse. Al poco tiempo, Nereo ya compartía el mismo cuarto con Olegario y las profundas noches golpeadas por los perros y los pasos perseguidos en las calles, la voz raspada de un hombre haciendo tratos y encendiendo un fósforo, la luz de un farol frente a la entrada de una casucha en los suburbios.

Compartieron el dinero que ganaban, el vino desleído en un domingo futbolero y nostálgico, el aventurarse por la ciudad y el deseo de volver al terruño.

Habría de llegar aquella presurosa madrugada que les estaba destinada, en la que ambos apenas rozando el polvo de las aceras, arribaban a las obras con frío y con hambre cuando, a pocos pasos de la entrada, frena derrapando una camioneta con cristales oscurecidos de la que desciende un hombre de anteojos oscuros, chaqueta de cuero, camisa abierta que dejaba ver una medalla, contextura gruesa y fuerte, bigote oscuro, que se acerca a la masa de trabajadores y formula su pregunta: -¿No quieren mis machos ir a la cosecha de manzana ganando diez veces lo que reciben aquí?

Olegario y Nereo observan con desconfianza al hombre elegantemente vestido para lo que eran esos hoyos hediondos y húmedos. Se miran desconcertados. El resto de los trabajadores observa con la boca abierta. El hombre, experimentado en estos trajines, aprovecha la silenciosa confusión para rematar su propuesta: -La comida va de gratis, pagamos una semana por adelantado y el transporte a la hacienda corre por mi cuenta, sin costo, en camiones con asientos muy blanditos y

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cómodos y, terminadas las faenas, los venimos a dejar aquí mismo, sin pagar un céntimo más. ¿Qué me dicen? Decídanse ahorita porque si no me voy a enganchar por otro lado.

-¿Dónde dijo que quedaba la hacienda y cuánto paga? -Pregunta Nereo.

-El trabajo queda para el norte. El lunes los recojo aquí mismo y en un par de días estamos en el rancho y empezamos a ganar $3.000 a la semana, $3.000 mis valedores, ¿qué deciden? Vamos a ir haciendo algunas paradas por los pueblos para que se monten en los camiones todos los que están ya enganchados e inscritos. Listo. Ya les di toda la información, ¿qué dicen los que están de acuerdo con ganar buena lana?

-El lunes aquí mismo amigo. Nos vamos con usted.- Las dos frases surgieron a coro del conjunto desarrapado y anhelante.

El hombre saca un lápiz gastado y anota los nombres en un cuaderno atiborrado, al tiempo que va aclarando las dudas que surgen: -Mejor si no tienen identificación, no es necesaria, confiamos en ustedes-. Olegario se fija en sus manos: tiene un anillo de falsa piedra y es viernes aquel día bajo el cual con dificultad ese tipo tan cautivante y seductor anota en la agenda los nombres, “es que a veces la ortografía no se me da”.

Nereo se soba las manos y palmotea a Olegario: -Hoy es el último día de trabajo en este infierno compa. Cobramos y no volvemos nunca más, pero re nunca más.

Olegario, que había estado callado desde que se alejaron del hombre, frente al cual una larga fila de personas parecidas a ellos ya estorbaba el tránsito, por lo que el lugar se transformó de pronto en un concierto de bocinazos y mentadas de madre, se dirige seriamente a Nereo: -En la noche hacemos cuentas, compa.

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-¿Y para qué? –Pregunta Nereo con un pequeño asombro y una mínima sensación de rotura.

-Porque nos podemos morir, responde Olegario.

-¿Morir? Usted está loco compa. Esta es la gran oportunidad de nuestras vidas, ¿cómo se le puede ocurrir que vamos a morirnos?

-No sé. No importa Nereo, no me haga caso, pero igual veamos las cuentas.

-Como usted quiera compa, replica Nereo y pregunta: ¿No tenemos suerte, mucha suerte?

-No sé, responde Olegario.

-¿Usted sabía compa, que óvulo es como huevo?

-¿Qué? –Interroga Olegario.

-¿Nunca le conté compa la historia de mi viaje a la capital?

-No. -Ah, bueno. Acuérdeme después para contársela, -y agrega: -Óvulo es como huevo.

-¿Qué?

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V

La mano de Juliana se posa sobre su hombro con una presión continua, desesperada, que corre hacia abajo por el centro de la espalda. Olegario voltea suavemente, no necesita casi mirar para darse cuenta de quién le viene esa caricia desaforada que transmite un dolor algo incómodo a su alma y, a la vez, algo profundamente tierno: la inquietud de una alarma, la suavidad del terciopelo. Estaba sentado frente al camino en una silla desvencijada, fumando un cigarrillo de hoja, mirando la nada, acaso sintiendo el agobio que se desprendía del absurdo de encontrarse a pleno sol en el mediodía. Si llegara a pasar una vaca, ésta sería tremendamente escuálida; si cruzara un perro, éste sería sarnoso y estaría rabioso de sed, sus pelos en la tierra dura; si volara una mariposa, ¿una mariposa? Mejor reírse, cambiar de tema y pensar en una plaga hambrienta que ha extraviado el rumbo a la cosecha. Eso sí: Negra sombra, bicho maldito que cae en picada sobre la carne y los gusanos; eso sí, tembladera de garras y olor a muchas millas de descampado y de nada. Eso sí y Olegario los está observando en sus rodeos, en el vuelo que se pierde en espirales dentro de un cielo absolutamente limpio y permeable al fuego.

-Te van a matar. Siempre has sabido salir aunque fuera con un hilito de vida.

Ahora no: te van a matar.

Las palabras de Juliana se le meten por la carne y las siente hasta en los huesos.

Los labios de Olegario Fonseca se despegan para decir: -No lo sé.

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-Te odio. –Replica ella todavía de pie tras su espalda. – Te odio porque te has dejado matar, has permitido que te alejen de mí. Has hecho morir lo que más quiero y ahora la vida será las hilachas con las que se limpian las babas del moribundo. Te odio por eso. ¿Qué podía hacer? Más que preguntar a Juliana, Olegario se siente sometido a un juicio severo, esgrimiendo las excusas que puedan evitar su condena. Quisiera dejar en claro que las alternativas no estaban en parte alguna, que no las pudo encontrar.

-Siempre te dije que ese negocio nos iba a mandar a la mierda. Era demasiado el dinero que te ofrecían. Te advertí que te iban a engañar por pobre y necesitado. ¡Ay del negocio! Como tu vida, la muerte la compartimos los dos, pero eso no es lo peor, pues, bien mirado, ¿podíamos esperar algo distinto? Lo peor, Olegario, son estas colillas que quedaron aplastadas por tus pies, es esta espera sin mirar el camino para evitar la ilusión que te devuelva.

Olegario hubiera querido tomarla por la cintura, sacarle la ropa que huele a las grasas pegadas de una cocina milenaria, desnudarla, pero están frente al camino y eso debiera contenerlo. Pero, ¿cuántos caminantes han pasado por este camino abandonado, por esta huella indefinida que no es pueblo, no es sendero, no es nada? Se podrían contar con los dedos de una mano, piensa Olegario. Entonces, ¿qué lo detiene, qué abate sus manos cuando éstas buscaban altura, cuerpo, boca? ¿Qué es aquello que lo desarma y le ubica en los ojos una mirada resignada, aquello que lo impele a morderse los labios, a esconderlos de las amargas nubes que hacen llover dentro de su boca? Aquello no es otra cosa que la voz de Juliana, su palabra que no tiene fin, el largo significado de lo que dice; aquello es lo que lo paraliza.

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-Te odio por eso. –Juliana ha vuelto a repetir el verbo infame con la mirada clavada en un fantasma definitivo, en un adiós que el sol también chamusca, insoportable.

Olegario ha pensado que, en adelante, su verdad es la parca muerte, que no tiene escapatoria, que podrán variar los minutos mas no el corte y la segur que vuela y cae y desciende, cae y cae sobre su cuello desnudo. Está triste como un muñeco avejentado, se dice que ahora debiera juntar las lágrimas porque son de agua y agua no hay, se lo comunica ese regusto amargo, esa satisfacción animal producida por la hierba verde chupada desde el desamparo de la alambrada.

La muerte no respeta nada porque ha venido a instalarse, en medio de un sueño, en las palabras que Juliana jamás se hubiera atrevido a pronunciar despierta. Juliana descargaba el rencor desde una alucinación que unía la arena caliente en la que Olegario dormía y el suelo reverberante que desdibuja un camino frente a la casa. Olegario soñaba, bajo las primeras matas verdes que aplastó con su cuerpo a la llegada, con un signo que era mejor no desentrañar. En su sueño, Juliana había surgido con palabras que hacían desaparecer el agua y la comida que había venido a buscar, palabras que arrasaban su esfuerzo haciéndolo inútil.

Abrió los ojos heridos por los destellos y agujas del sol. Se incorporó. ¿Cuánto habré dormido?

Despierta intacto, todavía.

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VI

Avanza zigzagueando entre las matas hacia la lejana barraca que había servido de cocina y bodega. Ya no le preocupa nada, le urge beber y comer. Lo que en este preciso momento lo apasiona no es la aparición de Juliana en su sueño, es saber cuánto ha dormido y cuántos abandonados en el desierto habrán terminado de sufrir mientras a él le bailoteaban las imágenes de la vida y la muerte en el corazón.

La puerta está entreabierta, la empuja, la sombra también lo hiere. En una primera mirada se cerciora de que, tal como lo habían pensado, la hacienda está abandonada, no hay rifles ni miras, ni agentes, ni guardias ni policía; en la huída ha quedado abandonado todo aquello que podría constituir un peso: agua, carne seca, todo aquello que los jefes no iban a necesitar, todo aquello que prefirieron abandonar y que no les permitieron cargar. “Que se mueran los cabrones, súbanlos a patadas y después quemamos los camiones. Esto ya se chingó, ya se fue a la mismísima mierda”. Estaba claro, los campesinos no debían sobrevivir, podían atestiguar en contra si es que la cosa se venía tan brava como parecía.

Se detiene frente a los tablones en los que comían y recuerda al viejo Honorio corriendo descalzo de un lado a otro por el lugar, llevando las ollas, sirviendo, lavando, llenando con sopa los platillos. Vuelve a escuchar la gritería, la silbatina de los trabajadores heridos por el hambre de la extenuante jornada, y los gritos de los guardias, metralleta cruzada sobre el pecho, ojos deslucidos por la mariguana.

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El viejo y su hijo, el negro Honorio, habían llegado casi directamente, luego del consabido traslado, de la puerta del juzgado a la plantación. En el camión habían comido tres veces al día y les habían pagado seis mil pesos: -Este negocio va en serio mis jotes. Van a ganar dinero a manos llenas, van conocer hasta los billetes de diez mil. –El que hablaba era el jefe que los contrató. –Pero tienen que cumplir, darle duro desde el primer día. Ustedes por su lado, duro; nosotros por el nuestro, la comida, el techo y muy buena, buenísima lana. Todos nos beneficiaremos y el trabajo es muy fácil, solo que: meterle y meterle.- Bajo la chaqueta de lona de vez en cuando se asomaba, a causa de los tumbos que iba dando el camión, la empuñadura muy negra de una metralleta recortada. El hombre no durmió en todo el viaje; siempre parecía vigilar, en medio del calor o de la noche, con sus ojillos líquidos, indefinibles.- Meterle y meterle.

El negro Honorio acompañaba a su padre en la milenaria ocupación de los indios pobres de deambular de mesón en mesón, de juzgado indígena a juzgado agrario, de uno a otro funcionario. Eran días de poco comer y dormir en las plazas, pendientes de la promesa: -Vuelva mañana. Mañana le tengo la copia de su título. Tenga paciencia.

A los tres días les dijeron que volvieran por su título en un año, que no era aquí, porque el papel timbrado se retiraba en la oficina de la propiedad agraria, de la plaza para allá y de allá hasta la farmacia y dos calles más.

-Señor, implora el viejo Honorio, llevamos tanto tiempo en lo mismo. El licenciado me dijo que ya estaba todo en orden y que mi tierra era mía.

-Así es, -afirma el empleado arremangándose hasta los codos una camisa blanca ya algo sucia por los trajines del día –así es. Todo está en orden. Por eso, vengan en un año más, en noviembre del próximo año. –Saca la vista de los papeles, la sala ha queda30

do vacía, da media vuelta y desaparece tras una puertita café. – Es mi ratonera- dice- y se va.

El viejo Honorio se había paseado por tribunales y oficinas enarbolando un papel amarillento como único sustento de su petición. El papel estaba doblado exageradamente y roto en sus pliegues. Tantos años, tantas generaciones que lo guardaron en el bolsillo trasero del pantalón, tanto tiempo protegido de accidentes y borracheras habían terminado convirtiéndolo casi en una masa sucia y borrosa.

-Es el título de los abuelos y de mi padre. Hay que anotarlo para que la tierra quede sana y a nombre de la familia.- Explicaba el viejo.

-Permítame fotocopiar el documento, señor, y vuelva mañana.

-Esta tierra no me la pueden quitar porque yo tengo la razón por escrito. Sería un robo. No creo que nadie permita estas cosas, yo estoy del lado del gobierno. Anóteme que esa tierra nos pertenece para estar seguro de que nadie me sacará de ella. Todos mis muertos están en esa tierra, no puedo dejarlos abandonados, me condenaría señor, ¿ve?

Ellos me condenarían por no haber peleado.

-Lo entiendo perfectamente. Hemos tomado cuidadosa nota de sus quejas y argumentaciones y todo consta debidamente en el expediente del caso. Yo solo le rogaría tener un poquito más de paciencia y volver en un año, en el mes de noviembre, el veintiuno.

-Vámonos viejo. –Honorio tironea de la manga a su padre. El Negro prefería creer que el próximo año estaría todo arreglado. –Vámonos ahora viejo. –Pero su padre no quería moverse y porfiadamente repetía: -El veintiuno de noviembre es el festejo de la Virgen, es fiesta en el pueblo, es feriado...

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VII

Indígenas llegados a la urbe, desempleados en la urbe, apenas empleados en la urbe; sirvientas en las casa urbanas, solas y pobres con sus trenzas negras y un insoslayable olor a cebolla; maestros manuales de la llave en la urbe, vendedores hasta de su propio descanso, estudiantes pobres, gente que el domingo empuja la ciudad hacia el dominio de lo abierto, árboles centenarios, lugar de laguna y botes despintados. Nadie conoce con certeza cuál es la ilusión o el motivo que los mueve, domingo tras domingo hasta que oscurece, y la vuelta caminando es el regreso por las calles pobremente alumbradas del cansancio del lunes que avizoran. Muchos volverán solos, otros con alguna promesa de un beso el próximo domingo que a veces no llega. Se llaman bosques, quintas, cerros o plazas y en ellos descansan los pies de la urbe, ahora que el centro ha quedado en su ombligo y los hermosos barrios por allá, arriba de su cabeza.

Olegario y Nereo son dos más: camina que camina entre charcos que ha dejado la lluvia, humos de las mollejas hirvientes y los chicharrones a la frangollona, olores de la sopa y de las tortillas remojadas. Van entre muchos iguales que se juntan o se separan, le dan la vuelta al prado sin flores, ensayan equilibrios sobre una piedra, cuelgan de una rama baja, se hacen cosquillas, se caen, se ríen, se esconden tras el grueso tronco de un nogal, beben agua fresca, se escupen los pies, escuchan la interminable charla del vendedor de cuchillos para ahuecar papas, se divierten con los juegos del muñeco que baila y hace piruetas colgado de un hilo transparente, atienden a las bondades de las medicinas contra la caída del cabello y las carachas; la baraja española con diez cartas tramposas en el mazo: “A ver, ¿quién de los presentes me regala $100?” Así, Olegario y 32

Nereo formarán parte de la multitud que se compone y luego se deshace alrededor de los charlatanes cuando queda claro que con la baraja marcada nunca ganarán un peso.

Al final del parque, apartado de los vendedores escucharán al predicador: “Vengo a hablarles de la salvación de las almas. Aspiremos. Hasta el más insignificante de mis hermanos tiene derecho a aspirar al goce pleno, completo y total de las mieles de la pureza pura. Cada cual, pobre o rico, entrará graciosamente por la puerta grande al corazón de Dios. Todos, porque el Señor en su inmensa sabiduría no excluye ni discrimina entre inditos y europeos, ni entre negritos y canadienses; él solo distingue entre buenos y malos, entre tipos positivos, arrepentidos de primera o última hora, y acciones amañadas. Recuerden el caso de aquella dama que a los 80 años, arrepentida de una vida dedicada al lujo, la riqueza y la disipación moral y carnal, un día simplemente decidió dejar atrás sus privilegios terrenales y murió orando, desde las siete de la tarde de un domingo como hoy, tres semanas después. ¡Qué ejemplo! ¡Qué fortaleza y dignidad de carácter! ¿Dónde se encuentra ahora? Gozando de la luz y confraternizando con los arcángeles.

Analicen por ustedes mismos el caso de esa rica pecadora que un día cualquiera cerró sus piernas y abrió su corazón –ese corazón paralizado e insensible a causa del amor pagano y degenerado que le entregaban los humanos. Murió, yo soy testigo del milagro, en la gracia total de Dios que es Luz, Lástima, Misericordia, Amor sin límites. En el caso de ustedes, si se contentan con lo que tienen, su pobreza les tiene asegurada que las puertas estén abiertas cualquiera sea la hora que las golpeen, en cambio los ricos…

Hum, los ricos… ¿Y por qué el pobre tiene estos privilegios? Porque ha sufrido y el sufrimiento, el dolor y las privaciones son el mejor y más recomendable pasaporte para entrarle a la Gracia. Contentémonos (un coro de pocas voces: ¡Amén!) con lo que tenemos, ¿a qué iniciar luchas contra el poderoso que nos oprime si, por el solo hecho de ser pobres, entraremos al cielo porque lo hemos ganado sin ayuda, a puro pulso? (un coro al 33

que se unen más voces: ¡Amén!). Recordemos lo que le sucedió a ese pobre de Ricardo que, habiendo perdido la fábrica de remaches para jeans a manos de su avaricioso hermano, encontró a éste en las puertas del cielo con una herida de bala en la frente y un cartel que rezaba “por cabrón” (un coro del que quedan fuera algunos mirones descreídos: ¡Amén! ¡Amén!) y viéndolos a ambos, el Señor permitió que pasara primero Ricardo y a su hermano lo relegó, con cartel y todo, al final de la fila que se había formado desde los Santos Goznes para atrás. ¿Cuál es la enseñanza que extraemos de este santo episodio? Seamos sacrificados, humildes y honestos, como Ricardo, que sufriendo en la tierra la fraterna estulticia que provocó su ruina y el hambre de su familia, lo único que pidió al Señor, no fue una venganza (coro: ¡No! ¡Amén! ¡Amén!). Lo que pidió humildemente fue el milagro de devolver a su cruel hermano al lugar original que éste tenía en la fila para entrar al cielo, luego, por supuesto, de una pasadita por el Supremo Tribunal Calificador de Acciones y Omisiones, porque ninguno se va quedar sin su buen juicio y sin su cartelito, todos responderemos arriba a las tajantes preguntas sobre lo que hicimos en la tierra” (un coro multitudinario: ¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!). Se escuchan aplausos y gritos, algunos caen extasiados de rodillas al polvo, otros a viva voz confiesan algunos crímenes que quedaron sin sanción, algunas jugarretas fuera del hogar, yo bebí, yo me drogué, yo, en esas condiciones, me la tiré a la fuerza, perdón, perdón, porque estando en mi cabal juicio, también me la tiré, ¡oh!, ¡oh!, (todos: ¡Amén! ¡Amén! ¡Amén! ¡Triple Amén Señor!)…

-Ya está bueno, compa, vámonos. –Olegario Fonseca tironea a Nereo que miraba boquiabierto al predicador. –Vámonos compa, que esto no es para nosotros, insiste.

-¿Qué no es para nosotros, compa?

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Quienes los rodean los hacen callar, les dicen que si no les interesa su Salvación que mejor se vayan, que ellos creen en la palabra del Santo y más aún si ya está terminando y va a repartir los panecillos que trae en aquella bolsa que los perros olisquean amorosamente.

-Vamos Nereo, porfía Olegario.

-¿Y los panecitos? Dice aquí… que van a repartir panes, murmura Nereo.

-No importa, vámonos. Me siento mal, me duelen los oídos…

Caminan, vuelven a los vendedores, a las cocinerías y payasos, cada cual concentrando su propio y desigual auditorio, cada cual prometiendo salvación, risas, peines, salchichas con pan. Vuelven a encontrar los olores, los niños, las mujeres, los carros mecánicos, las risitas, perros, alguien que orina borracho acodándose en un tronco, lodo; otra vez ese aire de desesperación por la tarde que se escurre y por el domingo que mañana será fábrica, servicio doméstico, cañería agujereada, una orden envuelta en un grito, cuatro de la madrugada, una vela, nada caliente para echarle a la panza, quizá para algunos lluvia el lunes, martes diarrea y miércoles te fuiste de aquí mierda, por igualado y cagón, no te pago, anda a cobrarle a tu hermana…

El predicador remataría su sermón del parque: “Las moneditas que les sobren pueden depositarlas en ese sombrero, comprendan que yo también necesito comer y predicar la Verdad con hambre es cruel e insano. Pónganse con lo que puedan y yo les repartiré panecillos sagrados que los limpiarán por dentro y les alimentarán pues tienen mucha grasita. ¡Ya, pónganse, que aquí van los manjares! Gracias, muchas gracias, que Dios se lo pague… Gracias, Vida Eterna… (Coro: ¡Amén! ¡Amén!). Soy feliz en mi pobreza y si ando con terno y corbata es por respeto a mi público; nada tengo pues poseo el mayor de los bienes: les digo, yo ya me gané la Vida Eterna, ahora pido para us35

tedes el mismo don, nada para mí, yo ya estoy salvado, me lo dijeron por partida doble, en aparición dos por uno, San Carlos Borromeo y San Cucufato: Santo, suelta esa amancebada, predica y ganarás, y así lo hice, escupí a la mugrienta y me vine a contarles que ya estoy seleccionado para la Salvación”.

Nereo podría haber pensado que su amigo mostraba esa indiferencia hacia la prédica en razón de tener el demonio metido en el cuerpo, sin embargo aleja este pensamiento cuando Olegario le indica el embotellamiento de tránsito formado a la salida del parque. En medio, un coche brillante color guinda. En el asiento trasero va el Santo con esos impresionantes ojos beatíficos y bondadosos, sentado allí va fumando un cigarrillo en silencio, quizás conversando con Dios, por eso, no tocará el dinero recolectado, esa será tarea para el conductor: “Paquito, cuéntame la lana y no te me quedes con nada pues he visto algunos billetes grandes, arrugados, pero igual valen”.

Nereo no aguanta la risa, sus carcajadas inundan el parque ya sin luz; es una risa franca, a dientes blancos. Cuando por fin deja de reír, pregunta: -¿Volvemos el próximo domingo? ¿Escuchamos a los payasos y después al santo?

-Sí compa, cómo no, replica Olegario.

Y comienzan a andar el camino del lunes tras el aroma encantado y el incienso que exhalan los tubos del coche del predicador.

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VIII

Rojas había sido el de la bala, el de la prostituta, el cuchillo, el jugador, el mecánico de los carruseles, el que había sentido la lluvia a cara descubierta y había sido mordido por un perro –siempre el mismo- en innumerables ocasiones, el que había escuchado el tañer de las campanas en la plaza y el agua cayendo mezquina a la pileta desde un chorrito orinado por un ángel. Rojas, los mil oficios del inconforme, el que metido entre la grasa de los carritos de feria o bajo la frondosa copa de un árbol, había recibido el aviso de la desazón y la desesperanza.

Rojas, el que entre gallos medios muertos y ateridos había entrevisto otro futuro, distinto al que le deparaba la desgracia en su pueblo natal. Fue en la gallera cuando cayó en la cuenta que ése tampoco sería su negocio. Aquella vez había saltado al ruedo para recoger los estertores finales del animal y la cálida sangre que estalló a borbotones del cogote de “Colmillo”, el gallo que había entrenado para ganar mucho dinero, el animal al que amorosamente había afilado las estacas triunfadoras y que no resistió el primer asalto de su primera riña. Lo puso de través entre sus piernas, se quedó con los ojos fijos, un dedo en la herida intentando detener tanta injusticia chorreando por sus pantalones.

La esquiva oportunidad otra vez lo eludió cuando, engrasando los carritos de la montaña rusa, había dejado una amarra suelta, que provocó el descarrilamiento y la caída de la niña entre los rieles y el encarcelamiento del propietario de los juegos “Colibrí; porque a él, a Rojas, nadie lo pudo ubicar. Así, huyó del pueblo que tan mal lo había tratado, no sin antes vaciar la mísera caja del tiro a los patitos.

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Marchó entonces hacia el norte, vagabundeó de pueblo en pueblo escondiéndose atemorizado cuando veía el resplandor de alguna feria en las plazas, trabajó de peón y, de vez en cuando, asaltó a algún desprevenido en un paraje solitario. Sin embargo, para bien o para mal, según se mire, la suerte le iba a cambiar cuando, en brazos de Irma, de la que vivía a salto de mata y era una de las tantas mujeres que lo habían amado, porque de eso no se podía quejar –como él mismo decía en medio de las borracheras- la prostituta le había confiado que el hombre con el que había pasado la noche andaba en busca de machos bien recios con las armas, con huevos a toda prueba y que tuvieran las ganas de hacerse rápidamente con mucha lana. Para ese tipo de hombres tenía lindos trabajos, facilitos y bien, muy bien, remunerados. ¿Qué me dices, conoces a alguien por aquí?

Así Rojas abandonó una noche El Rosario, juntó sus escasas pertenencias y despidiéndose de Irma, le agasajó con la promesa de un regreso en grande y una vida a todo lujo. Su sombra y la del Regalado se imprimieron por última vez en las callejuelas de El Rosario cuando ambos abordaron la camioneta polvorienta. De la forma como El Regalado le había descrito el trabajo y las suculentas ganancias que obtendría, Rojas barruntó que iba rumbo al edén y que por fin sacaba un pleno ganador en la variopinta ruleta que había sido su vida. Allí los esperaba un rancho llamado El Miedo y una plantación que, como se verá, no era propiamente un paraíso con todas las de la ley.

Vio caras de gente muy importante, de porte y modales cortesanos, pero realmente ni él ni el Regalado sabrían claramente para quienes trabajaron esos años. Comenzó plantando mariguana, se mató trabajando y al cabo de unos seis meses ya tenía a cargo la bodega y diez peones que obedecían sin chistar sus órdenes. Durante ese tiempo ni el Regalado ni los jefes le sacaron la vista de encima. Rojas no solo trabajó con ganas, también lo hizo con una responsabilidad tan grande que ni él mismo se reconocía en esas noches en que le tocaba descansar y que dedicaba a pensar en Irma. Mientras 38

algunos peones insolentes sacaban yerba sin preguntarle a nadie y la fumaban durante las horas de trabajo, Rojas siempre pidió permiso y fumó de noche, antes de dormirse.

Tampoco se le vio borracho; más importante que el alcohol era el dinero que iba acumulando y las posibilidades –siempre abiertas- de lograr un puesto de mayor responsabilidad. Esta es una mina de oro, de oro verde, se decía, la única posibilidad de ser alguien en la vida.

A su cargo, la bodega marchaba a las mil maravillas, no solamente en ella se podía observar una pulcritud y limpieza semejantes a negocio de cirios e imágenes sacras, sino también de allí salían camino a las economías del mundo, unos paquetes perfectos tanto en su peso como en su volumen y camuflaje. Jamás por algún error atribuible a Rojas agarraron a algún distribuidor; si alguno cayó –y cayeron muchos, la verdad- fue a causa de imprudencias de cantina, gente que pretendió infiltrarse y por ello pagó con su vida y la de su familia, o en razón de decomisos gigantes que se hacían al estilo de las viejas películas en ciudades también gigantes y descuidadas, pero todo eso sucedió lejos de Rojas. Su comportamiento impecable, como le decía con orgullo de descubridor el Regalado, le iba anotando puntitos en la libreta de papá.

Así, a nadie extrañó cuando el jefe de la guardia del campamento llegó a la bodega, depositó en sus manos un rifle automático y mostrándole al gato le dijo: -A ver si eres tan campeón y me lo matas en el techo.

Rojas, sin salir de su sorpresa, apuntó. El gato se presentó inocente en medio de la cruz de la mira. Apretó el gatillo y lo demás ya solo fue un estruendo seguido de pelos volando en el aire. Cuando sacó el ojo, se sorprendió del silencio reinante.

-Usted Rojas va aquedar a cargo de un grupo de confianza, el grupo de control.

Es hábil y eso les encanta a los jefes que ahora le abrirán un crédito sabroso. No lo mal39

gaste. De la bodega ya veremos quién se encarga. Usted está para cosas muy importantes.

De esta manera Rojas pasó a ser el de la bala, el ojo interminable contra cualquier movimiento sospechoso, contra cualquier atisbo de desobediencia y rebeldía; el vigilante entretenido solo por el tañer de la campana lejana que llamaba a la merienda de los peones, recuerdo de otro pueblo y otro olor. Ah, y sin reparos, se tornó también cuchillo, faca, navaja, hacha, machete, charrasca; en fin, todos los filos habidos y por haber que él conocía y manejaba a la perfección.

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IX

Juliana entra a la casucha de barro agujereado, va limpiándose las manos en el delantal luego de perseguir la huella antigua del agua, el recuerdo de alguna lluvia a orillas del río en aquellas aldeas que su fatigada memoria porfía por sacar a flote, aunque el paraje sea de nubes ausentes y redondas privaciones.

No ha logrado sacar a Olegario de su ensimismamiento frente a la huella del camino y se hunde a sollozar entre la loza de barro y las cucharas quebradas. Al cabo de un rato se asoma a la puerta: Olegario sigue de espaldas, inmóvil. Entra, da una mirada a su entorno, siente la presión de una fuerza indefinible que la guía, casi la obliga a tenderse en el jergón, el lugar en donde ella debería, con mucha suerte, descansar.

Juliana se tiende en la escasa ropa que cubre el petate gastado, cierra los ojos: ve a Olegario y comprueba que ya no está de espaldas a la casa o frente a la ilusión que es el camino, la cuesta por la que podría llegar un cambio o una buena noticia, un billete volando o qué sé yo. Esta vez lo ve en el umbral en cegadora contraluz, agigantándose mitad en la penumbra, mitad en la luz. Abre los ojos y llama: -¡Olegario! ¡Olegario Fonseca!

El umbral está ahora vacío, todo a su alrededor parece haber perdido pie y flotar en ingrávidos atajos, también el plato de barro despintado que se acerca a su cuerpo.

-¡No! –Exclama Juliana.- No te acerques, no quieras posarte en mi vientre.- Y lucha, se debate contra algo que, más que aprisionarla, quiere posarse en ella, sentirla.

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Vuelve a cerrar los ojos con fuerza; le gustaría tanto encontrar a Olegario bajo el umbral, desea tanto ver al hombre que es su vida y de la manera como ella sabe, sonriendo con la boca chueca, respirando firme, de pie, allí bajo el umbral, aunque no trajera ni migajas, ¡qué importa!, pero mirándola, llamándole para contarle de un hallazgo, de un pájaro o una gallinácea, de una nube que traiciona a la lluvia en el lejano horizonte, de un caminante que viene con historias o noticias. Abre los ojos, está segura que ese vientecillo es su respiración, los va abriendo despacio, con la alegría de que encontrará colgada en la puerta esa mirada y esa voz: -¡Juliana! Regresé. ¿Me esperabas?

Piensa que ha cometido un error en la simple operación de abrir los ojos, cree haberse equivocado y mejor empieza otra vez y empieza por ver a Olegario bajo el umbral de la casucha, continúa por sentir su respiración y termina por escuchar su voz que podría contarle cosas, indicios sobre pájaros, nubes, peregrinos que vienen de muy lejos y traen la sequedad en los ojos y la piel y piden agua, como si hubiera. Así va abriendo los ojos a la luz cegadora en la que nada ni nadie se recorta.

-¡Olegario! –Grita Juliana. -¡Olegario Fonseca no te escondas! ¡Sé que has vuelto!

Solloza suavemente, reconoce su tristeza como la que le embarga todos los días, reconoce el lugar en donde yace y no quisiera ver, como todos los días, el carnaval de cucharas, el enloquecido baile de las vacas, el agua enmascarada que cae inmisericordemente sobre sus labios y moja sus brazos gota a gota. La experiencia le indica que debería levantarse y salir a la luz porque ésa es la única forma de alejar las inundaciones, el tremendo hocico de las vacas ahogadas, pero le flaquean las piernas y no intenta,

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siquiera, incorporarse. El deseo de ver a Olegario es lo único que repleta la habitación y el camino desierto, ese inmenso deseo.

Olegario está de espaldas a ella, frente al camino, sentado en una silla desvencijada, esperando. Lo siente como fuego y como una quemazón de yerbas, una trifulca que no atina a discernir ni a clasificar y que le inunda los poros mientras Olegario sigue con la vista fija, clavada frente al camino que no viene de ninguna parte.

Siente húmedas las piernas, erectos sus pezones, una tempestad le atraviesa el cuerpo sin detenerse en el rostro, es una caricia que le caza la espalda y que nunca se detiene en su cuello o en su pelo negro, sucio y mojado. La extraña fuerza le hace gritar al evocar a Olegario cuando éste se hundía en ella como el silencio del polvo en los montes. Es un poder hecho de raras y briosas palmadas, una fuerza que se resume en la mano de Olegario que corre loca y baja desde las paredes y el techo, que sube desde todas partes de la tierra y es un pulso y un escalofrío total, una caricia gigantesca que abarca hasta el último, recóndito, escondido ángulo de la piel. Esa caricia es la que la desnuda y le moja el cuerpo y le ubica un jugo radical en el pecho, le pone muchos gritos en los labios, le coloca una saliva fresca, asombrada y sombría en la boca; algo tan inaudito y tan fresco que a Juliana le parece increíble que esa agua no haya sido tragada todavía por el polvo seco en el que está desnuda revolcándose.

Luego de la ceguera que le produce el brusco encuentro con la luz, luego de tener los ojos cerrados a cal y canto, Juliana sale tambaleándose y el sol le devuelve la figura de Olegario Fonseca sentado de espaldas en una silla desvencijada, mirando el camino que no va a ninguna parte, esperando, acaso fumando un cigarro de hojas.

Se acerca gritando:

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-¡Olegario, ya el perdón no sirve para nada! No me perdones, amárrate al agua que salvará tu boca. Te quiero desnuda y sin odios. Estoy desnuda, hazme un hueco en la silla, acéptame entre tus piernas, te lo ruego.

Sin esperar respuesta, Juliana ha saltado sobre la silla en donde un hirviente soplo de meses idos, de días desaparecidos, la va penetrando profundamente; es un tiempo que podría ser Olegario, los dedos de una época acosada y sobreviviente, la inmensa, dolorosa certidumbre, de tener entre sus carnes más que un hombre, mil años de gestas telúricas de las que Olegario era solamente este polvo, esta tierra y esta desaparición.

Una uña marcándole el cuerpo, la suavidad de la piel frente a un tigre armado de ojos luminosos, una profunda caída a la nada era lo que Juliana tenía por delante, una angustiante soledad, un horizonte desesperado.

La fuerza de los espasmos la arrojan de la silla. Juliana cae al polvo, allí se queda, otra vez los ojos cerrados, sudorosa, agitada; el sol le hiere nada más que la piel, pues tras sus ojos, éste era una brasa en extinción, un fantasma por fin alejado.

Para cualquier caminante que hubiera cruzado por esas lejanías habría resultado extraña la visión de Juliana, el espectáculo que la mostraba al pie de una silla vacía, desnuda en el aura de polvo que la cercaba, rodeada ahora de una plenitud y tranquilidad desconocidas, pero por ese camino casi nunca se acercaba nadie.

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X

La marcha del camión se hace a cada momento más lenta y difícil, pareciera que, a estas alturas del viaje, cada grano de arena multiplicara su volumen y su don de obstaculizar y frenar el avance. Por las noches, el vehículo enciende intermitentemente los faros y Marcelo Supián considera, por los comentarios que ha logrado agarrar a vuelo de pájaro, por las frases sueltas y las maldiciones que ha escuchado soltar a los guardias, que huyen y que, por lo tanto, los demás campesinos, él, todos, son parte de una fuga cuyo destino ignora. Supone que las luces del camión no van encendidas constantemente a causa de que los traficantes temen ser descubiertos y que, por el mismo motivo, el camión durante el día es camuflado con una lona amarilla que ellos ayudan a colocar.

Más de cincuenta hombres se amontonan en el reducido espacio destinado a la carga y los campesinos se entreveran entre los guardias o policías porque, luego de emprender la huída, ¿cómo Marcelo y los otros peones pueden saber en manos de quiénes se encuentran y, por tanto, de quiénes huyen?

Rojas dormita. El Regalado no ha dejado de morderse las uñas con incesante dedicación. Para Rojas, este viaje, toda la situación producida luego de la muerte del gringo, ha sido como enfrentarse nuevamente al “Alemán”, de alguna forma volver al pueblo para exponerse incansablemente a las dentelladas de aquel cachorro que tras cada esquina, cada puerta y cada noche, se encaraba con sus piernas. O sea, Rojas interpretaba lo que estaba sucediendo como una mala señal, como el augurio de un infortunio que venía a interrumpir las ganancias y el prestigio que tenía tan bien ganado. Nunca pudo explicarse la razón del encono del animal, la exagerada persecución de ese fan45

tasma habitual de las noches sin luna y, como no entendía, decidió pasarlo a cuchillo.

Inmediatamente todo el pueblo sospechó de él, pero nadie se atrevió nunca a culparlo directamente de la masa irreconocible que una mañana apareció trozada en un pasaje cercano a la plaza.

Esta vez no permitiré que me muerda el Alemán, piensa Rojas en la duermevela que no le deja soñar. Se palpa el bolsillo y le basta con tocar el elástico para saber que el fajo de dólares se encuentra intacto. Es mi seguro de vida, se dice para sí y agrega una duda: si salimos con vida. Lo que le preocupa es que si llegaran a matarlo la policía le robará el dinero ahorrado para Irma, mal que mal, fue ella la que me metió en este lío.

Rojas trata de convencerse trabajando en las horas la creencia que pone yerto el hocico del perro, helado, desaparecido y sin dientes. Esto le hace concluir que sobrevivirá, ¿para hacer qué?, se pregunta, ¿para volver con Irma? No. Trataría de seguir en el negocio de la mariguana; hasta puedo sembrar un campito propio y, en ese caso, Irma le podría acompañar.

El Regalado, que no se ha despegado de Rojas durante todo el viaje, mueve nerviosamente sus manos humedecidas, voltea las palmas hacia sí, casi puede reflejarse en ellas como en un espejo. A pesar de que es un hombre viejo y con más de veinte años de experiencia en el negocio, esta es la primera vez que se encuentra huyendo directamente de la policía o del ejército, todo por la muerte de ese gringo desgraciado. Viejo traficante, el Regalado conoce a todos los altos mandos policiacos y su nerviosismo se deriva precisamente de eso. Ignora la forma cómo va ser tratado en este nuevo campo en que han entrado las relaciones de los traficantes con las autoridades. Su inquietud se centra en el tiempo, ignora qué tan atrás pueden llegar las investigaciones ya que a su persona sigue una cola indeleble de asesinatos, asaltos y extorsiones, como al cometa otro tipo de sombras en el espacio.

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Mueve las manos intranquilo, aguza los ojillos brillantes, mira a su alrededor con desdén, con estupefacción. No entiende la razón por la que el jefe ha decidido que huya junto a los trabajadores de la plantación y no pueda ir en la cabina. Le provoca náuseas el tufo que se enseñorea en la tapada plataforma del camión, ese olor a gente empiojada y sucia. Hediondez de pobre, el mismo tufo que tenía mi padre en los pies sucios en mezcla con la cebolla, el ajo, el aguardiente, los humanos orificios y concavidades; ese olor a pobre que el encierro multiplica y lo transforma en un zumo demoniaco.

El Regalado se pierde entonces en otro recuerdo, en el del olor bajo las camas del cuarto con piso de tierra, en su rostro desfigurado en muecas de horror por la picazón de parásitos. Recuerda que un sanador de pueblo no pudo borrar las marcas de las lanzas que los insectos estamparan en su cara. Recuerda, y un escalofrío le paraliza la memoria horadada por rubios escorpiones. Olor a pobre, mala señal, mala señal mi amigo.

Y como si la señal fuese realmente mala, el Regalado acaricia inconscientemente el irreflexivo cañón de su metralleta. Tiene las manos empapadas, toda el agua que consigue beber la bota por allí y hace tres días que no puede orinar: lo que me faltaba para completar la desgracia es que ya no pudiera orinar por donde se debe; lo que faltaba, orinarme por las manos y que el aparato tampoco me sirva ya para otros menesteres, ayayay, se queja el Regalado.

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XI

En la cabina, al lado del conductor, viaja el Rey Mostaza, primero en jerarquía, quizá el dueño de las plantaciones, la droga, las armas, el dinero, las relaciones, los hombres, el destino, las mujeres; señor de la pompa y el lujo y del pedacito de cielo que podías mirar.

Jamás, entiéndase bien, jamás su elegante figura había pasado por los trances de una huida, menos que menos de una pinche huida como la que protagoniza acompañado por tanto peón malacatoso y de incierto origen y catadura; al contrario, era de él de quien se huía, el que hacía huir espantado. Incómodo se revolvía en el asiento, despertaba a cada cambio en la marcha por imperceptible que éste fuera. Abría los ojos azules, miraba concentradamente el idéntico paisaje que en la noche se extendía hasta el alcance de los focos, cuando los había, y maldecía entre dientes y a grito pelado. Su voz llegaba hasta la plataforma trasera y, cuando ocurría, nadie se movía porque el que gritaba era el amo, podía matarlos, orinar sobre sus cabezas o vomitarlos a ellos, a Rojas, al Regalado, a todos.

La historia del Rey Mostaza es una de esas historias extrañas que terminan bien o mal según se mire. Cuando el Rey paseaba por los malecones atardecidos, vestido como para levantar una copa en el puente del yate, la luz se reflejaba sobre su pelo de oro azulado por la luna. Iba solo, sabedor de que era parte y experimentaba un dominio que incluía hasta el trueno de las olas que golpeaban las rocas. Nadie daba por él más

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que un sacerdocio, retraído como había sido siempre, todo el mundo consideraba que el Rey tenía aptitudes poco comunes para la meditación y en la ciudad nadie más que los jesuitas parecían pensar. ¿Mi hijo preocupándose de los negocios?... Más que cuestionárselo, el padre respondía de esa manera a sus colegas de la logia en las reuniones de los miércoles. Y luego agregaba, no sin pesar: No mis amigos, ese hijo mío me salió demonio, me salió cristiano.

De madrugada, la luz que reventaba sobre su cabeza le transformaba el pelo amarillo en una especie de azafrán quemado y sus ojos irradiaban una angustia de incomprendido, de espera, como si estuviese agazapado aguardando el momento del salto ¿a dónde?, ¿a qué?

La gente y los padres suelen equivocarse. Al Rey Mostaza nadie lo conocía, ni él mismo tenía ese privilegio. El día en que llegaron, primero los rumores y luego las pruebas concretas de que se le había visto rondar el prostíbulo, sumado a las demandas llorosas de las criadas, y a los indesmentibles atracos nocturnos y montoneras para sorprender a las muchachas en sus camas, desnudarlas y rasgar esa carne bajo un cielo que pestañeaba. Cuando estas habladurías, decíamos, llegaron a oídos de su padre, éste exhaló un largo por fin, ya creía que mi hijo iba para maricón o cura. Y pagó. Una miseria, pero pagó para remediar y tapar los baches de una virginidad perdida y tanto lloriqueo a costa de los embates de su hijo: Como yo, decía, exactamente como yo.

No pasaría mucho tiempo antes de que el Rey fuese citado por su padre al gran despacho de añeja biblioteca cuyos libros nunca se movían, salvo varios cuyos contenidos habían sido devorados como una delicatesen por las termitas y de los que solo quedaban las tapas, pero de eso la familia ni idea tenía, y total eran los que había encargado 49

el bisabuelo a Inglaterra para acompañar alguna decoración, como la gran lámpara de cristales cuyas lágrimas descomponen la luz en muchos colores. A ese despacho acudió el Rey, no sin cierta alarma. Se presentó con temor, tenía el rostro congestionado, no tanto por la vergüenza, sino por el escándalo que esperaba. Sin embargo, sus temores eran infundados pues, resumiendo, su padre lo felicitó por conservar la enjundia familiar y el arrase del nombre. Entonces el Rey se sintió en confianza y avanzó un paso más: -Tengo veinte años, quiero ser parte de los negocios.

El padre lo miró de arriba abajo, pareció meditar el tiempo necesario para esconder su alegría, aún así su reacción fue casi impertinente, o así se escuchó, cuando lanzó al aire la pregunta: ¿Quién me va a creer en la logia? El imperio está salvado. ¡El negocio se salvó, se salvó!

Cuando Isabel retornó de su largo viaje por regiones ignotas del Brasil, Alabama y Rangún, su matrimonio estaba prácticamente arreglado, solamente faltaba determinar fechas más precisas, menús, que si esta catedral o esta otra, trajes, flores, la presentación de la familia del noble inglés con el que iba a contraer las nupcias, en fin, todos aquellos detalles que rodean una boda y su avalancha de miel. Se le organizaría una fiesta de bienvenida de tan largo y extraño viaje la que sería aprovechada para que la novia se despidiera, pues partiría a casarse a la tierra de su prometido. En los planes de la pareja estaba el que Isabel ya no volviese, solo viajaría de vez en cuando para imponerse de alguna penosa enfermedad o de la muerte de una tía, pero volver, volver para quedarse a vivir en esa ciudad de encrespado mar, no, no lo creía.

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Isabel solo había visto y conocido la tristeza como parte del sentimiento de un personaje en alguna obra de teatro o leyendo María de Jorge Isaacs, nunca imaginó que podía metérsele en la vida de la forma como lo hizo, destroncando puertas, desbaratando tragaluces, abatiendo murallas y convenciones; es que el destino también se compra y eso, ella no lo sabía.

Bajo las luces brillantes y planeando sobre la música, la mirada del Rey Mostaza baila un vals alrededor de Isabel, esa mujer sorprendida o molesta, en todo caso feliz, pues iba a contraer matrimonio con un noble que era como un sueño encantado con espadín de príncipe valiente. Perseguida por esos ojos azules, incómoda ya que todos brindaban por su felicidad menos esos ojos azules y fríos como dos piedras, que iban tras los de ellas como un gato a la caza de esmeraldas. Aquellos ojos duros como una piedra de color, fijos… y ella iba a casarse.

Aquella noche, que la sola presencia del noble inglés convertiría en una velada llena de magia y estupor, las copas se alzaron mil veces y el champán corrió sin medida como la lluvia por las acequias y, en la terraza que luego haría historia, Isabel sintió la lengua del noble inglés por primera vez revoloteando en la suya y no se intimidó pues no quiso parecer aprendiz de mujer, al contrario, le gustó ese sabor de la cebada y el centeno y le devolvió el beso y el sabor a whisky.

Apartado de la escena, el Rey conversaba con un grupo de mujeres que admiraban su cabello que relucía tan amarillo, tan áureo y tan rubio. Sin embargo, esas muestras le daban igual, sus ojos impertinentes se encontraba muy atentos a lo que sucedía en aquella terraza en la que podía entrever cómo las siluetas se juntaban bajo los farolillos y, mientras compartía con las mujeres, no podía dejar de pensar pero qué puta, ya me tendrá que dar explicaciones, pero que putón de mujer, ya deberá darme debida satisfac-

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ción y a ese imbécil, si no se va mañana mismo, lo castraré personalmente y tiraré sus bolas a los perros. Isabel sentía el peso de una mirada insistente que le caía como piedrazos azules por todo el cuerpo, ¿o habré bebido demasiado? y el noble inglés sentía el frío del acero en sus piernas ¿o habré bebido demasiado? Desde lejos el mar traía una brisa a la que se podía atribuir cierto quebranto menor que no alcanzaba para empañar esa noche maravillosa ni, todavía, alcanzaba para desgracia. Cuando el padre de Isabel vio entrar a los novios, el salón poco a poco fue quedando en un silencio respetuoso y la admiración por la pareja fue alcanzando ribetes colosales, hasta el momento que alguien gritó ¡salud por los novios, salud! Era la voz del padre de Isabel que propuso un brindis por la felicidad de su hija y por los futuros nietos que ese enlace traería al mundo. El Rey levantó la copa, no le quedó otra. Luego haciendo una reverencia al grupo que le acompañaba, se retiró silenciosamente al tiempo que en el salón rompía a sonar el vals del puente colgante que era seguido cadenciosa y amorosamente por la pareja. A él, al Rey le importó un rábano, se alejó molesto, riendo a carcajadas y con el cabello encabritado. ¡Pero qué putón de mujer!

Sin embargo, los compromisos son tan volátiles, pasó esa noche y todavía duraba el de Isabel y el noble inglés, pero, el pacto no pasó la prueba de los días que vinieron, por eso, porque la ciudad toda ya se había enterado, fue que a nadie llamó la atención cuando, en una fiesta de compromiso que era para adornar más bien con crespones negros y luces entornadas, con pasos atolondrados, el Rey atravesó el salón para quedarse frente a Isabel mirándola, nada más, intensamente, nada más mirándola y como preguntándole la razón por la que vestía estrafalariamente de negro y se había teñido el pelo para dejarlo rojo y se había pintado como payaso la cara, ¿pero por qué Isabel, por qué? ¿Por qué te has embadurnado como pastel de salchichas, sin garbo ni gracia? Pasa52

ron interminables los segundos, los minutos quizá; el murmullo se congeló y el silencio cortando la fiesta fue tajante, y tal vez hubiese sido definitivo si el padre de la novia no hubiese hecho esa seña casi imperceptible al director de la orquesta para que continuara la música y si, dirigiéndose a su hija, no le hubiere dicho: -Isabel, acompaña al señor a la terraza.

La música recomenzó. El Rey e Isabel atravesaron el salón y tras sus desaparecidas pisadas las parejas retomaron el baile, sin saber si sería bien recibido en esa casa el llanto o la risotada que estaban a punto de soltar. En todo cado, comentaban, bien sabroso el güisqui que dejó el noble inglés que salvó las bolas y que todavía tiritaba cuando se acordaba del viaje de vuelta bajo anónima amenaza de muerte, aunque no por anónima, menos cierta.

Cuando el Rey Mostaza se enteró que la hija predilecta de la ciudad había vuelto, inmediatamente le surgió la idea de pedírsela a su padre. En vano éste intentó convencer a su hijo para que buscara otra mujer, pues ésa estaba comprometida, Inglaterra la esperaba con los brazos abiertos para una boda que sería poco menos que la de Jane Seymour.

-No sé ni me importa, cortó abruptamente la discusión el Rey, usted me la concede y cumple con mi deseo. Usted me hace este negocio. Confío en usted. -Movió la angustia la cabeza cana del padre; la insensatez de su hijo le hizo cerrar los ojos y, aún así, cayó en la cuenta que no estaba soñando. Se imaginó el lío que se armaría, sin embargo, el padre del Rey, a pesar de su confusión, pudo darse cuenta que no sería posible negarle ese antojo a su hijo. Más aún, quedó paralogizado cuando el Rey, antes de salir del despacho, lanzó la última, terrible advertencia: -No querrá que la mate, ¿verdad? -Y 53

salió sin decir una palabra más, confiando plenamente en la capacidad de su padre para los buenos negocios.

El Rey miró a Isabel, sin fatiga continuó mirando esos ojos que pestañeaban en la lógica de la histeria, ese rostro azorado. Sin saber de dónde, Isabel sacó fuerzas para el desenfado y preguntó: -¿Y, maldito, qué? Él no contesta, la mira fijamente. A Isabel le pareció que la mirada era la de un estúpido, pero los ojos del Rey se abrían para adentro, mucho más profundamente de lo que ella hubiera podido suponer.

El Rey Mostaza escuchó en silencio a su padre: -Ya hablé con el padre de la muchacha, no ha sido fácil Rey, no ha sido nada de fácil. Tratar de convencer a ese hombre ha sido una tarea que ha dejado más muertos que la masacre de San Bartolomé. –El padre suspira, tiene la mirada opaca y su voz delata un timbre cercano en la escala a los primeros acordes del llanto.

-¡Qué San Bartolomé ni perro muerto! No quiero saber cuánto ha costado o cuánto no ha costado, me interesa el resultado final y eso, es lo que en estos momentos, le estoy exigiendo, por si no se ha dado cuenta.

-Con dinero, tú sabes, todo se consigue. Es increíble, jamás llegué a imaginar en el ilimitado poder de la avaricia y los brillantes. Esta vez tu capricho nos ha costado demasiado…

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-¿Entonces? –La interrupción del Rey se viste con la sonrisa que presagia el triunfo, porque es abierta y está a punto de convertirse en una carcajada larga y feliz.

-Ya está todo arreglado.

Isabel miró hacia el lejano estruendo del mar, la leve brisa nocturna le transmitió una diminuta sensación de frío sobre sus brazos y, a pesar de su pequeñez, otra vez y en la misma terraza, fue capaz de traspasarle la rigidez mortal que tiene el destino cuando se viste de fatalidad y se despachurra. Se rehusaba mirar hacia el lugar en donde suponía que el Rey continuaba porfiadamente suspendido. Con toda el alma hubiese querido volverse y que el Rey ya no estuviera allí atrás, pero tenía miedo de girar: ¿Cómo vuelvo luego a mirar el mar?

-Ya le dije al padre de Isabel la manera como… Bueno, como…

-¿Cómo trabajaremos este negocio? Por eso no te preocupes. ¿Y qué dijo?

-Ésa fue la parte más difícil del trato. El padre de Isabel lloró, y como su llanto me pareció sincero, me vi obligado a doblar la oferta. –Explica el padre.

-¿Y se le pasó la pena?

-No te burles Rey. Costó mucho para que me mirara como socio y se ofreciera a hablar con Isabel.

-¿Ella ya lo sabe? –Pregunta el Rey.

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-No. Será “una sorpresa”. No sé… buscará el momento adecuado... ése es un tema que deberá resolver. Lo cierto es que ya no viajará a Inglaterra y que el noble se quedará esperando sentadito. -Molesto por el tono ocupado por su padre, el Rey le da una mirada fulminante que éste comprende perfectamente, por eso agrega: -Llámale como quieras a lo que me has obligado a hacer, en todo caso, continúa, te advierto que esta no es hora para remilgos. ¡Ya está, carajo!

El Rey se queda en silencio con la vista clavada en su padre largo rato, hasta que finalmente replica como hablando consigo mismo: -Es la única forma, los gentiles aman la desvergüenza.

-No muchacho, había otra forma.

-No te pongas romántico. Para tu tranquilidad, asegura el Rey, ya lo sé. ¿Y qué? ¡Qué me importa!

-Me preocupa tu felicidad Rey. -El dinero compra la felicidad. Más dinero, más felicidad. ¿Es tu filosofía, no? – Replica el Rey. -Sí, contesta el padre, aunque nunca la apliqué para comprar personas.

-¿No?

El Rey Mostaza se acerca a Isabel, la toma del talle, la besa.

Esas lágrimas de Isabel no aparecieron nunca más en su vida. Su asco por el agua de los cuerpos reemplazaría el llanto y su mirada quedaría desde esa noche más abierta, un poco más sorprendida. Con el tiempo, los bellos ojos jamás volverían a llorar 56

ni a evocar esa noche en la que pareció que un tsunami inundaba la terraza con sus lágrimas. En adelante serían dos piedras rojizas cayendo sobre la eterna sonrisa del Rey Mostaza que sabe que, cada noche que ama a Isabel, vuelve a violarla.

Isabel no siente, prefiere volver el rostro hacia el lugar en donde debería continuar la fiesta para comprobar que todo está en silencio y que las luces del salón se han apagado. A lo lejos, el estruendo del mar y, más lejos aún, aquel bramido odioso que son los espasmos del Rey, su pelo azafrán, sus mechones de mostaza invadiendo el rostro de Isabel. ¡Ya está, carajo!

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XII

Olegario se acerca a los botellones de agua y bebe incansablemente estimulado por el odio y un sentimiento de revancha que le va inflando el vientre. Come como una burla la carne seca y traga y traga agua, orina y bebe y traga hasta convertirse en aquel muñeco escuálido que se levanta a vomitar. El sol le comunica que es el atardecer y Olegario Fonseca ironiza: soy la mierda ofrecida, el que vino hasta aquí para jugarme por los demás la remota salvación. Soy esta mierda grande y en grande que se ha ofrecido cuando los demás…

El sol.

La sombra de Olegario es una alucinación vista muchas veces por los que se han quedado esperando el agua y la comida. Lo reciben pesadillas entusiastas, la esperanza al fin cumplida cuando la sombra de su cuerpo se proyecta en la arena a unos cuantos pasos. Los que aún pueden levantarse le agradecen infinitamente la transitoria salvación. El agua escurre por las comisuras secas, se pierde en los intersticios de la piel que es un cuero. Es inútil advertirles que cuiden el líquido, que no lo malgasten ni lo viertan sobre la arena caliente en el que es tragado como una sombra y desaparece. Inútil. El grupo se abalanza sobre el espectro de Olegario en una monstruosa combinación de espasmos desdentados, frío mortal y luces de la llamarada que ha hecho estallar sobre la razón reseca un reloj que sospechan se queda sin cuerda. Si hubieran despojado al Rey Mostaza de un botón dorado de sus gemelos, se reflejarían en él como animales boquiabiertos y agonizantes, a punto de enloquecer tras la última visión bienaventurada que representa un oasis y un árbol bajo cuya sombra un hombre duerme plácidamente, sin 58

atender al sino que Olegario o su espectro se había echado a la espalda, portador de una líquida verdad, única diosa creíble, como antes los rayos y los truenos que partían el firmamento y hacían llover.

El sol.

Olegario improvisa un atado con el enorme pedazo de lona que, hasta el momento de la huida, había sido el toldo de un camión a la vera. Va envolviendo cuidadosamente las latas de carne y los botellones con agua. La soledad le aconseja arrastrar con mucho cuidado la lona para no derramar el agua, también le advierte sobre la huella que se va imprimiendo sobre la arena.

El sol caía. Era el momento de volver.

Hay quienes no ven volver a Olegario, se han quedado en su sitio sin mover siquiera una pestaña cuando, por enésima vez, escuchan los gritos de bienvenida; simplemente saben que se trata de una nueva alucinación y que no hay otra realidad que el olor a descomposición y aleteo. Uno de los que permanecen inmóviles es Marcelo Supián que descansa cerrando los ojos luego de que ayudara a correr los cuerpos muertos de los hombres que han entregado el alma más rápido de lo que Olegario imagina. El insoportable olor a caliente putrefacción y un golpazo de pico sobre su frente, brutalmente detenida en pleno sueño con un río a cuya vera una mujer lava vestidos blancos y un perico enjaulado chilla, “quiero rajarme, galán”, fuerzan a Marcelo a levantarse otra vez, espantar los absurdos y los sopores para constatar quiénes son los que quedan vivos. Los cadáveres son de aquellos que se amontonan con tristeza y algunos son de los que aún muertos porfían por mantener los ojos bien abiertos.

La caída en picada con su rumor de plumas aceitadas obligó a Marcelo a abrir, él también, los ojos, a hablar algo, a tocarse para saberse vivo y comprobar que no estaba 59

ni en el paraĂ­so ni en el infierno, que esperaba en un lugar en el que la arena se enfriaba o se calentaba con pasmosa regularidad, quizĂĄs el purgatorio.

El sol caĂ­a.

Penosamente Olegario se pone en marcha con su cargamento.

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XIII

Qué para qué querían el dinero ahora. Que allí se les daba lo necesario, o acaso, ¿les había faltado comida o agua, dónde dormir? ¿Ven? No jodan. Si no trabajan habrá menos lana. Se les pagará al final, ¿para qué quieren llevar el dinero encima?, ¿para que se les pierda? La administración ha optado por el celo en el resguardo de sus dineros, así evitamos los robos entre ustedes, las confusiones, las riñas, porque ¿no querrán que se les pague semanalmente y el contador, gracias a la porfía de ustedes, deba amanecerse para cancelarles el salario los viernes? ¿No querrán eso, verdad? Ven, les dije. No desconfíen, la administración jamás ha dejado de pagar los salarios porque sabemos que muchos no son de la región, tienen familia, necesidades, puchero pendiente. No se me hagan los exquisitos, cabrones, no se me paren en la hilacha a gritar exigimos esto y aquello. Es verdad que llevamos muchos meses encerrados, pero si no les hubiéramos retenido los pagos, ¿les quedaría algo? Ya se lo habrían tomado todo y buscando putas más de uno hubiera abierto el hocico. ¿Qué sacan con andar con el dinero encima si de aquí no pueden salir? Ya, vuelvan tranquilos a la cosecha y no crean en habladurías. ¿Quién está detrás de todo esto, eh? ¿Quién es el hijo de la gran puta que anda esparciendo rumores? No sé cómo quieren arreglar las cosas sin prestar la necesaria cooperación. Se les va a pagar la billulla prometida descontando el agua que se han empipado, la comida y el alojamiento. Sí señor, no me trate de engañar, ése fue el arreglo y se llama derecho de ojete y ya, no se me hagan, cabrones… Más preguntas y más tiempo perdemos y el asunto es de su interés más que del mío propio. ¿Les ha faltado comida, agua de beber? Eso. Y no voy a contar toda la mariguana que sea echado al cuerpo.

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Punto. ¿Ah? Esa no es ninguna excusa válida. La administración es como mamá, guarda para más tarde, para pagarles todo junto y que les cunda cuando sean grandes. Para que esto de las cuentas quede bien clarito, vamos a proceder con una liquidación de adeudos en una cuenta individual, cada cual y su cuenta separada, cada quién y su jubilación ganada, que si no saben leer, yo les ayudo o buscamos un compa más despierto. El engaño no está en el ánimo de la administración, entiendan bien eso. Para que vean cuál es el espíritu que guía los propósitos de nuestros jefazos, quiero anunciarles que hoy, a modo de celebración del tiempo que llevamos juntos, habrá marranito en la comida y arroz y doble ración de sopa y pan, cañita para todos y cerveza. No se me hagan y si hay suerte les echo unas putitas, ¿ven? ¿Ven qué mejor?

Efectivamente, Marcelo Supián recuerda ese día que celebraban las toneladas de mariguana cosechadas, cortadas, secadas, empaquetadas y despachadas. Hubo buena comida a doble ración y la plantación se inundó de grititos y viejas perseguidas. Esto se repetiría cada vez que cumplieran una meta que solo los jefes conocían. Eso era el pago, así se rajaba la administración con sus trabajadores: comida, agua, barraca dormitorio en donde reposar hacinados cuatro horas. Hasta ese momento, hasta cualquiera de los momentos signados como metas, eso era el pago. Billetes, nada. No podían hacer mucho más que esparcir rumores o alegar tímidamente como hacían Olegario o Nereo Cuadros a nombre de todos.

Frente a ellos, que solo disponían de los machetes que usaban en el trabajo y de uno que otro cuchillo de caza, armas que debían entregar a la guardia cada noche para evitar accidentes, se les había dicho, para prevenir riñas de mariguaneados, se desplegaba un poder de fuego hecho de silencio, construido con su sola exhibición. Armas lar-

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gas, pistoletes de bolsillo trasero, metralletas recortadas y, sobre el techo de la barraca de la guardia, algo descomunalmente negro que no sabían cómo nombrar, pero que apuntaba hacia donde ellos dormían. Esos aparatos oscuros estaban también instalados cerca del pozo y en cada garita de vigilancia, acero camuflado con maleza, plantas resecas amenazando la boca del trueno. Diez trabajadores habían desaparecido sin que hasta ahora nada se supiera de ellos.

-A todos nos va a ir muy mal si llega la policía o el ejército. Esto no es cosechar manzanas. No, ¡qué va a ser!

-Pero ni los polis van a venir ni el ejército se va a aparecer y, si vienen, es para cobrar los sueldos que les pagan por proteger el negocio, así que por ese lado, no hay problema.

-Yo no estaría tan seguro. Llevamos muchos meses trabajando y no hemos visto un solo centavo del negocio. ¿Y para qué tanta arma si todo está en regla?

-No sé compañero. De lo único que estoy seguro es que nosotros estamos como prisioneros a muchos kilómetros del pueblo más cercano.

-No nos van a pagar ni un peso, nunca hemos visto la lana que prometieron: cuatro mil diarios a unos y, a otros, seis mil, ¿por qué?

-Parece que pagan por región. Los del norte tanto y los del sur tanto.

Alrededor del Topo y de Rubén Iturbe los hombres se habían ido congregando iluminados por los cigarros de hoja. La barraca estaba desvelada en medio del sofoco y del calor. La puerta, como todas las noches, estaba cerrada y custodiada desde el pozo por unos diez o quince hombres que fumaban inmóviles bajo la luna de una noche despejada, cálida.

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Como un exorcismo para espantar los olores, el sudor y las moscas, el Topo y Rubén dibujaban en el piso de la barraca los monos y las líneas sin sentido que provocaba la angustia. El Topo volvió a hablar, muy quedo, muy despacio: -Yo creo que me voy a rajar de aquí.

En la oscuridad no se veían, pero seguramente que los ojos achinados de Rubén Iturbe fueron ojales sorprendidos, remiendos, costuras de pavor puro: ¿Qué está diciendo compa Topo?

-Que me voy a rajar de aquí.

-Ta’ loco… ¿Cómo? Si de aquí no se puede…

- Es que esto se madreó, ya no tiene ni pies ni cabeza. –Lo interrumpe el Topo y agrega: -No sabemos para quién trabajamos o con quién trabajamos, cualquier día nos matan y, más encima, no nos pagan. Esto ya valió mierda.

-A mí me preocupa mi vieja que debe pensar que estoy muerto en algún pueblo.

También la tierra abandonada… Dijeron que ya iban a pagar…

-Mire compa Rubén, eso lo dijeron hace mucho. Dígame: ¿Por qué no podemos salir de la plantación? –El Topo quiebra el cuello para aprovechar la luz del carrujo de mariguana y con ella observar el garrapateo que ha dibujado con una rama que ahora reposa entre sus dientes escasos y las encías devastadas por hambres de nacimiento. Así vuelve a la carga. –Díganme ¿por qué tantas armas? No tienen voluntad de pagar. Nos van a encerrar aquí hasta cuando seamos útiles y luego nos van a matar.

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Los demás que se habían acercado a escuchar, parecían no tomar partido por ninguno de los hombres, lo que no era para sorprenderse pues las cosas estaban muy equilibradas entre seguir trabajando o rajarse sin un centavo después de tantos meses.

No obstante, la balanza pareció inclinarse a favor de Rubén Iturbe cuando dijo: -Han desaparecido diez compas y nadie sabe cómo.

-No importa, igual me rajo, -dice el Topo- ya basta de que me miren los güevos, grandes los tendré, pero nunca tanto. – Apoyó la cabeza en el piso, se dispuso a dormir.

Durante el día siguiente pareció que al Topo se lo habían tragado las matas de mariguana, nadie lo vio y a la hora de la comida tampoco retiró el plato de latón para la sopa.

-Oiga señor, -interrogó Rubén al guardia- ¿ha sabido de mi compa al que le dicen Topo? Somos del mismo pueblo, ¿ve? Y llegamos juntos a trabajar aquí.

Rojas hurga en su memoria, unos segundos son suficientes para que le aparezcan como en una pantalla las encías salientes del hombre que yacía boca arriba, atravesado de lado a lado por el machete. Sin embargo, para demorar la respuesta o para limpiar eso que ni a culpa alcanzaba, preguntó: -¿Cuál? ¿El que trabaja con la cabeza envuelta en un pañuelo?

-Sí. –Responde apresuradamente Rubén Iturbe y sonríe: se acuerda del Topo, de su compa del pueblo de Chaleté. –Sí, sí. Ése es mi compa, ¿quién más?

Rojas se sienta y para encender un pucho de mariguana deja la metralleta sobre las rodillas, dirige una mirada irritada a Rubén y sus palabras tienen un tono medido, exacto para el hombre que espera frente a él retorciéndose los dedos: 65

-Tu compa tuvo un accidente…

-¿Cómo, señor?

-Cuando hablo no me gusta ser interrumpido, grita Rojas. ¡Apréndetelo muy bien muerto-de-hambre!

-Discúlpeme señor, no se fije en mí, dígame por favor qué pasó con lo del accidente de mi compita. –La voz de Rubén se adelgaza humilde y es un hilito que sale de aquella cabeza inclinada, las manos tapando los genitales con el sombrero; tal vez espera un golpe, un piedrazo en la cabeza.

En cambio, la voz de Rojas es monótona. Salvo cuando grita, su tono es parejo como una línea tirada con escuadra; habla con un rictus de idiotez que le tuerce la boca hacia arriba y se conjuga perfectamente con la mirada nublada: -Tu compita tuvo un accidente. Tu compa se metió por la espalda el machete que usaba para cortar hoja, así que yo mismo lo enterré en donde estaba, al ladito de afuera de la cerca.

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XIV

Los recuerdos que Marcelo Supián guarda del Topo se reducen ahora a su rostro iluminado por la brasa de aquella noche en la que decidió huir; quisiera traer a su memoria los términos exactos de la conversación que se transformó en el pasillo por el que desembocó a la muerte, pero solo se le presenta esta especie de gemido con el que Rubén Iturbe dormita a su lado en el camión. Con la caída de la noche se ha reanudado la marcha. Junto con la muerte del Topo, en la cabeza de Marcelo rondan otras amenazas. Ha escuchado, tras la lona del camión y mientras orinaban en el desierto, la conversación entre Rojas y el Regalado: -Todavía no puedo orinar, ¡qué carajo! El Rey está inquieto, ha preguntado por la gasolina que queda… -Las voces que escucha Marcelo le llegan en oleadas y se van por efecto del viento que azota la arena.

-… la comida y el agua…, alcanza a oír la voz de Rojas.

Las voces se perdían y terminaron entre eructos o más viento vapuleando las lonas. Esos retazos de conversación, esas palabras que podría haber escuchado mal y entendido peor, bastaron sin embargo para que a Marcelo lo invadiera un sentimiento de abatimiento y catástrofe. ¿Cómo iba a terminar esta andanza? ¿Cuántos tiros le corresponderían? ¿Bastaría con uno o quedaría a medio morir saltando? Al Topo lo mataron con un machete, se ve que no están dispuestos a gastar muchas balas, o tal vez las habían ahorrado para una ocasión como la que ahora se presentaba. Lo habitual había sido un silbo, un acero cor67

tando el aire, ¿para qué balas? Él se llevaría como pago por el trabajo, la indecente comida y el agua llena de parásitos, una cuchillada descomunal que lo abriría como a las reses en el matadero. ¡Ah, qué mierda! No obstante estos augurios, guardaba unas esperanzas que, a pesar de saber que se estaba engañando con sus propias cuchufletas, igual quería creer: No podía ser. No puede ser que no les pagaran un quinto. Les habían mostrado los fajos de billetes verdes que llevaban en una caja de acero en la cabina. Les habían mostrado el dinero con el que les iban a pagar: Aquí está el billullo americano y verde como la misma mariguana y tenían mucho dinero, fajos y fajos amarrados con gomitas. Entonces no podía ser, se habían comprometido.

El monótono ronroneo del camión por momentos parecía duplicarse o más, Marcelo evitaba prestarle atención, ensimismado como estaba en los billetes voladores, pero cuando por los orificios de la lona que estaba sobre sus cabezas penetraron potentes hilos de luz que venían del cielo, se despabiló y codeó a Rubén que despertó sobresaltado y, entre ambos despertaron a los que dormitaban, incluso a Rojas y al Regalado.

Ahora el camión tenía una marcha que se hacía de broncos tirones e iba a los tumbos, frenaba y aceleraba, hasta que se escuchó potente la voz del Rey: -¡Paren esta mierda! Aquí mismo vamos a resistir.

La conmoción fue tal que los guardias saltaron a la arena pasando por encima de los campesinos, pisoteándolos, apoyándose en sus crenchas, torciéndoles el cuello y maldiciéndolos como si fuesen los responsables, no ya de los hilos de luz, sino directamente de los chorros iluminados que bajaban desde las estrellas.

-¡Todos ustedes se me quedan adentro del camión! –Ordenó Rojas. -Ésa es la orden de la jefatura, añadió.

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-¿Van a venir balas jefecito? –El rostro de Rubén Iturbe reflejaba la confusión y el candor que se apoderó instantáneamente de los semblantes campesinos, pálidos, demudados, por lo demás y con justa razón, como diría alguien que contemplara a buen recaudo la escena. Esos rostros eran el resumen y sus palabras el amargo extracto del miedo. Su temor era multiplicado por el pavor del mundo, la oscuridad y la indefensión.

-¡Anda a chingar a tu mamacita, maricón!

-Es que… -Y Rubén Iturbe hubiese querido explicar, seguro que lo podían entender, porque, si había balas, en esas condiciones eran blancos fáciles, que les permitieran por lo menos escabullirse por la arena, en la noche no los verían, que él no pedía guarecerse bajo el camión, sabía que esos puestos estaban destinados a repeler algo que venía y se anunciaba por medio de una luz que inundaba la lona sobre sus cabezas, colmando el desierto que ahora empalidecía. ¿No ve? Hablando, la gente se entiende. No le habían dado tiempo para explicar, más: le habían tratado de maricón culeado, y le habían sacado la madre, a él, que en otros tiempos y en otras circunstancias, nunca

habría

permitido que le tocaran la madre. Pero hoy sí, hoy sí porque estaba acojonado y del cielo caía algo desusado, inaudito; de otra manera los guardias no estarían allí agazapados, codo con codo, tratando de ganar un espacio bajo el camión, aunque el culo y las piernas se les quedaran afuera, aunque les cosieran a balazos el orto y las patas, porque parece que la orden es salvar la cabeza.

Sorprendido in fraganti el camión se había detenido y, en un vano intento por ocultarse, habían apagado las luces, pese a lo cual, los reflectores del helicóptero no tardaron en dar con ellos, en dibujarlos de cuerpo entero volando en redondo sobre sus cabezas, a suficiente altura como para amenazar iluminando esa masa que se movía cie-

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ga y deslumbrada. Durante un largo rato no hizo más que sobrevolar a prudente distancia encendiendo el fondo negro de la noche.

-¡Ningún concha de su madre me va a disparar un solo tiro hasta que yo lo indique!, habían sido las órdenes del Rey Mostaza.

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XV

El gobernador quiso encarar la situación personalmente. El coronel le había narrado las peripecias del primer día de búsqueda y no se podía convencer de los magros resultados, lo que suscitó una agria discusión, tanto como puede ser la que se da entre un civil y un militar en torno a temas que lindan con lo policiaco.

-No, no y no. Vamos a dejar a la policía en un segundo plano, no confío en ellos.

Quiero que el ejército sea el que se haga cargo de los operativos. –Ésas habían sido las palabras que el gobernador había expresado al coronel cuando le encargó esta misión.

Por eso el gobernador, al término del reporte entregado por el coronel, decidió encabezar en persona el rescate.

-Usted no entiende señor, explicaba el coronel. En primer lugar, debemos trabajar de noche y la visibilidad es escasa. Es segundo, debo recordarle que, por las características que tiene esta operación, la misma ha sido confiada a un puñado de hombres que son de mi absoluta confianza y van con tajada gorda. Este operativo lo trabajamos en la más plena clandestinidad. –A medida que iba explicando el carácter del operativo, el coronel llegaba a la conclusión de que el gobernador estaba preparado para pispar estafas, para sacar cuentas alegres, rasguñar y guardar en los bancos de islas remotas, hacer las rondas y cobrar, para eso sí estaba muy preparado, pero era incapaz de entender el lío fenomenal que se armaría si la opinión pública se enterara de los pasos en que andaba su ejército, que no eran precisamente los encaminados a proteger las fronteras y la soberanía; un regate mal calculado y pierdo la honra, pensaba el coronel.

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-El embajador yanqui está absolutamente enterado de los pasos que estamos dando, la única exigencia ha sido –continúa explicando el coronel- que esto se haga en la más absoluta reserva. En este asunto los intereses vuelan alto. En fin, el político es usted y debería dominar la situación mejor que yo.

-Evidentemente, replica el gobernador, claro que sí hombre, lo que no me explico es su fracaso en una operación tan sencilla, ¿se imagina si estuviéramos buscando enemigos en una guerra real?

-Tan sencillo… -El coronel se toma la barbilla y piensa que debe comportarse como un tipo duro, irónico, agudo cual zopilote pues, de otra manera, saldrá escaldado a manos de un imbécil que no tiene la menor idea de contrainsurgencia… -Para usted parece simple y lo sería si pudiésemos actuar a plena luz, sin embargo, actuamos a oscuras, sin coordenadas, golpeados por el viento del desierto; si al menos el Rey y sus hombres se dejaran ver un ratito, otro gallo cantaría, pero son tipos avezados, con mucho poder de fuego y conocen el desierto como la palma de sus sucias manos.

-Ya, ya, ya. Dejemos las quejas coronel porque en definitiva… -El gobernador se calla cuando entra un hombre portando una bandeja, copas, licor, papas fritas y queso. –Gracias… -Y no reanuda el diálogo hasta que el asistente desaparece tras la acolchada puerta del despacho. –En definitiva, el primer día de búsqueda ha sido un fracaso.

Sírvase coronel.

-No gracias.

-Hombre por Dios, no me haga sentir mal, si solo estamos analizando una operación militar que no ha dado los frutos esperados. Beba usted, por favor.

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-No gracias. – Contesta el coronel y agrega: -Tengo trabajo que hacer y, si usted me lo permite, me retiro.

-Por supuesto, faltaría más.

-Espero tenerle mejores noticias mañana.

-Mire coronel, replica el gobernador, no me voy a quedar sentado a esperarlas.

He decidido acompañarlo en el raid de esta noche.

-¿Desconfianza? –Pregunta el coronel que ha decidido volver al sillón en donde estaba sentado.

-No coronel. ¿De dónde saca semejante cosa? Solo que… esos hombres son muy importantes para todo el mundo, para nosotros, para los gringos, para los bancos, para el bienestar de mucha gente. Quiero acompañarlo para cerciorarme en terreno de las dificultades, eso me permitirá rendir cuentas cabales de esta comedia de equivocaciones.

No nos podemos olvidar que hay un muerto importante, un cadáver que se nos pasó, un hombre reclamado e inocultable. Usted conoce a los gringos, primero fanfarria y luego si te he visto en algún corral gallito, ahora no me acuerdo. Estamos con la producción parada debido a la intrépida bobería del agente de la DEA que detectó el negocio, sus raíces y sus ramificaciones… hay que ser idiota para meterse con nosotros. No obstante, eso tan simple, el gringo nunca lo entendió.

-Espero señor gobernador que haya sopesado convenientemente los riesgos que corre si se llega a saber que usted personalmente estará al mando.

-El mando seguirá siendo suyo, coronel. Usted tiene la confianza del cuerpo de generales. Pero, hágame el favor de servirse, está muy bien este trago para empezar el trabajo del día, no me desprecie.

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-En esos términos, me quedo para que afinemos la operación, señala el coronel.

-Gracias. Volviendo al tema, le voy a decir que todavía tenemos muchos negocios pendientes, demasiado futuro por delante. Un error coronel, solo uno y todo se nos va a la basura: la familia, la reputación, las relaciones, las cuentas paradisiacas, las rondas de rapiña, todo. Por eso voy, porque soy un hombre al que le gusta asumir sus riesgos y sus negocios. No abandono a mis socios cuando se encuentran en dificultades. Se enterará ahora de la razón por la que soy tan respetado.

-No deja usted de tener buen sentido y audacia señor gobernador. Sobre todo audacia.

-¿Cómo cree coronel que he llegado a ocupar este cargo? No ha sido fácil. A mi manera soy un hombre de guerra, me gusta el campo de batalla para que nadie me haga cuentos con los muertos que quedan en el camino. –El gobernador se tienta la panza inflada, llega a la hebilla del cinturón y afloja tres agujeros al tiempo que pasea dos dedos por el bigote casi despoblado.

El coronel observa detenidamente al hombre que tiene al frente. Comparada con su propia figura, la del gobernador es ancha, su rostro exhibe sendos carrillos mofletudos; meticulosamente afeitado y bañado en fina loción, es una estampa propia de la inmovilidad de los hombres de escritorio y baja política y, no obstante, continúa reflexionando el coronel, este tipo parece desdecir con sus palabras la mala jugada que es su cuerpo.

-¿En qué medita coronel? –Interroga el gobernador.

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-En los riesgos señor y en algún banco bananero al cual podamos transferir las lanas cuando nos encontremos sin negocios, sin patria y con los pies definitivamente en polvorosa.

-No será para tanto, hombre. Siempre hay maneras de ponerse a salvo y, superado el escándalo, vuelta al terruño que tanto nos da. En ese trance, usted coronel tendrá mi palabra, mis redes y mi ayuda solidaria, ¿le doy una razón?: Usted forma parte de la cofradía de mis socios importantes, del empingorotado club de los adanes perversos y desalmados. El azar me lo puso por delante y caray que nos ha ido bien.

El coronel agradece al gobernador el compromiso y luego de un instante acota: Confío en que no sea su ayuda como lo del avión del Rey… -¡No hombre! –Exclama el gobernador riendo abiertamente. ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?

-Entonces paso a recogerlo cuando oscurezca. Debo poner en conocimiento del cuerpo de generales las decisiones que hemos tomado.

-Hecho coronel. Gracias.

El militar se levanta enérgicamente y extiende la mano al gobernador. A punto de abrir la puerta del despacho, es detenido por una frase que el gobernador suelta por si las moscas: -Espero que no haya dicho en serio lo del avión del Rey. El coronel Noriega da media vuelta y se queda mirando al gobernador durante unos segundos. No dice nada, tan solo sonríe, se encoge de hombros y se va.

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XVI

Luego de entrevistarse con el gobernador, el Rey había creído a pie juntillas en la promesa que éste le hizo, sin imaginar que era una sucia jugarreta concebida por el embajador y otros forajidos. Así, luego de la visita que de madrugada hiciera al gobernador, y de su regreso a la plantación en un carguero especialmente fletado, puso manos a la obra y todo su empeño en salvar del desastre y depositar en una valija alguna barritas doradas a donde habían ido a parar aretes y argollas, bisutería de tantas familias que se habían convertido, de la noche a la mañana, en enemigos jurados o sin fondos; también allí cargó los papeles churretosos y los atadillos de billetes de buena denominación.

Con ojo atento el Rey revisaba las bodegas, daba órdenes para que en el avión embarcaran el máximo de paquetes con droga, sin disimularlos pues todos estaban enterados de la liquidación del rancho.

Rojas y el Regalado recibieron como una bendición la orden del Rey consistente en que se aprestaran y avisaran a otros cuatro custodios que la salida a Panamá era en media hora, que todo lo demás iba a quedar botado. Vigilaba desde su oficina que el avión –cuyos motores estaban en marcha hacía ya un largo rato- fuese convenientemente cargado, mientras en voz alta repasaba algunas tareas: que los fajos con sencillo se iban en la caja que estaba preparando, que no era mucho, que si lo creían tontito para guardar todo en la plantación; igual estos dinerillos me servirán para cubrir eventualidades y pagar mordidas, si fuera necesario y que, como el tiempo escaseaba, el pago de los salarios quedaba pendiente hasta nuevo aviso. Dirigiéndose a Rojas le ordenaba que desarmara a los que se iban en el avión. Que se dieran prisa, que quedaban quince minu76

tos y, respondiendo al Regalado, le echaba en cara su estupidez, que para qué iban a cargar comida y agua para un vuelo de un par de horas o acaso no sabía dónde quedaba Panamá, o bueno, carga unos botellones del bueno y algunas cervezas que tengo en el refrigerador. Les decía que no llevaran bultos, que todos los espacios eran para la yerba, que llevaran lo puesto y después se vería. Que no fueran tan huevones, que cómo no sabían qué mierda es lo que hay que llevar cuando se está escapando. Que le guardaran los comprobantes de los depósitos en la valija de cuero, que nunca se sabe y que este negocio se había ido a la puta que lo parió; que se quedaran en silencio pues me estoy comunicando por radio con mi apoderado para que cierre cuentas y abra otras en favor de un palo blanco, por si me tiran un decomiso con embargo y todo; que sí Chopin, que tú ya sabes, que no me tires un nocturno y haz lo que te ordeno, que algunos hombres de confianza se van a Panamá, que yo me voy a Miami porque con lo del gringo todo se está yendo a la mierda y eso que me lo pidieron porque, si no, lo dejo vivo, ¿qué interés podía tener yo en ese gusano descalabrado? Sí hombre, no te preocupes, sé cuidarme, que Isabel vuele contigo a Miami. Sé que les convengo vivito y coleando por eso el gobernador me ha puesto un avión que pasará por Panamá, allí descargamos y luego sigo vuelo a Miami, ése es el plan. Olvídate, decía el Rey, olvídate el escándalo si de mi boca saliera una sola palabra, por pendeja que ésta fuera. Soy yo el que sabe este trabajo, el que tiene los contactos alrededor del mundo y, en este momento, el avión cargadito para ser recibido en gloria y majestad. Por eso me respetan y me necesitan. El Rey pregunta si es que los mierdas no se pueden apurar con el cargamento. Sí, disculpa Chopin, estaba hablando con estos imbéciles. Tú deja de chupar cerveza que ya ni pasas por las puertas y encárgate de todo y la próxima tajada te la entrego allá. Que sí, hombre, que hay que parar totalmente la producción en los otros ranchos, que para acá viene la policía el ejército, la prensa y no sé cuántos huevones más, que el mismo gobernador

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me avisó, hay que sumergirse Chopin ¡no, no en cerveza! ¿También se te está agusanando el cerebro? Ahora te corto y me rajo. Hasta verte Cristo mío. Termina el llamado y se encamina al escritorio, satisfecho de haber podido hablar con Chopin, el contador de los amaños. Revisa por última vez los cajones, ordenando que quemaran esto y esto otro, pero aquí donde mis ojos te vean. Cuando fuera el momento de abordar el avión y emprender el vuelo, les diría a los que miraban atónitos como el Regalado y Rojas apuntaban a sus cabezas, que se fueran, que la policía estaba a punto de llegar, que no fueran tarados, que empezaran a correr . El Rey estaba cerrando la caja en la que se llevaba los caudales pequeños, cuando Rojas le comunicó que toda la droga ya estaba en el avión y que ellos listos. En eso estaba el Rey Mostaza, cuando escuchó los potentes motores en la pista, cuando perdió esos minutos terribles en pura perplejidad y al fin pudo entender lo que ante sus narices estaba sucediendo. En eso andaba el Rey, cuando asomado a la puerta vio el lejano aparato deslizándose y a punto de despegar, distante de los tiros y de su impotencia.

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XVII

-Fíjese cómo son las cosas, coronel. –La voz del gobernador era apagada y transformada en un murmullo a causa del estruendo que hacían a corta distancia los motores del helicóptero. -En las mañana no se lo comenté, pero es necesario que usted esté en conocimiento de la visita que el Rey hizo a mi despacho al día siguiente al descubrimiento del cadáver del gringo. Estaba muy exaltado, a medio dormir cuando llegó a verme de madrugada. Lo primero que dijo, antes siquiera de saludar, fue notificarme del peligro existente. Joaquín, me dijo, nos vimos forzados a entregar el cadáver a la embajada… (Recójanlo en los suburbios, está en los desaguaderos y, les advierto, los pedazos huelen a mierda)… Hay que congelar rápidamente el negocio…

-¡Cálmate Rey, siéntate! Espera a que me bañe, sin despertar soy un cero a la izquierda. Lo que me dices es muy serio. Deja que me eche un poco de agua, en quince minutos estoy contigo. Ordenaré que te sirvan desayuno. –El gobernador sale del despacho, no sin antes observar que el Rey tenía la cabeza entre las manos y un cigarro que se encendería muy pronto.

Cuando el gobernador vuelve al despacho, la elegante camisa abierta para dejar ver el pañuelo que rodeaba su cuello, al Rey se le hizo excesivo el perfume para esa hora. Pero qué importa, qué importancia puede tener un aroma, un olor más o menos cuando los negocios se van a pique y la vida se escapa en una simple traca-traca. Todavía la imagen del gobernador estaba limpia, ¿por cuánto tiempo? Y luego, cuando se ensuciara, ¿qué iba a suceder? Sabía de sobra los riesgos en que había incurrido al venir

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a casa de Joaquín, pero ésta era la última oportunidad para arreglar las cosas como caballeros que eran y salvar los negocios.

El Rey temía recibir, en cualquier momento, un tiro por la espalda, no del gobernador, no, pero alguno de sus sicarios ya podría estar preparando la moto que pasaría a su lado en un encuentro casual, así les llegaba a pedir de boca el chivo que pagaría lo que los gobiernos, las embajadas, la DEA, el ejército, la prensa y todo el mundo civilizado reclamaba a voz en cuello. Era un riesgo por cierto, pero en su determinación más pesó la idea de que ambos seguían siendo parte de una sociedad y su responsabilidad era luchar hasta el final por salvar la empresa y los haberes y, por añadidura, la vida y las rondas del rateo. Por esa razón el Rey se encontraba allí, en este preciso minuto en el que olía el fuerte perfume del gobernador.

-Te repito, creo que vamos a tener que congelar la producción por algún tiempo…

-Cálmate Rey, repuso el gobernador, las cosas hay que tomarlas con cuidado, con mucha tranquilidad. ¿Te trajeron ya el desayuno?

-Sí, gracias Joaquín. Voy a necesitar ayuda para desmontar la plantación.

-¿Cuánto tenemos invertido en ella?

-No lo sé con certeza –contesta el Rey, y agrega que es mucho y que tiene más de doscientas personas trabajando allí y algunos títulos y papeles muy sucios.

-Los trabajadores son lo de menos, replica el gobernador, y agrega: -Ten en cuenta que, por mi posición, no puedo hacerme cargo de los papeles pringados. Eso lo manejas tú. -Quizá si para disimular la molestia que le ha producido la sorpresiva visita

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del Rey, el gobernador toma un sorbo de café y mira pensativo hacia la ventana. Tras las cortinas se adivina una mañana brillante que ha empezado muy mal.

-Sí, haré lo que crea conveniente. Ten en cuenta, en todo caso, que a la hora de la hora, tú has ganado, yo he ganado, todos hemos ganado y eso es suficiente. –El tono del Rey se hace áspero, en su garganta va ganando terreno una masa agria, levemente agitada y viscosa, desde la cual saca la voz para reforzar la idea de que se perderán varios millones de dólares.

De los labios del gobernador sale un silbido, una contenida exclamación que forma parte de una puesta en escena. La decisión había sido tomada mucho antes de ser sacado del sueño por la inoportuna visita del Rey. No era una decisión propia, las órdenes venían de tan arriba, que Dios se molestó, cuando en su opinión, lo pasaron a llevar.

-Vamos a poner en números rojos las plantaciones y los ranchos que puedan relacionarse con la droga. -Afirma el gobernador.

El Rey empalidece: -¿Qué dijiste?

-Dejaremos todo montado tal cual está, hay que sacar algunas cositas de valor y el resto se va a ir al carajo querido amigo.

-¿Ésa es la última palabra? -El gobernador asiente en silencio-. ¿Es inapelable?

-Viene de arriba, señala el gobernador indicando con su índice el techo, el cielo de la habitación y el cielo de más allá. Y agrega que baja de tan arriba que no te podrías imaginar.

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-No me gusta perder en los negocios, asevera el Rey. Tan solo el terreno de la plantación que estamos explotando ahora, los laboratorios… Es mucho dinero. Congelemos Joaquín, congelemos.

-Te insisto: Vas a sacar solo lo indispensable, Rey, lo demás va a quedar en su sitio después de la huida.

-¿Huida? ¿Dijiste huida? –Interroga el Rey con una mancha de asombro sucio en el rostro.

-Sí Rey. No me mires con esa cara. Tenemos todo arreglado y dispuesto para que las cosas salgan bien.

-Todo arreglado… ¿Todo dispuesto? ¿Así que yo no cuento? ¿Quién me preguntó si quería huir?

-A estas alturas, plantea el gobernador, no cuentas ni debes ser consultado. Todo está en nuestras manos o en otras manos. Tú no debes preocuparte, todo va a salir como un bocado sabroso y bien cocinado. Se trata de montar una escenita a pedido de los gringos, nada más. No va a pasar nada más interesante, salvo las pérdidas que se recuperarán, te lo aseguro. El tinglado está preparado para un show espectacular ante la prensa.

Es más, he pensado que podríamos terminar con un gran incendio que arrase la plantación y las pantallas. Tendremos TV en vivo y directo, con breaking news y todo. –El gobernador consulta su reloj e informa al Rey que dentro de un rato saldrá el ejército camino a la plantación, con periodistas y policías, a la llegada de estos muchachos no podrá haber nadie en el jodido rancho. Ni jefes, ni guardias ni trabajadores, nadie podrá estar allí a la triunfal llegada del mediático ejército que va con órdenes terminantes de liquidar al que encuentre, y detener a unos cuantos que nos pueden servir para otros

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menesteres, ya te informaré. Por supuesto que a ti no te van a detener, ni a ti, ni a los otros peces gordos.

-Tampoco a ti, entonces. –Replica ofuscado el Rey, con el estómago hecho polvo y la cabeza a punto de estallar en pedazos.

-¿Quiere que le haga una confidencia coronel? El gobernador mira alternativamente al coronel y a las hélices en marcha del helicóptero, (con este jaleo, menos mal que nadie puede oírnos, piensa). ¿Sí?… En ese momento me dio mucha pena el Rey y me dije: años trabajando en armonía y ahora por un estúpido muerto todo se jode. Me dio lástima coronel verlo tan atribulado por la pérdida que estábamos haciendo. Creo que ése fue el momento en el que dejó de lado las pérdidas para presentir que era hombre muerto.

El gobernador mira hacia la oscuridad insondable que cubre el desierto, la noche es tenuemente cortada por los rayos de los reflectores que entre la arena quieta y fría se aprestan a comenzar la búsqueda de una aguja en un pajar.

La cerrazón convocó a la memoria del gobernador el golpe de luz que inundó el despacho al momento de descorrer sus cortinajes. Bajo la intensa tonalidad de la mañana el Rey parecía haber caído en una enorme decrepitud.

-¿Cuáles son las alternativas que me dejan? La voz del Rey Mostaza ha perdido compostura y algo parecido a un lamento se asoma a los acentos.

-No hay más que una, responde el gobernador: irte.

-¡¿Irme yo?! ¿Y a dónde? -Pregunta extrañado el Rey. -A Miami. Te irás y vivirás a cuerpo de rey. ¿Allí tienes algún dinero, no?

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-Tú en cambio te quedas, ¿no es así Joaquín?

El Rey Mostaza sonríe con cierta melancolía cuando el gobernador le pide que no sea rencoroso y le explica la razón por la cual él no puede abandonar sus altas funciones. Acto seguido le consuela diciendo que son las cosas de la vida, que en el juego de la bicoca al que le toca le toca, que el destino ha puesto un dedo sobre su cabeza y hay que aceptarlo de buen ánimo, con una sonora y amarga carcajada de mierda. Y punto y ya.

Así le consolé coronel y luego concreticé mi oferta: Te pondré un avión especial, es un carguero del que nadie sospecharía, para que te lleve a la plantación, recojas tus cosas y en el mismo dejes en Panamá a algunos muchachos y luego tú cruces a Miami.

Ah, se me olvidaba, le dije, mete en la nave toda la droga que puedas, eso lo tenemos ya conversado y no tendrás problema alguno en el canal. Mi Rey, por el momento, es todo lo que puedo hacer por ti. Con el embajador te visitaremos cuando el escándalo se haya aplacado, tenemos que volver a los negocios lo antes posible. Mi viejo, suerte, cuentas con mi confianza absoluta y con mi palabra, te lo aseguro.

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XVIII

El sobre rezaba: “Caliéntese antes de tragar”. Experimentado en esta y otras materias conspirativas, puso el papel bajo la llama del encendedor y comenzó a leer a medida que las palabras iban débilmente apareciendo. Luego de las consabidas frases protocolares, la carta del embajador –sin sello ni firma, escrita en tinta simpática extraída de cebollines maduros, y entregada personalmente al gobernador- entraba directamente en materia acortando la vida del Rey a horas o salvándole, según se mire y conforme al éxito que pudieren tener ciertas gestiones. Decía así: Debo informar a usted que he sostenido múltiples conversaciones con diversos representantes del gobierno y de la justicia de mi país. En ellas se ha reiterado la importancia que para nosotros tiene la pieza desaparecida. En todos los círculos consultados existe la determinación de llegar a fondo en las investigaciones que conduzcan a sancionar severamente al culpable de tan deleznable crimen contra la cultura.

No estando personalmente de acuerdo con ese enfoque, es que me encuentro realizando una serie de gestiones al más alto nivel con el objetivo de cambiar el curso de la decisión. Lo anterior no obsta a que deba darse principio de ejecución a la sentencia dictada, léase atrapar al maldito, liquidarlo y hacerle pagar hasta con la última filigrana, ello considerando que la prensa de un momento a otro puede enterarse de la verdad y montar el consabido show. Usted, mi amigo, sabe perfectamente cómo se abusa en mi país de la libertad de expresión y esto, a escala tal, que en algunas ocasiones se llega a vulnerar los valores democráticos al destapar ollas que debieron seguir hirviendo al fuego, no sé si me entiende.

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Tengo la impresión personal de que el problema que tratamos no se arregla sin sangre, por lo que necesitamos cortar cabezas grandes y poderosas (al menos dos, sugiero yo) para evitar, tanto en su país como en el mío, quejas o acusaciones que puedan involucrar a gente importante en el negocio de las estampillas y sellos de agua. Ambos sabemos perfectamente cuáles son las dimensiones y a quién pertenece la cabeza ya referida. Desgraciadamente, el colosal error cometido impide, por su propia publicidad, estulticia y notoriedad de la víctima, echar tierra sobre la sangre derramada. Sangre llama a sangre.

Como usted fácilmente comprenderá, la cabeza perseguida tiene muchísima importancia para nosotros, de ahí que, le insisto, esté realizando enormes esfuerzos a fin de revertir la decisión tomada. También es de su conocimiento que en el caso no me guían otros afanes que no sean los estrictamente relacionados con los negocios y, en este sentido, creo que estaremos ambos de acuerdo, el hombre de la gran cabeza tiene una capacidad de trabajo fenomenal y una destreza cuya desaparición arruinaría o estancaría más de un patrimonio. ¿Se imagina por un momento lo que serían nuestras rondas sin él, qué suerte correríamos?

Esta misiva tiene por objetivo pedirle a usted que se encargue personalmente de este asunto para lo cual le encarezco que actúe con mucho tacto y discreción, esto quiere decir que es necesario mantener una vigilancia estricta sobre el hombre, pero sin caerle todavía, pues ello dependerá del resultado de las gestiones que realizo a todo vapor.

A pesar de que la comunicación no caía en el error de dar nombres y trataba de enredar la situación cambiando la caracterización de los hechos, la misma decía en su párrafo final: Haga desaparecer esta misiva o póngala en el congelador. Gracias. Su amigo.

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Por último, había también una nota al pie que parecía una advertencia para el gobernador: ¿Se imagina lo que sucedería si nuestro hombre se decidiera a hablar? Cualquier bocazas en una amenaza cuya eliminación la garantizo personalmente desde ya.

La respuesta del gobernador no se hizo esperar y fue clara, precisa, contundente y anónima e iba escrita en una grulla confeccionada en colorido papel del tipo que se usa en el arte del origami: Benemérito amigo: Nos encontramos a la espera del resultado final de sus importantes gestiones.

Haremos cumplir vuestras órdenes cualquiera que éstas fueren. Cuente conmigo. Le ruego tener confianza, en mis manos esto es una nadería. Con la reserva de siempre.

Su amigo.

Cuando el Rey Mostaza realiza de madrugada su visita al gobernador, una de estas cartas estaba dentro del cubo de hielo que acompañaría el trago de media mañana, la grulla, en tanto picadillo, descansaba entre los jugos gástricos de un dignatario extranjero; sin embargo, el valor de sus palabras, el poderío reflejado en cada una de ellas, se podría haber metido entre los ojos del monarca, dejando allí un orificio que chamuscara la carne de las cejas y derogara la esperanza y la posibilidad de abrir esas grandes esferas de cobalto.

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XIX

Si no hubiese sido por los ojos azules que parecían desgarrados por una tormenta e inyectados por un ópalo de fuego, salvo por el temblor apenas disimulado de sus manos, el ronco tronar entrecortado de su voz que sujetaba lastimosamente el engaño del que había sido víctima, y la humillación provocada por el avión que había escapado con un gran cargamento, la apariencia del Rey no denotaba mayor nerviosismo, sí preocupación.

No hay tiempo que perder, murmuraba el Rey, a partir de este momento si no hago nada, si me quedo de brazos cruzados me matan y me muero, pierdo y me siguen robando. No vamos a cargar yerba, solamente me llevaré dos camiones y los 120 litros de gasolina para huir, no sé a dónde. ¡Putas la maldición grande! Si pudiera comunicarme con Chopin, el gran apoderado de la cerveza y el amaño, ¿se podrá imaginar que entre la llamada que le hice y este momento, los hijos de perra me la iban a jugar de este modo? Con lo que me robaron, volando bajito me enviaron un claro mensaje: Estás muerto, jódete. Ojalá Chopin pudiera comunicarse con Isabel y contarle que me han cagado. Ahora me voy. Es tarde, mejor me voy, me voy así, atravieso el desierto y salgo y arrastro a todos estos condenados conmigo, serán mi escudo en momentos de apuro y si no, los mato o los dejo botados. Tengo que arriesgar, no me voy a ahogar por el culo, si salgo vivo me retiraré del negocio, a mi edad ya no tengo carácter para soportar tan fácilmente las traiciones; si muero va ser peleando, a mí no me agarran vivo. A los desgraciados se les van a acabar las rondas, las suertes y las cobranzas, a ver a quién estrujan ahora para sacar billetes. Quizás sospecharon mi intención de vivir a la sombrita de 88

la fortuna, por eso quieren matarme, porque pensaron que ya no les haría ganar dinero, quieren agarrarme en el rancho, pero no les daré en el gusto. Nos vamos, arreglen lo del agua y la comida, de aquí nos vamos todos.

Al segundo día de travesía uno de los camiones comenzó a fallar, a quedarse atrás, y a pesar de los desesperados cambios de luces, a pesar de que los guardias se bajaron a gritar que esperaran, que había problemas, el sonido del motor del camión en donde iba el Rey se iba alejando, estaba ya perdiéndose en la noche helada.

Quedaban 10 litros de gasolina.

Se asomaron al motor, hurguetearon allí, tiraron de los cables, unieron sus puntas brillantes y el cobre contactó con el otro cobre sucio y, cuando los guardias encendieron el camión, una carraspera, una especie de tos convulsiva hizo vacilar el pistón, el vehículo se estremeció pero encontró finalmente su ritmo medido, el necesario para continuar con tan poca gasolina.

Los campesinos que habían descendido, esperaban sobre la helada tierra y bajo la noche de un mundo sin luna, los más viejos se sentaron silenciosos, nada más a mirar.

Uno de los guardias se apresuró a bajar la lona que cubría el compartimento de la carga.

Quince hombres dan la orden de partida al camión, quince retroceden como una muralla de espaldas al vehículo que se mueve lentamente, quince hombres cargan pistolas, metralletas, fusiles de asalto, pasan bala, cortan respiros y cuando la distancia no es más que unos diez metros, Olegario Fonseca se agacha y grita: ¡Al suelo!

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Ellos tienen esos bultos de soledad al frente, sacos de sombras a los que había que disuadir, frente a frente; más adelante el camión esperándoles. El fuego se presiente, una voz tiembla y cae herida ¡Cuidado! ¡Maldición! tan solo fueron minutos, interminables momentos durante los cuales los mismos cuerpos recibieron muchas balas y otras bocas la arenilla que saltaba a las lenguas. Olegario lanzó el machete hacia el lugar en donde ardía el ruido y el fuego. Al otro día lo encontraría brillando limpio entre la arena ¡No se muevan! Ordenó Olegario. el motor se distanciaba, de vez en cuando escuchaban un tiro aislado, luego ya casi nada, el delgado zumbido del motor desapareciendo, disparos inexplicables Veinticinco muertos.

Lo que más impresionaba a Olegario era el carácter que había tenido la balacera.

Trataba de recordar algo parecido, trataba de llevar a la memoria otro episodio, real o ficticio, y nada se comparaba con esa alevosía con la que dispararon al unísono quince metrallas contra cuerpos espectrales. Era esa felonía silenciosa, que hacía más artero el ataque, lo que sorprendía a Olegario. Cualquiera habría podido pensar que retrocedían como una muralla apuntando para intimidar ¿Lo presintió? ¿Fue descubrir esos ojos enrojecidos lo que permitió a Olegario darse cuenta de que los iban a eliminar pues ya no servían para nada? ¿Por qué? ¿No bastaba con estafarles, engañarlos y dejarlos en pleno desierto a merced… sin agua, sin comida, esperando qué? Olegario no se lo explicaba. Gritó y tan solo sabía que con ese grito empezaría la matanza o comenzaría la salvación.

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Veinticinco muertos. Se sentaron sobre la arena, bajo la noche a esperar no sabĂ­an quĂŠ, al parecer el dĂ­a.

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XX

En el trayecto hacia la embajada el gobernador iba absorto en sus pensamientos, trataba de hilar una serie de explicaciones, de dar coherencia a ciertos hechos que, a la luz de una mentalidad mordaz y pragmática podrían parecer contradictorios. Había sido citado de urgencia a la embajada y por ningún motivo quería aparecer defendiendo a un sujeto de la catadura y fama del Rey Mostaza, sin embargo, objetivamente, él había sido el que por ciertos medios dio largas a la búsqueda del Rey, por si acaso, es cierto, por si las negociaciones del embajador con su gobierno llegaban a buen puerto.

En primer término –se argumentaba a sí mismo- le informaré sobre la designación de nuestro coronel Noriega (otro papito que anda a la pesca y con los bolsillos con hambre) como jefe de operaciones. Le indicaré las dificultades que hemos encontrado para conformar un equipo que cuente con toda nuestra confianza para llevar a cabo la eliminación del Rey. Le enteraré de las complicaciones que ha tenido la búsqueda, pues ella debe hacerse en el más pleno y secreto clandestinaje; sumado a que los equipos funcionan a medias en la oscuridad y que carecemos de visión nocturna; que sin perjuicio de lo anterior, el coronel y sus hombres, que llevan gorda tajada en el asunto, han hecho y seguirán haciendo un esfuerzo sobrehumano para encontrar con vida al asesino de su connacional y que eso a mí me consta. Y le diré de paso que no tengo interés, tampoco nuestro gobierno ni nuestras fuerzas armadas y policías, en proteger a un asesino profesional y me consta. Que a pesar de todo debemos reconocer la habilidad del Rey para sacarle el mejor partido a estos negocios tan delicados, nos consta. Seguro que no es la primera vez que se ve obligado a disponer un asesinato, eso es pan nuestro de 92

cada día, pero también, forzoso es reconocerlo, nunca la oficina gringa de narcóticos había metido tan adentro las narizotas, me consta. Se lo digo francamente señor embajador: no sé de quién el Rey recibió la orden. No quiero con esto decir que no haya podido actuar por cuenta propia, no. Solo quiero dejar constancia de lo inusual de las circunstancias en medio de las que se han desarrollado últimamente los hechos en torno al narcotráfico. Quiero llamar su atención respecto de este tema y estaría encantado de escuchar su opinión, mi estimado dignatario. Por último, le reitero: el Rey ha pasado a la categoría de ser abominable, pero ojo porque entre nuestras relaciones se encuentran –o se encontraban, no sé- algunas rondas que nos dejan varios millones de dólares anuales, per cápita eh, per cápita, incluidas las representaciones diplomáticas y varios gobiernos de afuera y de adentro. ¡Qué tiempos aquellos!

Me parece muy positivo tu informe Joaquín, le dirá el embajador. Justamente te he citado para comunicarte que nuestro común socio y amigo debe ser rescatado sano y salvo y ahora. Correrá para él el plan original, se irá a Miami a esperar que la tormenta amaine en nuestros países. Te lo había advertido, mi gobierno se ha comportado magnánimamente y no ha permitido castigar con la muerte a un hombre íntegro como es nuestro común amigo y asociado. Te lo dije Joaquín y te cumplí: Han ganado por paliza los negocios. Te aseguré que iba a hacer todo lo que estuviera en mis manos para salvar el pellejo y la cabeza de Monsieur le Roi (¿Qué?) del Rey hombre, del Rey que cuenta con toda nuestra confianza, te lo dije y cumplí, claro que al precio de varias rondas por todo lo que hemos dejado de percibir desde la muerte de ese estúpido. Ahora el Rey, gracias a mis gestiones, cuenta con un seguro de vida permanente. Ese tipo ha hecho patria en tu país y en el mío y le estamos muy agradecidos; reaccionar de otra manera hubiera sido un acto de absoluto desprecio por el hombre, un abuso, una inmoralidad y nosotros no actuamos así y qué bueno que ustedes tampoco hayan querido tocarle un 93

pelo, congratulémonos por haber celebrado el acuerdo tácito que le salvó el pellejo. Hay que encontrar a ese hombre Joaquín, hay que sacarlo del desierto pues no merecía el trato indigno que le hemos dado, y luego ponerlo a buen recaudo. Pero el crimen de mi agente no puede quedar sin autores, necesitamos un culpable principal y varios secundarios; queremos uno, en lo posible dos chivos que paguen la cuenta y los platos rotos.

Pasarán unos añitos a la sombra y ya después veremos la manera de sacarlos, cuando el manto del olvido haya caído sobre el escándalo y el asesinato se haya perdido para siempre de los periódicos. Nosotros pusimos el muerto, ustedes los asesinos, mano a mano hemos quedado, ¿no? Mi gobierno sugiere que el culpable sea una persona de ralea intermedia, cara de narco, feo, con bigotes negros y pasado más negro. Se trata de impresionar a nuestros votantes con una oscura imagen del mal, con un típico rostro asesino del tercer mundo. Todo lo otro se ordenará solito Joaquín. Estamos dispuestos a pagarle a la familia del “asesino” y a asegurarle a éste un buen pasar en la cárcel, ¿se puede pedir más? Te encargo Joaquín que te pongas al frente del rescate del Rey. -Sí señor embajador, es un honor servirle. Ahora me despido, ya me voy, todo está muy bien y muy claro, no hay dudas ni problemas, me voy volando a dar la contraorden, no vaya a ser que… adiós querido dignatario, ha sido usted generoso y me consta.

-Hasta luego Joaquín. Cúmpleme, ya sabes que me gusta la eficiencia. Confío en ti.

El gobernador pasa inflando el pecho ante la guardia de la embajada. En el coche espera su chofer: -¡Ándale mierda, no tenemos tiempo que perder, enciende la sirena y ábrete paso!

94

-SĂ­ seĂąor gobernador.

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XXI

Y si Marcelo Supián siente al Topo dentro de la garganta, no es una casualidad, el olor a muerte artera se despliega como un manto desde la nariz a la boca y su cadáver se le atraganta como un hueso queda camino a la tráquea. Aparece en forma de apremio esa sensación de peligro inminente de la que no puede evadirse, porque se ha metido en su corazón y espolea una oración inconsciente, al final de la cual, el rostro torturado del mártir lo apunta con un dedo intimidante que es una advertencia: Marcelo si te quedas allí, terminarás como yo, huye y avisa a los demás, huye y sálvate para esperar tu día y tu hora.

Allí está en medio de la furiosa batahola o de los silencios abruptos, allí se encuentra él con todo lo que ha sido su vida, con todo lo que ha perdido, con sus engaños y las promesas que han resultado una mierda sin milagros. Se pregunta si los demás sentirán lo mismo, si para ellos también corren los minutos que resbalan como muertes por la nuca, si advierten las palabras y los gritos, los silencios y los murmullos multiplicados por diez, por mil quinientos, si verán esta luz insistente sobre la lona del camión bajo la que ellos se arremolinan y se arrebujan tratando de adivinar cuál será el centímetro sobre el que no caerán los impactos e irse para allá, ganar ese espacio, salvar unos milímetros de piel, los suficientes. No obstante, cree que harán volar el camión completo, con ellos y con guardias, completito, y no tendrán derecho a defensa, solo cuchillos de bolsillo que nada pueden contra el fuego, porque son mínimos filos escondiéndose en la helada noche, como lunas menguantes pendientes desde el cinto.

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Y si Rubén Iturbe siente todo esto como un insulto, una patada, una cuchillada, una moneda falsa o la puta que lo parió, no es una casualidad, al contrario. Estos refucilos de luz amarilla que penetran al interior del camión y se quedan unos segundos en los pelos de sus piernas, son las letras del frío, una comezón definitiva, buitre y luto. Se refugia en las calientes márgenes de un río de su infancia y se dice: Si hubiera sabido entonces que iba a morir con más hoyos que un colador viejo, hago algo, varío tan solo un acto de la cadena que precedió a esta noche y con eso ya estaba. Sí, pero no cualquier acto. Tendría que haber sido uno trascendente como mudarme de ciudad, o amancebarme con una pitonisa que, mirando una bola de cristal, me hubiese advertido: “Si paisano viaja a capital sentirá los huesos de la muerte liados bajo las alas de un sombrero negro y puntiagudo”. Entonces hubiese bastado ese solo indicio para que a Rubén se le hubiera aparecido el bandido que en pesadillas infantiles le metía tres balas en el pecho, tres balas que le mataban el corazón que aún palpitante iba a parar al estómago de un lobo afilado y afanoso. Y, por supuesto, no hubiera emprendido viaje alguno y por siempre hubiese amado a esa mujer cuyos ojos se confundían en la bola de cristal con las estrellitas doradas del paño azul cielo que decoraba sus presagios.

En cambio para aquellos custodios que se proponen defender el camión, la vida y una remota salida, la noche es de ese color cálido que las esperanzas y las posibilidades pintan cuando se abren; así, la noche es el momento anhelado y propicio que había cabalgado con muchos e inmemoriales trancos al encuentro de los que iban a luchar para vencer y ganar más dinero, tener más negocios y gozar de muchas mujeres respaldados ahora por el valor, el arrojo y la ciencia del escape. Nada más. Eso, en todo caso, había sido la vida para ellos y cualquier sentimiento ajeno a la acumulación, al goce o a la muerte pasaba a un segundo plano. Por eso la memoria inmediata sería una puntería, un fierro aceitado, un engranaje que no podía fallar. Para esos hombres armados no 97

existirían canarios en el recuerdo, una hermana o un padre agonizante, eso quedaba como deuda para el futuro, si lo había.

Hoy, la noche se ataviaba con trampas, pestillos y aceros que posibilitaban concebir la vida como la ventaja insufrible que paraliza y asusta. La noche era de ésas que valía la pena imaginar como el negocio redondo que tiene el olor a víctima.

Sin embargo esta vez era diferente para los guardias defensores que podían engañarse, pero no por largo tiempo, pues se encontraban en la posición de la rata y ese foco los buscaba, ansiosamente trataba de penetrar con su luz entre los granos de arena y acorralarlos asustados rumiando la orden del jefe: “Aquí ninguno de los concha de su madre me va a disparar un solo tiro hasta que yo lo ordene. ¿Entendido?”

Entonces, había que dejar pasar esos blancos perfectos, las sombras que se movían en la cabina del helicóptero, porque el jefe así lo había ordenado y existía una escapatoria más plausible a la muerte que venía del aire, que al tiro del Rey entre las cejas o las vértebras. La noche así, en segundos, se había convertido en largos años de espera, en vejeces, en dedos congelados atrapados en los gatillos.

La noche fue eso hasta el estallido verde de una bengala, hasta el estallido rojo que los envolvió suavemente hasta extinguirse como una burbuja en el cielo. Ahora parecían haber quedado atrapados en fuegos de artificio, estaban helados, pero el Rey seguía sin decir una palabra, mirando fijamente la inmensidad y jadeando como un perro, se diría al borde de una cardiopatía coronaria.

Habían sido descubiertos. Podían masacrarlos.

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XXII

Uno de los encargados de hacer los aprontes para la huida y de distribuir a los campesinos en dos camiones, al ver que se acercaban el Negro Honorio y su padre, que luego a duras penas se encaramará a la plataforma con la ayuda de quienes tiraron de esa mano dura, nudosa como tronco viejo, ese callo de venas hinchadas, los detiene: -A ver, este es el viejo que estaba a cargo de la cocina, ¿verdad?

-Sí señor –responde el Negro- mi padre era uno de los encargados de la cocina.

Mientras tanto el viejo, detenido por la voz del guardia se sienta sobre la plataforma, el sombrero tejido tapando el rostro, los pies duros como tejas colgando hacia el suelo, esperando el resultado de un diálogo que a duras penas podía entender, bajo el sol, quemándose las nalgas.

-Aquí no hay parentesco que valga. El viejo se va en este camión y tú en el otro.

Punto. Están prohibidas las mancuernas. Punto.

-Es que mi padre puede necesitar ayuda en el viaje. –La voz del Negro Honorio es suave, está suplicando, los ojos bajos, el sombrero estrujado entre los dedos.

-Yo aquí, replica el guardia, estoy nada más respetando las órdenes que me han dado: ni mancuernas ni amigazos. Por lo demás, el viaje va a ser tranquilo, nada más vamos a atravesar el desierto, así que…

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-Nos contrataron a los dos, insiste el Negro. Cuando nos trajeron a este infierno sí que podíamos viajar juntos y ahora dice usted que la cosa de las mancuernas no puede ser… A mí no me importa, yo vine con mi padre y con él me voy.

-¿Te estás poniendo bravo? ¿Quieres que te meta un tiro? ¿Cuánto crees que me cuesta matarte matón desgraciado? Ya, mejor obedece y te mandas cambiar. Déjame a mí este viejo. Ahora, si insistes, si quieres hablar con Rojas o con otro cualquiera, tu padre se te va a morir en el viaje, te lo puedo asegurar. Entonces, tranquilo pendejo, aquí no pasa nada.

Desde el fondo del camión asoma a la luz exterior la figura de Marcelo Supián.

De pie, y con una mano sobre la frente para protegerse del sol, ayuda al viejo a incorporarse introduciéndolo en el interior que no abrevia la canícula porque es un horno a punto hervir. Luego vuelve, su gesto es duro pero su voz es amigable como una roca que da sombra en el camino, como un árbol milagroso y protector: -El viejo se va conmigo, Negro. Yo me encargo.

El guardia gira para mirar al dueño de la voz que ha zanjado el problema, su vista se detiene en ese alambre fuerte del que penden dos brazos como garrotes. Con el machete cruzado al cinto y dos ojos acostumbrados al reto interroga: -¿Y vos quién crestas eres para meterte en lo que no te importa, ah? Mucho cuidado infeliz, toma nota de lo que tengo en las manos. –El guardia mira a Marcelo como si fuese una presa a hipnotizar, levanta el arma en silencio y apunta cuidadosamente, pasa el tiro, pero ya Marcelo ha desaparecido en el interior del camión sin decir una palabra. Voltea lentamente para apuntar al Negro, pero éste ya se dirige al otro vehículo ofreciéndole la espalda. Guarda el arma, escupe y pisotea el suelo maldiciendo para sí.

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En la cabeza del Negro Honorio revoloteará todavía la caliente imagen del viejo moviendo los pies con la fragilidad y la inconsciencia de un niño.

La mano de Olegario cae sobre los hombros del Negro imprimiendo cada dedo las pesadas palabras de la camaradería, ese compañerismo que a la vez es grácil y áspero y que el tiempo se demora en fabricar. Ninguno de los dos hombres apela a las palabras, lo único que existe es esa mano estremecedora que invita a subir, que anida sobre la cabeza del Negro, despeinada, mojada, como si hubiese llorado.

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XXIII

Era un insecto o una hoja arrastrada por kilómetros y kilómetros a estas soledades. Era un pájaro iluminado por dentro o un sinfín de alucinaciones pintadas por todos lados. Era un bronco zumbar o los restos del cogollo verde de la mariguana llevada y traída entre la polvareda de las nubes levantadas en los ojos inyectados y ardientes. Era una de las tantas historias de las mujeres abandonadas en los pueblos o la ventolera de la necesidad barriendo el recuerdo de esos hombres. Era todo ese tiempo en la plantación trabajando como bestias, aunque puntualmente pagados por tener las armas siempre apuntando en línea recta, no como les había sucedido a los otros pobres infelices, o era esta posibilidad de morir con dinero en los bolsillos, mucho dinero en fajos. Era la piedra o el disparo sin rumbo sobre una masa ruidosa, maldita y alada. Era una luciérnaga de cola iluminada o era la desgracia de haberse alejados por años del pueblo y ya, quizás, fuera muy tarde. Era un motor que golpeaba la helada o era el compendio, el resumen de la muerte que traía una sentencia escrita en tres líneas. Era el licor bebido de una vez y hasta el fondo o era la borrachera de la verdad con las sucias pezuñas del nunca más. Era una loma de arena en la que el camión se hundía para volver a aparecer o era una clave de vuelo y plumas negras y grasientas que buscaba. Era un vehemente haz de luna o algo tan remoto como la esperanza.

Cuando las luces verdes y rojas iluminaron los contornos lejanos, cuando esa mezclada pigmentación otorgó a las dunas un atroz tono sanguinolento, cuando el ruido fue realmente motor y el zumbido hélices, los hombres ya no tuvieron dudas: A lo lejos, 102

a unos tres o cuatro kilómetros en vaya a saber usted qué dirección, algunos helicópteros buscaban. Qué suerte que nos perdimos, dijo uno de los hombres. O qué suerte que nos dejaran abandonados, rectificó otro. En lo que todos coincidieron fue en que esos helicópteros eran del ejército y que buscaban al Rey para procesarlo o matarlo, a él y a otros muchos. Estaban seguros esos hombres que enviarían más helicópteros a por ellos y tuvieron miedo, los que habían conformado una muralla construida con los ladrillos de la impiedad, ellos, los que habían disparado contra hombres desarmados para llevarse el camión y las pocas provisiones y así salvarse como criaturas que poseían las armas, ellos tuvieron miedo. Jamás se les pasó por la mente la posibilidad de que esos aparatos hubieran podido ser enviados para rescatar al Rey y a sus hombres de confianza; ellos, que se encontraban tan lejos que ninguna salvación los hubiere incluido, decidieron huir de los helicópteros abandonando el camión sin gasolina. ¿Adónde ir? Caminar, marchar hacia adelante, a alguna parte tendremos que llegar. Tenemos las armas, tenemos los tiros, poca agua, pero nos salvaremos. En cuanto se apaguen esas luces nos ponemos en camino hacia allá, hacia quién sabe dónde, pero lejos del lugar del que brotaron los flamazos verdirrojos, nada más porque tengo la intuición. ¿Qué dicen, ah, qué dicen? No hay otra, vámonos para allá, da lo mismo, pero no nos metamos en los flamazos.

Pues yo me quedo, de aquí no me mueven, nadie me saca. Aquí está el camión que es la sombra para el día. El sol nos va a calcinar si no nos guarecemos. El sol nos va a achicharrar, nos va a dejar secos y esos buitres nos van a devorar los ojos. Yo me quedo, de aquí no me sacan. Me meto a la cabina y desde allí me rajo a tiros a esas bestias malditas, les pasaré el soplo para que los sigan, les diré que partieron alejándose de los flamazos y que por allí andan más secos que talco y cagando silicatos. Hay que dejarlo –se dijeron- está loco. Lo miraron detenidamente y, la verdad es que en sus ojos se veía el ardor de un cirio goteando cera sobre los salmos. Está despistado, no perdamos más 103

tiempo, aprovechemos lo que queda de noche, dejémoslo. Tal vez cometimos un error con los campesinos; si hubiéramos dejado que se vinieran con nosotros tendríamos más narices oliendo las estrellas y rastreando el camino hacia el pueblo, porque, para mí, que esa gente nació boca arriba. Claro, y en cualquier descuido nos destripan y se roban el agua. Es cierto. ¿Listos para partir? Ojo con el agua. ¿Le dejamos al loco? No mucha, ¿para qué la querría?

Tranquilamente revisó el cargador y rellenó los huecos que acogieron las salvas disparadas. Cerró. El graznido metálico no sacó de sus quehaceres a los que se disponían a partir, sí la voz que contenía una amenaza: No se pueden ir, no pueden dejarme. Corrió el cerrojo, preguntó: ¿No me van a dejar solo, cierto? Apuntó, preguntó nuevamente: ¿Ya no se me rajan los cabrones, cierto? Acérquenme agüita, ¿o me quieren matar de sed? Tomen asiento, tranquilos porque ya no se me van, ¿cierto? Luego hubo un intercambio de miradas que quisieron ser de inteligencia pero no alcanzaron más que a la atávica intuición de la mano volando tras el arma. El loco, lúcidamente disparó. Era lo único que había hecho en su vida, tenía práctica y captó perfectamente la tembladera que produjeron sus amenazas y disparó. Antes de recibir su merecido y quedar como coladera, se llevó a seis colegas. El resto terminó de cargar el agua y sin preocuparse de los muertos, salvo para buscar los fajos de billetes y repartírselos allí mismo, partieron.

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XXIV

Morirse por ganas. La vida y la muerte son luchas constantes en favor de la felicidad, de sentirse bien o de tener aunque sea un pedazo de tierra para irse o nacer. Años cazando fantasmas, siglos dejando huellas que en la tierra el viento desvanece, milenios sin ser, sin encontrar, mirándose con vergüenza.

El viejo estuvo desganado y durante el viaje no habló y, para no incomodar, casi no respiró.

Ahora vivir como un trapo, morirse por ganas. Ser llevado y devuelto, papel sucio, periódico sin noticias. Ponerse un sombrero, agachar la cabeza y pensar sin que a nadie le interesen los resultados. Por eso, mejor no hablar.

El viejo casi no se movió durante el viaje.

Morirse por ganas, porque no resultó ser el propio asesino de mi transcurso triste y sin memoria. ¿Quién conserva o se arriesga a guardar lo que nos sucede, quién era el indicado para cambiar cada una de nuestras historias, quién, quién? Maldigo los santos y las estatuillas, la limosna y el ícono, porque todo eso solo sirvió para hundirnos más y

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más. ¡Qué me importa haber concurrido a las misas de las mil religiones y del pecado machacado sin un para que en este mundo!

El viejo tampoco bebió agua.

Andamos cargando muertes por los campos y toda la vida resultó una borrachera sin mañana. Cansado. Estoy cansado, toda la vida fue una cebolla que picaba en los ojos y hacía llorar, un picante con tierra y carne de perro: un tiro al aire.

El viejo cerraba los ojos y ocupaba un espacio mínimo.

Morirse por ganas. Dejar mujer, hijos; ser cobarde y no atreverse a confesarlo: ¡Que se las arreglen sin mí, no puedo más! La vida me ha sido tan infiel que me siento de 90 o más años y apenas si tendré 60, pero ni segundos de esperanza. Quise mi tierra y mis árboles, taparme con el manto con el que las hojas cubren la tierra y ese olor, quedarme con ese aroma incansable y envolverme en la mortaja vegetal. Quería mis hijos buenos, mi mujer, un par de animales.

El viejo murmuraba algo entre dientes.

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Cometí errores, ni tantos ni tan pocos, y cuando hubo, trabajé. Que no me salgan con la monserga de que fue por flojo. Si vuelvo será con la carta que nos meterán marcada entre los dientes. Nunca me enteré de que la tierra cambiara y pudiéramos reírnos sin alcohol, por el puro gusto, como ahora que me voy a morir de puras ganas.

El viejo ponía blanco los ojos, se encogía más todavía.

Así, ahora, puedo mandar al mundo directamente a la mierda. Pido por mi compañera mojada en cenizas y lágrimas, por ella que ha hecho el milagro de encontrar unos papeles con calor en donde poseerla. A ella le ofrendo mi muerte por ganas, ¿qué otra cosa pude nunca darle? Nos amamos y reprodujimos la injusticia, ¿y qué?

El viejo buscaba en los bolsillos.

Este papel amarillento ya no sirve. Nunca sirvió ni amparó nada. Este papel fue la mentira que nos persiguió por siglos y siglos, la estática maldición de creer en un suelo propio. Este papel fue el engaño que no detuvo el despojo de la tierra. Este papel es la mierda que asesinaré para borrar sus letras y cargar su cadáver hasta el vientre de los buitres; en sus picos quedará la vil y desconocida propiedad de la nada. Así fue abuelo, lo siento. Llevaré este papel entre mis dedos hasta el último suspiro que ahorcará las promesas amarillas, lo que nunca nadie me pudo explicar y lo jamás entendido.

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Sobre mi miseria alguien renacerá, será mi hijo o será mi muerte que seguirá por siempre muriendo sin causas ni pan y, ahora, sin papeles inútiles.

El viejo suspiró profundamente y comenzó a helarse.

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XXV

Hasta ese momento el Piojito no había hecho nada digno de destacar. En su pueblo, dejando de lado el tiempo en que se encargó de hacer sonar las campanas de la iglesia que llamaban a la diaria misa de siete, la del domingo o las excepcionales de difuntos y la del rosario, período que duró lo que la enfermedad del monaguillo oficial; salvo por ese tiempo de trabajo por el que recibió como remuneración algunos recortes de hostias, el Piojito no había hecho nada que pudiese llamar la atención del pueblo ni de nadie. A veces cuando, cerca del correo, en el pilón de agua o en el billar, se cruzaba con algunos compañeros y surgía el tema de su campaneo en la iglesia, era mirado con cierto respeto considerando que, por primera vez en mucho tiempo, el cura no era maricón, al contrario, y que su labor había sido efectuada en pro de la comunidad a la que llamó por algunas semanas a recogerse en los deberes que demanda el espíritu. Estos antecedentes le podrían haber valido al Piojito un ascenso social, de campesino y vago a oficial de telégrafo o cartero de las pocas novedades que llegaban al pueblo. Sin embargo, ese tipo de trabajo nunca le interesó, apenas sabía leer y no le atraía la idea de pasarse la vida tras un mesón pegando estampillas o barriendo el solitario lugar que albergaba la polvorienta máquina de los mensajes.

El Piojito, de estatura baja y muy morena su cara redonda, debía el apodo a la facilidad que tenían sus hirsutas crenchas para captar piojos del ambiente. Se podía decir que su gran ocupación era la caza de piojos y su consecuente trituración entre las uñas de los pulgares y las de los dedos índices, especialmente largas para facilitar estos propósitos. Hasta que un día no se aguantó más y los probó y le parecieron saladitos, 109

algo picantes, pero muy, muy alimenticios ya que al comérselos, de alguna forma recuperaba su propia sangre y, tratándose de piojos recién posados, la ingestión le traspasaba la fuerza vital de otros en una rara especie de vampirismo que lo dejaba deseando morder mujeres. Descubierto el pasatiempo, se dejó el pelo regularmente largo a fin de prohijar una diversión que para él se constituyó en una pequeña fiesta privada.

Así que, aparte de ir a cazar conejos un par de veces a la semana y de vagabundear por la plaza, el Piojito, hasta ese momento, no había hecho nada excepcional. Pero el día siempre llega. Una tarde que paseaba como de costumbre por la plaza en busca de un asiento desocupado para llevar a cabo su tarea de exterminio parasitario, bajo un sol rojo que anunciaba su ocaso, escuchó el silbido, un llamado y se detuvo. Sobre el respaldo del banco, fumando con indiferencia y echando el humo al cielo, estaba uno de sus compañeros de correrías, aburrimiento y caza.

-Hey Piojito, siéntese aquí.

Sin muchas ganas porque comprendió que su empeño en despiojarse iba camino al fracaso y le picaban tanto, tanto, y porque esta operación la realizaba en soledad y le provocaba algo de vergüenza, pensando en los gordos piojos saciados que hacía un momento se había palpado en la cabeza, se acercó sin mayor interés.

-¿Qué hay?

-Siéntate Piojito o ¿tienes algo qué hacer?

-No, no. Aquí nos echaremos un rato.

-¿Te gustaría manejar pistola, Piojito?

-¿Pistola? ¿Tener una para mí?

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- Sí. O rifle o metralleta.

-¿Pistola o metralleta? –El Piojito abría desmesuradamente los ojos, se llevó inconscientemente una mano a la cabeza y, con la práctica de que hacía gala, agarró dormido un piojo bastante gordo. Lo apretó y lo botó. Se ruborizó, pero su amigo no mostró señal alguna de rechazo, simplemente lo miraba, lo observaba de arriba abajo, lo medía.

-Hay un buen trabajo Piojito, seis mil diarios, comida, albergue y el entrenamiento, ¿qué dices?

-¡Pero está muy bueno! –Replica entusiasmado el Piojito.

-Y si no te gusta, pues ya te queda lo aprendido manejando armas.

-¿En qué dijiste que había que trabajar? El Piojito saca un cigarrillo, le ofrece a su amigo, le palmotea la espalda, se diría que está muy contento y sus gestos lo delatan feliz.

-Hay que vigilar una siembra.

-¿Y por eso van a pagar seis mil diarios? El rostro del Piojito se ensombrece y parece despertar de un sueño.

-Es algo especial…

-Sí pero de qué tipo…

-¿Te interesa o no? Te tengo confianza Piojito, por eso estamos hablando, pero si tú no quieres… puedo hablar con el Campana.

-¿Alguien del pueblo te ofreció el trabajo?

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-Fortuño, así que estamos asegurados.

-¡Fortuño! ¿El de la policía? -El asombro le impele a salir de caza, de allí que se acaricie el cabello. Descubre a algunos trabajando y a otros, ya saciados, durmiendo; pero el Piojito se contiene y baja sus manos mientras el amigo asiente en silencio, mira hacia todos lados, y aun cuando se percata que no hay nadie cerca de ellos, le pide al Piojito que hable más bajo porque lo que conversan no es para publicarlo en el diario de la parroquia.

El Piojito inclina la cabeza, parece meditar unos instantes.

-Y bueno Piojito, ¿en qué quedamos?

-Quedamos en que sí.

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XXVI

¿Qué es esto? Se pregunta el Rey. Primero me traicionan, después me roban y me dejan botado y ahora, en pleno desierto y en el colmo de la evasión, me regalan un espectáculo pirotécnico, pero ¿qué es esto? ¿Qué pretenden? Nos tienen perfectamente localizados, desde arriba somos un blanco fácil, una presa segura y así y todo no nos atacan… podrían barrernos… ¿Cuáles son sus sucias intenciones?

A prudente distancia unos de los helicópteros termina por descender, el ruido de los motores y el revoloteo de las hélices se van apagando, el resto de los aparatos parecen perderse y abandonar la misión. La voz, amplificada por el megáfono, pero de todas maneras casi inaudible a causa del viento, fue para el Rey la voz de Joaquín: -No disparen, venimos en son de paz. Queremos ver al Rey Mostaza.

-Es el gobernador. –Advierte el Rey a quienes lo rodean. –Escuchemos otra vez para asegurarnos.

Al cabo de unos momentos el mensaje se repitió en los mismos términos y fue el mismo Rey quien lo contestó ahuecando las manos y gritando a todo pulmón: -¡Que se acerque Joaquín! ¡Nadie más que Joaquín!

Desde la nave no hubo respuesta. El Rey repitió el llamado.

-Es peligroso Joaquín, -advierte el coronel.

-¿Tenemos otra alternativa logística? –Pregunta el gobernador con algo de sorna.

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-No. –Contesta el coronel y agrega: -Hay que irse con mucho cuidado pues el Rey debe estar muy sensible.

-¿Entonces?

-Pues…

-Pues me voy. Pásame el altavoz para avisar. –Acostumbrado a tomar rápidas decisiones el gobernador, visiblemente molesto, prácticamente arrebata el aparato de las manos del militar: -Aquí voy yo, soy Joaquín, tu socio. Te traigo buenas noticias Rey. A medida que se acercaba al sitio en donde debería estar estacionado el camión y desde donde surgía aparentemente la voz del Rey, al gobernador le parece que la oscuridad se profundiza y, enterrados en la arena sus zapatos de charol, piensa que con traje y corbata viste inadecuadamente, como un estúpido, se dice, como un pendejo, qué será de mi camisa italiana y de mi pañuelo de seda, se queja para sí. Todo sea por los negocios. Siente frío, el viento cortándole la cara, y miedo. – ¡Aquí vengo Rey! ¿Me falta mucho? -El gobernador calcula que ha caminado unos cinco minutos por la arena y ante el temor de descaminarse vuelve a preguntar: -¿Voy bien por aquí? No veo Rey… El gobernador siente que por su cuerpo se comienza a meter, junto con la arena pesada, una especie de angustia; así y todo, decide conservar su precario rumbo. Dos sombras se abalanzan por detrás y lo tumban en la arena.

-Ya lo tenemos señor. Viene desarmado.

El Rey Mostaza se acerca lentamente, entre la barba crecida asoma una sonrisa de triunfo, cincelada, palatina, inmortal.

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-¡Uf, qué recibimiento! -El gobernador se incorpora sacudiendo la arena de la cara y de sus ropas, sin embargo vuelve a ponerse de rodillas y a gatas busca sus anteojos entre la arena.

-¿Qué esperabas, eh? ¿Qué te aplaudiéramos?

-Bueno, no tanto, pero tampoco entiendo a qué se debe esta afectuosa bienvenida. –Agotado, el gobernador se sienta sobre un botellón de agua, en el fondo, tiene muchas ganas de terminar con todo esto, marcharse a su casa y telefonear al embajador para decirle que el rescate estaba okey. Evidentemente ya no estaba para estos trotes.

–Te traigo buenas noticias Rey y me tratas como a un criminal, -se queja el gobernador. -¿Qué ha pasado?

En el rostro del Rey se continúa dibujando una dulce sonrisa que por momentos se transforma en amenaza. Recorre con la mirada la estatura y el vientre abultado sobre el cual las ropas desordenadas del gobernador cuelgan sin concierto; con desprecio le escupe las palabras: -Me has traicionado, me has robado, quisiste asesinarme, ¿te haces el huevón o redondamente eres, ah? Aquí me tienes todo cagado huyendo quién sabe para adónde putas y tú como si nada y apendejándote. Hay que ser bien hijo de perra para no entender todo lo que hemos pasado, los preparativos, la huida del avión, el robo de la droga, esta desgraciada carrera por la arena y, encima, llegar como santo boludo preguntando qué ha pasado, que es, precisamente, lo que quiero saber… ¿Es como mucho, no?

-Cálmate Rey. Te lo dije, te traigo excelentes noticias. El plan es éste: Nos vamos a un aeropuerto que yo conozco, de allí partirán a Panamá algunos de tus hombres

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de confianza y en otro avión tú volarás a Miami para sumergirte algunos meses. El embajador está feliz y revienta de ganas de verte. Dime, ¿no son éstas excelentes noticias?

El gobernador abre teatralmente los brazos: -Dame un abrazo Rey. El Rey se acerca cauteloso, está abriendo los brazos, pero se arrepiente, los cruza sobre el pecho y pregunta al gobernador (claro, antes de una respuesta correcta no habrían gestos de reconciliación): -¿Qué pasó con el cargamento que se llevó el avión?

-Lo estamos negociando Rey. Llegando a Miami tendrás tu porcentaje, incluso, estamos pensando darte un diez por ciento más por los perjuicios y el daño moral que has sufrido, ¿qué te parece? ¿Entre quiénes crees que te encuentras? Somos tus socios y los agobios de uno son los agobios de todos. Sellemos nuestro imperecedero pacto de amistad, billete y estafas; venga, a la ronda ronda. Sin rencores.

Ahora sí los brazos recorren el aire y llegan a los sonoros omóplatos. Exagerando la nota los socios se estrechan en un abrazo de caramelo y olvido.

Mientras, y sin que nadie se los hubiese impedido, los campesinos bajan del camión y contemplan la escena desde lejos, agazapados, temerosos. Empezaba a amanecer.

-¿Y ésos? –Picado por la curiosidad el gobernador indica hacia el lugar en donde se encuentran los campesinos.

El Rey los observa: se ven enjutos, están ateridos, son una sola masa cansada, flaca y ojerosa: -A ésos me los traje por si me servían de algo, -contesta el Rey y rápidamente agrega: -Me los traje por si acaso, de rehenes, ¿ves?

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-¿De rehenes? –Repentinamente el gobernador estalla en carcajadas que se hacen incontenibles: - ¡Genial, Rey, genial! ¡Rehenes! ¡Genial!

Poco a poco la risa del gobernador va contagiando a los presentes. Primero fue el Rey quien hizo detonar sonoras carcajadas, continuaron los guardias y, por último, tímidamente comenzó uno, siguió otro, hasta que finalmente, también los campesinos rompieron en aparatosas risas.

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XVII

En Vietnam todo transcurría en forma simple y sencilla: país húmedo, arroz, maldito arroz, aldeas superpobladas y muchísimo foqui-foqui con las indochinas. Por uno o dos dólares te la hacían como a un príncipe, a veces hasta por un paquete de Lucky te podías encontrar un machote para ti solito. País generoso, mucho, excesivo fuck.

Nos dábamos unas trancas que nos dejaban babeando con la cara metida en un pantano.

Por tres dólares, fíjate, podías encontrar alguien que se dejara cagar placenteramente.

Yo siempre he dicho: todo el que no tuvo la experiencia de Vietnam es un americano a medias o medio americano. Claro, que por este tipo de críticas me he visto envuelto en varias peleas, pero con mi experiencia las gané todas. Las mujercitas asiáticas son pelonas, había unas muy ricas y unas putitas que eran deliciosas, un boccato. Para que sepan, yo pocas veces me eché un capiruchín pagando, a mí me gustaba tirarme gratis a las que teníamos prisioneras. Varias veces separé de entre los prisioneros a alguno que me gustó y le obligaba a que me lo hiciera; no importa, mira todos eran indochinos y fuera de la patria da lo mismo. A algunos, no sé si por miedo, costaba mucho que se les pusiera dura, otros vomitaban y recibían mi castigo de inmediato y la cara les quedaba marcada para siempre o, simplemente, les cortaba de un bayonetazo la mugrienta pija para que supieran que no me tragaba lo de la impotencia, ah no, pija afuera y zas. Estos rojillos eran terribles, ustedes, los que no tuvieron el placer de participar en las matanzas que nos hicimos por allá, bueno, ustedes no saben lo que es canela. Uno al tener todo al alcance de la mano se pone retecómodo, así si querías un coñito podías elegir entre el de una puta cualquiera, el de una rojilla o el de alguna muchachita de la calle. Era cosa de

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tirar la mano y bajar la fruta. Es cierto que había más opciones, pongamos el caso, cuando nos lanzábamos a barrer pueblos completos, a quemar chozas y gente en busca de los malditos rojos que se escondían como animales asustados. Por eso fue que se nos ocurrió la idea de tirarles las hojas de los árboles, para verlos. En las aldeas podíamos cogernos a hombres, mujeres y niños. Es muy especial lo que se siente al saber que tienes carta blanca para hacer lo que quieras con los prisioneros, menos cargar con ellos vivos, eran un peso y una preocupación innecesaria. Darle pa’ sus moras y después bala o filo, a elección. En la guerra, y este es un comentario muy personal, yo andaba muy excitado, me han dicho que la matanza y el sexo tienen mucho que ver; el otro día nomás leía un artículo médico sobre el tema, la idea expuesta decía que el sexo es una especie de matanza y que, si se pudiera hacer entre muchos a la vez, pues se trataría de una carnicería colectiva. Esto se pudo apreciar perfectamente allá en Vietnam, de allí que para nosotros sexo, muerte y sangre sea lo mismo. Emprendimos una guerra de liberación, cierto que al final nos devolvimos con caras largas, pero lo que queda para ser escrito por la historia fue el temerario intento de un ejército que se enfrentó sin ayuda al comunismo nacional e internacional, a los dos juntos o por separado y si nuestras filas se colmaron de muertos, ganamos en la práctica del moderno concepto de guerra y química. Yo me cansé de darle comida al monito, imagínense que de vuelta a la patria, después de cuatro meses recién tuve las primeras ganas de violarme a alguien. Esas costumbres se quedan, como allá era puritita violación, uno cree que aquí es igual, pero no, cuidado, que esta es la cuna de occidente y las mujeres son muy recatadas y decentes hasta la indecencia, claro, porque aquí hablamos inglés y en otros lados unas lenguas que se asemejan a chillidos de perro caliente o concierto de flatos. Grititos de la gente quemada con fósforo, idioma para la muerte y el sufrimiento, así lo llamo yo. En el ejército era conocido como Tony, hasta a los negros les permitía que me llamaran así,

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total luchábamos, se supone, por la misma causa. El diminutivo se me quedó y ahora para todos soy Tony el de la Pija o simplemente Tony, lo de la pija se debe a una foto que me hicieron los del Life en el frente indochino: salí fumando y con la pija bien notoria en el pantalón de combate, parece que estaba medio excitado. Lo de Vietnam fue una experiencia maravillosa, ganada gracias a ese sentimiento de cruzada que caracteriza a nuestro país; murieron muchos, pero estábamos en guerra, ¿no? Antes de Vietnam trabajaba de despachador en una gasolinera ganando al tres por cuatro y mirando pierna, ahora, fíjate nena, soy Tony el de la Pija, todo un señor, ¿notas la diferencia? Mis antecedentes guerreros han sido fundamentales a la hora de obtener este trabajo en la Agencia Antidrogas. Por el momento estoy investigando en la frontera para saber de dónde y cómo pasa la pichicata a nuestro país. En Vietnam consumíamos algo de coca, algo de mariguana, lo demás no llegaba ni al frente ni a la retaguardia y se entiende que nos echáramos para adentro alguna cosita por lo de la soledad, los perros de la noche, la inseguridad, el sentirse desprotegido ante el cuchillo que viene volando para clavarse en tu espalda. Les voy a decir que la vigilancia nocturna de nuestros campamentos era la tarea más ingrata, claro que de repente le ponías el collar a la cabezona con algún colega y la noche se acortaba, pero igual; esa era una selva tenebrosa. Mi trabajo en la Agencia es distinto, soy agente antinarcóticos y no vamos a decir que aquí me la paso como en Vietnam porque estaría mintiendo, pero ahí vamos, pasando, pasando. Hay menos fuck, pero hay. Si agarras a alguien, te lo puedes aprovechar. La diferencia es que en este trabajo no se muere por la patria, o sí, pero por un concepto más cívico de patria y con muy buena paga porque nuestros jefes no quieren que nos tentemos con dinero pasado bajo la mesa. No puedo usar las armas como lo hacía allá, sé que este es un trabajo de otro tipo, pero créeme que a veces extraño echarme unos tiritos. A veces sale, a veces no. Si me deprimo y quiero ensartarme una mina, sé dónde puedo, pago, pero es de bue-

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na calidad, de primera y yo soy exigente, eh, muy exigente por todo lo que les he contado. Entrenar contrainsurgencia es otro rubro delicioso, he pensado pedir un cambio, pero no será antes de que desenrede una madejita de la que estoy tirando varios hilitos.

Hay países angustiados por la guerrilla y es la misma historia: libertad versus comunismo, combate a 12 rounds. En contrainsurgencia me sentiría mejor ya que es una guerra y seguro que, si se trabaja a lo Vietnam y sin miramientos, hay muchas oportunidades para darle de comer a la pájara. Se dice que no somos muy queridos porque tomamos y después preguntamos, pero hace mucho que dejamos de ser románticos y si se trata de tu pija, ah, entonces tú la manejas como te dé la gana. Nuestro país, por su connatural carácter libertador, debe siempre manejarse en términos de pija y nada de andar poniendo el trasero, porque ¿qué tal si te lo perforan al mostrarte débil con el enemigo?; ése sería un error tremendo y tampoco los tiempos están para pedir nada a nadie. Quiero ser claro: cuando vas a Vietnam o cuando emprendes luchas de liberación o entrenamos a los ejércitos locales en contrainsurgencia debemos ir en términos de pija absoluta, es decir, de arrase y destrucción, y no hay tu tía.

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XXVIII

Por la arena quedaron tendidos la mayoría de los cuerpos, no los de Rubén Iturbe y Marcelo Supián que, protegidos por el camión, lograron escapar con las balas zumbándoles sobre las cabezas.

Todo había comenzado cuando el Rey, camino al helicóptero y acompañado por el gobernador, había seducido a Rojas con uno de sus acostumbrados embustes: -Hay que organizarse muchachos, no me los puedo llevar a todos en este vuelo.

Sin volver a mirarlos ni fijar su atención en ellos, el Rey y el gobernador se encaminan al helicóptero. Marcelo espera, Marcelo esperaba ese momento que suponía iba a ser el del pago de sus salarios. Era lo que habían prometido, el cumplimiento de la palabra empeñada. Pero no, no atisba señales que puedan interpretarse como gestos de pago, de meter la mano al bolsillo o de destapar la caja y mirarlos a ellos, no hay gestos de ese tipo, solamente el Rey y el gobernador que van charlando camino al helicóptero en tanto los guardias se ponen en movimiento esperando ser los elegidos para el primer viaje.

Rubén codea a Marcelo Supián al tiempo que sube los hombros y la piel de la frente. Es una pregunta hecha sin palabras, la misma que todos se hacen. Marcelo se desprende del grupo y a corta distancia le grita al Rey: -¡Señor nuestros pagos! ¡Señor no se olvide!

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El gobernador se detiene en seco y su cara da a entender o que no entiende el contenido de la demanda, o que ésta le parece muy fuera de lugar y propósito. El Rey se voltea a mirar hacia el lugar en donde los hombres esperan ansiosos una respuesta y, dirigiéndose a Rojas, entre divertido y molesto, le dice: -Ya ves, los señores están reclamando sus salarios. Avisa a los muchachos, vamos a pagarles, ¿no? y dirigiéndose al gobernador se disculpa: -¡Aj, qué mal rato! Excúsame Joaquín.

Rojas ha entendido perfectamente las intenciones de su jefe y ordena a los hombres alistar las armas. Luego grita a los campesinos: -¿A cuántas balas por día trabajado, ah?

-¡Hijos de perra! ¡Ladrones!... –Se alcanzan a oír algunos gritos.

Los campesinos huyen por el desierto que se les antoja más desgraciado que nunca, algunos se refugian tras las bardas del camión y desde allí atisban la balacera.

Los disparos alcanzan el combustible, en segundos el camión es una gran llamarada.

Marcelo y Rubén corren desesperados contra la nada que se extiende ante sus ojos y que es la salvación. Saltan sobre cuerpos acribillados por la espalda, solo las llamas los protegen y los chamuscan.

Marcelo, Rubén y unos pocos más se sientan exhaustos, se miran, nada surge de sus bocas, ni una palabra seca, menos que menos una húmeda o mojada. Allí se quedan y se tienden mirando un cielo negro, insoportable y con planetas que parecen brillar indolentes, muy lejos. Beben cuidadosamente el agua de una botella que alguien les tiende; más de uno piensa para qué. Por si encontramos sombra, se dice Rubén.

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Marcelo recrea la conversación de los guardias: “¿A cuántos le diste? Yo parece que le di a cuatro, yo no sé… como a dos o a tres…” Recuerda al gobernador apenas sosteniendo su grueso cuerpo sobre la arena, zapatos de charol y traje bien cortado, la camisa desbocándose sobre la panza (“Rey, Rey ¿dónde estás? ¿Voy bien por este camino?”), evoca el fuerte abrazo y las cariñosas miradas que intercambiaron el coronel y el Rey. ¿De quién huimos? Se pregunta Marcelo. Y ya no entiende, siquiera, qué era lo que ellos hacían allí: ¿huíamos? ¿Qué? Sabe, ahora sí, que huyen de los traficantes, del ejército, de la policía, de todos a la vez. Somos los únicos culpables y nos perseguirán hasta matarnos. Lo de ahora es provisorio, este pequeño escape sirve para las próximas horas, pero cuando amanezca… Mejor reírse, hacer un hoyo en la arena que sirva para hundir la cabeza y dormir un rato hasta que el sol vuelva a quemar. Quizás hubiese sido mejor morirse como los demás, quién sabe. Hay que moverse, salir, pero, ¿para adónde?

Comprende que huir de la policía, del ejército y de los traficantes, es escapar de todo el mundo, enemistarse con Dios y cagarse en los cojones.

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XXIX

El Miedo linda con el desierto, el paraje que lo rodea es caliente y hasta la luna es intratable. Cuando se enfría, el rancho se rodea de astillas congeladas y sudores encontrados, a pesar de que en los aposentos del Rey, los hielos son la ofrenda que se deposita tintineando opulenta en el cristal de una copa tallada con coronas de oro y tres torres, y si bien el Rey bebe en solitario (Ay Isabel, si estuvieras aquí…), la plantación entera espera con el alma en un hilo el resultado de una borrachera, con disparos al aire o hacia los ventanucos, en donde las tripas se anudan y el alma no ceja de preguntarse la razón por la que la trajeron dentro del cuerpo de esos campesinos asustados. El Miedo jamás ha dejado desnudos a sus hombres, nunca los ha entregado inermes a la fascinación que levanta en aquellos que no han sido invitados a traspasar sus fronteras. El Miedo ha sido la casa y el refugio que ha dotado de negras bocas a los hombres parapetados en sus torres. Y, cuando fue necesario, el polvo microscópico se convirtió en azufrado menjunje y espantoso nitrato que tumbó a quienes intentaron asomarse por sobre las alambradas o vagar por sus inmediaciones. Por años fue un erial, parte indisoluble del desierto por el poniente, y luego, convertido en una verde floresta, dejó sin agua el remoto caserío que se mudó por miedo (de allí el nombre del rancho, pero qué buena ocurrencia, oh sí) y que, abandonando sus casas cruzó el desierto y se perdió, o nunca más se supo de ellos, o a quién podía interesarle. El resultado fue que ese caserío se convirtió en torres y barracones, en el rancho como se conocería más tarde. Un baldío había sido, hasta que al Miedo llegó aquel individuo que metió la punta de su bota en la tierra y que, ya en la ciudad, sentenciaría que daba medio millón y ni un peso más por todo el

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pueblo y sus casas y el agua. La venta del Miedo no impidió, sin embargo, que pasara un tiempo en que fuera tan solo visitado en sus extensos confines por las aves cansadas que detenían su carrera en los alambres y en las púas que fueron colocadas como para decir a los extraños que merodeaban: esto que está aquí es mío y nadie lo toca. Así la propiedad despótica de El Miedo marcó ese remoto caserío espolvoreado de rocas y arbustos espinosos que olían a soledad bajo la luz inclemente.

Luego de que dos de sus caballos se rompieran las patas, el amo y señor de El Miedo decidió hacer caso a sus guías y, disparándole a los animales sendas balas que mancharon extensamente la tierra, continuó su marcha a indigno lomo de mula: iba a El Miedo, como quien va al Amor o a estampar un beso. Era su segunda visita, como vemos, esta vez en calidad de propietario y así cruzó los alambres, recorrió extensamente sus tierras para decir: “En este lugar elevaré las chimeneas y El Miedo será tan verde como una esmeralda infinitamente orinada por los astros, como tus ojos Isabel, como tus ojos”. Por primera vez esos parajes tendrían el color de las plantas tiernas y el jugo escurridizo de los sueños.

La marcha, para la que en un principio se habían presupuestado dos días, duró casi el triple debido a lo difícil y escarpado del terreno y al calor que durante el día trababa los movimientos del convoy. La policía, que en un momento había considerado la necesidad de adelantarse a la llegada de la prensa, recibió la orden de retrasar el paso y ayudar a los civiles, periodistas y camarógrafos en el traslado de sus equipos. Era una centena de hombres que durante las tardes y parte de las noches iban culebreando por huellas y caminos desolados, perdiendo rastros y retomándolos una vez que los guías lograban encontrar la mejor salida entre dos cerros pelones e irrespetuosamente altos.

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En cualquier caso, vale la pena consignarlo aquí, fue mentira lo que al regreso algunos comentaron. Nunca se les cruzó un caballo negro cabalgando entre cortinas de agua, nunca hubo una noche así. Tampoco fue cierto el ataque que dijeron haber recibido de una nube de buitres negros y uñas de oro. Incluso, uno de los corresponsales americanos dijo haber visto a tres policías desbarrancar con las cámaras que ayudaban a transportar, y aunque éstas todavía son reclamadas y discutidas, se comprobó que nadie desbarrancó y que el profesional decía una verdad a medias. Algunos vieron y sufrieron riñas inexistentes, otros contemplaron extrañas relaciones entre hombres y bestias y algunos afirmaron haber cruzado pantanos infestados de dedos crispados, pero, como queda dicho, nada de esto sucedió, más bien la marcha al Miedo pudo haber sido influenciada por el temor natural que surge al adentrarse en tierras resecas y solas, o por esa especie de terror que anuda razón y sinrazón en un terrible espasmo.

Los periodistas viajeros no entendería cabalmente la causa por la que no se les otorgaron las facilidades para efectuar el viaje en avión, era tan sencillo, se decían, con unas horas de vuelo nos hubiéramos evitado la locura de ir esquivando cerros o tambaleándonos por extensas llanuras sin sombra ni abrigo. El viaje se hizo a marchas lentas, nada de forzar el trance, había que dar tiempo a que el Rey y sus secuaces abandonaran el lugar y se llevaran sus pilchas; dando de paso cumplida respuesta a la urgencia con la que los periódicos y el púbico solicitaban investigar el asesinato del gringo. A los periodistas solo les dijeron que se venían caminando para que supieran lo que era bueno y pudieran describirlo en toda su magnitud, crónicas y ensayos mediante. A cambio del sacrificio, los integrantes de la expedición recibieron la promesa –palabra empeñada- de que el regreso se realizaría en avión y del ejército. Ninguno hizo cuestión cuando en sus respectivas redacciones se les comunicó que la recompensa y el cómodo regreso se supeditarían al apego que cada cual demostrara tener al informe general que, entre otras 127

cosas, contemplaba la manera cómo se debería abordar el caso y las recomendaciones para camarógrafos y chicos de las placas.

Allá lejos están las primeras alambradas que delimitan la extensión de El Miedo con el marcado y encendido azul del aire. Es mediodía y el general que los ha ido a recibir a las inmediaciones suda copiosamente: -Este general espera que la estadía, tanto de la policía como de la gente de prensa nacional e internacional, sea muy agradable, dentro de las obvias limitaciones con las que contamos aquí. El ejército recién ha tomado posesión por aire de estos terrenos y todavía ignoramos en donde podría encontrarse la gente que laboraba aquí. Entiendo que los señores periodistas no han hecho un viaje tan escabroso para escuchar esta decepcionante noticia, pero no es nuestra responsabilidad si hasta el momento no hay ningún rastro viviente. En cualquier caso, ruego a toda la gente de prensa atenerse a la información general que han recibido antes de venir acá y a los miembros de la policía les solicito reportarse con mi adjunto a partir de esta tarde. Este es El Miedo señores y sobre el mismo me pueden plantear las interrogantes que consideren de interés y que yo esté en condiciones de contestar.

El Miedo extiende sus límites hasta el punto en que se pierden de vista. El Miedo reposa al sol como un animal café moteado de coca y verde mariguana. El Miedo es un territorio surcado ahora por el silencio y la modorra, y cuando la luz está en su cénit, es el embotamiento de los sentidos, la nada volcada entre insectos; por eso el sentimiento que se apodera de todos es un sueño que obliga a cerrar los ojos y dejarse ir en medio del fuerte olor a hierba madura, por eso las ganas de recoger un par de hojas secas y hacerse un pucho bien prieto y volar, irse, desaparecer de este espantoso descampado, rajarse para siempre y luego decir estuve en El Miedo, sentí soledad y angustia, la pavura de ver sombras de gente que colmó este caserío y ya no existe.

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-¿No hay preguntas?

-¿Cuándo es la conferencia de prensa con el encargado militar del caso?

-Hemos destacado en esa difícil función al coronel Noriega, hombre de fuste que estará a vuestra disposición a partir de mañana. Complemento la información y les digo que el coronel es el autor del informe que obra en sus manos. Se trata de un militar de carrera y del hombre más apropiado para resolver sus dudas sobre este caso narcopolicial.

Un pedazo de madera en cuya inscripción borrosa puede leerse: “Rancho El Miedo. Se prohíbe la entrada a cualquier extraño. Mire las torres y aténgase a las consecuencias”, constituye la bienvenida a la prensa y a la policía.

-¿Entonces, éste es El Miedo? –Interroga al general un gringo al que se le ha visto fumar más de la cuenta y por ello a duras penas pone todo su empeño en abrir los ojos envueltos en un aturdimiento morboso, persistente y zumbón.

-Sí señor, este es El Miedo.

- ¡Ay que susto, general!

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XXX

Sin embargo el helicóptero no despegó de inmediato, en su interior tuvo lugar una reunión entre el Rey, el gobernador y el coronel quienes analizaron la situación más o menos en estos términos: -Creo que todos estaremos de acuerdo en que para mantener los negocios habrá que satisfacer, aunque sea mínimamente, las demandas de los gringos. Ellos nos piden encontrar y exhibir culpables, juzgarlos y condenarlos. ¿Es lo mínimo, no? –El gobernador que permanece de pie habla con una botella de güisqui entre las manos y se apresta a servir en gruesos y toscos vasos artesanales. –Me perdonarán, acota, es lo que encontré.

-¿Y no les basta con todos los desgraciados que hemos asesinado o dejado en el camino? Son muchos, muchísimos. –Quien hace la pregunta es el Rey, las largas piernas calzadas con unas botas resecas golpean con molestia el piso cuando añade: -Por ese rastacuero vietnamita, no me corto ni la uña del dedo gordo de este pie que sabe pisar, ¡vaya si no!…

-Ya Rey, sabemos eso, comprendemos que estés molesto, lo interrumpe el gobernador, pero debemos obedecer al pedido que nos hacen, que a mí, te insisto, me parece que es lo mínimo que nos pueden solicitar. En definitiva, yo creo que con dos personas se conformarán, dos personas concretitas, dos chivos culpables que no necesariamente hayan estado envueltos en la muerte del gringo. ¿Qué quieres Rey? Así están las cosas.

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-Nosotros vamos a poner más de ciento cincuenta muertos, los equipos, el rancho… Además vamos a poner, como detenidos, los inditos que quedan sueltos en el desierto. Todo eso –el Rey enfatiza con un gesto cada palabra- todo por un rastacuero.

Simplemente no hay igualdad en este negocio. ¿Qué han puesto los gringos, eh? El cadáver del apestoso y nosotros, pues no, nosotros ponemos los muertos, los heridos, los detenidos, el rancho, la yerba, los culpables, los equipos a cambio del hijo de puta entrometido. ¿Dónde está el negocio, ah? ¡Por favor díganme dónde está el negocio por la chucha!

-Ellos tienen un sistema distinto que debe satisfacer al gran público, debe contentar a esa especie de gran jurado al que a veces, por mala suerte, le caen negros que se reúnen con los blancos y entre todos sacan una majamama que ni te explico. –El gobernador cabecea sobre el asiento, lo agobia el calor, y la falta de sueño y acuerdos parecen afectarle el equilibrio. El coronel lo mira, solamente sonríe. -Su sistema, continúa el gobernador, es ventilar bien las cosas en los diarios un par de semanas, una somera investigación, funeral con bandera y cañonazos y luego ni quien se acuerde. Para ese tiempo, ya habremos reanudado las rondas y estaremos en la repartija y la primera tajada, la grandota, será para ellos y a la chucha, viejo, a la chucha… Son distintos, Rey. Eso es todo.

-Bueno, zanja la discusión el Rey con el pelo revuelto, algo sucio y pegoteado, pero siempre del color amenazante de la mostaza, ¿cuántos necesitan?

-Yo creo –señala el gobernador- que con dos se quedarán tranquilos por el momento. Hay que entregar, por parte baja, unos ciento cincuenta muertos, algunos desaparecidos, unos veinte detenidos y dos culpables principales, “los poderosos narcos”… Al momento de terminar sus cuentas, el gobernador guiña un ojo al Rey.

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-Traficantes que tendré que sacar de entre mi gente… afirma el Rey. -Por supuesto, ¿de dónde si no?

-Ya tengo uno en mente, -observa pensativamente el Rey- el otro… ah, todavía no se me ocurre.

El coronel, que no había tomado parte en la conversación y que solo se había limitado a observar alternativamente a los otros dos hombres, interviene en este momento para decir: -Vamos preparando el vuelo, se nos hace tarde, señores.

-El coronel tiene razón, admite el gobernador, salgamos de este infierno lo antes posible. ¿Rey, ya pensaste en el otro?

-No, todavía no.

El Rey se acerca a la puerta del helicóptero, llama a Rojas y casi al oído le susurra que será uno de los elegidos para el viaje a Panamá, te lo debo cabrón. Un personaje, le dice, vas a ser todo un personaje dentro de poco.

-¿Quién es ése que está allí?

Rojas sigue la dirección del índice del Rey Mostaza que cae sobre un rostro moreno, distraído: -A ese le dicen Piojito.

-¿Piojito? Hum, divertido. Dile que se acerque, ordena el Rey. -El jefe dice que lo mires. –La voz de Rojas se alza conminatoria.

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Los ojos del Piojito se van elevando con algún sobresalto por el cuero de las altas botas del Rey hasta quedar a la altura del rostro y mostrarle unos ojos negros, sin gracia. Tiene ganas de rascarse, está nervioso y siente los bichos cebados en la nuca.

-Este infeliz también va a ser un personaje. Hay que lavarlo y ya vas a ver cómo nos va a servir. Este también se va con nosotros Rojas, pero lejos, lo más lejos que sea posible. Encárgate de que no apeste o nos llene de liendres.

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XXXI

-¿Para quiénes trabajábamos? ¿De quiénes huimos? Ya no vale la pena hacerse estas preguntas que jamás contendrán en sus respuestas individuos con rostro. Huimos de ninguno en la tierra vacía, no trabajamos para nadie. Punto. Adelante también es vacío, una carrera para derrochar la nada sin agua ni alimentos. En esa estamos o ni siquiera, porque la sombra refleja encrespadas aves rapiñadoras.

-No tenemos escapatoria Marcelo Supián. Me quedaré aquí. No tenemos a donde llegar, mejor me muero por aquí. -Rubén Iturbe se queja acostado de cara a la noche; al levantar las piernas la arena aún caliente le corre por el pecho. Hablaba con los ojos cerrados en medio del cansancio absoluto y las ánimas que le rondaban.

-Caminemos despacio compa, a vos yo no te dejo botado. En unas horas tendrás los huesos pelados.

-No Marcelo, yo ya tengo los huesos pelados, estoy muerto, por eso no quiero caminar.

-Dame unas horas. Te juro que si no hemos encontrado una salida te dejo hacer lo que quieras, pero morirse en este sucio lugar, después de todo lo que hemos pasado, no es gracioso. Levántate, caminemos, no tenemos otra alternativa. Todavía podemos intentar volver a la plantación, sacar agua y volver a nuestros pueblos.

-Es que yo ya no… ¿Qué voy a hacer en mi pueblo si soy solo pellejos al sol, tiras, sin un peso? Yo ya no puedo recomenzar, esta calentura me tiene amarrado…

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Rubén no alcanzó a terminar de hablar porque se incorporó impulsado por una picadura feroz en la espalda. Pero no, no fue un lancetazo, un pico hincado, ni un abrupto quiebre en la voz de Marcelo que, al contrario, se teñía de mansos matices envolviendo al renuente. Fue, sencillamente, el eco de una balacera que retumbó largamente como si no se fuera a acabar nunca.

Marcelo espiaba el largo, calvo y oscuro horizonte, no veía ni distinguía movimiento ni sombras, solo esporádicos disparos. ¿De dónde vino aquel estruendo? Hubo acuerdo unánime: de allá, de la derecha y no paree venir de muy lejos.

Al cabo de un silencio, Marcelo Supián observando detenidamente a Rubén que continuaba de pie recorrido por un leve temblor, decide el curso futuro de la carrera: -Vamos a caminar hacia el lugar de la balacera. Donde hay balazos, hay agua. Vamos a robarle el agua o lo que tengan.

-Nos van a balacear, se opone Rubén.

-¿Y qué? ¿No querías morirte aquí mismo? ¿Acaso no es mejor un poco más allá, de un tiro, que despellejado por los buitres?

-Sí, es mejor. -Rubén Iturbe mira a los demás en silencio, bajando la cabeza. Los otros asienten. -Esperemos la luz para ir a investigar, dice.

De lejos parece la silueta de un camión, a su alrededor no se percibe movimiento.

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-Deben estar durmiendo, esperando la noche para seguir. –La voz de Rubén es firme ahora y su cuerpo contiene otra determinación empujado por la esperanza. – Déjenme ir solo, -suplica a los demás.

Marcelo entiende la petición de Rubén como una manera de olvidar la debilidad que un rato atrás lo había invadido. “Es una justificación”, piensa. Y eso era, ni más ni menos. Marcelo nada dice y Rubén se empieza a alejar; es ahora un filamento delgado que el mediodía atrapa.

Cuando se aleja y en su espalda arde esa luz central, Rubén es otro que se acuerda del Topo; siente los dolores de su amigo y el machete carcomiéndole las carnes.

Habla en voz alta: Tuve un momento de debilidad, dice, pero mis compas me ayudaron y aquí vamos Topito, juntos como cuando paseábamos por la plaza del pueblo buscando muchachas; si hasta puedo escuchar el orfeón que tocaba para los carnavales. Aquí vamos, más viejos que nunca, y apenas si tendremos más de treinta, y tú te moriste y no quiero llevar ese mensaje infame a tu familia, no puedo. Tampoco quiero ver las tierras descompuestas de tu rancho pobre, ni los ojos de tu gente mirándome como si quisieran arrancarte de los míos, ni contarles que trabajando con tu pañuelo como una barcarola en la cabeza y, atravesando la alambrada, te venías a verlos y que no sentiste, confundido acaso por el murmullo de las plumas negras de los buitres, ese otro aire frío que te atravesó oscuro y gélido por la espalda. Aquí vamos los dos. No se preocupe, yo lo cuido y usted a mí, sobre todo cuídeme usted.

Rubén achina los ojos para discriminar los elementos de la silueta que se había agigantado y oscurecido. No percibía movimiento, seguía acercándose y ya estaba a unos pasos. Se pone el dorso de la mano sobre las cejas fabricándose una especie de visera para poder descubrir algo distinto a los brillos de una carrocería. Es el camión en

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donde venía Olegario, ciertamente es ése el camión que ahora está medio cubierto por la arena, el camión que venía atrás y se descompuso y que nadie quiso esperar, ¿estarán allí los otros compas? A medida que se acerca distingue del otro lado el revoloteo de las alas que desciende oscuro y ocultando el sol desde el infinito brillante. Allí hay muertos, piensa; allí comen los zopilotes su merienda descompuesta, ahí rehacen su sabia y meticulosa prosperidad.

Son siete los cadáveres, es todo. Y los buitres que allí son la vida plena.

-En un momento pensé que los cadáveres eran de los compas. Cuando me di cuenta que las mascadas de los buitres se llevaban ojos, botones y pedazos de uniformes que eran de los guardias, entonces deduje que Olegario y los otros tendrían que estar vivos en algún lugar. -Rubén relataba de esta manera a Marcelo y a los demás su descubrimiento, sonríe tímidamente, como avergonzado. Acto seguido se integra a la búsqueda.

Han encontrado cinco cantimploras a medio llenar; a pesar de lo exiguo del botín, los hombres sienten renacer la esperanza. Rubén cree ser nuevamente el mismo y tiene ganas de hablar, sobre todo, con su amigo el Topo.

El grupo se aleja del camión y se reparte el agua. Marcelo se pregunta por Olegario Fonseca y por Nereo Cuadros, en silencio clava la mirada en la arena.

-¿Ya nos vamos compa? –Pregunta Rubén.

-Sí, ya nos vamos. –Contesta Marcelo con una sospecha triste que se asoma a sus ojos.

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XXXII

Rojas, el Piojito y el Regalado se acomodan en la parte trasera del helicóptero, lo más lejos posible, había dicho el Rey y lo más lejos de la caja con los fajos y los valores. Los demás, que todavía se consideraban guardias, policías de una plantación ahora inexistente, se quedaron pisando la arena en ebullición, con mucha agua, con todos los alimentos y sujetando las metralletas con la promesa de que pronto vendría otro helicóptero en su rescate.

Se envolvieron entre las cenizas y los fierros retorcidos de lo que había quedado del camión en donde viajaba el Rey, y que fue hecho papilla al intentar los trabajadores cobrar los salarios adeudados. La primera noche, bajo la atenta y ardiente mirada de los buitres, el viento barrió con los despojos podridos; la espera ya tenía ribetes de interminable, y era la primera noche. La segunda noche, que no despintó de sus cabezas el sentimiento de hielo y cielo implacable, lleno de luces y planetas, pero igualmente negro y desnudo, puso en sus labios palabras de desconsuelo y desconfianza. También fue la noche de la tembladera de las primeras fiebres. A veinte pasos se pudrían los cuerpos muertos que, tijereteados por los picotazos, adquirían alas, se encajaban en los vientres carniceros, sin paga y sin sepulcro.

La tercera noche por fin llegó el ansiado rescate. Desde un helicóptero del ejército, verde oliva y dibujos de camuflaje, descendieron los soldados armados cuyos pasos eran dirigidos por potentes faros instalados en la portezuela de la nave. Corrieron hacia los guardias simulando un ataque por sorpresa, mostrando arrojo y disparando al aire.

Los guardias no se movieron, veían a los soldados sonrientes; a pesar de los tiros, ami138

gables; gesticulaban como si quisieran convencerlos de una broma, meterles en la cabeza que la gala se entregaba para otro público y no para ellos que esperaban allí hacía ya tres días. La verdad, no entendían ni papa lo que estaba sucediendo, menos lo entenderían cuando les pidieron las armas porque ya no las necesitarían. Así los desarmaron.

Cuando el armamento se encontró a buen recaudo, les ordenaron amablemente que se acercaran a las luces que se veían en la puerta del helicóptero, que hicieran una fila delante de ellas para verles las caras: “al comienzo se van a encandilar, cierren los ojos”, les advirtieron.

Sedientos, agotados, yertos los miembros, los hombres que habían formado el escuadrón de la defensa indiana del Rey, las tropas que por tanto tiempo habían resguardado las casillas del tablero del Miedo militarizando la producción de drogas, esos hombres que aterrorizaron y masacraron a los trabajadores, se fueron poniendo en obediente fila, uno muy cerca del otro, quizá si para espantar algo raro que olían en el aire o sus propias miradas de soslayo que, en otro tiempo, fueron las miradas desconcertadas de tanto peón frente a la fuerza inusual de lo implícito, de lo tácito y virtual que los dejaba cara a cara con intenciones, con gestos, con movimientos que vestían o desvestían.

Y resulta que ahora eran ellos los que se enfrentaban a la ambigüedad de la luz blanca e impenetrable que bañaba sus rostros.

Tan lejos habían estado esos hombres de toda vida, tanto tiempo habían vagado por los rincones de la plantación, que nada podían saber, siquiera suponer, lo que en las ciudades se escribía en los periódicos, o lo que en el mundo decían de ellos las radios y las pantallas. Habían estado tan solos y por tanto tiempo en un territorio apartado que daba dinero, poder y la ilusión prendida a la flor elaborada, a las hojas secas y empaque139

tadas, de que al regreso de aquel infierno montarían en sus pueblos un honesto negocio de víveres, o comprarían tierras, coches y se tutearían con la prepotencia y volverían a ser la ceja que nada más sube para ordenar. Tanto y tan lejos habían estado que cada cual se había inventado un código, una moral o una justicia propia, adecuada a sus particulares necesidades. Tan lejos habían estado que no necesitaban de Dios alguno, ni de pecado, arrepentimiento o amor. Cada cual había vivido para satisfacer un deseo, una esperanza, fuera de la cual nada cabía o sí, pero para el improbable tiempo en que la cara de perro o el tajo desapareciera de sus rostros.

Tan lejos seguían estando que, cuando los esposaron con las muñecas hinchadas a la espalda, no supieron, no pudieron explicarse qué sucedía ni por qué las cámaras enfocaban sus rostros fatigados, sus hirsutas barbas crecidas a la intemperie, ni la razón por la que de sus pechos colgaba una tablilla que contenía un nombre y un número. No podían siquiera imaginar que Rojas y el Piojito los habían denunciado como cómplices del asesinato de un ciudadano extranjero, de un gringo que se quiso pasar de listo y denunciar y atrapar todo el negocio, por eso hubo que eliminarlo, porque no sabía que el primer mandamiento era respetar el trapicheo y que el segundo y todos los demás, pues valían madre.

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XXXIII

¿Qué habré hecho para que se fijaran en mí? ¿Cómo logré llamar la atención de la jefatura? El Piojito se interrogaba sin desmayar. Ésa y otras cuestiones parecidas afloraban a su mente recalentada como un motor viejo que necesitara una puesta a punto.

Hasta ese momento, él podía contar solamente dos acciones que podrían merecer el calificativo de importantes: había participado en lo del gringo. Podía asegurar que de su metralleta salió por lo menos una de las balas que lo mataron, aunque es tan difícil determinar el nacimiento de una muerte o precisar el padre para el trayecto de una bala. Al cabo, la carne recibe esos cascajos de plomo sin distinguir ni señalar; además, ¿cómo hacerlo en una pelotera como aquella, en una balacera oscura e interminable? También estaba, aunque sin un mérito real a sus ojos, su firme negativa a que uno de los campesinos viajara en el camión acompañando a un viejo. Frente a una mirada objetiva era una tontera sin valor alguno, se trataba nada más que de un peón y su padre, sin embargo esa escena le demostró que poseía un carácter firme, por ella gozó del placer de sentirse obedecido por la temeridad demostrada y por el arma que desde el suelo alzó sin vacilaciones hacia los campesinos. Me deben haber husmeado el carácter bien firme que me gasto, pensaba el Piojito cuando se acordaba del episodio.

Rojas recuerda: Ya en el helicóptero había empezado a quedar definida nuestra situación. Pero, ¿cómo negarse, cómo oponerse cuando las cosas habían sido planteadas en términos que no tenían salida?

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El Rey se acerca con una copa en la mano, viene solo, el gobernador y coronel charlan y se ríen a cierta distancia, pero el Rey no. Él ha venido hasta la parte posterior de la nave y habría de comenzar a descarnar sus vidas, a cincelar la compra de sus almas; por lo demás, en los negocios nunca se había movido en otros términos: él trataba con mercancías, con sacos y bultos de las más diversas especies. Esto era un mercadeo más del que ellos, Rojas y el Piojito, se llevarían la parte más gruesa del botín, a decir del Rey, claro.

-¡Mis muchachos, hagamos un bonito brindis! –Rojas y el Piojito vacilan a causa del ruido ambiente o del miedo ambiente. –Vamos, vamos, con confianza, insiste el Rey. Adelantan sus manos y sorben en turnos y hasta el fondo un whisky fino y oloroso, algo que nunca habían nombrado, pero era whisky.

-Ustedes son hombres de mi absoluta confianza, ¿no es así? -El Rey los observa suavemente, con ojos tranquilos a causa del agotamiento. –Pues bien, sin esperar respuesta prosigue hablando, si les he revelado este artículo de fe, no sería bien visto que me defraudaran, o sea, que me demostraran que me equivoqué, pues eso sería para mí como un golpe en el bajo vientre, ¿no es cierto? –El Rey matiza con preguntas su discurso esperando encontrar en los empalidecidos rostros algún signo, solo uno, que le permitiera darse cuenta de que estaban entendiendo, porque de estar convencidos, por ahora era difícil.

-Sí señor, somos de su confianza suya, responde el Piojito a la vez que mira a Rojas esperando un apoyo.

-¿Rojas? –Pregunta el Rey.

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-Sí señor, también yo.

-¡Qué bien, pero qué bien! exclama el Rey y sonríe, dando la impresión que una sombra se ha evaporado de su rostro.

Rojas por momentos prefiere dormitar. Cuando el Rey le ha dicho que suba al helicóptero, que se convertirá en un personaje, Rojas, hecho a la mala suerte y al desconsuelo, prefiere no forjarse ilusiones. Peor estaría en el desierto con los demás, es verdad, pero si mira a su lado, el Piojito le recuerda la mala suerte que tantas veces lo mordió con hocico de perro sucio y, si mira un poco más adelante, el Regalado le recordará un hado afortunado, el próspero negocio que le permitirá mantener a la Irma y comprar las ilusiones que son tan caras, pero el Regalado está enfermo.

Rojas cree que si entre sus cábalas no está la Irma, le podría ir peor; entonces la ubica dentro de su futuro cuando palpa la bolsa que revienta de billetes verdes. Es supersticioso y cree que la ingratitud con la mujer que le presentó al Regalado, y así le llenó la vida de buena lana, llama a desgracia. Piensa que no tomar decisiones es lo mejor que puede hacer para evitarse problemas, que sea el destino el que las tome por él y ojalá lo amarre a la yunta de la fortuna. Sabe que sus servicios han sido reconocidos por el Rey y que por eso viene en el helicóptero, ¿pero el Piojito? ¿Qué mierdas ha hecho este mamacallos para merecer el trato que le están dando? El Rey dijo que él también iba ser un personaje. ¿Cómo se entiende? El Regalado aún no consigue orinar, la panza hinchada y botando sangre hasta por las orejas, entonces ¿por qué vino el Regalado?

Rojas dormita y se interroga, su mano instintivamente va a la bolsa con la paga: Ah, Irma. Empero, detrás de su nuca, si prestara cuidada atención, podría escuchar el gruñi-

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do de la desgracia, su inmutable perseverancia en un cuarto con olor a vómito regado y a puta sin esperanza.

-¡Regalado! ¡Acércate Regalado! -La voz del Rey que había sido amable, hasta tierna, podríamos decir, pierde sorpresivamente esos matices al ver al hombre acercarse dificultosamente a causa de los tumbos que da la nave. Tiene la panza hinchada y el rostro sanguinolento. -Miren al pobre Regalado, está hecho una mierda y tiene hasta el cerebro agusanado. Es asqueroso. Lo mejor será despacharlo a su pueblo para que allí reciba cristiana sepultura. Creí que este hombre me iba a servir y justo ahora, cuando más lo necesito, al muy infeliz se le ocurre morirse. ¡Ándate a tomar por culo Regalado!

-Gracias señor, agradece con un hilillo de voz el Regalado, y se marcha envuelto en una baba mortal, se sentará a duras penas y sus ojos perderán el camino dentro de las órbitas.

-Espero mis muchachos que se hayan dado cuenta de que si andamos volando sobre los desiertos es porque todavía mi poder está intacto. ¿Saben quiénes vienen con nosotros? –El Rey titubea, aborta un gesto de sus manos, cavila. –Mejor que no sepan, no vaya a ser que se les caiga el hocico. Aquí van algunos de los importantes, muy confiados en reanudar a corto plazo la ronda de las rebatiñas. Bueno al grano, ¿saben el motivo por el que andan viajando tan cómodos? –Pregunta.

-No señor, no lo sabemos. –El Piojito responde rápidamente para evitar que el Rey insista sobre una materia que él ignora por completo.

-¿Rojas?

-No. No señor.

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El Regalado abandona el cañón de la metralleta, el contacto con el acero negro le produce un frío atroz; el arma, ya sin amarras, va a caer sin ruido bajo el asiento tapizado. Aún tiene conciencia para comprender que un quejido o el desmoronamiento de su cuerpo significarían su expulsión en pleno vuelo por la salida de emergencia y sin paracaídas. Da crédito a la palabra del Rey Mostaza que le había dicho que al más antiguo y fiel de sus servidores lo enviaría de vuelta a su pueblo. A partir de ese momento el Regalado ya no deseó otra cosa que morir en su tierra, allí quería quedar sembrado a la espera de otro nacimiento en el mismo lugar. Era de esas personas que creen poder volver a nacer muchas veces; de hecho, él contaba una cincuentena de reencarnaciones, pero para retoñar necesitaba ser enterrado, también varias veces, bajo la misma tierra, de allí su interés en volver a Las Ánimas.

No era el primero, no sería el último, de aquella especie de personas religiosas para las que el asesinato es un pecado convertible en un padre nuestro y amén; la violación, la riña y el robo, faltas perdonadas de antemano sin confesión ni penitencia. Había un Dios. ¡Por suerte había uno! Paradójicamente lo había descubierto en la cárcel por medio de otro recluso condenado a perpetuidad y sujeto de por vida a las páginas delgaditas de una biblia roñosa y de tapas grasientas. Cuando los narcotraficantes le comentaron que tenían todo preparado para la fuga, que solamente esperaban el dinero de los sobornos y le ofrecieron trabajar con ellos, el Reglado les pidió llevar también al Venerable. Lo dejamos en la calle, pero con nosotros no se viene, le respondieron, es muy complicado, le aseguraron. De todos modos, el Venerable del Penal no aceptó la propuesta del Regalado; le dijo que agradecía su preocupación, que la cárcel era su purgatorio y que de allí volaría directamente al cielo, sin escalas ni paradas molestas, pues su juicio personal y su vida estaba juzgada y sentenciada favorablemente. Inútil resultó 145

insistir. La noche de la fuga, pagada en grueso y bueno, el Venerable se arrodilló en la celda que compartía con el Regalado y le sentenció que el rezo que estaba elevando en su nombre le iba a valer por cuarenta años de vida, que más tiempo no podía asegurar.

Exactamente los cuarenta años que desde aquella noche se habían cumplido hacía un par de meses. El Regalado piensa en el Venerable del Penal, a su enjuta figura se encomienda.

Afortunadamente había ido a su pueblo. El Regalado calculaba que de eso habían pasado unos dos años. Estaba agradecido del Rey que le encareció que se cuidara al volver, no te vayan a seguir, le había dicho. No conocía a nadie más a quien el Rey le hubiese concedido tamaño favor, solo a él por ser el más antiguo de los servidores de esa dinastía y jefe absoluto de todos los demás. Había aprovechado para comprar tierras, un buen rancho y buenos animales y él mismo se preocupó de bendecir las nuevas posesiones ante la familia reunida a su alrededor, para lo cual se atavió con la corona de las resurrecciones, que no era otra cosa que hojas de maíz trenzadas. Y volvió a la plantación y nadie lo siguió.

El Regalado sintió que se moría, sintió su sentencia dictada y creyó entender que era absolutoria e inamovible. El Regalado se moría y los gusanos que le asediaban las entrañas no eran sino su pequeña contribución a la podredumbre del mundo. Lo importante era salvar el alma impoluta, inmaculada, sin embichaderas ni traga sangres, ¿el cuerpo? Puede irse al divino pepino, siempre y cuando, todos mis polvos puedan ser amasados en una bolita a la espera del toque de trompeta. Yo sé esperar, tengo paciencia y por eso las he ganado de todas, todas.

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-La respuesta muchachos, continuó el Rey, es sencilla: Ustedes son los únicos en quienes puedo delegar ciertas responsabilidades. Ustedes son la cabeza visible de una sociedad más poderosa que las Naciones Unidas. ¿Lo sabían? –El Rey se les queda mirando y aguarda una respuesta concordante con sus intereses.

-No, no señor, esteee… no sabíamos… -El Piojito no entiende lo que ha sugerido tan alambicadamente el Rey Mostaza, está nervioso, desea que le diga algo bien concreto como dispare a tal o recoja tres bultos.

-¿Cómo que no? -Espeta el Rey. -Sí, sí, sí señor, corrige el Piojito.

-¿Rojas?

-Sí señor, lo sabía.

-¡Qué bueno, continuemos entonces! -El Rey se acomoda, saca un habano desde un tubo de aluminio, se lo pasa por la nariz, lo masca, escupe la punta y prosigue: -Ustedes también estuvieron en lo del gringo, ¿no es cierto?

-Estuvimos, señor. -Otra vez el Piojito se ha apresurado en contestar.

-Ah, qué bien. ¡Magnífico! –Exclama el Rey. -Entonces, agrega, en el asunto del gringo hubo mucha gente metida, pero sería estúpido que todos pagáramos igual por esa necedad y nos fuésemos al hoyo. Tenemos que continuar el trapicheo y seguir colgados de la tetita. –Al tiempo que expresa lo anterior, el Rey golpea fuertemente la bolsa de su pantalón: ¿Hummm?, pregunta.

-De acuerdo señor.

-¿Rojas? –Pregunta el Rey. 147

-De acuerdo señor.

-Bien, dice el Rey y se dispone a continuar, ahora con el habano encendido y exhalando grandes bocanadas de humo sobre el rostro compungido del Piojito y sobre el de Rojas que tose con un gesto severo.

Así las cosas, al Piojito no le queda otra alternativa que agarrarse unos de esos bichos gordos que él sabe reventar entre las uñas especializadas del pulgar y el índice y después chupetearse la sangre, las patas y el lomo. Y porque, como es ya habitual en él, está nervioso y no atina discernir si la conversación tiende a ir por el lado de los beneficios o si derechamente el Rey los quiere cagar; mientras más le da vueltas al asunto, menos clara se le presenta una respuesta. ¡Cómo le ha cambiado la vida desde aquella tarde en la plaza de su pueblo! ¡Cuándo se iba a imaginar que iba a volar en un helicóptero en tan selecta compañía! Tiene mucho en las faltriqueras, pero no sabe si esto es bueno o malo, o si le podrá servir de algo. El Rey les ha prometido sendos ranchos, pero en este nuevo rol de hombre de confianza, recela, aunque de rato en rato le quiere dar paso a la ilusión y a la fe que mueve montañas. Sí, pues a pesar de todo, no ignora que en la precaria situación en que se encuentran, bastaría borrar con el codo lo firmado, o que el Rey, convertido en grito y ventarrón, barriese las promesas. Es la diferencia que hay conmigo, se dice, que con mi voz no puedo cambiar la vida ni de una cucaracha.

Estuvo lo del viejo en el camión, pero ¿qué saqué con joderle la vida a otros más desgraciados todavía? No obstante, eso es el poder, ahí está el chiste. Me comería con toda el alma otro piojo, de corazón, hermano, me chuparía la sangrita, pero el jefe me aborrecería por asqueroso. ¡Ya me las pagará el desgraciado que se pasea por el cuello! No soy tan tonto: sé que todos los rodeos del jefe encubren una orden, sin tanta vuelta

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podría haber llegado a lo mismo y una negación de nuestra parte hubiera significado salir a volar sin alas ni educación para el aire. ¿Por qué tanta consideración? Yo mostré la cara más feliz que pude inventar y trabajé el papel de hombre de confianza; total que las cosas son como el jefe dice, y si dice que somos sus hombres, pues aquí estamos para lo que mande. Lo único que pedí fue que me dejaran mandar mi dinero al pueblo; cuando salgamos de la cana voy a tener mis añitos y con lo que va a cooperar el jefe me alcanza para ser viejo prepotente y mierdón. Sí, claro, otros también podrían haber sido hombres de confianza, no lo niego, yo por ejemplo, me acabo de enterar; da igual, meterse a estos negocios es aceptar las leyes que se van inventando paso a paso. Con suerte son ciertas las promesas del jefe. Aquí estoy dispuesto para lo que se me pida, no me voy a arrancar, además, ¿qué sacaría? Cualquier día aparezco flotando en un río y con cien balas en la cabeza y, pobres mis piojos, pobrecitos, ¿a dónde irían?

-Necesitamos dos hombres que vayan a la cárcel por un tiempo más o menos largo, dos chivos, ¿ven? Me habían pedido tres –continúa el Rey- había pensado en el Regalado, pero este hombre está muy enfermo y como que no le estoy viendo cabeza de turco. Además también vamos a agarrar como cómplices y culpables a los guardias que nos quedaron esperando allá abajo. Ésos serán sus cómplices y también serán culpables para que la pena se divida entre varios y a cada uno le toque menos. –El Rey da una larga chupada al habano, sus ojos claros se abren grandes cuando aspira, la piel de la cara y los hoyuelos de las mejillas van perdiendo color. Luego del atorado silencio provocado por un humo más espeso que harina tostada, el Rey vuelve a hablar: -Los cabecillas serán ustedes. Tengo todo dispuesto para traspasarles también, a iguales partes, las tierras del Miedo, el equipamiento, los aviones, los vehículos y las construcciones, todo eso también les pertenecerá. Sin embargo, no quiero engañarlos. Lo más probables es 149

que, considerando la naturaleza de los delitos cometidos, se les confisquen estas propiedades, pero no hay de qué preocuparse, los recompensaremos bien y a su debido tiempo.

-¿Cuánto vamos a estar adentro? –Pregunta Rojas con voz pastosa y agria.

-Yo no soy juez, hombre, contesta el Rey, va a ser un tiempito, unos añitos (que se pasarán volando) porque tendrán que cargar con la muerte de Tony y con el narcotráfico de la región y de muchos países; pero no te preocupes Rojas, les voy a poner un equipo de pica pleitos de mama mía. Van a ser juzgados a todo lujo, probablemente en U.S.A. y, con suerte, conocen de pasadita el Bronx. Cuando la cosa pase al olvido, pagamos para sacarlos y traerlos de vuelta. Les doy mi palabra de macho. Ahora les doy El Miedo, después el gusto. Yo no me olvido de mis hombres. Pero una palabra, tan solo una que me pueda involucrar, significaría el fin para ustedes. Me los mato en donde los encuentre, me los machaco, me los muelo y me los estrujo, adentro de la cárcel si fuera necesario. Así que cuidado: ustedes son los jefes y sus cómplices toda esa basura que nos quedó esperando y todos los campesinos que podamos agarrar, mientras más gente metamos al baile, más impresionamos como país dotado de órganos eficientes. Si logramos agarrar unos treinta sería magnífico. ¿Cuántos quedaron abajo?

-Como unos veinte, creo yo. –contesta el Piojito.

-Bien. Ahora me doy cuenta que fue un error haber dispersado a los campesinos.

No importa, los vamos a perseguir por todo el desierto hasta dar con ellos. Iremos con un equipo periodístico, llevaremos cámaras y si ya están muertos de sed o hambre, igual les metemos un par de tiros para que parezca enfrentamiento y podamos ser calificados como caudillos de una lucha implacable contra la droga y el mal. ¿No es cierto que lo mejor es ser hombre de confianza del Rey?

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Para Rojas queda claro que todo daba igual, de confianza o de desconfianza no había salvación, pero él, ¿él qué prefería? ¿Andar a culatazos por el desierto o saborear otro güisqui, viajar a Panamá y darse la gran vida por tres días y después la cana? (Elige Rojas, por favor elige y déjate de huevear). El Rey los cargaría con muchos billetes de distintos países para que parecieran narcos de verdad y todo se lo podrían gastar en mujeres de élite, ropa elegante, restaurantes finos, casinos y pachulí del bueno, todo por tres días, tres exactos días. Luego llegaría la Interpol y los agarraría en el hotel sin ninguna resistencia, serían bien tratados (eso se podía conversar) y considerados con guante blanco durante los interrogatorios y audiencias (tema a conversar). Nadie –había dicho el Rey- se atreverá a tocarles un pelo si no quieren enfrentar las iras de Mostaza. O sea, piensa el Piojito, el panorama no se avizoraba tan terrible, a excepción de la cana que podía durar muchos y largos años, pero con un buen tinterillo todo se arregla y con lucas, también. Rojas ya era hombre de confianza, si la Irma se enterara de que su hombre, bravucón y peleador, montonero en los caminos, ladrón y cafiche era todo un hombre de confianza y que por eso se iba en cana sin poder gozarla otra vez, como había soñado en las agrestes huellas del Miedo, ella se reiría con ese sentido del humor tan desgraciado, no pararía de reír bien fuerte y chillando, como era su costumbre. ¡Que se vaya a la mierda! Ella no podría entender; la verdad es que era bien difícil pescarle el hilo a esta historia, pobre Irma. Se quedaría vendiendo culo por las noches, mojada hasta los huecos por la lluvia, a menos que le enviara algún dinero desde Panamá y que no se perdiera, pues vaya uno a saber dónde andará. El que estaría muerto de risa, de todos modos, es el Alemán, el maldito perro que ahora le muerde las piernas sin que le duelan, el muy carajo le ladra desde su propio cuerpo y le envía unas dentelladas repetitivas, interminables, siempre futuras.

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Cuando el Rey se marcha, le pregunta al Piojito si la Interpol esa usará perros en las detenciones. El Piojito sorprendido por la pregunta, le contesta que lo ignora, que para qué quiere saber algo tan raro. Rojas se queda mirando a su nuevo compañero de andanzas, a ese compañero que envejecerá junto a él, y le contesta: “Porque ya sería el colmo”.

El Regalado finalmente termina por caer del asiento al pasillo, los ojos desorbitados le saltan dentro de las cuencas, se está muriendo y por eso el Rey ordena que entre Rojas y el Piojito lo lancen al vacío. Allí quedó otro de los hombres de confianza, allá irá a caer cortado en varios pedazos y sus cenizas jamás podrán ser reunidas; allá va el polvo disociado sin nombre y extraviado, allá, estrellándose en las perdidas copas de los árboles, colgando de un gancho como mala carne en el matadero, allá y sin resucitar.

-¿Alguna pregunta?

-No señor, todo está muy clarito. –El que responde es el Piojito que nerviosamente agrega: -O sea que nosotros somos hombres de la confianza suya.

-Precisamente, contesta el Rey, de eso se trata y, para asegurar todos los flancos, agrega otra pregunta a la cadena: -¿Rojas?

-No señor, todo bien claro.

-¿Verdad que el güisqui estaba como para resucitar un muerto… o dos? ¿Qué me dicen?

-Que sí estaba, contesta El Piojito.

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-¿Rojas?

-Humm…

-¡Qué bueno carajo!

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XXXIV

Estoy entrenado como un perro para seguir las pistas que husmeo y solamente cuando he dado con un hallazgo cierto y concreto, informo a mis mandamases; antes sigo solito la pista. ¿Peligroso? Y sí, por eso hay que trabajar a lo far west, dígame, ¿dónde se ha visto pistoleros solidarios? Cada cual por su lado, de otra manera se me pueden escapar de las manos felicitaciones y ascensos, otro de los botines que persigo.

Esto lo aprendí en Vietnam, muchas veces me fui solito y, la verdad, es que muchas veces estuvieron a punto de hacerme mierda, pero el estilo de Tony es este: Pija solitaria, tiro al aire que de repente la pega, indomable frente a la muerte, mujeriego (fuck) y televidente, perro de cobro, bebedor, fumador, deportista, soldado de fortuna, karateca y ¡plas!: rompe cabezas y baldosas. Para lograr una pista lo primero que Tony hace es ponerse en cuatro patas (así) y olisquear (fíjense en el parecido con un can fiero que busca y busca), para lo cual lanzo mi nariz al viento y abro las ventanillas sin reparos (de esta forma, fijarse) y ¿qué hay? Nada, cielo nublado, Nueva York, Central Park (violación con la que caiga) puentes, carreteras federales, frontera y sol. En este caso podemos decir que el esfuerzo se ha ido al carajo, pero: ¡Atención! Estoy nuevamente lanzando mi nariz al viento en la posición descrita y ahora sí, ahora sí que sí: esto no es hamburguesa, gasolinera, popcorn, piscina (¿foqui?), granjero o la mismísima puta que me parió; esto es otra cosa, esto es pichicata de la buena, droga olorosa. ¿Y cómo lo sé?

Sencillo: soy un perro cobrador que conoce el aroma de la pichicata en estado de fabricación y puedo decir, sin temor a equivocarme, que a equis kilómetros a la redonda hay un laboratorio que procesa unas diez toneladas al mes. Sé positivamente que me camu-

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flan la pichicata en carretas con heno, bajo el asiento sobre el que va ese viejo de mierda que se hace el imbécil o me la mezclan con helado de chocolate. No saben que esto es Vietnam y que uso el mismo sistema que tenía allá para detectar armas o rojillos cobardes camuflados de viejas inocentes o niñitos llorosos. Rata ta, rata tá. Me las sé por libro y es claro que, sin una instrucción como la que he adquirido, hacer de perro cobrador resulta verdaderamente difícil. Tengo el adiestramiento de un lupo y la carita inocente de un bebé; si se es gordito y rubicundo como yo, entonces va de primera porque, como todo en la vida, hacen falta cosas con las que por suerte o desgracia se nace (es el caso de mi rostro, tómese también como ejemplo positivo el suceso que es mi pija). Si uno anda por ahí con cara de miserable y le es imposible cambiarla, aún a costa de maquillaje, entonces todo se dificulta más. Miren, vean esta carita y díganme si corresponde a la de un agente de la DEA, ¿ah?, espeten, echen afuera. ¿Cierto que no? ¿Cierto que no parezco lo que soy? En esta profesión una de las cosas más importantes es la capacidad de observación, tomar nota del tráfico de gente, por donde va o de donde viene determinada gente cara de. Lo del aspecto es algo que también se rastrea, se huele de lejos.

Cuando las observaciones se encuentran en avanzado estado de descubrimiento del hilito que conducirá a la madeja, entonces uno se acerca a esas personas raras, le mete conversa, le convida un trago y fíjese la suerte me sobra un billete para el béisbol, o quedé con dos muchachas para ir a la disco; es la forma de trabajar y si, pongamos por caso, se trata de un homosexual, le presento los respetos de mi pija altanera. Y poco a poco se van soltando y uno les sigue la pista hasta que llega el feliz día en el que la confianza logra asentar sus reales y ¡zas!: te ofrecen la pichicata. Y tú te haces el tontito, como que no la conoces, ¿ves? ¿Y por dónde se mete esto? Y así sigue un desfile de sonseras hasta llegar a la clave: Está bien rico, ¿dónde puedo conseguir más? Entonces te dicen que ellos la venden o te dan el nombre del musculoso Joe Balones y vas a ver al tal Joe,

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que primero te negará sistemáticamente que él venda una cosa distinta a relojes de plástico o calcetines chinos, pero al final soltará la pepa y te informará donde puedes encontrar cantidades mayores, ya que le has hecho creer que eres el mánager del equipo olímpico de atletismo. Sin paciencia no cosecharás frutos, la cosa está en ir tejiendo una fina tela de araña con los hilos del bien y del mal. No importa cuánto me demore, me pagan por lo que hago y yo voy entregando informes generales. Los éxitos son de este pechito (en este terreno soy muy personalista) y mis jefes confían ciegamente en la palabra de Tony. No conozco mi expediente, pero es cosa de imaginárselo. Te voy a contar algo súper confidencial, para ti no más: Tengo entre manos una madeja que viene rodando y rodando por la pendiente, creciendo y creciendo; esto, lo anticipo, va ser un alud. Voy a pasar al otro lado de la frontera simulando ser un traficante de aspiradoras o vendedor de seguros, lentamente me acercaré a un lugarcito que está cerca del desierto.

Allí, según mis notables investigaciones, se encuentra nada más y nada menos que EL PUNTO. Yo no he dado solo con esto, debo reconocer que me han pasado algunos datos muy concretos, así la cosa no puede fallar. Si tengo éxito me llenaré de gloria hasta la médula de los huesos y no podrán detener mi vuelo que apunta a una senaduría por lo menos, o a una gubernatura. Si fracaso (palabra que Tony no conoce) a seguir aquí, este trabajo no me desagrada y de senador no más me ganaría muchos hemorroides, por supuesto que al personal me lo pondría en fila para el fuck, pero no sé si compensa con el cargo. Déjame oler otra vez… a ver… Sí, confirmado, de allí viene la pichicata.

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XXXV

Se sienta un cielo negro a capotear sobre el cráneo. La noche está totalmente despejada, sin vientos ni proyectos con desenlace seguro. En Olegario Fonseca golpea la puerta una angustia que es un breve sofoco que desaparece con un trago de agua. El vividor de tantas desigualdades, el maestro constructor de una casa de barro en la nada a la que se accedía por la huella que él y Juliana fueron formando con largas caminatas de días para llegar al mercado; el observador de las constelaciones en las que cada estrella carecía de nombre pero tenía un brillo, una luz especial que era su apellido; el amante que enreda en el polvo sus chorros boreales; él, Olegario, estaba siendo vencido por el cansancio a una hora cercana a la madrugada fría, cual vaticinio de un esfuerzo inútil.

Olegario empinado estira el cuerpo, levanta los brazos y las palmas cara arriba se transforman en los soportes digitales del cielo que por momentos cree caerá en pedazos sobre su cabeza. Debe tratar de dar otro paso, continuar.

En el camino se han perdido muchos litros de agua porque las botellas no han soportado su propio roce y el sol las ha dilatado hasta convertir el vidrio en una baquelita quebradiza; la lona no ha podido impedir que el agua se mezclara con la carne reseca y salada y, mojándola, la ha convertido en una gamuza pestilente y sucia. Olegario se ha detenido infinidad de veces a revisar el cargamento, separa las botellas de la carne absurda que multiplicará la sed, pero tenía que cargar con lo que encontrara y lo que encontré fue este cuero lijoso, el que quiera comer que lo haga, piensa. Necesita darse excusas frente a la despiadada quebrazón de botellas, se justifica, grita que la decisión de volver al rancho era la única posible.

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Continúa la marcha y calcula que no le quedan más de ocho horas de camino y que hasta la salida del sol hay cuatro o cinco. Este es el tiempo que debe aprovechar al máximo. El viento ha borrado sus huellas de ida, sin embargo se ubica perfectamente por la posición de las estrellas; si en una ronda, diferente por cierto a la del Rey y sus amigotes, le hubiese correspondido caminar bajo un cielo nublado, jamás habría podido conservar una ruta, o ser el caminante y a la vez el testigo que intercambia miradas a las estrellas por pasos olvidados, por pequeñas luces con las que a veces habla: hombre inclinado hacia arriba, ojos de brújula en ocasiones desimantada, como el camino o las débiles convicciones. En su mente bulle el rumor de viejas piezas disparadas para cercar la presa, hierve fatídicamente un ocho de julio o un catorce de mayo, da lo mismo cuando en la garganta y sin pronunciar palabra, Olegario Fonseca eleva una invocación nacida en las agrestes zonas de la impotencia: ¡Oh Guaullam lami Oh, Sumo bullo Proquestes mani Savertes duyo!

El calendario desgozna puertas o apalea ventanas para descorrer las cortinas y que cada cual se asome a lo improbable, a su día de sal o a su tarde de confitura. Muchos hombres han descontado las vísperas de la noche en la que Olegario se afirma en una espina. Muchos susurran palabras y encajan postreras lágrimas para su muerte que es una vergüenza universal. Él sigue, los ojos entreabiertos para contemplar su desgraciado milagro. Otros ya se quedaron sin fuerzas y no serán capaces de atesorar su respiración porque habrán recibido el último golpe de la última luz del último candil que

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sellará el camino y lo dejará a tientas. Olegario desdeña ese candil, seguirá de golpe, probablemente de filo, seguramente de sombra. ¡Oh, Guaullam lami!…

Sobre el vano de ciertas puertas engañosas las llamas cercarán el paso y avisos manuscritos por santones hipócritas cerrarán con clavos la entrada; ellos, los que se dicen descendientes directos de tribus o clanes encantados; ellos, los mismos que se dicen hijos, ayunantes, flagelados, penitentes, son los dueños de los portones, de las flamas y las escarpias, de las acciones del pánico y de la rueda de la fortuna. Disfrazados de amor son los mismos relámpagos sigilosos y arteros que aparecen en las hechizadas estampas que le venden al pueblo. Olegario ni siquiera alcanzará para cabeza de clavo, menos para tornillo, apenas si para limadura esparcida, brillo diminuto. ¡Oh, Guaullam lami!…

Comparece, descose tus labios, deposita el verbo, deja caer tu palabra menguante.

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XXXVI

Las galas durarían tres días, luego volverían a las pilchas, a las vestimentas de los presos y a la cara de desgraciados, muy distintas a éstas que mostraban en Panamá, todavía libres y con mucho dinero en las maletas, bolsillos, cuentas y cajas bancarias.

No vieron el mar, no vieron las calles ni las plazas, ni las playas ni los puertos; fugazmente –en el viaje al hotel y de vuelta al aeropuerto- pudieron intuir algunos letreros carcomidos por la sal que indicaban la calle del Virrey o la almena de Balboa y nada más. Eso fue Panamá como ciudad, pues otra sería dentro del lujoso hotel.

El helicóptero los dejó en un aeropuerto privado, de allí zarparon en vuelo directo, antes fueron bañados y vestidos elegantemente y luego, atendidos como reyes durante el viaje: -Lástima que haya durado tan poco, Piojito.

Llegando al hotel cada cual encargó dos mujeres rubias y se encerraron con ellas todo el día. Comidas, vino, champaña, güisqui añejado 12 años y de la marca que toma el Rey, trajes de tela inglesa, camisas de seda con florones, música en el cuarto, televisión y películas pornográficas, unos bailecitos (póngame una guaracha para ver cómo lo mueven) exquisiteces y comidas de lujo, en fin un cambio de vida que ellos mismos se habrían atrevido a calificar, de haber tenido los adjetivos suficientes, de opulento, magnífico, fastuoso, soberbio y excelso, salvo por esos tipos de mirada fastidiosa que los acompañaron en el viaje y con los que se topaban casualmente en las escaleras, salones, ascensores y pasillos alfombrados.

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-Pagamos al contado, cach inmediato. Háganos un cálculo aproximado por…, Rojas, ¿Cuánto tiempo nos informó la empresa que íbamos a alojar aquí?

Al segundo día, el Piojito se decidió por una morena y por las mismas dos rubias del día anterior, a pesar de todo, seguía teniendo un corazón débil y propenso a encariñarse. En cambio Rojas pidió dos morenas y una pelirroja.

-Hay que probarlas todas, Piojito.

El caviar corrió a destajo, aunque solamente aterrizara en las redondas y sibaríticas bocas de sus acompañantes. Ellos pidieron: -Frijoles, por favor.

(Se puede saber de qué se ríen los señores y ustedes putas de mierda, o es que los frijoles son comida para los payasos y en este desgraciado hotel no conocen más que esa porquería de pescado y, anote, quiero sopa de pezuña y hocico de puerco con papas cocidas. No eleven queja alguna señores. A nombre de la empresa les pedimos amplias disculpas y un poco de tiempo para comprar en el mercado la materia prima de vuestros platillos. Mientras, y para hacer más cómoda la espera, les serviremos unos contres que están de rechupete y un ron tostado de la que te parió).

Pagaron con buenos fajos a las rubias, a las morenas y a la pelirroja y al tercer día el Piojito mandó mudar a las rubias y a la morena y pidió cuatro negras-negras y Rojas cuatro mulatas ricas que se las supieran de todas, todititas.

-¿A qué hora quedaron de recogernos, Rojas?

El sombrero aludo y las valijas de cuero oloroso, el perfume de New York, las camisas bordadas con florones y el pañuelo de seda, todo eso desaparecería instantá-

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neamente la misma noche en la que ellos golpearon rudamente la puerta de sus habitaciones entre gritos de abran pinches cabrones somos de la Interpol o volamos las cerraduras, y alaridos de las negras y mulatas que se espantaron como gallinas pisoteadas.

Todo estaba desapareciendo, salvo las atenciones de los camareros que los siguieron hasta la puerta giratoria recogiendo los billetes que todavía les lanzaban los narcotraficantes detenidos en Panamá, los asesinos de Tony el patriota, los cabecillas de una peligrosa banda internacional con ramificaciones, negocios y empresas en varios lugares del orbe, los peligrosos hampones cuyas asquerosas caras mancharon las pantallas, los programas de mamá y la primera página de los diarios de la tarde y los de la mañana y muchas, muchas ediciones más.

-Tenemos órdenes de tratarlos con guantes de seda, así que tranquilos amigos.

Vamos a hacer nada más que un poquito de teatro doblándoles un brazo en una llave suave, no hay cuidado.

Rojas abrió la puerta y las cuatro mulatas corrieron horrorizadas al baño. La policía registró minuciosamente cada rincón de las recámaras y confiscaron y guardaron en sus chaquetas –sin contarlo porque no hubo tiempo- todos los billetes de distintos países y colores que encontraron. Si bien no traían perros, a Rojas le pareció que los agentes portaban colas rabiosas, lomos atropellados, narices babeadas: -No seas patético, Rojas.

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XXXVII

-Estoy –decía Tony el de la Pija a su embajador- sobre una pista descomunal y muy segura. Solo necesito 150 hombres. El resto lo hago yo.

El embajador se mira las uñas lacadas: -No es tan sencillo Tony, me tienes que dar algunos otros datos, me estás pidiendo mucho personal y yo tengo que informar sobre bases ciertas para qué diablos queremos casi un ejército, ¿comprendes?

-El problema, señor embajador, es que no quiero que vaya a haber una filtración ya que el pajarito se me puede volar.

-Tony -replica algo molesto el embajador- confío ciegamente en nuestras dependencias y oficinas, nuestro personal es de primera, seleccionado y de una calidad moral intachable. Nadie está jugando en este negocio, y no permitimos ni caudillos ni llaneros solitarios, ni escaladores profesionales.

-¡Quién dice que quiero escalar, por la cresta!

-Cálmate Tony, compórtate, fíjate bien el lugar en donde te encuentras. Esto no es Vietnam y estás hablando con un embajador. Toma nota.

-Lo siento señor.- Se disculpa Tony algo atribulado.

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-Así está mejor, pero muchísimo mejor. –Dice el embajador al tiempo que bebe un sorbo de café medio frío y saca del cajón una tableta de colores. Es por mis nervios, ¿sabes? A mi edad ya no puedo sufrir rabietas.

-Sí señor. Siento mucho haber subido la voz y haberme comportado…

-Ya, ya, ya. – El tono con el que replica el embajador da a entender una molestia consigo mismo, mueve tres veces la mano derecha como queriendo barrer el escritorio, y pregunta: -¿Dónde se encuentra esta plantación descomunal, Tony?

El agente se siente muy nervioso, muy confuso y presionado a causa de los gritos con que ha respondido al embajador, titubea y finalmente dice: -Siendo el silencio absoluto sobre el tema lo mejor para coronar con éxito la operación, no tengo otra alternativa que soltar la pepita investigada.

-Efectivamente. Me alegra que hayas entrado en vereda. No olvides Tony que todo el personal de la Oficina de Narcóticos en este país depende de la embajada. ¿Dónde?

-En el rancho El Miedo.

El embajador es presa de un ligero estremecimiento del cual no se percata el agente; recompone las manos, bebe otro sorbo de café al tiempo que pregunta a Tony: ¿El Miedo? ¿Qué es eso?

-Es una enorme extensión de terreno, explica Tony, que pertenece a un tal Rey Mostaza. De allí salen, entre otros productos, muchísimas toneladas anuales de mariguana y coca, parte de las cuales van a parar a nuestro país.

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-¿Quién es el Rey? ¿Cuánto procesa? –Pregunta el embajador cambiando las nalgas de posición en el mullido asiento de cuero.

-El Rey Mostaza es un personaje que, según lo que he podido averiguar en mis investigaciones, posee múltiples inversiones, tanto limpias como sucias, negocios con la mariguana y la coca, también es accionista de refrescos y puros, lápices y llantas, chicles y fosfatos y, seguramente, mucho más.

El embajador estira las piernas, adelanta los brazos, hace crujir los dedos de las manos y felicita a su mejor y más preparado agente antinarcóticos: -Reconozco, con mucho placer Tony, con agrado y sin ánimo de lisonjearte, que has realizado una investigación perfecta y acuciosa, solo espero que los antecedentes que me has informado sean verídicos y confiables…

-Absolutamente, señor embajador… -Lo interrumpe el agente.

-Si es así requeriré de inmediato los hombres que necesitas para hacer una excursión punitiva. Te vas a convertir en el más famoso de nuestros investigadores y serás recompensado… –El embajador se queda pensativo, observa a Tony y le pregunta: -¿A qué aspiras?

-Bueno, la verdad… es que me gustaría algo tan difícil como una gubernatura por mi Estado o una senaduría por Texas.

-¿No quieres la presidencia de la república, eh Tony? –Pregunta irónicamente el embajador.

-Bueno… si no se puede, entonces la jefatura de Narcóticos quizás… Es la razón por la que quería sacar adelante silenciosamente este caso…

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-¿Y descubierto todo, dabas el gran golpe y un salto como para quedar colgando de las nubes, no? –El embajador en el transcurso de la reunión ya ha encontrado una solución, por eso está ahora muy tranquilo y hasta tiene ánimo para bromear.

-No precisamente, -responde cortante el agente y, a pesar del trato amable que le otorga el embajador, su nariz entrenada para husmear y decomisar, le transmite una sensación de inquietud -simplemente pensé en ser considerado como…, pero olvídelo señor embajador, primeros damos el golpe y luego veremos donde quedamos los dos.

-¿Los dos? –Pregunta extrañado el embajador.

-Sí, pues yo me encuentro bajo su jurisdicción y si logramos asestar un buen golpe, el éxito será en primer lugar suyo y luego mío. Así son las cosas.

-No Tony, olvídalo a mi ya no me interesan los éxitos. Tú eres un hombre joven, lleno de vitalidad y con mucho futuro. En cambio yo me siento viejo como para aspirar a lo que tienes entre ceja y ceja. ¿Hasta esta embajada, no es cierto?

-Si se puede y usted queda bien, entonces sí.

-Gracias por esta conversación tan franca Tony. Te lo agradezco.

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XXXVIII

El viento eleva negras formas aladas, ramilletes de floridas aves que concentran su vuelo en picada. Nadie es capaz de defenderse con fuerza o rechazar con furia el acoso, nada surge desde la arena que no sea un brazo que se levanta casualmente, o el temblor de una pierna que se mueve quemada por el chorro de electricidad que provoca un picoteo descarriado. Yace el montón de cadáveres y hombres confundidos entre la carroña ya muerta y sus propios y reflejos estertores. El desierto traga insaciablemente los centímetros que van quedando de piel húmeda y envía a sus pardos mensajeros, picudos, hambrientos como ellos mismos o más, muchísimo más. La cara es un cuero desgrasado, los ojos una sola mancha en la que se incrustó la sangre a colgajos, un reflejo igualmente rojo de la arena.

Piensan que el polvo caliente terminará cubriéndolos, a pesar de lo cual, motivado por esas escenas que en la pantalla en donde se representan confunden hombres y bestias insaciables posadas sobre los muertos y sobre los pedazos de carne viva que aún quedan, Marcelo Supián decide separar los muertos de aquellos a los que todavía les queda un soplo, un signo vital, un quejido inaudible. Marcelo, entonces, espanta las aves y arrastra de los pies a los que un día trabajaron codo a codo con él. Rubén Iturbe y luego el Negro Honorio y Nereo Cuadros se unen a la tarea.

-Esperamos a Olegario que partió por agua y víveres al Miedo. Debe estar por volver. Se negó a que alguien lo acompañara, ni siquiera a mí me lo permitió. Hemos estado mirando como locos el cielo y el desierto y Olegario no aparece. En esa línea lejana tenemos puestos los ojos desde que Olegario se hizo nada en ella.

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-Quizá cometiste un error Nereo al quedarte aquí a esperar a Olegario… Ya no queda agua.

El Negro Honorio, que no había abierto la boca desde la llegada de Marcelo y su grupo, pregunta por su padre: ¿Y el viejo, Marcelo? ¿Dónde se quedó el viejo?

-Murió en el camión -replica Marcelo- antes de que llegara el helicóptero que se llevó algunos guardias y al Rey. Estaba en el camión cuando se incendió con la balacera, pero él ya estaba muerto. Murió en el camino.

La gran estatura del Negro Honorio se quiebra como lo hace una rama seca en medio del vendaval, en el centro de un tiempo malo hecho de sollozos.

-Llegaste solo Marcelo, llegaste solo. –Repetía el Negro incansablemente. Sus palabras presagiaban un nuevo infierno, abrían las puertas al desenfreno de las fuerzas utilizadas para asesinarse unos a otros. Al cabo el Negro calla, se sienta en la arena bajo el peso de la tristeza, mete la cabeza entre las piernas y de allí, como si vomitara luces dice: -Fue el viejo, él quiso quedarse.

Marcelo se acerca al Negro que gimoteaba, le hace una caricia en el pelo, o algo que se podría considerar así, posa una mano sobre su hombro y estirándole un papel amarillento y redoblado le dice: -Me pidió que te lo entregara. Cumplí lo prometido.

Nadie tocó a tu padre, solo las llamas del camión. Así lo quiso…

El Negro se aparta del grupo, quiere y necesita distancia y el desierto es solo eso: una inconmensurable perspectiva de distancias remotas.

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Nadie hizo gestos desafiantes, nadie cruzó los brazos sobre el pecho y abrió las piernas, nadie se llevó las manos en jarra a la cintura o arqueó el cuerpo como preparándose para el salto. Tampoco surgieron voces de alerta o bienvenida, la llegada de Marcelo y su grupo, el encuentro con sus compañeros estuvo marcado por una secreta alegría que corría por dentro deteniendo las palabras, impidiendo su afloramiento. Marcelo Supián miró a su alrededor y comprobando el abandono de todos ellos, incluido él mismo, cayó de bruces sobre la arena. Los demás lo imitaron. Ése fue el lugar en donde soñó con lavanderas que enjuagaban vestidos blancos a la orilla de un río desconocido, muy distinto al sueño de Rubén, que experimentó el golpeteo del paño en los oídos.

Alguien había dicho: “Olegario fue por agua y comida”. Ellos se tumbaron, luego preguntarían.

Para Rubén aquello no fue el mecanismo de las alas que aceitando las plumas traseras facilitaba el vuelo, tampoco la tensa espera por alguien que muriera o siguiera muriendo. Aquellos papirotazos no representaron la exposición al viento de las plumas dorsales o de las duras y despeinadas que, expuestas, desafiaban el huracán; ni siquiera conformaron el motor que mueve el pico carnicero o los ojos que apuntan la presa; para Rubén ese golpeteo de paño, ese rumor de lona mojada, era la pañoleta de Olegario Fonseca golpeando el cuello ríspido y pedregoso. Si alguna vez hubiese visto el mar, y dentro de él alguna de sus delicias, hubiera asimilado ese golpeteo al del agua descubriendo las rocas, al sonido del mar retirándose de la playa o al vaivén del trapo tenso que permite a los veleros navegar entre el viento. Ese incesante golpeteo es la pañoleta de Olegario que la brisa desordena, es el agua y la comida, es la salvación por un tiempo. No, no es el rumor de negras alas ni el trac del pico córneo y filudo, no, de ninguna manera podría ser.

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XXXIX

Fuera de toda grabación o filmación: El coronel Noriega, encargado de las relaciones públicas del ejército, es el que habla: “Señores soldados, durante la estadía de los hombres de la prensa en El Miedo, no quiero que me sea reportado ninguno de ustedes fumando in fraganti o inyectándose cualquiera de las apestosas drogas que aquí se elaboraban. De sobra conocen la natural inclinación que los reporteros tienen hacia el sensacionalismo y, evidentemente, una noticia de este tipo sería la aparición de un soldado patriota echándose al pecho un pucho de mariguana. Quiero ser categórico: nadie se inyecta, nadie me fuma mientras la prensa esté en el rancho. Segundo: quiero pedir su cooperación para que rápidamente ordenemos la bodega y montemos una exposición con todo el equipo y la maquinaria que se usaba para la producción de droga. Lo mismo se hará con la sección pesas y probetas, todo lo cual dará una impresión acabada y real de los negocios que unos malos ciudadanos hacían a espaldas de las autoridades y del pueblo. Tercero: he autorizado a los señores periodistas para que comiencen a hacer uso de sus implementos de trabajo en una hora más; por tanto, ya saben: manos a la obra.”

Fuera de toda grabación o filmación: Ya mis mierdones, agarren todos esos trastos y me los van ordenando. Tú Efraín, te me vas juntando todos los desperdicios que encuentres en el comedor y en las barracas y me los amontonas acá. Esas serán las pruebas de la participación de un número 170

indeterminado de 200 o más chulos en el delito de estupefacientes en grado de fabricación, tráfico y consumo. Cirilo, encárgate de que le vayan a dar una limpiadita a la pista de aterrizaje y que saquen de allí nuestros aviones. Fructuoso, ¿qué haces parado allí?

Muévete por Dios, sácale frutos y acércame los camiones a la entrada de la bodega, déjamelos aculatados. ¿Cuántos son? Bueno, pones los 30 más los nuestros sin lonas ni identificaciones, échenles harto polvito. Estos botellones acá, para que las cámaras capten y el público pueda así darse una idea de lo vicioso del sistema en el que convivían traficantes y mercaderes de dinero fácil.

Corre grabación o filmación: Anzures Rifiuti, la pinturita italiana, ha captado en exclusiva para la red Estatal y Privada de Televisión, las imágenes impactantes del rancho El Miedo que a continuación pasaremos revisar. Como ya es ampliamente conocido por nuestro público telespectador, las instalaciones que se observarán en este impresionante documento fílmico corresponden al lugar en donde se descubrió una amplia red de narcotraficantes que, aliados con campesinos, han obtenido jugosas ganancias provenientes de estos condenables hechos ilícitos. (Advertimos a nuestra teleaudiencia que las imágenes que a continuación observarán son fuertemente impactantes, por lo que recomendamos a todos los menores de 18 años que se vayan a acostar). Queremos informar a nuestro numeroso teleauditorio que esta noche nos acompaña en Canal 15, que en las inmediaciones de este espantoso lugar fue muerto, esperamos sí la confirmación oficial, puesto que la investigación se encuentra en etapa de sumario cerrado con candado, el agente americano de la Oficina de Narcóticos de ese país Anthony Espinoza. El caso, que ha conmovido a la opinión pública nacional e internacional, está empezando a ser resuelto con la

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decidida cooperación que entre sí se han prestado ejército y policía, dupla que, a falta de la misma, jamás hubiésemos sabido de la existencia de este foco de vicio maldito y poder más maldito todavía. Luego de esta breve introducción, corre para nuestro auditorio y el mundo documental impresionante.

Fuera de grabación o filmación: Psshchh, callado, despacito, no hablen en tonos estentóreos, no alboroten, psschhhiis. Corre la mesa un poco a la izquierda y ponle encima estos cacharros. No hagan ruido, quiero silencio completo, chito, calladito. No vayan a tropezar, no levanten la voz, si necesitan hablar háganlo así, bajito. A ver ahora: hagamos un silencio total sobre nosotros, hagamos un silencio para ver si somos capaces de estar mudos. Humm, así me gusta. Lo hacen bien cuando hay que quedarse callados. Con este mutis, los señores reporteros han dado una prueba cabal de su capacidad para trabajar hombro a hombro con el ejército y la policía. A ver, otro ensayo señores periodistas: Humm ¡qué bien lo hacemos cuando nos proponemos que no vuele ni una mosca!

Corre grabación o filmación: Buenas noches tengan ustedes señores televidentes, su reportera Anzures Rifiuti, la chica del morbo, ha preparado especialmente para ustedes esta extraordinaria grabación con la ayuda de nuestros camarógrafos y sonidistas a cargo de los mellizos Peralta a quienes, desde aquí, hago extensivos nuestros agradecimientos. Lo que observan en sus pantallas era la cocina de este sucio antro. Pongan atención a la distribución del mobiliario que corresponde a una mano inexperta en estos menesteres. Por este detalle po-

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demos determinar la inexistencia de féminas a cargo del bienestar de los narcotraficantes. Observen aquello que al parecer era el comedor de la guardia: hay muchas botellas de licor vacías y recipientes repletos de cenizas hasta el tope provenientes del fumadero que, seguramente, se formaba entre los delincuentes. Este era un templo de degeneración solo comparable a Sodoma y Marruecos. Corte comercial y regresamos.

Fuera de grabación o filmación: Porque estamos haciendo un verdadero bien a la Patria les aseguro, como coronel que ha jurado honor y verdad a las enseñas, que no hay de qué temer. Si bien estamos en el rancho El Miedo esto no es ninguna excusa para acojonarnos en momentos claves. Les interrogo: ¿Podría tener algún poder sobre el ejército una banda de truhanes que se encuentra fuera de la ley? ¿Y sobre la policía? A ver Cirilo, diga usted… ¡Exacto! Ésa es la moral, el tono de nuestros hombres. En donde encontremos algún sospechoso de tráfico de drogas, allí mismo lo limpiamos, muy bien Cirilo y punto amigos míos y punto.

Corre grabación o filmación: En este lugar, nada cómodo a decir verdad, presumiblemente se ubicaban los dormitorios de la mafia. Observen cómo ha quedado todo luego de la huida en desbandada que se produjo a raíz del horrible crimen en la persona del investigador americano que seguía las huellas de esta mafia. Si estuviesen aquí podrían oler el rancio chancro de la amapola pisoteada, el tufillo de la flor del vicio y de la hoja que mata y envilece a nuestra juventud. He aquí un pecado de lesa juventus cometido por una banda inescru-

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pulosa que, al amparo de nuestra economía abierta al mundo, ha llevado su codicia a límites insoportables. En la charla con los encargados militares de esta instalación, éstos nos decían…, pero viene un corte comercial muy breve (Anzures sonríe) y ya regresamos, no se vayan.

Fuera de grabación o filmación: El coronel Noriega nuevamente se dirige a sus subordinados: “Dios quiera que nunca nos veamos envueltos en este negocio asqueroso, el Altísimo nos permita seguir sirviendo con honestidad y tesón en pro –nunca en contra- de los valores cristianos y occidentales. Soldados, los arengo y los reconvengo cuando es necesario, pero jamás, escúchenlo bien, he de castigarlos injustamente. No me anden fumando, se los pido de corazón, si no me obedecen me veré obligado a imponer la pena de azote; con pena, pero la impondré, no voy a vacilar. Se los ruego, no me toquen la yerba maligna, esperen a que se vayan los periodistas, entonces sí les puedo autorizar unas fumaditas, soy comprensivo y entiendo que llevamos aquí muchos días sin ver a traficante alguno. Podemos estar con el ánimo un poquito bajo, es cierto, pero yo los exhorto a tener coraje y les prometo que si se me portan bien les autorizaré unos kilitos de mariguana, siempre y cuando me prometan que no la van a negociar, sino que la van a destinar a consumo personal o familiar”.

Corre grabación o filmación: Gracias por la paciencia. Ustedes comprenderán que sin el dinero de la publicidad, ¿cómo nos van a pagar los sueldos? ¿Con paquetes de 10 kilos, ah? ¡Ya, no se me

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hagan! Estamos ahora en lo que fue la oficina del jefe o capo de la mafia. Observemos que se encuentra acomodada en forma poco usual comparada con el resto de las instalaciones. Hay un escritorio de fina caoba cuyos cajones han sido vaciados, una licorera prácticamente vacía (ya preguntaremos al ejército o a la policía si tienen más antecedentes) una radio dígito satelital sin sus accesorios (ya preguntaremos también) una recámara con mosquitero de tul, un baño espacioso y una tina con garras de oro (¿saldrá a remate?, como que me estoy tentado). Como vemos, todo se encuentra en el más absoluto desorden y, según informes que hemos recabado, nada ha sido tocado. A ver Pepiño, enfócame otra vez la licorera: Eso es lo que encuentro raro señores, pienso que la mafia no podría haber tenido licoreras vacías pues el vicio y el alcohol son consubstanciales a su ser. Consultaremos, consultaremos. Unos comerciales y ya saben, volvemos. Aprovechen de hacer pis.

Fuera de toda grabación o filmación: Repitan la canción a ver si la memorizan, metecos: Somos gente honesta, somos gente honesta, vivimos de un sueldo y un salario, el sudor nos mancha los pies, cumplimos los preceptos y parimos con dolor, del único lugar del que fuimos expulsados se llama paraíso y no lo conocí. Pero aquí sobre la tierra somos gente honesta y queremos con amor… Ya, ensáyenla porque tal vez tengan la oportunidad de interpretarla frente a las cámaras. La última parte es la más fácil y dice: Guau, guau guau y guau guau… ¡Ah, los coros! Me encanta la música bien gritada. Ah, los coros mixtos del ejército y la policía son una maravilla, como que se potencian.

Corre grabación o filmación: 175

Exteriores. Hemos querido mostrarles la lujuriosa vegetación del sueño verde y la flor que marea y promete. Hemos querido captar con nuestros lentes esta mezcla de lo glauco con el árido, aunque hermoso, boreal y rosicler paisaje que rodea El Miedo.

Hemos querido vivir la experiencia de estos aventureros que pasaban largos períodos de tiempo entre la sierra, el desierto y la lejana ilusión del mar. Este es el aeropuerto clandestino, aquí llegaban y desde aquí partían aviones pequeños y medianos, atraídos por aquellas lucecitas y los trapos rojos que demarcan las fajas para la recalada. Observen el hangar y el taller, ambos dotados de modernas herramientas y de la infraestructura necesaria para la carga y descarga de las naves. Basta ver estas instalaciones para concluir que quienes aquí habían sentado sus reales lo hicieron en forma poderosa y a la conquista. Nadie pudo sustraerse a su encanto y hasta el más humilde de los trabajadores debe haber conseguido salarios siderales. Es digno de destacar que esta empresa, de grandes dimensiones y objetivos, ha apañado a otras que funcionan con fines sociales más lícitos, como es el caso de “Niño y Droga”, una ONG destinada a la rehabilitación de menores consumidores. Como se dice: no hay mal que por bien no venga. Múltiples otras empresas, que se están investigando, son producto del lavado de dinero: el capital partía de aquí en forma de hierba y volvía en un original aspecto de billetes que despegaban con destino a los negocios que, sin disimulo, mantiene fuera del país esta terrible mafia.

El asunto ahora radica en la capacidad de reacción de la ciudadanía honesta y vigilante para que, en conjunto con nuestras autoridades, podamos iniciar una persecución definitiva de estos delitos atentatorios contra la salud del pueblo, más aún, contra la raza. La tiranía de las teleseries nos obliga a dejar hasta aquí este reportaje y traspasar la señal a nuestros compañeros en la capital. No se separe de nosotros, ya comienza el novelón de moda: “Me apretaron, pero no solté prenda”. Por mi parte sonrío, tengo fe en el país y

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en sus instituciones y con esa mística les deseo buenas noches y cositas ricas. Soy Anzures Rifiuti reporteando directamente desde el Miedo.

Fuera de grabación o filmación: Vamos a aprovechar el tiempo que pasaremos aquí para adiestrar a los señores de la prensa en el arte de ocultar. Si observamos con cautela la naturaleza humana, descubriremos que cualquiera de nosotros, ser humano al fin, esclavo de pasiones al cabo, siempre tendrá algo que ocultar a sí mismo o a los demás. Lo ocultable puede consistir en detalles de la vida íntima, inclinaciones iconoclastas u homosexuales, pasiones desviadas de su curso normal, ganas desenfrenadas de matar, una amante, un robo; el catálogo es inmenso, tanto como lo es el alma en su inconmensurable belleza. Lo ocultable es infinito y los ejemplos que les he dado son solo botones de muestra extraídos del inmenso catálogo de lo que es posible escamotear. También se puede ocultar una verdad, varias verdades; una mentira, muchas mentiras. Con esto solo quiero demostrarles que la variedad de lo ocultable se mueve hacia gamas infinitas entre las que caben un hecho nefasto, un muerto, un alijo o más. El ejército y la policía, pilares básicos en los que se sustenta la bóveda de la patria, han querido ofrecer a ustedes esta charla informal considerando que quienes trabajan en los medios de comunicación juegan un papel muy importante como forjadores sociales del espíritu, la opinión y la mística ciudadana. Ustedes pueden informar bien o mal, acabadamente u ocultando ciertas yayas, y eso nos importa porque en “la forma” como desempeñen su trabajo abrirán o cerrarán el abanico.

A menudo existen hechos que la feble sociedad civil no se encuentra en condiciones de captar correctamente o, en su apatía, no es capaz de asimilar un cúmulo de datos que no entran en sus pobres cánones. Ocultar, en cambio, resulta positivo y fácil pues se en-

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cuentra dentro del principio de que cada cual tiene siempre algo que le es difícil sacar a la luz, algo que pasa a la categoría de tesoro personal o fortuna implícita. La sociedad civil nos ha obligado a ocultar y disimular, a cerrar el pico y a no soltar el mirlo. Esconder será siempre guardarse lo que no se puede nombrar por asqueroso o por repulsivo.

Si estos principios los trasladamos al universo-país, nos daremos cuenta que una nación no se hace al desnudo, no se construye mostrando sus llagas mientras otras ocultan sus debilidades. ¿Por qué tenemos que ser siempre los tontitos que andan con la honradez a flor de piel? ¿Para que el concierto de naciones se carcajee a costa nuestra? Al contrario de lo que piensan los ignorantes, ocultar es dejar pasar de largo la verdad o camuflarla, y cuando lo auténtico y genuino se sienta en confianza y pretenda sacarse las pilchas, viene lo guardado y lo agazapado y con un potente mandoble a la mandíbula demuele y rompe las certezas. ¿Me van entendiendo? Luego llegarán las asistencias, después se podrá hablar del panteón en donde quedó enterrada la certidumbre o del hospital en donde agonizará por largo tiempo la verdad hasta morir. Ocultar es bien rico, díganme si no.

Corre grabación o filmación: Desde el estudio. Las espeluznantes escenas de mafia, terror y envenenamiento que han podido observar gracias a la bondad de nuestros amables patrocinadores, reflejan con elocuencia el infierno de pecado y droga que les hemos dado a conocer. El impresionante documento fílmico de Anzures (la chiquita italiana, ay) y equipo pasará, no nos cabe le menor duda, a formar parte de una filmografía-testimonio-verdad y constituirá el hito en donde abrevarán las nuevas generaciones de cineastas nacionales. No hemos querido cerrar estos despachos sin antes entregar a ustedes la relación de hechos

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concretos que hasta el momento han visto la luz merced a las investigaciones que se llevan a cabo. En primer lugar, podemos decirles que obra en nuestras manos el acta de la necropsia realizada al agente de la DEA, en ella se asienta que el susodicho Anthony Espinoza murió de varias formas, o muertes si ustedes lo prefieren, a saber: golpeado (se presumen torturas), quemado en parte de su humanidad (se presumen más torturas), ahogado en productos en descomposición (se presumen heces fecales depositadas directamente en la boca), baleado (se presumen 96 impactos de distintos calibres en todas y cada una de las partes de su infeliz humanidad), por heridas corto punzantes que recorren, dibujando prácticamente el mapa de un país por conocer, el plexo, rodillas, muslos y glúteos; por eliminación de alguno de sus miembros y las consecuentes hemorragias y sangrados, se trata de los ojos, las orejas y la famosa pija con la que el agente se auto provocó un sofocamiento. Agréguese a lo anterior la violenta pérdida de la dentadura, 22 cuchilladas y, por último, y no era para menos, se detectó un accidente vascular periférico y obstrucción coronaria. El cadáver del desdichado agente va en vuelo a su ciudad natal. En segundo lugar, y en lo referido a la suerte corrida por los narcotraficantes, debemos consignar que, de acuerdo al estado de las investigaciones, se puede aventurar que los individuos huyen en varios grupos por el desierto, sin agua ni alimentos. Se sabe de la muerte de un número indeterminado de personas ocurrida en circunstancias que se ignoran y cuyos cadáveres han quedado esparcidos en las calientes arenas del desierto.

Se conoce la existencia de al menos 15 individuos que aún quedan con vida y a los que se perseguirá implacablemente, con todos los medios disponibles, para asegurar su captura vivos. Pero sin duda la mejor noticia ha sido la que comunicáramos anoche a última hora, en orden a dar a conocer el arresto en Panamá de los dos cabecillas de la mafia, captura efectuada en medio de un alucinante despliegue de lujo y boato a costa de la vida y la salud de mucha gente inocente. Los zares del vicio han confesado la existencia

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de otros sembradíos y han denunciado a cómplices y encubridores, precisando el lugar en donde se esconden los otros miembros de la banda. Según últimas informaciones recibidas, la cacería de malacatosos ya ha comenzado y desde aquí enviamos un saludo afectuoso a los hombres del sacrificio formados en nuestro ejército y en nuestra policía.

Despediremos esta transmisión regalando a nuestro teleauditorio un mensaje de fe y optimismo: Esta peligrosa red será capturada y destruida, no abriguen dudas. Debemos tener total y absoluta confianza en la capacidad y espíritu de sacrificio que anima a nuestras autoridades y, en especial, a nuestro gobernador, quien se encuentra presto a otorgar medios y recursos para llegar a un completo y total esclarecimiento de estos bochornosos sucesos. Tengamos fe, estamos en buenas manos.

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XL

Acaba de estar Tony en mi despacho. Me pidió mucho personal para hacer una incursión sobre El Miedo. Está aguardando una respuesta. Espero que no se les escape el detalle: la situación nos pone en un terreno muy delicado. Y pensar que fui yo el que pidió a Tony. Sí, claro, lo hice para disimular un poco. Tony es un tipo arriesgado, tiene un currículum impresionante, no en vano combatió en Vietnam, “su escuela”, como reconoce él, y no en vano tenía yo que cuidar mi carrera diplomática. Llamé un perro para que cuidara la carne y ahora está a punto de caer sobre el bife. Tiene datos muy concretos. ¿Cómo los consiguió? Vaya uno a saber. El caso es que está afilando los dientes para caer sobre una presa muy gorda. De concretarse sus pretensiones y de rodar por el suelo la cabeza de quien habla, las relaciones entre nuestros dos países pueden enturbiarse y qué decir del chucho que me espera de por vida. Tony es muy ambicioso, sabe que una investigación exitosa lo catapultaría a las cumbres y a los picachos del poder total. Él lo sabe, el muy desgraciado juega con eso; me lo dio a entender claramente. Estoy seguro, también, que sabe mucho más de lo que me informó. No podría asegurar a ciencia cierta que sabe que estoy metido hasta las masas, pero creo que me ocultó muchísimo más de lo que me dijo. Llegó a mi despacho con aires de misión secreta, ¡atención, en misión secreta frente al jefe para el que no existen misterios! ¿Cuándo se ha visto? ¿Pero qué se habrá imaginado? ¡Quién puede con el desparpajo! Pretendió amenazarme con la historia de que en estas investigaciones el silencio es oro, pero no contaba con la sapiencia de su jefe y guía espiritual, desconocía que en tal calidad, el patrono debe saberlo todo, y lo que le sonsaqué me basta y me sobra para tener la certe-

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za de que estamos muy amenazados, que nuestros negocios se pueden ir al tacho y nosotros derechito a la mazmorra. Ya sabes cuán escrupulosas somos las autoridades. Sería el fin, la ruina económica y moral. Vino haciéndose la mosquita muerta, el insecto que no tiene más que un par de corazonadas locas, nada más. ¿Y para una simple corazonada le iba a permitir todo el personal que me estaba pidiendo? ¿Estás loco? Tú le estás ocultando indicios a tu jefe y eso se paga. Tú tienes otras pistas, yo soy tu jefe, suelta.

Se me hizo el mohíno, que no, no, que me solicitaba la gracia del secreto pues el avechucho se le podía volar. Que por supuesto no desconfiaba de mí, que le largara el personal y que el éxito de la operación sería mío. ¿Qué tal? Putas, ¿qué tal? Imagínate el exitazo que me iba a anotar, creo que el muy desgraciado se burlaba de mí. No te podría decir cuánto más sabe y eso me atormenta. Tengo muy claro que hay que deshacerse de Tony a como dé lugar y presentar su muerte como obra de narcotraficantes dementes. ¡Claro que sabe del Rey y tiene el rancho perfectamente ubicado! Hay que hacerlo picadillo y detener de esa manera la narizota que ha husmeado más allá de lo que cualquier agente debe olisquear. Volverá a la embajada. Tiene que morir antes de eso, aquí solo entra en calidad de fiambre. No quiero volver a ver viva su sonrisita estúpida de aspirante a la embajada. Solamente volverá a caminar por estos salones mirando el techo. Yo mismo me encargaré de los discursos y las monsergas, la bandera cubriendo el féretro, un luchador más que cae, etcétera, etcétera. Reforzaré el equipo que tenemos destinado a las operaciones contra el narcotráfico, el narcoambiente, y el narcobillete, así me cubriré las espaldas, que bien anchas las tengo, por si Tony pudo haber incurrido en algún desliz desagradable y, también, me pongo a resguardo ante cualquier interpretación maliciosa que pueda hacerse de su desgraciada muerte. Cuando los refuerzos estén en camino, Tony será abatido por irresponsable, por intentar comerse solo el pastel, en una palabra, por fisgón y ambicioso. A la gente de refuerzo le comunicaré que les pedí ayu-

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da ante un soplo que resultó dramáticamente cierto. Se preparaba una escalada contra el personal de lucha que tiene la representación y está a la vista el triste resultado: Tony se encuentra desaparecido y tenemos fundadas sospechas de que pudo haber sido asesinado al intentar una maniobra imprudente. Hay que redoblar los esfuerzos en la dura batalla contra el narcotráfico, encontraremos a los asesinos de Tony, vivos o muertos, porque esto no puede quedar sin un castigo ejemplar y soltaremos el dato de El Miedo, desgraciadamente. No tenemos otra alternativa que transparentar la ubicación del rancho, los alambiques, las secadoras y la producción que tengamos en marcha, no me puedo andar con chicas. A mí no me hace gracia, pero esto no es chiste ni puedo mostrar las manos pelonas. El escándalo que se armará ya me lo estoy imaginando y para aplacarlo tendremos que pagar un alto precio, podría haber sido peor, sin duda. Desmantelaremos El Miedo y nos daremos el tiempo suficiente a fin de investigar con mucha calma estos hechos. Habrá que soltar los datos de a poco, pistas falsas mezcladas con datos ciertos y, al final daremos nombres. Estamos obligados a entregar nombres y hablar de peces gordos y convencer así a los más recalcitrantes, o a los que no les ha caído billete ni polvo blanco siquiera para las coceduras del bebé, de que las cosas en su embajada marchan a pedir de boca. No me puedo hacer el desentendido y salir silbando y mirando el cielo. Lo que tenemos entre manos es grave, muy grave.

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XLI

No fue un huevo de tierno contenido y palpitante cual campana lo que el embajador decidió usurpar del nido, ni el capullo abrigado del pobre gusano que preparaba su seda e hilaba la tela, ni la placenta que sostenía al feto, ni una semilla recién depositada, ni la gota nueva, ni el copo efímero y liviano. Fue la madera lustrosa de la castaña, la piel que era un espejo de estructura café, bola, maderería. Ébano, fina presencia del fruto encapuchado, terrenal creación, caja del santo o arcón damasquinado, cofre, joyero, pedrería y recado. Fue de esa naturaleza la vasija que el embajador encargó ahuecar con sumo cuidado condenando al fruto a su expulsión y a las paredes a la desnudez. Por ello, la recalada del cincel en el agujero herido de la castaña, excepcional por su tamaño y belleza, dejó solamente su abrigo, la cáscara ahuecada para contener otra carne. Era una hermosa caja, indudablemente.

El Rey pisotea babuchas limpias, camina de un lado a otro con apostura e importante presencia. En el momento preciso en que bajaba la vista para contemplar las grandes hebillas de oro, entra inesperadamente un recadero cargando ese pequeño y extraño atadijo que parecía contener vida propia. Desdobla el envoltorio de láminas de plata y extrae el magnífico fruto, la castaña en cuyo interior palpitaba, cual lucero, el corazón tibio y rojo de una paloma. Ni una gota de sangre había dejado la extirpación perfecta, nada extraño había en ese mínimo nubarrón que en su atardecer contenía milagrosamente el compás de una vida que huía en otro confín, sin corazón, y manchando de rojo las plumas blancas del pescuezo. El correo era claro, Tony perdería su pequeño corazón alcahuete que no le alcanzó para comprender que el presente, del que empezaba a estar 184

desterrado, encerraba un mensaje brutal de esperanza y éxito que auguraba a los adanes el goce de un porvenir de magníficas relaciones, empresas y firmas, documentos, acciones, rondas cobradoras, participaciones, finezas, bancos, atardeceres lívidos, saldos a favor, caballares azabaches, filtros y redomas, sobornos, aromas exquisitos, licores inimaginables para cerrar acuerdos y precios, el manto que arrastra por el mármol los hilos de oro, el báculo incrustado de piedras rojas y blancas cual lunas, el tití que enreda su larga cola entre buganvilias moradas, los saltimbanquis, el oso que baila con el tamborcito, la corte y las cuentas, mi amigo, las cuentas. (¿Y esa guayabera descocida y ese pie duro? ¡Puaj, fuera de mi vista!).

El Rey Mostaza preparaba la bienvenida al embajador, hubiera querido reparar algunas cosas para recibirlo, por ejemplo, reparar su sonrisa para convertirla en la risita triunfadora de otros tiempos, o restaurar sus sueños y darlos por cumplidos tras el puente levadizo de un castillo ahora inexistente; pero estaba en Miami, no mal, por supuesto, pero deseaba acción, quería montarse sobre las plantaciones y fabricar y vigilar y pisotear y vejar, ordenar y ser obedecido sin chistar. Este descanso, que terminaría muy pronto, lo deprimía, lo irritaba, lo encrespaba y repudría, tanto que ni las prostitutas de Miami lo conformaban, ni el whisky, menos el hielo servido en conchas.

Cuando el embajador cruzó el umbral, el Rey se percató de que su séquito estaba compuesto por su sombra, su propia y desagradable sombra, espejo de un zoquete fenomenal. Ni un adlátere, ni un adjunto, ni un solo edecán, ni siquiera un chofer o una mujer bonita anunciando dentífrico y jabón estelar. Nadie. Venía solo el señor embajador y, como si quisiera dificultar la comunicación (o por si había micrófonos, nunca se sabe) u ocultar tantas cosas, pero tantas, tantas, habló no como acostumbraba en un fluido castellano, sino más bien en una especie de sopa de letras que confundía los sujetos con la verdura y los predicados y los pronombres con los fideos: 185

-Yo estado he preocupado muy la suerte por tuya e Isabel. Sido ha terrible pasado ha todo que lo. Importante lo salvo que es ya a estás. Un creí momento por los negocios que los a la se iban mierda directamente. Suerte tenido hemos la con y ayuda Dios de librados salido bien de lío mayor haber. ¿Parece te no? Tarea contactos recomponer ahora la es. Introducir frontera por yerbita buena de la, supuesto por mucho cuidado y ojo mucho. Oh yea, ojo mucho.

-¡Humm! ¡Uf! -El Rey Mostaza se ha levantado de su trono y ha abierto aparatosamente la fina capa de seda urdida y tramada por gusanos portugueses. El rebelde mechón de amarillo grano ha vuelto a asolar furiosamente la frente. Adelanta su mano y en los dedos asoma una plétora de oro. Con uno de ellos apunta hacia la lejana bahía y pareciera que desde las remotas brumas sacara su argumento mayor, el que personalmente le parecía de más peso por ser el causante de la desgracia que en su momento llegó. Entonces continúa esa especie de expresión de ánimo o frase ciega que había expuesto amargamente, con ésta: -Ahora habría que poner muchísima más atención en el personal que la embajada lleva como investigadores del tráfico de drogas. O sea, en una palabra, habría que tenerlos más cortitos, más vigilados para evitar que se salgan del buen camino. De otra manera no puedo responder por las dos integridades: la de los negocios y la de los agentes. ¿Ok? –El mandarín se sienta acomodado por los aires de su manto volador. Con un gesto indica que ha terminado, por ahora, de expresar sus puntos de vista, los primeros, quizá los menos importantes o, al menos, esa es su cara. Y se queda esperando.

-Bufones eso perdidos son. Todos a tengo la manito los en. Entender a he dado que Tony muerte debe se imprudencia a nefasta de arriesgado toda prueba a colaborador, héroe nacional, luchador incansable en defensa la juventud sana vida de. Seguridades doy, no detengamos producción la. Por motivo ningún, por motivo ningún.

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-He tomado mis propias medidas. –El mechón mostaza podría haber sido una diadema para un rey como él, no obstante mira hacia abajo y contempla sus pies envueltos en sencillas pantuflas y los últimos pliegues de la bata de toalla que envuelve su cuerpo sobre el pijama de tonos celestes. El embajador había tocado a su puerta de madrugada y el Rey, sabiendo la importancia que tenía la visita para su vuelta al terruño, bajó veloz por los escalones de piedra hasta el salón. Sus negocios estaban a salvo y protegidos, aparte del rancho no se había perdido gran cosa. Unos milloncetes de dólares, claro, pero bien mirado no era mucho, a causa de que, como en toda empresa respetable, y ésta era una de ésas, también se habían compartido las pérdidas. Estaba claro que no era un rey por derecho divino, aunque en el terreno de las drogas esta afirmación parecía temeraria. ¿Quién le podía dar juego? En el fondo, tenía en un puño a sus socios, embajador incluido. Por sus contactos se coronaba, por su experiencia podía ser homenajeado, por su tesón podía hacer brotar droga en el desierto. Sin él los rendimientos eran magros y los frutos se gangrenaban. Para continuar hablando se pone de pie pues le parece la manera más fácil y amedrentadora de exponer sus ideas: - Como sabe, tenemos funcionando ya en El Terror, en El Fantasma y en El Ensueño otros ranchitos con sus equipos completos y tenemos en vista nuevos terrenos muy aptos. Yo no me duermo señor embajador y si alguna queja tengo, ésta se refiere especialmente a la nostalgia y se ubica corazón adentro, o sea, no tiene mayor importancia. Usted sabe que me gusta supervigilar directamente la producción, no me fío de nadie y ésa, no otra, es la clave del éxito que hemos tenido, la regla de oro. Insisto en el punto vigilancia. No quiero a los metiches de su embajada hurgueteando en nuestros asuntos. Si uno de ellos –advierte el Rey- se me cruza por delante lo hago polvillo de bicarbonato, aunque ése no es el gran problema, lo que sí es un problema para nosotros, es que a causa de esos bullebulle tengamos que perder plantaciones enteras, desmontar laboratorios, estrellar

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aviones y vehículos, dejar tiradas las armas y yo ser privado de mi residencia y la tierra que adoro.

-Oh yea, oh yea, oh yea.

-Así que ojo.

-Oh yea, yea, yea.

-Tanto ojo cuanta guita queramos cobrar y meter a las bolsas.

-Oh yea, yea, yea.

-Entonces le encargo a sus estúpidos agentes para continuar con las rondas de los adanes ganadores, a veces algo sucios, es verdad, a veces obligados a matar, también es cierto, no lo vamos a negar, pero adanes, siempre adanes.

-Oh yea, oh yea, oh yea.

El embajador da por terminada la conversación y se marcha satisfecho con los resultados obtenidos. Por su parte, el Rey Mostaza sube rápidamente los escalones de piedra: Toy que me meo, se dice, toy que me… y las primeras gotas del chorro se pierden entre sus pies. Orina largamente, se mira de reojo en el espejo y al entrar al dormitorio encuentra a Isabel sentada en la cama con una interrogante en el rostro. El Rey Mostaza sacude los pies sobre el piso alfombrado: -¿Ya te measte otra vez? –Pregunta Isabel.

-Hum. -¿Y los negocios? –Insiste Isabel.

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-¿Te importan o quieres preguntarme por alguien en concreto? –El Rey se desviste, molesto y mostrándose desnudo, agrega: -Este es mi negocio.

Isabel siente el peso del Rey y sus manos explorando con avidez una entrada hacia su cuerpo, algo que le diese como resultado un seno o sus vellos.

-Soy el Rey, Isabel, el Rey por si se te ha olvidado.

-¿Y a mí qué?

-Es que si no me reconoces en todo mi poder, te puedo obligar, y no sería la primera vez.

-¿Tú, pedazo de mierda? No me hagas reír. ¡Mastúrbate desgraciado, pero a mí no me tocas ni el aliento!

-Perdón Isabel, discúlpame. Estaba bromeando. No te preocupes, no te voy a tocar. Cuando tú quieras, sí. Avísame.

El Rey se sienta al borde de la cama. Piensa en las inditas prostitutas que merodean las plantaciones. Con ellas sí que podía ordenar, dictar edictos, decretar a látigo limpio…

Repentinamente Isabel envuelta en las sábanas, cubierta hasta el cuello, le grita: -¡Pájaro de mierda, ni borracha me pescas!

-Me la paso bien con las putas gringas –contesta el Rey- son más ricas que tú que pareces un cubo de hielo con la concha bajo cero.

-¿Sí? Embajador lo no mismo dice.

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-En la vida –replica el Rey- hay de dos mierdas: los idealistas y los que juegan a ser dignos, como tú. –Y se levanta, va nuevamente al baño. A sus espaldas escucha: “Oh yea, oh yea, oh yea”.

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XLII

-Mira la inmensidad de nuestras plantaciones, observa que ellas no pueden ser siquiera abarcadas con esos dos ojitos azules que Dios te dio. –El Rey atisba al inmenso gringo desarmado cuyo rostro es una masa morada y su cuerpo un andrajo malherido que le impide mantenerse en pie. El asco que le produce esta imagen le obliga a volver la vista a sus queridas extensiones y sacarla desde aquel hombre hediondo y semidesnudo. El Rey sabe que el gringo todavía puede entender perfectamente, por eso elige humillarlo: -Decir “nuestras plantaciones” no es una mera frase, puesto que ellas también te pertenecen y, de alguna manera, también son propiedad de tu pueblo, que a través del embajador y otros muchos encumbrados tienen altos, limpios y prolijos intereses aquí.

Así que deléitate contemplando lo que igualmente te pertenece, pobre infeliz, ¿qué te creías eh? ¿Qué en esto íbamos solos? Ayayay, si alguna vez fueran menos ingenuos… ¿A quién se le ocurrió la brillante idea de entusiasmarte para venir a combatirnos?... Son de una imbecilidad adorable, sublime...

Dos agentes de la embajada, ayudantes e íntimos del embajador, cuya tarea se reducía al para nada despreciable encargo, entre otros, de mantener aceitada la red a cargo de cruzar las drogas al otro lado de la frontera, de alimentarla con los empleados de aduana, de engordarla con los de migración que no se atrevían a mirar a ciertas personas, ni siquiera a pedirles sus pasaportes. Dos rufianes de tiempo completo, como Tony también adscritos a la Oficina de Narcóticos, fueron los encargados de salir con éste en un coche oficial de la embajada, so pretexto de que eran los primeros y urgentes 191

refuerzos designados por la Oficina para ayudarle a descifrar las pistas que se traía entre manos.

Dos rufianes de tiempo completo fueron parloteando con Tony de mujeres, de Vietnam, pidiéndole detalles de la foto del Life. Muertos de la risa –qué ocurrente Tony, qué agudo, qué gracioso y qué genial- uno se sentó al volante y el otro en el asiento posterior detrás del agente maravilla que, como primera cosa les advirtió que con él se trabajaba con la boca bien cerrada, nada de hablar de contactos o lugares, de otra manera, insistió, las moscas se escapan con el ruido que hacen los boquiabiertos.

Como primera tarea, Tony les pidió que lo acompañaran a visitar a alguien importante, aunque se abstuvo de mencionar el nombre o el lugar preciso al que se dirigían. El coche comenzó a perderse entre los escarpados caminos de polvo que rodeaban la sierra y cuando tuvieron a la vista el largo camino, la huella que se abría entre dos montes, Tony les pidió que lo despertaran en dos horas, que llevaran el camino todo derecho. Y nada más. Los rufianes de tiempo completo esperaron unos veinte minutos al cabo de los cuales Tony ya no despertaría tan fácilmente, ni sentiría el culatazo en la cabeza que uno de los rufianes de tiempo completo se encargaría de asestarle para prolongar sus pesadillas o sus gozos –porque vaya uno a saber qué sueños tiene un agente tras los párpados-. Tampoco Tony quedaría en condiciones de notar cuando lo cambiaron de coche y rumbo, ni sentiría las muñecas en la espalda y los tobillos fuertemente amarrados, ni se daría cuenta de la sangre que parecía inundarlo todo, la sangre, su propia sangre. Si los rufianes de tiempo completo le hubiesen dado a Tony la posibilidad de contemplarse en el espejo retrovisor, seguramente que éste se hubiera dicho: “Ni en Vietnam, ni en Vietnam... ¡Qué huevada!”

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-Sostente bien, párate derechito cabrón, ¿no ves que así como andas, medio de lado, te pierdes la contemplación de este hermoso paisaje? Levántate huevón de mierda y observa todo lo que es capaz de realizar, con pocos recursos y muchas incomodidades, el ingenio humano. Claro que problemas de sueldos no tenemos, te soy sincero. Esto es casi puritita ganancia. Pagamos a los guardias para que no nos encaren y punto, los demás se me van muriendo de a poco, mis trabajadores, mis pobres trabajadores. –Al tiempo que se lamenta de las ásperas condiciones de trabajo existentes en sus plantaciones, el Rey Mostaza indica a los hombres que a lo lejos se agachan sobre las matas, tan distintos a la representación de dulces muchachas rubias que siegan las mieses y levantan las espigas al sol. –Ahora, prosigue, vamos a hacer una visita a los laboratorios, quiero que veas cómo funcionamos aquí, que aprecies nuestra organización para que te des cuenta, aunque sea tarde, que somos indestructibles y que te viniste a meter a las patas de los caballos, al mero infierno. Te va a costar tu sacrificio Tony, te va costar muy caro haber osado husmear las posaderas del Rey. Cuando pudo abrir los ojos, Tony vio con extrañeza como bajo ellos una senda se deslizaba lenta y acompasadamente. Sin mover la cabeza, sosteniéndola a duras penas y sin cerrar la boca abierta con que despertó, Tony vio pasar pedruscos oscuros, ramas secas, vegetación que una brisa, que sentía fría como el acero en los riñones, mecía suavemente. Era polvo amarillo y arena suelta lo que fundamentalmente sus ojos comprobaron. Cuando dolorosamente volteó hacia su derecha lo que surgió fue una pata de tranco sereno, la pata que podía ser de un burro. Sus dedos palparon la pelambrera que servía para transportarlo. Recién entonces tuvo conciencia de que bajo sus respiración otra, distinta, profunda, alentaba como un fuelle agotado. Intentó gritar, pero de la humeante sequedad de la boca nada surgió. Iba atravesado, con el cuerpo colgando, amarrado a un burro, por caminos impensados. Algo a la manera de una brasa encendía 193

un intenso dolor en su cráneo. Recuerda que viajaba en un automóvil acompañado por dos rufianes de tiempo completo… ¿y ahora qué es esto? ¿Dónde? ¿Cómo puede el mundo cotidiano y normal desaparecer como le había pasado al suyo? Lo que de su boca salió no fue un grito, sino un prolongado quejido.

-Y te puedo decir varias cositas más Tony. La primera es que estás viajando por el territorio de una cofradía honrada por las huellas que han dejado muchos hombres importantes de tu país y del mío. No trabajamos a la negra, nos hemos hecho de permisos para que nos dejen engrandecer, en un ambiente de paz y tranquilidad, a nuestros dos países y a otros poquitos. Está claro que pagamos ese sosiego y, podrás imaginártelo, grueso, bueno y bien, ¿no querrás ganar el cien por cien, que es mucho, no? –El Rey es ahora un hombre que se pasea por El Miedo con el aire de un profesor que guía a sus alumnos por las piezas más importantes de un museo. Tony aún conserva algo de cerebro como para darse cuenta que al Rey le gusta plantarse en el centro ostentoso de una de sus obras cumbres, por eso le ha mostrado cada detalle del proceso de elaboración de la droga, a él, que tenía ganas de morirse, y que muy pronto le darían en el gusto. Concentrado, buscando una imposible salida, no se percata de que el Rey continúa alardeando de sus vínculos, de los detalles de la producción, de las privaciones y riesgos del negocio. –Esta es la bodega y el despacho, prosigue el Rey, de aquí sale el polvito y las hojitas, todo muy bien camuflado por si topamos con imbéciles de tu tamaño. Te darás cuenta que no podemos comprar a medio mundo, además, la filosofía del negocio indica que siempre es positivo que algunos perros se queden mirando la carnicería, así fingimos y jugamos a que nos persiguen y nosotros arrancamos, arrancamos...

Cuando Tony tuvo la presencia de ánimo necesaria para preguntar por el lugar al que era conducido, lo que más le molestó fue el tono desenfadado y burlón que usaron los rufianes de tiempo completo, antes sus compañeros de trabajo, pues le contestaron 194

que lo llevaban directamente al lugar al cual siempre había querido ir, en otras circunstancias o con otras modalidades, digamos.

Ese tiempo infinito que parecía no transcurrir, esa cabalgata a lomo de burro cuya carne se iba haciendo parte de él mismo a tal grado que se le hacía imposible distinguir dónde terminaba él y dónde empezaba la bestia; ese transcurrir entre la mierda y el orín hediondo, todo lo sentía con una lentitud insoportable, tanto como matar a punta de alfilerazos a una víctima angustiada. Así se le antojaba este tiempo, mensurable tan solo por las pisadas sobre el reflejo de lo que debía ser el cuerpo de una inmensa luna llena en el polvo. Iban derechamente al Miedo, con calma, tranquilos, como si fueran al infierno.

-Mira bien Tony, observa calmadamente, percátate de lo que tus estúpidos afanes pretendieron destruir. No quiero que te quedes anclado en una mirada general, quiero que veas cada redoma en este laboratorio que acrisola ansias y tristezas; ¿te has preguntado cómo podemos sobrevivir en este peladero? ¿Podemos negarle a la gente los paraísos de horas que necesitan, los minutos más felices? Soportamos el trabajo pensando en la humanidad, así como tú te creíste trabajando por ella en guerras y desatinos como el que has cometido al perseguirnos. ¿Hay alguna diferencia? ¿Por dónde pasa la recta que corta la guerra y la droga? Yo te respondo: por ninguna parte, así de simple.

Entonces, ¿qué pretendías hacer aquí al meter tus sucias narices en lo que no te incumbía, ah? -Tony intenta mantener los ojos muy abiertos para captar, aunque sin conseguirlo plenamente a causa del estado de putrefacción de su cuerpo, todo lo que el Rey le muestra y reseña en una pose de hombre de negocios herido en sus honestos esfuerzos. El mechón acomete la frente y la mostaza chorrea hacia las cejas con brillos deliciosos.

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-Te tenemos, -le había dicho el Rey a Tony cuando lo vio por primera vez- te pillamos con las manos en la masa. ¿Sabes, infeliz, quién nos pasó el dato? –Tony alzó los hombros en señal de completa ignorancia. –Tu jefe, imbécil, tu embajador de pacotilla, fue el que nos informó de tus movimientos, nos contó tus propósitos e ideó el plan para traerte al Miedo en donde pagarás cara tu osadía o tu estupidez, oh yea, yea, yea.

Desarmado, molido por el largo viaje, Tony fue ablandado por la guardia del Rey. Lo golpearon hábilmente, le dieron en puntos estratégicos, dolorosos pero no mortales. Si a alguno se le hubiera ido la mano, ese pobre lo pagaba y muy caro: “Por estúpido, imbécil e inepto. Entonces, mucho cuidado, necesito nada más que un ablande bien dado”. Eso había dicho el Rey, porque, luego de conversar y demostrarle su estupidez, quería humillarlo y participar de la matanza. Quería crucificarlo.

-Te vamos a inyectar unos polvitos mágicos y te vamos a obligar a fumar una cosita rica, para que sopeses si fue conveniente que un degenerado barbilindo como tú se metiera a redentor e intentara una cruzada contra el reino.- Bajo un intenso calor, el Rey pierde su mirada que vaga en la lejanía: -Yo tengo los cojones para trabajar en el desierto, predico en lugares solitarios. Lucho a mi manera por un mundo mejor y más justo, con métodos muy especiales, pero lucho por él y si deja billete, pues mejor. Y esto deja, eh; deja bastante. ¡Qué vas a saber!... no sabes nada y lo peor es morirse así, por una causa fracasada porque al momento de cerrar los ojitos o de dar la última chupada al mate, se debe sentir en la nuca un hueco negro y un olor a nada. No Tony, no me den a mí la esterilidad como forma de vida. Yo estoy con la droga y la humanidad porque ambas cosas se mueven, se desarrollan y caminan juntas. Me dio muchísimo gusto conocerte, pero mucho, mucho gusto, nunca está demás conocer a un imbécil sin fósforo ni vitamina B 12 en el cerebro. Me despido y de paso te condeno a muerte múltiple en la cual, como en un banquete, ya tengo asegurado un puesto en primera fila.

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Llévenselo, avísenme cuando lo tengan preparado. Quiero que lo último que vean esos ojillos claros sea un poto defecándole el hocico, para eso debe estar muy descansado; que duerma y coma lo que quiera para que esté compuestito y pueda sentir todos los pormenores de la muerte.

Dos rufianes de tiempo completo sacarían a Tony de la vista del Rey y, a la rastra y entre risas, se lo llevarían.

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XLIII

Su pecho se agita y Olegario Fonseca siente las palpitaciones y las confunde con una melodía, pero no está seguro pues en su vida, si algo ha faltado, ha sido música, cualquier música; un par de veces ha escuchado las bandas en las ferias de los pueblos grandes. Aparte de eso, muy poco más. Tampoco podría recordar a Juliana tarareando una canción para arrullar el trabajo. Evidentemente los oídos de Olegario no estaban hechos para escuchar melodías, y lo que surge de sus labios entreabiertos tiene la connotación de un quejido, el ronco ulular de máquinas en pleno trabajo. En las radios que se escapaban por las ventanas en la ciudad, en las fondas y bares recordaba haber oído cantos que hablaban de amor y estrellas, pero para él, eso no era música genuina ni la sentía suya, porque le faltaba la tuba, que en los pueblos grandes aderezaba una melodía con un sonido aparatoso y gutural, también los chirridos de la trompeta reverberando bajo la luz, anegando con sus brillos una o dos plazas a donde los caminos los hicieron desembocar; allí la música era fiesta, cohetes, fuegos que se cruzaban entre su mirada y la de Juliana, y ellos con los ojos como espejos desconcertados dirigidos hacia la inmensa levedad del cielo despejado, la boca abierta.

Aclarada la incógnita, comprendió que de su pecho surgían quejidos, rítmicos jadeos que no cabían en las claves de una trompeta; lo que se abría paso entre los fuelles de sus pulmones y las cuerdas de las costillas, era la simple comezón de la llegada, la promesa cumplida y luego otra que él se había hecho a sí mismo: descansar, necesitaba un descanso profundo y reparador bajo el oscuro alero de los pájaros, sin que importara la ardiente provocación de los picoteos.

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Lo que el viento trae es el olor a carroña deshuesada, lo que en sus ojos se va configurando es el cuadro de los hombres que, sitiados por las aves, se defienden con amargos manotazos y estertores. Ellos esperan por el agua, la misma que se escabulle entre los pliegues de la lona y que la arena absorbe hambrienta. Revisa por última vez, alcanzará para todos, alcanzará, se dice.

Lo que desde lejos es una silueta que a duras penas avanza, lo que a la distancia no es más que un hombre que cojeando arrastra un bulto, desde la perspectiva de los que esperan Olegario Fonseca podría ser otro espejismo y, su retorno, un deseo quemado, chamuscado tantas veces. No obstante, los deseos carecen de la porfía o de la insistencia que tiene la silueta que marcha a contraluz, de frente al sol, arrastrando tras de sí los primeros zopilotes desprendidos de la bandada. ¿Qué saca a los hombres de ese estado lindante con la estupidez? ¿Qué los diferencia del montón de cadáveres por doquier picoteados? ¿Qué los hace desentenderse del ensueño y de la contracción de los acordeones volantes y asesinos? Un grito.

Para Olegario la lejanía o la proximidad de sus compañeros se establece por ciertas endebles sinuosidades que, de lejos, se convierten en una línea de sombras antepuesta a todo lo demás que es amarillo, y sobre ella otra línea más oscura, negra, hambrienta y voladora. Si todo esto era imaginado por Olegario, no tenía la menor importancia pues el cansancio, el agotamiento de su cuerpo que, como un reloj preciso tocaba a rebato, anunciaba su llegada o su irremediable equivocación.

Olegario se sienta, ahueca las manos y dispara un alarido que retumba en las soledades: ¡Ayudaaa!

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Nereo insiste que no son balas, Marcelo pregunta: ¿Oyeron eso? El Negro Honorio pide silencio, Rubén dice que es un grito y recibe el apoyo de Nereo que pide silencio para oír mejor: “¡Socorro! ¡Ayuda!”

Ya no cabía duda. Ese signo de interrogación cerrando una pregunta era Olegario, tenía que ser él. Ese gancho retorcido era el cuerpo de un hombre arrastrando su punto. Solo Olegario podría pedirnos ayuda, los otros, cualesquiera sean, cuando aparezcan lo harán para matarnos.

Junto al lugar en donde Nereo, Marcelo, Rubén y el Negro Honorio esperaban, también, y sin esperanzas claras, estaba el pequeño grupo de sobrevivientes que durmiendo a las puertas de la muerte, en una agonía delgada, no se habían percatado de nada. Se marchaban con un zurrón de tiritones bajo el brazo, algunos apenas si podían sentarse para beber algo que igualmente se les escurría por las orillas de una boca con dientes apretados: pellejos, suelas de fierro, quijadas cuyas bisagras se habían descompuesto a fuerza de mantener en la boca una sombra, una humedad. Este grupo no contaba para buscar la salida del desierto; casi inmóviles seguirían tumbados en la delicada y casi nula frontera existente entre unas mil quinientas inspiraciones de aire infernal y la agonía. Hasta que les sacaran los ojos.

Ellos no escucharon los gritos de Olegario Fonseca ni tocaron el disminuido cargamento que en otras horas ansiaran. Olegario les da una mirada de reojo y se va a tender al lado de los moribundos. Solo quiere dormir algunas horas, ya mañana se verá cómo nos organizamos para partir. El que quiera se puede ir, solo pido que me dejen algo de agua.

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Nadie se movería, si Nereo lo hace, es para espantar del sueño de Olegario algún buitre que planeaba equivocado.

Rubén Iturbe afirma que para ningún lado hay posibilidades de salir, dice que prefiere volver a la plantación, que si Olegario lo logró, él también podía.

-Allá pueden haber sorpresas, le advierte Olegario, lo más seguro es que te encuentres con la policía o con… -Olegario calla un segundo- o con cualquiera... Fue lo que dijeron cuando nos obligaron a salir. No te van a recibir bien los que allí se encuentren.

-Pero es el único camino que tiene fondo conocido, salida, los demás… no sé si existen. –Rubén no espera que otros lo acompañen, entiende que su decisión es riesgosa, por eso afirma convencido: -Me las voy a arreglar para que no me descubran, volveré a mi pueblo aunque tenga que sacar agua de las piedras.

-Te van a matar. –Al momento de decir esto, Marcelo levanta la vista; durante la breve discusión había estado mirando fijamente un punto rojo de luz en la herida que le ha hecho con sus uñas al desierto. Levanta la sucia cabeza y repite: -Te van a matar Rubén, te van a matar.

Rubén Iturbe reitera el tosco argumento que ha rumiado durante la larga espera, confía en que el agua le alcanzará para tres días.

El esmirriado cuerpo del primero que se marcha cabe totalmente entre los brazos del Negro Honorio que todavía intenta detenerlo: -Olegario tiene razón, quédate, solo no tendrás más ideas que las de tu cabeza.

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Fue inútil: Pasa el cielo de los aleteos, su cuerpo se erecta tras la línea de los picos voraces. Se ha acomodado las botellas, Olegario y Marcelo le ayudan a sujetarlas con tiras de género que son como desechos de muertos; hasta esos pedazos y esas hilachas cobran altura para colgar de las aves negras que se atragantan, vomitan, caen, se ahogan, mueren y son devoradas. Vendrán más al sensible llamado del olor a hombre y carne reseca. Rubén cruza el límite de los muertos. No voltea la cabeza, ésta, como todo su cuerpo, se echa adelante. Buena suerte Rubén.

Del grupo de moribundos se levanta dificultosamente un cuerpo que pide agua.

El hombre tiene los ojos idos y tiembla en los brazos del Negro Honorio. Bebe un trago y se abandona a los espasmos en la arena. Al cabo de un rato Marcelo indica con la cabeza hacia el hombre que nuevamente se ha sentado. Lo que ahora pide no es agua, murmura: Voy a morir Padre, quiero confesar mis pecados.

Rubén ha desaparecido y ya no está en los ojos de los demás, marcha con ganas, ha pasado el cielo de los aleteos, empero unos ojos encendidos, brillantes, despegan, inician el vuelo y van hacia él. Olegario observa el vuelo veloz. Como Rubén, el buitre se hace pequeño en el aire y desaparece. Olegario ya no mira el horizonte, observa a los demás: -Llegó la hora, dice.

Mañana las seis de la tarde no serán repartidas, a cada cual llegará esa hora entera y lo sorprenderá en el único quehacer posible. Hoy todavía es otra cosa: queda una tarde por delante, una noche, una mañana para llegar a las seis de la tarde de un día que será siguiente y jueves. Un día jueves que no traerá cambios físicos notables, un día que no amanecerá nublado o lluvioso, frío o gris. Ah no, el jueves, por decir un nombre, por establecer un día que hasta en ciertos pueblos puede tener importancia, pero ninguna 202

aquí, traerá las mismas horas planas. Muy lejos, a miles de kilómetros, alguien beberá un Martini por cuyo centro pasará una rodaja de limón, alguien descuidadamente mirará la torre de una catedral y se apurará al constatar que son las seis de la tarde, una mujer irá al esperado encuentro bajando hacia las profundidades de una estación de Metro. Un hombre vestido de guardia abrirá el periódico de la tarde para elegir una noche violenta y rabiosa. A miles de equidistantes caminos del desierto, en cualquier comarca será jueves o ya lo es, y pronto las seis de la tarde en la que se pierden algunas embarcaciones por el río. Un niño mirará inocentemente la lluvia desde la ventana. Una muchacha enlazará por la cintura al novio que le muestra láminas de pájaros, pero el buitre no estará entre ellas, ha emprendido el vuelo hacia el lugar en donde Rubén Iturbe se detiene para echarse un trago de agua. En muchos cielos alumbrarán las primeras estrellas y serán las mismas que caen sobre las cabezas de Olegario Fonseca y Nereo Cuadros.

Han detenido su marcha, Nereo contempla el espacio profundamente negro y labrado por los astros, el frío a pesar del sudor, se mete con viento y todo bajo los poros.

Nereo mira el espacio tan maldito como bello y volteando hacia Olegario, le dice: -Compa son como la una de la madrugada.

Olegario no contesta, este tipo de observaciones le molestan por inútiles. Él y Nereo van hacia la izquierda del cementerio en el que han quedados los abandonados a su muerte. El Negro Honorio y Marcelo, en cambio, han elegido por rumbo alejarse recto desde el alucinante conjunto de hombres y buitres. Se han separado en parejas: De a dos será más difícil que nos detecten, había dicho Marcelo Supián.

Luego de un breve descanso Olegario se pone en pie.

-Avíseme como a las cinco compa Nereo.

-¿Cómo a las cinco, para qué?

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-Para rondarle a mi Juliana. –Afirma Olegario.

-¿Y yo compa, qué voy a hacer?

-Usted me ayuda. –Contesta Olegario.

-Bueno… Lástima que no alcanzaré a conocer a su Juliana, dice Nereo con pesadumbre.

-¿Por qué? –Pregunta Olegario.

-Me lo dicen los pies. ¿A usted nunca le hablan sus pies?

-No… -Los pies, explica Nereo, como el camino, se cansan. Podrá quedar camino, a veces sobrarán pies, pero la desgracia llega cuando lo que falta son pasos.

-¿Y dónde aprendió eso, compadre? -Pregunta Olegario sin entender cabalmente lo que expresaba Nereo.

-Cuando viajé a la capital, se sentó conmigo un hombre sabio que conocía muchas palabras y escribía en el periódico. Él me dijo que pies, camino y pasos son parientes en las palabras cruzadas.

-¿Cómo huevo y óvulo? –Pregunta Olegario.

-Pues sí, más o menos.

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DOS

LAS SEIS DE LA TARDE

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LAS SEIS DE LA TARDE DE RUBEN ITURBE

El arrebol es una flor anaranjada que incendia arena y horizonte, cae desde el cielo cual escoria desangrada de la fragua a la hora en que los santos forjan sus medallas. En este intervalo de celestes artesanos Rubén Iturbe, sin saberlo, se acerca caminando a las seis de su tarde. Se siente perdido y presa de las convulsiones de una brújula extraviada, es un hombre que ha entrado en pánico, crucificado por cuatro puntos sin imán. No orina pues ya ha consumido el agua que pensaba era suficiente para llegar hasta la plantación. Los espasmos del extraviado le desesperan y le impiden comprobar que va en la dirección correcta, pero aún a muchas horas de su meta. Ése es exactamente el problema de caminar durante el día contando solo con espejismos como referencias, ya que el anochecer puede perfectamente ubicar atrás de la cabeza la constelación que debería estar a la izquierda.

Si no fuera por los temblores que le impregnan pavura y terror, para Rubén todo iría bien, sin embargo va ganando terreno en su alma, ya a punto de despoblarse, una sensación de descarrío que le exprime el cerebro tanto o más que el caliente atardecer que comienza a enfriarse. Ni un puto indicador en el cielo, aún no surge en la tarde una fruta fría que lo ilumine, un rayo, una nube que hiciera llover parámetros, cualquier cosa.

Quizá si su error haya estado en la idea de acortar camino y saltarse lomas y promontorios. No ha detenido la marcha desde que dejó a sus compañeros. Tampoco ha sabido medir el agua y, si bien el cuerpo acusa calambres y aguijones, todavía conserva la humedad suficiente para continuar, sin embargo su cuerpo cada vez se asemeja más a 206

la bolsa del pegador y en su cabeza cuatro puntos, sin brújula que los contenga, danzan estúpidamente amasados.

Son las piernas en las que siente cuchilladas y es la cintura quemada por un alambre hirviente lo que lo impulsa a dormir, pero dormir ahora es precisamente perder el único tiempo adecuado para la marcha, es, en pocas palabras, dilapidar la poca fortuna de humedad que le queda en el cuerpo. Avanza zigzagueando, presiente que continuar así será imposible a corto plazo.

Mientras decide qué hacer, Rubén Iturbe camina con paso de borracho, si descansa vivirá muy poco más.

En el cielo algo que es como una mancha crepuscular viene en su dirección. No tiene donde, no sabe cómo ocultarse, ignora el lugar en donde su cuerpo pudiera ser recibido para sustraerlo del motor y del susurro que se acerca y se multiplica.

Ese motor que corta el rumor del aura es para Rubén la única esperanza, por eso, pensándolo mejor, no intenta esconderse o pasar desapercibido, mejor levanto los brazos para ser visto, se dice, manoteo para que descienda el helicóptero, me den agua y me salven. ¡Socorro compañeros, auxilio! El primer helicóptero ha pasado sin variar un ápice su altura o su rumbo. ¡Socorro, auxilio compañeros!

-Ahí tenemos uno, observa el teniente al piloto que luego pregunta: ¿Quiere que lo agarremos?

-No, sigamos, -ordena el teniente- es un buen indicio, los demás no deben andar muy lejos. Nos conviene agarrar un grupo grande y no a un pobre y asustado infeliz. Si

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para cuando volvamos sigue vivo, lo podemos agarrar. No perdamos tiempo ahora, vámonos derechito al grupo grande.

-¡Comprendido mi teniente!

Rubén se queda mirando el helicóptero hasta que éste es un anhelo que se aleja.

Luego la tarde es rota por otro punto y Rubén hace sombra en sus ojos para verlo: ¡Auxilio! ¡Socorro compañeros!

Inútil, ni ése ni los siguientes helicópteros siquiera harán una señal, encenderán una luz o cualquier cosa que pueda hacer pensar a Rubén que sus gritos desesperados han sido oídos o sus braceos vistos, menos que menos, las naves se comedirán a variar un centímetro la ruta que se han trazado. ¡Qué mala suerte!

Volverán -se dice Rubén-, claro que sí, entonces…

El indiferente viaje de las naves, como un incontenible, gigantesco, desilusionante y burlón espejismo, le ha dejado un abatimiento que hunde mucho más sus pies en la arena. Si alza la cabeza al cielo, lo acongojan nauseas secas porque ese firmamento se ha convertido ahora en un erial baldío, sin sonido ni moscas salvadoras: Aunque solo me lanzaran una cantimplora con agua, de esas que usa el ejército, eso sería ya una ganancia; pero aquí Rubén tú no estás para ganar nada, ¿qué te has imaginado hombrón al pedo, peón de a pie, pelele, pelafustán de a diez, pobretón y pelagatos? ¿Cómo fuiste a creer que alguien se iba a fijar en ti roña miserable y desvergonzada?

Las piernas de Rubén Iturbe se abren en movimientos mucho más amplios que los que debería hacer normalmente para no caer. A cada paso sus piernas se abren en un paréntesis que impregna su marcha con una sensación de tambaleo.

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Corrió y caminó dando la espalda al vuelo sin motor que lo ubica perfecta y silenciosamente entre las coordenadas del pico, a él, que en el radar aparece caminando entre paréntesis y en descomposición. Parece una nave de otro mundo, gorda, opaca y vuela sin la ayuda de hélices.

Corrió y caminó. No hay para Rubén otras seis de la tarde distinta a esta hora en la que –como un balazo- recibe en el cuello el primer anuncio del pico. Comprende que es una carroña. Tropieza sorprendido, cae dichoso y un hilo de sangre se le escabulle desde la espalda hacia la arena.

Y volverá.

209

LAS SEIS DE LA TARDE DE LOS MORIBUNDOS

Las naves han descendido en círculo tomando extremas precauciones, se les ha advertido que los traficantes se encuentran fuertemente armados y son sumamente peligrosos. El revoloteo de las hélices y el ruido infernal que ha roto el silencio, ha sacado también de su negocio al negro ramillete de pájaros que ha emprendido la huida y espera a prudente distancia. Algunos, sin embargo, se quedan depredando huesos, órganos blandos, cuencas sin contenido, cerebros enrollados como cinturones sobre los cráneos secos.

A pesar de todo, eso que ha volado negro, alado, en círculos, amarillento, córneo y satisfecho no ha engañado a los duchos hombres del ejército que comprenden que no han sido seres humanos, que lo que ha volado siseando entre gritos pequeños y quejidos de desvanecimiento han sido agujas, fluidos eléctricos, aguas hediondas, pedazos de ropa encharcados, cintas de sombreros sin sus copas y sin sus alas.

-Estos hombres están siendo torturados, opina un experimentado capitán.

-Sí, replica otro, ¿pero quién les ha dado a estos pájaros de mierda el derecho a torturar y matar a nuestras víctimas?

-¿Buitrón?

-¡A su orden mi teniente!

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-Dispara una salva de cinco tiros para espantar a tu parentela y poder ver más claramente qué nos han dejado estos malditos. Ordene también a los periodistas que no avancen, no se les vaya a dar vuelta el estómago.

Cuando el último pájaro insistente hubo volado para incorporarse al montón gordo que planea en círculos suaves a media altura, los hombres del ejército se acercan cautelosamente con sus armas en ristre: en una de esas se están haciendo los muertitos.

Unos pasos más adelante, los experimentados efectivos del ejército caen en la cuenta que de esos retazos, quejumbrosos los menos, silenciosos los más y mostrando espantosas mordeduras y excrecencias amarillentas derramándose sobre la piel seca, que de ese montón de cadáveres, gases descompuestos, plumas y moribundos, no podría salir más que el exacto olor que provoca la náusea, la repugnancia y el asco.

-¡No me importa que estén medio muertos! –El que a gritos así se expresa es uno de los oficiales a cargo del operativo, que añade colérico: -¡Necesito que revivan! ¡Ahora!

-Sí señor.

-A ver hombrecito, levántate, toma unos tragos de agüita y por amor de Dios revive. Ya hombre, si no es para tanto, sujétate, siéntate solito y bebe de la botellita. A ver si nos puedes informar para a dónde zafaron los otros, ésos que les dejaron el agua.

Abre los ojos, acomoda esa lengua, desata esa lija, ponla derechita para mojarla y que te llegue agüita a la panza. Te daremos alimento, intercambiaremos información, sé buenito, respira más a prisa, ponte derecho hombrecito y facilítanos saber para adonde se piraron los demás. No botes el agua porque es lo que necesitas. ¡No te caigas huevón! ¡Levántate mierda! ¡Anímate si no quieres pasarlo peor! ¿Quieres que te patee la cabeza? ¿Te gusta, eh?

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-No jefe, tiempo perdido, éste tampoco puede abrir la boca, ni agua toman. Están casi muertos.

Análisis: La sola existencia de botellas con agua al lado de estos cuerpos nos lleva a presumir que se trata de una huida organizada: ¿De dónde sacarían el agua? ¿Las botellas casi intactas? ¿Por qué no han podido sobrevivir? ¿Qué hacían rodeados de buitres? ¿Por qué no huyeron estos desgraciados? ¿Cuántos son los que escaparon? ¿Cuántos están vivos? ¿Realmente vivos? ¿Hasta qué punto, con tanto cadáver esparcido, se puede hablar de una huida organizada? ¿Cuántos son los que se encuentran prófugos? ¡Ah no, con tanta interrogante sin respuesta no se puede trabajar!

Si ninguno de estos miserables está en condiciones de decir algo distinto a que quieren un confesor, expresar algo diferente a los quejidos, en fin algo que no sean súplicas de piedad, mamá o ya estoy ante el Creador. Si ninguno puede articular palabras que nos sirvan para determinar el rumbo que tomaron los fugitivos, soy de la opinión de meterles un tiro por nuca para apurar el encuentro con el Redentor. Apunten 212

finito, no me vayan a malgastar munición. ¿No es éste un cristiano fallecimiento, tolerante, resignado y sin mayor sufrimiento? ¿No es acaso librarlos de la tembladera, aunque queden botados en la arena? No nos van a pedir también tumbas y epitafios, ah no, ahí se quedan, que los buitres se encarguen.

-¡Están fétidos! Apuremos la faena.

-Así es. Tiene usted razón. Antes de abandonar el lugar vamos a proceder a levantar la correspondiente acta de defunción masiva. Ponga en el encabezado: Acta de defunción de Enes Enes. ¿Ya? Bueno. Siendo las… ¿Qué hora es?

-Las seis de la tarde mi teniente.

-… del día jueves…

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LAS SEIS DE LA TARDE DE NEREO CUADROS

En estos pueblos de agua retirada y compartida hasta el exceso de usar una, muchas veces la que se viene entre negra y jabonosa por las acequias; en estos pueblos en donde los niños son dueños milenarios de las lombrices y detentan el monopolio de beber orines, tragar fecas y morir; en estos pueblos que viven del milagro de su asombrosa reproducción y muerte; en uno de estos pueblos gateó, correteó, colgó de alguna rama, miró asombrado la plaza y poca escuela, Nereo Cuadros.

Nereo, que en este preciso momento huye cual alma en pena, nació en uno de estos caseríos con desniveles, construidos en discordia con la posición del sol. Era uno de esos pueblos que, por valer un ardite, no tuvo la bienaventuranza de que por sus orillas un ingeniero trazase las líneas del ferrocarril, ni la fatalidad de un trazado que pasase por la mitad de las chozas, entre los corrales o en medio de la plaza para darle vueltas a la iglesia que es construcción sagrada. Nada de eso tuvo porque era simplemente un pueblo de mierda.

Su pueblo era un pueblo simple, con un paisaje monótono por el que a tranco cansino y sin gloria, del amanecer al atardecer, iban los peones con sus huaraches y los niños a pies pelados. Eso hace que esas tierras no sean aptas para almacenar recuerdos, acaso un olor inconfundible a estiércol o la visita de algún vendedor de pedrería plástica, pero nada más.

Esa es la razón por la cual esta tarde él huye con apenas pedacitos de recuerdos, todos los que caben en esa pequeña esquirla que lleva metida en el cerebro, luego de

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que los otros sucesos para recordar explotaran sin contenido por los aires. Marcha esta tarde convencido de que los recuerdos no le hubiesen dolido tanto como ahora le duele esta mezquina ausencia de ellos. Así huye sin el rostro de una Juliana porque éste va pegado a la cabeza, a los ojos, a todo el cuerpo de Olegario Fonseca.

La huida con Olegario es una evasión con sus recuerdos que lo multiplican por dos y a él lo dividen por uno. No tiene una Juliana que lo fuerce, lo insulte, lo odie o lo ame en su ausencia. Si abre la esquirla incrustada en la zona del ayer, de ella saldrá, con mucho esfuerzo, una Pita o el viajero que lo acompañó a la capital. Bien que Pita es nada más que el atisbo de una muchacha; ella no es otra que la sombra de alguien caminando en busca (otra vez, mil veces más, hoy también) del agua con dos cubetas de colores colgando como prolongaciones del cuerpo y dos pechos saltarines que algún día hubiera querido inundar con saliva. Ella: persiguiendo estrujar la acequia, discutir por un líquido que era apenas un hilillo con el que se cosían y descosían las aventuras y las tristes y pocas noticias del pueblo. Él: un viajero para compartir el huevo, el óvulo o como se llame.

Nereo se recuerda asomado al camino que descolgaba a Pita y la mostraba en la profundidad de sus ojos avergonzados y mansos, disculpándose sin palabras al resbalar a causa de las sinuosidades del atajo, que corriendo una cortina, le develaron sus muslos muy bien formados, celadores de sombras que únicamente podrían hacerse translúcidas para un novio bien formal y trabajador, casi un marido, si no, no.

Nereo Cuadros piensa que ni en el tren ni en la estación, ni en la ciudad ni en los hoyos del Metro, logró abrazar siquiera un recuerdo parecido a ella. Sin embargo, y sobre todo aquí, tengo derecho a los espejismos, a decir que amo a una Pita que ahora debe ir en busca del agua, seguida por dos o tres chiquillos traviesos que le tironean el

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vestido o le piden las cubetas de colores. Tengo el derecho a hacer el amor con esta ilusión de Pita, sí, yo, que contemplo esta desgraciada tarde o existencia y que ignoro a dónde me dirijo. ¿Podré volver a verla pasar? ¿Podré, apoyado en un tronco? Ay, si vuelvo, seré sabio para comprobar que toda mi puta vida fue un círculo que se cerró con Pita tras el agua, ahora con chiquillos y cubetas, tal vez mirándome extrañada volver.

Eso y nada más. Si quedo botado en la arena babeando sol, mis ojos extraídos por una gallina gorda y dentuda, se apagarán y allá, en la burbuja del agua en las cubetas, también a Pita se le extinguirá algo que pudo ser suyo. A mí que me hubiera gustado regalarte mis ojos, a mí que viví más de una tarde prendado a tu paso, a mí se me acabará la vida pues ya no me quedarán ojos para mirarte.

La verdad es que a Nereo Cuadros le duele tener recuerdos insatisfechos, que es como no tener ninguno, nada, un letrero que prohíbe con un tache tener calor, sentirse bien, comer, respirar aire azul o tenderse a la orilla del mar. Uno siempre tiene sus recuerdos que lo afirman en las trágicas horas de la prisión, el desamparo nocturno o la huida. Y aunque dolorosos, los recuerdos pueden traer las móviles imágenes de la satisfacción, de los esfuerzos y las penas logradas. Nereo no, él guarda la mirada que no poseyó, la boca que no pudo abrirse para dejar volar una invitación al camino, el oído que imaginó una llamada, la lengua traposa e infeliz. Y porque pensó que a los veintidós años le quedaba una vida, una tierrita seca e inservible y ningún animal, es que no le importó marcharse del pueblo en busca de las probabilidades que le pudieran brindar recuerdos y fabricarle una memoria en un lugar que, si bien era más apremiante y desconocido, quizás le diera esas oportunidades. Así está en la carrera, así llega a esta huida con sus pocas imágenes presentes que no le impiden darse cuenta que Olegario Fonseca jadea a su lado, mirando al frente; va serio, concentrado en quién sabe qué, o sí.

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Corre Nereo Cuadros, no aflojes, que en tus piernas está el final del desierto, corre, avanza, sálvate, escapa Nereo que tal vez todavía sea tiempo de guardar algún recuerdo, aunque sea de esto, aunque por años sigas oliendo a cadáver y sed. Corre doblador de fierros, cavador de la tierra, componedor de gallinas, buscavidas, simple hombre de la ropa sucia, bromista, hasta simpático cuando puedes ocultar tu desazón, borrachín de bautizos, desdentado, pómulos de aguja, vestidor de íconos, abandonado, cortador de la hoja, muerto de frío, levántate de allí, no orines contra el viento ni escupas al cielo, corre que tienes que salvarte, apúrate que la tarde ha comenzado y regatea la poca agua que queda, y no pienses ni mires tu vida porque puedes entristecerte; sigue corriendo porque esa mirada de Olegario Fonseca no significa nada, no denota que ambos han escuchado como desde lejos se siente ya el traqueteo de una mosca y qué hacer, qué hacer; coloca tu cuerpo a medio rastrojo contra la pared de esa duna, hazte arena, transfórmate en grano o piedra, es el último sacrificio, qué te cuesta. O corre, corre infinitamente contra la luz y que tu figura se transforme en un espanto negro y así te confundas con la noche y tengas otra tregua bajo el sol, corre porque ni Urbina ni el mismo diablo querrán salvarte, apostar un centavo por ti, resucitarte.

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LAS SEIS DE LA TARDE DEL BUSCÓN

Urbina dijo sí porque estuvo de acuerdo, asintió, no le quedó otra. Jamás hubiera desobedecido una orden, nunca, siquiera, había tenido la intención o se le había pasado por la mente decir que no, aunque a veces el jefe se equivocara, porque para él siempre una orden se respondía en positivo.

En tanto, los periodistas especialmente invitados tomaban breves notas que posteriormente en la capital desarrollarían a su antojo. Ah, no, no me van a exigir que en medio de este infierno les redacte un artículo de tomo y lomo, ah, no.

-Señores la situación logística y de ataque es la siguiente: Encontramos centenares de muertos de hambre, desamparados, sedientos, algunos aún con vida y que luego, desgraciadamente fallecerían en medio del desierto, en un descampado de buitres y muerte inconcebible para la mente humana. Se despidieron sin chistar, a pesar de nuestros denodados esfuerzos por mantenerlos vivos. Por más que hurgamos en sus siniestros y casi inexistentes bolsillos, no encontramos ni identificaciones ni un vulgar peso.

Las conclusiones que hemos derivado de los hechos expuestos nos obligan a operar logísticamente estableciendo un grupo de combate que se encargará del seguimiento de quienes se arrancaron con el santo y la limosna. Esta situación ameritó el siguiente razonamiento lógico-militar: Si quienes aquí han muerto por una causa a todas luces ruin e injusta no cargaban un centavo en sus bolsas, sombreros, trapos o sacos, alguien, otros delincuentes, arrancaron con el billullo, porque tampoco los buitres tenían un céntimo.

Contra ellos debemos dirigir nuestros esfuerzos. Toda nuestra capacidad operativa en el

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plano guerrero deberá encaminarse a acorralar al corazón de la mafia, a exterminarlo, a no dejar títere con cabeza.

-¿Urbina?

-Mande…

Un periodista borroneó el siguiente título para una crónica: “Entre pájaros de mal agüero y cincuenta grados de canícula”. Y le gustó. Ahora el problema era rellenarla con letras, para lo cual esperará el boletín oficial con toda la información: “No importa que el reportaje salga igual al de mis colegas”. Tenía el titular, y eso ya era algo.

-Como usted no tardará en darse cuenta luego de la exposición detallada de los hechos recién referidos…

-¿Sí…?

-¡No me interrumpas Urbina!

Otro periodista apuntó en una especie de bitácora: “Nunca pensé que al orinar en las ardientes arenas, el líquido desaparecería con tal velocidad”. Lo leyó y releyó. Lo encontró bien bueno, pero no apto como para engarzarlo en un despacho periodístico: Acaso escriba una novela sobre estos sucesos de los que he sido testigo privilegiado, pensó.

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-… El Estado Mayor Conjunto ha decidido que tú, Urbina, encabeces, te pongas al mando y dirijas una expedición punitiva que se encargará de localizar a la mafia en escape. Te daré veinte helicópteros y una centena de hombres fogueados y probados en los más duros trances de la vida.

-Ahá.

Un periodista que, a causa del excesivo calor y el poco movimiento, se había quedado dormido, es despertado por el agudo pinchazo de una aguja en los glúteos. Ja, ja, já, rieron los bromistas cuando el afectado abrió los ojos frente a los fríos y determinados de Urbina que sin titubeos indicó: -Conferencia de prensa y derroteros de acción, ¡Prepararse! ¡Listo! ¡Ya! ¡Atenciooooón… Firr!

-Con ese grandioso dispositivo esperamos señor Urbina que pueda hacer frente de manera eficaz al resto de la desperdigada banda asesina.

-Sir, yes, sir. ¡Faltaría más!

Los hombres de prensa se sentaron rodeando a Urbina, papel y lápiz en mano, mas éste les prohibió terminantemente tomar notas pretextando que un buen reportero se hace también de invenciones positivas y de buena memoria. Que él no comulgaba con los nuevos conceptos del periodismo que hoy se enseñan en las universidades, y añadió con brusquedad las siguientes preguntas: “¿Quién se me envalentona para acompañarme y escribir la crónica de mis hazañas y la caída de los matufia? ¿Quién?”

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-Y ahora Urbina te me vas yendo inmediatamente. Cuidadito con llegar con las manos vacías. Quiero drogas y dólar, la dupla, la parejita del siglo.

-Claro que sí. No más prepárenme unas bolsas, acérquenme unos sacos que voy a traer paquetes, que voy a llegar con la matufia desnuda como una verdad de cabaret. ¡Lo juro!

-¿Quién quiere quedar consignado por siempre en las actas de la patria limpia? ¿Ah? ¿Quién? -Con estas tremendas interrogantes Urbina abrió los fuegos para luego callar y recibir las adhesiones tácitas de todos y cada uno de los muchachos de la prensa. Con todo, el silencio se alargó hasta el desenfado, que tuvo lugar cuando uno de los periodistas acotó: “Yo me quedo, aquí hace calor, es cierto, pero a Urbina le va a ir pésimo”.

-¿Qué te crees Urbina, qué imaginas por Dios? Prepara tú solito tus cachivaches, así el trabajo del elegido del Padre valdrá por dos. Pero, ¿qué te has imaginado, Urbina?

-Perdón. En mi inexperto manejo de las crisis creí que para tanto cachivache sería menester una caravana que no cayera al bache, pero en fin, en fin… ¡Me equivoqué! ¡Ya!

Urbina expresa sus deseos ante los chicos de la prensa: -Esta operación me la saqué de la manga, me la encontré todita esperando a papá. Que me acompañe uno de 221

ustedes, tengan presente que sin cronista no hay Cid Campeador ni nibelungos que alcancen.

Sin turbarse, sin rubor en las mejillas, uno de los periodistas pone las cosas en su sitio: -Cuánto paga, mire usted que la prensa está escuálida.

-Debes tener mucho cuidado con el sol Urbina, mucha precaución que puede quemarte el coco.

Urbina extrae de la camisa de combate moteada de verde un fajo espectacular de billetes, también moteados en el mismo tono, y que posteriormente los comentarios consignarían como de a cien: Y ahora, ¿quién se viene?, pregunta. Pago a diez mil, moneda de la buena, el reportaje veraz, objetivo y que me deje bien puesto.

La respuesta no se hizo esperar: “Como no es mucho lo ofrecido, por esa lana me comprometo a escribir media columna con letra grande. Si le gusta bien y si no también. Qué le parece el carácter de los chicos de la prensa, somos difíciles y muy, muy caros.”

Urbina trajina sus pantalones y del bolsillo trasero surge otro fajo: -Vénganse conmigo dos de a diez mil y letra grade. Por media columna soy capaz de comerme un buitre crudo. Ya verán cabrones cómo les aumentarán sus escuálidos lectores. Desde ya, y con cargo a mis particulares haberes ganados con sudor, no se vaya a pensar otra cosa, este pechito se encarga para sí 500 ejemplares que repartirá entre amigos y superiores de la institución. Vengan, vengan que el reportaje debe comenzar describiendo mi atrevimiento militar y mis ojos fríos y calculadores.

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-Ponte en marcha Urbina. Quiero resultados. Y recuerda, recuerda Urbina que en pico cerrado no entran ojos.

-Sí, sí, sí. Mi mamacita se llama Diana y mi papacito Eolo. Soy cazador por naturaleza y por viento, desembozado. Sí.

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LAS SEIS HAN DADO Y NUBLADO

Al fin lo que vieron fue una ciudad. Quien primero la vislumbró fue el Negro Honorio que se quedó con la boca abierta frente a la sombra que recortaban en el cielo los altos edificios y el dibujo de las tejas que parecían bailotear sobre las techumbres: “Son rojizas, son rojizas; allí va la gente de compras y en el mercado se transa el maíz a ras de las veredas; allí un niño se empina un refresco y alguien traspone el umbral del correo y lleva las hojas hiladas de una carta llena de esperanzas; tras las rejas alguien grita y rechaza el balde de agua sucia que nos vendría de perillas en este arrebato desértico”. Marcelo Supián no ve esa ciudad, pero luego, ante la insistencia del Negro, tras sus pupilas comienza a tomar cuerpo un pueblo de casas bajas bordeando un río ante el que se inclinan las mujeres con su ropa extendida sobre las piedras. A Marcelo se le forma en los ojos un perro acezante, un bar, la pequeña, única y estrecha calle pavimentada. En ese pueblo no existen teléfonos ni escaleras, correos o niños; es un pueblo estéril, moribundo, que no tiene noticias ni despacha carta alguna. A mal dar, en el umbral de la casa de paredes que alguna vez fueron rosadas, cuelga la jaula de alambre que encierra a un perico con ganas de volar, mal hablado e insolente (quiero rajarme, galán) aún así, su color es verde esperanza.

De esta forma, cuando el Negro habló del niño y su refresco, Marcelo le indicó las mujeres a la vera del río y casi, casi le señaló el perico, pero a último momento se arrepintió y por eso sentiría ya para siempre una suerte de remordimiento por no haber compartido ni las ganas de volar, ni esa habladuría, ni la esperanza que parecía chorrear por las plumas.

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-Está loco, Marcelo Supián, si crees que me voy a encaminar hacia el pueblo pobre que tú ves. –El Negro Honorio, sin despegar los ojos de su ciudad, como si temiera perderla si mirara a otro lado, contiene la respiración y agrega convencido: -Yo me voy hacia las altas escaleras, tan altas que se pierden entre las nubes. Siempre quise ver algo así. Mira como trepan los niños a los ascensores que se pierden entre las franjas del arcoíris. Es la ciudad de la abundancia y los coches, las antenas y los bancos, los refrescos tan dulces como la remolacha. Es un lugar que conserva para el turismo sus callecitas estrechas, adoquinadas y alumbradas por faroles amarillos; hay cines y el hombre no se sienta en las plazas: va y viene ligero, las flores se cultivan en ramilletes y la fruta viene en ampollas esmeriladas. Mi ciudad es de vidrio y de fibra, hay trabajo para la gente que viene de los pueblos y conserva el recuerdo de una hortensia de cualquier color y, si uno sabe dibujar, entonces ya puede ser profesor de esos niños que revolotean por las alturas. ¡Por fin! ¡Por fin Marcelo! ¡Si Olegario y Nereo lo pudieran ver! Este era el camino: blanco como la sal, parejo y sin alimañas.

Marcelo calla por largos momentos. Nada de lo que dice el Negro le podría interesar. Sus ojos han quedado vueltos al río, allí una mujer frágil cual la cola de un quetzal le mira desde la orilla; la ropa muy blanca enredada entre las manos, los ojos desnudos y fijos en Marcelo, como si en él se cumpliera la leyenda de la redención de un pueblo. Marcelo siente unos incontenibles deseos de llamarla, correr hacia ella; cree que por fin la espera ha terminado y ve pasar en tropel por números y esferas de miel los segundos puntuales que circularon hasta dejarlos frente a frente en este preciso momento inmóvil, instantáneo. Ella, una línea delgada entre los colores que rodean el paisaje, deja caer la ropa blanca que el agua se lleva, y golpeados por el viento sus cabellos negros, alza las manos, en un gesto que Marcelo interpreta como un requerimiento.

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Marcelo Supián abre los ojos desmesuradamente y en ellos la arena del desierto golpea insistente las pupilas. Su voz ahora parece provenir de una corriente desprendida de los cabellos brunos y dice, sin mirar al Negro, sin advertir la forma como éste se ha quedado observándolo con una sonrisa: -Ayúdame a llegar al río, por lo que más quieras, ayúdame a llegar al río.

Empuñarían los machetes, se maldecirían en la lucha por la defensa del pueblo que cada cual divisó. Aquello llegaría hasta la extenuación de la magra sangre brotando sin fuerza desde cada herida y coagulándose rápida entre los laberínticos caminos que la arena anuda hacia abajo, hacia muy abajo, allá donde el sol construye sus habitaciones.

Marcelo querría detener al Negro que acuchilla inmisericordemente las espesas dunas.

Querría sujetarlo para dibujarle con su dedo en la arena el perico verde esperanza bailoteando en una jaula que ahora la tormenta desgozna, pero no puede; el tajo que le atraviesa la garganta le impide hablar o moverse, por eso, desde donde se encuentra boqueando, prefiere buscar el río, callar, pegar con silencios la imagen de la mujer que le llamaba desde antes de su nacimiento. Clavada en su alma, ahora Marcelo podrá cerrar los ojos y quedarse con ella prendida a su agonía, a la manera en que la elegante mariposa es sujeta con alfileres al insectario.

Por su lado, el Negro acuchilla su sombra, bebe su sangre desde las profundas y largas incisiones que su machete provoca en los brazos y las piernas. Contempla a Marcelo, llora y no escucha el hipo que sus lágrimas sacan de la garganta pues éste es apagado por un intemporal motor de tres tiempos. Tampoco piensa en evadirse: hace mucho que su ciudad ha desaparecido.

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En pleno vuelo Urbina rastrea, binoculares a los ojos, (oh, ¡que inconmensurable es cada granito de arena!) binoculares al pecho colgados de una suave correa que todavía huele a piel fresca. El helicóptero semeja una mosca borracha que va y viene y vuelve a ir solo para encontrar, en total, fíjese usted, cinco atorrantes medio vivos. Pero… ¡Por Dios! El núcleo importante, el aparato directivo, la plana mayor, los jefazos y los pececitos gordos, ¿dónde están? ¿Cómo han podido escapar? Mi helicóptero es una mosca borracha zuuummm, juro que si veo a alguno que no tenga cara de jefe, juro que es papilla instantánea paf, paf, plaf, al suelo, zuuummm vuelo rasante, terror y pánico en la arena, ojos fuera de órbitas. ¡Qué puede importarme! Me interesan los que no aparecen, los caporales, los patrones… no me joroben, Urbina no puede llegar con las manos vacías y con cara de sueño y explicar nada, ni un desgraciado. No podemos fracasar más que este mismo infierno perdido, ése no es el estilo de Urbina y no debería ser el de sus hombres. ¡Pásenme un pitillo de mariguana, por favor pásenme un pitillo! Mi nave tiene un sexto sentido, necesito tiempo para explorar con mis binoculares y, teledirigidos por mi olfato, llegaremos a la cueva de los magnates de la droga, allí veremos qué podemos negociar. Pero antes necesito encontrarlos. ¿O se han salvado como los atorrantes que hemos visto? ¿Salvados? Ja, ja, já en un decir. Andarán en fuga al estilo de los microorganismos parasitarios, ¡ay de ellos si me los llego a topar!...

Urbina se queda dormido. Las naves siguen rastreando el desierto en medio de la pregunta: ¿Dónde están? Y en medio de los callos de una hora: las seis de la tarde.

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OLEGARIO FONSECA

¿Qué puedo reclamarte Olegario Fonseca? Sé que te quemó el espeso metal del desierto y que sobre tu espalda me cargaste sin tiempo. Una, entre los hilos del sucio y desecho estambre, entre estos olores a tierra seca que mil insectos roturan con su vuelo, sitiada en la tenue fragancia que ha dejado tu cuerpo desaparecido, una, se pierde en el recuerdo de la madrugada en que partiste a buscar la cuidada serranía de dos vasos de vino oscuro, aquél que se derramaría al volverte a ver subiendo por el camino que, en medio de la fiesta del regreso, te anclaría entre mi cuerpo y el cielo de estas mañanas tan luminosas como vacías.

Una, te decía, se pierde y, a veces no sabe devolver tu recuerdo; una ha resuelto que su memoria sean pájaros que van y vienen y se acostumbra así a la condena de vivir rodeada de pequeños cantos alados y espesas lágrimas emplumadas. Me he resistido a encerrar en una jaula de alambre tus imágenes, he permitido que ellas entren o salgan de mi corazón al tiempo que se deben y, conspirando con las tardes sombreadas de malva, me siento a desgranarlas entre mis manos. Todavía hay en mi vida demasiados momentos y noches enteras consagradas a ti bajo el negro paraguas punteado de astros.

Te hablaba de mis manos. Están tan delgadas que casi no podrías reconocerlas, salvo por el calor que intuyo guardan para esperarte. Todo mi cuerpo es una delgada vara sin hojas ni carne, la ciencia de un hueso largo, duro y desconsolado. Esta seca botánica ha contagiado de espera al paisaje, en él mis ojos son las únicas ascuas que siguen ardiendo, igual que cuando despertabas en la noche y te asombraba mi mirada insomne. Tampoco mi pelo es el mismo, se ha puesto blanco y se me cae. Me estoy mu228

riendo de a poco porque pedazos de vida se me van prendiendo al abrojo estrellado que rodea al mundo. Si en este momento llegaras, tus ojos pasarían de largo buscando otra Juliana, hasta que me reconocieras esperando, rendida, recostada bajo tu sombra, sin palabras. No nos hagamos ilusiones, si bien seguiré esperándote, si bien organizo un alegre complot de ruidosas voces con la mañana, tú te quedaste, no sé dónde, pero no vienes. Lo sé.

Una noche oscura e irracional, sabe Dios dónde andaba la luna, levanté esa cruz vacía, dos palos cruzados que no llevan nombre y que erigí cual rayos sin certezas, sin fechas y agónicos, buscando el color y la piel de su verdadero crucificado. Dos aspas que esperan ser escritas a tu regreso, cuando botando sangre por la boca, llegues a morir entre mis pies.

Como ves, ejercer mi desesperanza es el único derecho que me ha quedado, junto con la cotidiana convicción de la muerte que cada mañana se encarga de borrar más y más tus huellas. Me gustaría saber algo de ti: si vives o estás muerto bajo el imposible vagabundaje de los tiros en el desierto. Algo de ti. Que tras la nube de polvo que deja un galope, alguien me alcanzara tu pañoleta, me dijera que ha sido lo único que se pudo recuperar de Olegario Fonseca, porque todo lo demás quedó en el pico de los buitres; alguien que me alargara un poco de tus cabellos negros, de tu enojo amarrado por siempre al desierto, tu afán, porque tu amor, ése, ése yace bajo estos dos palos hinchados, repletos con el aire magnífico de las velas mayores.

Cómo fue la vida, viejo. Déjame decirte Olegario Fonseca que mi historia de mujer sin recuerdos anotaba en su primera página la forma gruesa de tus brazos aprisionando mis piernas. Así borraste todo mi pasado y desde ese momento, que casi quebró mis piernas, exactamente desde allí, se llenó mi cabeza de cuentos, de ésos que yo sé

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inventarme. Sucedió así que, cuando buscabas cazar luces por mi espalda, me llené de historias, de tramas y sueños y yo, que ya tenía 25 años, fui capaz de llenarme hacia atrás. Déjame decirte que ese pedazo de tu cielo me atosigó por años, me dejó exhausta la minuciosa memoria, me llovió los pechos y cada gota de tus labios me dejó en la boca una hebra parpadeante y azulada. ¡Ay si solo hubiera muerto entonces! Ay, Olegario, ¿por qué no me mataste entonces?

Hoy, desgraciadamente, es distinto. Han entrado en tropel troncos, raíces y urdimbres y tú te vas retirando, a pesar de todas esas noches contigo, tú te vas retrocediendo como una ola imposible para no volver. A veces me cuesta mucho encontrar el tono de tus venas o me angustio por tus cejas que no logro traer a esta íntima soledad.

Ay Olegario, cómo se me enferma la ilusión cuando la acaricio.

Vuelvo al jueves de los 25 años en el que te conocí y eso me aterra, te lo confieso, me aterra el pensar que me abriste hacia atrás como una flor rara e inexistente, caótica y excomulgada del jardín. Agoniza la esperanza, está a punto de encamarse y pedir los sacramentos, mientras el tiempo avanza a su lado y le hace morisquetas. Malherida, desbocada de su vuelo, tu pañoleta la parte el viento, tu pañoleta de pobre que perpetúa de ti lo que más me gustaba: tu cabeza, que ya no podrá encajar con la brisa suave que soplaba a los 25 años.

Me quedo, me voy, da lo mismo. Estoy condenada a vivir dos veces la muerte.

La puerta está estúpidamente abierta día y noche y el norte comienza a hacer sus estragos entre las paredes y la estera de dormir. Todo se llena de ese polvillo rubio y si levanto un trapo toso, si levanto un tiesto su huella en la tabla se eleva hasta mi garganta.

A veces me dan largos ataques y no puedo respirar, hasta que al final saco un resuello entremezclado con aguas ácidas y escalofríos. Eso me fatiga, me lanza al piso y a veces

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estoy muchas horas tendida bajo el sol, como tú, y siento el tejido, la extraordinaria pelusa del sol curando mis heridas.

Ay Olegario que de día me llenas de polvo; ay Olegario que para esperarte, cada noche sacudo el cristal de la mesa estrellada; ay Olegario que de mañana el reloj se alarma en vano; ay Olegario que por el crepúsculo saco a la puerta tu plato y tu vaso vacíos; ay Olegario que de amanecida me libero de tus brazos y voy callada a prepararte un desayuno de café sombreado y sin azúcar; ay Olegario que a toda hora y en la hora de las muertes tus labios exhalan mi nombre para el final de la oración; ay Olegario cómo, cómo vivir así si no me dejas respirar entre tus dientes; ay Olegario sin campana y sin tumba para pudrirte, sin flor ni resuello, solamente esta pobre Juliana que todos los días va fuera del tiempo (respirando apenas) para verte exánime en un vértice de la casa, bien muerto o apenas vivo, Dios dirá.

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LA HORA DEL MONARCA

En Miami es un jueves muy luminoso, a las seis de la tarde el sol no se pone en los dominios del Rey Mostaza que, desde el vasto salón de cristales facetados, que permiten una amplia descomposición de la luz, contempla un mar lejano. Es la despedida, sabe que ha transcurrido un tiempo más que suficiente para volver, junto a sus queridos adanes, al territorio de las viejas repartijas que tocan en suerte cuando lo que asoma es la opípara ronda de los tipos peligrosos y tramposos; como sus socios, como él mismo.

Ha tenido en este tiempo, consumido por el ocio y la angustia de la inmovilidad, las horas suficientes para pensar en las nuevas medidas de seguridad que ya se estaban implementando en los ranchos, para repasar las ganancias, inventar nuevos negocios y para darle una somera mirada a las nóminas, que luego echará a la basura, de los numerosos infelices que lejos de allí, por las obras del Metro, en plazas de pueblo, en cantinas y a la salida de los estadios, han sido enganchados, no para un trabajo fácil sino, forzoso es reconocerlo, para obras cuyas puertas el demonio clausura por dentro, impidiendo a estos pobres desgraciados tener la certeza de que algún día volverán a sus pueblos, liberándose de los días y las noches que permanecen apuntados por cañones y amenazados por filos cruzados al pecho.

Cada día ha tenido su afán y el suyo ha sido el de revisar las cuentas para confirmar que éstas han seguido engordando mórbidamente. La Compañía para las Exportaciones de Ultramarinos ha sido la perfecta fachada creada por el gobernador y el coronel Noriega para bailar las rondas tomaditos de la mano, niños buenitos, que han hecho grandes sacrificios para encabezar las nuevas sucursales de la compañía mientras 232

se espera el retorno apoteósico del Rey Mostaza a la tierra prometida: ¡pero qué recibimiento será aquel! Propio de un monarca con muchos súbditos agradecidos. ¡Cómo chocarán las copas, cómo correrá el licor y fluirán los manjares! Mientras él, un lebrel a cada lado, con el pelo electrizado por la mostaza y las candelillas, recibe los homenajes de su gente, de sus socios, de sus rufianes, del pueblo y de sus perros.

Fue en el casino, rigurosamente vigilado por policías y soldados armados hasta los dientes, para impedir que se colara algún polizonte, en donde el Rey Mostaza desplegaría todo su potencial escénico, en un banquete de bienvenida para el que, por seguridad, se taparon todas las ventanas con pesadas y flamantes cortinas de terciopelo azul oscuro, muy oscuro. Para los invitados se dispusieron mesas adornadas con cirios que chorreaban pequeñas venas de una aleación parecida al peltre. Más de un centenar de arañas de cristal fueron colgadas desde un cielo que dio paso a la renovación de sus molduras y de sus frisos, antes de un plástico infernal, para adornarlos con una seda dudosa en cuanto a su procedencia, pero poco importaba; eran simplemente adornos y pequeños arreglos transitorios, no se trataba de una restauración de ángeles de cabellos ensortijados, ni menos, de los dedos de otro Adán casi, casi tocando a Dios en plena y propia creación. Los más de doscientos participantes del festín recibieron para el magno evento una tarjeta de invitación, burilada a punzón con el sello inconfundible de una corona de tres torres. Dichas invitaciones pesaban unas onzas y estaban labradas en láminas de oro de 18 quilates, convertibles en otras apetencias con orfebres de confianza, según rezaba una nota al pie.

El Rey Mostaza sube al escenario, que se ubicó lejos de las cortinas y no hace reverencias, ni a modo de agradecimiento, ni a modo de saludo; por el contrario, son los invitados quienes se inclinan respetuosamente, doblan la rodilla y hacen una interminable fila para besar el rubí gigantesco que el Rey exhibe engarzado en un anillo de oro 233

blanco. ¡Miren, es un dedo sabio, benévolo, casi santo, indulgente y compasivo! (Que no te vaya a señalar, por Dios, cuídate de que no te vaya a marcar) ¡Postrémonos ante él! ¡Sumisión absoluta, sumisión!

Cuando el largo besamanos termina, el monarca agradece el honor concedido al otorgársele la presidencia perpetua del directorio de la nueva compañía y, en tal calidad, inicia un discurso salpicado por brindis arrebatados, llenos de exageraciones y ditirambos dirigido a los gobernantes de países amigos, a los embajadores de los mismos, al presidente de esta república que vuelvo a pisar para hacerla más rica, a los señores presidentes de la banca nacional e internacional, a los organismos internacionales que nos apoyan, a los empresarios de aquí y acullá, a las instituciones de beneficencia y obras pías que viven de nuestra gracia y favor, a los señores parlamentarios, a todos, estimados amigos, les agradezco esta solidaria manifestación de confianza y les llamo a estar atentos a las nuevas condiciones del negocio que ahora, alejados los pesares provocados por un asesinato grande y otros pequeños, chorrea dinero y chocolate por todos sus costados. He sufrido el exilio por cerca de tres meses, se queja el Rey, he tenido que dejar esta hermosa tierra para salvar el pellejo y continuar, en el destierro, engrandeciendo las obras que se levantan en varios países y lugares. Las ganancias han sido magníficas como habrán revisado en sus cuentas que he cebado con afán. Ya nadie nos puede detener, a la eliminación forzosa del agente fisgón, ha seguido la compra, a espléndidos precios, de muchas voluntades; hemos repartido mucho billete, hemos donado mucha droga, ése es el precio que pagamos porque somos magnánimos y generosos. Y… ¡atención a esta noticia! Hemos abierto nuevos campos de trabajo, labor y reparto, al instalar un laboratorio especial para la fabricación de drogas sintéticas. Díganme, si no es buena noticia, si no tenemos ya en el puño y agarrados por los huevos a tanto imbécil que se pasea por discotecas, pubs, bares irlandeses y restoranes de pescado y confituras, a toda 234

esa gente que trabaja estresada y debe quedarse en su escritorio hasta que el idiota de su jefe, a las once de la noche se levanta y se va (buenas noches jefe, hasta mañana, con voz meliflua el Rey imita la voz de un empleado de archivo, y saca aplausos y risas cuando agrega: si no hubiera sido por esta pastillita, me muero del aburrimiento), para estos oficinistas, atrapados por los relojes y la falta de tiempo para jugar con sus mujeres, y para nuestros estudiantes modestos pero enjundiosos, hemos complementado nuestros servicios, además, con una nueva industria: la pornografía, ¿no es genial?

El teatro se ha venido literalmente abajo con los aplausos y vivas expresadas a voz en cuello por una concurrencia enfervorizada que, a la voz de mando del Rey Mostaza e imitando el gesto que éste ha hecho, golpea sus bolsillos tres veces y brama sordamente ¡hummm! y luego tres veces más y nuevamente ¡hummm!

En una mesa compartida con el embajador y que se encuentra algo retirada del escenario, Isabel grita en medio del jolgorio: “No puedo negar que este maldito tiene mucho ojo para los negocios”. Del otro lado de la mesa el embajador, con ojos edulcorados y en el estado tristón del que se ha echado un carrujo solitario en el lavabo, mira hacia las arañas de luz y solo atina a decir: “oh yea, yea, yea”. ¡Salud por las rondas infinitas! ¡Salud por la rapiñas, por el rateo, por el saqueo y la depredación rampante y degenerada, salud! ¡Ábranse a las garras del buitre señoritas, ábranse! ¡Salud por mis bolas, carajo! Este brindis fue la causa directa del desenfreno que dio la partida para que los turbios invitados comenzaran a abrir carteras, billeteras y chequeras y, en actos indignos e irracionales, empezaran a fanfarronear mostrando billetes de todos los colores y bancos, a competir por quién sacaba el más poderoso; luego se arrebataron el dinero y, no contentos con eso, se entregaron a un saqueo mutuo, recíproco y sin contemplaciones de sus collares de perlas, anillos y aretes, prendedores,

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argollas y mancuernas. Tales ocupaciones se detuvieron por un disparo memorable que el Rey Mostaza efectuó hacia las arañas de cristal y al grito de “¡Deténganse mis adanes, deténganse o les meto un tiro!”, el casino pareció recuperar la tranquilidad, a pesar de que muchas manos automáticamente desenfundaron uno o dos pistoletes, sin embargo no pasó a mayores. Recién entonces, cada cual volvió al lugar que ocupaba y pudieron los mozos, vestidos de rigurosa etiqueta, comenzar a servir los manjares de fondo a comensales que lucían despeinados, con los bolsillos desgarrados, mojados, con las camisas y blusas sin sus botones y cuyos trajes se habían ensuciado en la refriega de patadas, golpes y porrazos dados y recibidos sin tregua en el alboroto: “¡Mira carajo como me dejaste el vestido con tu lanzazo!”, lloriqueaba una mujer joven que, con una mano enguantada y ojos saltones, pinchaba un encurtido picante y acusaba a un tipo que se reía, le hacía gestos procaces, le mostraba unas bragas rotas, la conminaba a soltar lo que se había amañado en el despelote y se preguntaba: pero…¿de dónde habrá salido este zorrón?

Algunos invitados se excusaron amablemente y se dirigieron al baño, allí se encontraron con unos que ya contaban los billetes robados y con otros que, desde el bolsillo trasero del pantalón, extraían joyas, diamantinas y algunas perlas de buen oriente que juraban se habían encontrado en el piso. Se miraron, se reconocieron. Eran los mismos de siempre, y no estaban dispuestos a cambiar.

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