Simon rodriguez

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Alfonzo Rumazo González

describió y fijó procedimientos para preparar a un niño de real excepción, y en que no dijo nada, a pesar de la originalidad de sus conceptos, que pudiera ser inverosímil o utópico. Señaló una realidad posible, y acertó. La cartilla de sus requerimientos es corta, sencilla y muy nítidamente precisa. Piensa como sobre un hecho ya existente. “Escojamos, escribe, un niño rico; así estaremos seguros, al menos, de haber contribuido a formar un nuevo ser, un hombre nuevo, mientras que el pobre puede llegar a ser hombre por sí mismo. Por esta misma razón, no me ha de parecer mal que Emilio sea de elevada alcurnia; sería una nueva víctima que habremos arrancado a la superstición. El niño ha de ser huérfano, para que su preceptor sea el único dueño de su sensibilidad. Quiero que Emilio se eduque en el campo”. Simón Bolívar es rico, de elevada alcurnia, huérfano, y pasa parte de su niñez no en su casa natal sino en una quinta a orillas del Guaire, a un costado de la ciudad. A los nueve, a los diez años y después, Simón Bolívar se sabe más que rico y aristócrata, huérfano. Se siente borroso y desarticulado en un ambiente familiar en extremo impersonal: tres tíos maternos solteros y poco hogareños; una tía casada, María de Jesús, que cuida a un hijo de pocos meses y que tratará, con su hermana Josefa, de desempeñarse como madre para los cuatro niños Bolívar; dos tías más, solteras, cuyo matrimonio llegará pronto. Su hermana María Antonia, novia a pesar de su extrema juventud -quince años- está para casarse con Pablo Clemente Francia. Entre tantas faldas y jóvenes solteros, nadie toca verdaderamente con su intimidad. Abundan el cariño, las delicadezas y cuidados, los mimos de las negras encargadas de él; pero está desprovisto de esa sustentación segura que son el padre y la madre; fáltale ese acentuado calor único precisamente en los años de las fijaciones. No tiene un hermano de edad próxima a la suya, un amigo, alguien que le aliente subterráneamente con suficiente comprensión y amengüe esa creciente soledad. Aparece entonces Simón Rodríguez, joven entusiasta, precoz en muchos saberes, carente de dudas, fuerte y enérgico, certero en los rumbos. La realidad psíquica del niño empieza a mortificarse, y crece la confianza; ha aparecido algo así como un hermano mayor. El encuentro fue salvador y oportuno. Y la grabación de la nueva ruta tomó raíces profundas, de garfio y platino, en un lapso creador e ininterrumpido de cinco años, hasta que el maestro vióse forzado a expatriarse. ¿Cuánta savia generadora cabe inyectar en un lustro completo? Rodríguez, fundamentado en las 17


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