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DOMINGUEZ MORANO Carlos

MÍSTICOS Y PROFETAS : DOS IDENTIDADES RELIGIOSAS 2001 1. Identidad e identificación : sus relaciones dinámicas. Como nos dejara ver Freud, sobre todo a partir de Psicología de las masas y análisis del Yo, todo Yo comienza con algo que no es él. Cada Yo, en efecto, se inicia y se consolida a lo largo de su historia a partir y a través de los vínculos que, en la identificación con los otros, van forjando un cuerpo de perfiles y tonalidades singulares. Tras la identificación primaria, anterior a la formación del Yo, en la que lo deseado se incorpora haciéndole formar parte de la propia realidad, las identificaciones posteriores van consolidando la formación de ese Yo. Con posterioridad, el Ideal del Yo se irá formando también a través de las asimilaciones que se realizan de aspectos parciales o totales de los modelos del entorno. La identidad personal ha de ser entendida entonces como el resultado de un proceso de múltiples identificaciones previas por las que los otros llegaron a convertirse en partes de uno mismo. Son estas identificaciones con determinados valores, normas, ideales, modelos, etc. en los que vamos reconociéndonos, los que acaban construyendo eso que denominamos "identidad". Ella es la expresión de una tendencia inconsciente a establecer una continuidad en la experiencia subjetiva, así como a conferir un sentimiento de unidad y de integración en la multiplicidad y dispersión de las previas identificaciones que se fueron llevando a cabo. La conciencia de sí resulta, entonces, del conjunto de los procesos sociales en los cuales el individuo se inserta y a través de los cuales se va constituyendo. Por otra parte, ese grupo social reconoce al individuo como uno de sus miembros y le concede un lugar en su entramado particular. Esa identidad, sin embargo, no es un mero precipitado de las identificaciones llevadas a cabo previamente. Como muy bien señala E. Erikson, la identidad no es una mera suma de las diferentes formas de identificación, sino que constituye una síntesis dinámica resultante de un proceso de asimilación y de rechazo de estas identificaciones previas y de la interacción entre el desarrollo personal y las influencias sociales.


Pero la identidad, además, en tanto que proceso vivo y siempre inacabado, no se constituye desde una plena pasividad por parte del sujeto. Cuenta también como factor esencial la propia decisión en ir dando forma y estilo, "estilo personal" a ese material que la vida ha ido configurando en cada uno. Construcción de sí mismo, pues, en la que articulamos nuestro querer, nuestra decisión y nuestra aspiración ideal con lo que a través de los otros se fue sedimentando en nuestro interior. Es la firma personal con la que rubricamos las identificaciones que se fueron haciendo en nosotros o, también, la firma que negamos, con mayor o menor éxito, a aquellas otras que en el pasado se fueron llevando a cabo en nuestra dinámica personal. Finalmente, la identidad nos posibilita decir y decirnos a nosotros mismos "soy yo", diferenciarnos de los otros y narrarnos, contarnos, ante ese otro para ser por él reconocidos y comprendidos. De ese modo, la identidad se presenta también como un campo de fuerzas, de luchas, a veces de conflictos, en los que se va trenzando el carácter con la disciplina. Un proceso vivo que no se ve nunca concluido sino con la propia muerte. Tan sólo con ella lograríamos llegar a la perfecta y acabada identidad . Místicos y profetas fueron ambos testigos privilegiados de estos modos de construcción personal y reveladores, cada uno a su manera, de dos dimensiones básicas de la identidad religiosa.

2. Místicos y profetas : dos identidades básicas de la experiencia religiosa. La identidad religiosa, en efecto, también se constituye como resultado de esa compleja historia de identificaciones y contra-identificaciones y de ese empeño personal por conferir un sentido a la propia existencia. También ella es el resultado de un pasado del que siempre somos testigos y de un proyecto de futuro que, de modo particularmente característico, imprime su sello en la construcción de este tipo de identidad. Pocas dimensiones humanas, en efecto, se prestan a recoger y aunar las necesidades, deseos, fijaciones y conflictos de nuestro pasado más antiguo con las aspiraciones de futuro, de novedad y cambio y de realización utópica final como lo intenta llevar a cabo la experiencia religiosa. Por recoger los términos en los que se expresó Paul Ricoeur a propósito de su ensayo sobre Freud, lo arqueológico y lo teleológico encuentran en el símbolo religioso un lugar paradigmático en el que articularse. Pasado, presente y futuro se entrelazan así en la identidad del personaje religioso de un modo singular y con una fuerza que, probablemente, no encuentra parangón en otros tipos de identidades, si no es en las determinadas por las ideologías de carácter político. Evidentemente, los modos en los que los referentes religiosos pueden ser incorporados mediante la identificación y posteriormente elaborados de


modo personal pueden ser muy diversos. Y las identidades religiosas, por ello, poseyendo todas en común un modo u otro de religación con lo sagrado, pueden diversificarse en una tipología no siempre de fácil y rigurosa delimitación. El sacerdote, el chamán y el hechicero, el reformador, el monje y el eremita, el santo y el mártir, el maestro y el teólogo, el fundador, el místico o el profeta son personajes religiosos que la fenomenología de lo sagrado ha diferenciado entre los más significativos. Pero dentro de ese conjunto multiforme, se ha intentado también delimitar cuáles serían los que de modo paradigmático representarían mejor las dimensiones más esenciales de la experiencia religiosa. La tarea, evidentemente, no resulta nada fácil, sobre todo, si tenemos en cuenta la dificultad para contar con un criterio suficientemente comprensivo en la multiplicidad de variedades que la experiencia religiosa nos ofrece. Entre los intentos realizados por la fenomenología de la religión, no cabe duda que resulta particularmente significativa la representada por F. Heiler, que diferencia dos orientaciones fundamentales de la experiencia religiosa. Ellas serían, precisamente, la mística y la profética. Esta tipología, como reconoce el gran fenomenólogo Gerardus Van der Leeuw, encontró aceptación entre numerosos investigadores y parece presentar particulares sintonías con la óptica psicodinámica. Esas dos orientaciones básicas de las formaciones religiosas ponen de manifiesto dos formas de representarse y vivenciarse la relación con lo sagrado con la que el sujeto humano entra en contacto, así como la particular relación con el mundo que se deriva de ese contacto peculiar. La religiosidad de carácter místico propondría, esencialmente, la unión del ser humano con lo sagrado, en cuanto realidad única en la que el sujeto debe integrarse. La religiosidad profética, sin embargo, sin dejar de afirmar el valor de lo sagrado, realiza está afirmación a través de las posibilidades humanas y se propone como meta una relación con Dios a través de la realización de los elementos personales. Las religiosidades místicas, según los análisis fenomenológicos del hecho religioso, tenderían por lo general a mostrar un carácter más individualista y se caracterizarían fundamentalmente por una posición tolerante y por unos modos de oración en los que prevalece el ideal de la unión extática. Las religiosidades proféticas, por su parte, insisten más en la exigencia ética del compromiso religioso, tienden al establecimiento de instituciones sagradas bien definidas y proponen formas dialogales de oración. Como tendremos ocasión de comprobar, esta tipología de la experiencia religiosa se articula particularmente bien con lo que el psicoanálisis nos ha mostrado sobre las fuentes psíquicas fundamentales de la experiencia de fe.


3. La identidad mística. La experiencia mística, cualquiera que sea su expresión e incluso considerando la posibilidad de una experiencia mística meramente profana, parece tener como objetivo esencial la búsqueda de una unión que rompe los límites del Yo y, de ese modo, se sumerge en una realidad vivida como plenificante. De ese modo, la experiencia mística parece guardar en su seno un intento de recuperación de los orígenes mismos de la existencia, aquellos en los que no existía aún la distancia ni la diferencia que nos constituye como sujetos. Si el místico posee la capacidad para asumir la imposibilidad de que tal aspiración llegue a realizarse plenamente, será una cuestión importante a la hora de diferenciar la auténtica experiencia mística de la del pseudomístico o iluminado. Sobre ello vendremos más adelante. El corte del cordón umbilical nos convirtió a todos en "seres separados". Aquella separación física, biológica que tuvo lugar el mismo día de nuestro nacimiento, necesitará, sin embargo, de unos largos y complejos procesos psíquicos para llegar a ser integrada, garantizando así nuestra constitución como sujetos, seres con una identidad propia y específica en cada uno. Nunca, sin embargo, ni siquiera mediante el acceso al nivel de lo simbólico, de la cultura y del lenguaje, esa separación llegará a eliminar la sed de los orígenes, en la búsqueda de un encuentro que venga a satisfacer unos primitivos deseos de unión fusional. Somos así, seres separados, en una perpetua búsqueda de unión que, últimamente, remite a la primitiva y ya por siempre imposible fusión de los orígenes. En ese tipo de experiencia unitiva, que es la que late en el trasfondo de la vivencia mística, no existe ninguna otra realidad sino la del objeto amado y encontrado. El mundo exterior se desvanece por ello y la unión, que aspiraría finalmente a romper todo límite, parece remitir a una totalidad primera, anterior a la separación, que, sin embargo, se muestra ya como imposible. La experiencia mística es esencialmente vínculo, relación, contacto amoroso con una realidad inmensamente valorada y concebida como el centro secreto más íntimo de la existencia y como fuente permanente de la misma. Ya desde el análisis efectuado por Freud a propósito del sentimiento oceánico, la mirada del psicoanalista tendió a remitirse a los primeros estadios de la vida para comprender del mejor modo lo que allí se le mostraba. Se habló entonces de la voz del origen, de una activación de la primitiva y gozosa fusión en un objeto, vivido como totalidad indiferenciada. La primera relación con lo materno, obviada por Freud en su análisis del sentimiento oceánico, apareció, sin embargo, muy pronto como la clave fundamental para entender ese particular estado de conciencia.


Prescindiendo todavía de su eventual carácter sano o patológico, lo que esta orientación psicoanalítica puso de relieve es que la experiencia del místico no puede comprenderse sin tener en consideración esos primeros estadios del desarrollo en los que se configura la relación con el objeto materno. Es ahí donde encontraríamos la clave fundamental para comprender la relación de objeto que mantiene el místico con su Dios. Que sólo se trate de una activación de esos primeros estadios infantiles o que, a partir de ellos, se haya evolucionado madurativamente hacia otro tipo de relación con el objeto representado (Dios, lo Uno, lo Sagrado, etc.), es otra cuestión sobre la que posteriormente vendremos. El hecho es que esa experiencia religiosa no sería ni posible ni comprensible si no hubieran tenido lugar en los primeros estadios de la vida unos modos determinados de relación con la figura materna, a partir de los cuales se van elaborando internamente los objetos mentales básicos de nuestra vida, Dios también entre ellos. Así, pues, desde este punto de vista habría que afirmar que quien no se pudo sentir radicalmente confiado y abandonado en unos brazos maternales, difícilmente podrá experimentar en el futuro una confianza y un abandono placentero en la realidad creída de Dios, lo Uno o lo Absoluto. El soporte de la experiencia mística de unión con la totalidad de lo sagrado no puede ser otro sino el de esa primitiva unión que se experimentó con lo materno. Antiguos terrores habidos también en esa primera relación impregnarán, igualmente, las representaciones religiosas, sean bajo la figuración de dioses o de demonios. Si la experiencia mística encuentra como sustento las vivencias primeras de unión con la totalidad materna, se comprenderá entonces que el espacio simbólico que mejor la representa sea el de la celda. Es un espacio íntimo, tan sólo accesible desde el apartamiento de los estímulos externos, donde se realiza esa experiencia íntima de encuentro. La realidad externa, en todo caso, si se hallara presente, participaría tan sólo a modo de soporte, estímulo o invitación para encontrar al Otro en la más honda interioridad. Es allá en lo más profundo del propio ser donde la experiencia se realiza. De ese modo, los otros necesariamente se desdibujan y ausentan para dejar paso al único Otro añorado y encontrado en la vivencia unitiva. Toda la realidad, la de la naturaleza y la de la historia han de quedar así emplazados a modo de peldaño o de puente intermediario para que se haga posible el acceso al que se encuentra más allá y que tan sólo en el más acá de uno mismo se hace perceptible. Desde aquí se acierta también a comprender el papel que la dimensión femenina juega en la identidad mística. Dimensión femenina que con frecuencia se ha dejado ver de modo explícito en los textos de los grandes


místicos, bien sea en la descripción de experiencias en la que se resaltan los componentes femeninos de la divinidad (Dios es Padre y también Madre, señalaba ya Maestro Eckhart ), como -lo que, sin duda, resulta más significativo- en la adopción de una posición femenina respecto a Dios, con independencia de que esta posición sea adoptada por hombres o mujeres y, desde luego, desde una total independencia de la cuestión de géneros o de orientación psico-sexual. Como señala Michel de Certeau, la elaboración teórico-mística es esencialmente el resultado de experiencias femeninas y tiende a recordar por medio de experiencias femeninas que hay algo que no depende de la diferenciación sexual. Desde una perspectiva psicoanalítica se puede fácilmente comprender que las primeras vinculaciones con lo materno se hagan presentes en la experiencia y en la identidad del místico. En las primeras vinculaciones afectivas se produce un enlace con el objeto a modo de incorporación oral que acaba configurando la primera identidad del sujeto. Es la identificación primaria que, en palabras de Freud, constituye la forma más primitiva de enlace a otra persona y debe ser considerada como anterior a toda elección de objeto o reconocimiento de éste como fuente de placer. Todo ello se lleva a cabo con total independencia del género masculino o femenino del sujeto. Más adelante, se sea niño o niña, el individuo se verá obligado a separarse de la madre como condición para acceder al género y al reconocimiento de la diferencia. Permanecerán para siempre, sin embargo, tanto en el hombre como en la mujer, unas identificaciones con lo materno femenino, que en el caso del místico parecen quedar canalizadas en su especial vinculación con lo sagrado. Atended y observad con aplicación -dice Maestro Eckhart- si el hombre fuera siempre virgen, no daría ningún fruto. Para hacerse fecundo es necesario que sea mujer. "Mujer"es la palabra más noble que pueda atribuirse al alma y es mucho más noble que "virgen". Sólo de este modo, en efecto, el alma puede abrirse a Dios, concebir y dar nacimiento en ella al Verbo Divino. Esa posición femenina (el "goce Otro", goce no fálico que, según J. Lacan, se encuentra en los hombres incluso mejor que en las mujeres ) es la que, en tantas ocasiones y, a veces, tan burdamente confundida con una cuestión de orientación sexual, se ha resaltado en la inspiración mística y poética de San Juan de la Cruz, en su identificación del alma como esposa y como amante del amado. Evidentemente, la relación establecida entre el deseo de Dios y las primeras vinculaciones afectivas con la imaginaria totalidad de lo materno plantea de inmediato serias interrogaciones sobre el valor de las experiencias místicas, sobre su carácter de mera derivación de un deseo infantil y sobre sus posibles dimensiones patológicas. La respuesta a estos interrogantes, sin embargo, no se podrá llevar a cabo sin plantearse


previamente la necesaria transformación a la que debe someterse el deseo a partir de la intervención del símbolo paterno. Es a través de él como podrá abrirse paso la intersubjetividad, allí donde antes tan sólo existía la omnipotencia devastadora del narcisismo infantil, que reduce al mutismo toda posible alteridad. El modo en el que se haya podido llevar a cabo la incorporación del símbolo paterno, la capacidad, por tanto, que se haya ido adquiriendo en la aceptación de la distancia y de la diferencia, marcarán indefectiblemente la cualidad de todo encuentro y de toda comunicación posterior. También con Dios. Y a propósito de la experiencia mística habría, por tanto, que acordar que sólo cuando dicha experiencia se presenta como una superación de una mera búsqueda fusional con lo materno, podrá convertirse en una vía de acceso al Otro. La experiencia mística, entonces, más allá de la necesidad, podrá surgir como una posibilidad del deseo. Mostrará la marca de la función paterna plenamente establecida en la aceptación de la distancia y la diferencia con el objeto amado. A esto no acertó el alumbrado o iluminado que, en una aspiración exclusiva a fusionarse con la totalidad, ignora la separación que nos constituye y que posibilita el auténtico encuentro con la alteridad. Por eso, el iluminado se niega a reconocer la ausencia, el silencio y la ocultación del Otro. Necesita de una presencia ininterrumpida que imaginariamente se crea, que le absorbe y que, por eso mismo, le incapacita también para establecer auténticos lazos y vínculos con la realidad de su entorno. Sin embargo, todos los grandes místicos dejaron patente no solo su capacidad para asumir la distancia y la diferencia con el objeto amado, sino también su conciencia de pertenecer a una comunidad histórica concreta con la que se mostraron comprometidos, tanto en la participación de las creencias y ritos comunes al grupo, como en la aceptación de las representaciones de autoridad (confesores, directores espirituales, jerarquía eclesiástica, etc.). El alma humilde -advertía Juan de la Cruz- no se atreve a tratar a solas con Dios, ni se puede acabar de satisfacer sin gobierno y consejo humano... no quiere Dios que ninguno a solas se crea para sí las cosas que tiene por de Dios, ni se confirme ni afirme en ellas sin la Iglesia o sus ministros. Pero es, sobre todo, en el empeño transformador de la sociedad y de la Iglesia particular que les había tocado vivir, donde la identidad mística se diferencia más netamente de la del iluminado y en donde encuentra su mejor punto de intersección con la identidad del profeta. La experiencia mística se presenta como el pivote en un camino que tiene su meta en una acción y un compromiso con su entorno. No es una isla para el gozo y la satisfacción a modo de reclusión en un seno materno, sino que opera como un oasis o un reposo en medio de un camino, a veces de desierto, a


veces plagado de dificultades, en la realización de un compromiso histórico. La intersubjetividad, como expresión de un deseo que ha sido previamente estructurado y organizado en la renuncia a la omnipotencia infantil, se abre paso así tanto en el hablar como en el actuar de la identidad del místico.

4. La identidad profética. Pero si el sentido de pertenencia a una comunidad y el compromiso histórico con ella autentifica a la experiencia mística, en el caso de la identidad profética, ese compromiso social adquiere el carácter de contenido nuclear en su estructura. El profeta es, esencialmente, quien oye una palabra que proviene de la divinidad y se ve obligado, frecuentemente a su pesar, a transmitirla en el grupo social en el que le tocó vivir. El profeta es el portavoz de un mensaje divino que se hace necesario transmitir mediante una acción transformadora y salvífica. El profeta, por eso, no expresa sólo la presencia envolvente del Otro que caracteriza a la vivencia de unión mística. En su particular experiencia, ese Otro pronuncia una palabra para ser dicha, revela un mensaje que ha de ser transmitido a la comunidad en la que él se inserta. El profeta se convierte así en el portavoz de una locución que le viene de fuera para ser fuera pronunciada. La divinidad, por ello, irrumpe y se hace con la persona del profeta, no tanto para comunicarse con él en la intimidad, sino para hacerle pronunciar su palabra salvífica. Lo decisivo en este tipo de relación no es, por tanto, que Dios se comunica haciéndose sentir, sino que Dios habla para que se hable. El profeta, por eso, no habla de su propia cosecha. Subraya siempre el origen divino de su mensaje : "Así dice el Señor", "esto me hizo ver el Señor", "oráculo del Señor", son fórmulas consagradas que expresan la conciencia que tiene de ser un mero transmisor de la palabra oída. Y al mismo tiempo, la palabra transmitida conlleva siempre la exigencia de una acción transformadora de la historia. El profeta, como se deja ver de modo paradigmático en la figura de Moisés, es el hombre de la acción, más exactamente de la liberación. De modo particularmente relevante, aunque no único, en el profetismo de Israel la palabra de Dios se hace presente no sólo como intérprete de la historia, sino también como creadora de la misma. Es por ello una palabra exigente que cuestiona una situación histórica particular y que impulsa al cambio de la misma.


Pero el profeta, no es tan sólo un sujeto que oye una palabra que pasivamente transmite a los demás. Es portavoz, pero es un portavoz que previamente ha pronunciado también una palabra de respuesta y que, a veces, muy a su pesar, asume de modo personal una misión terrible a desempeñar. De ese modo, el profeta elabora su propia identidad en la respuesta a la palabra que ha escuchado. Su Yo se constituye y se define por la posición que adopta de responder a una palabra que le viene de fuera. Como magistralmente nos lo hizo ver Paul Ricoeur, el profeta es un sujeto que constituye su identidad como ser llamado y convocado. Es un Yo que responde, un Yo, por tanto en relación, opuesto radicalmente al sentido de la hybris filosófica de un Yo absoluto, fuera de relación y de escucha. La palabra del Otro ("Yo te envío", "ve y diles...") instaura la identidad misma del enviado, frecuentemente llamado por su nombre y autentificado en su misión profética. Mediante la llamada y su respuesta, el profeta queda singularizado entre los suyos. No es la voz de un "Yo-nosotros" como en las alabanzas del salmista bíblico. Su llamada le distingue en medio de la comunidad y le constituye en excepción. Y si la llamada le aísla de su condición, de su paisaje y de su deseo, el envío le ata y le religa de nuevo al pueblo. Pero ya con una identidad marcada : la del portavoz de una palabra liberadora. Si en la experiencia y la identidad del místico no es difícil rastrear los componentes de las primeras relaciones materno-filiales, tampoco lo es en la experiencia e identidad profética rastrear los componentes de las relaciones paterno-filiales. Explícitamente Dios aparece en el discurso de los profetas como imagen y figura del esposo y del padre. Esposo del pueblo que hay que reconducir y padre también de ese mismo pueblo y del profeta que habla en su nombre. El espacio simbólico de la identidad profética no será, por tanto, el del espacio íntimo y recogido de la celda, como en el caso de la experiencia mística. No es un espacio impregnado de resonancias materno-filiales. Su espacio paradigmático será el de la plaza : Allí donde transcurre la vida social, en ese entramado de relaciones interpersonales tejido por la vida política, económica y cultural. Es el espacio de la historia y de su devenir donde la palabra paterna de Dios le encamina y le misiona. Como atinadamente lo expresó el fenomenólogo G. Van der Leeuw, la madre crea la vida, el padre la historia.


El Dios de los profetas, también como la figura del padre, representa la exigencia, la ley, la exhortación o la acusación e, incluso, el castigo. Es un Dios que enuncia una palabra (el dabar) que crea, engendra y organiza el mundo y la historia. Simultáneamente, el mismo Dios, tal como acontece también en la figura del padre, se presenta como el modelo que debe conformar la identidad de su pueblo, reconocido así con la identidad de hijo. Toda una dimensión esencialmente superyoica y paterna (aunque en alguna ocasión se nos muestre también con inequívocos rasgos maternos, como en Is 49,15) se deja ver así con una insoslayable relevancia en la representación de Dios que nos muestran los profetas. No es de extrañar, por tanto, que la identidad profética se haya mostrado con mayor fuerza y relevancia en el seno de las grandes religiones monoteístas, donde la representación de Dios se ha constituido de un modo fundamentalmente masculino, paterno e, incluso, patriarcal. Al mismo tiempo, ese Dios esencialmente masculino y paterno, a diferencia del de la representación mística, moviliza actitudes y comportamientos nítidamente ligados a los componentes masculinos de la personalidad. Y si estos componentes masculinos (como los femeninos) puede manifestarse tanto en hombres como en mujeres, es cierto que la identidad profética, históricamente, se ha visto ligada preferentemente a un mundo de varones. Pero no podemos olvidar tampoco que si se pueden manifestar grandes ambigüedades en las representaciones maternas que sustentan la experiencia mística, también la ambigüedad se puede traslucir en el caso de las representaciones paternas que laten tras las identidades proféticas. Un distinto registro, imaginario o simbólico, en estas representaciones parentales puede dar lugar también a profetismos de signos muy diferentes. Distinguir profetas de pseudoprofetas (como diferenciar a los místicos de los iluminados) ha sido siempre por ello una cuestión ardua, pero siempre obligada a lo largo de toda la historia. No deja de resultar significativo en este sentido la evolución que, dentro de la historia de Israel, se advierte desde el profetismo inicial hasta el de los grandes profetas del llamado siglo de oro (VIII a C.), con figuras como Amós, Oseas, Isaías o Miqueas. Es manifiesta la evolución que va desde un profetismo inicial que esencialmente revela la búsqueda de una seguridad personal mediante la magia o la adivinación del futuro, hasta el encuentro con una responsabilidad histórica, comprometida con la colectividad, que caracteriza al profetismo posterior. La preocupación por la justicia, por el establecimiento de una sociedad digna de Dios y de sus hijos los seres humanos van conquistando así el centro del profetismo judío y del antiguo Oriente próximo, despojándolo de esos otros elementos más primitivos, que parecieran manifestar una representación


de Dios en claves más infantiles e imaginarias. Fácilmente se puede discernir el proceso que va conduciendo desde una concepción profética centrada en la adivinación y la magia hasta el diálogo, la colaboración y el compromiso moral. Como acertadamente afirma José Luis Sicre, el profetismo bíblico evoluciona desde el desciframiento de enigmas hasta el descubrimiento de una misión. La renuncia a los sentimientos infantiles de omnipotencia, el acceso a una estructura dialogal, la orientación hacia una realidad histórica y contingente, parecen mostrar así la diferente representación paterna que preside el auténtico profetismo, tan diferente por ello del carácter imaginario y pre-edípico que late en las figuras de adivinos, magos y falsos profetas. Dios se deja ver así como alguien que llama, que demanda una respuesta libre y personal y que, mediante el diálogo que se establece, garantiza el cambio, el crecimiento y el desarrollo de un pueblo, reconocido por Él como esposa o como hijo. La representación paterna que se trasluce esencialmente en el Dios de la Alianza no es la de quien garantiza una mera protección y auxilio, ni siquiera la de la elección, sino la que establece un proyecto en cuya realización el ser humano es convocado como sujeto responsable. Los registros imaginarios o simbólicos dejan ver así sus diferencias en estas diversas modalidades de profetismo bíblico. Estamos lejos, de ese modo, de esa parodia del profeta que es el fanático y que, como nos recordara el doctor Daniel Sibony, engulle a la divinidad, considerándose a sí mismo, no como portavoz de la misma, sino como la misma voz del Absoluto. El profeta, a diferencia del fanático, sabe que Dios le precede y vive por ello atento a su palabra de la que, como hemos visto, es tan sólo su transmisor. Conoce y acepta su diferencia con Dios y no se identifica nunca con la totalidad que Él representa. Por eso también su violencia se diferencia de la del fanático. Por grande que ésta pueda ser (recordemos las terribles amenazas y acusaciones de un profeta como Amós) el profeta dejará siempre un lugar para la esperanza. Destruye y arrasa para volver a edificar o plantar. E, incluso, cuando anuncie que el árbol será talado, mantendrá un margen de esperanza con la promesa de un pequeño tocón, de donde volverá a resurgir la vida (Is 6,13). El profeta no enciende ni incita a encender hogueras contra los diferentes. Porque el profeta articula su relación a la verdad como mediación de un Padre en favor de sus hijos, nunca como autodefensa de su propia inflación narcisista, que es el caso del fanático. Igualmente, el profeta pone de manifiesto una representación de Dios como padre muy diferente también de la que podemos reconocer en el leguleyo, o en quien podríamos denominar "sacrificante", en contraposición al sacerdote u "oferente". Leguleyos y sacrificantes, anclados en su ambivalencia de amor-odio frente a lo paterno, construyen


necesariamente un Dios que se les opone y frente al cual no cabe sino una relación de rebelión permanente o de perpetua sumisión. Es una relación marcada por ese subterráneo "o tú o yo" edípico, que impone una espiritualidad de constante (y costosa) afirmación de lo divino como necesaria negación (y nunca aceptada) de lo humano. El sacrificante, de este modo, no devora la divinidad como el fanático, ni se pierde en ella como el alumbrado. Vive en una permanente oscilación, en la que alternativamente sucumbe o el todo de la divinidad o la propia totalidad soñada. Y desde esta ambivalencia, la agresividad y la culpa impregnan su interioridad. Una agresividad que se desplaza y se oculta bajo el ritual del sacrificio, como lugar donde, simultáneamente, anuda el odio al otro y la vuelta de ese odio contra sí mismo bajo la forma de culpa. La mortificación (mortem facere) preside la experiencia religiosa del sacrificante. "Tú eres, yo no soy" parece proclamar en su ritual o en su ascesis. "En reconocimiento de ello me ofrezco y me destruyo simbólicamente en el don presentado y sacrificialmente destruido". La espiritualidad queda impregnada por una magnificación y sacralización del dolor. Es la hora de Simón el estilita. Son otras muchas las patologías que todavía se podrían referir a propósito de las representaciones de Dios ligadas a las representaciones paternas. Pero en esta ocasión nos interesan más las identidades que las patologías. En razón de ello, volveremos a las identidades de místicos y profetas para profundizar en sus aspectos comunes y en lo que ellos nos revelan de la identidad del hecho religioso en su conjunto.

5. La "Ruah" y el "Dabar" : Espíritu y Palabra. Señalábamos anteriormente que la identidad mística mostraba un punto claro de intersección con la profética en el hecho de que en ella ocupó siempre un papel de relevancia el compromiso con la comunidad en la que el místico se insertaba. Del mismo modo podemos verificar también que la dinámica del profetismo no es ajena a una experiencia íntima de comunión con Dios que es obligado calificar como genuinamente mística. Por una parte, contamos con el hecho constatado por toda la investigación sobre la existencia de un tipo de profetas que, esencialmente, llevan a cabo su misión a partir de unas experiencias de claro carácter místico. La danza, la música, también el sexo, se constituyen en base de experiencias de carácter místico para los profetas que abundaron en Egipto y Mesopotamia y florecieron abundantemente en Fenicia o en Irán. También en Grecia, la divinidad invade místicamente a Tiresias y a Casandra para que profeticen el futuro.


En el profetismo hebreo, la experiencia mística muestra, en general, unos rasgos diferentes. Se ve menos ligada a los misterios y a fenómenos paramísticos extraordinarios, pero aparece también claramente implicada en la experiencia original que anima a los grandes profetas. De modo particular, los textos relativos a la vocación profética dejan ver siempre un tipo de experiencia que sólo se puede entender como un encuentro de claro carácter místico entre el Dios que llama y el profeta que escucha, se sorprende, se resiste y acaba, finalmente, respondiendo a la llamada. Y también algunos profetas bíblicos como Elías, Eliseo o Ezequiel participaron de un tipo de experiencias unitivas con participación de elementos paramísticos del tipo de éxtasis, trances o vivencias de posesión, análogas a las de los profetas místicos de otras áreas socioreligiosas. El simbolismo conyugal, tema favorito del profetismo en Israel (Is 62,5; Jer 2,2; Ex 16,8; Os 2,4; 2,18) y, como sabemos, tan prototípico también en la historia de la mística, revela igualmente esa dimensión unitiva que la experiencia profética comporta siempre en sus orígenes. Así, pues, si el místico muestra la autenticidad de su experiencia en su capacidad para entrar en el juego de la intersubjetividad, experimentando su comunión con Dios como indisociablemente unida al compromiso con la comunidad humana en la que se inserta, del mismo modo, el verdadero profeta deja ver también que la misión histórica a la que es convocado no es independiente del vínculo íntimo que experimenta con su Dios. En definitiva, ambos no hacen sino poner de manifiesto dos dimensiones básicas del hecho religioso que necesariamente se implican y que, de un modo u otro, se hacen presente en toda dinámica creyente. Mística y profecía se muestran así como dos componentes ineludibles y esenciales de la identidad religiosa en su conjunto. A este respecto resulta particularmente revelador el análisis de los dos modos básicos en los que se lleva a cabo el diálogo bíblico entre lo divino y lo humano. Comprendidos desde una óptica psicodinámica parecen encajar con singular armonía en las consideraciones previas realizadas sobre las dimensiones maternas y paternas latentes tras las identidades místicas y proféticas. Esos dos modos de comunicación de Dios con lo humano se expresan en la tradición bíblica mediante los términos Ruah y Dabar. Ruah (pneuma, en griego) es el espíritu, "la espíritu" tendríamos más bien que traducir, pues sabemos bien el carácter femenino que este término comporta en hebreo. El Dabar (logos, en griego) es la palabra y posee un carácter esencialmente masculino. Son las dos formas fundamentales en las que se realiza la revelación de Dios a los seres humanos. Dos formas que son


constantes y contemporáneas entre sí dentro del conjunto de la tradición bíblica. Según Neher, la palabra, el Dabar, es la madurez de la Ruah; es la demostración de su buen fruto, de que su fuerza ha sido organizada y estructurada convenientemente evitando el peligro que, también la tiene la Ruah, de desembocar en mera locura. La Ruah aparece como una fuerza que da lugar a un tipo de experiencia que no puede ser descrita, comprendida ni evaluada. Como en los sueños, las visiones o el éxtasis, el relato se realiza siempre en primera persona : he soñado, he visto... son las formas habituales de expresión que manifiestan la extrema subjetividad de la experiencia. La participación es inmediata. Por ello, la Ruah de Dios y la Ruah del ser humano se presentan como una realidad única, de alguna manera idéntica. En la experiencia del Dabar, sin embargo, se esboza el sentimiento de una separación. La palabra implica una distancia que se intenta cubrir mediante la voz. Dios y el ser humano aparecen como seres diferenciados. El Dabar, señala Neher, es diálogo. El Ruah, no es más que prólogo. Nos encontramos, sin duda, con dos registros diferentes en los que el ser humano organiza su relación con el mundo y con dos registros con los que igualmente puede recibir la revelación de Dios. Ambos parecen remitir a estadios evolutivos diferentes y a registros tópicos diferentes también. En la Ruah, resuenan los modos primeros de relación con el mundo, descritos a propósito de las experiencias místicas, mientras que en el Dabar, parecen haber entrado en juego componentes psíquicamente más evolucionados, como son los del lenguaje, el pensamiento y la palabra. Algo que se inicia cuando la fuerza inicial del deseo se estructura y organiza a mediante la incorporación del símbolo paterno. Tan sólo así es posible la asunción de esa separación que nos constituye como seres humanos. La Ruah -nos informa Neher- puede ser equívoca en su inherente subjetividad y guarda una relación íntima con la visión. El Dabar es, por el contrario, objetivo y preciso, situándose en el nivel de lo lingüístico, lo cognitivo y racional. Encontramos así un claro paralelo entre la Sachvorstellung (la representación cosa) y la Wortvorstellung (representación palabra) diferenciados por Freud para referirse a los modos de expresión propios de los sistemas inconsciente o preconscienteconsciente. La primera (esencialmente visual) deriva de la cosa, la segunda (esencialmente acústica) deriva de la palabra. Esta distinción, como sabemos, tiene para Freud un alcance teórico (metapsicológico) importante, por cuanto que el sistema Preconsciente-Consciente se


caracteriza por el sistema de representación-palabra, mientras que el sistema Inconsciente sólo comprende representaciones-cosas. El diverso registro tópico se evidencia, pues, en estos dos modos diferentes de relación y contacto. La Ruah crea una dimensión pre-dialogal que hace participar al ser humano en la realidad de Dios. En el Dabar, sin embargo, encontramos ya un reparto riguroso de papeles, un auténtico diálogo. El Señor hablaba a Moisés lo mismo que habla un hombre con otro hombre (Ex 33,11) : es decir, Dios y el ser humano aparecen como entidades esencialmente diferentes, guardando una distancia, respetando una separación. El conocimiento por el espíritu es una invitación; un impulso que orienta al ser humano hacia Dios. La Ruah, pues, parece encontrar su lugar de contacto y de expresión a través de la vertiente mística, femenina y materna del ser humano. Impulsa hacia Dios en un encuentro que aspira a la fusión. Provoca el entusiasmo. Pero también puede desembocar en mera locura. El conocimiento por la palabra, sin embargo, prepara para el diálogo, la réplica o la respuesta. No es posible sin el impulso y la fuerza del espíritu. No hay Dabar, palabra, sin Ruah, espíritu. Pero no basta con la Ruah para que el Dabar pueda establecerse. Desde la óptica psicoanalítica se podría afirmar que sólo mediante la incorporación del símbolo paterno el Dabar se hace posible y se libera del extravío y de la locura a la que la Ruah puede conducir. Ruah y Dabar, espíritu y palabra, se nos presentan así como dos dimensiones esenciales de la revelación de Dios al ser humano y como dos dimensiones esenciales también en las que el ser humano entra en contacto y relación con Dios. Mística y profecía, espíritu que une y palabra que asume la distancia, aparecen como dos modos básicos que necesariamente han de articularse para configurar la identidad religiosa, en tanto que identidad de una relación, de una "religación", en comunión (espíritu) y diálogo (palabra) entre lo humano y lo divino. En ese encuentro y religación, la Ruah que no desemboca en Dabar, la mística que no incorpora la dimensión profética, fácilmente deriva en pura subjetividad, en dinámica de regresión, en puro extravío o, incluso, en locura. Por su parte, el Dabar, la palabra profética como palabra escuchada y transmitida, difícilmente podría llegar a establecerse en autenticidad si no está dinamizada por la fuerza de la Ruah, del espíritu que impulsa y busca el encuentro y la unión.

6. La irrupción de lo "Otro" y la transformación de la identidad.


Místicos y profetas, en sus distintas vertientes de la identidad religiosa, poseen algo en común : ambos son testigos de la irrupción de un Otro que les trasciende y en cuyo contacto se transforman, modificando y estructurando su identidad personal. El místico experimenta un Otro que irrumpe en él desde lo más hondo de su interioridad. Ese Otro da lugar a la vivencia de un "exceso", de una "ebrietas", que presta a la experiencia mística ese carácter de inefabilidad y que, por ello mismo, tan sólo se hace traducible como poema, como canto, como llanto, como grito o, como en el caso de Ignacio de Loyola, como "loquela", balbuceo prelingüístico en forma de afásica enunciación de lo que le sobreviene, sin que sepa muy bien de dónde. Irrupción de un Otro que produce un estado excepcional, de tal intensidad afectiva, que da lugar a un apartamiento del resto de la realidad y a una cierta incapacidad para percibir e interesarse por el resto de lo real. Quien mejor lo expresó fue Juan de la Cruz, que pudo decir : Ya no guardo ganado/ ni ya tengo otro oficio/ que ya sólo en amar es mi ejercicio... Diréis que me he perdido/ que, andando enamorada/ me hice perdidiza y fui ganada. La irrupción del Otro en el místico posee, en efecto, un carácter tan radical que su experiencia no puede ser dicha sino operando una fuerte violencia en el lenguaje : Sólo así lo indecible, resultado de la experiencia de Ruah, se puede hacer presente en lo que se dice, en el Dabar. Sólo, por tanto, haciendo funcionar al lenguaje de otro modo, puede el místico dar cuenta de ese "exceso" que experimenta con la irrupción en su vida del radicalmente Otro. Una experiencia que provoca una especie de enajenación respecto a su realidad cotidiana y que, de ese modo, viene a poner en entredicho y en crisis su anterior identidad . El místico ya no será el mismo tras la visita de ese Otro con el que así se ha sentido amorosamente vinculado. También el profeta se ve invadido por la presencia de un Otro que irrumpe en su vida provocando un trastrocamiento profundo de su ser y de su actuar. A diferencia del místico, el profeta no describe esta visita del Otro como emergiendo de su misma interioridad. Lo hace, más bien, como referencia a una voz que le viene de fuera. Una voz inesperada, sorprendente y, por lo general, inquietante. No se caracteriza, esencialmente, como en la experiencia mística, por una tonalidad afectiva y amorosa. Más bien, aparece como palabra que invoca, exige y llama a la realización de una difícil empresa. Esa palabra que le llega, le arranca de su cotidianidad, de su condición, de su paisaje y de su deseo. No es el susurro acogedor y envolvente de una madre amorosa; es la voz potente de un padre que llama y que induce una experiencia de asimetría entre la grandeza de quien envía y la pequeñez de quien se siente convocado : ¡Ay


de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros... he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos (Is 6, 5), ¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho (Jer 1, 6). Todo acaece, en efecto, de un modo muy diferente a como ocurre en el místico. La irrupción del Otro en la vida del profeta se establece con frecuencia bajo la modalidad de una lucha desigual, que acaba siempre con la victoria del espíritu y la palabra del que adviene. El sujeto convocado puede expresar su repulsa, como en el caso de Moisés o Jeremías (Ex 3-4; Jer 20, 7-9); puede declarar incluso su intención de huir, como en el caso de Jonás (Jon 1, 2-3) o, puede, como también Moisés, manifestar su deseo de morir (Ex 32, 32, Num 11,15). Pero, finalmente, el diálogo y la llamada acaba imponiéndose con el reaseguramiento previo de que el profeta no se verá solo en el proyecto : Yo estoy contigo (Jer 1,8). Toda la identidad del profeta experimenta así una auténtica conmoción. Su vida entera se va a ver radicalmente perturbada y descentrada respecto a lo que hasta entonces había sido su cotidiano paisaje vital. Arrancado de su familia, de su ambiente, de sus condiciones de vida. Transformado en su mentalidad y sustraído a su propio Yo, el profeta se convierte en otro hombre. Dice lo que jamás ha pensado y anuncia lo que siempre ha tenido miedo de decir. Antes de irritar a los otros, son roídos por dentro en un desarraigo profundo que les obliga a condenar lo que aman, como en el caso de Jeremías (Jer 20,15; 31,15; 31,20) o a tener incluso, como en el caso de Ezequiel, que vencer sus escrúpulos comiendo un alimento impuro cocido sobre excrementos humanos (Ez 4, 12-15). No llega el Dios de los profetas como llega el Dios de los místicos. No invade amorosamente proporcionando una experiencia de gozo y de felicidad inimaginable, sino que aparece como voz que llama, exige y convoca para un proyecto difícil de transformación histórica. La muerte, incluso, puede ser su final. Pero tanto místicos como profetas, a pesar del diferente modo de irrupción que el Otro hace en sus vidas, ambos desencadenan por igual el recelo, la resistencia y el rechazo de quienes se relacionan con ellos. La radicalidad de ese Otro que ellos manifiestan en sus vidas, cuestiona de modo diferente, pero con la misma intensidad los esquemas y referencias de los que le acompañan. Como en aquel film memorable, Teorema, de Pier Paolo Pasolini, en el que la visita del Otro se presenta como una absoluta alteridad que viene a romper y a desquiciar la vida aparentemente "equilibrada" de los que vivían instalados en "el discreto encanto de la burguesía".


El místico inquieta a la institución religiosa en la que, sin embargo, él se siente y se empeña en pertenecer. Su experiencia de Dios sobrepasa de tal modo las construcciones teológicas habituales que necesariamente cuestiona los esquemas celosamente preservados la ortodoxia oficial. También el místico testimonia de modo inquietante que, para acceder a ese Otro, es obligado un despojo total de las propia mediaciones, a las que la institución, sin embargo, tiende tan fácilmente a absolutizar. Sabe que ese Otro con quien ha entrado en contacto está más allá de toda teología y de todo magisterio, pues es Dios -como dice Juan de la Cruzinaccesible y escondido. Por ello, la institución fácilmente se pone en guardia ante esa Nada a la que, últimamente, nos remite el místico. Ruego a Dios que me vacíe de Dios . Sabía lo que decía Maestro Eckhart cuando así rezaba. Pero su expresión no puede dejar de inquietar a quienes sobre Dios pretender tener un saber que les proporciona una total seguridad. Como acertadamente puso de manifiesto Michel de Certeau, el lenguaje del místico se sitúa en el orden de la enunciación, es decir, como relación al Otro o a los otros. Un orden diferente del de la institución (religiosa o de cualquier otro tipo) que necesariamente utiliza un lenguaje situado en el orden de los enunciados, es decir, como relación a las cosas. La enunciación supone la asimilación de la lengua por un "yo" que se sitúa de cara a un "otro". Hay en él una prioridad del decir, del propio decir, sobre lo dicho. Su verdad no se puede buscar, por tanto, fuera, en la adecuación a ninguna realidad externa. Tan sólo encuentra verdad en la relación a sí mismo. Como ocurre con el analizado, a lo largo de su proceso analítico. Lleváis toda la verdad esencial en vosotros, señalaba Maestro Eckhart. El lenguaje del místico, como el del poeta o el analizado, no posee la garantía de ninguna institución. Es el volo, el quiero que escapa a cualquier tipo de control social. Y por ello crea el recelo y la resistencia tan fácilmente y en ocasiones también desencadena la persecución. Tanto más, cuanto la misma institución ejercita su obligada función paterna desde una identificación omnipotente con un padre imaginario, idealizado; que, lejos de favorecer su función en la apertura a los otros, lo que pretende es encerrar en un juego de espejos. Entonces, el místico se ve obligado a explicarse ante la institución. Y no siempre logró hacerse comprender. Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Ignacio de Loyola, por citar tan sólo algunos ejemplos, fueron objeto de sospecha y persecución, acertando finalmente a verse libres de la condena. Otra fue la suerte de Maestro Eckhart o de Miguel de Molinos, quienes, con independencia de su ortodoxia o heterodoxia, no pudieron hacerse comprender. Difícilmente, en efecto, se pueden hacer coincidir los contenidos condenados según el veredicto del magisterio con los contenidos, que en su lenguaje enunciativo tan diferente, quisieron comunicar estos grandes hombres.


Más dura es, en este sentido, la experiencia de los profetas. Están llamados a la denuncia explícita, en la plaza, en el templo o frente a palacio, de las instituciones sociales, religiosas o políticas. Y a partir de su experiencia del Otro aciertan a ver en ellas lo que a los ojos de los demás se escapa. Con frecuencia escandalizan. En casos como el de Jeremías su aislamiento llega a ser completo. Se ve sólo contra todos ¡Hombre de pleitos y de contiendas con todo el mundo! (Jer 15, 10) Objeto de burlas para el pueblo, se ve expuesto al sarcasmo, al desprecio y al odio de los demás. Particularmente, los grandes profetas bíblicos del siglo VIII (Amós, Oseas, Isaías y Miqueas) suponen un paso decisivo desde una posición reformista del profetismo anterior hasta la ruptura total con las grandes instituciones sociales. No sólo los reyes y dirigentes políticos serán denunciados. También respecto al Templo, el culto y el sacerdocio los profetas mantuvieron posiciones terriblemente críticas, aunque, en algunos casos, ellos mismos formaron parte de esas instituciones y trabajaron por salvaguardarlas en su sentido más puro denunciando con toda crudeza su apartamiento de los caminos de Dios. El culto vacío, la manipulación de Dios, la falta de ética y de justicia constituyeron siempre un núcleo central del mensaje de los grandes profetas en todas las grandes formaciones religiosas. La administración de justicia, el comercio, la esclavitud, el latifundismo, el lujo y la riqueza son cuestionados desde un concepto de Dios en el que la exigencia ética se hace prioritaria sobre el culto, el ritual, el sacrificio o la penitencia. Sabemos lo cuestionadas que fueron desde el primer momento las tesis freudianas sobre el asesinato de Moisés. Pero con independencia del problema de su historicidad, no cabe duda de que dicha tesis no está desprovista de sentido y que en ella late un fondo de verdad : en sus pretensiones y en la exigencia que manifiesta el profeta se excede lo que su entorno está dispuesto a tolerar. El profeta, por ello, será odiado, perseguido y, a veces, asesinado. Si Moisés no lo fue, la tradición judía afirma que Hur, el sustituto de Moisés, cayó asesinado en el asunto del becerro de oro. Dice igualmente que Isaías murió mártir en el reinado de Manasés. Los profetas contemporáneos de Elías murieron bajo la espada de Jezabel. Miqueas se consumió en la cárcel y Jeremías se vio amenazado de muerte en varias ocasiones. Fuera de Israel y hasta nuestros días, el profeta habla de lo que no queremos oír y, de un modo, u otro despierta la animadversión, el odio y la persecución. Con razón Moisés exclamó tras bajar del monte de la Teofanía : Es terrible ver el rostro de Dios.


Místicos y profetas, pues, con distintas modalidades son testigos de la irrupción de un Otro que les trasciende y en cuyo contacto se transforman y cuya manifestación ante los otros suscita la resistencia y el rechazo. El místico recibe esa visita como vínculo amoroso, el profeta como exigencia ética. Ambos, sin embargo, están poniendo de relieve de ese modo vertientes esenciales de la identidad religiosa y ambos también, por esa misma razón, dejan ver en lo más hondo de su experiencia, con mayor o menor acentuación, ambas dimensiones. No hay mística sin profetismo, como no es posible la profecía sin una experiencia mística previa. El místico profetiza aunque tan sólo sea por la radicalidad con la que muestra en su vida la presencia de un Otro, denunciando así, implícita o explícitamente, los desvaríos de una existencia extraviada en la pura cotidianidad. El místico, como indicador del Otro, del misterio que nos excede, es señalador de lo que nos sobrepasa, recordatorio de que vivimos envueltos en la densidad del misterio y, de ese modo, denuncia la pretensión del saber consciente que pretende constituirse como única fuente de revelación de lo real. El profeta, por su parte, no puede partir sino de una experiencia mística de encuentro amoroso con un Otro que le convoca a su misión. No es voz, es portavoz de ese Otro que se impone en su vida. Por eso, tan sólo en su encuentro y escucha íntima podrá entender la palabra que posteriormente tendrá que pronunciar. El profeta, todo profeta, como Jeremías, ha de sentirse, aunque sea muy a su pesar, seducido previamente por el Otro que, en un encuentro amoroso, se hace irresistible. Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir (Jer 20, 7).

7. Místicos y profetas de hoy. Las figuras de los místicos y de los profetas parecieran remitirnos a otros tiempos. Tiempos de efervescencia religiosa como las de la Reforma y Contrarreforma o tiempos bíblicos para los profetas. Nuestro mundo de hoy, sin embargo, parece ajeno a estas grandes figuras e identidades religiosas. No obstante, si efectivamente, mística y profecía responden a dos dimensiones básicas de la experiencia religiosa y exponentes ambas de las fuentes maternas y paternas que están en el origen de la misma, nos vemos obligados a pensar que dichas dimensiones siguen presentes en nuestros días, en la medida en la que sigue presente la irrupción del Otro en la experiencia religiosa, cualquiera que esta sea.


Sin duda que las experiencias son acogidas y expresadas en modalidades muy diferentes a como lo fueron en las grandes figuras históricas de los profetas de la antigüedad (bíblicos o no) y en los grandes místicos de cualquier confesión religiosa. Los sistemas simbólicos en los que estas experiencias fueron vividas y en los que tuvieron que expresarse variaron considerablemente llegada la hora de la modernidad. Lo Otro habla y se escucha de otra manera. Pero sigue haciendo oír su voz y sigue irrumpiendo en la intimidad del ser humano creyente y sigue convocando a partir de una llamada y un envío a pronunciar una palabra de denuncia y conversión de nuestra sociedades perversas. En este sentido, resulta particularmente iluminadora la reflexión de Paul Ricoeur en su magistral obra Soi-même comme un autre. No toda alteridad es exterioridad ni "extranjereidad". El modelo de toda alteridad es el otro, pero el otro forma parte de la propia "ipseidad". El sí mismo es su lugar de acogida. Acogida, por tanto, de una realidad que, siendo diferente de la de mi Yo, es sin embargo interior a mi persona. En este sentido afirma en otro lugar Paul Ricoeur, la figura agustiniana del maestro interior expresa la interiorización de la relación de correspondencia entre el polo divino y el polo humano, entre la voz de la llamada y la palabra de la respuesta. El hombre interior descubre en él mismo la verdad, ayudado por el maestro que es la conciencia. De ese modo, en términos paulinos, el Otro, a través del Espíritu, queda instalado por la fe en lo más íntimo del ser (Ef 3, 17). En la conciencia, pues, existe una estructura dialogal de encuentro, de llamada y de respuesta y es, en este sentido, y de modo fundamental, principio de individuación, fuente de identidad, más que causa de juicio y acusación. Y desde esta misma perspectiva, el superyó freudiano, introducido en la conciencia a través de las identificaciones (sedimentadas, olvidadas, reprimidas) con las figuras parentales y ancestrales es acogido por el "sí mismo", sin confundirse sin más con él. De ese modo, en la articulación entre la autonomía de la conciencia y la simbólica de la fe, se constituye la condición moderna del "sujeto convocado" por su propia "alma profética", tal como Hamlet lo expresó O my prophetic soul! Presupongo ser tres pensamientos en mí, afirmaba por su parte Ignacio de Loyola en una genial intuición, precursora sin duda de estos modernos planteamientos. Existen en mí, efectivamente, pensamientos que, ajenos a los de mi mera libertad y querer, me vienen de fuera. Me vienen de fuera de mi Yo, siendo por otra parte, realidades pertenecientes a mi más profunda interioridad, pues son pensamientos que se encuentran en mí. Y, según los planteamientos ignacianos, será en la escucha y respuesta que vaya dando a esas voces y pensamientos que, aunque estando en mi


interior "me vienen de fuera", como se irá constituyendo mi propia identidad ética y religiosa. En la escucha de estos pensamientos que vienen de fuera, en el encuentro con esa alteridad que es constitutiva del sí mismo, hoy como ayer siguen floreciendo místicos y profetas (pseudomísticos, iluminados y falsos profetas también) que testifican de un Otro, con el que amorosamente se encuentran y por el que se sienten convocados a la realización de un proyecto histórico y profético. Es un hecho constatable el renacimiento actual de las experiencias místicas, así como del estudio e interés por las mismas desde el campo de las ciencias humanas. Uno de los aspectos más destacables de estos estudios radica en deshacer el prejuicio existente de que la mística constituía un fenómeno antiintelectual y antiracional. Las investigaciones interdisciplinares muestran que la mística compagina sin especial dificultad el intelecto y la afectividad, la razón y la sensibilidad, la experiencia y la reflexión, la facultad de pensar y de amar. En esta nueva revalorización de la experiencia mística, se subraya también su dimensión utópica, con lo cual se la ubica en el corazón mismo de la historia y no al margen de ella. No para acomodarse pasivamente a los dictados de la sociedad, sino para subvertirlos desde su misma raíz. Así también se evidencia hoy la necesaria dimensión profética de la experiencia mística en la que tanto hemos insistido en los análisis precedentes. Tampoco faltan en la actualidad los movimientos proféticos de distinto signo. Desde lo que surgen en áreas como las de la India o África, reivindicando las antiguas formas religiosas existentes con anterioridad a los períodos coloniales, como los que de modo más cercano se suscitan en las comunidades de base dentro de Europa o en el continente americano. Particularmente, resultaría injusto olvidar la tierra de América Latina tan fertil en místicos como en profetas. En ella -se dijo- sólo existen dos alternativas válidas : la de la mística o la de la metralleta. Si entendemos, pues, lo de la metralleta como se puede y se debe, en tanto metáfora de palabra profética que señala con el dedo, acusa y denuncia, descubriremos que son muchos los hombres y mujeres que eligieron esas alternativas en estas tierras en las que nos encontramos. Algunos de los más relevantes viven aún entre nosotros. Otros sufrieron la suerte de los profetas y fueron asesinados. Entre los vivos acuden a la memoria figuras como las de Pedro Casaldáliga, obispo profeta, desde dentro mismo de la institución y del templo, como también poeta y místico en su canto al Dios de la vida y de los pobres. O Ernesto Cardenal que fue profeta "en palacio", en el ejercicio del poder político, como lo sigue siendo desde la


profética renuncia a ese mismo poder y, simultáneamente, poeta y místico que bucea al Otro desde la pequeñez del pobre y desde la grandeza del Señor del Cosmos y de sus infinitas estrellas. Profetisa es Rigoberta Menchú, como voz de las víctimas y de las culturas indígenas marginadas. Profeta fue Monseñor Oscar Romero denunciando al nuevo imperio que oprimía y asesinaba a El Salvador, su pueblo. Asesinado de bala murió, cuando en experiencia mística hacía memoria, en la Eucaristía, de su profeta y Señor Jesús. Profeta nacido en tierras argentinas fue Mons Angelelli, hombre que en su fidelidad a la Iglesia del Vaticano II fue objeto de duras polémicas en su decidida y valiente entrega a la gente sencilla de la Rioja. Testigo de Jesús con su muerte, se le negó incluso el reconocimiento del martirio. Como tampoco podemos olvidar a Ignacio Ellacuría y a sus compañeros jesuitas que, un 16 de noviembre de 1989, cayeron salvajemente asesinados por las balas de un ejército mercenario de ese poder que tan valientemente habían denunciado. Todos ellos y tantos otros hombres y mujeres nos hacen sentir que la América Latina de nuestros días es como una tierra sagrada donde el Otro muestra, como en pocas partes del mundo, su rostro de madre que ama y crea la vida y de padre que llama y crea la historia. © AIEMPR.org


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