Revista Alborada

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alborada revista literaria universitaria

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/ OCTUBRE-DICIEMBRE 2012


Desde ALBORADA invitamos a todos los estudiantes universitarios, así como a empleados de la Universidad de Navarra, a que participéis en esta revista enviándonos vuestros textos, junto a vuestros datos personales, a la siguiente dirección: alborada@unav.es Se aceptan aquellos poemas y relatos breves que no sobrepasen los cincuenta versos o las cuatros páginas (interlineado 1,5) respectivamente. También nos gustaría recibir vuestras ilustraciones de tema libre, preferiblemente en blanco y negro.

Os esperamos

Ilustraciones María Cano Leiva (portada y contraportada) Grado en Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra Pilar Ruiz-Retegui García (página 2) Grado en Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra

Depósito legal: NA 1867-2012

Diseño y maquetación: Calle Mayor (www.callemayor.es)


Beatriz Sánchez Tajadura Grado en Periodismo y Bachelor en Filosofía, Universidad de Navarra

La caja de Pandora Él sostiene entre sus manos una pluma estilográfica. Valiosa, con punta de oro y espesa tinta negra. Aquella pluma le trae recuerdos al instante. Es aquella pluma oscura, ribeteada en plata, aquella pluma ovalada y suave que le habla de sus sueños de escritora. Ella solía empuñarla con fuerza, levantar la barbilla y decir con la voz firme que llegaría a ser una gran novelista. Entonces, le brillaban los ojos, y Él sentía que se le hinchaba el pecho de orgullo, de emoción, de ese sentimiento que nunca se sabe muy bien qué es, pero que se parece al helio de los globos de colores, porque te llena y te hace volar. Eso fue lo que sucedió hasta que Ella vendió su estilográfica y los globos se pincharon. La vendió por un puñado de billetes. En ocasiones el hambre vence a la literatura. Él deposita la pluma sobre la mesa, apesadumbrado. Acaba de hallarla en el interior de un baúl viejo y de bisagras oxidadas. Es el baúl que le recuerda que al final regresaron a casa, que olvidaron lo sucedido y que decidieron esconder los vestigios de aquella historia truncada, y enterrada en un pequeño cofre del tesoro. Embargado por la emoción, introduce la mano por segunda vez y saca un pequeño botecito de vaselina. Es su vaselina, la vaselina neutra del frasco rosado. Vaselina de niña, sin llegar a ser pintalabios de adulta. La que siempre usaba, como una adicción, con la que enjugaba sus labios cada vez que sonreía, antes de que tuviese que vender la pluma y cuando aún era feliz. Esboza una triste sonrisa. Está tomando objetos al azar y cada uno le remite a una parte de esa historia. Casi sin pensárselo, vuelve a alargar los dedos y a recoger del

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fondo del baúl un deteriorado billete de tren. Aquel billete que Él compró en una taquilla de Barcelona y que Ella custodió hasta que hubo llegado el momento de usarlo. Acaricia el billete con añoranza. La casilla de “Destino” ha sido emborronada con tinta negra, la tinta de una estilográfica. Lo tacharé, no tiene sentido. Nuestro billete no tiene un destino, es un billete a ninguna parte, ¿recuerdas? Súbete al tren conmigo, los raíles no tienen final. Y dirige su mirada hacia unas llaves rotas que descansan sobre el tapete de fieltro, en una esquina del arcón. Fueron difíciles de romper, en especial la llave de la puerta de casa. Pasa las yemas de sus dedos por el corte forzado, por el perfil roto de las llaves. Estaban convencidos de que jamás regresarían a su hogar, pero eso fue antes del billete, y de la pluma, aunque después de la vaselina.

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Sus dedos se desplazan hacia el baúl… “Y antes de la policía” murmura para sí, extrayendo un jirón de tela azul, parte de una de sus camisetas favoritas. Y un tirón de un guardia, y un desgarrón brusco. Ella gritando y Él instándola a que huyese. Y las cosas que también despiertan recuerdos, pero que no están aquí, porque no pueden guardarse dentro de un cofre. Faltan sus lágrimas y falta la nada que no puede cogerse ni pensarse, esa nada que había desbancado al dinero, a la comida, a la estilográfica y a un sueño de novelista. Afligido, vuelve a meter todas las cosas dentro del baúl. Todas, menos la estilográfica, que él mismo se ha encargado de recuperar años después, cuando el cofre hubo enterrado los recuerdos. La destapa dubitativamente y traza una línea sobre su propia mano. Escribe. Se siente tentado de organizar los objetos y colocarlos en el orden que les corresponde: el orden de una historia que empezaba con una vaselina, continuaba con unas llaves rotas, un billete de tren emborronado, una felicidad efímera seguida del hambre, de la necesidad, de un sueño roto y de una pluma vendida. Un jirón de una camiseta azul y un regreso, y un baúl que custodia los recuerdos. Se siente tentado de reescribirlo todo, tal y como sucedió, en vez de dejárselo todo al destino sacando al azar objetos llenos de memoria. Piensa en escribir esa historia. Sostiene entre sus manos una pluma estilográfica.

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Miguel Barba Castro Grado en Administración y Dirección de Empresas, Universidad de Navarra

Fue casualidad encontrarme con tu reflejo cuando salía despedido hacia el limbo, como una ráfaga de cristales rotos. Fue suerte atrapar en un instante el brillo etéreo de tu pupila al clavarse sobre mi vaporoso ser a través de aquel ventanal Y fue curioso ver aquel requiebro, aquel desaire cálido de tu vestido. Y sentir tu sonrisa camuflada en la sombra de aquel camelio, mientras te dabas la vuelta y te ibas. Sacudí mi sombrero y sonreí, para luego cerrar los ojos...

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Daniel Mata Oteiza Grado en Derecho, Universidad de Navarra

Hijos de la patria Madame Constant me recibe con una humeante taza de café de recuelo. El café, me dice, lo importan directamente del Brasil, porque, aunque no se pueden permitir lujos de ninguna clase, ni ella ni su marido quieren escatimar en ello. Y de las mejores plantaciones, no se crea. Monsieur Dassonville, del colmado de la rue de la Seine, lo trae desde el mismo Brasil para el viejo Constant y su señora, según 6

me dice. “Mire, mire, lo pone todo aquí, en esta etiqueta”. Lo dice todo de oídas. Jamás ha sabido leer una palabra, no sabe dónde está el Brasil y, posiblemente, Monsieur Dassonville tampoco lo sepa. Le agradezco la taza y la hago partícipe, más por cortesía que por convicción, de lo profundo de su aroma. Madame Constant sonríe, con su boca desdentada y descalabrada. Su vestido me recuerda a uno de mi madre que vi en fotografía, de color lavanda y compuesto de flores tan minúsculas que solo si te acercas mucho puedes llegar a distinguir. Y su chaqueta de lana oscura está llena de ojales y puntadas. Por la ventana del patio de luces se cuelan los compases de una canción de moda. La portera siempre tiene la radio encendida, y ahora prepara la cena. Padam, padam, padam, se lamenta Piaf desde el aparato. Son las cinco de la tarde y empieza a oscurecer en este París melancólico de cielo gris y calles mojadas, indefectiblemente sucias. “La humedad se hace imposible en invierno”, me confiesa Madame Constant sin perder la sonrisilla infantil. Se mueve lentamente, como si le pesaran sus sesenta años, por su estrecho piso de la rue de Buci cuando va a dar al Boulevard SaintGermain. “A veces el ruido de los coches es ensordecedor, es un invento del de-

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monio”, relata divertida cerrando el balconcillo. “Maldito boulevard. Entre el Sena y el humo, me queda un suspiro.” La radio de la portera sigue sonando, triste, suplicante. Avec tes souvenirs sur les bras... La casa es angosta y oscura. Y el portal, según he visto al llegar, sucio y destartalado. Las escaleras hasta el cuarto piso estarían desnudas si no fuera por una alfombrilla burdeos que las recorre como una serpiente. Madame Trichet, la portera, quita el polvo del tapiz descolorido de cuando en cuando. “Discúlpeme, ¿la residencia de los señores Constant?”, le he preguntado al llegar, hace unos minutos, al número que me habían indicado. “Aquí es, en el cuarto. Tenga la bondad de no ensuciar el pasamanos, lo enceré ayer.” Madame Trichet vive sola en la planta baja, con Colette, su gata, y su colección de relojes de pared. Madame Trichet viste mitones y huele a alcachofas. Madame Trichet es viuda y pobre, pero es toda una Madame y luce sombrero. Cuando he llegado arriba, Madame Constant estaba esperándome. Había hecho café y me ha hecho pasar a la salita, donde me lo ha servido. Sin bandejas, sin cafetera, sin adornos. “Mi marido, Monsieur Constant, no vendrá hasta la hora de la cena. Está en la fábrica, trabajando de sol a sol. Sigue pendiente de que lo jubilen, pero en tanto no le digan nada él prefiere seguir.” La salita es pequeña y algo escasa de muebles. Una mesa camilla, dos sillas desvencijadas y un gran aparador. Sobre el papel pintado desconchado y recargado hay colgadas pinturas y fotografías; me quedo mirando una. Es antigua. En ella, una pareja –los Constant de jóvenes, supongo– bailan agarrados en lo que parece una plaza llena de gente. El joven fuma y mira hacia delante. La chica, en cambio, sonríe ausente a la cámara por encima del hombro de su acompañante. “Mi marido y yo, en el baile del catorce de julio”, dice, levantándose con cierto esfuerzo para descolgarla de la pared y mostrármela. “Por entonces éramos novios, aquí tengo yo veinticuatro. Yo ya había dejado de trabajar de lo mío. Era bailarina, ¿sabe?”, e inicia un canturreo alegre y algo desafinado. Madame Constant insiste en enseñarme una gran bufanda de plumas escarlatas que guarda con mimo en el altillo de su habitación. La trae a la salita con un puñado de fotografías de cuando era joven y soltera, de cuando se ganaba la vida en

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Pigalle, en salas de segunda y de tercera. “Jamás me vendí, yo solo bailaba”, asegura muy seria. “Mademoiselle Anita, me hacía llamar. Suena de lo más exótico, ¿no es cierto? Por eso lo elegí.” Durante unos instantes, sentada en su silla, cierra los ojos y hace ademanes con los brazos. Baila y tararea y ríe con nostalgia. “Había carteles enormes con mi nombre por todo Montmartre. ‘La impúdica pecadora’, me apodaban.” Y vuelve a reír. Creo que echa de menos esos tiempos. “Luego me casé con Antoine y tuvimos a Jean-Baptiste. Antoine no quiso tener más, y yo en cierto modo tampoco. Siempre hemos vivido aquí, imagínese varios diablillos correteando. Fueron unos años preciosos”, concluyó, a modo de balance. Suspira ausente y continúa. “Desde que me casé, trabajé en un puesto de leche en Les Halles. Cuando nació Jean-Baptiste lo dejé. Madrugaba mucho.” Hace otra pausa. En varios momentos parece que va a decir algo, pero guarda silencio. Me ofrece más café y lo declino reconocido. “Cuando nos avisaron del Gobierno no podía creerlo. Para mi marido y para mí significa mucho esta ayuda, ¿sabe? Hace ya más de diez años que murió Jean-Baptiste y habíamos perdido toda esperanza. 8

Pero, Virgen santísima, qué alegría.” A Jean-Baptiste Constant lo mataron los alemanes. Corría la primavera de 1940 y, con sus veinticinco años, defendía a Francia. Le tomo los datos que había ido a recabar. Los apunto en la libreta del ministerio, es la cuarta casa que visito hoy. Me despido afectuoso, le prometo noticias tan pronto como sea posible. Allons enfants de la Patrie.

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Pablo Mª de la Barrera Palacios Grado en Filología Hispánica, Universidad de Navarra

Y ¿si el amor ya no creyese en ti? Pasea sus zapatos por asfalto oscuro, ceniciento y, más, vacío, culpando a la crueldad del viento frío de sus pasos perdidos, oxidados. Y dos gatos le miran desde lo alto, enamorándose entre sí a maullidos, dedicándose coplas; mas, sombrío, no cree en el amor, él ya no tanto. Le acribillan recuerdos del pasado, barre de su memoria el humo gris, de ella, de sus ojos y sus labios, de versos que dejó sin escribir. Y las dudas se paran a su lado: «Y ¿si el amor ya no creyese en ti?».

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Marcela Duque Ramírez Graduada en Filosofía, Universidad de Navarra

Haceme un retrato, Picasso Qué más da que llueva a cántaros y que luego vengan los relámpagos, granizo o un maldito huracán. Ni siquiera la lluvia podrá detenerme en el único deseo firme que he tenido desde hace tiempo. Salir a caminar por ahí. Por ahí, ya nadie a sale a caminar por ahí, por donde sea, hacia lugar indefinido, sin finalidad específica. No a comprar unos cigarros, ni a airearse un poco, ni a hacer deporte. Es lo que nos pasa, que para todo tiene que haber un porqué que lo justifique. Vamos 10

siempre con prisa, no damos pa’más. Hace miles de años, con Gaya —qué será de ella— íbamos camino a la casa de Polo, cuando nos atrapó una de esas lluvias repentinas, tropicales, a las que es mejor abandonarse, porque ya no hay escapatoria. Esos siempre son los mejores momentos, los que ya para qué, que nos sofocan de tal modo que sólo querríamos que dejar de respirar fuese realmente posible. Vivir sin respirar. Y volar. Es que al final, qué importa lo que hagamos, estamos tan limitados por aquí, por allá, que es un poco ingenuo hablar de libertad. Hace un minuto: menuda mierda la lluvia, me quedo en casa, y ahí entran las dudas, la vacilación en la limitación —porque si dudamos, somos imperfectos. Descartes—, ¿fastidiarme por la lluvia? Soy libre, ja, y me voy, me voy a hacer lo que quiero, lo único que quiero, porque sí, porque no necesito un motivo para ir a salir a caminar por ahí. Pero, en cualquier caso, quién sabe, nadie nunca puede saberlo, si en realidad estaba determinado a esa duda, determinado a creer que esto, salir, era lo rompedor. Destinado, incluso, a dudar de la duda, como ahora, y a pensar en el destino y a pensar que el destino me obligaba a pensar que es el destino el que me obliga a pensar ahora en todo esto. Imposible escapar de las garras de nuestro hado, que se adelanta a las trampas de pretender escoger lo contrario, porque

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hasta la elección contraria está determinada. La negación de la negación, que nos termina por obligar a decir que sí. Mariconadas. Vivan las rebueltas. A quién se le ocurre escribir revuelta con bé. Vox populi ignorante. O bueno, sí, a lo mejor va a ser que lo han hecho adrede, qué voy a saber yo. Empezar por revolucionar la grafía —¿de ahí vendrá lo de graffiti?—, no sería nada nuevo. Y entonces todo esto es un metagraffiti, hablando de la (orto)grafía opresora, estructuralista and so on. Habría que pensarlo… Pfff, eso por aquí no se da, tanta reflexión. Que aquí la gente no se ha enterado. Será un error. Un herror hominoso, que diría Holiveira. Eso sí que era vida, París con mate —yo me conformo con una cerveza— un club, una generación unida por un maestro. Un montón de fracasados, que eso también querría ser yo. Que a nadie le importe un huevo lo que yo haga, que sea yo el que haga las cosas porque sí, sin venderme a lo práctico, el dinero vulgar, el poder corrupto, que si no terminamos todos, hagamos lo que hagamos, siendo unas putas. Caminar por ahí, en cambio. Así. Igual da que sea el destino el que me haya empujado hasta aquí, la sensación es lo que importa, sentirse bien, estar en paz con vos mismo. Chillax, bro, viví el momento, que todo se pasa, to-do-sea-ca-ba, mamá decía. Incluida ella y, con ella, papá, y todo lo que había entonces, hasta la ingenuidad. La Parca, esa sí que teje el destino. ¿Quién eligió que se muriera entonces, justo entonces, y que todo se estropeara y papá muriera también el mismo día, igual, como si, y llegase el alcohol, la ruina, la enfermedad, a la vida de un crío prematuramente melancólico? Libertad y mierdas, putadas del destino. Y en esas seguimos, a ciegas, sin saber adónde vamos. Ni dónde estamos, claro. La jodida caverna de siempre. Tanto preguntarnos de dónde, hacia dónde, para no saber siquiera si estamos dentro o fuera, despiertos o dormidos. Lo que está claro es que vamos a tientas (¡ja!)—paradoja andante, el hombre— y que el problema este de la caverna nos trae a todos comiéndonos los sesos, desde Platón a Saramago. Y Christopher Nolan y los Wachowskis. Run, Forrest, run, ¿a dónde irán con tanta prisa? Si total, con esta lluvia, no les va a servir de mucho. Que si andás te mojás menos, que si corrés te mojás menos. La gente dice de todo, y eso ante semejante idiotez. No saquemos conclusiones. Evidentemente, caminando, evidentemente, corriendo. Hay hasta un myth busters de esto que, evidentemente, no recuerdo qué decía. Seguro que al final es indiferente, dos gotas más, dos gotas menos. La auténtica alternativa se da entre caminar bajo la lluvia o simplemente mojarse,

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que esas sí que son dos cosas bien distintas. Lo activo y lo pasivo, por ahí hay una veta más para seguir con lo del destino. Seguro que esa se ha acordado de que ha dejado las ventanas del pisito enmoquetado abiertas y esa otra que su hijo está en la parada de bus esperando a que lo recojan después de la clase de inglés y ese simplemente no aguanta más las ganas de mear. Los años del desocupe universal. Horas y horas sentados en una calle imaginando la vida de la gente, atrapando conversaciones ajenas y recomponiendo una sola historia a retazos. Era divertido, un simple juego. No nos dábamos cuenta de que estábamos jugando al destino, que por unas horas ocupábamos su lugar, el de la Muerte, recomponiendo los hilos sueltos que cada quien deja a su paso. ¿Qué pensarán los que me vean caminando por aquí, con esta lluvia? Porque algo pensarán, fijo. Si yo pienso de ellos, ellos de mí, aunque esto parezca más inverosímil. Un lunático, un drogado, un esteta, un vagabundo, un miserable que no sabe adónde ir, porque andar por andar es una locura a menos que vayas en tenis y pantalón corto, ridículo hijo-bastardo-del-Sport-macht-frei. Que no hay tiempo para tonterías, entiéndase, improductividades. Si te gusta caminar, camina, pero ponle precio, 12

caridad, digo, que así sí que suena bien el asunto, y búscate un fundraising. Fundraisea, para los amigos posmos de las rebueltas, y pensá en los demás, hacé algo productivo. Ajá. Terminan por ponerse de moda las camisetas pro-causas. Grotesco. ¿Fundraising? Por Dios, ¿cómo rayos llegué hasta este punto? Fundraising… en las caminatas. Caminar por caminar. Ah, ya. Hacerlo productivo, que si no es una locura, como pensarían todos si supieran que no estoy haciendo deporte, ni yendo a ningún sitio, ni aireándome, ni nada. N-A-D-A. La palabra aterradora. La nada nos anonada. Qué malo, por favor. Rewind. Habría que reivindicar la nada. No como el nadaísmo, aunque eso a los paisas se nos daba muy bien, no la nada como carencia, sino la nada como fuerza, la pura apertura a todo, la libertad, diría, pero claro, a saber. Que digan de mí que soy un lunático, un filósofo, un poeta, un artista trotamundos, porque me dedico a la nada, no que no hago nada, que eso confunde, otra vez la negación de la negación que juega sus malas pasadas. No hay nada, porque la nada no la hay, pero tampoco hay algo. ¿No sería más fácil decir que no hay algo? Algo y nada se oponen, pero la negación no altera la frase. No y no, no y sí, ambos suman no. Curioso. ¿O será que no se oponen? ¡En fin! Metafísicas, no, que estamos en pleno XXI. Pero la nada sí. Hacer nada, sin nega-

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ciones… un retrato, Picasso. Hacer nada que no sea sólo útil. Haceme un retrato, Picasso. ¿Qué, qué? Ha parado de llover. —Haceme un retrato, Picasso— decías con voz suave y mirada cruda. El primer rayo de sol en una noche tras la lluvia. Embriagada de belleza, qué más da de qué más, porque algo más, pero bastaba con oírte. Yo pasaba, sin más, por el parque; vos sentada, sin más, en un banco, con una libretita con manchas de acuarela. Yo, despistado, buscando el mundo más allá del mundo —un místico, dirán otros al verme—, por poco me pierdo el haberte encontrado. Qué más querés que diga, si solo pude decirte una cosa: Esperame, nena, esperame. Ahora he vuelto a traerte esto. No estamos en París, ni yo soy Picasso —aunque también soy Pablo, mucho gusto—, ni siquiera pintor, ni esto es un retrato. Pero todo esto ha tenido que llover para encontrarte. Cada paso y desatino. La duda, el graffiti, las prisas bajo la lluvia, los recuerdos, el elogio a la nada y yo qué sé qué otros absurdos inconscientes. Los jirones de otras vidas, esta vida mía que también es de otros, ahora son tuyos, ya que los pediste. No será un cuadro, ni un retrato, pero en todos estos desvaríos y fragmentadas perspectivas, que no te imaginás, ni sabrás nunca, está ya casi dibujada tu mirada.

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Sergio Navarro Ramírez Grado en Filología Hispánica y Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra

El filo Tus labios son el filo de la eternidad, un paso antes de sumergirme en el océano… el último ángulo de las manivelas del tiempo antes de partir y desencajar las agujas del reloj. Si pudiera arrancar de las manos del pasado 14

el hilo de un minuto de tu piel y tejer con él el futuro, si pudiera encerrar tu mirada en un segundo y preservarla del incendio de la historia… O si pudiera eliminar el mundo alrededor para que nada cambiase… Pero un beso no es un insecto atrapado en el ámbar de un rayo de luna, sino una ruina griega donde se apaga como una antorcha vestal el espíritu de una noche. Hay corazones que explosionan los relojes, bombas contra el cristal, lluvia de arena… pero son de tiempos en los que el hombre amaba las palabras.

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David Díaz Sánchez Grado en Derecho, Universidade da Coruña

Causas perdidas Una suerte de ensueño; una noche fría de oscuridad luminosa. No existen más estrellas que la que sostengo entre mis manos. Carcajadas de azúcar; las olas besando la arena: explosión de contrarios. Íntima soledad compartida. ¿Qué es esta ansiedad? una carrera de resistencia; un teatro donde nadie actúa; una mentira que no engaña a nadie. Labios pintando labios en rostros ajenos; cosquillas de arena en los pies; el mundo derritiéndose en un instante y el mar devorando las horas.

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Consejo editorial: Miguel Barba Castro Pablo Mª de la Barrera Palacios José Fanjul Alemany Sergio Navarro Ramírez Iñigo Rubio Zavala Beatriz Sánchez Tajadura Marta Revuelta Martínez Javier Ilundain Chamarro

Colabora: alborada / nº1


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