La primera vez que escuché a shostakóvich

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La primera vez que escuché a Shostakóvich Julian Barnes relata en este texto inédito en castellano cómo y cuándo conoció a Shostakóvich. Una relación que derivaría finalmente en su última novela El ruido del tiempo (Anagrama). JULIAN BARNES | 16/05/2016

Shostakóvich trabajando ante su piano

Las grabaciones en las que oímos por primera vez la música que amamos se quedan con nosotros para toda la vida. Puede que otras grabaciones posteriores tengan un sonido mejor, unas texturas más claras o sean más auténticas desde el punto de vista musical o histórico; pero el ritmo y las cadencias de nuestras primeras audiciones -en mi caso, antiguos discos granulosos de larga duración con un sonido a medio camino entre el mono y el estéreo- quedan atrapados en el recuerdo y en el corazón. La primera grabación de Shostakóvich que escuché fue una de la Quinta Sinfonía en la que Karel Ancerl dirigía a la Filarmónica Checa, editada por el sello Supraphon. Se publicó en 1963, cuando yo tenía 17 años, con una foto en color del Kremlin en la funda. Resulta difícil transmitir una idea de lo exótico que era todo aquello: primero la música, por supuesto, pero también los orígenes del disco (en aquella época, los ingenieros de Supraphon estaban a la altura de la mayoría de los de Occidente y lo primero que escuché de la música de cámara de Dvorak, Janacek y Beethoven también era de aquel sello). Aún más exótica era la primera grabación de Prokofiev que escuché en disco: la grandiosa Sexta Sinfonía. Las grabaciones en las que oímos por primera vez la música que amamos se quedan con nosotros para toda la vida El solemne martilleo de las fanfarrias para metales fue grabado en 1960 en la Unión Soviética por Mravinsky y la Filarmónica de Leningrado, editado con una licencia en Chicago en el sello Artica y más tarde importado a Reino Unido. Tenía una gruesa funda de cartón doblado con una página doble de notas en el interior. Me sentía como si la música hubiese hecho un viaje larguísimo solo para llegar hasta mí, lo cual hacía que lo apreciase todavía más.


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