Cronica de una Infancia en Busca de Oportunidades

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Destino: Lima

Cr贸nica de una infancia en busca de oportunidades


Ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables Marcela Huaita Alegre Viceministro de Poblaciones Vulnerables Fernando Bolaños Galdós Directora Ejecutiva del Programa Nacional Yachay Amelia Cabrera Salazar Directora(e) Unidad de Prevención y Promoción Marianela Villalta Contreras Equipo Técnico de la Unidad María Isabel Romero Saldarriaga Isabel Ale Sánchez David Armando Falcón Investigación Periodística y Redacción Carlos Chávarry Valiente Edición y Corrección de Estilo Javier Ágreda Sánchez Diseño y Diagramación Manuel Ugarte y de La Sotta Edición 2015 Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables Jr. Camaná 616 Cercado de Lima Teléfono 626-1600 Programa Nacional Yachay Jr. Carabaya 616 N° 831 - Of. 502 Lima Telf. 6261600 Anexo 1740 www.mimp.gob.pe/yachay Setiembre 2015


Destino: Lima

Cr贸nica de una infancia en busca de oportunidades



PRESENTACIÓN Hace dos años, cuando identificamos la presencia de niños, niñas y adolescentes provenientes de Huancavelica y que se encontraban en las calles de Lima trabajando o mendigando, no nos imaginamos cuánta riqueza cultural y social encontraríamos en medio de la pobreza que rodea a esta población y de los riesgos a los que se exponen al elegir a Lima como su destino en busca de oportunidades. Y es que esta búsqueda, si bien no es planificada, tampoco es improvisada, y recoge las necesidades de la población y las oportunidades que el contexto le brinda: permisividad social frente al tema, escasa o nula vigilancia para trasladarse de un lugar a otro con o sin la compañía de un adulto protector, lugares conocidos por la comunidad que tradicionalmente los alojan en Lima por un nuevo sol o un nuevo sol cincuenta la noche. La idea de presentar esta crónica es llamar la atención sobre la situación de vulnerabilidad de


dicha población expresada en pérdida de oportunidades, algunas tangibles como la educación, y otras tan importantes y significativas como el dejar en las calles de Lima un tiempo valioso y único en la vida de niños, niñas y adolescentes que deberían estar viviendo su infancia y gozando del apoyo y protección de su familia. El Programa Nacional Yachay, que tiene como objetivo la restitución de los derechos de esta población, ha venido poniendo en evidencia esta situación, promoviendo una respuesta nacional y local frente a esta problemática. Cuando se visibilizó esta situación ante las autoridades de Huancavelica, coincidimos con ellos y ellas que era necesario tener evidencia de las causas que originan esta situación, conocerlas y comprenderlas desde los propios involucrados; es por ello que, con el listado de los NNA identificados en Lima, viajamos en compañía de los educadores y las educadoras de calle de Huancavelica a los centros poblados de los distritos de Yauli y Paucará, encontrando lo que a continuación presentamos. Este esfuerzo encuentra asidero en la respuesta del Gobierno Regional de Huancavelica que, con sus autoridades, viene impulsando un plan de intervención frente a esta situación en aspectos cla-


ves como el fortalecimiento del vínculo familiar, el desarrollo de habilidades y oportunidades para los niños, niñas y adolescentes y también para sus familias, el cuidado y la vigilancia para que los NNA que viajan fuera de su localidad lo hagan en condiciones de seguridad y en compañía de sus padres, y sobre todo, para que si deciden viajar, sea para disfrutar y no para trabajar o mendigar. Esperamos con este documento propiciar la reflexión en torno a este fenómeno de migración temporal y analizar sobre la base de nuestras propias funciones el papel que nos toca realizar.





Carlos Ch谩varry Valiente

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* Salvo los funcionarios, los nombres de las personas citadas se modificaron para resguardar su identidad. ** El texto original de la cr贸nica fue adaptado a las pol铆ticas de lenguaje inclusivo del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables.


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Hubo un tiempo

en que se creyó que los niños, niñas y adolescentes que migraban de provincias para trabajar en las ciudades lo hacían solo por necesidad y hasta obligados por terceras personas. Pero una serie de investigaciones del Programa Nacional Yachay en Huancavelica, una de las regiones de menores recursos económicos del país, demuestra que en la problemática intervienen más factores y que ahora mismo muchos menores de edad eligen viajar no solo para obtener dinero y adquirir accesorios de moda, sino también para ganar estatus ante los demás. ¿Qué sucede cuando centenares de niños y jóvenes peruanos abandonan la escuela y se exponen a riesgos por una ilusión que no busca superar su pobreza?

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—Tengo sesenta y un años y me llamo Joaquín Peralta. Mientras dice eso el hombre se saca el gorro de la cabeza, se alisa los cabellos revueltos y menciona un segundo apellido que casi resulta indescifrable por su accidentada pronunciación: casi no tiene dientes: los pocos que le quedan están destruidos. —Yo trabajé desde los dieciséis años fabricando ladrillos. Me iba solo a Huancayo, mi papá no me acompañaba, prefería quedarse en el pueblo. Con mi dinero me pasé la vida en lo que fuera hasta que embaracé a la que sería mi señora. Cuando eso ocurrió, Joaquín Peralta regresó a Chopcca, la comunidad campesina de Huancavelica de la que había partido, y se estableció en un pedazo de parcela que le entregó su padre para que la cultive y pueda alimentar a su propia familia. —Y así fue como me quedé aquí, sembrando mis papitas, el resto de mi vida —dice ahora el hombre.


En su rostro curtido por el sol aparece una ligera sonrisa y sus ojos revolotean buscando la aprobación de quien lo pueda escuchar: aún hoy le cuesta saber si lo que está contando es bueno o malo. Entonces agrega: —Con el tiempo mis hijos también viajaron a Huancayo y Lima: se fueron a trabajar en lo que pudieran.

En el año 2011 el Instituto Nacional de Estadística e Informática, a través de su Encuesta Nacional de Hogares, llegó a la conclusión de que el número de niños, niñas y adolescentes que trabajaban en el país llegaba al millón 795 mil 100 personas. De esa cifra, cerca de 855,400 apenas tenían entre seis y trece años de edad. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) también se ha pronunciado al respecto: en 2014 indicó que al menos un millón de peruanos menores de edad, cuyas edades oscilaban entre los cinco y diecisiete años, trabajaban en situación de explotación.


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El problema tiene diversas aristas: ya a principios del mismo año, el Programa Nacional Yachay, del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) del Perú, advirtió que de los 177 casos de niños, niñas y adolescentes que habían encontrado laborando en las calles del centro de Lima, casi la mitad provenía de una de las regiones más pobres a nivel nacional: Huancavelica. Desde ese lugar de la sierra central cuya capital se encuentra a más de 3,600 metros de altura y soporta una temperatura promedio de 9°C, los muchachos y muchachas menores de edad se desplazaban hacia Lima para vender golosinas y frutas o lustrar calzado. Una menor proporción se encontraba en situación de mendicidad, ahora también considerada como una forma de trabajo basada en la buena voluntad del prójimo —o en la manipulación sentimental de cualquier transeúnte—. Lo más grave que encontró Yachay es que se trataba de niños y niñas entre los nueve y doce años de edad que prácticamente se las arreglaban solos y solas en las calles limeñas. En una ciudad con uno de los índices más altos de violencia y delincuencia a nivel regional, casi nunca había alguien que velase por su seguridad.


—En vacaciones todos estos niños y niñas que ves aquí salen a trabajar: se van a Huancayo, Ayacucho y Lima. Federico Vílchez es profesor de primaria en el colegio José María Arguedas de Ccollpaccasa, un poblado a casi una hora de distancia de Huancavelica. Desde su escritorio sirve a sus alumnos y alumnas gelatinas de colores, pedazos de tortas caseras, yogurt, leche chocolatada y ensalada de frutas que él mismo ha picado dentro de un balde de plástico. Están en las celebraciones por el Día de los Derechos del Niño, que se realizan a nivel mundial cada 20 de noviembre desde hace veinticinco años. El docente ha debido pedir prestadas las aulas de ese colegio, pues la escuela del pueblo está siendo refaccionada. De hecho, todo el pueblo parece estar en refacciones o en construcción, pues se están instalando tuberías de agua y desagüe por primera vez en su historia.


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Aquí no se rompen pistas para colocar tuberías: se perfora la tierra. —A ver, niños, respondan: ¿En qué trabajan en Lima? ¿Qué es lo que hacen allá? —pregunta Federico Vílchez en voz alta a un grupo de varones. —Subimos a los carros a cantar —responde uno. —Vendemos caramelos —dice otro. —Yo, chupetes —dice un tercero. —Nos vamos por la avenida Abancay, la Plaza San Martín, el centro de Lima en general —dice un cuarto—. Trabajamos todo el día, desde la mañana. Lo hacemos solos. Nuestro papá nos acompaña en el viaje pero vendemos solos. Los niños tienen entre nueve y diez años de edad. Parecen de menos. Otros tres afirman que cuando viajan con su papá, llevan también a varios amiguitos que quieren trabajar en la capital. «Se gana más cantando en los microbuses —explican—. Solo subimos nosotros, sin el papá, pues él está trabajando en otro sitio. Después ya nos encontramos todos». Y agregan con una sonrisa: «En un día podemos ganar cincuenta o sesenta soles».


Se gana más cantando en los microbuses —explican—. Solo subimos nosotros, sin papá, pues él está trabajando en otro sitio. Después ya nos encontramos todos.


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Todos los niños y niñas de esta aula son de Ccollpaccasa y sus alrededores. Algunos caminan hasta cincuenta minutos para llegar a sus clases atravesando senderos de tierra, cerros y chacras. Estudian desde ocho y treinta de la mañana hasta una y treinta de la tarde. Sus cursos: Comunicación, Ciencia y Ambiente, Matemática, Educación Religiosa, Educación Física y Arte. La mayoría viene de casa sin tomar desayuno. Sus profesores serán los encargados de proporcionárselos gracias a un programa social. En cierto modo, estos menores de edad todavía conservan un privilegio que no poseen sus compañeros y compañeras de las otras aulas: cuando lleguen a primero de secundaria ya no tendrán acceso a esos desayunos de leche de soya en lata, ni a los almuerzos de arroz y menestras que ofrece el Estado. —¿Y dónde duermen ustedes cuando van a Lima? —pregunta el profesor. —En El Agustino —responden en coro los niños con sospechosa complicidad. —¿Y les gustaría quedarse en Lima? —¡Sí, nos gustaría!


Con frecuencia se menciona que Huancavelica es una región pobre porque no tiene mucho qué ofrecer a sus habitantes, salvo minerales como el mercurio. En este lugar es común que el azogue —ese metal líquido y gris que se escapa de las manos como si estuviera vivo— rezuma a los pies de los pobladores cuando están cavando para colocar los cimientos de sus casas. Algunos huancavelicanos y huancavelicanas mencionan como causa de la miseria la precariedad de la agricultura: la tierra estaría cansada y, con mucho esfuerzo, no produce más que para el consumo de una sola familia campesina. Otras personas argumentan que en realidad la ciudad de Huancavelica ni siquiera debió existir, y que así lo creían los antiguos peruanos y peruanas: de allí que en realidad la urbe prehispánica más importante estuviera a cuarenta y cinco kilómetros de distancia, en Yauli. La codicia de los colonos españoles ante las minas de mercurio de la zona habría impulsado a fundar una urbe —la Villa Rica de Oropesa— donde no era necesario, solo para controlar a los indígenas explotados en los socavones. Puestos a hablar en contexto histórico, no falta quienes aducen que el principal motivo del subde-


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sarrollo agrario de Huancavelica es que originalmente los «chancas» —los legendarios nativos y nativas que se expandieron desde ese lugar hasta Ayacucho y Apurímac hace más de cinco siglos— solo se dedicaban al arte de la guerra y no al agro: que el hecho de vivir de las invasiones y el pillaje los llevó a despreciar aquellas técnicas que habrían hecho más productivos sus campos. Finalmente están quienes creen que la situación actual de esa región se debe a que no se ha logrado estimular el interés de los inversionistas y el empresariado, y también por la corrupción de un grupo de funcionarios y funcionarias al momento de administrar los fondos para las obras públicas. Parece una ironía: en esos pueblos donde a duras penas llega la energía eléctrica y solo se puede cultivar unas cuantas parcelas de papas nativas, habas y maíz, el agua es el recurso que más abunda: tanto así que la Central Hidroeléctrica del Mantaro —la más alta de su tipo en el mundo y uno de los principales abastecedores de electricidad de todo el país, incluyendo Lima— se encuentra en Huancavelica. Lo cierto es que hoy en esa región vive casi medio millón de personas, y una importante proporción de esa población habla quechua.


En la pared hay un dibujo descolorido por el frío y el calor: en él, una mujer abraza con ternura a un niño que duerme apacible y ajeno a toda realidad. Al costado una frase reza: «Ni bien nace, el bebé tiene derecho a tomar su primera leche llamada corta/calostro». Es el centro de salud de Pucapampa, a una hora de Huancavelica. Un grupo de cuarenta y cinco mujeres están sentadas en círculo alrededor de la posta: han colocado mantas sobre el suelo húmedo por la lluvia de la noche anterior. Sus pequeños hijos e hijas corretean alrededor cuando no están sobre sus pechos, succionando. Casi todas las mujeres llevan tejidos multicolores en sus manos. Bordan. Cada sesenta días estas madres son convocadas a este lugar para recibir charlas de otro programa social. Aquí, afuera del único centro de salud a kilómetros a la redonda, les hablan de crianza, higiene, alimentación, enfermedades y violencia familiar.


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Hoy escucharán algo distinto. —Buenos días. Mi nombre es Isabel y pertenezco al Programa Nacional Yachay del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables. ¿Saben qué significa «Yachay» en quechua? «Aprender», sí, exacto. El Programa vigila que los niños y las niñas se desarrollen en buen estado y no estén en las calles limeñas donde hay muchos peligros, mucha violencia, muchos robos y muchos secuestros. Ahora mismo nos hemos enterado de que hay muchos niños y niñas de esta zona de Huancavelica que están yendo hacia allá para trabajar, sin importarles lo peligroso que resulte. En medio del silencio, una de las mujeres sentadas le susurra a otra: «¿Ahora no quieren que vayamos? ¿No nos quieren ver?». La amiga rompe a reír. —Ustedes deben tener en cuenta que en Lima hay personas malas que se aprovechan de estos niños y niñas y los envían a trabajar a la calle, y encima hasta los pueden secuestrar para obligarlos a continuar trabajando. Además, en la calle hay mucha contaminación, no hay árboles, hay muchos vehículos, mucho humo, y también hay gente que les quita lo poco que tienen. Esos niños y esas niñas, al viajar,


El Programa Yachay vigila que los ni単os y las ni単as se desarrollen en buen estado y no est辿n en las calles lime単as donde hay muchos peligros, mucha violencia, muchos robos y muchos secuestros.


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faltan a clases y pierden el colegio. Incluso nos hemos enterado de que se van a trabajar antes de que finalicen las clases y no terminan el ciclo escolar. ¿Ustedes quieren a sus hijos e hijas o no? ¿Los quieren? ¿Sí? ¿Y cómo quisieran que sean cuando crezcan? Las madres murmuran palabras en quechua. Unas cuantas responden un sí poco convencidas. —Ustedes quieren que sus hijos e hijas sean profesionales, ¿verdad? ¿Y qué más? ¿Queremos que estén tristes toda su vida? No, ¿verdad? Queremos que estén felices. Pero para que sean profesionales, ¿qué tienen que hacer? Tienen que estudiar. Si los mandan a trabajar pierden sus estudios, y encima hasta los pueden secuestrar. ¿Ustedes estarían contentas con algo así? Lo que queremos es que estos niños y estas niñas crezcan sanos y sean profesionales y estén aquí, mucho más seguros con su familia. Porque cuando los mandan a Lima sufren y lloran. Si mandan a trabajar a sus hijos e hijas crecerán con traumas y estarán tristes. Allá en Lima les pegan, los maltratan y hasta pueden sufrir abuso sexual. Para evitar eso es que estamos aquí, y queremos que ustedes nos ayuden, porque nosotros también queremos que sus niños y niñas crezcan contentos. Las mujeres rompen su mutismo y empiezan a hablar entre ellas. En quechua.


Otras vuelven nuevamente a tejer. Ante la distracción, una de las encargadas de la posta les advierte en un dudoso castellano: «Cuando se habla no se teje, si no sacamos tijeras y cortamos tejido». —¿Ustedes han criado a sus wawas y les han dado de lactar, verdad? Entonces entendemos que los quieren, que los aman. Pero si los envían a trabajar, el juguete comprado con ese esfuerzo no compensará la violencia a la que estarán sometidos en la capital —dice la funcionaria de Yachay. Luego pregunta: —Cuando sus hijos e hijas viajan a Lima, ¿con quiénes lo hacen? —Con su papá o su mamá —responden algunas mujeres. —¿Y quiénes de las madres que están aquí viajan también? Una señora vuelve a murmurar sin que la especialista se entere: «Todas vamos». Otra levanta la voz: «Nos vamos todos y dormimos juntos. A veces el papá se va a trabajar a una parte distinta de Lima». Una tercera la apoya: «Aquí no hay nada qué hacer en esos meses, por eso nos vamos».


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Alguien más dice algo que, a casi cuatro mil metros de altura y con campos resecos por la helada, suena a simple instinto de supervivencia: «Hay personas que tienen que irse porque aquí no tienen nada, ni para abrigarse ni para cultivar sus papitas o cebada». Entonces el interés se disuelve y las mujeres vuelven a sus tejidos y sus conversaciones. A la salida del lugar, una mujer vende chupetes de hielo con sabor a piña, fresa y chocolate. Más allá se extienden algunos campos oscurecidos con abono que —se rumorea— empresarios chilenos han alquilado para sembrar maca, un cultivo que suele absorber demasiados nutrientes de la tierra y dejarla infértil por buen tiempo.

Allí, por la carretera de esa ciudad donde se levantan carteles que prohíben la caza de venados y pumas grises, y que por tramos es golpeado por peñascos que se desprenden de las montañas, suelen circular decenas de niños, niñas y adolescentes que


se van a trabajar a Lima durante los primeros meses de cada año. Durante sus vacaciones escolares. —Si vienes en los meses de enero, febrero y marzo, y recorres los hogares de la zona, notarás que no hay nadie: ni padres ni madres ni hijos ni hijas. Todos estarán en la capital. Modesta Yépez, una autoridad del Centro Educativo 36385 de Pucaccasa, explica en qué condiciones viven los alumnos y alumnas de la región en su improvisado ambiente. —Según comentan los mismos niños y niñas, en Lima se quedan en El Agustino, en el cerro San Pedro. Se alojan en una casa donde hay más niños y niñas que también han viajado desde provincias. En una sola habitación conviven hasta seis personas. Duermen no en colchones, sino sobre cartones en el suelo. Y solo van a ese lugar para dormir, porque luego trabajan todo el día. Por lo general esos menores de edad ofertan productos andinos como kiwicha, habas tostadas o miel de abeja, en distritos residenciales como San Borja, San Isidro, Miraflores y La Molina. Se los venden a los changas: palabra quechua que designa a las personas adineradas o «pitucas».


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Más adelante, y a varios kilómetros de allí, en Ccollpaccasa, Leoncio y Rufino —de dieciséis y dieciocho años, respectivamente— dirán que esos productos suelen comprarlos en el mercado mayorista de la avenida Aviación, siguiendo indicaciones de sus propios padres y madres. Que diariamente van probando qué es lo que tiene más salida como negocio. Que da lo mismo subirse a un bus o estar en una esquina. Y que al día pueden llegar a ganar entre veinte y treinta soles. Ocasionalmente, cuarenta. «Los niños y niñas más chicos siempre ganan más: cincuenta soles al día, por lo menos». Leoncio y Rufino también revelan que cuando están en Lima trabajan de lunes a sábado, y que los domingos salen a jugar fulbito o se van de paseo con otros varones migrantes como ellos. El Parque Zonal Cahuide, el Parque de la Leyendas y la playa Agua Dulce son sus espacios favoritos. —En este pueblo los niños y las niñas salen a trabajar desde los siete u ocho años —dice Modesta Yépez—. A partir de ese momento tratan de aprender el castellano y se acompañan entre ellos. Y agrega: —Por aquí es común que los padres, cuando se enteran de que algunos niños y niñas de otras


En Lima se alojan en una casa donde hay más niños y niñas de provincias. En una sola habitación conviven hasta seis personas. Duermen no en colchones, sino sobre cartones en el suelo. Y solo van a ese lugar para dormir, porque trabajan todo el día.


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familias han viajado a Lima y regresan con dinero, se acerquen a esas familias y les digan: «Llévate a mis hijos también». Son los mismos padres quienes lo proponen. A veces los papás o las mamás le dicen a sus niños y niñas: «¿Y cuándo pues te vas a ir para Lima?». En esos casos siempre hay un tío, tía o abuelo que se hará cargo de llevarlos. A veces ese tío, tía o abuelo no necesariamente es su pariente. —Y eso que anteriormente se dieron casos de niños y niñas que viajaban a trabajar antes de que terminaran las clases en diciembre, pero desde que existe cierto programa social las familias se sienten condicionadas y ya no les permiten que hagan eso. De todos modos, muchos niños y niñas se dan cuenta de su realidad por sí solos, sin que nadie les diga nada. Todos viven hacinados dentro de sus casas y a las justas tienen cultivos —ni qué decir de ganado—, y cuando encienden la televisión se comparan con quienes viven en las grandes ciudades. Desde ese momento se dicen a sí mismos que deben trabajar para salir de esa situación. Y viajan. Quizá la televisión les proporciona referencias de individuos exitosos basadas en su re-


lación con el dinero y su capacidad para adquirir bienes. El problema es que eso será toda su idea de superación personal. Lo más curioso, explica la mujer, es que cuando los niños y las niñas regresan de Lima, el resto de su comunidad también los califica de changas. —Como ahora visten jeans y zapatos, significa que se han «alienado».

La iglesia de rojo ladrillo y amarillo etéreo de la Plaza de Armas de Huancavelica se ve más imponente con el sol. Algo similar ocurre con los campos de sus pueblos: al sol uno se siente invitado a correr entre las parcelas y sortear las piedras y esos ichus que parecen haber nacido resecos. Sin sol, sin embargo, todo cambia. Esas llanuras verdes se vuelven grises y las peñas que las salpican aparecen más grandes y sombrías —como si les transmitieran su inanimidad— y el aire se convierte en ráfagas heladas que punzan narices y oídos y los perros y rebaños vagan inquietos hasta que el


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cielo se deshace en una lluvia pesada y todo lo vivo corre por la tierra al caer el primer rayo y el paisaje se convierte en lo más inhóspito y abandonado que el ser humano pueda imaginar y es en ese momento cuando uno piensa que una ciudad, con toda su arquitectura previsible y una muchedumbre permanente —al menos como testigo anónimo de lo que a uno le pudiese ocurrir—, no es después de todo tan mala idea para vivir. —En la zona rural de Huancavelica fallecen muchas personas cada año a causa de las descargas eléctricas: casi no hay pararrayos, recién se están implementando —dice una de las especialistas de Yachay en la región. Ni siquiera cobijarse dentro de esas casas de ladrillos de adobe y techos de paja o latón asegura refugio durante una tormenta eléctrica: se han dado casos de rayos que atravesaron las paredes. De allí que la costumbre de los lugareños sea guardar sus herramientas y utensilios de cocina de metal bajo mantas de piel de ovejas y en rincones muy específicos. A nadie, además, se le ocurre tener encendido el teléfono celular cuando hay rayos y truenos cerca. Una sola llamada puede suponer una descarga que luego dejará un fuerte olor a metal y carne chamuscada.


—No estoy segura de que solo sea por pobreza —dice una maestra que ha pedido ser identificada solo como Jovita—. Creo que también está la idea de hacerse de un dinero extra. El viaje de los menores de edad se ha hecho una costumbre de todos los años para ahorrar y adquirir cosas que los padres y las madres no pueden comprar. La profesora enseña los cursos de Computación y de Ciencia y Tecnología y Ambiente en la escuela de Huacchua, otro centro poblado en los alrededores de Huancavelica, a más de cincuenta minutos entre las montañas, en el distrito de Paucará. —Por ejemplo, a los muchachos y las muchachas les encanta estar a la moda: ven a un compañero o compañera que viene de Lima con un jean y también quieren lo mismo. Igual sucede con las zapatillas, el reloj y los teléfonos celulares, y son buenos teléfonos, smartphones. Por aquí los papás y las mamás nunca podrían proporcionarles ese tipo de accesorios.


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A veces los hombres y mujeres adolescentes viven en pueblos donde aún no se han implementado los servicios básicos, pero ellos y ellas ya tienen acceso a dispositivos digitales. Minutos atrás Romualdo, uno de los alumnos de Jovita, ha confesado en voz baja y con la cabeza gacha que él trabaja en Lima desplumando pollos dentro de un restaurante. Los demás estudiantes del aula se han reído a carcajadas. —El viaje a Lima les cambia la mentalidad, los influye muchísimo. En primero de secundaria ellos y ellas recién están comenzando a viajar, pero cuando llegan a quinto grado piensan que lo único que importa es el dinero. Terminan el colegio y solo piensan en ir a Lima a trabajar y darse sus gustos. Son muy pocos quienes siguen estudiando alguna profesión. Luego la profesora explica que cuando les llama la atención por esa manera de ignorar los estudios universitarios, los adolescentes se excusan argumentando que no tienen dinero. —Pero yo les digo que sí tienen, solo que se lo gastan en cosas que no son prioritarias. Eso nace desde casa, porque los padres y las madres les dan esa


El viaje a Lima les cambia la mentalidad. En primero de secundaria reciĂŠn estĂĄn comenzando a viajar, pero cuando llegan a quinto grado piensan que lo Ăşnico que importa es el dinero. Terminan el colegio y solo piensan en ir a Lima a trabajar.


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libertad. El varoncito suele decir que se va y la mamá no hace ni dice nada. Los hijos hombres ya no les deben obediencia. Entonces, cuando converso con las señoras, me dicen: «Pero profesora, ¿yo qué puedo hacer? Se han escapado. ¿Adónde voy a ir a buscarlos? No los voy a amarrar». Y claro, los niños, al ganar su dinero, se sienten independientes y comentan con orgullo que ellos mismos se la buscan porque sus padres y madres no les dan nada. Así, de paso, papá y mamá ya no tienen derecho a criticarles nada. Incluso se han dado casos en que los padres y las madres tratan de justificar la inasistencia de sus hijos e hijas a la escuela. Les dicen a los profesores que sus hijos o hijas estaban enfermos o que tuvieron que ayudar en la chacra. A veces hasta «piden permiso» para que los alumnos y alumnas falten a clases: si estudian, aseguran, nadie cuidará el ganado de su propiedad. «Nuestras vacas también tienen que comer», es toda la explicación que dan. —Con dinero cambia todo. Ya en Lima los varones jóvenes tratan con muchísimas personas, en general a perfectos desconocidos, y cuando regresan a sus tierras ya están más rebeldes y poseen códigos sociales distintos a los de su comunidad. A veces hasta se vuelven más agresivos o borrachos.


¿Y por qué los amigos de Romualdo se rieron cuando hizo su confesión? —No es una cuestión de orgullo —responde Jovita—. Es solo que para un grupo de niños acostumbrados a cantar o vender caramelos en la calle, desplumar aves es un oficio considerado solo para mujeres.

En la ciudad de Huancavelica, durante una reunión de trabajo entre los funcionarios y funcionarias de Yachay y las autoridades regionales y locales, un hombre fornido y de bigote tupido toma la palabra y pide más tolerancia para comprender el trabajo infantil en la zona. —Al fin y al cabo, el trabajo fortalece las experiencias de vida de los niños y las niñas y les ofrece conocimientos —dice, micrófono en mano. Andrés representa al Instituto para la Investigación y el Desarrollo Económico y Social de Huancavelica (INIDES), y al mismo tiempo es presidente de la Coordinadora Departamental de ONG de


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Huancavelica, un grupo de organizaciones que promueven proyectos de desarrollo infantil, entre otros, en la región. Él y varias de sus asociadas no creen que el trabajo infantil sea necesariamente malo. —Todos hablan del trabajo infantil como un asunto a castigar, como si fuera un crimen. Pero así no se llega a entender la realidad del problema — dice—. Pongo un ejemplo: si un delincuente incurre en un delito, más que pensar en cómo sancionarlo deberíamos analizar qué es lo que lo ha llevado a eso, qué lo motivó. Lo mismo sucede con el trabajo infantil: antes de prohibirlo deberíamos analizar cuáles son sus causas. Su opinión es que los niños y las niñas ya están acostumbrados a trabajar desde muy pequeños en el campo —con frecuencia desde los siete años de edad— y que, lejos de generarles inconvenientes o aburrimiento, esa actividad consolida las destrezas que más adelante necesitarán para dedicarse a la agricultura. —Los papás entregan a sus hijos una pequeña chaquitaclla con la que removerán la tierra, según sus fuerzas. Por sí solo ese hecho no significa que ya estén trabajando: por el contrario, con ese acto sim-


bólico recrean lúdicamente acciones que más adelante sí tendrán un significado económico, y al mismo tiempo refuerzan su identidad dentro de la comunidad. Algo así como cuando una niña recibe una muñeca o un set de cocina de plástico para reforzar el sentimiento maternal que se espera de ella como mujer, explica el vocero. De allí que las madres encarguen a sus hijas que cocinen entre los mismos sembríos, cuando no que recojan la leña y la bosta, mientras que sus hermanos cosechan. Juego de roles en medio de los cultivos. —¿Qué te quiero decir con esto? Que lo que para algunos parece trabajo, para otros —en este caso los jefes de familia y los hijos e hijas de esta zona del país— es una manera legítima de educar —señala Andrés. En otras palabras, para los miembros de una familia rural la chacra sería un espacio de interacción, y ese espacio lo intentan reproducir cuando viajan a las urbes. Al menos esa es la perspectiva de un sector de la sociedad civil.


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La rutina de los menores de edad en Huancavelica podría resumirse del siguiente modo: se despiertan a las cinco de la mañana y preparan el desayuno porque a esa hora sus padres y madres ya están en los campos. Luego de alcanzarles sus alimentos salen hacia el colegio. Dependiendo de la distancia, regresan a sus hogares entre las dos y tres de la tarde. Dejan sus mochilas y cuadernos y se dirigen a ayudar a sus papás y mamás, ya sea que estén labrando la tierra o pastoreando animales. Si su ayuda no es tan urgente, aprovechan para hacer las tareas, ver televisión y preparar lo que comerán todos. Cenan a las cinco o seis de la tarde, y a las siete de la noche la familia entera se encuentra ya acostada, dispuesta a dormir hasta el día siguiente. No almuerzan. Sus desayunos y cenas son tazas de agua con cucharadas de azúcar o sopas con algunos —nunca todos juntos— de estos ingredientes: morón, papas, ollucos, alverjas, fideos, chuño o bien un par de papas sancochadas. Nada más. En sus mesas no hay verduras ni carne de ningún tipo. En estos pueblos no se conoce el pan. La existencia de un restaurante en estas comunidades es un mal chiste.


No almuerzan. Sus desayunos y cenas son tazas de agua con cucharadas de azĂşcar o sopas con algunos de estos ingredientes: ollucos, alverjas, un par de papas sancochadas. En sus mesas no hay verduras ni carne. En estos pueblos no se conoce el pan.


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Padres, madres, hijos e hijas están obligados a consumir lo que hay: pensar en proteínas, carbohidratos y vitaminas es un lujo que no pueden permitirse en este contexto. En Pucapampa, por ejemplo, viven cerca de ciento cincuenta familias. Casi todas se dedican a sembrar papas, habas y maíz solo para autoconsumo. Pero para que sus productos soporten las heladas — ese frío intenso que carcome a los vegetales— deben cultivarlos lo más profundo posible en la tierra: a -4°C muy pocas especies sobreviven. Cuando el clima arrasa con los sembríos, las familias deben comer lo que sea. En otro pueblo, Pucaccasa, una profesora comenta: «La tierra ya no produce, ya no sirve, hay que trabajarla con fertilizante y hace falta apoyo técnico. La papa ya no sale como antes, crece agusanada». En estos lugares —donde llamas, ovejas y cerdos conviven con vacas y caballos enflaquecidos—, lo que más brota de la tierra es hierba de baja calidad. En escenarios así, los negocios agrícolas son inviables. A veces un kilo de papa cuesta setenta centavos en los mercados locales —0.22 centavos de dólar al cambio actual—, y solo los insumos para mejorar la tierra y hacerla productiva suponen muchísimo más que eso.


En cierto modo se entiende la falta de iniciativas empresariales. Más aún si se considera la lejanía de esos territorios y las dificultades para entrar y salir de ellos. —Como Estado tendríamos que hacer atractivo y productivo el campo, con tecnología que los mismos comuneros puedan agenciarse. Con ello no solo se beneficiarían los campesinos de manera individual, sino que también contribuirían a formar polos de desarrollo, y disminuiría las migraciones de niños, niñas y adolescentes —dice Isabel, especialista del Programa Nacional Yachay—. Sin embargo, este ha sido siempre el problema de fondo: ¿Cómo generar esa tecnología para comunidades tan alejadas, donde vive una población de no más de quinientos o mil habitantes? Para el Estado, supuestamente, algo así representaría demasiado gasto para tan poco beneficio. O al menos esa es la forma en la que lo explican los macroeconomistas y tecnócratas. Ellos suelen decirnos: «Los resultados son distintos si con esa misma inversión potenciamos a una población en Lima». En esta situación es frecuente que los niños, niñas y adolescentes de Huancavelica presenten cuadros de anemia y desnutrición.


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En la región también resulta común que la principal causa de mortandad infantil sean las neumonías, y no tanto por la inclemencia del clima o la disponibilidad de vestimenta adecuada: el sistema inmunológico de los más pequeños y pequeñas está vulnerado debido a la falta de nutrientes elementales. A esto habría que agregar que la desnutrición también genera una problemática educativa nacional: una alimentación deficiente en un niño o una niña, prolongada en los primeros años de vida, repercutirá en un nivel muy bajo de sinapsis neuronal, lo que le dificultará desarrollar su capacidad para el pensamiento abstracto. De esta manera, cuando el joven o la joven pretenda finalizar la instrucción secundaria y postular a una carrera profesional, tendrá problemas de aprendizaje. Su desarrollo intelectual como ciudadano o ciudadana será muy limitado. Por otro lado, la calidad de la alimentación también es la razón por la que el físico y estatura de los adolescentes hombres y mujeres de estos centros poblados casi nunca coincide con el correspondiente a su edad cronológica: pueden haber cumplido quince o dieciocho años de edad y, sin embargo, tener la apariencia de un niño o una niña de nueve o trece años.


Son parte de generaciones de individuos desnutridos.

No hay registros oficiales, pero por lo que se comenta en Huancavelica, los padres y las madres prefieren que sean sus hijos varones, y no tanto las mujeres, quienes viajen a trabajar en solitario. Ellas solo van a las ciudades cuando están acompañadas de papá o mamá o hermanos, o cuando algún pariente, hombre o mujer, posee una casa donde pueda acogerla y responsabilizarse por la joven. Josefina, una estudiante de la escuela de Huacchua, es un ejemplo de esta manera de pensar: cada año se traslada hacia Lima con toda su familia. La adolescente tiene doce años de edad pero su rostro y cuerpo corresponden a los de alguien de ocho. Según cuenta, por cincuenta soles pueden comprar un pasaje en un bus interprovincial desde la ciudad de Paucará y desplazarse hasta El Agustino sin que nadie les pida sus papeles de identificación.


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Mientras su hermana más pequeña vende caramelos y kiwicha en las calles, acompañada de un primo mayor, Josefina pela papas y zanahorias en la cocina de un restaurante. No bien termina de pronunciar estas palabras, se ríe y tapa la boca por falso pudor. Luego agrega que le encanta trabajar y que volverá a viajar dentro de unos meses. Una de las especialistas de Yachay le pregunta si la capital se parece a Huacchua. —Nooooo, en Lima hay mucho calor y mucho cemento, no tiene nada de verde —responde. Moviendo los pies y revolviéndose inquieta sobre su asiento, la adolescente comenta que en Lima ha aprendido a jugar en computadoras y que ha conocido las playas y las piscinas. Luego se sobresalta cuando recuerda haber visto en plena calle cómo asaltaban y golpeaban a alguien. —Felizmente a nosotras nunca nos ha pasado nada. Solo a mi hermano le robaron una vez. Cuando le piden que describa cómo es su hogar en el pueblo, la muchacha asume una cierta actitud de orgullo: —Mis papás tienen caballos, vacas, ovejas y chanchos, y en casa tenemos Internet, computado-


La adolescente tiene doce a帽os de edad pero su rostro y cuerpo corresponden a los de alguien de ocho. Por cincuenta soles ella y su familia pueden comprar un pasaje de bus y desplazarse hasta Lima sin que nadie les pida sus papeles de identificaci贸n.


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ra, dos televisores, tres radios y un videojuego —dice con voz ligeramente más alta. En contraste, Grecia y Luisa —dos hermanas de dieciséis y dieciocho años de edad, respectivamente— casi no pueden evitar hablar en susurros y en el idioma quechua de la zona. Ellas también son del mismo pueblo de Josefina, pero están en la secundaria. Ambas dicen que suelen viajar a Lima con una hermana mayor que posee —¿una casualidad?— una casa propia en El Agustino, que en su caso ellas siempre piden autorización al juez de paz de su pueblo para viajar, que trabajan cuidando a sus sobrinos bebés, que ya su papá y mamá están pensando en vender la chacra y mudarse también para la ciudad, que a veces también salen a vender frutas en la avenida Abancay de siete de la mañana hasta el mediodía, que fue la hermana mayor quien les dio la idea de hacerlo, que en promedio pueden ganar cuarenta soles al día en la calle, que el dinero lo ahorran y no lo entregan a nadie, que a veces lo gastan en ropa, útiles escolares y en dulces, que les gusta trabajar porque, si no lo hicieran, no podrían comprarse nada, que hasta el momento nadie les ha hecho daño o insultado en la calle, que Lima les encanta, y que sí, a veces se aburren de cuidar a los sobrinos.


—¿Y qué hacen los hombres y mujeres jóvenes de Huacchua cuando terminan el colegio? —pregunta la representante de Yachay. —Se van, todos se van. De las chicas sí se quedan un montón —responde una de ellas. —¿Y ustedes están conformes con las autoridades de aquí? ¿Conocen al alcalde? —Sí lo conocemos —responde la otra—, y ayuda a los niños. Él ha puesto agua potable, ha construido baños públicos y ha levantado la escuela. La escuela es una antigua casona de madera cuyo segundo piso está a punto de colapsar, tiene rotos casi todos los vidrios de las ventanas, y su escalera es una serie de peldaños angostos y sin pasamanos por la que los niños y las niñas suben y bajan con temeridad. El baño público es una caseta de metal pintada de verde y cerrada con alambres, y que se ubica en las faldas de un cerro. La plaza central del pueblo es un enorme óvalo de fierro y concreto con vanguardistas columnas ondulantes: hay en ella columpios, asientos y esculturas dedicadas a los huacchuas, esos patos salvajes que dan nombre al pueblo.


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—Deberíamos reflexionar sobre por qué nuestras autoridades, las que reciben parte del presupuesto del erario de Huancavelica, no están cumpliendo con la población infantil y no invierten en políticas a favor de nuestros adolescentes hombres, y mujeres. Solo siembran cemento y asfalto en obras públicas. Si invirtieran en proyectos educativos o productivos no tendrían acceso a esos fondos —denuncia una autoridad de Yauli. Yauli es un distrito de Huancavelica con una población que supera las 35 mil personas: en la zona urbana solo viven 3,600 habitantes. Los demás se encuentran en la zona rural. De esas 35 mil personas, el 40% son menores de edad. Según las investigaciones realizadas por Yachay a principios de 2014, de los 96 casos de niños, niñas y adolescentes huancavelicanos que se encontraron laborando en las calles de Lima, 55 provenían de dos distritos: Yauli y Paucará. —Es verdad. La mayoría de menores de edad identificados son de mi distrito y no puedo estar muy orgulloso de eso —dice la autoridad—. Al respecto, solo puedo decir que estamos ante un fenómeno cultural de toda la región: antes viajaban


a trabajar exclusivamente los papás y las mamás, pero en los últimos años les ha tocado el turno a los adolescentes hombres y mujeres, y ahora hasta a los niños y las niñas. Y es que se aprovechan de los rasgos étnicos de los más pequeños, explica. Pone un ejemplo: si a un niño o niña de la zona lo envían a vender huevos de granja a distritos pudientes como San Isidro o Miraflores, en Lima, automáticamente se los comprarán pensando que son huevos de corral. Sin tener que abrir la boca, sus rasgos físicos desatarán por sí solos toda una serie de creencias sobre la pureza de los Andes y las bondades de sus productos. Si un niño andino ofrece pan en una cesta, ante los ojos de los demás será pan serrano y, por ende, un pan elaborado con ingredientes naturales, no procesado por industria alguna. Será un producto menos artificial. —Ahora bien, un factor que lleva a las familias a actuar así es la pobreza extrema en la que viven. En los centros poblados los padres y las madres no tienen acceso a un trabajo fijo, y lo que ganan no llega a cubrir una canasta familiar. Si a esto se suma que lo poco que siembran se pierde por el clima que los gol-


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pea con heladas, granizadas y temporadas de sequía, y el hecho de que la tierra ya no abastece como antes, se descubrirá el porqué de las migraciones masivas. La autoridad dice que de niño él también trabajó como lustrabotas en Huancayo, aunque hace la aclaración de que su madre siempre se preocupó de que terminara el colegio. Luego se excusa diciendo que desde su cargo actual no puede realizar acción alguna a favor de los niños y las niñas de su jurisdicción. No maneja presupuestos y esa potestad solo es privilegio del gobierno regional y los gobiernos locales. Los tenientes gobernadores de Yauli, afirma, trabajan sin recibir paga alguna. —Yo conozco a la mayoría de los padres de esos niños y niñas identificados en Lima: algunos son hijos e hijas de las autoridades de la zona —dice—. Una de esas niñas trabajadoras incluso es la hija del presidente de una comunidad cercana, por citar un caso. Pero cuando yo le pregunto por ella, me dice que la joven se le ha puesto rebelde, que ya no quiere estudiar y que no se le ocurre qué otra cosa hacer. Y agrega: —Por lo demás, tampoco puedo insistir sobre el tema porque muchas veces soy agredido o amenazado solo por mencionarlo. Me responden:


Los padres y las madres no tienen un trabajo fijo. A esto se suma que lo poco que siembran se pierde por el clima que los golpea con heladas, granizadas y temporadas de sequĂ­a, y el hecho de que la tierra ya no abastece como antes.


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«En todo caso usted déme trabajo» o «Hágase cargo de mi hijo o mi hija». Con esos comentarios me atan de manos.

A tres años de su creación, el Programa Nacional Yachay ha atendido a más de nueve mil niños, niñas y adolescentes vulnerables y expuestos a riesgos en las ciudades de todo el país. Gran parte de su trabajo lo realiza no solo con los menores de edad, sino también con los padres y las madres. La idea es reforzar los vínculos familiares y prevenir cualquier situación que pueda desembocar en trabajo infantil, mendicidad, explotación sexual y vida en la calle. A través de talleres y servicios especializados, el Programa educa y ofrece alternativas ante problemas sociales como la violencia doméstica, la desprotección familiar, la falta de oportunidades económicas y educativas, y las limitadas habilidades individuales. Son problemas que suelen sufrir tanto los hijos y las hijas como los padres y las madres.


El modo de intervención de Yachay es a través de los educadores y las educadoras de calle, un grupo de especialistas que contacta a los niños, niñas y adolescentes, identifica sus necesidades, y los emplaza a participar en actividades recreativas y formativas que los ayudan a fortalecer su autoestima y reforzar su desempeño escolar, pero que, sobre todo, los hacen ser conscientes del círculo vicioso en el que se introducen cuando se dedican al trabajo o la mendicidad —ya sea coaccionados o de manera voluntaria— desde pequeños. Se trata de una tarea lenta y muy meticulosa a nivel nacional, en la que los resultados no necesariamente saltan a la vista de inmediato: dependerá de cuánto se involucren también los menores de edad y hasta sus padres. Muchas veces los educadores y las educadoras deben tomar las precauciones suficientes para no atemorizarlos o herir sus susceptibilidades al establecer contacto. Tras la fase de acercamiento sigue el registro de los datos personales y la manera como viven, a fin de determinar sus carencias y las estrategias de apoyo a implementar en cada uno de los casos. Eso es precisamente lo que ha venido a hacer el Programa en la región Huancavelica: buscar a los


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niños, niñas y adolescentes que en los primeros meses del año fueron identificados vendiendo o mendigando en Lima, corroborar lo que dijeron en ese momento y, en lo posible, conversar con sus padres y madres, para ampliar el círculo de influencia. Esa es la razón por la que, en cierto momento, a la entrada de un centro poblado, el vehículo que transporta a los funcionarios del ministerio se detiene a la vera de un camino terroso. Desde la ventanilla le preguntan a una joven por el nombre de una señora cuyo hijo ha sido identificado lustrando zapatos en Lima. La mujer lleva una cesta y, dentro de ella, papas nativas envueltas en bolsas de plástico. Algunas incluso vienen acompañadas con rodajas de queso fresco. Ella las vende. A los que la saludan en quechua les ofrece papas amarillas y arenosas. A los que hablan castellano les entrega papas blancas y duras. Pronto la muchacha dice que sí, claro, que conoce a la señora porque es su pariente, pero que sabe que ahora mismo no está en su casa. Y cuando le preguntan si puede acompañarlos y guiarlos hasta su hogar para conocer algo más de su familia,


al principio se escandaliza, luego ríe y finalmente responde: «Pero primero tendrían que comprarme todas mis papitas».

—Si me preguntas si solo la pobreza es lo que motiva a los niños, niñas y adolescentes a trabajar en las ciudades, te diría que eso es una verdad en parte —comenta Isabel, la funcionaria de Yachay—. El discurso oficial, la lectura que tenemos de las autoridades, es que trabajan por necesidad. Sin embargo, de lo que hemos podido constatar por boca de los mismos niños, niñas y adolescentes que trabajan, notamos que también existe el factor del estatus proyectado ante los demás. Es decir, entre ellos y ellas valorizan más a los que han viajado a Lima, a los que conocen más lugares, a los que son capaces de traer lo último de la moda a su pueblo, a los que tienen un teléfono celular o visten un jean que los haga aparecer tan igual o mejor que otros compañeros o compañeras. Digamos que esta mentalidad adquiere un mayor significado en los adolescentes hombres y mujeres, pues


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a los niños y las niñas los impulsa la solidaridad, el querer apoyar a sus padres y madres, o bueno, el hecho de que los envíen a trabajar sin que ellos y ellas tengan necesariamente la opción de decidir. De allí que muchas veces digan cosas como «Me mandaron a Lima sin saber lo que iba a hacer exactamente, no sabía para qué». La psicóloga explica que en los hombres y mujeres adolescentes el estatus cobra más vigencia porque son los más expuestos a los medios de comunicación y el uso de Internet, donde descubren otros estilos de vida y otras formas de adquirir notoriedad. Es en esos ámbitos donde se empapan también de un discurso de consumo, y de expectativas y de identidad en el preciso momento de experimentación e independencia que todo joven atraviesa. —Todo eso juega a favor, potencia y hasta le otorga un cierto matiz natural a la decisión de ir a Lima a trabajar y ganar dinero a como dé lugar. Por supuesto que ese no es el único elemento que se cruza en esta problemática, pero la identificación de las motivaciones juveniles podría ayudar al momento de diseñar planes de acción a futuro. —También están las expectativas de todo adolescente hombre y mujer. Lo normal es que sepan


El discurso oficial es que trabajan por necesidad. Sin embargo, también existe el factor del estatus proyectado ante los demás. Es decir, valorizan más a los que han viajado a Lima, a los que tienen un teléfono celular o visten un jean.


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que su comunidad les ofrezca las oportunidades de estudio y desarrollo individual que necesitan. Pero si no se les ofrece nada, solo les queda la posibilidad de salir de allí, de irse, y solo se quedan cuando tienen hijos y forman una familia. Todo eso genera la percepción de que en el campo no aprenden nada valioso y que en la ciudad sí, y además pueden ganar dinero —y donde, a su vez, los demás integrantes de la familia, hasta los más pequeños y las más pequeñas, también pueden obtenerlo—. Si la ciudad aparece ante ellos y ellas como un doble y triple beneficio, ¿qué puede retenerlos? La constatación de que en el hogar no hay suficientes alimentos ni ingresos hace que cualquier hijo e hija se preocupe y quiera actuar para colaborar con sus padres. Frente a algo así no hay otra opción. Otro componente es la menor capacidad de decisión que tienen los padres y las madres sobre sus hijos, hombres y mujeres, a medida que estos crecen. Isabel dice: —Influye mucho la edad: mientras más pequeño sea el niño, más probabilidades tiene el padre de inducirlo o permitirle que vaya a un trabajo. Pero cuando el niño crece, la decisión ya recae directamente sobre él y no habrá nadie que le pueda impe-


dir trabajar. Entonces, ¿qué hacer para que los padres puedan intervenir y evitar que sus hijos e hijas se les vayan de las manos? Porque lo cierto es que cuando estos jóvenes se sienten enganchados a un trabajo, abandonan los estudios, y ya sabemos en lo que eso concluye en la mayoría de casos: en que nunca dejarán de trabajar en oficios precarios y repetirán el círculo de pobreza y de trabajo precario para la siguiente generación.

La escuela de Pucaccasa está situada literalmente al borde de un abismo. Si una pelota se saliera de los márgenes de la losa deportiva, simplemente se perdería. Debajo de la montaña decenas de luces resplandecen como espejos al sol: son las calaminas de latón de los techos de las casas esparcidas por doquier. El centro educativo fue construido hace veinticinco años y solo tiene los niveles de inicial y primaria. La secundaria más cercana está a hora y media


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de allí. Ochenta y cinco niños y niñas estudian en sus aulas en la actualidad. No tiene sala de cómputo ni laboratorios, y sus cinco profesores, hombres y mujeres, se trasladan todos los días desde Huancavelica. En las paredes de cada salón se lee «Patria-Dios-Estudio», acompañado del conocido proverbio incaico del Ama sua, ama llulla, ama quella. Casi siempre las frases están coronadas con una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. En la oficina de la dirección un adolescente con uniforme escolar gris responde con monosílabos a una serie de preguntas. Su nombre es Mario y se ha llegado a él por azar: es el homónimo de un muchacho de ese pueblo de ciento veinte familias que estuvo trabajando en Lima hace algunos meses. Por casualidad resultó que este Mario también suele viajar a la ciudad a lustrar zapatos. —En su familia son cuatro hermanos, y él ha tenido que hacerse cargo de ellos desde hace seis años, cuando su padre fue abatido en un tiroteo durante el asalto a una empresa —dice Modesta Yépez, una autoridad de la escuela—. Su papá era parte de la banda. El joven tiene catorce años de edad, pero su fisonomía es la de alguien siete años menor: él es uno


de los quince escolares, hombres y mujeres, con anemia de ese lugar. Dice que recién en el año 2014 ha viajado a Lima y que allí trabajó cuatro horas al día: con eso se aseguró hasta cuarenta y cinco soles. Con lo que pudo ahorrar compró útiles escolares y ropa, y hasta le alcanzó para entregar trescientos soles a su madre. Todo lo narra en quechua. Un educador de la calle lo traduce. —Tengo un tío con el que comparto las ganancias. Con él trabajan mis otros dos primos, también de mi edad. Salimos todos juntos a vender. El silencio y la duda lo invaden cuando se le pregunta por el nombre de su tío. Uno de los entrevistadores intenta tranquilizarlo: «Esto es reservado, hijo, no te preocupes». Mario suelta: «Juan». «¿Juan qué?», le preguntan. Mario mira hacia todos lados, pero sus labios no se despegan. «No va a pasar nada con que lo sepamos», le aseguran. El joven insiste en que Juan es el hermano mayor de su mamá. —¿Pero realmente es tu tío? —le preguntan. —No es pariente exactamente. Solo vive en la misma comunidad que yo. Luego comenta que fue el tío quien lo motivó. «Vamos a ir a Lima, me decía, aunque no sabía


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exactamente a qué», confiesa, y menciona que el año pasado estuvo en Ayacucho cultivando papas en parcelas ajenas durante un par de meses. Fue con dos niños de la zona. También el tío los llevó. —Podríamos estar ante un caso de trata de personas —comenta en voz baja una de las especialistas de Yachay. O no. En los Andes, el tío y el padrino es una figura cultural y decisiva. Suele ser un compadre, un dirigente o una persona reconocida en la comunidad o de mucha confianza, a quien se le trata con un ilusorio vínculo de parentesco a fin de quedar bajo su protección. Con frecuencia son ellos, y no los padres, quienes viajan con los niños y las niñas hacia las ciudades. Por supuesto, una vez lejos de la familia no se sabe exactamente qué sucede entre ellos y los menores, o si hay algún acuerdo o «agradecimiento» económico de por medio que pudiera pervertir el interés inicial. —Pero también debemos tener cuidado con indicar lo que no es —dirá Isabel más adelante—. Solemos tener una representación casi caricaturesca del tratante, como el hombre mafioso y malo que llega


En los Andes, el tĂ­o y el padrino es una figura cultural y decisiva. Suele ser un compadre, un dirigente o una persona de mucha confianza. Con frecuencia son ellos, y no los padres, quienes viajan con los niĂąos y las niĂąas hacia las ciudades.


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a un pueblo y se lleva a los niños y las niñas en grupo, casi secuestrados, pero no necesariamente es así. Además, puede haber casos en los que efectivamente se trate de un familiar o vecino que realmente se preocupa por el bienestar de los niños y las niñas y confía en que nada malo les sucederá en la calle. En el caso de Mario, la relación con su tío todavía se vislumbra demasiado ambigua, en términos jurídicos, como para pensar en responsabilidades penales.

—Una vez me robaron. Salí de mi pensión en El Agustino y me fui a La Parada a comprar mercadería para vender. De pronto me sujetaron del cuello entre cuatro personas. Se llevaron los noventa soles que tenía. Era mediodía. No podía hacer nada, así que regresé a mi habitación a esperar a mi padre, quien recién llegaría de trabajar a las seis. Esto sucedió cuando Hildebrando Gómez tenía trece años de edad. Hoy tiene veinticinco y es padre de una pequeña niña. El poblador nació y se crió


en Tacsana, un pueblo de la región. Un día se aburrió de Lima y regresó a su hogar. Se enamoró, se casó y ahora conduce autos, conocidos como «colectivos», en el tramo Huancavelica-Yauli y los pueblos anexos. —Cuando estás en la calle no siempre almuerzas. De hecho, solo desayunas y cenas. Depende de cuánto ganes —dice—. A veces, si no vendes lo que te has propuesto ni siquiera tienes ganas de almorzar: solo te concentras en seguir trabajando. Mi límite en aquel entonces era obtener treinta o cuarenta soles al día: con eso costeaba mi alimentación y mi transporte. En un mes podía llegar a ganar entre ochocientos y novecientos soles. Surco, San Isidro y Miraflores eran sus espacios favoritos para comercializar artesanías y tejidos, como ponchos, guantes y bufandas. Su hermano lo acompañaba en esos meses de vacaciones escolares, de diciembre a marzo. Su propio padre también hizo lo mismo en algún momento. —Trabajar en Lima es difícil: a veces vendes y a veces no. A veces tu almuerzo es solo una gaseosa y un bizcocho, y a veces te vas a dormir sin cenar. Hildebrando Gómez explica que solía almorzar en la calle, y cuando se resfriaba o enfermaba del estóma-


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go se las arreglaba para seguir trabajando. Trataba de curarse con hierbas medicinales que compraba en los mercados municipales. —Yo nunca tuve un accidente en Lima, pero sí conozco casos: no hace mucho a un joven paisano mío lo atropelló un bus de pasajeros bajo un semáforo. Le quebraron la pierna. Eso fue en 2013. Lo tuvieron que traer a Huancavelica para su tratamiento. Lo curaron con emplastos de lagartija sobre sus huesos. Sanó pero ya no quiere regresar a Lima. El transportista comenta que para todos los habitantes de su comunidad es común considerar las calles de Lima como una fuente rápida de ingresos. «Basta que uno se vaya y regrese para que contagie a los demás, los convenza de que allí se gana dinero y te dan cosas. Y la verdad es que cuando llegas a Lima te tratan bien, te dan propinas o comida. Yo creo que por eso mucha gente se va para allá: si los trataran mal se regresarían de inmediato a su tierra». La caridad mal entendida. —Con todo, no enviaré ni dejaré que mi hija se vaya para Lima —dice—. En el fondo me parece muy penoso todo lo que viví esos años. Yo sé que hay quienes dicen que es una forma de conocer un nuevo lugar y ganar dinero al mismo tiempo, pero nunca


creí eso. Una vez que estás allí no es para pasearte sino para trabajar, de lo contrario ese día no comes. Y agrega: —Mi hija tiene que estudiar. Es mejor que yo ahora trabaje para que ella logre ser algo en el futuro, pueda defenderse y esté más tranquila.

Algo que ha quedado evidenciado con las entrevistas de Yachay en Huancavelica es que las fechas en las que niños, niñas, padres y madres viajan a Lima suelen coincidir con una especie de temporada neutra en la agricultura: entre enero y marzo no hay siembra ni cosecha en la región. Entre julio y agosto —las vacaciones escolares de medio año—, tampoco. La siembra se realiza entre abril y junio. La cosecha, entre setiembre y noviembre. La naturaleza deja espacios en blanco. De allí que uno de los argumentos de los padres y madres de familia para viajar y trabajar sea que en esos meses no hay nada que hacer en sus comunidades.


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Otro punto que también queda demostrado es que los niños y las niñas, desde los cinco o seis años, realizan tareas que podrían considerarse trabajo, solo que lo hacen en las parcelas paternas o maternas. De alguna manera, esto los prepara y estimula para pasar a faenas cada vez más complejas. Por eso es que luego se les hace fácil embarcarse en oficios más riesgosos y en lugares más alejados. Al mismo tiempo, no es arriesgado suponer que muchas veces los niños y las niñas prefieren viajar antes que exponerse a la violencia doméstica en sus hogares, un problema todavía común y arraigado entre las familias andinas. La fórmula podría resultar atractiva: huir para hacer dinero. Para las madres la idea también podría parecer ventajosa por un evidente mecanismo de protección. —Lo que está muy claro es que para estos niños, niñas y adolescentes el trabajo es un orgullo. En el mundo rural es muy común sentirlo así —dice Isabel—. En cierto modo influye hasta en su identidad, porque trabajar desde muy pequeño o muy pequeña le otorga responsabilidades, y si resulta que es hombre, y además es hermano mayor, las tendrá de gran envergadura. Estas «obligaciones» los inducen a salir


a ganarse la vida casi de manera involuntaria, hasta en situaciones de calle, y claro, si consideramos que los padres también vivieron lo mismo en su momento, ya se les convierte en una costumbre. La funcionaria de Yachay finaliza: —La pregunta que queda a partir de todo esto es: ¿Y cómo se rompe esa costumbre? Pues tratando de darles oportunidades de trabajo y desarrollo personal en sus mismas comunidades. Ahora, ¿qué hacer para que esto resulte factible? Ese es el próximo paso que debemos dar.




AGRADECIMIENTOS Expresamos nuestro agradecimiento a todas las personas que colaboraron proporcionando la información necesaria para elaborar este documento, especialmente a los niños, niñas y adolescentes y padres de familia de los centros poblados de los distritos de Yauli y Paucará, quienes nos acercaron a la realidad local y compartieron sus sentimientos y emociones. También agradecemos al coordinador del Programa Nacional Yachay en Huancavelica, Amador Poma Inga, y a su equipo de educadores de calle, al igual que a la doctora Marianela Villalta y a la psicóloga Isabel Ale por su participación en la sensibilización de autoridades y recojo de información a nivel local. Finalmente, saludamos a María Isabel Romero y David Falcón por el abordaje de la información a nivel de medios de comunicación nacional y local. Programa Nacional Yachay





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