Boletín 73 libélula libros

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Volumen 1, nº 73 Boletín Bibliográfico Septiembre de 2016 ISSN: 1909-0110 Cra. 23 A Nº 59-104. Teléfono: 885 42 01. Manizales. Colombia. librerialibelulalibros@gmail.com Av. Bolívar Nº 14 Norte 22. Teléfono: 735 86 46. Armenia. Colombia. libelulalibrosarmenia@gmail.com Editorial

Vivir en las cosas


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La liebre con ojos de ámbar

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Un puente sobre el Drina

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El año del verano que nunca llegó

Por la ventana, Europa

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La vida interior de las plantas de interior


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La Librería de los Escritores

En movimiento

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Sobre la felicidá

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Tiempo para callar

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El sitio de resguardo “El día que nos hicimos lectores, comenzó esta historia” Rogelio Guedea1

A No creo que alguien pueda afirmar que se ha hecho librero después de un debate vocacional arduo y doloroso, casi siempre se trata de un accidente o de la simple aceptación de una condición o de un hecho cumplido. No importa, esto no resta valor al papel que el librero cumple en la vida de una ciudad y una comunidad. Recuerdo en mi caso que una mañana desperté con la imagen vívida de un sueño, uno de esos pocos que se recuerdan y que para colmo quedan grabados para siempre. No son muchos, nunca son –para fortuna– muchos. Se trataba de un sueño sencillo, nada extraño: era, en sueños, librero, dueño de un establecimiento pequeño y oscuro pero elegante que exhibía libros en escaparates y vitrinas de madera color negra; justo al lado, adosado a la librería casi como si se tratara de un solo negocio, era dueño también, y atendía, un restaurante de “comidas rápidas del mundo”. Recuerdo los sándwiches de unos pescaditos diminutos y crujientes, algo así como unos boquerones bañados en aceite aromatizado, que ofrecía a unos clientes de quienes recuerdo sus voces y los gritos que proferían de una mesa a la otra. Unos tableros escritos con tiza ofrecían libros y comidas. El edificio en el que funcionaba –o funciona– aquella pareja de negocios existe y cada vez que paso por él siento que estoy pasando frente a la librería y el restaurante. No soy capaz de imaginar allí, y ni siquiera ver, algo diferente. Cuando desperté, con el sueño presente, casi más real que yo mismo, le pregunté a Carolina si me acompañaba en la tarea de abrir

una librería. Pero no puede suponerse que lo dije como quien ha recibido un mandato divino en sueños y entonces viene frente a los mortales a contarlo. Simplemente se trataba de una idea normal y corriente, surgida a partir del sueño pero tan elemental y terrena como tantas otras. Ella la asumió como acostumbra asumirlo todo, con la calma y la serenidad que permiten navegar a nuestra casa y que nos hace sentir que en su presencia todos los asuntos son meros trámites. No habíamos sido nunca libreros, éramos lectores empedernidos y clientes de medio pelo. Sabíamos tanto del negocio como de cualquier otro. Nada. Sólo éramos adultos ensayando, aprovechando la irresponsable intrepidez de los treinta años. Cinco meses después enviamos una carta a nuestros amigos y vecinos contando que abriríamos Libélula Libros. Recuerdo la carta, no tan bien como el sueño y no he podido encontrarla por mucho que la he buscado. Era una carta pretenciosa y casi grosera, que más parecía un insulto a aquellos que por tristes circunstancias abandonaban el país por aquel entonces. Nos vanagloriábamos de nuestro atrevimiento. Un lunes 30 de julio abrimos las puertas. No hubo, y esto venga a salvarnos un poco por aquella carta, ni cortes de cinta, ni cocteles, ni invitados especiales. Simplemente abrimos y nos sentamos a esperar. Con el convencimiento de que el mes de agosto tendría ventas suficientes para cubrir los costos que, más mal que bien, habíamos previsto. Como está visto no fueron actos heroicos, altruistas o profundos los que dieron origen a la librería. No hubo reflexión cultural o política y ni siquiera una determinación medianamente mística o siquiera


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vocacional. Solo fue producto del deseo de hacer algo juntos y de la aceptación que Carolina hizo de mi propuesta de una manera natural y sencilla. Hasta ahí la historia personal de la librería porque en adelante viene, como corresponde, la hecha entre muchos, la que han construido amigos, editoriales, vecinos, compradores y lectores. Porque una vez abierta se convirtió en un espacio público que escapa a las pretensiones o los caprichos de sus gestores. El mero hecho de abrir un espacio comercial cuyo objeto sea la venta de libros provoca un estremecimiento en el entorno tal como el provocado en la novela de Penelope Fitzgerald2, aquel relato de amor a los libros y al oficio de librero que todos los días mira “con vergüenza las filas de libros que espera pacientemente a ser vendidos”, y cumple el rito cotidiano de apertura de su local y esquiva las incomprensiones de los demás ciudadanos. Incomprensiones casi comprensibles. Así, de manera leve y sutil, la librería se inscribió en la ciudad de la misma forma que lo han hecho sus habitantes. Nació sin que ella se diera cuenta y sólo con el transcurso de los años y de la apertura cumplida de su puerta o de los cambios constantes de la vitrina o de la presencia ininterrumpida de una mesa y sillas para el café en la terraza, se ha convertido en parte de ella. Ahora

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Libélula a fuerza de sus clienteslectores puede considerarse un referente incluso geográfico de la ciudad y ella misma puede definirse – en algún grado– por la librería. Y esta circunstancia por supuesto no es exclusiva de Libélula, es la condición propia de toda librería. Ellas son las vísceras de la ciudad, carecen de fuerza muscular pero tienen la capacidad para mantener viva a la comunidad. Sin embargo el papel de la librería no solo es aquel de generar vitalidad, es también el sitio de resguardo, el lugar que le permite al ciudadano ampararse de los sinsabores o las faltas éticas y estéticas que siempre agobian. Hay un hecho físico inexplicable que siempre hemos advertido: sin importar el clima que haga afuera, adentro de la librería constantemente hay una temperatura agradable. Relata Manguel: “Pocos días después de la tragedia (el choque de dos aviones contra las Torres Gemelas en

Nueva York, el 11 de septiembre de 2001) me enteré de que un amigo de H, había quedado atrapado aquella mañana dentro de una librería cercana al World Trade Center y, dado que no podía hacer otra cosa que esperar a que se asentará el polvo, se quedo ojeando libros en medio de las sirenas y de los gritos”. Entramos a la librería a esperar que el polvo se asiente, que la bulla se aplaque o que el sol o la lluvia amainen. En todo sentido. Poco tiempo después de haber abierto la librería requerimos colaboradores, y ellos fueron llegando uno tras otro también de manera natural. Casi escuchábamos el relato de Simón Tanner, el alter ego de Robert Walser: “Quiero ser librero –dijo el juvenil principiante–, es un deseo muy intenso y no sé qué podría impedirme llevar a cabo mi propósito. El oficio de librero me ha parecido fascinante y no veo por qué habría de consumirme más tiempo lejos de tan entrañable y hermosa ocupación. Pues tal como ahora me ve


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aquí ante usted, caballero, me considero extraordinariamente apto para vender libros en su tienda…”.3 Aquellos colaboradores pronto se convirtieron también en libreros y les correspondió asumir la dirección y propiedad. Nunca pensamos en el término de tiempo que estaríamos al frente de la librería, las cosas serias no se emprenden con fecha límite a la vista. Los asuntos importantes son para siempre, es decir se emprenden con la idea de que van a durar toda la vida así más tarde las circunstancias indiquen otra cosa. Afortunadamente la andadura de Libélula en nuestras manos fue así: desprevenida pero seria. Siempre supimos que hacíamos lo que nos tocaba así ciertas noches o ciertos amaneceres fueran difíciles. El amor eterno tiene varios caminos, y uno consiste, por ejemplo, en hacerse a un lado cuando toca. Eso fue simplemente lo que hicimos: hacernos a un lado. Sin duda Susana, una de nuestras hijas, lo pensó y dijo mejor: “Libélula no era tuya, y ahora no es de ellos, es y ha sido de todos”. Como todas las librerías en cualquier lugar del mundo.

B Los clientes de una librería, una vez entran por segunda vez, quedan atrapados –o son adoptados o adoptan–. De ahí en adelante volverán con una regularidad y familiaridad que a ellos mismos extraña. Salen de sus casas y parece que la mente y el cuerpo se encontraran programados para dirigirse indefectiblemente a la librería. Se les convierte en parte de su rutina. No es un hechizo, es que sienten que la librería es la prolongación de sus hogares, al menos de lo que estos tienen de sosiego. * Mirar cuentas, esperar clientes, sufrir los días de lluvia o de fiesta, ver pasar personas que aunque llevan años, meses y días pasando frente a la librería, nunca la han visto. Atender editoriales que no entienden por qué no queremos vender sus últimos libros si en otras librerías se venden como pan. Gozar cuando alguien, aunque sea una persona despistada, se lleva un libro que vale la pena.

Envolverlo junto a su separador, desearle la mejor de las suertes y despacharlo con mil bendiciones. * Pablo Rolando Arango llegó el sábado a la librería con una bolsa negra –de las que se usan para empacar la basura–, cargada de libros, como si se tratara de ropa, de papeles viejos, de verduras. La descargó junto a la silla en la que se sentó y dijo: “aquí llevo mi atado para Semana Santa”. Ese atado, en el que se evidenciaba el desorden y la disparidad de títulos, se quedó allí toda la tarde mientras conversábamos y mirábamos libros. Luego Pablo lo recogió con un cuidado exagerado, si consideramos el poco que tuvo para armarlo, y se fue para su casa a darle batalla a esa biblioteca ambulante. * Al atardecer, mientras converso con alguien en la librería escucho a tres clientes pedir, con intervalos de apenas unos pocos minutos, y uno tras otro, sin que medien otros compradores, los siguientes libros: Prohibido suicidarse en primavera, Los árboles mueren de pie, y Los vecinos mueren en las novelas. Todos son libros pedidos por profesores de colegios. * La experiencia de librero me ha enseñado que el tipo de lector y visitante de librerías es uno muy distinto del que al comienzo creía. A estas alturas tengo claro, por ejemplo, que los intelectuales y aquellos que de manera pública exponen sus intereses literarios, culturales o intelectuales, visitan poco las librerías. Es más, los he visto pasar junto a ella sin siquiera sentir curiosidad por la vitrina. En cambio he descubierto que los visitantes de la librería son por lo


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general personas comunes y corrientes, lectores habituales pero silenciosos, ciudadanos que ejercen su condición sin aspavientos, trabajadores y empleados que saben y sienten que la lectura les brindará sosiego, emoción y libertad. Vale la pena que la librería exista por ellos, por el hombre que va de la mano de su hijo hacia el supermercado por ejemplo, y de pronto dice: “Mira, preguntemos por el libro que necesito”. Esa frase está llena de vida, supone una conversación previa, una necesidad insatisfecha e inaplazable, un acercamiento a la ciudad y sus elementos, directo y natural. Mientras tanto se ve pasar al insigne profesor que lleva como todos los días, una ajada y sucia revista Selecciones; es toda su lectura. * En los altos de la librería vive Don Francisco. Es un jubilado al que su esposa, una mujer enérgica, saca en la mañana a la fuerza a hacer vueltas de la casa. Aprovecha la oportunidad para mirar la vitrina de la librería. Compra todo lo que llega y se exhibe de historia de Colombia. La esposa se angustia por el gasto o tal vez por la “peste” que inunda su casa. No importa, envidio a Don Francisco, tengo envidia de sus chalecos elementales, sus gafas, su tranquilidad, su lentitud. * En la calle de la librería existe un grupo de borrachos, dos hombres que cuidan carros y tres o cuatro vecinos que beben a costa de los dos primeros. A veces, a las tres o cuatro de la tarde, están todos tan borrachos que deben sentarse en el andén o las escalas de las casas a dormir la rasca. Antes, mientras el alcohol todavía

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no provoca estragos, conversan tan animadamente y sobre tantas cosas, todas tan triviales, que dan envidia. Todos beben de la misma botella, aunque en ocasiones, cuando los acompaña una mujer que a veces también vende perros calientes en esta calle, compran copas desechables y con la elegancia propia de los caballeros, se reparten con juicio y pulcramente la bebida. Lo que beben no les cuesta más de tres mil pesos la botella, ellos en todo caso reúnen primero la plata para el trago, que para la pieza que diariamente pagan para dormir. Compran algo que ellos llaman “chirrinche” en el estanquillo de la calle siguiente, y en el día desocupan varias botellas. Viven de contado, al día, no le deben nada a nadie, y disfrutan la vida a su manera. Son una hermandad provocada por el mero

placer. Nadie les dice nada, los demás habitantes y transeúntes de la calle, o no los ven, o les tiene sin cuidado lo que hacen. Beben hasta caerse mientras discuten qué palabra debe ir en el crucigrama. Hace apenas unos días uno de ellos vino a preguntar el precio de un diccionario de sinónimos, le ofrecimos el más barato. Cuesta algo así como tres botellas de su bebida. Él, sobándose la cara, nos dijo que ahorraría, luego pidió un tinto con mucha azúcar y se fue. * Un amigo se acerca cada ocho o quince días a la librería, no pasa de la puerta, no se sienta, llega cargado de flores maltrechas, ajadas, algunas conservan aun su belleza, se las regalan en las floristerías y él las vende. Al atardecer se notan poco las manchas negras que las cubren y la falta de algunos pétalos. Es un botánico experto a la hora de ponderar los ejemplares que carga. Pero en nuestro caso él no quiere venderlas, quiere cambiarlas por “algo para leer”. A veces logramos separar algún libro para ese trueque, y luego con el paso de los días, lo veo leyendo, cuando voy en el carro hacia algún lugar, sentado bajo el


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alero de una casa. Supongo que luego lo regala, lo vende, o simplemente lo abandona. Hace apenas unos meses, un hermano suyo que lo buscaba desde hacía años lo encontró, le alquiló de manera permanente una pieza y contrató con un restaurante chino la alimentación. Todo esto ha hecho que sus visitas sean cada vez más esporádicas. Él dice que lo tiene todo a menos de media cuadra, que ahora prefiere no salir tanto. Pero nos hacen falta su sonrisa desdentada, los pasitos cortos que da, la mirada extraviada y ávida, y por supuesto las flores que casi siempre adornan el interior de Libélula. * Una cliente entra sonriente a la librería, el dependiente cautivado se le acerca y ella, antes de que aquel diga algo, dice: Déjame que te cuente. El dependiente emocionado le contesta: “sí, por supuesto, cuéntame”. La cara y el tono de tenorio del librero eran evidentes. La cliente con una sonrisa de sarcasmo le responde: “no, disculpe, quiero el libro Déjame que te cuente”. El libro no lo teníamos, ella salió con la misma sonrisa. El ridículo no siempre duele, los hombres disfrutamos el increíble borde en el cual terminan por encontrarse el cortejo y lo grotesco. * Un sentimiento extraño creo que embarga a todos los que habitamos Libélula respecto al grupo de hombres que viven afuera cuidando carros, o pidiendo limosnas o simplemente a la espera de que el día

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termine. Hacen parte también de la librería. Calidad, que a veces nos asusta y luego nos divierte, o los monos de los cuales solo sobrevive uno, y Ossa que cada vez extravía más su ojo, o cualquiera de la horda de pedigüeños que nos visitan, a cada uno el suyo o los suyos. Han decidido vivir al margen. Al margen de la librería que es decir algo así como al margen de nuestros libros. Son más reales y vitales que todos nosotros. En estos días uno de ellos se acercó pidiendo el sanitario. Se lo negamos.

Recordé de inmediato a la Dama de la furgoneta de Bennett y a la cortesía y generosidad con que éste trataba a quien decidió un día ocupar su calle, luego la entrada a su garaje, incluso una parte de su tiempo y hasta varias de las páginas de su diario que le sirvieron para hacer un libro lleno de humor y humanidad. Tal vez Calidad tenga arrebatos de violencia bárbaros, pero lo hemos visto llorar y lo hemos visto también armar y desarmar una familia y unas historias que de fantásticas seguro serán reales, tanto como las de la Dama que esperaba con entereza el reconocimiento que le debía el Reino mientras ella concedía dispensas y honores. Una aristócrata era la

Señora y unos aristócratas quienes viven en nuestro margen. A veces nos miran con el desprecio que seguro merecen nuestras insípidas vidas acomodadas.

C En la librería El Ateneo de Buenos Aires, mientras observo libros y después de haber preguntado sin éxito por Japón en Tokonoma escucho que una cliente pregunta al mismo dependiente que antes me había atendido por un libro de Manguel, ella dice que el libro se llama “Historia del libro o algo parecido”, el dependiente mira para el techo, no sabe de qué le hablan, yo me acerco y les digo que seguramente se trata de Historia de la lectura. El vendedor de inmediato afirma de manera tajante que el libro no está. La señora apenas levanta los hombros. Yo sigo mirando libros y vuelvo a escuchar a otro cliente que llega preguntando por libros de Gombrowicz, el dependiente dice que no hay, el joven comprador insiste diciendo que recuerda algún libro que es dorado. El vendedor por fin recordando algo se acuerda de Tusquets y Curso de filosofía en seis horas y cuarto y entonces lo manda para la sección de filosofía. El comprador insiste diciendo que él quiere Diario argentino, el vendedor altivo y


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convencido le dice que ese libro no lo han vuelto a editar. Yo, de nuevo, impertinente, recordando que la tarde anterior había comprado precisamente ese libro, me acerco y les digo que Diario argentino ha sido publicado por Adriana Hidalgo y que en El Ateneo está. El dependiente se desencaja, se arranca la escarapela de vendedor que cuelga de su bolsillo y me la entrega. Es un hombre alto o al menos así comienzo a verlo yo. En medio del escándalo busco a Carolina que perpleja y abochornada me mira desde una esquina, yo apenas atino a decirle que salgamos. El comprador muy discretamente se acerca y me da las gracias. Salimos corriendo. Nunca más en aquel viaje volvimos a entrar a la librería, ni siquiera a una sucursal distinta. * Me dejé engañar. Sabía que la vendedora –¿dueña de la librería?– no me diría el precio del libro según aparecía en el computador, debía ser muy bajo. La calidad del libro y su estado le impedían suponer que su precio fuera aquel. Se trata de El transcurso legendario de una gota de sangre y otros escritos de Alberto Lleras Camargo. Me pidió treinta y un mil pesos, ni siquiera nuevo tendría ese precio, pero

ella fingió bien y la cantidad sonó muy creíble. ¿Cuánto llevaría ese libro en los estantes de la librería Bitácora de

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Cartagena?, ¿cuántas veces lo habrían sacudido y vuelto a poner en su sitio a la espera del comprador? Ese esmero y paciencia, ¿cuánto podrían valer? El mercado del libro no alcanza a incluir el costo del cuidado y la ternura que el librero pone mientras espera al lector de cada uno de sus huéspedes. Pagué lo que me pidió, la felicité por su bella librería y salí de allí entre contento y triste porque aunque llevaba el librito de Lleras, había dejado atrás un volumen de la autobiografía de Canetti en la edición de Alianza Editorial, que quién sabe cuántos años lleva allí a la espera de un comprador que surja de la ola de turistas, que minuto a minuto pasan por la Avenida San Martín.

D “Un día deambulaba yo por las calles de North Kensington contándome historias a mí mismo sobre salidas y asedios, a la manera de Walter Scott, e intentando vagamente aplicarlas a la selva de ladrillos y cemento que me rodeaba. Sentía que Londres era ya demasiado grande y destartalada para ser una ciudad, en el sentido de ciudadela. Me parecía mayor y más destartalada que el Imperio Británico. Inexplicablemente mi mirada se detuvo cautivada ante la visión de un pequeño bloque de tiendecitas iluminadas y me divertía imaginando que ellas serían las únicas en preservarse y defenderse como una aldea en medio de un desierto. Encontraba emocionante contarlas y darme cuenta de que contenían las cosas esenciales de la civilización; una farmacia, una librería, una tienda de comestibles y un bar...”: G.K. Chesterton. 4


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* “La cultura es conversación. Pero escribir, leer, editar, imprimir, distribuir, catalogar, reseñar, puede ser leña al fuego de esa conversación, formas de animarla. Hasta se pudiera decir que publicar un libro es ponerlo en medio de una conversación, que organizar una editorial, una librería, una biblioteca, es organizar una conversación. Una conversación que nace, como debe ser, de la tertulia local; pero se abre, como debe ser, a todos los lugares y a todos los tiempos”: Gabriel Zaid. 5 * “En la puerta de la librería La Hune, en el boulevard Saint-Germain, frente al quiosco de revistas y sentado en el suelo como es su costumbre desde hace años, he visto a ese educado y culto clochard, que yo sé que es amigo de mi antiguo amigo Angelo Scorcelletti. Es un hombre muy refinado, no sólo por su exquisito comportamiento (da los buenos días muy educadamente a los transeúntes que se detienen frente al quiosco o entran en la librería), sino porque se dedica a leer a los clásicos, sentado ahí sobre los cartones que ha dispuesto en el suelo y desde donde contempla, de vez en cuando, el mundo. En ocasiones, se pone de repente de pie –lo he visto más de una vez así– y fuma, con gran ostentación y notable satisfacción, grandes y costosos puros habanos y desconcierta a los paseantes. Un día, hasta le oí citar a un clásico. Iba yo a entrar en La Hune cuando, como si él supiera que yo soy español, me dijo: “Verme morir entre memorias tristes.” Una cita de Garcilaso. Me quedó grabado aquel momento. Siempre me pareció una suerte –para poder saber más cosas de él– que este hombre fuera amigo del escritor italiano Angelo Scorcelletti. Un día del año pasado, comprando periódicos en el quiosco, me encontré con Scorcelletti y decidí dar el paso que llevaba meses meditando, le pedí que me dijera de qué solía hablar con aquel amigo suyo clochard. Recuerdo que se lo pedí caminando sobre la nieve, porque ese día nevaba en París. Y la historia que Scorcelletti me contó sucedía en un atardecer en el que nevaba también en París y él estaba solo en esa ciudad y, sintiéndose angustiado en su apartamento de la rue de

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l´Université, decidió salir a dar una vuelta y no encontró a nadie, hasta que por fin tropezó con su amigo el clochard, al que le comunicó su desasosiego de aquel día de invierno. El hombre, por toda respuesta, le invitó a sentarse a su lado y ver el mundo desde su modesta posición a ras del suelo. Y el escritor no dudó en aceptar la invitación. Estuvieron los dos largo rato en silencio, allí en la entrada de la librería, contemplando desde abajo el paso apresurado o errante, pero siempre indiferente, de los transeúntes invernales, hasta que el clochard rompió el silencio para decirle: “¿Lo ves, amigo? Pasan los hombres y no son felices”: Doctor Pasavento. 6


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* “La primera visita a una librería es una declaración de independencia, tan importante como la primera salida sin padres, la primera borrachera o la primera película que se ve en el cine...”: Marchamalo. 7 * “Cuando murió Sterne, sólo asistió al funeral su librero. Semanas después, los alumnos de un curso de anatomía en la Universidad de Cambridge descubrieron con horror que el cadáver que estaban diseccionando era el autor de Tristram Shandy. Entonces aquellos restos mortales fueron devueltos al cementerio para enterrarlos nuevamente”: Manguel. 8 * “Hay librerías que son cementerios de palabras, con nichos hasta el techo, parvas en los rincones y paquetes sobre las mesas. Algunas crean la ilusión de que buscando vas a encontrar cualquier cosa; en otras, la sensación de que todos los libros son prescindibles. ¿Sabés dónde está la diferencia? En los dueños. Detrás de cada librería hay un hombre responsable de su cara”: Héctor Yánover. 9 * “… Alguien preguntará: ¿y tiene caso ir a una librería todos los días? Y luego agregará: ¿cambiarán de verdad tanto las novedades de un día para otro? En realidad no es que cambien las novedades que ofrecen los libreros de un día para otro, sino más bien que no siempre uno revisa bien los anaqueles o estanterías y no hay día que no se escape un título. Si alguien realiza esta práctica, se dará cuenta de que en el mismo anaquel que uno tenía la convicción de haber revisado bien cuando buscaba tal o cual libro, en la

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segunda vuelta se da uno cuenta de que no fue así, y de que entre el libro de Antonio Gamoneda y el de Ángel González estaba el de Jaime Gil de Biedma que estábamos buscando. ¿Pero si yo vi el de Antonio Gamoneda y el de Ángel González ayer?, se pregunta uno a sí mismo con la ligera expectación…”: Guedea.10

Pablo Felipe Arango Manizales, abril de 2016. Notas: 1

Rogelio Guedea, Oficio: leer. Universidad de Colima, 2008.

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Penelope Fitzgerald, La librería. Traducción: Ana Bustelo. Impedimenta, 2010. 3

Robert Walser, Los hermanos Tanner. Traducción: Juan José del Solar. Editorial Siruela, 2003. 4

G.K. Chesterton, Autobiografía. Traducción: Olivia de Miguel. Editorial El Acantilado, 2003. 5

Gabriel Zaid, Los demasiados libros. Editorial Anagrama, 2001. Enrique Vila-Matas, Doctor Pasavento. Editorial Anagrama, 2005. 7 Jesús Marchamalo, Tocar los libros. Editorial Fórcola, 2011. 8 Alberto Manguel La biblioteca de la noche. Traducción: Carmen Criado. Editorial Norma, 2007. 9 Héctor Yánover, El regreso del librero establecido. Taller de Mario Muchnik, 2003. 10 Guedea. Ibid. 6


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