Todo Nuestro, Todo Suyo - Primera Antología

COORDINACIÓN Y EDICIÓN:

JUANA SAGARDUY DISEÑO:

VICTORIA TOMBOLINI

TEXTOS POR: KATERINA PETRICH DINSMANN JUAN IGNACIO ORLIEVSKY VERÓNICA MARZIK JULI PALERMO PILAR HARO HANNAH CHERIN CAROLINA CAZES NICOLÁS MELI NATI DUBICKI ROMINA SAAVEDRA GINA VERONA MUZZIO LAURA GARCÍA LOMBARDI MARÍA BELÉN GAMON

TODO NUESTRO, TODO SUYO existe para aquellos que aman la ficción y se niegan a encontrarla sólo en las páginas de un libro. Somos escritores cansados de vivir entre las sombras, regalándole nuestro tiempo y atención a pequeños dramas diarios que nos distraen de lo que realmente nos hace bien. Siempre es más fácil hacerse cargo de la mitad de los problemas compartidos que de un todo que es sólo nuestro, pero a nosotros nos gusta lo difícil. Nos hicimos cargo, escribimos nuestras historias y acá se las contamos a ustedes.

El todo nuestro ahora es todo suyo.

Katerina Petrich dinsmann Katerina Petrich Dinsmann es una curiosa de 23 años con nombre extranjero, aunque sea bien argentina. Tiene una cantidad ridícula de intereses, pero el primero y más grande es la literatura. De familia de libreros y editores, las letras le corren por la sangre. Tiene una biblioteca enorme y siempre tiene alguna recomendación para hacer. Le encanta la narrativa de terror porque el miedo es lo más humano y sincero que existe. Ella escribe desde los propios.

Tiene 5 gatos repartidos en diferentes casas y en pandemia descubrió que es buenísima con las plantas, cocina una excelente carne al horno y se lleva muy bien consigo misma.

Siente que salió ganando.

En su lugar feliz siempre está sentada frente a un ventanal con un gato en la falda, un café caliente y su feel-good book en la mano: Océano Mar de Alessandro Baricco.

Yo te juro, te juro Agnés, que no le dije nada a nadie. Aunque pasen los años y crea que tu recuerdo se diluye, las cicatrices me sirven para avivar la memoria. En los días buenos recuerdo tus manos suaves sobre el jogging desteñido, el lápiz que usabas para sostener tu rodete pelirrojo, tu pasión por las pastillas de anís. Las zapatillas de lona escritas con birome y los cigarrillos mentolados a la salida de la escuela, en el kiosquito de la esquina. Éramos chicas y entendíamos mucho más de la vida que ahora. Agnés, todo era tan simple.

Todas las angustias de mi vida tienen en su raíz a mi primera angustia: la tuya, Agnés.

Recuerdo cómo sentí que te alejabas, cómo la marea te arrastraba hacia aguas inciertas, lejos de mi puerto. Cómo quise salvarte y cómo me pediste que te deje, porque necesitabas aprender a estar sola. Creo que en realidad no querías que tus problemas me lastimaran. ¿Cómo podía yo cuidarte, Agnés, si no me dejabas? Me dolió, pero empecé a fumar sola a la salida de la escuela, conseguí otros amigos. Te veía pasar por los salones hecha un fantasma, con marcas de pinchazos en los brazos, sin bañarte hace días. Los pasillos reventaban de rumores: Agnés, la putita que chupa pija por un par de pesos en el baño del entrepiso. Intenté defenderte frente al resto pero algo me decía que vos disfrutabas hacerte eso. El color abandonó tu cara, tus pecas se perdieron en una piel que se parecía cada vez más al cuero del pollo seco. No escuche más tu risa, Agnés.

Un martes me agarraste a la salida de la escuela, cuando estaba yendo al kiosquito. No hablábamos hace semanas. Me dijiste que tenías que hablar conmigo y yo pensé que me ibas a pedir plata para comprar más droga. Igual te dije que sí. Compré una coca de vidrio grande para las dos —Zero, porque todavía me acordaba de tus gustos— y nos sentamos en la barandita que separaba la vereda de la calle.

Si cierro los ojos, todavía te veo con los pies colgando en el aire, moviéndolos en un gesto casi infantil. El sol le arranca reflejos colorados a tu rodete y la humedad de la primavera se me pega en la cara. Me hablás del miedo y me pedís perdón por alejarte. Quiero creerte, pero aunque soy chica entiendo que todas las motivaciones humanas son egoístas: ya siento que después de tus disculpas viene un pedido. No creo que te importe cómo lloré, cómo llevé la angustia en la mochila todos los días, bien guardada entre la carpeta de matemática y la cartuchera. No me preguntás cómo estoy, y yo no te cuento.

BAILAN, EMILIA

Me contás que no podes dormir porque te mudaste a la casa de la mujer de tu papa. En la casa siempre hace frío y está húmedo, y la mujer de tu papá —La Palomba, decís, mirando para los costados con miedo, como si fuera a aparecer de repente— mete gente rara en la casa todo el tiempo. Gritan y cantan en idiomas extraños. Que se escuchan tambores todo el día y hay olor a flores y carne podrida. A sangre vieja. Que tu papá está como sedado y parece otra persona, que los ojos se le pusieron negros como escarabajos y cuando te mira sentís que estás parada frente al abismo. Me decís que soñás que tu mamá vuelve de su tumba y se te sienta encima del pecho, y te dice que tenés que salir de ahí, pero te mete los dedos descompuestos en la boca mientras intentás gritar. Ni en su fantasma podés confiar. Ya sabés que nadie va a ir en tu ayuda. Todos los días sentís pasos invisibles en tu habitación, pasos que bailan con los tambores de la casa. Te despertás con rasguños y moretones, como si los fantasmas fueran reales, cómo si tus sueños no fueran solo sueños.

Un día viste desde tu ventana un perro negro que se metió en el patio y empezó a escarbar la tierra como desquiciado. Cómo si se le hubiera metido algo adentro, dijiste. Escarbó y escarbó, sin que lo frene la sangre que le salía de las patas, hasta que hundió el hocico en la tierra y sacó una virgencita de plástico que estaba ahí durmiendo. Después sacó una segunda y una tercera. El terreno estaba minado de vírgenes. Tu mamá siempre te decía que era de mal augurio. Viste como el perro caía muerto, exhausto y lastimado. Viste a la Palomba mirando todo el espectáculo con una taza caliente en las manos, sin intervenir. Cuando el bicho dio sus últimos espasmos, ella lo agarró de las patas traseras y lo arrastró dentro de la casa. Te escapaste, esperando que las torturas no te persiguieran, pero el olor a flores y carne podrida estaba en todas las esquinas. Dormías en un sucucho, ahí empezaste a drogarte con los chicos del barrio —para que el miedo se me vaya del cuerpo, dijiste—. Por eso seguiste yendo al colegio, para conseguir algo de plata en el baño del entrepiso y no tener que estar sobria, sin coraza, frente al circo de la Palomba.

Por favor Emilia, ayudame, me dijiste mientras las lágrimas se metían en los huecos que había bajo tus ojos. Emilia, siento que me muero. Siento que me matan desde adentro. Yo te miraba con una mezcla de pena y desconfianza, no entendía si decías todas estas locuras por las drogas o si estabas intentando manipularme. Fui débil —sigo siéndolo mientras cuento mis actos, perpetuándolos 20 años mas tarde—. Te llevé a mi casa a escondidas de mi mamá y te metí en la ducha. Tenías cáscaras de suciedad en la nuca y olor a semen seco. Parecías una muñeca usada, rota, baqueteada. Te presté ropa que te quedaba demasiado grande y por un segundo pensé que sonreías, pero solo era un juego de sombras extraño entre los huesos de tu cara. Le dije a mi mamá que necesitabas quedarte en casa y no dudó en tirar un colchón junto a mi cama y prepararnos unos churrasquitos.

Me dormí y me despertaron tus gritos. Yo sí corrí a tu ayuda. Me dijiste que la pieza estaba llena de gente, lleno de sombras que bailaban con los tambores. Bailan, Emilia, ¿no ves cómo bailan? mientras La Palomba te miraba fijamente, parada en la esquina de la habitación, con sus tetas enormes y las manos gordas llenas de anillos. Te abracé y sentí como tu cuerpo quería escapar, igual a un perro acostumbrado a los golpes. No te solté y dejé que te aflojaras entre mis brazos flacos pero llenos de intención. Lloraste, lloraste como si recién hubieras venido al mundo.

Mi mamá hablo con una amiga psicóloga y decidieron intervenir. Te llevaron a un centro de rehabilitación donde yo te visitaba todos los jueves. Noté que la ropa ya no te quedaba tan grande y que tus cachetes parecían vivos de nuevo, pero tus ojos estaban vacíos. Te llenaban de pastillas para sobrellevar la abstinencia. Las marcas en tus brazos se curaron con el tiempo.

Te dejaron volver al colegio. Sonreías, pero tus ojos estaban ausentes. El color verde se tornó pardo y tenías la misma expresión de muñeca rota que había visto esa noche en mi casa. Tus pensamientos estaban en otro lado, en una realidad que yo ignoraba. Seguimos fumando después de la escuela, pero algo se había roto entre nosotras. Lo habían roto.

Yo te juro Agnés, que no le conté a nadie. Todavía guardo en mi alma y en mi cuerpo las cicatrices que me dejo el fuego. Me mandaste un mensaje mientras estaba en clase de historia, pidiendo ayuda urgente. Fui corriendo.

Pasaron 20 años Agnés, y todavía te recuerdo, en el baño del entrepiso, empapada en nafta, con los ojos vivos de nuevo. Bailan Emilia, ¿no ves cómo bailan? me mostrás mientras manoteás una caja de fósforos. El mundo está bailando para mí, Emilia. Prendés uno y yo veo como tu pelo color fuego se hace uno con su elemento. Ahora me toca bailar a mí, decís antes de desaparecer en un fogonazo.

Sentí el fuego adentro de mi nariz, adentro de mi garganta. En el apuro metí la cabeza en un inodoro sucio, apagando las brasas de mis cejas. Me alejé corriendo mientras veía que las llamas crecían, como si las manejaras desde algún lugar. Las lenguas de fuego se relamían en las paredes y escuché gritos, tantos, tantísimos que parecían una sola voz. Corrí, corrí sin parar, mientras el calor ganaba terreno en la escuela. El olor a carne chamuscada llenaba los pasillos y la alarma de incendios me taladraba los tímpanos. Creí escuchar tambores, pero tal vez era mi corazón.

Los diarios lo exponen como un accidente. Fuga de gas. En las fotos, entre las cenizas del baño, ví una virgen de plástico, roja como mi sangre, impoluta. El hollín no se atrevió a tocarla. Pensé en el perro y en el patio de La Palomba. Yo entendí muy bien que el fuego había desenterrado a la virgencita que te habían clavado en el alma.

Yo te juro, te juro Agnés, que no le conté a nadie que fuiste vos. Apreté la boca cuando te vi entre todos los muertos y me tragué la angustia. Yo sé que vos fuiste una víctima de algo más grande que el fuego.

Te juro, Agnes, que nunca le voy a contar a nadie cómo te vi encenderte esa tarde. Mucho menos, como te veo bailarto das las noches, cuando el olor a flores y carne quemada invaden mis sueños.

Juan Ignacio Orlievsky Juan Ignacio es de Buenos Aires y tiene 24 veranos, aunque uno lo pasó en el hemisferio norte, así que réstenlo.

No sabe tomar decisiones rápidamente, es tan indeciso que tardó un mes en contar esto que está diciendo. Una vez un colectivero de la nada le ofreció manejar el volante y la dudó un poco. Por lo tanto, se lamenta de que la indecisión no sea un deporte, porque sería un gran gambeteador del Ctrl Z. Si algo rescata de dicha característica, es que sus escritos, al fin y al cabo, tienen las palabras exactas que quería largar.

Encontró en la escritura, una forma de salir del aislamiento y ganarle a esas horas extras de procrastinación que su laburo le estaba cediendo. Al preguntarle de qué equipo es, él diría con la cabeza alta “del más grande, papá” mientras se golpea el pecho al ritmo del cringe que solo una frase así puede lograr. Y no aclararía más porque es OBVIO de quién estamos hablando. En su tiempo libre ve películas del C.S.C.U. (Chueco Suar Cinematic Universe) para darle la crítica que merece en su Letterboxd. Le tiene fobia a las escarapelas y a cruzar la calle. Si tuviera que elegir algo para llevarse a una isla, sería un torrent del Excel para tenerlo siempre a mano.

VOCES

La verdad ni idea a qué hora cenan en Italia. No es que quiera sonar engreída, pero creo que mi llamado es capaz de cerrarle el estómago al instante. No sé qué decirle primero ¿Que lo extraño?

Mmmh… con todo lo que tengo para charlar, no sé si hace falta saturar mi discurso con semejante mentira. Levanto la cabeza, me miro al espejo y actúo un gesto de concentración que quizás me ayude a anticipar mi próximo movimiento. No funciona. Parece que mi cabeza y mi entorno se complotaron para no darme señales de aliento. Si al lado sólo tengo Lola durmiendo como un bebé, aunque en años perrunos ya pasó a mis abuelos, y a una familia que nunca estuvo tan callada. Debe ser esa serie que les gusta ver a todos juntos en el sillón, felices y unidos, como si fuesen los Ingalls. Nunca pensé que iba a extrañar a mi procrastinación. Ella podría hacerme patear este trámite y pasar a otra cosa, como hice todo este tiempo. ¿Es realmente un trámite? Virginia diría que no, que es el esfuerzo que tengo que hacer para encontrar las piezas del pasado que me faltan. Igual soy yo la que siente que tiene que pagar por algo sin saber bien por qué, no mi psicóloga. Y si bien tengo entendido, eso es un trámite.

No debería darme culpa decirle así.

Me siento de piernas cruzadas en la cama junto a la oveja canina, en una mano el celular y en la otra una cabecita esponjosa enredada, la cual todavía ni se percató de mi presencia. Al menos hizo más que mi madre, que cuando me vio subiendo la escalera sólo me dijo “Ya te dije que es un boludo, pero no me das bola”. Ella, que cuando le traje la camioneta toda sucia del boliche se comportó como un monje shaolín, ahora me vio llegando de la escuela y ni me saludó. Todo por un llamado. La que lo llama soy yo, pero esta mujer tiene tantas cosas para reclamarle que a esta altura no sé si lo que siente es enojo o envidia de mi derecho a réplica, ese que ella se cansó de pedir hace tiempo. De más está decir que suelo coincidir tanto con Laurita, que yo también llegué a pensar que quizás esta llamada es un pifie. Pero bueno, en algún momento tengo que hacer las cosas por mí misma. No entiendo por qué piensa que voy a hacer cualquiera, si yo no soy ella. Si no cuento con una lista de insultos de todo tipo para mandarle a él.

Pasaron quince minutos y yo sigo recorriendo el laberinto de las dudas, con la temperatura más fría que este mismísimo aire de junio. De golpe, vibran los cimientos de mis decisiones al recibir un Whatsapp de Brenda: “Cómo te fue amiga? Ya lo llamaste?”. Cómo desearía ser ella y accionar sin pensarlo tanto. De tener esa desconexión constante con su madre que le permite hacer todo sin culpa y sin otra opinión que suene más fuerte que la suya. Voy a llamarlo, ya fue. Agarro la servilleta que mi mamá me dio con un número largo empezado por “+39” y copio todo, como si se tratara de esas contraseñas de WiFi que una tiene en la heladera, porque se niega a aprenderlas de memoria. En la longitud de esta cifra está muy bien representado el mundo inmenso que hay entre nosotros dos y la vida tan distinta que llevamos. Ni se espera mi voz del otro lado del teléfono, como un llamado del pasado, el recordatorio de un error viejo al que nunca se animó a ver de frente. Ahí está llamando, no contesta. No me sorprende, claramente se dio cuenta que tiene la característica del país al que se negó volver. ¿A ver ahí?

—¿Hola? —dice una voz que evidencia el nerviosismo con su respiración.

—Hola. Sí, ¿Fernando?

—Sí, ¿quién habla?

Y sí, ¿cómo voy a suponer que él sepa quién habla? Ahora pensándolo bien, ¿Hablará de su personalidad que mi propio padre no sepa quien soy al escucharme? Nah, no lo veo juzgable.

—Es muy loco todo esto, pero soy Jazmin, tu hija.

—¿Jazmín? Ay, hola. ¿Cómo andás tanto tiempo? ¿Cómo ando? Buena pregunta. No se si decirle cómo me fue hoy o hablar de todos estos años. De mi madre quejándose de las sesiones de terapia que tuvo que pagarme por una irresponsabilidad suya o del dolor de panza que me daba tener que explicar en clase cómo estaba formado mi árbol genealógico.

—Bien, acá en casa…

Ese nudo, no sé hace cuánto no lo sentía. Desconozco quién está del otro lado: si es ese chico que huyó de los hechos inesperados de su juventud o ese adulto que se muestra seguro, pero todavía guarda el miedo de mirar hacia atrás. Imposible sonar tranquila, si lo único que conozco de Fernando son los momentos en los que no estuvo. Bueno, tengo que rematar mi tono suspensivo con algo.

—Pensando qué decirte después de diecisiete años. Estoy un poco nerviosa.

—Yo también. Esta es una situación que siempre tuve en la cabeza. Me pasa lo mismo. ¿Siempre en su cabeza? ¿Y nunca pensó en llamarme?

—Ah, mirá, qué loco…¿Y nunca pensaste llamarme?

—Entiendo tu sorpresa, pero la verdad es que tengo miles de cosas. Me exige mucho mi familia. La vida acá es muy densa y más estos últimos años. No es fácil para cualquiera dar semejante paso.

—¿Vos creés que para mí es fácil llamarte? Yo también soy tu familia y ni siquiera reconocés mi voz si te llamo.

No sé qué me está pasando. Nunca hablé tanto sin pensar.

—No, Jazmín. No sé qué cosas te dijo Laura de mí, pero me parece que no estás entendiendo.

—Si entiendo algo, es gracias a mi mamá, que se hizo cargo de mí todos estos años. Quedate tranquilo que entiendo.

Por unos segundos, no escucho señales de vida del otro lado, hasta que se dirige a mí con otro tono de voz. Esta vez cansado, como si ya hubiera tenido esta conversación anteriormente y estuviera conectando con ese joven inseguro por un momento.

—¿Me llamaste solo para decirme esto?

—Te llamé porque me cansé de no saber de vos por tanto tiempo y lo primero que escucho es una voz hablando de su familia y de las cosas importantes que tiene en su cabeza. Yo en mi cabeza tengo la necesidad de conocer a mi papá, y a vos parece resbalarte. ¡Es increíble! Es increíble como mi mamá pudo describirte perfectamente todo este tiempo. No sé como no la escuché antes cuando me dijo que ni te busque.

Por fin, siento que algo salió de mí después de alojarlo por años. Debe ser la primera pelea que finalizo sintiéndome más tranquila que antes.

—Me parece que estás un poco alterada y estaría bueno conversar tranquilos ¿No te parece? Si querés te agendo y en estos días hablamos.

—No, no quiero que me llames. Borrá mi número, soy demasiado buena para vos.

Sólo cortar esa llamada es suficiente para que Lola despierte de un salto. Ahora seguramente mi casa está tan expectante como cuando traje a mi primer novio. Respiro hondo, empiezo a darme cuenta de que no sé cómo enfrentar el hecho de no haber podido enfrentarlo. ¿Que digo el jueves en terapia cuando Virginia vea que lo planificado salió para cualquier lado y descubra que todavía las piezas de mi pasado no están completas? No se si contar lo que acaba de pasar, porque siento que no logré escribir la oración que esperaba en el diario de mi vida. Nada cambió. Él sigue siendo un irresponsable como siempre y yo voy a tener que encarar la adultez sin saber qué me pasó en la infancia. Calmo a mi gran amiga peluda, anticipandome a que quizás es mejor para ella no estar presente la próxima vez que intente llamarlo. No sé cuando pasará eso. Primero tengo que esperar a que la voz de mi madre deje de hablar por mí.

verÓnica marzik Verónica tiene 22 años, vive en CABA y es estudiante de Letras.

Fue criada a base de Glee y Aspen pero jamás tiró la de "música era la de antes, lo de ahora es ruido" porque tampoco es tarada.

Le gusta el guiso de lentejas y los fideos con salsa, también los animales pero no siempre es recíproco: una vez un avestruz le quiso sacar un dedo y un pingüino le mordió las nalgas; todo por accidente, por supuesto. Es una procastinadora serial pero a la vez muy responsable. Cuando se trata de la escritura se esfuerza el doble porque quiere llegar a sentirse orgullosa de lo que hace. Todo lo que escribe pasa por los ojos de su hermano antes de ser enviado a cualquier otra persona. En un momento de su vida quiso estudiar Licenciatura en Física pero no sabe dividir por dos cifras. En resumen, una piba tranqui.

DOMINGO EN EL CAMPO

Todo está apagado, deben ser como las doce. ¿La puerta se está abriendo?, escucho el picaporte.

El corazón me late con tanta fuerza que puedo escuchar mis latidos, no sé si levantarme de la cama a confirmar que todo se encuentra bien o fingir que estoy durmiendo y desentenderme de la posible llegada de lo que siento es un monstruo. Entre lágrimas de terror me río por haber pensado en monstruos en vez de ladrones. Qué tipa tarada. Inmóvil en mi cama, en posición fetal y tratando de achicarme tanto que me permita desaparecer entre las sábanas, oigo abrirse la puerta del dormitorio.

Los latidos se transforman en dolor, es un paro. ¿Qué brazo me debería doler de ser un paro? No me acuerdo, pero mis pulmones empiezan a doler tanto como mi corazón. El aire ya no entra.

La noche del cuarto se ilumina y es entonces que mi confusión y curiosidad le ganan al miedo. El dolor que ataca mi pecho disminuye. Volteo con dificultad mi cabeza dominada por el miedo que petrifica mi cuerpo, para finalmente conocer al espectro que me visita en esta madrugada de miércoles. Una mujer. La mujer más hermosa que vi en mi vida, con túnicas blancas que juegan con el blanco de su piel y su pelo. Me incorporo en la cama, no tengo miedo. Su cara es compasiva, casi que siento su lástima por mí. Sabe de mi sufrimiento.

—Me sentiste tanto que fue hora de presentarme. —La mujer me contempla con sus enormes ojos negros.

—El dolor entonces, entiendo. ¿Y cómo funciona ahora? ¿Qué vas a hacer? —La presión en mi pecho sigue, pero su presencia lo calma.

—Primero charlemos —Se recuesta en la cama, a mi lado. Como se acostaba Elo cuando dormíamos juntas porque no teníamos más colchones y nos cuidábamos entre nosotras durante la noche. El dolor vuelve fuerte. Algunas lagrimas brotan de mis ojos —. Tranquila, no va a doler mucho más. Ya queda poco.

—Extraño a todos. Me siento muy sola. Estoy cansada, el pecho me duele mucho. No me deja vivir —Cada palabra que sale de mi boca se encuentra acompañada de un sollozo cada vez más brutal.

Siento el descontrol de la pérdida.

—Hace años no vivís. El pasado se aferró a vos y nunca supiste escaparle. No te juzgo, yo solo vine a ayudarte a que el dolor se vaya. Ya no lo resistís y estás sufriendo.

—¿Los voy a encontrar del otro lado?

—Solo a las personas que vos quieras.

Nos miramos un momento en silencio. Su luz me da calor, así se siente el cariño. Lo recuerdo de cuando mi mamá me sentaba en sus piernas y me abrazaba, de los abrazos de mi hermano y los bailes con mi papá. El calor que te da el amor, ese momento donde cerrás los ojos y sentís la protección y la felicidad de ese instante libre de la maldad del mundo y de la realidad. Hace tiempo no lo siento.

—¿Te arrepentís de algo?

—Sí, de mucho. Tenemos tiempo, ¿no? —Por algún motivo quiero ser graciosa, pero no me sale.

Su cara contra la almohada ni se inmuta —. Desde el accidente no pude seguir. Me arrepiento de no haberme ido con ellos. Perdí la voluntad de vivir, me quedé solo con el dolor. ¿Te cuento cómo pasó?

—Si el hacerlo te libera, sí, contame.

—Antes del choque, como una semana antes, nos habíamos reunido en la casa de mis papás, los cuatro. Me acuerdo de estar comiendo en el jardín, la glisina recién florecida. Debía ser noviembre, quizás diciembre porque ya se sentía la brisa acalorada. De fondo sonaba George Michael, a mi mamá le encantaba, y hablábamos de hacer una escapada el fin de semana. Mi papá era fanático de programar viajes, aunque fuesen cortitos, nada lo entusiasmaba más que eso y bueno, propuso irnos cuatro días a la costa. Yo tenía examen. Pedí que se adelantasen, me tomaba un micro. Y así fue. —Me tapo la cara en un malogrado intento de cubrir la culpa—. Cuando salí de rendir tenía 6 llamadas perdidas. Un camionero se quedó dormido y cambió de carril, mi papá en esquivarlo volcó el auto. Nunca pude dejar de pensar, ¿y si pedía que me esperaran?

La pausa es eterna, no puedo reponerme del dolor que se apodera de mi cuerpo. Un suspiro permite que me regrese un sorbo de vida, quiero continuar un poco más. —También me arrepiento de haber alejado a todos. Extrañé a mis amigas muchas noches. Extrañé sus risas y sus abrazos.

Pero me la busqué. Ellas trataron mucho, ¿sabes? Pero no podía pretender que lo hicieran para siempre tampoco. Recién te acostaste y me acordé de Elo. Una vez nos fuimos a Mar del Plata, nuestras primeras vacaciones. Éramos cinco en el departamento y solo teníamos dos camas matrimoniales. Elo y yo supimos que íbamos a ser compañeras de cuarto al segundo. Siempre tuvimos una conexión especial, nos entendíamos todo solo con mirarnos.

El dolor ya no me permite hablar. Miro al techo en un desesperado intento por atrapar las últimas bocanadas de aire en la habitación, pero no hay manera. El maso de hierro que oprime mis pulmones ejerce cada vez más presión. En mi agonía, la mujer toma mi mano y la tensión vuelve a disiparse. Mis pulmones recuperan el aire, mi corazón vuelve a latir.

—Seguí, tranquila —Me mira de nuevo con sus ojos compasivos.

—No debían ser ni las once de la noche y ya todos estábamos listos para dormir. Era la primera noche en el departamento. Ese día hizo frío así que dimos unas vueltas por la playa y volvimos a la casa por comida y calor. Para Elo y para mí era la primera vez en Mardel, estábamos contentas. Nos fuimos a dormir y las dos orgánicamente nos acostamos enfrentadas, nos dimos las manos, nos reímos y nos dormimos. Nos sentíamos protegidas, la una por la otra. Recién te acostaste igual que ella, me hiciste acordar.

—¿La extrañás?

—Sí, extraño a todos —Por un momento cierro los ojos, quiero entender lo que pasa. Sé que estoy

por tomar una decisión grande. No sé si difícil, pero sí grande —. ¿Ya tengo que elegir qué voy a hacer?

—Deberías. Pero podemos charlar un rato más si querés.

—De mi familia extraño todo. Fuimos siempre muy unidos. El otro día después de mucho tiempo tuve un sueño lindo, me desperté con una sonrisa. Me acordé de un domingo en el campo de unos amigos en Las Heras. Íbamos mucho allá porque nos encantaba la tranquilidad. Almorzábamos todos juntos, las dos familias, y después nos íbamos al estanque. Era verano. Casi que pude sentir la brisa y escuchar las risas atolondradas de nuestras carreras a la pileta. Era muy feliz ahí. —El dolor vuelve. Recordar siempre fue muy doloroso, y yo vivo de recuerdos. Me permito llorar un rato, si contengo la angustia un segundo más algo va a explotar. Siento el cuerpo rebalsado.

—Seguime contando de eso, de tus domingos —Esta vez no me tocó, el dolor sigue ahí.

—El lugar es precioso. La casa es colonial, gigante. Siempre me sentí muy en casa, nunca tuve ese extrañamiento de un lugar, donde te sentís raro. Allá justo tienen dos hijos de nuestra edad y crecimos juntos. Pero si pienso en mi familia veo a mi mamá leyendo en el pasto con su malla rosa y su pelo negro y brilloso. Su piel suave y aceituna. Mi papá durmiendo una siesta al lado de ella, con su diario bajo el brazo. Ambos descansando en el pasto después de mates con bizcochitos y esperando que mi hermano y yo terminemos de jugar a los piratas para ir juntos a la pileta. Mi papá jugando marco-polo con nosotros. Mi mamá envolviéndonos en una toalla y dándonos calor con su abrazo. Quiero estar ahí. Quiero que la vida sea feliz y fácil. No sé cómo explicarte, es como si mi tristeza me tirara de los brazos para sepultarme, no va a parar hasta que me deje tragar por ella. Sé cuál es la sensación que me espera, la tierra me va a pesar y no me va a dejar respirar; voy a estar como ahora pero sola en la oscuridad.

—¿No hay nada que sientas pendiente por hacer? —Su voz es suave. Calmada, dulce, tranquilizadora.

—Me gustaría una última charla con mis amigas. Pero una normal, como si no hubieran pasado tantos años alejadas. Una charla donde todas las cosas que les dije para aislarme no existieran. Yo sé que las alejé porque las amo, no quería que vivieran pendientes de cómo estaba ni que se amoldasen a mis estados de ánimo. No quería ser una carga. Me gustaría una última cena de vino y fideos, nuestro menú predilecto.

—Hacé eso entonces, no hay apuro por irte.

—Sí, es verdad, apuro no hay. El tema es que incluso si no logramos vernos una vez más, sé que todavía nos queremos. En su interior entendieron por qué hice lo que hice. Y también me van a perdonar cuando me vaya. Yo las amo y ellas me aman, porque la pérdida de contacto no cambió la esencia de nuestro cariño. Y yo no puedo dilatar más esto. Una noche de felicidad no arregla una vida de dolor, y mi vida es dolor. Vos lo sabes mejor que nadie, por eso estás acá. ¿No sos la muerte?

—No, no lo soy. Soy la Pena. Soy el dolor que sentís arrastrarte bajo tierra, pero no tiene por qué ser así. —Nos tomamos las manos y nos miramos unos segundos. Aceptamos el compromiso tácito que yacía en nuestros ojos.

El destello de la mujer se hace aún más poderoso que antes, un brillo enceguecedor me hace perder la noción del cuarto, pero puedo sentir cómo su cuerpo se incorpora al mío aligerando las cargas. Siento la brisa y el calor del verano. Oigo las risas atolondradas de las carreras al estanque.

Vuelvo a escuchar las voces de mi familia llamándome para reunirnos una vez más. El dolor desaparece por completo, abro los ojos y acá estoy. Me esperaron todo este tiempo, para volver a disfrutar todos juntos un domingo en el campo.

juli palermo SIMULACION

Juli Palermo se pasó la cuarentena entera escribiendo y leyendo novelas de fantasía y libros de suspenso que le pusieron la piel de gallina, en parte debido al aislamiento y en parte gracias a los talleres de Juana. Con sus 19 años, tiene un hambre voraz por conocer y explorar el mundo. Desea viajar, publicar más de un libro y dominar el mundo en honor a su gata, cuya mirada de odio es sinónimo de cariño. Juli estudia el primer año de Edición en la UBA, dedicando su existencia al mundo literario mientras le rinde culto a la Coca Cola.

Sufre en silencio porque sabe que su tiempo de vida no le alcanza para leer todos los libros que tiene en su lista. Desde su más temprana infancia, aprendió a canalizar sus emociones a través del arte. Tiene en su cuarto cajas llenas de cuadernos escritos hasta la última página, alternando entre relatos y dibujos, poemas y por qué no, alguna que otra carta de amor que nunca entregó. Cada día se decide más a querer vivir una vida bohemia de artista, leyendo el tarot en algún bosque alejado de la civilización.

Despierto en una habitación oscura. Siento mi respiración subir y bajar, el sonido de los grillos entrar por la ventana. La cama blanda, bajo el peso de un cuerpo que no puedo sentir del todo. Abro los ojos y me quedo muy quieta. Mi corazón, siempre delator como diría Poe, marca el ritmo de una canción que no podía recordar.

La anciana me advirtió que la oscuridad era peligrosa. Yo le creí. Sin embargo, me ganó el impulso de intentarlo de todas formas. La curiosidad mató al gato. Y a mí me terminó encerrando en una caja de zapatos. El olor a lavandina y desinfectante me desconcierta, entonces la luz se prende y puedo sentir mis pupilas contraerse. Observo mi alrededor.

Una mujer menuda me mira desde la entrada, alerta. Puedo ver las paredes blancas, la ventana cerrada, el pequeño sillón y el único mueble en la habitación. Cargado con instrumentos quirúrgicos y un aparato que me mide el pulso. Recuerdo. Recuerdo todo.

La habitación del hospital es el último lugar en el que debo estar.

Recuerdo con frenesí los eventos de la noche pasada. La recuerdo a ella, con cara pálida, mirándome de arriba abajo, antes de golpearme hasta hacerme sangrar. Es extraño, verse a una misma levantando una roca y luego sentir el golpe en tu propia cabeza. La loca se aventuró de frente, porque claro, así es como atacan los verdaderos amigos.

Llevo mi mano hacia donde me había golpeado, horrorizada aún con mi propia maldad, y entonces descubro el vendaje y el dolor. Los analgésicos no son suficientes. Nada es suficiente luego de la confusión de la noche anterior. Alguien idéntica a mí intentó matarme. Y como si eso fuera poca cosa, la enfermera quiere administrarme drogas. Drogas, justo a mí. No quiero, pero igual me dejo.

Todo fue negrura por un tiempo, hasta que aparecieron aquellas imágenes. Se repetían como un rollo de película que comienza a quemarse, algunas fotos borrosas, otras nítidas. Su sonrisa, mi sonrisa. ¿Hace cuánto tiempo estás en mi vida? ¿Puedo siquiera culparte? ¿Quién es el clon malo y quién el clon bueno? Sé que estoy contando la historia mal. Pero sepan comprender, no distingo entre mis cinco dedos, no sé cuánto tiempo llevo mirando mi mano derecha. Solo sé que la habitación da vueltas y que la enfermera se ríe. Cínica.

Creo que todo comenzó hace una semana, cuando mamá me echó de casa. Entonces caminé por las calles como una renegada, sabiendo que no tenía lugar a donde ir. Les diría que me sentía sola, pero estaba muy drogada como para procesarlo. El vestido se me había arrugado, hacía calor, mucho

calor, y el sol se burlaba de mí, alto en el cielo, incapaz de alcanzarlo. Estaba preguntando si sería capaz de tocarlo o si me quemaría antes de hacerlo, cuando la tierra tembló bajo mis pies. Quiero decirles que caí por un agujero, pero entonces pensarían que soy como Alicia y no terminarían de comprender la metáfora.

Sólo voy a decir que todo se volvió oscuridad.

No recuerdo qué sucedió después, pero cuando desperté estaba aún en el mismo sitio. El parque en el que me encontraba se sentía frío. El sol me había abandonado y el pasto me pinchaba bajo las piernas desnudas. Húmedo contra seco, el rocío dejaba su huella sobre el césped. Esa noche no había estrellas, incluso la luna parecía esconderse. Quizá se había enterado. Algo terrible había pasado, pude sentirlo incluso antes de saberlo.

Regresé a casa y prometí dejar las drogas, aunque internamente sabía que mentía. Saqué mi celular del bolsillo. La pantalla estaba fracturada de todas las veces que se había estrellado contra el pavimento. Miré la hora: 20.20pm. Según los lunáticos y las influencers, las sincronizaciones eran una brecha en el espacio tiempo. No sabía si era verdad, pero por las dudas, pedí un deseo. No me vendría mal un poco de suerte.

Cuando llegué a casa, la puerta estaba abierta. La piel se me puso de gallina —no sé de dónde viene esa expresión; he visto la piel de las gallinas y en nada se parece a la mía esa noche. Oía voces venir desde adentro, risas. No tenía recuerdos de haber escuchado nunca a mi mamá reír. Empujé cuidadosamente la puerta. La atmósfera parecía hecha de cristal; tenía miedo de romperla si me movía bruscamente.

Desde la entrada pude observar el comedor. Veía a mi madre con una copa de vino en la mano, descalza y risueña. Escuché la voz grave de mi hermano, contando una anécdota que no me pareció graciosa. Ellos sí reían. Parecían parte de una película, una fotografía que ilustraba a la familia perfecta.

Descubrí, al acercarme, que había una invitada en la mesa. No quería dar un paso más. Tan solo horas antes había discutido con mamá y no tenía idea de cómo podía reaccionar al verme. Conociéndola, era capaz de romper su copa y apuñalarme con ella.

Entonces vi el espejo. Ese espejo lleno de moho del que me intenté deshacer durante un tiempo.

Al principio, creí que estaba viendo mi propio reflejo, pero los ángulos no eran correctos.

Salí corriendo.

Evité hacer ruido, reprimí el grito que luchaba por salir, e intenté convencerme de que sería todo un efecto de lo que había consumido por la tarde, pero no pude. La visión era demasiado real. Esa noche, me quedé sentada en la puerta, escuchando voces en la lejanía, y rogando que las horas pasaran deprisa. No puedo decirles por qué no entré. Quizá me asusté. Había visto demasiadas películas de ciencia ficción como para comprender que era imposible estar en una y, sin embargo, alguien que no era yo se sentaba en mi silla y comía mi cena, utilizando mi cara.

La observé por una semana. Sí, sé que debería haber huido, entrado a casa con un arma y advertirle a mi familia. Pero, como dije, la curiosidad mató al gato. Y a mí luego me encerraría en una caja de zapatos. Mi vecina, una anciana simpatiquísima, me advirtió que tomara mis cosas y me largara. Ya nadie me necesitaba. Pero la idea se me hacía terrible. No podría ser posible, ¿verdad?

Ellos debían notar que algo no cuadraba. ¿Si una extraña usurpaba mi vida, no se suponía que habría alguien a quien le importase? ¿Alguien que, contra todo pronóstico, me extrañase? ¿Alguien que se diera cuenta de que esa extraña no era yo? Quise saber, sobre el miedo y la confusión, por qué ella parecía ser mejor.

La observé noche y día, sin pestañear. El sueño me había abandonado por completo. No podía dormir tranquila, no debía bajar la guardia. De vez en cuando, sentía un hambre voraz, pero se me pasaba cuando recordaba que siempre que comía, vomitaba. Ella, por su parte, cenaba un festín cada noche.

Al principio, sentía mucha rabia viéndola dormir sobre mi cama o usar mis vestidos, que le quedaban mejor que a mí. Se había deshecho de los cigarrillos que tenía escondidos bajo el colchón, había cambiado los muebles en mi habitación. Se levantaba temprano, desayunaba un yogurt, hacía su rutina de yoga y meditación. Se pasaba horas escribiendo, pero apenas se hacía tarde, se iba a dormir. Abrazaba a mi madre, bromeaba con mi hermano. ¿Quién era esta desconocida? Llegué a pensar que me había muerto y veía, quizá, pasar mi vida frente a mis ojos.

Con el correr de los días, descubrí que el enojo se evanecía, dando paso a la tristeza más grande que jamás había sentido. Extrañaba mi hogar, pero sentía que ya no tenía un hogar al cual volver. El sentimiento de pérdida se abría paso en mi pecho, las lágrimas caían, la anciana me observaba desde su ventana. Yo me observaba a mí misma desde la otra ventana. Y entonces comenzó la añoranza, los esfuerzos en vano, la comiquísima ironía de lo que yo era peleando contra lo que podía llegar a ser.

Intento con mucha fuerza ser como Ella. Esa versión mía que escribe, estudia y trabaja. La que aparece en el espejo y mira sonriente, como si no ocultara un sufrimiento eterno en sus ojos. Como si no tuviera secretos escondidos en una caja de zapatos. Intento con mucha fuerza ser como ella. La perfecta hija, la perfecta hermana. La chica que dice por favor y gracias. La chica que no llora hasta quedarse dormida. La chica que siempre supo quién sería.

Te juro que intento con todas mis fuerzas, pero ella no se parece en nada a mí. Ni aunque queramos las mismas cosas, caminemos por los mismos lugares y amemos a las mismas personas. Ella no es yo.

Lo puedo decir por la forma en que sonríe levantando la barbilla, y respira hondo cuando cree que nadie la mira. Como si en ese momento, la máscara desapareciera y ella admitiera que está fingiendo. “¿Pastilla azul o pastilla roja?” pregunta la enfermera, o quizá, la película. Y yo entiendo que el paralelismo de los dos mundos existe. Está ahí, al alcance de mi mano. Quizá sí me perdí en un pozo como lo hizo Alicia, cayendo y cayendo, perdiéndome muy lejos, sin saber cómo salir. La mujer menuda me mira, esperando una respuesta. Puedo elegir olvidar todo esto, quizás pueda volver a tener mi cuerpo, ese que podía destruir cuantas veces quisiera sin que a nadie le importara.

Puedo olvidarlo todo. O puedo permanecer donde estoy y luchar contra esto. Contra Ella. No importa lo que decida. Creo que Ella les va a gustar más.

Ella, que no termina de decir lo que piensa. No siente rencor, o culpa alguna. No, ella nunca podría tener este odio ardiente que siento en el pecho. La que nunca se iría de casa dando un portazo, porque tiene mucho miedo para hacerlo. Ella, que no siente el arte correr por sus venas, pero al menos lo produce, en cantidades enormes, descomunales. No lo siente como yo, ¿pero de qué me sirve sentirlo si nunca puedo terminar lo que escribo? Su arte será vacío, pero algún día estará expuesto en una galería. Ella, que da abrazos tibios, mira con piedad en los ojos y puede disimular un amor que no siente. No, ella no hubiera sido capaz de dejar a alguien sólo porque no lo quiere. Se hubiera aferrado a la costumbre como yo me aferro a la enfermedad. ¿Pastilla azul o pastilla roja? ¿Ella o yo? ¿Qué vas a elegir?

Si pudiera despertar en mi cuerpo y arrebatarle la vida, quizá lo haría. Ella se robó mi cara y la usa para disfrazar los miedos e inseguridades que siente por dentro. No se confundan, su actitud gentil no es más que una mentira. Ella es capaz de empujarme al pozo, hacerme caer, robarme el nombre y llamarme Alicia. Y yo me dejo, porque en definitiva, todo lo que deseo es ser como ella. Ella nunca se

ahogó en su propio vómito durante una tarde de verano y terminó en un hospital, rodeada de pastillas, enfermeras y pozos que giran alrededor de mi cabeza.

Yo no soy como ella, que encuentra siempre una forma de terminar la historia, con una caligrafía excelente y una expresión de satisfacción en su rostro. Mi rostro. Me lo ha robado todo. Cuando la enfermera entra en la habitación, la decisión ya está tomada. No podré ser nunca como Ella. Les pido perdón por no ser la narradora más confiable, por toda esta confusión. Creo que en el fondo solo quería algo de su atención. Estoy cansada de despertar en camas de hospital, sin poder recordar, con los pulmones destrozados y el pulso latiendo al ritmo de una canción que no recuerdo.

Les pido que intenten entenderme. No puedo seguir haciendo esto. Cuando la enfermera aparece a mi lado, con una jeringa en la mano en lugar de tediosas pastillas, yo le ofrezco mi brazo más violeta que blanco. Me observa con unos ojos vidriosos, creo que está cansada de mí. Y no puedo culparla.

Me abrazo a la anestesia. Y por última vez, vuelvo a caer en el pozo. Tengo que buscarla y despedirme de Ella, antes de que el aire se corte, y el mundo se deshaga. Tengo que frenarla, antes de que agarre la roca e intente abrirme la cabeza. Tengo que despertarla, antes de que mamá entré en la habitación y nos vea a las dos, peleando la una sobre la otra.

Hasta que no quede ninguna.

pilar haro Pilar escribe desde pequeña, su primer acercamiento a la escritura fue un poema que hizo sobre su gata cuando tenía diez años.

Desde entonces escribir fue una de sus actividades favoritas pero nunca creyó que podría considerarse a sí misma escritora hasta el 2020, en el que, gracias a los talleres de Juani, tuvo el valor de autoproclamarse como tal y crear cosas que nunca antes imaginó que podía lograr.

Le encantan los documentales de true crime, fundamentalista del café y las historias de amor, amante de los perros y de tirarse en algún lugarcito cómodo a leer.

OASIS Espero que mientras camines entres Kiwis te acuerdes de mí por cada melena oscura que encuentres, que busques recordar mi risa así como yo intento recordar tu voz en las partes más recónditas de mi mente. Quizás en algún momento lo logremos, y sonriamos agradecidos de que pudimos al menos guardar un pedacito del otro dentro nuestro durante tanto tiempo. No me gusta enfrentarme a la incertidumbre de no saber si soy bienvenida en tu vida de nuevo. De cualquier manera, puedo vernos en esas largas caminatas junto al mar, sintiendo la arena entre los dedos y el agua de las olas que rompen en nuestros pies mientras cae la tarde, con un cielo de fuego sobre nosotros y el sol ahogándose en lo infinito del océano. Puedo verte volar sobre olas de seis metros de altura mientras escucho personas con acentos casi indescifrables maravillados de todo lo que sos, elogiando tu valentía, tu coraje, tu hambre de aventuras.

Pero también puedo vernos en nuestras montañas, sentados sobre un césped que bien podría ser una alfombra, rodeados de la paz que traen el silencio y la altura. Caminar por las callecitas de adoquines que tanto recorrí cuando era chica, antes de saber lo que era sentir que el corazón te quemara como el sol de verano por sólo pensar en agarrar tu mano, en abrazarte de nuevo, en que nuestras bocas se encuentren. Reír cuando el vendedor callejero de siempre nos ofrezca sus hierbas del amor a los gritos y esquivar los grupitos de niños que por primera vez pueden pasear solos sin que sus padres los lleven de la mano. Nada me hacía más feliz que tenerte a mi lado en mi lugar favorito.

Mi corazón nunca tuvo tanta paz. Mi alma nunca se sintió tan segura como cada vez que tu mano tomaba la mía para recordarme que no era un sueño, que esa risa era sólo mía, que esas palabras que nunca te atreviste a decirle a nadie más iban a ser solo para mí cuando estuvieras listo. Estaba dispuesta a esperarte, a recibir tu amor a cuentagotas de ser necesario con tal de que te quedaras a mi lado. La ilusión de que nuestro amor maduraría a su ritmo me mantuvo esperanzada más tiempo del que a mi ego le gustaría admitir. Pero al parecer tenías otros planes.

De repente todo lo que creí saber se derrumbó. Al final parece ser que no eras mío, ni de ella, ni de nadie. “No te confundas, yo soy del mundo,” me dijiste. Nunca hubiese creído que una declaración tan vacía podía también ser tan dolorosa. Me encontré sola en una habitación con una vista de ensueño,

viendo como los planes que tenía para los dos se quedaban en mi mente, convirtiéndose en inútiles búsquedas de vuelos para volver a esas playas que nos hicieron felices alguna vez. Claramente la equivocada aquí fui yo, que pensé que iba a tenerte por siempre conmigo. Fui la última en enterarme que tenías otros planes y que no me incluían. Traté de negar lo que estaba pasando, prefería vivir cegada a aceptar que en realidad en tu vida no existía ese lugar que yo creí tener. O que nunca pensaste en mí como algo más que un pasatiempo.

Dejé esa habitación con la seguridad de que una parte de mí se había perdido, mi oasis estaba manchado para siempre por el recuerdo de tu voz. Lo que antes era bosques llenos de árboles y flores, risas por todos lados y un sol que nunca se ocultaba, ahora era una noche interminable de densas nubes negras. Otros se encontraban con cielos despejados, pero yo sólo podía ver un lugar devastado por tu ausencia, congelado en el tiempo en ese fatídico momento. Me sentí ajena en mi propia casa, fuera de mí misma, me faltaba una parte del corazón que sabía que ya no volvería.

Muchas veces intenté volver allí pero se me hacía físicamente imposible caminar con el peso de tu ausencia sobre mis hombros por esas calles donde fuimos tan felices. No podía arriesgarme a volver a un lugar donde sabía que podría encontrarte haciendo reír a otra persona, declarando cosas que nunca me dijiste. No podía siquiera pensar en la posibilidad de reconocer tu voz entre el bullicio dirigiéndose a alguien que no fuera yo.

Sé que es en vano imaginar estos escenarios, porque no vas a volver desde el otro lado del mundo para remendar tus errores y admitir que me amás. No vas a reaparecer por más que te piense, tampoco espero que lo hagas. No vas a dejar tu ego, tus sueños ni tus millas por mí, a pesar de que en el fondo lo desees con una fuerza que te abruma y te nubla la mirada. Porque en el fondo sé que es así, que vos también sentiste lo que yo sentí, que nunca viviste nada tan cercano al amor verdadero como cuando estuviste conmigo y que hasta el día de hoy te preguntás si hiciste bien en irte. Hoy sé que la felicidad no se puede encontrar en caricias vacías que en realidad no significan nada, en un agujero negro de sentimientos que no me lleva a ningún lado. Por esto sé que pensar en nosotros escapándonos del calor abrasador de enero a nuestro oasis sobre las nubes no es real. Porque, al fin de cuentas, es mi oasis y no te merecés ser parte de él. Porque me cansé de los hombres que declaran su amor por lo bajo y no saben lo que quieren. Y yo no tengo tiempo de esperar a nadie.

Si de algo estoy segura es que voy a encontrar a alguien que esté dispuesto a manejar conmigo bordeando las montañas y que me tranquilice cuando nos acerquemos a una cornisa. Que me acompañe a mi cafetería favorita para tomar el café más intenso y rico que alguna vez probé, cuyo aroma me trae la risa de mi mamá, los chistes de mi papá, y las quejas de niños que eran muy bajitos como para poder alcanzar los palitos del metegol. Que sepa que ese lugar es mi paz, que entienda por qué me gusta pasar y acariciar una rama de ese nogal gigantesco de la plaza y lo que significa para mí abrazar a mi yo interna de vez en cuando.

Voy a encontrar a alguien a quien no le parezca ridículo que yo necesite comprar más de un mini cactus en vasijitas de barro, confiando en la promesa de que sacarán flores maravillosas que después nunca aparecen. Una persona a la cual no le avergüence que el señor de siempre nos detenga en medio de la vereda para contarnos a los gritos que las hierbas del amor que vende surten efecto. Y alguien que le compre una bolsita porque sí, solo para hacerme feliz, aunque diga que es para complacer a las señoras que se ríen del espectáculo. Que no tema decir lo que siente, lo que piensa y lo que desea, que sea valiente de verdad. Porque la valentía no solo se encuentra dentro de un traje de neopreno en medio del Pacífico Sur, sino en no huir cuando el corazón arde y el aire falta.

Las palabras que murmuramos por lo bajo no significan menos que las que gritamos a viva voz.

Pero las que nunca decimos, nos persiguen eternamente.

Espero que te persigan.

hannah cherin Cuando Hannah estaba en segundo grado, escribió una historia sobre las tres marías y su relación con la luna y el sol. Para su sorpresa, su docente la felicitó, y ella se dio cuenta de que además de disfrutar leer como nada en el mundo, también podía escribir oraciones parecidas a las que la dejaban maravillada en cada libro que abría. Si bien ahora tiene veinte años y encontró otras pasiones, como las series de comedia o los musicales de Broadway, lo que nunca dejó de estar presente en su vida es la escritura.

TULIPAN

¿Cuál fue mi primera obra? Bueno, mi tulipán, claro. La primera y mi favorita. Me voy a sentar en este sillón, esperá un momentito querida.

Durante el año y medio que estuve encerrada enterré muchísimas cosas. Enterraba dibujos, cartas y páginas de lo que sería mi diario si hubiera tenido uno. Una vez enterré un dibujo en el que estaba yo, de la mano con mi mamá y mi papá. Pero no nos dibujé flacos, tristes, como estábamos en ese entonces, casi sin expresión. No, nos dibujé con una sonrisa en nuestros labios, sentados en la mesa del comedor de mi casa. Lo enterré, sin ningún objetivo en particular, sólo quería que mis días en ese lugar quedaran registrados en algún lado.

Cuando volví a ese mismo pedazo de tierra —que, no te dije, pero estaba apartado de todo el barrio— en un rincón, encontré un pequeño tallo, muy chiquito. Recién estaba comenzando a crecer y todavía no tenía forma, pero yo lo vi y quedé sorprendida. Imaginate, con ocho años no hay nada que no te sorprenda. ¿No es cierto?

Y así fue creciendo ese tallo pequeño. Yo lo iba a ver todos los días. No sabía quién lo había plantado, ni quién lo estaba regando, pero lo cierto es que cada día el tallo crecía y crecía. No sabía por qué ni me importaba cómo, pero así era. Muchas veces intenté conseguir agua para regarlo, pero ni siquiera tenía suficiente para tomar, muchísimo menos me iba a sobrar como para regar una planta, te imaginarás.

Calculo que pasó un mes más o menos y la planta ya se había convertido en una flor. Yo estaba cada vez más enferma y débil, pero la flor crecía. Era el único consuelo que encontraba en esa miseria. Y en serio que era una miseria: un pedazo de pan por día era una exageración. Claro, a menos que el contrabandista de esa semana saliera exitoso y trajera un paquete de arroz que luego comíamos entre varias familias como si fuera un banquete. Pero bueno, volviendo al tema, mi flor era un tulipán de color rosa. Me acostaba al lado de él todos los días y lo miraba, siempre lo miraba. Me imaginaba de dónde podía haber salido, y a quién pertenecía. Imaginaba historias y por un rato me olvidaba de todo. Yo siempre cuento que ese tulipán me ayudó a no perder la esperanza, porque si en esa escena gris que estaba viendo, había lugar para al menos un pedazo de color y alegría, el mundo todavía valía la pena.

Por eso iba todos los días a verlo, sin excepción. ¿Que si me hacían trabajar? ¡Claro que sí! Siempre.

Nos hacían trabajar y si no lo hacíamos... bueno, ya pensarlo me da escalofríos, mejor ni te digo.

Trabajábamos como un niño normal va a la escuela, cosa que extrañaba como a mi peluche preferido.

Sí, eso es verdad, algunos maestros organizaban reuniones clandestinas en las que seguían enseñándonos. De hecho, ahí aprendí a escribir, con las pocas hojas y lápices que a veces obteníamos

en las escapadas al pueblo más cercano. Yo me guardaba pedacitos de hojas y luego los usaba para dibujar. Pero sí, trabajábamos la mayoría del tiempo. Es más, un día me escapé del trabajo porque ya se estaba haciendo de noche y no había podido ir a visitar mi pedazo de tierra favorito. Estaba desesperada. Ahora me doy cuenta cuán desesperada estaba en realidad, si lo único que me daba ganas de seguir viva y fuerte era un tulipán. Te decía, me escapé del lugar en donde trabajábamos y salí corriendo en busca de la flor. Me encontré con que algunos de sus pétalos se estaban marchitando, ya casi no tenían color. En cuanto levante la mirada, vi a un hombre muy grandote que se acercó y me pegó con un palo. Todavía tengo esa cicatriz, una de las tantas que me quedaron después de esa guerra. Me comenzó a gritar cosas en alemán aunque yo no entendía casi nada. Ni siquiera se preocupó porque entendiera lo que estaba diciéndome, aunque supongo que era mejor de esa manera.

Por supuesto que estaba acostumbrada. ¿Cómo no lo iba a estar? Pero en ese momento me sentí completamente desprotegida. Como si yo fuera uno de los pétalos marchitos y me estuviera por desvanecer.

El soldado arrancó el tulipán de la tierra y lo arrojó muy lejos de donde yo estaba. Había comenzado a llover. Me acuerdo porque mi vestido (o al menos lo que yo llamaba vestido pero en realidad eran dos pedazos de tela cosidos por mi mamá), se había empapado y yo no podía dejar de temblar. Además, me estaba aguantando tanto el llanto que creí que nunca iba a poder desatar el nudo enorme que tenía en la garganta. El soldado escupió en mis zapatos y se alejó, clavando sus botas negras en el barro, hacia donde estaba un compañero suyo llamándolo.

Esa imagen sigue tan vívida en mi memoria como si hubiera pasado hace tan sólo diez segundos.

Pero lo que más hace que me aferre a esa memoria no es el sufrimiento que pasé en ese momento, no, todo lo contrario: me acuerdo de ese momento porque, aun siendo tan chica, comprendí todo.

Comprendí que esos hombres eran los que necesitaban ayuda y no yo. No era yo la que estaba haciendo las cosas mal, ni la que debía ser castigada, ni tampoco ninguna de las personas encerradas en el gueto. Eran ellos. Es justamente por eso que cada vez que cuento mi historia pido que no se apiaden de mí, sino de esos hombres que estaban tan perdidos en su maldad que no encontraban escapatoria a ella por más que miraran muy dentro suyo. Sobre todo si miraban dentro suyo. Además, ya todos sabemos cómo termina mi historia, ¿no? Por eso estoy aquí sentada en esta vieja casa. Pero no te quiero aburrir, si querés la dejamos para otro momento. ¿Ahora? ¿Estás segura? Como quieras.

Para entender cómo es que pude salir de ese lugar horrible te tengo que hablar del último día de 1941. La familia de mis padres era religiosa, por lo que nosotros no solíamos festejar el año nuevo como el resto del mundo. Sin embargo, en nuestra situación nos aferrábamos a cualquier cosa que significara que por ahora podíamos seguir contando nuestros días de vida. Nos juntábamos entre varias familias, o los integrantes que iban quedando de ellas, y armábamos una mesa larga con la poca comida que teníamos y algunas cosas que íbamos juntando la semana previa al festejo. Ese día de diciembre estábamos sentados, a punto de comer, cuando escuchamos un golpe muy fuerte que venía del muro que rodeaba el gueto. Los adultos salieron corriendo y yo seguí a mis papás atrás, porque tenía miedo de que les pasara algo y yo me quedara sola. Desde atrás de un árbol, espiamos lo que estaba pasando: una de las nenas, que tenía más o menos mi edad, estaba queriendo salir por un agujero, probablemente a buscar comida. Dos soldados la estaban golpeando, y mi papá salió corriendo para ayudarla. Ni siquiera llegó a dónde quería ir que un tercer soldado apareció y retuvo a mi papá a la fuerza. Yo, que estaba mirando de la mano de mi mamá, sentí una mezcla de angustia y enojo corriendo por mi cuerpo.

Tenía miedo de empeorar las cosas, pero igual salí corriendo, mientras escuchaba un grito de mi

mamá pidiéndome que volviera al lado suyo. Cuando llegué a donde estaban ellos, todo mi cuerpo comenzó a temblar. Lo único que pude sacar de mi boca fue “papá” y mis labios se cerraron. Noté cómo el soldado levantó la vista al escuchar mi voz y dejó de golpearlo, dejándolo en el piso, todavía indefenso. Mientras se alejaba, aunque en el momento pensé que era mi imaginación, vi un pétalo de mi tulipán asomándose por su bolsillo. Sí, mi cara fue exactamente la misma que tenés vos ahora. No entendía nada, pero ahora cuando te cuente lo que sigue vas a entender.

Allá por julio de 1942 comenzaban las deportaciones. Mi nombre estaba entre las listas de personas que iban a abandonar el gueto y dirigirse al campo de exterminio. Comencé a caminar, y los soldados nos prometían que nuestro destino iba a ser mejor que el actual, que íbamos a tener comida gratis y jugo para tomar. Supuse que no era muy difícil superar ese lugar, en el que vivíamos hacinados y aislados del mundo exterior. Qué ingenuo de mi parte, pero les creí. Les creí porque no tenía otra opción, les creí porque si no les creía, ¿qué más me quedaba? Así que comencé a caminar con más emoción, formando una fila atrás de la gente a la que habían llamado antes que yo. Mientras caminaba vi que el hombre que había golpeado a mi papá le susurraba algo a otro hombre, un coronel, o uno de esos hombres que imponían respeto con tan solo mirarte. Este asintió y el soldado se acercó a mí y me tomó del brazo a la fuerza. Te juro que nunca estuve más asustada en toda mi vida. El corazón se me estaba saliendo del pecho. Latía como si estuviera pidiendo auxilio. De hecho, era justamente lo que estaba haciendo. El soldado me llevó a un rincón muy apartado y asomó la cabeza. En ese momento me pareció que era para ver si venía alguien.

Me imaginé un sinfín de situaciones que podían llegar a suceder en ese momento, pero nunca me imaginé la que en verdad ocurrió. Me dijo textualmente estas palabras en un polaco fluido y no dejó de mirarme a los ojos ni un segundo al pronunciarlas: “Ese hombre que acabas de ver piensa que en este momento estoy apuntándote con un arma. Escuchame bien, no te muevas ni hables, ni siquiera respires. Vas a salir por esta puerta y no vas a mirar hacia atrás, vas a correr hasta que tus piernas no puedan moverse más y vas a pedirle al primer hombre o mujer que te encuentres que te lleve a esta dirección." Me dio un papel arrugado con una dirección escrita que ahora no puedo recordar. Abrió una pequeña puerta enrejada que estaba al final del muro que rodeaba el gueto y me miró una última vez.

Extendió su mano y me mostró que, en su palma, estaba el tulipán. Lo guardó en el bolsillo de mi saco y me hizo una seña para que me alejara. Antes de hacerlo, me vino a la cabeza la imagen de mis papás y se me llenaron los ojos de lágrimas. No podía dejarlos, pero a la vez sentía que tenía que salir de ahí para poder contar lo que estábamos viviendo, y si tenía mucha suerte, reencontrarme con ellos después de la guerra. Miré al soldado y le pedí por favor que les dijera a mis papás que me había escapado y que estaba bien, me asintió con la cabeza y me repitió que me apurara.

Comencé a correr con todas mis fuerzas a través de esa puerta. A los pocos segundos de haber empezado a correr, el tulipán salió volando, impulsado por el viento, desde mi bolsillo. No me detuve, no lo fui a buscar. El tulipán había salido en libertad. Al igual que yo. En ese instante sonreí por primera vez en años y te juro que me sentí viva nuevamente.

Cuando terminó la guerra me enteré que mi mamá había fallecido en el campo de concentración, y que no se sabía nada de mi papá. Después de años de buscarlo, lo encontré tan solo unos meses antes de que muriera, pero lo necesario para contarle mi historia y la de mi flor.

Acá está, mira. Este es mi tulipán. Es el primer dibujo de tantos otros que hice luego de que salí del gueto. En el momento en el cual lo terminé, decidí que me quería dedicar a eso durante toda mi vida, a pintar. Sí, creo que si lo pones de esa manera, el tulipán fue lo que me salvó la vida.

Carolina Cazes Carolina, pero le gusta que le digan Caro. Nacida y criada en Capital Federal desde hace 25 años, estudiante de Ciencias de la Educación, cantante de ducha, feminista. A veces clown. Escribe para entender(se) y porque siente que es como mejor se expresa. De vez en cuando mete algo de ficción. Tiene más libros de los que llega a leer y sigue comprando CDs.

RITUAL Papá siempre dice que no existe el no creer en Dios, porque antes de morir, el anhelo de vivir hace aparecer la fe. Yo no necesité estar al borde de la muerte para creer —o temer— pero lo que pasó ese viernes fue sin duda un empujón.

Nací, crecí y me crié en el seno de una familia judía, lo suficientemente religiosa como para ir al templo dos veces por semana, pero no como para comer kosher o vivir exclusivamente rodeada de gente de la comunidad. Uno de los rituales típicos relacionados al fin de la semana laboral y el inicio del descanso implica que los viernes todas las mujeres del hogar bendigan las dos velas de shabat antes de que salga la primera estrella, para luego partir hacia el templo por el servicio religioso vespertino. En nuestro caso, las mujeres de la casa somos mi mamá, mi hermana menor y yo. Son muchas las tradiciones que hacen al judaísmo; esta me parece una de las más sencillas e incluso estéticas. ¿A quién no le gusta prender un par de velas de vez en cuando?

El ritual consiste en encenderlas, pararse frente a ellas e impedir que su luz sea vista mientras se dice la bendición: puede ser cubriendo o cerrando nuestros ojos o mismo poniendo nuestras manos en una posición que impida la visión de las llamas. Es muy importante que la plegaria sea dicha en voz alta para incluir a aquellas personas que no la están haciendo. Baruj ata adonai, eloheinu melej haolam, asher kidshanu be mitzvotav betzivanu leahdlik ner shel shabat, Bendito eres tú, dios nuestro, rey del universo, que nos has santificado con tus preceptos y nos has ordenado encender la vela de shabat.

Ese día no me sentía muy creyente. A medida que iba creciendo, entendía que el mundo se regía por diferentes corrientes que no eran simplemente las religiosas y me empezaba a cuestionar el efecto de las bendiciones, las prohibiciones y las tradiciones que en teoría nos llevarían a vivir mejor.

Es verdad que hay muchos estudios sobre cómo las reglas del kashrut son beneficiosas para el sistema digestivo, y personalmente le encuentro el lado positivo a Iom Kipur, uno de los días más importantes del año judío, en el cual debemos reflexionar y pedir perdón a otras personas por los errores cometidos, pero ese día no entendía por qué tenía que hablar en voz alta frente a las velas para incluir a indeterminadas personas en mis plegarias si el mundo se estaba yendo a la mierda —violencia, muertes, pobreza— y no parecía haber evidencia de un dios que ayudara a frenar esa situación. Sin ir más lejos, la historia cuenta que el pueblo elegido es constantemente puesto a prueba y aniquilado por otros, pero vuelve a ponerse de pie para ser fiel al mismo Dios que lo mandó a la guerra o lo dejó morir. Solo basta preguntarle a un sobreviviente de la Shoá qué pasó con ese dios cuando Hitler cometió uno de los genocidios más grandes del mundo.

De cualquier modo, ese viernes a la tarde respondí al llamado de mi madre, que gritaba desde el comedor, para que mi hermana y yo la acompañáramos con el ritual. Así nos paramos las tres, una vez más, frente a las velas. Pero esta vez fue diferente. Cuando abrí la boca no logré emitir ningún sonido. No podía dejar de pensar en los niños que me pidieron monedas en la calle, en la violencia que sufrimos las mujeres sólo por ser mujeres, en los mensajes llenos de odio que salen en los medios de comunicación, que se disfrazan de opiniones avaladas por la “libertad de expresión”. Angustiada, me limité a hacer la mímica con los labios. A los oídos de mi madre, siempre compenetrada con la tarea y con un nivel de voz bastante más potente que el nuestro, el hecho pasó desapercibido. Mi hermana, sin embargo, sí se dio cuenta. Mientras íbamos caminando al templo yo mantuve el paso más lento, quedándome atrás del resto de mi familia. Mi hermana no me permitió estar sola y decidió hacer lo mismo. Cuando se encontró al lado mío me preguntó si algo me pasaba. Le respondí que no con la cabeza y estoy segura de que no me creyó, pero abandonó la conversación y se adelantó para alcanzar a nuestros padres.

Durante el resto del camino hacia el templo, las dos horas del servicio religioso y los veinte minutos de la vuelta a casa, me mantuve callada como nunca antes. En general siempre tengo algo para decir sobre lo sucedido, la calidad de la comunicación del rabino hacia la congregación o la lectura de la realidad a través de los ojos de la religión, pero esta vez no tenía ganas de hablar.

Caminaba de nuevo sola, porque esta vez mi hermana había decidido respetar mi espacio. Iba mirando fijamente al suelo. Llegando a la esquina de casa, mi papá decidió preguntarme si mi silencio tenía un motivo. No llegué a decirle que no me pasaba nada. Mientras levantaba la cabeza para responder, vimos nuestra casa ardiendo en llamas.

CERTEZAS Está tocando Berba y vos todavía no me escribiste.

Casi no hice fila de ingreso porque siempre llego temprano. La simple idea de entrar y que la banda ya esté tocando me pone más nerviosa de lo que debería. Conozco bien el protocolo: fila, entrada y documento en mano, por favor, cacheo. El lugar no es muy grande, así que se llena rápido.

Las luces están bajas y el aire, mezcla del humo de la máquina con el de los cigarrillos de la gente, es espeso; esa atmósfera me hace sentir que soy la única persona en el lugar. La última vez que me había decidido a no hablarte más, me llegó un mensaje tuyo para preguntarme si sabía que Berba estaba en la radio y yo te contesté con una frase de la canción que estaba sonando en el programa, sin decir más nada. No quería dejar en evidencia que me encantó ese mensaje. Saber que me tenías en mente fue un mimo de esos que ya no me haces más.

Las luces se apagan por completo y se abre el telón. Las personas presentes se amontonan cerca del escenario rompiendo con cualquier noción de espacio personal. Empieza el show.

Después de un par de temas, suena la canción que supe usar como respuesta a tu mensaje aquella madrugada. Recuerdo que, luego del episodio de la radio, abandoné esa idea de dejar de

escribirte, ya que vos abrías nuestro chat sin criterio alguno. No responderte nunca es una opción para mi. Seguro querés tener la certeza de que sigo ahí, al pie del cañón.

Las charlas que siguieron se fueron filtrando como café en un colador, dejando una taza llena de puras recomendaciones audiovisuales que se consumieron al poco tiempo. No quedó nada.

Cortamos hace seis meses y todavía no sé qué querés decir cuando callás. Probablemente el mensaje oculto sea el mismo que usaste como motivo para dejarme: “no sé lo que quiero”. Yo creo que lo sabés, pero no tenes idea de cómo expresarlo. Así que, una vez más, decidí volver a mi plan original: ser amigos que se hablan cada tanto sin ser yo la que empieza cada conversación.

De todas maneras, entre canción y canción, agarro el celular suponiendo que vos también estás en el recital, seguro con tu primo al que siempre nombrás. También me animo a suponer que pensás en mandarme un mensaje para buscarme entre el público. ¿Buscarme para qué? Si además de un “me encanta” sobre lo que estamos presenciando, no podríamos intercambiar ningún comentario.

Cualquier otro tema de conversación resultaría peligroso. Aunque intuyo que me extrañas, nunca me lo vas a decir.

Desbloqueo la pantalla: no hay notificaciones. No me sorprende, pero igual me decepciona.

La banda se va del escenario aunque las luces siguen apagadas. Después de haber tocado por una hora es normal que se tomen cinco minutos de descanso y vuelvan para hacer un par de canciones más. Eso significa que todavía no es el final, aunque está cerca.

Ya hace un mes que no hablamos; que no te hablo, mejor dicho. Un nuevo récord. Una de esas marcas personales que a nadie le importan, pero que a mi me dicen que soy fuerte, o que por lo menos no soy una rompe pelotas, pero como no sé si te molesta que te hable, elijo la primera opción.

Quiero, con mi ausencia, demostrarte que soy fuerte. A veces me voy a dormir contenta por eso, festejando que no te pensé en todo el día, como quien va marcando en el calendario los días que pasa sin consumir una sustancia adictiva. Vos tenés el vodka y el tabaco, y no buscás a nadie que los reemplace. Las personas, a veces, somos mucho más fáciles de dejar.

Sospecho que fuiste una adicción a la que disfracé de amor, carne y hueso que no podía tener lejos. Conozco los signos de esa obsesión: 1) preguntarte por cosas que no me importan solo para escucharte hablar de lo que te apasiona 2) buscar tu boca todo el tiempo porque estar al lado tuyo y no besarte me parece una injusticia 3) fumar aunque me haga mal, sólo para compartir el pucho con vos y sentir el roce de tus dedos con los míos. Un listado de todas esas cosas que te hacen sentir bien aunque la experiencia diga que van a durar poco. O eso pensaste vos. Si seguimos saliendo te vas a dar cuenta de que soy un boludo, decías. Quizás la boluda soy yo por estar dándole vueltas al asunto cuando sólo hay dos cosas claras: el recital se terminó y ya no queda nada que te haga recordarme.

Nicolas meli Describir a alguien que siempre habló por boca de otros puede ser más difícil que de costumbre. Lo es, y así es Nicolás. Nicolás es un rosarino rebuscado, con la vida y las palabras. Un hermano mayor escaso de virtudes ejemplares. Un oyente de todos que le da su voz a unos pocos, que dejó de encofrar oraciones para regalar pequeños tesoros que no le pertenecen solo a él. Es un observador al límite del ridículo, pero necesario. Nicolas fue un niño adulto que no inventaba juegos para sentarse a leer el diario e imaginar historias. Ahora sabe que es un adulto que inventa historias para hacer jugar a todos.

Nicolas es un hábitat en construcción constante sin ningún tipo de plan, que no sabe lo que necesita, hasta que Nicolás Meli lo escribe.

PAGINAS BLANCAS El calor es tan agobiante que apenas se puede respirar. Casi todos se alejaron buscando la salida, pero él no quiere dejarlo solo, aunque tenga motivos. El dolor de la pérdida no es una carta que se pueda jugar. El sonido de los golpes sobre esa lápida, tapada con flores de colores alegremente mentirosos, hace que, dentro de Walter, los gritos desgarrados y las preguntas sin respuesta se multipliquen. El llanto ahogado en dolor tiene su eco replicando en todo el cementerio y rebotando en esas piedras que indican finales de historias de manera elegante. Walter lo acompañó todo el tiempo, pero ahora Francisco le pide que lo deje solo para despedirse, para estar cara a cara con esa angustia de sentir que perdió lo único que mantuvo su vida en línea recta. Con la soledad. Walter no está seguro de alejarse, pero accede y, haciendo paso entre dolores ajenos, busca una de las calles que llevan a la salida.

Apenas unos pasos y se vuelve sobre su hombro, como una torre de control constante, sin dejar de caminar en cámara lenta. Lo ve arrodillado, desarmado y, aunque una cuota de pena lo recorre, también reprime su rabia. Walter sabe que esos últimos meses fueron particularmente oscuros, que el matrimonio de su hermano se fue convirtiendo en una tormenta y sus ataques de ira sólo sirvieron como leña para un fuego que ya parecía fuera de control. Un fuego que hacía arder la casa y quemaba las paredes vecinas con repetidos gritos, golpes y pedidos de perdón. Las promesas con el desayuno y las faltas en el almuerzo, o incluso antes, se habían convertido en la constante de esa ficción que Francisco llamaba amor. Walter es su gemelo y también su antítesis.

Hoy Walter volvió a mirarlo a la cara después de mucho tiempo, a hablarle a los ojos para decirle cuánto sentía su dolor, que secretamente también era propio. Un dolor tan grande como la culpa que caminaba con él hasta la puerta.

La culpa, diluida con lágrimas y tazas de té que calmaban a Pilar, había sido parida en esas tardes de placer perverso que Walter escondió entre pedidos de ayuda. Las reuniones familiares desde que ella apareció en la vida de Francisco habían cambiado para todos. Para Walter, aún más. No podía

tolerar que su belleza impoluta y su actitud descarada pertenecieran a alguien que él nunca había aprendido —o simplemente no había podido— querer. La histórica competencia entre los dos para callar las frustraciones de su padre había convertido a los hermanos en enemigos. Walter eligió dedicar su juventud a estudiar para ser alguien en su mundo, como el mandato familiar le había exigido desde que tenía memoria. En pocos años dejó de ser un simple cadete policial para pasar a custodiar políticos importantes a base de liderazgo y, por supuesto, los amigos necesarios. Su astucia lo llevó a tener favores a cuenta en las manos indicadas, acelerando así su carrera profesional. Y era realmente un profesional: siempre rígido, observador, con el poder en la mirada. Imposible notar que en el fondo era tan débil.

Francisco, en cambio, había pasado los últimos siete años atrás de un escritorio sellando papeles para una aseguradora. Su día a día era tan rutinario que algunas veces se lo podía confundir con parte del edificio. Ese escritorio que parecía construido para cumplir una condena no le daría nunca orgullo o reconocimiento, pero sí le había regalado algo que Walter deseaba: un amor. Pilar había llegado hasta Francisco para tramitar el seguro de su difunto padre y, apenas un mes después, ya pasaban días enteros en su cama. Ella traía en la espalda noches difíciles, maratónicas. Era una malcriada de buenos modales que usaba la universidad como pantalla para poder derrochar la buena economía de su familia en excesos. Francisco se enamoró desde el instante en que Pilar se sentó al otro lado del escritorio, sin siquiera presentarse. La quería para él, y eso mismo consiguió. A los pocos meses, se mudaron juntos y, para el primer aniversario de noviazgo, ya estaban casados. Francisco también tenía su logro.

Ella era llamativa, verborrágica, algo escandalosa. Tener la atención era tener el control, y ella tenía ambos. Su manera de operar, sin dudas efectiva, escondía una perversa diversión. Era así que había logrado solventar una vida de caprichos, llenando vacíos con manos ajenas. Walter no era de asistir a las mesas familiares que su padre imponía los fines de semana, pero ella lo hacía cambiar de opinión en cada reunión. Lo convencía aún en silencio. Eran eternas las horas que pasaba tratando de entender cómo era posible que su hermano pudiera tenerla para él. Francisco no hacía más que hablar de ella y llevarla a todos lados, mostrándole al mundo que Pilar era sólo suya. Su miedo a perderla no era otra cosa que su inseguridad hablando, todo el tiempo, todos los días. Era una señal peligrosa, y Walter lo sabía.

Obsesionado en silencio, Walter fue escapando de algunos encuentros escudado en su demandante trabajo, acorralado por otro de sus tantos deseos imposibles. Esa tarde, cuando abrió la puerta, supo que todos perderían algo. Durante horas la escuchó contar los detalles de ese infierno, sosteniéndole las manos y guardando sus lágrimas. Las caricias fueron borrando el consuelo y dibujando el deseo. La recorrió hasta que sólo su piel quedó sobre la de él y, sin dejar de besarla, la llevó hasta la cama. Cuando ella se fue, Walter se cuestionó si lo que él creía amor no era en realidad su deseo de eliminar a ese otro tan particular. Ese otro tan igual.

Su promesa de ayudarla era repetitiva pero siempre lejana, opacada por excusas que la tuvieran de nuevo con él. Era momento de usar a su favor todo lo que había observado de ella durante tanto tiempo, de una manera tan oscura como inadmisible. Los encuentros se hicieron frecuentes; él ya no intentaba controlar su pulso cuando Pilar se acercaba buscando un cuidado que no creía poder conseguir en nadie más. Por horas ambos se rendían al placer, hasta que él volvía a perderla a manos de ese terror que ella ya no podía enfrentar.

La posesión de Francisco se había puesto al frente. Se desesperaba mientras estaba en la oficina, porque eran las horas en las que él no podía tener el control. La encontraba poco en el teléfono y algunas tardes también descubría la casa vacía al volver, pero las explicaciones de ella siempre

lograban calmarlo. Pilar volvió a recurrir a los excesos para olvidar sus propios ojos, caídos y oscuros, su piel transparente y las promesas que nadie le cumplía. Después de pasar otra tarde en las manos de Walter, recibiendo consuelo pero no ayuda, entendió que nada iba a cambiar. Caminó de nuevo hasta su casa y, al cruzar la puerta, se fue desconociendo en cada rincón de su cuerpo para no saber más.

Esa madrugada, después de verla por última vez, la mesa de luz vibró. Walter se paralizó ante un llamado poco habitual: el de su hermano. Se sentó en la cama y atendió, certificando que ahora el pedido de ayuda tenía la voz de Francisco. El shock se podía escuchar desde el otro lado del teléfono. La habitación era, de nuevo, una escena de terror pero, por una vez, ella no sufría. Las promesas dormían ahora bajo los pies de Pilar, suspendidos en el aire. Sobre la cama, las botellas y las pastillas parecían querer confesar todo el pánico que habían visto. En el escritorio, un test de embarazo tenía la cara de una carta de despedida.

Arrastrando los pies hasta la entrada del cementerio, Walter repasa esa línea de tiempo, sin querer entender cuán clave había sido su participación. Sabe que las cosas van a ponerse particularmente negras y que Francisco buscará la verdad.

Se sienta en el lugar del conductor y se deja ganar por la angustia antes de que Francisco vuelva.

Debe guardar su dolor para compartir con los fantasmas que ahora lo acompañarán en eternas noches. Antes de reconocerse vulnerable, usará una vez más su trabajo para tapar sus heridas y simular ser ese hombre fuerte capaz de proteger a otros pero no a los suyos. Incapaz de cuidarse a sí mismo. Abre la guantera buscando un pañuelo y se encuentra paralizado. Está seguro de haber dejado ahí el arma que tan fuerte lo hace. Su hermano había sido el último en salir del auto.

El instante de volver por él, el estallido inconfundible y el huir de los pájaros. Es tarde otra vez. Un nuevo dolor, y otra historia sin contar.

Nati Dubicki Nati Dubicki. 24 años, cordobesa, está lanzándose con un proyecto musical solista y terminando de estudiar Comunicación Social. Se declara fan de todo lo que incluya arte, y piensa que crear es la mejor manera de sentirse vivo. Le gusta escribir para conmover, y ama el poder de las historias. A veces cree que vive más en las fantasías que en la realidad, y la mitad de las cosas que experimenta pasan sólo en su cabeza.

MILA

Mila Estuve pensando en vos estos días. Creo que fue porque me levanté un poco más temprano de lo habitual y pude ver el amanecer. Me acordé de cómo te gustaba quedarte despierta haciendo cosas y finalizar tu noche viendo cómo salía el sol. Siempre al revés del mundo, yéndote a dormir cuando todos comenzábamos el día.

Bueno, esa vez me acordé de vos, así que anduve revolviendo un poco en mi memoria. Un poco te extraño, me cuesta admitirlo. La verdad es que no quiero extrañarte porque vos siempre te manejaste sola y, a pesar de tu sensibilidad, siempre parecía que en el fondo no necesitabas a nadie. En realidad, creo que yo tampoco te necesito. Ya no tengo casi tiempo de pensar en vos. Me está yendo muy bien en la pequeña veterinaria del pueblo. El doctor Marcel confía bastante en mí, dice que hace mucho tiempo necesitaba a alguien con mi pasión en el consultorio. En el fondo tengo esperanzas de que en unos años, cuando se jubile, quiera dejar el local en mis manos. Este lugar me está dando lo que siempre quise.

Curioso pensar en cómo estabas desesperada por escaparte de acá. Capaz podrías haber encontrado un lugar en la escuela del barrio Arroyos, dando clases de dibujo. Pero no, el salmón siempre contra la corriente. Saliste con esas ideas de irte a Europa porque este pueblo te “cortaba las alas”. En su momento pensé que era un capricho de adolescente tardío, a tus veintitrés años, pero ahora que lo pienso, fue un claro indicio de tus delirios de grandeza y de tu manera egoísta y desapegada de vivir. Te fuiste y no te importó mi dolor, ni el dolor de nadie. Fue más fuerte la búsqueda de tu fantasía que la realidad concreta frente a tus ojos.

Y mirá cómo se puede ser feliz acá. Desde que trabajo en la veterinaria siento que la gente es más amable conmigo. A veces me invitan a cenar, agradecidos por mi trabajo. Conozco a cada perro, gato y hámster del lugar. Rosa de la rotisería me hace descuentos cada vez que voy, por haberle salvado la vida a su caniche Lola la vez que se tragó una bolsa. Martín me barre la vereda cada vez que sale a barrer la suya y, de vez en cuando, los nenes de Gloria me alcanzan pedazos de torta que ella prepara los domingos. ¿Ves? Es una sensación que nunca vas a conocer. El calor de las raíces. Ser un pequeño pajarito que migra de lugar en lugar hace que al fin y al cabo nadie te conozca de verdad. Tu estadía es tan breve, que el peso de tus patitas no llega a dejar una huella marcada en la tierra antes de que remontes vuelo de nuevo. Pero esa fue tu elección de vida.

De todas maneras, te aseguro que se acuerdan de vos, hermana. Se acuerdan de vos y de como te fuiste justo antes de que todo se complicara, y de que, aún así, no quisieras volver. La gente sabe mi nombre, pero estoy segura de que también susurran el tuyo, contando historias que no se animarían a mencionar más que a mis espaldas. Y yo los entiendo. ¿Cómo culparlos por hablar de la hija rebelde de los Ferro? Me acuerdo del revuelo que armaron cuando se enteraron que te ibas a ir a probar suerte a Italia de la mano de una chica. Un salmón contra la corriente, hasta para enamorarte.

Yo ya ni pienso en eso. Como te digo, el trabajo y mi vida no me lo permiten. Pero sí, confieso, que a menudo me acuerdo de los meses posteriores. Es que trato de entenderte, pero no puedo. En el fondo sé bien que todavía no te perdono.

Vuelven a mí las imágenes de mamá, con 20 kilos menos, rogando que no te dijera nada para no asustarte y hacerte volver. Vuelve el olor a desinfectante de lavanda de los consultorios, y el recuerdo de necesitar que estés ahí conmigo. Fueron meses intentando ser la alegría de la casa, pero nunca me salió como a vos. “Mamá no se va a morir”, me dijiste. No sé como supiste eso. A veces pienso en la culpa que te habría quedado si no hubieras tenido razón. Pero claro que la tenías. Eso me enoja más.

Yo sí hubiera vuelto, ¿sabés? No podría haberte dejado sola en una situación así. Pero yo no soy vos. Para empezar, nunca tuve la necesidad de poner miles de kilómetros entre mi persona y todo aquello que me vio nacer. Papá y mamá no lo veían así. Ellos estuvieron felices de que estuvieras cumpliendo tus sueños, y de que no hubieras dejado todo para venir de urgencia. Hasta se enojaron cuando la gente en el pueblo comenzó a comentar sobre tu ingratitud e insensibilidad. “Nosotros la conocemos mejor” me dijo mamá. Pero ya no estoy tan segura.

Fue mi psicóloga la que me instó a escribirte. Empecé a ir con ella para hablarle de mi separación con Miguel, pero le pareció importante que empecemos por resolver todas las cosas que me hacen ruido hoy. Me dijo que había cosas referidas a vos que me causaban dolor. Cosas que quizás no tenía tan claras. No sé si tiene razón, pero acá estoy escribiendote.

Vos siempre dijiste que Miguel era un nabo y me molesta que me haya tomado tres años darme cuenta. Pero el amor no es racional Mila, ¿qué podría haber hecho yo? Renuncié a muchas cosas por él, pero nunca tanto como vos yéndote del país en un avión barato susceptible a turbulencias.

Sinceramente, no entiendo la insistencia de mi terapeuta con el tema de escribir esta carta. ¿Para qué? Yo ya sé que estoy enojada, y no quiero desenojarme. Eso no significa que no te ame. ¿Cómo no voy a amarte? Arriba de la chimenea, papá y mamá tienen colgada la foto de una de las tantas veces que nos subimos al árbol a cosechar naranjas con la escalera roja. Me encantan los jardineros que teníamos puestos y las dos colitas que nos hacían. No podría haber pedido una mejor compañera para esos años.

Pero parece que no fue suficiente para vos, vivir en estos patios y calles llenas de recuerdos que cosechamos juntas como las naranjas. Te fuiste a crear recuerdos a un lugar lejos de acá, con gente desconocida que nada tiene que ver con nuestra escalera roja. Así que claro que estoy enojada y, al contrario de lo que piensa mi terapeuta, escribir esta carta no va a desenojarme. Tampoco me importa, estoy ocupada y estoy siendo feliz en este lugar que es mi hogar desde que nací. Un sentimiento de pertenencia que nunca vas a sentir.

Y capaz algún día te perdone, Mila. Te perdone por haberte ido a probar suerte a Europa, por no haber vuelto cuando mamá estuvo enferma, por no haber mirado atrás ni un momento. Quizás te perdone por no haberme convencido de irme con vos, esa noche que nos quedamos juntas esperando el amanecer mientras vos dibujabas y me hablabas de lo feliz que me haría estudiar biología marina en Roma. Quizás te perdone por no haberme insistido un poco más.

Quizás te perdone por olvidarte de las naranjas y la escalera roja e irte corriendo con tu novia a probar suerte al primer mundo. Quizás te perdone por no mirar bien a los dos lados cuando cruzabas la avenida en un auto prestado ese día de marzo. Quizás te perdone por morirte tan lejos e impedirme ver tu cara una última vez. Quizás te perdone por dejar que mamá se enferme y se cure, sólo para que meses después tuviera que hacer el duelo porque ya no estás.

Ojalá te perdone por ser tan valiente y osada al cumplir todos esos sueños que yo jamás me atrevería ni a pensar. Algún día te voy a perdonar, Mila, pero hoy no. Voy a seguir enojada, pero extrañandote tanto que no voy a poder evitar pensar en vos cada vez que me levante un poco más temprano y vea el amanecer.

Todos los días, antes de ir a la veterinaria.

Te quiero por siempre.

Tu hermana Carli.

Romina Saavedra Romina vive un poco en las nubes y otro poco en la realidad más absoluta; tiene un componente plutoniano muy fuerte. Su primera pasión fue el cine, especialmente el de terror, de chica en algún descuido familiar vio la película Trilogía de terror y algo adentro suyo se recalibró. Hasta la fecha su mamá está convencida que si tiene pesadillas es porque ve muchas pelis "de miedo".

Trabajó en teatro, cortos, en publicidades, en el área de arte. Cuando vio por primera vez pasar su nombre en los créditos de la pantalla de un cine, saltó y lloró abrazada a una amiga. Lo festejó como un gol.

Dicen sus amigas que sabe escuchar y aconsejar y que es bastante sassy cuando quiere. Ahora la vida la llevo a vivir a Estados Unidos y está esperando a que pase esta pandemia, para ver a que otro lugar puede viajar. Como ella no es de aquí ni de allá no se hace tanto problema, aprendió a soltar y que las personas importantes están para abrazarla, aún en la distancia.

CARTAS PARA ESTELA Marzo 22, 1968

Mi querida Estela, Pasaron sólo unos meses desde que nos vimos por última vez, pero mi corazón siente como si hubiese sido una eternidad. Todos continúan con su rutina, imperturbables, aunque no sea más que una existencia pálida. Nunca me pareció tan monótona la vida en este pueblo.

Reconozco que en mis anteriores cartas minimicé el asunto simplemente porque no quería asustarte, pero cada noche duermo sabiendo que va a ser peor y ahora sí estoy preocupada. Ya te he contado que no son pesadillas comunes, de esas que al despertar te aturden, pero se olvidan al transcurrir la mañana. Éstos son sueños horribles que se ciernen sobre mí cada noche.

El padre Linares dice que sólo si me entrego a Dios con fe, encontraré la paz que anhela mi alma.

Lo miro sin saber qué responder. Asiento y callo y así, como si fueran brasas encendidas, las palabras se van apilando mientras me queman la garganta.

Le pregunté al Miguel si no sería mejor que me viera un médico, pero no quiere saber nada, dice que son mañas mías. Mis suegros piensan igual, que no me ocupo lo suficiente de la casa y las nenas. “El ocio es un mal amigo” repiten. Pero cómo hacerlo, si me encuentro despojada de cualquier fuerza y por sobre todo me siento muy sola.

Tal vez estarás pensando, Lucía ¿cómo has podido caer nuevamente en este pozo gris? Pero desde la muerte del Ismael no puedo conciliar una vida ni un sueño tranquilos. Todo me lleva a esa noche.

Espero pronto noticias tuyas.

Lucía.

Abril 12, 1968 Mi querida Estela, Cuando vi a don Pablo acercarse con su paso cansino en dirección a la entrada de casa, quise revolear la ropa que estaba colgando para salir corriendo al encuentro de tu carta. La abrí ahí mismo, al lado del alambrado. Me recosté sobre el poste viejo de madera y sentí tus palabras como un tibio abrazo.

Son el único sosiego que encuentro en este momento.

Hice lo que me sugeriste, al Miguel le dije que tenía que encargar un trabajo de costura, pero agarre la bicicleta y me fui hasta a lo de la vieja Hilaria, me costó llegar con tanto ripio y tierra. El ranchito sigue igual, no me explico cómo las piecitas de adobe aún se mantienen en pie, pero ahí están. Charlamos un rato y le conté en detalle lo que me pasa, me hizo una limpieza y antes de irme me dio un atado de yuyos para sahumar la casa, en especial debajo de la cama. Me prometió que iba a conciliar el sueño y que todo se iba a acomodar. ¿Te acordás que de chicas nos reíamos cuando mamá llevaba a la Neli a que doña Hilaria la curara del susto? Pobrecita, vivía asustada por los alaridos que pegaba el tatita cuando escuchaba los goles de su equipo en la radio. Tengo que hacer como la mami y creerle, sino esto no va a funcionar. ¡Y yo necesito que funcione! Porque el Miguel no entiende lo que me pasa y las nenas se asustan. Incontables veces he querido explicarles, pero no lo consigo, el mío es un idioma que no hace sentido más que en mi propia cabeza.

Estela ¿cuándo vas a venir? Te necesito Lucía.

Abril 28, 1968 Mi querida Estela, Lo primero que necesito que sepas es que el Miguel se fue de casa. No te puedo precisar cuándo, porque estoy perdiendo la noción del tiempo. No aguantó más y se llevó con él a las nenas.

Están en lo de mis suegros, a un pueblo de distancia. Ahí van a estar bien, por lo que no estoy dolida ni mortificada. Tampoco estoy enojada. Es más, debo confesar que sentí alivio al saber que se iban.

Creo que ellos estaban esperando la oportunidad ideal para escapar de nosotros.

Las nenas me miran como si fuese una extraña y las entiendo porque ni yo misma me reconozco cuando me veo al espejo. Estoy deshecha de miedo y cansancio. A veces me parece que estoy soñando y escucho la risa del Ismael, que es como un halo de luz que me atraviesa el pecho y ¡hasta lo escucho correr por la casa! pero después alzo la vista y veo una sombra que se pasea por las vigas del techo y tiemblo, porque no es un sueño y recuerdo que él ya no está.

Cómo culparlo, si yo también me quise escapar de este mundo, veinticuatro años atrás. No miento y lo sabes porque estabas ahí, abriste la puerta y viste el piso cubierto de sangre, tenías la cara desencajada. A pesar del horror corriste a sostener mi cuerpo tembloroso. ¡De esto no se debe hablar desvergonzada! vociferaba la mami, acaso no alcanzaba con ser pobres ¿también teníamos que ser la comidilla del pueblo? Ella siempre me creyó débil y estoy segura de que si viviera me dictaminaría culpable de haberle heredado esta sombra a mi hijo.

Estela ¿por qué no pude correr a sostenerlo como vos hiciste conmigo?

Me urge verte, esta misma semana te voy a mandar una platita para que compres el pasaje. Le voy a pedir a mi suegro que te vaya a buscar al parador.

Te quiere, Tu hermana Lucía.

Mayo 12, 1968 Querida Estela, A vos te puedo contar, porque no existe secreto alguno entre nosotras, noches atrás escuché con claridad un zumbido de abejas, como si fuese un murmullo agudo en mis oídos. Me incorporé y me acerqué a la ventana, supe de inmediato que algo estaba mal: el paisaje estaba teñido de rojo y los cerros se veían como manchas a la distancia, no pude divisar las casas cercanas. Parecía una postal perturbadora.

Recorrí la habitación sintiendo aún el zumbido ¿o eran palabras? dictadas por una voz atractiva y perversa que conozco y que me llama desde que existe el tiempo. Una oscuridad espesa como alquitrán fue inundando la habitación. Escuché un revoloteo a mi alrededor, como el de un pájaro gigante y ciego, dando tumbos contra todo lo que se pusiera en su camino. No podía respirar, otra vez el dolor en el pecho, la presión en el estómago y ¡el ruido de esos aleteos estrepitosos que no me permitían pensar!

Levanté la vista y allí sentado en las vigas estaba él, las cuencas de los ojos hundidas, la soga al cuello, las alas poderosas.

Chillé horrorizada pero solo escuché el eco de mis propios gritos. Entendí que solo podía pedirle perdón. Perdón por la cobardía y por haberlo parido envuelto en esta misma niebla con la que nací cubierta yo. Supliqué y lloré, pero no respondió.

Dicen que corrí aterrorizada hasta lo de mis vecinos, pero que en la casa no había nadie. Pasé la noche en la salita del pueblo, no recuerdo mucho pero el Miguel dice que dormí un día entero, yo le discuto que fue una eternidad.

Ya no importa que no estés acá, escribo sabiendo que no recibirás esta carta.

Te estaremos esperando en silencio, cuando sea que llegues.

Lucía.

Gina Verona Muzzio Gina es una rosarina de 33 años, a quien le gusta mucho viajar pero no cambia su ciudad de río marrón por casi nada en el mundo. Escribe desde que tiene memoria y hace muchos años se dedica al periodismo digital. Cuando era chica quería ser astronauta y escritora. Lo más cerca que ha conseguido estar del espacio exterior es volando en un trapecio o con la imaginación. En cuanto a la escritura, tiene miedo de mostrarse, pero a la vez desea fervientemente publicar un libro alguna vez. Ama a les gatites, andar la vida en bicicleta, ver la luna llena, comer papas fritas con mayonesa y ser cómplice de sus amigues.

LA PUERTA VERDE Se detuvo frente a la puerta. La pintura seguía siendo verde, aunque estaba más descascarada de lo que la recordaba. Abajo del timbre, se mantenía pegado con cinta transparente el papel escrito a mano y con fibrón azul. “NO ANDA. Golpee fuerte o deje un mensaje en el buzón. Si tiene mi número y aún no lo hizo, llámeme”.

A Milo siempre le había parecido que ese cartel era demasiado largo para decir que un timbre no funcionaba, pero no recordaba haberlo expresado.

—Semejante cartel para decir algo tan simple. Sobran palabras. Últimamente, se había estado preguntando mucho por qué a lo largo de su vida no había dicho más lo que pensaba. Seguramente, esta vez nadie lo escuchó. Levantó la vista hacia la calle oscura y oyó a lo lejos el motor de un colectivo, pero no llegó a verlo. No había un alma, tampoco ningún desalmado. Nada que tuviese vida rondaba esa noche por allí. Volvió a observar las placas de cerámica pintadas a mano, con el 212 de la dirección y se fue alejando de a poco.

Durante algunos segundos caminó de espaldas, sin poder apartar la vista de la puerta verde, como si esperara que mágicamente se abriera. Finalmente, volteó y, como si el aroma de las facturas recién hechas le hubiese lanzado un encantamiento, se dejó guiar por él hasta la panadería de la esquina.

—¿De dónde venís a esta hora?

Dejar las zapatillas en la puerta, sacarle los llaveros al manojo repleto, abrir con el mayor sigilo posible y haber engañado al gato con comida previamente, no fue suficiente. Ella se despertó.

—Necesitaba tomar aire. Di una vuelta a la manzana. Seguí durmiendo, no pasa nada.

Jose gruñó un poco más, pero la falta de respuesta le debió haber parecido una pérdida de valiosas horas de sueño, por lo que al cabo de unos minutos, todo volvió a ser silencio.

Mientras tomaba agua, Milo miró por la ventana el edificio de enfrente. Las luces apagadas lo invadían de tristeza. Una ráfaga de viento se llevó de golpe un puñado de hojas secas y lo distrajo de la penumbra en la que estaba entrando. En las últimas semanas, las noches se habían puesto más frescas. Se sacó la campera y se sentó en el sillón, donde esperó que el sueño lo atrapara lentamente, mientras por la ventana iba aclarando el día.

—¿Otra vez lo mismo? Esto nos está afectando a todes, pero me parece que lo podemos hablar —le dijo ella mientras salía de la habitación en pijamas y se paraba erguida frente a él.

—¿Quién necesita despertador cuando tiene tu amena voz? —contestó Milo.

—No me tomes el pelo. Imaginate si te despertás de madrugada y no estoy. No puede ser que siempre te manejes así. Hace días que estás raro y no me contás nada. Si yo no soy la persona que te puede ayudar, llamá a tu psicóloga. Pero no podés vivir todo puertas adentro.

Milo pensó que su madrugada había tenido que ver íntegramente con una puerta y se vio tentado a hacer un chiste. También lo relacionó al confinamiento, por el que habían pasado los últimos meses entre esas cuatro paredes y le pareció una acotación ingeniosa. Pero si quería firmar la paz y no empezar la guerra de los cien años, mejor era regocijarse internamente de sus ocurrencias y guardar ese momento en el cajoncito del sarcasmo.

—Jose, no exageres. Si querés, la próxima te dejo una notita. Esta situación me cambió los horarios.

Necesito salir a tomar aire y luz de luna, como la señora de Palermo necesita la vitamina C del sol.

Mantener la seriedad le duró poco, pero en este caso, logró que ella diese por finalizada la conversación o por lo menos llamase a un cuarto intermedio. El portazo fue su respuesta. Otra vez, puertas en el camino de Milo. Su humor consideraría esta última como una puerta giratoria. Su amor, también. Jose era un lugar a donde siempre volver.

Volvía a caer la noche y él se encontraba otra vez en la parada obligada de cada una de sus salidas vespertinas. Milo pisó una baldosa floja y se fue de bruces al suelo. Llegó a apoyar las manos y sólo se ligó un raspón en el codo. Pensó que si eso le pasaba hace algún tiempo, del otro lado de la puerta verde le iba a esperar un “¿te compraste la vereda?”, seguido de un abrazo y quizás un poco de desinfectante, de ese que antes era rojo y ardía como si estuviera metiendo el brazo en alcohol, pero que ahora era transparente y ya no se sentía con tanta intensidad.

Se le pasó por la cabeza la idea de golpear, pero se contuvo porque lo que ahora sentía con más ímpetu era enojo. De algún modo, la situación había perdido sentido, pero su orgullo lo imposibilitaba para avanzar y también para contarle a Jose. Sabía cuáles iban a ser sus respuestas, sabía cuáles iban a ser sus enojos y, por sobre todo, sabía que ella iba a tener razón. Todavía no estaba listo para eso.

Cuando estaba a pocos metros del 212, le pareció ver que la puerta se cerraba. Vaya metáfora le estaba dando la vida si sus intenciones reales eran llamar. Pero no estaba seguro de nada y bien podría haber sido que el deseo y el enojo le hubieran jugado una mala pasada en su imaginación. Sin embargo, el aroma a empanadas de carne cortada a cuchillo, atravesando las paredes y acompañándolo en su andar, se sintió bastante real.

Destapó la olla y sus anteojos se le empañaron por el vapor, que escapó de golpe, como cuando a cualquier cosa le sacás la presión y fluye. Milo estaba de vuelta en casa y su salsa, casi lista. Le agregó unas hojas de laurel, un poco más de sal y la dejó reposar, borboteando. Con la porción justa de fideos pronta a ser arrojada en el agua hirviendo, escuchó el comienzo de Start Me Up en el teléfono con el que musicalizaba bajito su momento culinario. No pudo evitar dejar las pastas a un lado y ponerlo a toda máquina.

Jose leía usando a Manón de estufita para pies; su ronroneo era un mantra relajante de ocasión.

Miró al personaje que le daba sombra y se le escapó una sonrisa. Milo se había puesto su campera de cuero ajustada y cambiado las gafas de aumento por las oscuras de sol. Si el atuendo no hubiese estado completado por unos shorts Adidas y las medias de fútbol verdes, podría habérselo confundido con un rockstar de living room. El baile nunca había sido lo suyo, pero imitaba con torpeza los movimientos de Mick Jagger y eso a ella le causaba una mezcla equilibrada de vergüenza ajena y ternura.

Moviendo los brazos cual gallinita, se le acercó. Ella quiso mantener la seriedad de quien cursaba

un justificado enojo, pero falló en su misión. Se dejó tomar de las manos y levantar del sillón. Bailaron alrededor de la mesa ratona y también la usaron de escenario, con el gato como único espectador.

Hicieron pogo y se abrazaron, como aquella vez en el Monumental bajo la lluvia. Ese recital fue una de sus primeras citas. Milo decía que la mejor, Jose no le daba la razón pero en el fondo estaba de acuerdo. Ese día había vuelto a sentirse segura y libre con una persona después de mucho tiempo, y no era justamente por el concierto. Ella supo que todo lo que había tenido de efímero ese momento, escaparía a su relación.

El espectáculo terminó con los artistas tirados sobre la alfombra. Él le acariciaba la cabeza con la yema de los dedos. Ella le rodeó la cintura con ambos brazos y apoyó la mejilla en su pecho. No se miraban, pero estaban en el mismo viaje.

—Gracias por ser mi familia —le susurró.

Jose solía decir las palabras justas —aunque conocía un montón. Eso a Milo lo asustaba, pero la mayoría de las veces lo ubicaba en tiempo y espacio, lo sacaba de su comedia constante y lo bajaba a la realidad. Su historia nunca había sido solo de amor, porque coincidían en que eso no era suficiente. Se conocían tanto, que a veces jugaban con los límites de lo que el otro podía, quería y soportaba. Cuando decidió sepultar parte de su pasado y subirse a este barco, ella puso ante todo la confianza. Él nunca le dio razones para flaquear, pero sabía que las noches de misterio y soledad lo estaban poniendo al borde de una catarata.

Decidió que ya no iba a correr el riesgo de andar vagando por la ciudad en medio de la cuarentena. Eso significaba que se terminarían sus noches de nostalgia frente al verde portal y las peleas con Jose. Esto último lo aliviaba considerablemente. Pensaba que había juntado el valor —no para golpear fuerte la puerta del 212 de la calle España— sino para dejar un mensaje, la segunda de las opciones de ese cartel que tanto lo irritaba.

La carta estaba escrita, ensobrada y preparada para pasar a través del buzón hacía días. Pero Milo seguía dando vueltas a la manzana y al asunto. Las llaves tintineaban al chocar entre sí por el movimiento, pero también por su mano temblorosa mientras permanecía parado frente a la puerta.

Giró dos veces y, mientras la empujaba, escuchó el chillido molesto que hacía al abrirse. Por inercia, se llevó las manos a los oídos. El pasillo seguía tan verde y floreado como lo recordaba. Las paredes de ladrillos sostenían con sus clavos torcidos y oxidados los portamacetas con columneas, barbas de enano y rosarios. Caminó unos diez metros entre las hojas de las plantas y el olor a humedad. A medio camino, saltó la rejilla tapada de mugre y se paró frente a la segunda puerta, la de madera con cortinitas floreadas que se veían a través de los vidrios. Se predisponía a golpear, cuando una moto le pasó muy cerca y se sobresaltó. Estaba sentado en canastitas casi sobre el cordón de la vereda.

El viaje de la imaginación y los recuerdos se terminó de golpe.

Recordó que estaba vagando por Rosario en la madrugada de un miércoles y no correteando por el pasillo un sábado a la tarde. Esa revelación le despertó su lado paranoico y ayudó a que apurase el trámite. Sacó el sobre del bolsillo de la campera y se acercó despacio a la puerta —para la que ya no tenía una llave—, levantó la tapa del buzón con una mano y con la otra colocó el mensaje. “¡Feliz cumpleaños Sarita! Te quería regalar un helecho, pero no pasaba por el buzón. Por eso, te mando este chocolate, espero no se haya aplastado mucho y lo puedas comer a la mañana con el té.

Tiene menta en el centro, como te gusta. No te enojes porque te arruiné la sorpresa, sabés que no son lo mío. Aunque quizás este mensaje, después de un par de semanas, te sorprenda a vos. Quería decirte que te quiero, te extraño y que nunca más peleemos por pavadas. Al menos no lo hagamos antes de una pandemia. Mandale un beso al abuelo y, si querés, llamame. Besos, Milo”.

Laura García Lombardi Cuando Laura era chica, tendría 7 u 8 años, le dijo a su mamá que quería parecerse a ella, que le preguntó en qué, sorprendida. Laura contestó: "en las palabras". Se ve que había algo en cómo su madre le hablaba a su perrita recientemente adoptada que la había fascinado.

Lau nació en Buenos Aires y vivió ahí casi toda su vida, salvo por unos meses de intercambio que pasó en Madrid. Fue parte durante muchos años de un conjunto de xilófonos y ahora expresa su amor por la música a través de los bailes swing como el lindy hop y el authentic jazz. En lo profesional, primero quiso ser arquitecta (inspirada por una adicción a Los Sims), después compositora de música para películas, después directora de cine y finalmente estudió montaje cinematográfico, que es a lo que se dedica hoy en día.

SOBRE LA INFIDELIDAD Nadie pensaba en nosotros, los investigadores privados, y en cómo la cuarentena podía afectar económicamente a nuestro rubro, pero, de a poco, con el correr de los días, varios empezaron a llamarnos en secreto, desde el baño o el balcón, después de que sus parejas salieran al supermercado a las siete de la mañana y volvieran a las doce con la excusa de que había mucha fila.

Durante las primeras semanas de aislamiento fue tal la solemnidad con la que la sociedad toda acató las indicaciones que creí que, si no me reinventaba, me iba a morir de hambre: no tenía fe de a recuperar la normalidad hasta la primavera. Yo me alimento a base de compartir secretos cuidadosamente guardados que no me pertenecen y mi especialidad es aportar pruebas irrefutables, evidencia empírica: fotos, videos, ocasionalmente alguna grabación de voz. Sí, podría haber aprendido a hurgar más en lo virtual, pero hasta ahora nunca había tenido tiempo. Siempre me había sobrado trabajo gracias a quienes sostenían sospechas luego de revisar un WhatsApp con mensajes lo suficientemente ambiguos como para tener certezas, y al principio del confinamiento nadie se atrevía a concretar un encuentro extramatrimonial o una reunión para tratar asuntos fuera de la ley.

Esta pérdida de la privacidad, cuya gravedad empezó a pesarle a la gente después de un tiempo, fue evidente para mí desde que vi al presidente hacer su anuncio en televisión. Para poder vender las privacidades ajenas, la gente tiene que tener privacidad.

La naturaleza humana no tardó demasiado en adaptarse a estas circunstancias. Mi primera clienta fue una joven preocupada porque su marido farmacéutico llegaba unas horas más tarde a su casa todos los martes y viernes. Habían sido de las últimas parejas en poder celebrar su pequeño e impulsivo casamiento. Para ella era la primera vez, pero para él la cuarta. Reemplazar su luna de miel en Cuba por tantas horas de aislamiento en solitario le estaba haciendo preguntarse muchas cosas.

Así que seguí al farmacéutico de la avenida Las Heras un martes. Me arriesgué a tomar un colectivo para llegar hasta la zona porque no podía darme el lujo de rechazar el dinero y comprobé que los controles no eran tan estrictos como aparentaban y los bondis iban vacíos. Esperé al farmacéutico a la salida y cuando por fin lo vi con su cara de agotamiento sentí un poco de pena por la amante que aguardaba su encuentro. Comprobé, después de un rato, que, al menos ese día, no había tal amante.

Sólo una caminata por el parque con unos auriculares, tan abstraído que podría haberle puesto el objetivo de la cámara en la cara y no se hubiese dado cuenta.

Cuando reporté la situación a su esposa, la noté desconcertada. Me pidió que repitiera el procedimiento a final de la semana y también la semana siguiente. Le exigí una compensación extra por los viáticos y aceptó; quién hubiese dicho que una pandemia iba a mejorar mis condiciones laborales. El viernes tomé un taxi hasta la farmacia y volví a seguirlo. Esta vez caminaba más rápido y llegó hasta la zona del Cementerio de Recoleta; quizás estaba escuchando una música más alegre, quizás estaba ansioso por un encuentro. Pero en todo el trayecto ni siquiera miró el celular.

En cambio, se detuvo unos segundos a mirar la puerta de los cines y después se quedó parado frente a un árbol y pude ver en sus rodillas y sus manos el ritmo que sonaba en sus auriculares.

Dudé si subirme al mismo colectivo que él pero me pareció un poco riesgoso; le escribí a la esposa comentándole la situación y quince minutos más tarde él ya había llegado a casa. Le envié las fotos de la jornada y sólo me contestó “la semana que viene seguí”.

—Ni lo sigas el viernes. No estoy contenta con tu trabajo —dijo, susurrando con rabia, y cortó.

Me pregunté si era mi trabajo realmente lo que le molestaba. Menos mal que cobro por adelantado.

Con la habilitación de salidas recreativas y las actividades deportivas todos los tipos de celos vinculares retomaron su curso normal y, en la mayoría de los casos, encontré lo que mis clientes estaban buscando. Pero cada vez son más las sospechas donde me encuentro con que el verdadero tercero en discordia, lo prohibido y deseado, es la soledad, el silencio, un árbol o la luz.

María Belén Gamón

HELADA Belén tiene 24 años, es de Misiones, estudia medicina, se siente muy identificada con una chica que dijo que tardó siete años estudiando medicina para darse cuenta de que quería ser repostera, excepto que sigue estudiando medicina. Tiene un gato negro que se llama Salem y de quien depende la mayor parte de su salud mental. Llora siempre que mira Arrival, y mira mucho Arrival. Está enamorada de Keira Knightley. Está a cargo de la redacción de todas las monografías grupales. Todo lo que hace en el fondo es una manera muy rebuscada de construir un camino que la lleve a ser directora de cine.

Odio el olor a pasto recién cortado. Cuando era chica leí que las plantas liberan ese olor ante una agresión, como una especie de mecanismo de defensa totalmente inútil. Claro, pensado para defenderse de animales hambrientos, no de hojas de metal afilado. No es que quiera ser empática con un vegetal, pero me incomoda disfrutar de la destrucción.

Mi abuelo estaba a cargo del campo de la familia, pero su verdadero talento y honesta pasión era el paisajismo. El patio de su casa nunca estuvo desprolijo. Más de una vez llegué de visita para ser recibida por ese aroma espantoso que como un perfume en extremo intenso me inundaba la mente y hasta me daba náuseas.

Y eso era antes. Ahora soy completamente incapaz de soportarlo. Tuve mi primer ataque de pánico cuando abrieron la ventana de la habitación donde me estaba recuperando del incidente y con la brisa me llegó el olor. Grité hasta no poder escuchar mi propia voz en un intento de deshacerme de esa opresión en el pecho. En mi propia casa preferiría dejarlo crecer sin parar, o inclusive sacarlo entero de raíz y dejar una simple capa de tierra, todo para no tener que cortarlo. Prefiero el polvo rojo que impregna todo antes que el olor. Pero no puedo negar que un patio así llamaría la atención, la gente intrigada sobre el tipo de persona que mantiene su hogar en ese estado. Así que una vez cada tres semanas llamo a un jardinero, me voy ni bien llega, y vuelvo al menos un día después.

Los primeros años dejar la casa me provocaba ansiedad, la posibilidad de que me descubran siempre al frente de mi mente. Pero con el tiempo las precauciones que aprendí a tomar me trajeron tranquilidad. Hoy llaveo la puerta principal, saludo a José que empieza a acomodar la máquina, y voy a pasar la noche en el hotel del pueblo.

A José estas escapadas le parecen algo insólito, y como siempre: —¿Esta vez tampoco me acompaña, señorita?

Le sonrío mientras hago mi camino hasta el auto.

—José, ya sabes que aprovecho estos días para ver a mi amante —bromeo mientras hago que no

con la cabeza y me toco la nariz, recordándole el olor.

Pero no me está prestando atención, algo detrás de mí lo distrajo. Me doy vuelta y a lo lejos posado sobre un tronco hay un búho. Miro a José, la pregunta en mis ojos, él explica: —Es mala suerte ver un búho de día. Como ver varios cuervos juntos o escuchar el canto malo del pitogüé. Es un mal augurio.

Empiezo a reírme pero paro cuando veo que lo cree, no queriendo ofenderle. Asiento.

—Mientras el pitogüé no me anuncie un embarazo, está todo bien —digo, y me despido con un movimiento de la cabeza. Me devuelve el saludo con una expresión extraña, entre pena y nostalgia.

Siempre solicito la misma habitación en el primer piso con vista al campo y hasta ahora nunca ha estado ocupada; el pueblo está bastante aislado, por eso lo elegí, y es improbable que este hotel reciba muchas visitas de todas maneras. Dejo mi bolso con una sola muda de ropa sobre la cama y me siento en el escritorio con las cortinas abiertas para hacer un repaso. Es lo primero que hago, simplemente para darme paz mental.

Cierro los ojos y lo veo en la mente, me imagino de regreso en la casa, pasando por un checklist esencial. Empiezo por el principio: desde el sótano subiendo las escaleras inmune al olor y a las quejas, apago la luz y salgo al pasillo. Me inclino y pongo en su lugar el bloque de material negro y esponjoso a prueba de sonido antes de cerrar la escotilla; luego acomodo cuidadosamente la alfombra que la oculta. Paso a la cocina y desconecto el gas. Al patio y cierro la llave de paso del agua. El paso más importante está en la sala, donde desconecto teléfono y módem antes de guardarlos en un fondo oculto en un mueble de la habitación. La electricidad queda conectada porque José necesita los enchufes para su máquina. Desde el fondo hacia adelante cierro con llave todas las puertas, incluido el baño. Reviso todo dos veces, en mi mente también. Para cuando salgo, José ya está ahí, así que llaveo la puerta principal, saludo a José que empieza a acomodar la máquina, y me voy.

Este también es el momento en que me permito recordar. En el día a día, sumergida en el rítmico ritual de la rutina me es fácil ignorar la verdad. Pero en el silencio de estas salidas, mirando distraída al campo que tanto me recuerda a la casa del abuelo donde pasaba los fines de semana sin miedos ni obsesiones, no puedo evitar volver a visitar ese tiempo, y es como si escuchara a lo lejos la caída de la fila de dominós que me llevó a este yo tan extraño. Cada vez que pienso en la casa de madera blanca y celeste, en mis padres sentados tomando mate con el abuelo, quiero quedarme en ese momento. Juro que hago todo lo posible para quedarme ahí, pero indefectiblemente mi mente introduce al enemigo. Se acerca el peón como quien no quiere la cosa y mi abuelo le ofrece un mate que él acepta porque para eso se acercó, y de un grito llama a su hijo que siempre tenía que estar en su campo de visión. Creo que en ese entonces no nos pareció raro, tan sólo era un padre atento, pero observaba al chico como un halcón. Quizás sabía algo que nosotros todavía no. Quizás si el peón no se hubiese muerto, lo hubiese seguido vigilando y algunas cosas no hubieran pasado.

El hijo del peón se llama Felipe. Felipe es alto, rubio y su piel de un tono oliva sólo en donde la toca el sol, el bronceado perpetuo de quien trabaja al aire libre desde hace mucho tiempo. Cuando era niña mi mamá me regaló un perro de pocas semanas y le puse el mismo nombre porque tenía pelaje dorado, igual que él. En ese entonces pensaba que él era adulto, pero hoy sé que sólo es unos años más grande que yo. No somos amigos pero siempre está ahí y me cae bien. Felipe sabe cabalgar, no le tiene miedo a los caballos como yo, y hay algo en él cuando galopa que me llama la atención, algo en su postura, sólo una mano en las riendas y una sonrisa abierta, total confianza en sí. Tiene poco más de veinte años cuando muere su padre y él ocupa su lugar a cargo del campo. Siempre que llego de visita con la familia, se acerca a caballo y me saluda mirándome con un brillo en los ojos que

me hace sentir rara y no sé si me gusta o no, pero esto no lo sé articular a esta edad. Ahora diría que ese brillo era algo similar al hambre y desde entonces lo he visto en varios hombres, aunque no en ninguno en quien confíe.

Esas son las cosas que recuerdo del antes: Felipe cabalgando, Felipe sonriendo, Felipe jugando con mi perro que bauticé en su honor.

Cuando yo tenía catorce años luego de una gran comida de Navidad, mi abuelo sintió un intenso dolor en el abdomen que nos asustó a todos, y mis padres decidieron llevarlo a la salita del pueblo.

Antes de irse, le dieron a Felipe la responsabilidad de cuidarme durante su ausencia. Fue una decisión sencilla, natural, como si hubiese sido mi niñero varias veces.Después de lo que pasó los adultos discutieron al respecto y se dieron cuenta de que no lo había sido nunca, era la primera vez.

Pero yo ya era adolescente, en realidad no lo pensaron tanto. No debería hacer falta pensarlo tanto.

Felipe me cuida mientras mis padres no están. Felipe cabalgando, Felipe sonriendo, Felipe jugando con el perro.

La memoria es rara. No recuerdo el comienzo ni tampoco el final, pero con un poco de concentración puedo evocar toda sensación sentida en el medio, como si mis recuerdos se almacenaran en mi piel.

Felipe y yo estamos afuera, teniendo una conversación de la que no recuerdo más que la sensación de malestar y alerta que me produce. La mayoría de las personas saben que ante un estímulo intenso que genera miedo y la sensación de estar en peligro inminente se activa el reflejo de pelea o huida. Pero hay una tercera posibilidad y es la de congelarse. Como si te hicieras el muerto.

Un mecanismo de defensa tan inútil como emitir un olor desagradable cuando ya te estás muriendo.

Cuando Felipe me deja ver la navaja, descubro que formo parte del tercer grupo. Se acerca a mí y de repente entiendo sus miradas y sus sonrisas, y sólo siento miedo y la certeza de que es el fin. Ni siquiera me molesto en pensar alguna manera de salvarme, mi cuerpo se rinde a la muerte antes de tiempo y un rincón de mi mente registra este hecho lo suficiente como para enojarse. ¡Defendete!

Pero no lo hago. No hablo, ni para negociar ni para rogar y cualquiera hubiese sido mejor que nada. Sé que mi boca está abierta y debo estar respirando pero ningún sonido sale. Es como si me dejara a merced de mi agresor que ahora está demasiado cerca y me siento llorar en silencio pero nada más. Mi cuerpo se siente pesado y débil a la vez, como hecho de arcilla húmeda, susceptible en extremo, un insecto posándose en la piel o incluso un viento un poco fuerte alcanzarían para tumbarme. No sé cuál lo logra ni en cuánto tiempo, pero eventualmente estoy de cara en el pasto, cortado esta tarde, que me hinca y me hace picar la piel, y el olor me abruma, y vomito.

Empiezo a calmarme cuando siento el calor, pero me dura poco, hasta que me doy cuenta de que no es algo bueno. Es sangre que se acumula en mi espalda hasta desbordar y gotear hacia mis costados, saliendo en pulsos regulares. Nunca sentí el dolor del corte. Felipe está hablando en tono molesto y no lo entiendo bien, dice algo sobre que todo sería más fácil si tan sólo colaborara, así que quizás algo hice en resistencia pero no lo recuerdo. Lo que me salvó fue Felipe. El otro Felipe, mi perro. Lo mordió con tanta fuerza que su sangre también brotó y el miedo, a él, le hizo huir.

Nada como una experiencia cercana a la muerte para darte cuenta de que no querés morir. Por mucho tiempo después, no encontré paz. Tardaron bastante en encontrarlo y como el único lugar donde me sentía un poco segura era la clínica donde me atendieron, hice todo lo posible para permanecer ahí hasta que anunciaron su captura. Aún así, cuando le dieron siete años no sentí paz.

Sabía que mientras tanto muchas cosas podían pasar, y que mi propio sistema tenía una falla: al parecer mi cuerpo me dejaría morir. Y él estaría a salvo, tranquilo en una celda, refugiado en la

paciencia de saberse liberado en algunos años. Porque saldría. ¿Y si me busca?

Pasé mucho tiempo pensando, buscando maneras de calmar el alma, recurriendo al poco control que podía, sintiendo que mientras hiciera algo por más pequeño que fuera evitaría congelarme. Lo de llavear todas las puertas empezó en esta época y enloqueció a mis padres, pero me permitía dormir. Hoy al menos el hábito tiene un propósito tangible. No tenía la menor idea de cómo haría para vivir sola una vez que Felipe estuviera libre.

Siete años después tomé una decisión. Fui a esperar al portón de la cárcel hasta verlo salir. Si me hubiesen preguntado mi plan, no sé qué hubiese respondido. No sé con seguridad que hubiese tenido una respuesta. ¿El plan? El plan era asustarlo, de ser posible aterrorizarlo, pero lo más importante era asegurarme de que supiera que fui yo. El plan era actuar, redimir mi falla. El plan era conseguir mi paz y para el final del día la tenía. Días antes me había mudado a este pueblo y tenía todo preparado, así que desde ahí el desafío fue perdurar. Ya pasaron cinco años.

Me agarra un escalofrío y noto que la ventana está empañada. El sol ya está bajando y con él la temperatura. Duermo bien, después de una buena cena y con frazadas extra, y por la mañana me levanto con ganas porque amo los desayunos de hotel, en especial que no tenga que hacerlos yo.

Me siento en mi lugar habitual con un café y observo. La poca gente que se queda en el hotel suele estar de paso, yendo y viniendo entre ciudades. Hay una cualidad extraña en ellos, sus miradas siempre perdidas en la mesa, molestos por deber levantarse temprano, sin preocuparse por lo que les espera al volver. Me parece fascinante.

Del otro lado del ventanal que rodea el comedor una fina capa brillante cubre el paisaje, el rocío congelado dando al campo un aspecto lúgubre. La helada quiere decir que puedo volver antes, el olor del pasto aplacado por el frío y, aunque disfrute estas horas afuera, pensar en la casa me recuerda mi ansiedad. En media hora estoy de regreso en el auto.

El pueblo recién se está despertando así que llego bastante rápido. Una sensación de alarma aparece cuando veo una figura sentada en el cordón de mi casa, y bajo la velocidad para pensar mejor. La figura es José, reconozco su piel oscura y su ropa de trabajo, se tapa la boca con las manos y tiene la mirada vacía clavada en el asfalto. La casa está impecable, flores amarillas bajo las ventanas y el césped prolijo, iluminado intermitentemente por una luz azul, una roja, una azul de nuevo.

Estaciono el auto varios metros antes de la patrulla como si estuviera visitando a alguien del barrio, congelada por primera vez en mucho tiempo, y desde donde estoy los veo: dos policías salen de la casa sosteniendo a un hombre anguloso y con aspecto desaliñado que alza un brazo para proteger sus ojos del implacable sol. Mi estómago pesa mil kilos. ¿Qué pasó? ¿Mi confiado ritual falló? ¿Olvidé algo? Revisito todos los pasos en un frenesí aterrado pero es inútil, no puedo pensar bien. No puedo dejar de mirar. La luz dorada de la mañana parece rodearlo de un halo brillante de ironía, y aunque en ese brillo está mi fin, me siento sonreír. Olvido mi ritual, no es importante. Falló, pero no es importante. Veo con el rabillo del ojo que José se mueve, me señala, policías se acercan. Ya vendrán las respuestas, está bien, no es importante. El hombre sigue en el centro de mi visión y a través del miedo mi sonrisa se agranda y río, fuertes carcajadas resonando en el auto. Los policías me rodean.

El ritual falló pero yo no. No dejo de mirarlo.

Felipe es alto, pero anda encorvado porque hace mucho tiempo no camina. Felipe es rubio, pero el tiempo y la mugre dan a su pelo largo un aspecto amarronado. Felipe está pálido, hace años que no ve el sol.

Como editora (ah, bueno) me gustaría agradecer personalmente a mis amigas que hoy constituyen mi equipo de trabajo ad honorem, especialmente a Victoria por estar siempre dispuesta a involucrarse en lo que sea que a mí se me ocurra. Las gracias más grandes van para mis alumnos increíbles por confiar en mí no sólo para explorar la escritura sino para mostrar su arte en el mundo.

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