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NUESTRA GENTE Pequeñas historias de Elche y de la viuda de Pérez

tirant humanidades plural

José Galiana Pérez

Nuestra gente

Pequeñas historias de Elche y de la viuda de Pérez

COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT HUMANIDADES

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Universidad Carlos III de Madrid

Procedimiento de selección de originales, ver página web: www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales

Nuestra gente

Pequeñas historias de Elche y de la viuda de Pérez

tirant humanidades

Valencia, 2023

José Galiana Pérez

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Agradecimientos

A Marga Gonzálvez Román, por su inestimable apoyo y complicidad en la redacción de estos escritos, sin la cual habría sido imposible finalizar este libro. Han sido incontables los placenteros días compartidos con ella, animándome y colaborando en todo tipo de tareas.

A Miguel Ors Montenegro, por su tenaz insistencia y ayuda para que este libro fuera publicado.

A mis hermanos, Mari-Lola, Ángel, Javi y, por supuesto, a mi madre, alma mater de estos textos, por su contribución en la lectura final y corrección de erratas.

A la editorial Tirant lo Blanch y, en especial, a Salvador Vives López por su “apoyo total” a este proyecto. Gracias, primo.

Dedicatoria

A mis antepasados, culpables en última instancia de que uno exista.

A mis yayos, Pepe, Carmen, Ángel y Bienve, a quienes tuve la dicha de conocer, pero no de disfrutar todo lo que habría deseado.

A mis padres, a los que aún sigo conociendo y disfrutando, responsables de la transmisión oral de la mayor parte de estas historias cuya propiedad les pertenece, y donde mi función respecto a éstas se ha limitado a la de mero transcriptor.

A mis hijos, Alicia y Pepe, a pesar de que en su juventud aún renieguen de la historia familiar de nuestros ancestros. Mantengo la esperanza de que el transcurrir del tiempo lo solucionará.

Al poco de comenzar a leer “Cien años de soledad” decidí proveerme de cuartilla y bolígrafo para ir confeccionando un árbol genealógico de los personajes según iban apareciendo en el relato. De no haberlo hecho así, es seguro que me habría extraviado entre las páginas tan fácilmente como los Buendía en la jungla amazónica.

Recordé la treta al ojear el borrador de este libro, cuyo prólogo me había solicitado mi primo Pepe. Ha sido una tarea gigantesca (el libro, no el prólogo), pero a la vez inevitable tratándose de la crónica de cinco generaciones de una familia prolífica. Muy acertadamente, el libro está estructurado cronológicamente y dividido en capítulos para cada una de las ramas familiares. Quiero decir que de dieciséis tatarabuelos pasamos a ocho bisabuelos, éstos nos conducen a cuatro abuelos que procrean a dos padres hasta llegar finalmente al autor.

Tengo entendido que esto ocurre en todas las familias. Sin embargo, no es tan universal la marabunta de primas, tíos y sobrinos que atesta las páginas y convierte esta saga en una réplica más que realista de cualquier teleserie dinástica. La explicación más obvia es la acertada: antaño, las familias eran muy populosas. Digamos que el “creced y multiplicaos” del Génesis se interpretaba literalmente y de ahí que lo preceptivo en las parejas con un solo hijo fuera acudir al ginecólogo para detectar el problema, mientras que hoy en día a las parejas que pretenden tener más de uno se les recomienda tratamiento psiquiátrico que cure ese brote de extravagancia ruinosa.

Ahora bien, incluso según los estándares de la época, la familia de mi madre, hablo de la cuarta generación del libro, es agotadoramente interminable. Durante algún tiempo, tuve la ilusoria pretensión de conocerla en su integridad, aunque siempre regresaba al punto de partida cuando mi madre se detenía en la calle para saludar a una desconocida o desconocido, intercambiaba un par de frases y se despedía con una sonrisa cariñosa. Reanudábamos la marcha y ella me aclaraba

rutinariamente,“es una Pérez” o “es un Antón”. Jamás he llegado a conocerlos a todos y admito que renuncié definitivamente a conseguirlo cuando supe de la existencia de un sobrino Pérez que iza cada mañana la bandera del Elche C.F. en una playa californiana.

Estas dimensiones de mi familia garantizan la diversidad, aunque quiero creer que estamos mucho más alejados de los Borgia que de los primeros mártires. Mencionaré dos detalles: a mi abuelo Ángel Pérez Soto, que murió sin una sola peseta en el bolsillo, lo saludaban con devoción sus antiguos operarios de la “Viuda de Pérez” y de “El Palmeral” muchos años después de que ambas hubiesen desaparecido. Y mi madre renunció a un premio en el bachillerato que implicaba la gratuidad de la matrícula en favor de una compañera sin recursos. Desde luego, hoy también hay empresarios admirables y adolescentes generosos, pero me resulta inimaginable que un empresario actual pase la mañana del domingo en la oficina de su fábrica revisando papeles, mientras sus dos hijitas corretean por la nave. Mi madre solía evocar esas mañanas como las más felices de la semana, lo que confirma que basta muy poco para ser feliz cuando nada se tiene.

Pero abandonemos tanto candor. Buena parte del libro es una letanía trágica, la de una sociedad que acumuló odio hasta vomitarlo y nos legó los momentos más oscuros de nuestro pasado. Sobre las andanzas de los protagonistas del libro en aquellos momentos poco se puede decir que sorprenda: en todas las casas se ha escuchado alguna vez el lúgubre epitafio, “lo mataron en la guerra”. Sin embargo, hay un pasaje en el libro que añade otra pincelada a la idiosincrasia de mi familia incluso en aquel infierno. Me refiero al que narra la intervención de Perefesé, un sindicalista que trabajaba en la fábrica de los Pérez, como “ángel guardián” de la familia a partir de febrero de 1936. Todo queda exquisitamente descrito aunque, salvo error u omisión por mi parte, echo en falta una deliciosa apostilla que me relató mi tía Carmen Pérez, una de las niñas que se hizo acompañar por Perefesé a la Basílica de Santa María la noche que fue incendiada. Ella me contó que, ante el espectáculo de las llamas y en presencia de los pirómanos jubilosos, hincó las

rodillas en tierra, extendió los brazos y murmuró: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”.

La historia siempre me pareció apócrifa, aunque no me atreví a dudar de ella en presencia de la implicada, una recia señora que enviudó dos veces y siguió bailando el mambo hasta los noventa y tantos años. Pero su gesto ilustra otra de las características familiares: el gusto por el melodrama. No el cinematográfico, sino el biográfico. Entre los Antón, mucho más que entre los Pérez, la épica fantasiosa es tan indispensable como los niños de San Ildefonso en el sorteo de Navidad. Mi abuela Bienvenida Antón cayó una vez en las escaleras de casa sin consecuencias, pero aquella caída fue multiplicándose con el paso de los años como los panes y los peces del Sermón de la Montaña, por lo que cuando expiró, la cifra de caídas inexistentes era de siete.

Quiero decir que en esta muchedumbre consanguínea del libro “hay gente pa tó”, como disculpó el torero “El Gallo” a Ortega y Gasset cuando supo que era filósofo. Mis antepasados transitaron del chocolate de algarrobas a las bebidas isotónicas, del gigantesco aparato de radio junto al que se arremolinaban cada noche a la pantalla de plasma con auriculares, del coche de gasógeno al eléctrico, de bailar boleros en penumbra a contonearse sin garbo con el insufrible reguetón. Esto son pequeñeces de época. Finalmente, cualquier generación es ante todo un retablo de individuos prudentes o temerarios, honrados o bellacos, arrogantes o humildes, bondadosos o malvados, apuestos o desgarbados, laboriosos u holgazanes. Serrat tiene banda sonora para ese batiburrillo de rostros con apellidos compartidos y otras melancolías. La canción se titula “Aquellas pequeñas cosas” y dura cien segundos, bien mirado, tantos como una ráfaga de cinco generaciones.

Andrés Castaño Pérez