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ISBN 84-8456-688-9

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Transformaciones políticas y sociales en la España democrática FRANCISCO MURILLO JOSÉ LUIS GARCÍA DE LA SERRANA y otros

(Eds.)

tirant lo b anch Valencia, 2006


Copyright ® 2006 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com. (http://www.tirant.com).

Directores de la Colección: ISMAEL CRESPO MARTÍNEZ Profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Murcia PABLO OÑATE RUBALCABA Profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Valencia

© FRANCISCO MURILLO JOSÉ LUIS GARCÍA DE LA SERRANA y otros

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email:tlb@tirant.com http://www.tirant.com DEPOSITO LEGAL: V I.S.B.N.: 84 - 8456 - 688 - 9 Maquetación: PMc Media, S.L.


ÍNDICE

Presentación .............................................................................. Pablo Oñate

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José Luis y los intelectuales ..................................................... Rafael Del Águila

11

José Luis como amigo ............................................................... Alberto Oliet

17

José Luis y la Escuela de Frankfurt ........................................ Fernando Vallespín

25

Cincuenta años: última lección ceremonial ............................. Francisco Murillo

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Notas sobre la democracia ........................................................ José Luis García de la Serrana

45

Política y administración en España: continuidad histórica y perspectivas de futuro ......................................................... Carlos Alba Cambios en la estructura social española (1978-2003) ........... Miguel Beltrán Las culturas políticas en España: desigualdad e intolerancia, dos rasgos perdurables ........................................................ José Cazorla Intelectuales o Unamuno en su Paraninfo .............................. Rafael Del Águila

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ÍNDICE

Los valores de los ciudadanos: conflictos y consensos ............. Manuel García Ferrando

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Familia y derechos humanos .................................................... Julio Iglesias

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La dimensión territorial e identitaria en la competición partidista y la gobernabilidad españolas .................................... Francisco Llera

239

Veinticinco años de opinión pública ......................................... Ricardo Montoro

319

Del sindicalismo ideológico al clientelar .................................. Alberto Oliet

333

Elecciones, partidos y sistemas de partidos en la España democrática .................................................................................... Pablo Oñate

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A MODO DE JUSTIFICACIÓN

Pablo Oñate Rubalcaba

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os trabajos que siguen a estas primeras páginas son una recopilación de las conferencias que se impartieron en un curso organizado en la sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Valencia en la primavera del año 2004. Cuando, un año antes, comenté con José Luis García de la Serrana la intención de organizar un curso para reflexionar sobre la democracia española me sugirió —con su incisiva ironía— que tratara de que no se convirtiera en el enésimo seminario de los fastos para celebrar el vigésimo quinto aniversario de la Constitución: propuso —para evitarlo— que en lugar de limitarnos al actual período democrático, lo comparáramos con la experiencia de la II República, a modo de contrapunto. Y así lo hicimos. Las ponencias que se presentaron partieron de una cuestión preliminar: ¿por qué entonces no fue posible y ahora sí? El curso “Transformaciones políticas y sociales en la España democrática” fue inicialmente concebido como un homenaje a Don Francisco Murillo, de quien todos los que participamos en el mismo nos consideramos alumnos y discípulos. La coincidencia del fallecimiento de Don Francisco y de José Luis, pocos meses después de celebrar el curso, nos dejó un enorme vacío, como enorme había sido la presencia de ambos en nuestras vidas. Acaso la ausencia de Don Francisco nos sorprendió menos, aunque sólo fuera por haber superado sobradamente los


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PABLO OÑATE RUBALCABA

85 años (el Viejo —por paralelismo con Marcuse— driblaba jocosamente las alusiones a su edad recordándonos que cumplir años es lo único verdaderamente eficaz que la humanidad ha descubierto contra la muerte). La desaparición de José Luis fue más abrupta y, por ello, más brutal, si cabe. A todos nos sigue costando acostumbrarnos a que no estén ya ahí, ejerciendo, para nuestro deleite, como buenos πολîται. En contra de la forma de ser y de pensar de ambos, hemos querido colmar, torpemente, ese vacío plasmando aquellas reflexiones en negro sobre blanco y dándolas a la imprenta para que vean la luz publicadas en este volumen. Si el curso fue un homenaje a Don Francisco, queríamos que la publicación de estas reflexiones lo fuera para José Luis, con quien tanto compartimos y aprendimos. Dada su naturaleza militantemente ágrafa, ellos nunca hubieran estado de acuerdo con que hacer coincidir sus nombres en la portada de un libro sea el mejor tributo que podemos rendir a su recuerdo. Sin duda, nos lo hubieran reprochado con esa ironía con la que tanto nos enseñaron y nos hicieron disfrutar.


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Rafael Del Águila Tejerina

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ue en la calle Castelló durante los años setenta. No recuerdo el número de la calle ni tampoco las fechas exactas, pero creo que eso es lo de menos. El piso donde nos reuníamos era propiedad de la familia de un compañero, de apellido Bloch y, sin embargo, ironías de la vida, de fuertes creencias anarquistas. Era una casa señorial, llena de maderas crujientes en los suelos y de puertas con cristales temblorosos; sin muchos muebles, casi vacía. Desde sus ventanas podíamos ver al otro lado de la calle una academia de danza en la que muchachas adolescentes saltaban, bailaban y hacían estiramientos difíciles y excitantes. Las mirábamos mientras bebíamos algo, escuchábamos música (usualmente Mahler o Bach —nadie que conozca a José Luis se sorprenderá por esto), y esperábamos a estar todos para comenzar el Seminario. Esto que parece un escenario inventado por mi imaginación, ocurría exactamente así. José Luis era casi un recién llegado a Madrid. Había aterrizado en el Departamento de Sociología y Ciencia Política, junto a Don Francisco Murillo, y pronto ambos impresionaron al puñado de estudiantes que cursábamos allí el segundo ciclo de la licenciatura. Cada uno a su manera. Don Francisco desde la seriedad, el respeto y la distancia (y esto no era fácil en un ambiente fuertemente contrario a cualquier símbolo de autoridad, como aún recuerdan algunos que entonces fueron nuestros


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profesores, y hoy son mis colegas). José Luis nos enfrentó con esa capacidad tan suya de desafío intelectual permanente. Y fue esa capacidad la que impulsó a algunos de nosotros a pedirle que coordinara un Seminario de teoría social y política y que lo hiciera fuera de la Universidad que nos parecía (éramos bastante insufribles) estrecha e insuficiente. Creo que le encantó aceptar. Allí hablábamos de Marcuse, Adorno, Benjamin, Bloch, Popper o Mannheim. Una relación de lecturas de primer nivel entonces y ahora. Autores y teorías que no eran fáciles, pero con un poder formativo y una capacidad de impacto intelectual innegables. En mi caso, y no solo en mi caso ciertamente, nada volvió a ser lo mismo en el ámbito reflexivo tras esas lecturas y las discusiones, vivas e incisivas, dirigidas por un José Luis feliz y perpetuamente irónico. Por aquél entonces José Luis empezaba a preparar una cosa terriblemente difícil y un poco misteriosa: su Tesis Doctoral sobre la Agrupación de Intelectuales al Servicio de la República (Ortega, Marañón y Pérez de Ayala). Hablaba poco de ello, y tardó todavía mucho en terminarla, pero todos lo imaginábamos bregando con la obra de los españoles y aplicándoles aquí o allá intuiciones e ideas que discutíamos con él en la calle Castelló (la crítica a la cultura de masas, el perspectivismo, la hegemonía, la utopía, etc.) Y su ironía, su perpetua ironía: hay que entender el problema de los intelectuales como problema de los intelectuales, como un problema de identificación de sí mismos… Todos los que le conocimos sabemos de su atractivo docente, de la fascinación que suscitaba en sus alumnos, de su capacidad para arrastrar a sus estudiantes a leer, discutir y discurrir. Y todos sabemos también de su desafiante agrafía, de su dificultad, acaso derivada de una autoexigencia casi enfermiza, para publicar y escribir. En aquel Seminario muchos de nosotros experimentamos muchas cosas inolvidables: su facilidad para iniciar el “viento del pensamiento” (Arendt), su punto de vista ferozmente crítico, su capacidad para argumentar… pero, igualmente, su renuencia a poner por escrito sus brillantes intuiciones.


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Es más, cuando alguno de nosotros insistía demasiado en que no debíamos ser intelectuales que hablan desde la torre de marfil de la crítica, que teníamos que bajar a la plaza pública, que era nuestro deber “ineludible” comprometernos y militar en partidos o movimientos sociales, que publicar para intervenir en el mundo era nuestra función social, etc., José Luis sonreía y nosotros recibíamos una buena ración de sus ironías. Porque el automatismo del vínculo teoría—praxis no le pareció nunca evidente. De hecho siempre descreyó de los creyentes en la práctica política directa, en la implicación inmediata del pensamiento en lo público (significando esta inmediatez, al mismo tiempo, instantaneidad y “no mediación”, en el sentido que Adorno y Horkheimer daban a esa expresión). Incluso en aquellos tiempos y en ese mundo móvil, apasionante y peligroso de la transición, siempre fue partidario de lo que yo llamaría, parafraseando a Paul Valéry, “políticas lentas”. Políticas cara a cara, educativas, basadas en la trasformación por la palabra, en la reflexividad y el replanteamiento de los prejuicios, que implicaban siempre a un pequeño círculo de personas… Lejos de la plaza pública ciertamente, pero también con aspiraciones de abandonar la torre de marfil y mantener en el tiempo efectos ubicuos y de largo plazo. Me parece que, en más de un sentido, hizo suyo el lema de Catón que cierra La condición humana de Hannah Arendt: “nunca estoy más activo que cuando no hago nada, nunca menos solo que cuando estoy conmigo mismo.” Lo que nosotros no entendíamos, y yo confieso que sigo sin entender, es que estas funciones prácticas de la teoría, ese impacto práctico del pensamiento pueda llevarse a cabo en el mundo actual sin publicar (aunque recuerdo bien que los fundadores de nuestra civilización —Sócrates y Jesucristo— no publicaron una línea). Pero aquí José Luis era taxativo y sus sarcasmos subían de tono. Por ejemplo, cuando hablábamos, o más bien pontificábamos, sobre la necesidad de publicar agudos artículos inspirados en los frankfurtianos para transformar el mundo que nos rodeaba (ya digo que éramos un poco insufribles) sus ironías nos hacían reír hasta las lágrimas (siempre que no fuera uno el afectado por ellas, pero, a veces, incluso en ese


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caso). Creo que en aquellos días, casi recién llegado a Madrid y a la Universidad Autónoma, José Luis era feliz. Quizá eso se traslucía también en una suavidad en las ironías. Pero no nos engañemos, el tema de la escritura, especialmente cuando tratábamos de convencerle de que nos dejara ver sus manuscritos, era “peligroso” y su renuencia a publicar se convirtió en legendaria entre nosotros. De hecho, hasta donde yo sé, la tesis se escribió y se leyó años después (1976), gracias a la ayuda y al apoyo de su amigo Alejandro Rodríguez Carrión. Durante un verano, Alejo le alojó en su casa, le alejó de todo y de todos (o casi) y le impuso la disciplina férrea de la escritura. El resultado, su tesis doctoral, que naturalmente nunca se publicó, pero que le sirvió para continuar su carrera académica. Salíamos él y yo hace unos meses de un restaurante cuando le dije que la había releído (estaba y estoy trabajando en un libro sobre los intelectuales). Me miró con suspicacia y media sonrisa, pero le dije lo que pensaba: “se sostiene, si dedicaras un poco de tiempo a ponerla al día…” Me paró en seco (como él mismo diría, le gustaba esa expresión), y con un sarcasmo y un gesto de la mano, cambió de conversación. La tesis está muy influida por los análisis de la teoría crítica, desde luego, pero también y de forma sobresaliente por Antonio Gramsci y Karl Mannheim. De hecho se halla muy fijada en los aspectos de crítica social y es muy radical en su oposición a las veleidades burguesas de Ortega, Ayala o Marañón. Este tipo de censura radical y antiburguesa era bastante habitual entre los jovencitos antifascistas burgueses (y José Luis, como casi todos nosotros entonces, era las tres cosas). Nacidos en un erial, todos pululábamos por la transición en busca de ideales críticos. Y para adoptar esa perspectiva eran impagables los frankfurtianos que todos devorábamos con fruicción y en ocasiones con cierto pasmo derivado de la dificultad de la lectura. La tesis doctoral también trasluce esa cercanía a los Adorno, Horkheimer, Benjamín y su perspectiva crítica. Creo sinceramente que por aquellos años había pocos intelectuales en España que manejaran mejor este ámbito de lecturas y preocupaciones. Sólo su


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agrafía explica que, únicamente unos pocos entre nosotros, supieran de su talento nada convencional en este campo. Pero, la verdad sea dicha, José Luis no fue un hombre convencional en ningún aspecto de su vida. Tampoco en éste. No fue, ni aspiró a ser, un intelectual de relumbrón y plaza mayor. Sin embargo, tampoco se conformó con ser habitante de una torre de marfil todo el tiempo. Muchas veces trató, y consiguió, ocupar una instancia intermedia, la del aula y la calle, y ahí nadie le discutirá su dominio. Fue, ante todo, un profesor con un profundo impacto intelectual en sus alumnos. Que nos enseñó cómo leer un texto, cómo pensar de otro modo, cómo argumentar, cómo ironizar, cómo adoptar una instancia crítica, cómo conectar lectura y vida… Habrá a quien esto le sepa a poco, pero a mi me sigue pareciendo mucho y creo que haríamos bien en recordar con cuidado y respeto sus lecciones. Yo espero sinceramente no haberlas olvidado completamente en el transcurso de los años. No haberme olvidado del todo de aquél primer Seminario de la calle Castelló, ni de lo que le siguió… incluso si, a veces, procedió de lo que Adorno hubiera llamado “una vida dañada”.



JOSÉ LUIS COMO AMIGO

Alberto Oliet

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a primera dificultad al escribir sobre mi amigo José Luis García de la Serrana en este homenaje1 deriva de una tristeza esencial, que debilita mí animo y en cierto modo mi entender. Otra, y no menor, es la de delimitar que puedo decir sobre él cuando creo que por su buena educación y, más allá, por la intensidad con la que vivía la amistad era delicadamente empático. Así hubo un José Luis para cada amigo, por lo que si escribieran todos habría muchas y muy diferentes. Pienso —en extremo— en el gusto y la naturalidad con la que asistía a su comida periódica en el mercado de Diego de León con sus pescaderos y carniceros amigos, sentado en una caja de madera y en su fluida comunicación allí.

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A propósito este libro en el que homenajeamos al profesor García de la Serrana es también en otro sentido suyo. Se sostiene en dos términos de comparación que fueron dos polos substantivos de su reflexión intelectual. II República y transición, elegidos como temas circunscritos en distintos momentos de su progresión académica, fueron coetáneos en su mente una vez arribada la democracia por más que la distancia cronológica pusiera reparos a cualquier comparación. Los intelectuales republicanos que estudió, incapaces de hacer real su confianza en la capacidad transformadora de la teoría, acabaron sirviendo al fin más prosaico e inmediato de la mediación social del saber y a la legitimación de diversas prácticas políticas. Los políticos de la transición escondieron detrás de la idea de consenso, la falta de un acuerdo sobre muchos de los valores en los


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Además al hilo de este primer teclear se hace presente la inquietud del aprendiz que fui, atrapado en la tela intelectual hilada a mi alrededor por el profesor García de la Serrana. Especialmente en ese nexo indescifrable de la relación sujetoobjeto con la siempre convivió. ¿En que forma yo sujeto puedo escribir sobre el objeto José Luis, que en gran medida ha determinado mi cosmovisión intelectual, incitando esta misma pregunta? Sin renunciar a esa distancia propia de lo académico, subordinado a la objetividad. La respuesta es simple y compleja al tiempo y también aparece como propiedad del objeto al que trato de explicar. Se trataría de hacerlo desde el yo condicionado, comprensivamente. Tal como lo trataba de hacer José Luis, con las dificultades intimas que ello suscita. Así que yo trataré de hacerlo desde los valores que compartíamos y liberado de cualquier neutralismo. No se donde comenzó a surgir el José Luis que yo conocí. Quizás en los años de internado que sufrió como hijo de estirpe granadina emuladora de la distancia emocional británica. En el repliegue de una intimidad forzada por un uso educativo cuya prioridad era no dar traslado al resto de los propios deseos e ilusiones. En el que, además, la curiosidad intelectual era perseguida por una gran parte del profesorado, medroso y mediocre. Sí, creo que allí se gestó ese repliegue lúcido y crítico que tan característico era de nuestro amigo. Un adolescente de la burguesía granadina, por lo demás inmaculadamente próximo en las formas a sus coetáneos insustanciales, pero tanto o más cercano a lo opuesto: la búsqueda de sentido, la profundidad de cierta literatura y de la filosofía. La distancia entre su espacio social y el del goce intelectual, en esas circunstancias, solo íntimo, hizo nacer esa naturaleza crítica de la que todos disfrutamos.

que habría de asentarse la convivencia política. La impotencia de lo racional acabó en un acuerdo para no decidir, en una mera mixtificación del consenso que era disenso oculto.


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Cuando yo lo conocí, y con un bagaje intelectual ya fogueado, pues había realizado un programa de estudios relativamente especializado, permanecían muy a flor de piel lo que fueron sus primeras lecturas “intelectuales”. Especialmente la un Unamuno que, lastrado por sus propios prejuicios, se enfrasca en la lucha contra ellos: ”Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad”. O la de un Camús humanista, sensible y solidario, con esa lucidez inquieta y exigente que se revisa así mismo no sin dolor y contradicciones. Pero por, encima de todo, la influencia con mayúsculas provenía de alguien a quien conoció en su propia vida Universidad. Don Francisco Murillo (muerto también hace poco, a su lado en el tiempo) que resplandecía entre la yerma prole universitaria del franquismo, con esa escueta comunicación que practicaba, pero en la que transitaba todavía y a pesar de todo, el flujo intelectual devastado en la guerra civil y por él tan querido. El descubrimiento debió ser sorprendente y muy estimulante para el enclaustrado José Luis, y mutuo. Murillo tenía la sabiduría del que observa la inteligencia allí donde esté, en el poderoso y en el sometido, en el joven y en el viejo. Al principio me chirriaban ciertas cosas de ese encuentro. Años después conocí a un José Luis especialmente irreverente con las posibilidades del empirismo, que Don Francisco trataba de importar a España en los años sesenta. No obstante, bien pensado, no se puede hablar de escisión entre ellos. Más bien de la capacidad de adaptación de la que ambos tuvieron que hacer gala frente al vertiginoso cambio intelectual y de mentalidades que exigía una adecuación precipitada al panorama foráneo. Hay que pensar que en los primeros años de su encuentro, en el franquismo tardío como se dice, el retraso español era atroz. Por las propias circunstancias socioeconómicas de un país sin desruralizar, en un contexto europeo industrializado. Pero además por lo que fue una auténtica reinstalación franquista del dogma preburgués. Todavía quedaba por afrontar lo más tenebroso de la tradición española. Así Murillo ayudó a la introducción, con esfuerzo extraordinario, de una ciencia social


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ceñida a la realidad, que permitía iluminar allí donde todavía proliferaban los idola. Trató de incorporar un positivismo muy necesario en nuestro país para liberar del poder del miedo a lo desconocido. En un momento en el que en el mundo Occidental, tras la sacudida de los años sesenta, se estaba poniendo en cuestión aquél mismo empirismo por aquellos que reivindicaban una ciencia social, un saber, comprometido con la emancipación igualitaria. A José Luis García de la Serrana le tocaba estar al quite, poner en cuestión lo que se acababa de instalar de forma tan necesaria en la España mitológica, pero que era muy cuestionado fuera por como conservador. Al cabo, ambos —maestro y discípulo y en cierta medida en tanden— se implicaron en tratar de absorber lo que había sido un larguísimo proceso de cambio en otros países. Que prácticamente —gracias al parón franquista— iba desde el triunfo del saber iluminista hasta la contracultura. El solo intento de interpretar esas polémicas intelectuales desde ese substrato social retrogrado, anticipándose al cambio cultural aceleradísimo que se estaba dando aquí, fue un extraordinario mérito. Años después de ese encuentro y confluencia intelectual, conocí yo a José Luis. Instalado en Madrid, siguiendo a Don Francisco y a sí mismo. Incapaz de vivir en el ambiente todavía muy cerrado de Granada. Vida, esa es la palabra que acoge mas inmediatamente mi imagen primera de José Luis. Aun más lejos, el origen del atractivo que irradiaba nada más conocerlo tenía que ver con su vitalismo radical e intenso. Estaba claro que no se conformaba con cualquier existencia que le tocara vivir, que no iba nunca a amoldarse a la exigencias de lo socialmente conveniente. Que quería sobrevolar la cotidianidad impuesta para existir en lo excelente. Evidentemente aprovechó la ocasión que le dio su cuna. Podía, en plena juventud, entregarse a tiempo completo a ese universo de lo que está más allá de la mera subsistencia, en el que trabajó la lucidez intelectual. Y lo hizo conservando lo más exquisito del privilegio del dolce far niente: No se trataba de hacer literatura sino de vivirla. No se trataba de


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adquirir conocimientos para procurarse una forma de vida, para mantenerse, sino para disfrutar con la comprensión del mundo. Lo que siempre hizo aunque, con el tiempo, con esa ácida nostalgia del que sabe que en el futuro nada va a ser así, de que esa manera de vivir va a desaparecer, que el suyo era un impulso en extinción. Quizás por proximidad psicológica le gustaba tanto el personaje del Príncipe de Salina del gatopardo, de Lampedusa y Visconti. Inevitablemente también aquello le conducía a la lectura. Pero de forma intensa, pertinaz y reverente. En todo caso, su obsesión era el saber en sí como mirada interior, no la proyección hacia el exterior de su sabiduría: en ese sentido —yo diría que temerariamente en su contexto— nunca se preocupó demasiado en documentar los méritos propios. Su juego estaba en un mundo intelectual, mezcla de libros y unos pocos interlocutores reales, en buena parte al margen del mundo académico. No voy a recurrir al tópico del agrafismo, pero es obvio que esa actitud coexistía mal con las ciencias sociales, especialmente en su versión empirista, y aun peor con el concomitante modelo profesional del currículo vitae. Sobre todo si le añadimos el perfil cultural específico del granadino, en el sentido en el que lo entendía su otro gran maestro Nicolás Ramiro Rico, que observaba la excesiva autocrítica con la que se manejaba el natural de Granada, siempre acuciado por una implacable crítica social. En el caso de José Luis García de la Serrana entiendo que la contingencia y la necesidad se cruzaron aunque sin oposición, reforzando el sesgo de su peculiar y radical espíritu intelectual. La elección de su objeto de tesis, “La Agrupación al servicio de la República” tenía que ver con el azar: la corriente de trabajo que sobre esa época histórica se desarrollaba en el seminario de Don Francisco en Granada. Pero el tema en sí, una vez abierto de verdad comenzó a tener vida propia en sus manos. De entrada la idea de intelectual, su conceptualización, era una fuente inagotable de zozobras para un doctorando sensible a las controversias teóricas que atraía.


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Pronto el profesor García de la Serrana se dio cuenta de que no podía circunscribirlo al hecho particular de la Agrupación al servicio de la República, estudiando el Diario de Sesiones y demás. Necesariamente le abocaba al estudio de la teoría de las ideologías, a los últimos desarrollos de la sociología del conocimiento y a meditar sobre la puesta en cuestión de la posibilidad del propio saber científico. Miel sobre hojuelas para abandonar del todo al empirismo y para lanzarse a una inacabable reflexión sobre lo total, para no aceptar nunca ningún acotamiento de materia posibilista desde la perspectiva académica, pero que consideraba estéril desde su perspectiva intelectual. Obviamente con ello nunca fue precisamente fácil la vida mental del profesor De la Serrana. A cambio hizo extraordinariamente interesante su conversación. Si pensamos —entre paréntesis— que era gratuita y no solo para los amigos. Especialmente su brillantez derivaba de su capacidad para llevar lo teórico a lo cotidiano, de la facilidad con la que iba de lo simple a lo complejo y al revés. En firmes sucesiones teóricas. Y quizás eso era un resultado menos atribuible a su fluidez retórica y más a la coherencia de su objetivo final: “invalidar las coartadas sociales” en los términos de su amigo Nicolás Ramiro. O en los más inmediatos que eran también de su gusto: evitar que la teoría siguiese siendo una manera de dejar desarmados a los pobres. En ese sentido si que se especializó en algo: en sortear trampas ideológicas. Por complejo que fuera el entramado de mixtificaciones no se desorientaba casi nunca. Con una lucidez propia del que comprende desde dentro, eludiendo la torpeza del mero observador. Pero además, para él, mostrar al desnudo los intereses presentes, el condicionamiento social de cualquier discurso no era solo divertimento sino un esfuerzo en el que se implicaba emocionalmente. Así se entiende que la docencia fuera su más destacaba virtud académica y el espacio en el que expresaba mejor su atractivo personal. Enseñó y disfrutó enseñando en las universidades de Granada, Autónoma de Madrid y Málaga, donde obtuvo su primera Cátedra. Se entiende que estuviera algo


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tocado por la impaciencia en la “no presencial” UNED en la que estuvo en su último periodo. En contra de lo que ha sido usual en los últimos tiempos se consideraba un profesional de la enseñanza, a la que además concebía como un intercambio docente-discente pleno. Al cabo —entendía— el profesor profundizaba en sus conocimientos precisamente en el proceso de comprensión exhaustivo, que exige su buena transmisión. En escasísimos escritos ha quedado reflejado su genio reflexivo y docente. Pero no pocas mentes fueron roturadas por sus ideas esenciales, marcadas por su sensibilidad. Eso conformó una íntima escritura, que sobrevive y sobrevivirá en la medida en que sus alumnos lo mantengan en la memoria y ciertos amigos sigamos existiendo. Una ulterior característica quiero reseñar. Su facilidad para prolongar la empatía que generaba como profesor en la licenciatura con el descubrimiento y, sobre todo, la puesta en aprendizaje, aunque fuera por delegación de su maestro, de nuevos candidatos a la profesión universitaria que surgían de su bien irrigada docencia. La cosecha —en la forma de algunos muy buenos profesores e investigadores— al final fue sustanciosa. Esta fue quizás la otra gran habilidad de José Luis. No cabe duda de que hizo gala de mucha inteligencia —o mejor quizás de intuición— a la hora de colaborar en esa labor de reclutamiento tan etérea por su largo plazo. Y, sobre todo, en la de dejar instalada en la mente de los nuevos la impronta de la excelencia. Cimentándolo todo en un sentido moral de la lealtad basado en el a priori de la exigencia intelectual. La relación maestro y discípulo en su mejor y más genuina manifestación es gratuita y voluntaria. En las dos direcciones. Creo especialmente que el maestro lo es en la medida que sus discípulos lo aceptan y lo acreditan como tal. En lo que a mi concierne asumo su magisterio encantado. Aunque no me puedo permitir el estar seguro de que, recíprocamente, yo haya sido parte de su buena cosecha.


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