

LÓGICAS DEL DOLOR. INTRODUCCIÓN A UNA ALGODICEA CONTEMPORÁNEA
COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT HUMANIDADES
Manuel Asensi Pérez
Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada Universitat de València
Ramón Cotarelo
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia
Mª Teresa Echenique Elizondo
Catedrática de Lengua Española Universitat de València
Juan Manuel Fernández Soria
Catedrático de Teoría e Historia de la Educación Universitat de València
Pablo Oñate Rubalcaba
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universitat de València
Joan Romero
Catedrático de Geografía Humana Universitat de València
Juan José Tamayo
Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Universidad Carlos III de Madrid
Procedimiento de selección de originales, ver página web: www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales
LÓGICAS DEL DOLOR. INTRODUCCIÓN A UNA ALGODICEA
Copyright ® 2023
Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor.
En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch México publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com/mex/
Este libro será publicado y distribuido internacionalmente en todos los países donde la Editorial Tirant lo Blanch esté presente.
© Paula Arizmendi MarD.R © 2023 Universidad Iberoamericana, A.C.
Prol. Paseo de la Reforma 880
Col. Lomas de Santa Fe Ciudad de México
01219
publica@ibero.mx
Primera edición: 2023
ISBN: 978-607-417-972-9 Universidad Iberoamericana
© TIRANT LO BLANCH
DISTRIBUYE: TIRANT LO BLANCH MÉXICO
Av. Tamaulipas 150, Oficina 502 Hipódromo, Cuauhtémoc
C.P. 06100, Ciudad de México
Telf.: +52 1 55 65502317 infomex@tirant.com www.tirant.com/mex/ www.tirant.es
ISBN: 978-84-1947-113-0
Maqueta: Disset Ediciones
Si tiene alguna queja o sugerencia, envíenos un mail a: atencioncliente@tirant.com. En caso de no ser atendida su sugerencia, por favor, lea en www.tirant.net/index.php/empresa/politicas-de-empresa nuestro procedimiento de quejas.
Responsabilidad Social Corporativa: http://www.tirant.net/Docs/RSCTirant.pdf
Una parte del capítulo 7 fue publicado originalmente en el artículo “En la tierra de los ciegos al dolor: descifrando el deporte del rugby”, del libro colectivo Fascinación por el deporte: cuerpo, práctica, juego y espectáculo, editado por Ediciones Navarra en 2019 (pp. 361-366).
Algunas partes del capítulo 8 se publicaron originalmente en el artículo “Tras la sabiduría perdida del dolor”, en la revista Estudios del Departamento de Estudios Generales del Instituto Tecnológico Autónomo de México (Itam), núm. 113, verano de 2015 (pp. 153-167).
Parte del capítulo 9 fue publicado originalmente como “Eva Illouz y las articulaciones macrofilosóficas de la cultura”, en el libro colectivo Cultura, historia y Estado. Pensadores en clave macrofilosófica, editado por La busca Ediciones y el Grup Internacional de Recerca “Cultura, Història i Estat” (pp. 185-203).
El lenguaje del dolor es el lenguaje de la Tierra, del Universo, de los mares, de la memoria y del ser humano. El bosque talado, el cielo perforado, los peces asfixiados, el silencio cómplice, el alma amputada y la boca cercenada son fragmentos del dolor de la vida perdida, del deseo imaginado, del tiempo escurridizo.
El lenguaje del dolor es también la voz de la melancolía y de las hojas secas, de las nubes muertas, de las espinas desperdigadas, de los olvidos voluntarios y de los cuerpos sin ánima. Sus palabras son el llanto de la vida y algunas de las caras del tiempo; son el dolor de las letras y evocación de lo inalcanzable, de lo perdido, del lamento del moribundo: “Escribo recién asoma la mañana, escribo cuando la luz todavía no abre sus puertas. Escribo sumido en la bruma porque ver me da miedo, porque cuando me veo pienso que la muerte acecha, que el final se acerca”. Esas palabras son las heridas que le recuerdan a la Tierra que el hombre es quien la habita y la deshabita y al hombremujer que la Tierra es origen y túmulo a la vez.
Arnoldo KrausPara una gramática cultural del dolor
Lo que da a Nietzsche y a Schopenhauer una posición única y dominante en el pensamiento moderno, es el haber dicho claramente que la vida es dolor y que este saber se antepone a cualquier otro. Ya esto lo sabe cualquier hombre en su fuero interno, aunque intente esconderlo, y cuando encuentra un pensador que osa decírselo a la cara, descubre en primer lugar que un filósofo puede ser también natural, franco y sincero, y después experimenta una fuerte emoción [...] Esta intuición dramática lanza al hombre frente a un dilema. Si el dolor es imprescindible en la vida, y llega incluso a constituir su esencia, para liberarnos de él deberíamos liberarnos de la vida, del apego a la vida. O bien, si se desea la vida, se debe desear también el dolor. De aquí las recetas opuestas de Schopenhauer y Nietzsche. Pero el pensamiento moderno prefiere la hipocresía y afirma que es posible ‘eliminar’ el dolor […] Cuando se alcancen estos resultados, ¿se habrá aniquilado el dolor? ¿O bien seguirá permaneciendo idéntico a sí mismo, si es que puede considerarse como la manifestación en el alma humana de un deseo incansable y violento que precede y condiciona al hombre, de una sed ardiente que no puede nunca desaparecer, y cuyo nombre es la vida?
Giorgo Colli, El libro de nuestra crisis.
Probablemente, de todas las posibles justificaciones actuales del diagnóstico nietzscheano para un programa filosófico a la altura de los retos del siglo XXI, hay una especialmente relevante que afecta al objetivo de este libro: ¿política y culturalmente, con el problema del dolor tras la muerte de Dios, esto es, el eclipse de toda teodicea? La magnífica cita de Giorgio Colli que encabeza esta breve introducción no solo llama la atención sobre un problema filosófico genuinamente contemporáneo, sino también sobre un cambio de escala y metodología para cualquier diagnóstico de nuestro tiempo histórico. Como muestra rigurosamente Paula Arizmendi en este necesario ensayo en el que la claridad argumentativa no está reñida con la profundidad, en el momento en que la cuestión de la algodicea entra en escena, la pregunta decisiva ahora es: “Si no hay Dios, si no hay un contexto de sentido superior, ¿cómo se puede soportar el dolor?” Y, sobre todo, ¿qué consecuencias se deducen de este punto de inflexión?, ¿no resulta necesario, en un contexto sintomáticamente fragmentado y escindido en disciplinas y juegos lingüísticos diferentes, “analizar de qué manera las sociedades contemporáneas constituyen una forma específica de experiencia dolorosa, tamizada por la técnica, la dicotomía y las estructuras políticas, económicas, sociales y, en suma, culturales”?
Sondear el problema del dolor en las sociedades contemporáneas no es un proyecto baladí en un momento histórico donde, por ejemplo, nuestras democracias están siendo transformadas por fuerzas afectivas y un creciente sentimiento de vulnerabilidad y precariedad que están modificando el paisaje tradicional de lo político. Más que embridar estos poderes apelando a soluciones del pasado, debemos atravesar este
momento con sumo cuidado y, sobre todo, evitar esa tentación inmunitaria respecto a las posibles cuestiones “tóxicas” de la actualidad.
Este ensayo de alguna forma pertenece a un género filosófico que ya Nietzsche, intempestivamente, bautizó como una “medicina de la cultura”. Allí donde el cuerpo social se expresa, es preciso afinar la mirada para desentrañar sus giros, desplazamientos, sus bloqueos. Ante este telón de fondo, el análisis de la algodicea cultural también brinda importantes líneas de investigación sobre lo que, con Francisco Vázquez, llamaríamos la era de la “subjetividad expresiva”. Este modelo de identidad propio de nuestros tiempos “líquidos” “no se confunde pues con el Sujeto moderno, pero tampoco introduce respecto a este una mutación radical. Por una parte, retiene esa experiencia del mundo como esfera carente de significación previa, borrando así toda huella de teleología objetiva. Por otro lado, al extremar las potencialidades corrosivas de la modernidad, elimina también cualquier residuo de teleología subjetiva. El yo queda librado a sí mismo, a un viaje interior en busca de intensidades afectivas y de efímeras experiencias fuertes que colmen la exigencia de sentido” (Vázquez García 2005, 7-8).
2
En esa piedra angular de la reflexión filosófica de nuestra modernidad que es Dialéctica de la ilustración, Adorno y Horkheimer analizaban la figura de Odiseo como primer modelo de una concepción racional orientada al trabajo y al sacrificio de la felicidad. Para escuchar el canto seductor de las sirenas, pero sin ceder a su destructora invitación al placer y a la felicidad, el héroe se hacía atar al palo mayor después de haber tapado con cera los oídos de sus subordinados. Del mismo modo que Odiseo se sustraía a la “seducción” del canto de las sirenas atándose a este rígido mástil, el asceta burgués alejaba de sí tanto más obstinadamente su placer y felicidad cuanto más cerca sentía su inquietante presencia.
¿Cabe seguir definiendo nuestras sociedades modernas en estos términos ascéticos?, ¿se caracterizan estas por su afán represor, por una rígida austeridad contra todo brote hedonista? Es conocido cómo Pascal Bruckner nos sorprende con una hipótesis cuando menos perturbadora: bajo la intimidatoria tiranía del imperativo de felicidad, nuestras sociedades modernas no solo habrían renunciado a todo horizonte trágico de sentido, también han convertido en patología toda humana e ineludible desgracia. En suma, hemos pasado de habitar los abismos religiosos de la culpa carnal a un mundo donde nuestra única vergüenza es no alcanzar la dicha. “En este mundo –escribe en esta línea Odo Marquard–, en el mundo de la vida de los hombres, la felicidad [...] siempre está junto a la infelicidad, a pesar de la infelicidad o directamente ‘por’ la infelicidad”. Marquard cree que cuando los progresos culturales son realmente un éxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo. Más bien se dan por supuestos, centrándose la atención de forma exclusiva en los males que continúan existiendo. Cuanta más negatividad desaparece de la realidad, más molesta la negatividad que aún queda... justamente porque esta disminuye.
¿Por qué las sociedades modernas, desde esta lectura, perseguirían con tanto fervor –incluso por encima de otros valores como la libertad– ese sueño inalcanzable
y abstracto llamado “la” felicidad?, ¿por qué la búsqueda convulsiva de esa sombra esquiva que no tiene más remedio que demonizar y culpabilizar toda angustia, toda aflicción? Sospecha: la cultura de la queja continua no se enfrentaría con valentía a la desdicha ni al dolor, más bien trivializaría a ambos presentándolos como una dimensión “ajena” a nuestro intrínseco derecho a la felicidad. No poca culpa de ello habría tenido, según Bruckner, cierto optimismo ilustrado, ilusoriamente convencido de poder construir diversos cielos sobre la tierra. No es extraño que el paso siguiente fuera clasificar toda aflicción como “anomalía”. Se denuncia así una sociedad frágil, excesivamente preocupada por la amenaza del dolor, constantemente “en riesgo”, desvalida, infantilizada por la necesidad de protección. Puede que esta sea la paradoja, la inevitable “venganza de lo reprimido”: cuanto más buscamos ese lecho de Procusto que es la felicidad, más atrapados e inermes estamos ante el dolor.
Frente a esta interpretación, Paula Arizmendi reconoce que, olvidados en cierta forma los imperativos de la disciplina y el sacrificio, las sociedades contemporáneas deben lidiar con la intemperancia del placer inmediato, la dificultad de ejercer la fuerza de voluntad y el deseo infinito que crece al abrigo del capitalismo tardío. Sin embargo, esa pérdida de sentido no está sucediendo tan tajantemente, pues “al tiempo que ha sucedido un cierto vaciamiento del sentido religioso, ritual y metafísico del dolor, ha ocurrido una transformación clara en el interior de tal experiencia, un cambio que nos ha llevado a terrenos axiológicos. El dolor, así, se ha ido convirtiendo en una exigencia ética, en una demanda humanitaria. Pero se trata de una demanda tan heterodoxa y fragmentaria que, sin lugar a dudas –y para que suene más fuerte y clara, para que tenga una sola voz– es necesario.”
3
Especialmente interesantes son a este respecto las páginas que el ensayo dedica a analizar las gramáticas del dolor del célebre programa televisivo de Oprah Winfrey, donde el consumo del sufrimiento mediatizado adquiere una legitimidad que ninguna otra fuente puede ofrecer: “Mientras las sociedades premodernas occidentales habían de pugnar con enfermedades, epidemias, hambrunas periódicas (y atroces) y obstáculos contra la supervivencia, persistentes e inacabables, las sociedades contemporáneas han de habérselas con numerosas demandas al yo, varias de ellas contradictorias e imposibles de conseguir. Los fracasos, al intentar satisfacer estas demandas, llevan necesariamente a una ansiedad psíquica continua e inagotable, que lleva los tintes de un sufrimiento en el más puro sentido”.
Se trata de una cuestión que toca un punto neurálgico de nuestro ecosistema cultural, como muestra Paula Arizmendi en estas páginas. Tenemos cada vez más la sensación de que la realidad nos duele, que se acerca tanto a nosotros que nos engulle sin mediación reflexiva; perdemos toda distancia de seguridad en un mundo acelerado, en shock incesante. De ahí la profunda desorientación crítica o pedagógica que afecta al diagnosticador: ¿cómo ilustrar o plantear algún tipo de pedagogía del malestar en un mundo en el que las condiciones mínimamente sostenibles de una comunicación racional parecen saltar por los aires como efecto de riesgos intencionados o azarosos que intensifican nuestra
vulnerabilidad? De alguna manera, estamos obligados a pensar y actuar dentro de esta avalancha ya sin la posición melancólica de una distancia privilegiada. Sin embargo, esto no debería significar una coartada para abdicar ante la irracionalidad, sino provocar una reflexión interdisciplinar sobre un tipo de intervención menos ingenuo y autocomplaciente con nuestros postulados clásicos de racionalidad y sus discutibles divisiones, como subraya Arizmendi.
Volviendo a la cita del inicio de esta introducción, tal vez podríamos decir que, en nuestra época, el pensador que se reconoce bajo la figura fenomenológica de “paciente” y ligado al problema del dolor de la existencia sigue aún escindido entre ese “Gran Hotel Abismo” en el que parece habitar Schopenhauer y la clínica genealógica a la que apunta Nietzsche. Resentimiento o nacimiento, este parece ser el dilema. Pero si analizamos la aparición en el escenario filosófico del tema de la voluntad ciega más allá del velo del mundo de la representación como un modelo filosófico de abstracción e indeterminación nacido como consecuencia del proceso de desterritorialización capitalista, también podemos entender la reflexión schopenhaueriana como el de la subjetividad reflexiva de una modernidad liberal-burguesa hoy irrecuperable. El desmoronamiento de la ilusión de su principio de individuación desemboca en la conciencia de incurabilidad de la enfermedad de la vida e imposibilita toda práctica de subjetivación que no pase por la ascesis contemplativa o nirvana. Perdida la confianza, el mundo deviene inhóspito, gnóstico, el recelo, tóxico, el dolor, una opacidad inmune al aprendizaje. No es, desde luego, este camino el que seduce a la autora, para quien “analizar con plena conciencia, filosóficamente, lo que implica el dolor en la contemporaneidad –y en eso estarán de acuerdo Ende, Kafka, Baroja y Sotela– es nuestra posibilidad para entendernos, liberarnos, aprender de nosotros mismos y del mundo del otro”.
Tras esto, podemos comprender hasta qué punto el problema nietzscheano de la “cultura del futuro”, a pesar de sus limitaciones elitistas, como señala Arizmendi, no puede desligarse de un nuevo modelo cultural. O dicho de otro modo: cómo el fin de la filosofía tradicional y el agotamiento de sus conceptos ligados a la óptica rígida de la subjetividad ascético-idealista –un camino que ha conducido al nihilismo–, en lugar de abocar, en forma de clausura, a una óptica recelosa o cínica (resentimiento) frente a las promesas incumplidas (respecto a una subjetividad ya configurada: el fetichismo de la identidad), podía y debía despejar inéditos espacios de interrogación donde el acontecimiento subjetivo del nacer devenga fundamental y aparezca de un nuevo modo, más ligero, amable y jovial, orientando la “confianza” en el mundo y hacia la alteridad.
Si algún mérito tiene, y no hay solo uno, reside en su propuesta de actualizar, en un diálogo interdisciplinar con otros saberes, la tarea filosófica desde el ángulo de una gramática cultural interesada por el significado del dolor en nuestras sociedades contemporáneas, un diagnóstico que escapa tanto de la nostalgia trágica, a menudo una coartada elitista, como del presentismo acrítico y que, sin duda, pone la primera piedra de un programa de investigación futuro que, sin duda, dará no pocos frutos.
Introducción
El carácter de la sociedad modela hasta cierto punto la personalidad de los que sufren y determina así la forma en que experimentan sus propias dolencias y males físicos como dolor concreto […] El acto de sufrir el dolor siempre tiene una dimensión histórica.
Iván Illich. Némesis médicaEn el cuento “Las catacumbas de Misraim”, del escritor alemán Michael Ende (1994), Iwri es un ciudadano del pueblo de las sombras. Pero a diferencia de sus pares –que solo duermen–, una noche cualquiera Iwri comienza a tener misteriosos sueños sobre algo que lo hace sentir triste y alegre, y esperanzado: sueña con ventanas, aberturas a otro mundo aparte de esas lóbregas catacumbas en las que viven las sombras y que quizá puedan llevarlos a la libertad. Cuando Iwri se percata de la importancia de lo que sueña, intenta dibujar esas ventanas y mostrárselas a sus congéneres. Mas el resto de las sombras vive en la más absoluta pasividad, entre trabajos inútiles y mecánicas actividades, y no nota los penosos trazos que Iwri esboza en las paredes de las catacumbas.
Iwri no se desanima: luego de una larga búsqueda, descubre que las sombras ingieren sin saberlo una droga que las embota y aplaca, y con tal descubrimiento encuentra la manera de liberar a su gente:
—¿Y si el pueblo de las sombras –preguntó [Iwri] con voz ronca– no consumiera esa maldita droga...?
—Entonces –dijo el viejo casi sin voz– empezarían todos a sufrir horriblemente, porque recordarían. Solo así encontrarán el camino de salida de Misraim. Por eso debes hacerles sufrir, debes destruirlo todo. ¡Hazlo, y hazlo deprisa! (Ende 1994, 137)
El hallazgo de Iwri es contundente: la única manera de liberar a su pueblo es mediante el dolor: a través del sufrimiento vendrá el recuerdo y la conciencia. En la “felicidad” –ese estado de estupor y marcada pasividad– las sombras no se percatan de su esclavitud, del absurdo de su vida. Con el dolor, en cambio, su existencia se experimentaría como un insoportable martirio del cual es necesario liberarse. Iwri consigue entonces detener la droga que se les insufla a las sombras, y destruye con ello los sombríos planes de los victimarios. Muy pronto, el sufrimiento que ya no pueden paliar hace a las sombras reconocerse como prisioneras, y el enfermizo deseo de regresar a algo parecido a la tranquilidad decide su suerte al final de la historia.
En “Las catacumbas de Misraim”, Ende trae a colación una de las ideas más arraigadas a lo largo de la historia de la humanidad: que la experiencia dolorosa es aquello que enseña y da sentido a la vida, que profundiza y ofrece un nuevo valor de intensidad y lucidez a aquello que estamos viviendo. El dolor como una experiencia vital, de aprendizaje, de lucha, de conquista sobre uno mismo, lleva a una realidad más allá
de la inercia y la pasividad: he ahí para Iwri –y acaso para Michael Ende– el valor del sufrimiento.
Pero ¿significa lo mismo la experiencia dolorosa en nuestras sociedades contemporáneas?, ¿es que persiste en nuestra contemporaneidad este sentido didáctico, pedagógico, vital de la experiencia sufriente? No hace mucho tiempo era un lugar común pensar el sentido del dolor desde esta faceta formativa: Franz Kafka, a principios del siglo xx, enunciaba que el sufrimiento era un elemento positivo en este mundo, una suerte de travesía vital por la cual debíamos pasar todos y desde la cual podíamos aprender sobre nuestra propia humanidad. Así lo enuncia el escritor checo en sus Cuadernos en octavo:
Los sufrimientos que nos rodean también tenemos que sufrirlos nosotros. Cristo sufrió por la Humanidad, pero la Humanidad tiene que sufrir por Cristo. Todos nosotros tenemos, no un cuerpo, sino un crecimiento, y éste nos conduce a través de todos los dolores, sea en esta forma o en esta otra. Lo mismo que el niño que se va desarrollando a través de todos los estadios de la vida hasta la vejez y la muerte (y, en el fondo, cada estadio le parece al anterior, en el deseo o en el temor, inalcanzable), así también evolucionamos nosotros (vinculados a la Humanidad no menos profundamente que a nosotros mismos) a través de todos los sufrimientos de este mundo (Kafka 1990, 80).
En otro idioma, el castellano, el escritor donostiarra Pio Baroja pensaba de forma similar. Deudor de la filosofía schopenhaueriana, Baroja acometerá una tesis doctoral sobre el dolor. Más tarde, en una vasta trayectoria literaria, categorizará una y otra vez a la experiencia dolorosa como vía de conocimiento. Ya lo dice Baroja en su disertación doctoral:
Si nos fijamos en la fisonomía del hombre que sufre, veremos que a la que más se parece es a la fisonomía del hombre que piensa […] El dolor da la idea clara y distinta de lo que somos; si la cenestesia es un conocimiento de que vivimos, el dolor es el conocimiento consciente de la vida (Baroja 1896, 12).
Al igual que Kafka, Baroja propone una enseñanza que solo se da positivamente con la experiencia del dolor: la conciencia de que este mundo es brutal, un infierno en el que hemos venido a aprender el absurdo del que venimos y hacia el que vamos. El dolor, vaticina el escritor vasco, será el arma que nos enseñe a salir del lóbrego país de las catacumbas en el que yacemos. El dolor será la moneda de cambio para apostar o no por esta vida, una vez que hayamos entendido su misterioso valor.
Unos pocos años más tarde, en América, otro escritor haría una apología de la experiencia dolorosa: Rogelio Sotela, médico y literato costarricense, afirmaría que “el dolor sufrido y comprendido nos lleva a la serenidad, que es el camino de los dioses” (Sotela 1929, 17). Según Sotela, el dolor aúna la sutileza divina y la clarividencia humana: la experiencia sufriente bien vivida, a juicio del poeta, nos lleva a la enseñanza más alta, al camino de la introspección, a una forma de devoción y de trabajo. Sotela es aún más categórico cuando afirma que “Protágoras dio una clave feliz: ‘El hombre es la medida de las cosas’. Pero podría agregarse: ‘El dolor es la medida del hombre’”