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relaciones iglesia-estado Afrancesados y DoceaĂąistas

marĂ­a teresa regueiro garcĂ­a

tirant lo b anch Valencia, 2011


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© maría teresa regueiro garcía

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índice Prólogo...................................................................................

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Capítulo I AFRANCESADOS 1. PRECEDENTES HISTÓRICOS...................................... 2. 1808 Y LOS AFRANCESADOS........................................ 3. CONSTITUCIÓN DE BAYONA Y FACTOR RELIGIOSO..................................................................................... 4. DESAMORTIZACIÓN Y ABOLICIÓN DE órdenes RELIGIOSAS.................................................................... 4.1. Actitud obispos y clero............................................ 4.2. Supresión de conventos y desamortización........... 5. REPERCUSIONES SOBRE COMPETENCIAS Y JURISDICCIÓN Eclesiástica.............................................. 5.1. Abolición de la Inquisición..................................... 5.2. Dispensas matrimoniales y jurisdicción eclesiástica.............................................................................. 6. ORGANISMOS ADMINISTRATIVOS EN LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO............................................ 7. OTROS ASPECTOS DE LAS RELACIONES IGLESIAESTADO........................................................................... 8. APLICACIÓN DE LAS MEDIDAS Afrancesadas.... 9. INFLUENCIA DE LAS IDEAS Afrancesadas..........

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Capítulo II DOCEAÑISTAS 1. LOS DOCEAÑISTAS Y EL INICIO DE LA Contienda..................................................................................... 2. LAS CORTES DE CÁDIZ Y PARTICIPACIÓN DEL CLERO............................................................................. 2.1. Medidas fiscales....................................................... 2.2. Libertad de imprenta.............................................. 3. CONSTITUCIÓN DE 1812 Y RELACIONES IGLESIAESTADO........................................................................... 4. SUPRESIÓN DE LA Inquisición...............................

97 101 109 112 116 128


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índice

5. REFORMA DE LAS ÓRDENES RELIGIOSAS Y Desamortización............................................................ 6. EL PROBLEMA DE LAS DISPENSAS Y EL NOMBRAMIENTO DE Obispos................................................... 7. OTROS ASPECTOS DE LAS RELACIONES IGLESIAESTADO........................................................................... 8. Reaccionarios........................................................... 9. INFLUENCIA DE LAS IDEAS DOCEAÑISTAS EN LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO.................................. 10. AFRANCESADOS Y DOCEAÑISTAS.............................. Bibliografía.....................................................................

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PRÓLOGO La presente obra se enfrenta a un asunto que puede llamarse clásico en el estudio de la relación Iglesia-Estado. En efecto, es obligado partir de la historia constitucional si se quiere disponer de perspectiva suficiente en el análisis del sistema vigente de relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas. No vale para esto elegir más o menos aleatoriamente un hito constitucional, por más definitorio que pudiera ser para marcar las etapas bien diferenciadas, que las hay, en la evolución del problema. Así, sería perfectamente lícito contrastar el sistema de 1978 con las formulaciones de la Constitución republicana de 1931, que establece un modelo laico, híbrido del alemán y del francés, combinado con dosis de intervencionismo que acaban limitando el desenvolvimiento social del fenómeno religioso. Igualmente, sería posible tomar como punto de partida la primera referencia constitucional a la libertad religiosa que, como es sabido, aparece con una expresión pintoresca traída de los derechos reconocidos a los extranjeros en la Constitución “revolucionaria” de 1869 y que enlaza con la Iª República. O bien sería posible, acaso, situar la cesura en el régimen de “confesionalidad con tolerancia” que inicia la Constitución de la monarquía restaurada de 1876 y que impregna más tarde todo el sistema franquista relegando a un mero paréntesis la experiencia republicana. Este proceder, que es legítimo, no permitiría, sin embargo, extraer toda la riqueza de la historia constitucional española en la materia. Antes bien, es precisamente en el inicio del constitucionalismo español donde comienza el enfrentamiento dialéctico entre la tradición confesional que caracteriza a los países latinos en el An-


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tiguo Régimen y la irrupción de las nuevas ideas de la mano del liberalismo. En 1812 o, como bien aclara la autora, en la Constitución otorgada de Bayona, los primeros hitos constitucionales españoles, es donde radica el inicio de la historia torturada de la relación IglesiaEstado en España que, fuera de las veleidades regalistas que acompañaron a la monarquía absoluta, toma cuerpo con perspectiva moderna en la lucha de la libertad religiosa por encontrar un acomodo dentro de las libertades que, sin ella, irrumpen en España de la mano de nuestra gran Constitución liberal. Aquí está el núcleo del problema, porque Cádiz concentra la tensión entre liberalismo y Antiguo Régimen o entre clericalismo y secularización que va a impregnar todo el siglo XIX español dando lugar a la conocida “cuestión religiosa”. Este es el primer mérito de la obra de la Profesora REGUEIRO GARCÍA. Buena conocedora del sistema de relación Estado-confesiones religiosas en España, ha querido bucear en las raíces próximas del problema por medio de su estudio de esta primera fase, el origen constitucional en su perspectiva jurídica, directamente y sin préstamos que pudieran desdibujar el análisis. El resultado es excelente. Este planteamiento es tanto más importante cuanto que desde el campo del Derecho eclesiástico del Estado hemos de vencer la tentación de juzgar el todo por la parte. Y ello porque es tal la fuerza con que se pronuncia el artículo 12 de la Constitución de Cádiz, es tan potente la declaración de confesionalidad, que tiende a oscurecer la propia envergadura del conjunto de nuestra primera Constitución liberal. Es sabido que el citado precepto introduce, en contra de lo que pudiera esperarse visto desde hoy, una declaración confesional formal y expresa, valorativa o doctrinal (“la religión católica es la verdadera”) y excluyente del ejercicio de cualquier


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otra creencia. Tamaño planteamiento se rodea de una altisonante invocación en el Preámbulo y de disposiciones situadas en lugares paralelos del texto constitucional sobre el juramento del Rey, el Príncipe de Asturias, los Diputados o sobre la enseñanza en la escuela. Sin embargo, la propia Constitución, además de introducir limitaciones regalistas sobre la presentación de dignidades eclesiásticas o el “exequatur”, prevé la disolución del Tribunal de la Inquisición. Por otra parte, como destaca la autora con perspicacia, desde el mismo momento de su funcionamiento, las Cortes de Cádiz pusieron en marcha una especie de “programa de máximos” que dio como resultado la equiparación fiscal de la Iglesia con los demás grupos contribuyentes y la supresión de los señoríos eclesiásticos, igual que los civiles. Se ha dicho que el resultado de 1812, por lo que se refiere al asunto religioso, es producto de una transacción, que inaugura, entre transacciones y consensos, una forma de resolver algunos agudos problemas en nuestra historia constitucional. Pero hay más elementos, puestos de manifiesto por la doctrina y muy bien tratados en su conjunto en la obra de Mª Teresa REGUEIRO, que contribuyen a esclarecer la cuestión. El punto de partida para el problema es la íntima implicación entre Estado e Iglesia que caracteriza el Antiguo Régimen. En una circunstancia de guerra civil con las características de la de la Independencia, el recurso al hecho religioso como clave de identidad es un préstamo del sistema anterior que se utiliza como recurso de guerra. Como ha puesto de manifiesto ÁLVAREZ JUNCO, el clero tiene un papel importantísimo en el levantamiento, de modo que las cesiones de coyuntura tuvieron un tono operativo que pretendía salvar el texto global. De todo ello eran conscientes los liberales de Cádiz. ARGÜELLES llegó a manifestar “el profundo dolor” que para ellos supuso la aprobación del art. 12. LA PARRA avanza la idea según


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la cual la secularización de la sociedad no fue la prioridad de los constituyentes. El objetivo era culminar las reformas propuestas por los ilustrados que afectaban a la Iglesia como institución. El hecho religioso en sí y la identidad católica no fueron un problema, de modo que la libertad religiosa no fue la referencia principal de los constituyentes, para quienes era más importante garantizar el control eclesiástico que facilitar la libertad de cultos. Por eso “la Constitución sacraliza el catolicismo, pero seculariza el poder” (LA PARRA). El tratamiento de este conjunto de tensiones se recoge con especial acierto en la presente obra. Del juego combinado de las mismas se decantan, como sostiene la autora en la parte final, un conjunto de actuaciones reformistas que se manifiestan en la modificación del sistema fiscal, la supresión de conventos y las desamortizaciones que siguieron formando parte del programa de los liberales y que, iniciadas suavemente en Cádiz, “se aplicarán de modo más decidido en el trienio Liberal y se consolidarán algunas de ellas en la minoría de Isabel II”. La contraposición afrancesados-doceañistas que da título al trabajo pone sobre la pista, por otra parte, de una segunda línea de análisis, en mi criterio, especialmente esclarecedora. Y es que la conexión entre los apoyos de Napoleón y los liberales de Cádiz, que ya conoce la doctrina en términos más amplios, subsiste también en estas materias. La obra pone de manifiesto cómo las medidas de política religiosa adoptadas por José I siguen un planteamiento regalista y, al final, van dirigidas a dominar el clero o reaccionan contra las órdenes religiosas por su postura contraria a la invasión y a favor de la insurrección. La idea es integrar a la Iglesia en el sistema y controlar la institución, al igual que lo fue la pretensión fundamental de los doceañistas, ya sea por razón del estado


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de guerra, ya por razones de carácter ideológico. La autora llama la atención precisamente sobre esta semejanza y desde ahí sobre la evolución del bando absolutista, que pasa del rechazo a Napoleón a proyectar “una cierta sombra de herejía” sobre las Cortes de Cádiz a medida que van desarrollando su trabajo y que les equipara, en visión de aquéllos, a los amigos del francés. Ello no quita para que, habida cuenta de los resultados finales de Cádiz en la regulación de la relación Iglesia-Estado, el parecido de las dos Constituciones, 1808 y 1812, a salvo de lo que luego se dirá, sea esencial. El dato resulta de interés muy relevante en el análisis de la evolución del problema, porque pone de manifiesto el modo como vienen funcionando, y lo seguirán haciendo en el futuro, las raíces de la tradición confesional. Así, el primer artículo del texto de 1808 acoge la confesionalidad formal con declaración expresa de exclusión de la pluralidad de cultos. A tenor de la interpretación, que compartimos, sobre las razones del texto de Cádiz es, sin embargo, esclarecedora una divergencia a favor del carácter, a pesar de todo, más abierto del segundo. Como ha puesto de manifiesto PORTILLO VALDÉS, el art. 12 de Cádiz trata de trasladar a la Nación una seña de identidad, la unidad en el catolicismo, que hasta entonces correspondía a la monarquía. Más que una concesión al sector nacionalista, que sin duda lo es, la pretensión de fondo de la Constitución es aplicar a la Nación la idea de Soberanía, dotándola de esta seña de identidad. De ahí que Bayona refiera la religión “al Rey y a la Nación” y Cádiz sólo a la Nación, concepto que, aunque andando el tiempo se apropiarán de él los conservadores, funciona en este momento como una palanca movilizadora hacia los intereses generales, es decir, produce el salto desde la unión para la guerra contra el francés a la afirmación de la soberanía nacional (ÁLVAREZ JUNCO). Por eso necesita todos los apoyos, especialmente el apoyo legiti-


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mador de la tradición (léase: religión) sentida, además, por todo el pueblo. Para todas estas cuestiones resulta esclarecedora la madura monografía de Mª Teresa REGUEIRO. Pone luz en una etapa que está situada en el origen de uno de los problemas de fondo que afectan a la convivencia de los españoles. Se ha dicho que, junto con la cuestión militar y la cuestión territorial, la “cuestión religiosa” es uno de los campos en los que el enfrentamiento de los españoles entre sí ha provocado más problemas para la convivencia. Conviene por ello conocer la raíz de los problemas y las soluciones que para resolverlos se aplican en cada fase histórica y desde ópticas diversas. Esta obra es una excelente incursión en una etapa fundamental para el estudio de las relaciones entre el Estado y las iglesias y está llamada a cumplir la función de la buena doctrina en beneficio de todos los estudiosos del complejo modelo español de tratamiento del fenómeno religioso.

Gustavo Suárez Pertierra

Madrid, septiembre de 2011


Capítulo I

Afrancesados 1. PRECEDENTES HISTÓRICOS En el siglo XVIII, la difusión del regalismo supuso la continuación de la interferencia entre los poderes civil y eclesiástico, siendo una de sus manifestaciones, a partir de su segunda mitad, de la extensión, entre los círculos ilustrados, de la necesidad de superar, con intervención del poder real, muchos de los defectos que aquejaban a la Iglesia española1, que constituía uno de los elementos clave del Antiguo Régimen. Campomanes definió de modo claro esta actitud en su obra denominada “Juicio Imparcial”, publicada en 1768, al señalar que la Iglesia estaba bajo la protección del Rey, quien tenía la autoridad más completa para imponer su voluntad a la misma, incluso aunque actuase bajo la fórmula colegiada de Sínodos o Concilios. Los ilustrados señalaban entre los problemas más relevantes de la Iglesia española, la existencia de un clero excesivo en relación con el tamaño de la población, ya que en 1797 había 111.117 clérigos y frailes, con 24.007 religiosas2, por otra parte indicaban que estaba mal organizado y peor distribuido y se nutría principalmente de la pesada contribución del diezmo, que recaía en exclusiva sobre los campesinos. Además la Iglesia española era poseedora de numerosos bienes, cuya especial característica era que resultaban propiedad de “manos muertas”, dado que no podían trasmitirse y

1

J. Sarrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, Fondo de Cultura Económica, México,1974, págs. 627 a 707. 2 M. Revuelta González, La Iglesia Española en el siglo XIX. Desafíos y respuestas, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 2005, pág. 75.


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ser así puestas en circulación en el mercado. Esta situación era denunciada frecuentemente por los ilustrados en sus escritos, en los que exponían que era una Iglesia más desfasada que relajada; más que la corrupción del clero, criticaban su atraso y el predominio de las prácticas rutinarias3. A estas circunstancias había que añadir la presencia, más o menos tolerada, de las ideas de la Ilustración y de la Revolución francesa. En 1786 se celebró un Sínodo en Pistoya (Italia) que supuso la plasmación de las ideas jansenistas dentro de la Iglesia Católica. Entre estas ideas hay que destacar su afirmación de que el Papa era sólo un primus inter pares dentro de la Iglesia y que la autoridad de ésta debía quedar circunscrita exclusivamente a los asuntos espirituales. Junto con estas afirmaciones se proclamó la independencia de los obispos respecto a Roma y el papel preponderante de los párrocos dentro de la organización eclesial. Además se indicó que la regulación del matrimonio dependía de la autoridad civil y se señalaba la necesidad de que los regulares dependiesen de los obispos. Por último se hacía un cántico a la necesidad de convocar concilios nacionales que resolviesen los problemas religiosos y de costumbres a la par que se pedía la limitación de las manifestaciones religiosas externas4. El Papa Pío VI condenó las conclusiones de este Sínodo en la Bula “Auctorem fidei” en 1796, pero su influencia se extendió en años posteriores. Por otra parte debido a la Revolución francesa, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, habían sufrido modificaciones sustanciales en Francia: la Iglesia había dejado de ser el Primer Estado y los laicos podían gozar

3

M. Revuelta González, ob. cit., pág. 29. J. I. Saranyana, La eclesiología de la revolución en el Sínodo de Pistoya, Anuario de Historia de la Iglesia, Vol. 19, 2010, págs. 55-71.

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tranquilamente de las anteriormente extensas propiedades territoriales de la Iglesia, que fueron enajenadas como bienes nacionales. La cultura monástica había casi desaparecido. La tradición abogacil galicana, de celosa autonomía frente al papado, se había esfumado también junto con la monarquía y los parlements del Antiguo Régimen. La obediencia a Roma había sido prohibida y se había instaurado una nueva iglesia, que había originado un cisma entre sacerdotes juramentados (habían jurado la Constitución Civil del Clero) y refractarios, que permanecían fieles a Roma. Esta Constitución Civil del Clero fue aprobada por la Asamblea Constituyente el 12 de julio de 1790 y ratificada por Luis XVI el 24 de agosto del mismo año y resultaba de gran amplitud, ya que comprendía 428 artículos. Su influencia sobre eclesiásticos y políticos fue muy notable, dando lugar a grandes controversias, no sólo en la Iglesia francesa, como acabamos de indicar, sino en el conjunto de la Iglesia Católica. En los años previos a la invasión francesa de 1808, últimos del reinado de Carlos IV, la situación de la Iglesia y sus relaciones con el poder tuvieron una incidencia relevante en la situación política de España5. Vamos a exponerlas brevemente a continuación, para que sirvan de marco a las actuaciones de los afrancesados y doceañistas, en relación con la religión y la Iglesia, que más adelante se desarrollarán, pero conviene volver a recalcar que en esta época, la Iglesia había logrado atesorar en España una gran riqueza, que se ha estimado entre la quinta y la sexta parte de los ingresos totales6. Durante el periodo de guerra entre España y la Convención (1793-1795), la Iglesia española llevó a cabo una 5

R. Herr, España y la revolución del siglo XVIII, Aguilar, Madrid, 1971, pág. 335. 6 P. Vilar, Estructures de la societat espanyola cap al 1759, Zeus, Bacelona,1970, pág. 13.


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decidida propaganda antirrevolucionaria, señalando al país vecino como el origen de todos los males y de la persecución que en el mismo había padecido. La represión gubernamental contra todos los perturbadores se ayudó tanto de la Iglesia en general como de sus instituciones en particular, como es el caso de la Inquisición7. Además de esta labor represora, el clero afirmó la legitimidad de la cruzada8 contra todo lo antirreligioso francés, y se comprometió, hasta el punto de señalar que su actuación no debía limitarse sólo a las rogativas, sino que debía actuar políticamente e incluso militarmente, a lo que ayudaron las violencias antirreligiosas cometidas por los soldados de la Revolución en las provincias españolas invadidas. El propio arzobispo de Valencia proclamó que era “una guerra de religión, guerra santa, justísima”. En este sentido, el beato Diego de Cádiz escribió su obra titulada “Soldado católico en la guerra de Religión”, identificando Iglesia y religión con Estado y patria. Todo ello constituye un claro precedente de la actuación que mezclaba religión y política durante la Guerra de la Independencia9. La Iglesia española a finales del siglo XVIII se encontraba dividida en dos sectores: el primero seguidor de las ideas de las Luces y denominado incorrectamente jansenista, ya que no se distinguía por su seguimiento estricto de las doctrinas de Jansenio, sino por su defensa del

7

A. Elorza, El temido árbol de la libertad, en España y la Revolución Francesa ed. de Jean-René Aymes, Crítica, Barcelona, 1989, págs. 82 y 83. 8 J. R. Aymes, La “Guerra Gran” (1793-1795) como prefiguración de la “Guerra del francés”(1808-1814). Propaganda y contrapropaganda en España durante la Revolución Francesa, en España y la Revolución Francesa ed. de Jean-René Aymes. Crítica, Barcelona,1989, pág. 333. 9 L. Dumergue, Propaganda y contrapropaganda en España durante la Revolución Francesa, en España y la Revolución Francesa ed. de Jean-René Aymes, Crítica, Barcelona, 1989, pág. 164.


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regalismo en la línea de Febronio, y el segundo estaba constituido por los ultramontanos, decididos partidarios de la obediencia a ultranza al Sumo Pontífice e ideológicamente contrarios a la Ilustración. Además estas dos tendencias tenían también su expresión en el papel que se asignaba a los obispos: los primeros eran seguidores de las ideas episcopalistas, hacían una defensa cerrada de la institución divina de los mismos y de su plena jurisdicción, quedando el Papa como un primus inter pares; los segundos los situaban como simples delegados pontificios. Si bien para algunos ilustrados el episcopalismo era una posibilidad de reforma de la Iglesia, para gran parte de los políticos constituía un arma de control de la Iglesia nacional y freno frente a Roma10, de modo que quedaban sujetos al control y autoridad del Rey. En este sentido, Urquijo trató de hacer en 1790 una gestión con la corte papal a fin de que se restituyeran a los obispos las antiguas facultades, absorbidas por la misma, e igual actitud se repitió en 1796 ante la amenaza contra el Papa por parte de la República Francesa. Estas tendencias se mezclaron con las existentes en la corte: los golillas y los aristócratas. No debe olvidarse que dado el amplio poder de la Iglesia en el Antiguo Régimen, su apoyo a un determinado grupo tenía una enorme incidencia en las decisiones políticas. También hay que destacar que la ayuda de Francia, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, a cualquiera de estos grupos influía en su encumbramiento u ostracismo. A estos apoyos e injerencias, junto con la situación especialmente delicada de la Santa Sede, vamos a dedicar los siguientes párrafos. Podemos señalar que hasta el año 1800, predominó en la corte de Carlos IV la corriente jansenista, que 10

M. Barrio Gozalo, Madrid y Roma en la segunda mitad del siglo XVIII. La lucha contra las “usurpaciones romanas”, Revista de Historia Moderna, nº 16, Madrid, 1977, pág. 78.


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apoyada por los ilustrados, pretendía una mayor independencia de los obispos españoles frente a Roma, una disminución de los envíos económicos a la misma y un mayor control estatal sobre la Inquisición y órdenes religiosas, debido a que éstas se encontraban inmersas en una notable crisis con relajación de sus costumbres y numerosas disensiones internas. A estas ideas hay que añadir sus deseos de reforzar la supremacía del poder del Rey sobre una Iglesia nacional. La paz firmada por Godoy en 1795 con la República Francesa, Tratado de San Ildefonso, que selló la alianza con la misma, y varias medidas internas favorecedoras de los jansenistas como la solicitud, que hemos mencionado, a Pío VI de mayores poderes para los obispos, además de un tímido intento de propuesta de reforma de la Inquisición, apoyada por obispos como Tavira, intelectuales como Jovellanos y políticos como Urquijo, le granjearon la enemiga de los ultramontanos11, quienes se apoyaban en los españoles más tradicionalistas. La política de Godoy en estas fechas era la de un acendrado regalista, que más que interesarse por la reforma de la Iglesia para lograr su mejora, pretendía que se subordinase a los intereses de la Monarquía, de modo que constituía una pieza más en el interés de incrementar el poder absoluto del Rey12. Como era de esperar, el sector ultramontano era un decidido enemigo de la Francia revolucionaria por las medidas antirreligiosas que había adoptado; por otra parte, en 1798 el Gobierno español realizó una pequeña desamortización con las ventas de determinados bienes, a fin de aliviar la catastrófica situación del erario

11

R. Olaechea, Las relaciones hispano-romanas en la segunda mitad del siglo XVIII, Institución Fernando El Católico, Zaragoza, 1965, pág. 472. 12 E. La Parra López, Manuel Godoy. La aventura del poder, Tusquets, Barcelona, 2005, págs. 186 y 194.


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público13. Estas ventas fueron producto de las actuaciones políticas de Godoy, Saavedra y Jovellanos, quienes no dudaban en criticar la vinculación y amortización de la propiedad inmobiliaria14. Como consecuencia de todo ello, el 19 de septiembre de 1798 se publicaron una serie de Reales Decretos en los que se ordenaba la venta de bienes inmobiliarios de fundaciones laicas, piadosas y benéficas, hospitales, hospicios, obras pías, capellanías y cofradías. Es muy importante destacar que la Monarquía consideraba todas estas fundaciones como instituciones públicas no dependientes de la Iglesia, por lo que no se pidió autorización al Papa para su enajenación. A cambio de esta venta, las instituciones cuyos bienes se desamortizaban recibían un interés anual. A estos bienes se añadieron las propiedades de los extintos jesuitas que aún no habían recibido un determinado fin. Estas medidas tenían un componente total y exclusivamente fiscal, sin ningún atisbo de anticlericalismo, y trataban de reforzar el crédito de los vales reales en una situación especialmente apurada de la Hacienda real, por lo que las ventas se iniciaron antes de acabar el año 179815. Con fecha 31 de marzo de 1797, Godoy presentó ante el Consejo de Estado su plan de reformas en el que recogía la necesidad de reducción de clérigos, mejora de su formación, sujeción de los regulares a los obispos16, etc., todo en la línea mencionada de fundamentaciones 13

R. Herr, La Hacienda real y los cambios rurales en la España de finales del Antiguo Régimen, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1991. 14 M. Friera Álvarez, La desamortización de la propiedad de la tierra en el tránsito del antiguo régimen al liberalismo, Fundación Foro Jovellanos y Caja Rural de Asturias, Gijón, 2007, pág. 79. 15 R. Herr, Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen: crisis fiscal y desamortización bajo Carlos IV, Moneda y Crédito, nº 118, Madrid, 1971, pág. 49. 16 E. La Parra López, Manuel Godoy…, págs. 194 y 195.


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políticas y no religiosas, siguiendo las doctrinas ilustradas manifestadas a lo largo de todo el siglo. En marzo de 1798, el citado Godoy, ante las presiones francesas, cedió el poder a Saavedra, quien por razones de salud lo traspasó a Urquijo. Este realizó una política de claro signo reformista destinada a modernizar la monarquía y que tuvo el apoyo del Directorio17. Fue en este momento cuando la corriente jansenista trató de alcanzar sus mayores triunfos: proyectos de reforma de la Inquisición18, concesión de dispensas matrimoniales por los obispos y traslación a éstos de todos los derechos que no fueran esenciales del papado19, reducción de las atribuciones del Nuncio tanto en su faceta de presidente de la Rota como en la vigilancia de regulares, aplicación de la desamortización, exigencia de un préstamo forzoso al clero, etc., que pudieron dar lugar, si se hubiesen desarrollado, a la creación de una Iglesia española menos dependiente de Roma. En este punto hay que destacar el Decreto de Urquijo de 1799, referente a dispensas matrimoniales, que más adelante analizaremos, inspirado, entre otros, por el canónigo Espiga, quien habría de tener una importante intervención en la supresión de la Inquisición realizada por las Cortes de Cádiz. Además en ese momento Gregoire, el destacado obispo constitucional francés, se dirigió a sus colegas españoles solicitándoles, mediante una carta de amplia difusión, su actuación para lograr la supresión de la Inquisición y la reclamación de las reservas pontificias.

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E. La Parra López, La crisis política de 1799, Revista de Historia Moderna, nº 8 y 9, Alicante, 1990, págs. 229 y 230. 18 R. Herr, España y la revolución…, pág. 335. 19 T. Egido, Regalismo y relaciones Iglesia-Estado en el siglo XVIII, en Historia de la Iglesia en España (dir. R. García-Villoslada), Tomo IV, La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1979, pág. 216.


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Sin embargo, nuevamente un cambio político en Francia y en sus relaciones con la Santa Sede modificó la situación política en España. El 18 Brumario de 1800 se produjo el ascenso de Napoleón al poder como Cónsul tras eliminar el Directorio. El 5 de junio de 1800, en un famoso discurso en Milán20, inició su aproximación a la Iglesia Católica y más concretamente al Papa Pío VII, que se plasmó en el Concordato de 1801. Como consecuencia de la alianza circunstancial de ultramontanos, Godoy y Francia, Urquijo perdió el poder a finales de 1800. En ese momento se inició la persecución de los jansenistas, siendo uno de sus mayores exponentes el caso de la condesa de Montijo, en cuyo cenáculo se impulsaba este grupo, e igual suerte corrieron Jovellanos y los futuros afrancesados Urquijo y el canónigo Llorente, además se autorizó la publicación en España de la Bula “Auctorem fidei”, condenatoria de las proposiciones jansenistas de Pistoya. La Santa Sede trató de mantener buenas relaciones con Carlos IV, a lo que contribuyó el nombramiento de Luis María de Borbón, primo del Rey, como cardenal y Primado, quien tendría una destacada actuación política en años sucesivos. La reforma de las órdenes religiosas fue abordada por los ilustrados de una manera teórica, indicando la excesiva cantidad de los mismos, la falta de utilidad social, la desigual distribución geográfica, la relajación moral de algunos conventos y la enorme cantidad de propiedades, muchas de ellas mal aprovechadas, y en este sentido se tomaron algunas medidas por Campomanes. De igual modo en la “Instrucción Reservada” de Floridablanca se hacía hincapié en la necesidad de que quedasen sujetas a superiores españoles. Como las órdenes dependían de Roma, la solución que buscó la Corona fue mediante un 20

A. M. Moral Roncal, Pío VII frente a Napoleón, Sílex, Madrid, 2007, pág. 77.


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