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A Sangre Fría

Prólogo

de poca monta que soñaba con dar el gran golpe. El golpe que permitiría a Perry cumplir su sueño: ir a México en busca de los tesoros escondidos de los españoles..., el sueño que le había dejado como única herencia su padre, Lobo solitario. Éste es el destino que elude Capote, o quizá, más exactamente, el destino que reprimía dentro de sí mismo, dejándose arrastrar a las interminables fiestas y cócteles del Nueva York glamuroso, donde indefectiblemente actuaba como el gran “clown” de la reunión... que luego abandonaba siempre borracho. Perry, no. Perry lo cumplió hasta el fin. Odiaba y despreciaba la otra América como un todo, como un enemigo sin rostro; eran “ellos” y ansiaban seguir jodiéndolo, encarcelarlo, suprimirlo, eliminarlo. ¿Por qué debía sentir ninguna compasión por ellos? Siempre tenían dinero, él nunca. A ellos no les dolían las piernas, como a él, siempre. “Ellos” lo tenían todo: el dinero, la religión, la ley, el Estado... A él lo habían apaleado las monjas, se le negó hasta el oro de Alaska, lo perseguía la policía..., lo acabaron colgando de una cuerda “a sangre fría”. Cuando la noche del 14 de noviembre de 1959 cortó la garganta de Herb Clutter con un cuchillo lo hizo después de pensar que era un

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hombre amable y considerado. Poco antes le había puesto una almohada a su hijo para que estuviera más cómodo. Luego les disparó un tiro a cada uno en la cabeza “a sangre fría”. Los mató a los dos aquella noche (y luego a aquellas dos mujeres indefensas) —concluye Capote—, no porque fueran los Clutter, sino porque eran “ellos”. Tenían que morir. No fueron pocos los que tras la lectura de A sangre fría pensaron que Capote jugaba a un juego muy peligroso: “explicar”, “intentar comprender”, casi “justificar” aquel horrible crimen. A Truman Capote nunca le faltaron detractores. Pero esa es, obviamente, una interpretación errada. A Truman Capote lo que realmente le importaba era describir, en un caso manifiesto, perfecto, casi de laboratorio, de una pureza extrema, el encontronazo brutal de aquellas dos Américas antagónicas que, por un absoluto azar, se dieron cita la noche del 14 de noviembre de 1959 en una granja de la pequeña localidad de Holcomb, Kansas. El 16 de noviembre Truman Capote leyó en el New York Times una simple reseña de aquel hecho: seis años más tarde, después de un trabajo obsesivo, desquiciante, exhaustivo, finalizó A sangre fría. El impacto del libro en su vida fue demoledor.


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