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La liturgia como centro de la vida cristiana

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A los amigos, promotores y patrocinadores de la FundaciĂłn ÂŤCardenal Walter KasperÂť, con profunda y permanente gratitud.

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1. Tiempos sagrados - lugares sagrados - signos sagrados en un mundo mundanizado CARDENAL WALTER KASPER 1 II III IV V VI 2. La liturgia de la Iglesia como fiesta de la fe viva CARDENAL KURT KOCH 1. Fiesta litúrgica de la plenitud de vida del Dios trino 1.1. La gratitud como fundamento vital de la liturgia 1.2. Fundamento festivo del agradecimiento 1.3. La liturgia cósmica de la eucaristía 1.4. Celebración de la presencia epiclética del Resucitado 1.5. Liturgia catabática y liturgia anabática 1.6. Comunicación litúrgica entre Dios y el hombre 2. La liturgia como acontecimiento eclesial 2.1. Liturgia e Iglesia 2.2. La liturgia como realización del ministerio sacerdotal de Cristo y de su cuerpo 3. Necesidad de un nuevo movimiento litúrgico 3.1. Reforma de la reforma de la liturgia 13


3.2. El culto en una nueva situación catecumenal 3.3. El triple acorde de la vida eclesial 3.4. La liturgia como celebración y vida 3. Celebrar la eucaristía con provecho espiritual GEORGE AUGUSTIN 1. Eucaristía: la salvación en su plenitud 2. La presencia real de Cristo en la eucaristía 3. La entrega de la vida de Jesús y su actualización 4. La celebración de la eucaristía como adoración de Dios 5. La concelebración activa como nuestra entrega a Dios 6. La comunión como encuentro con Dios 7. La misión eucarística para el seguimiento de Cristo 8. El sabor anticipado de la plenitud celeste 4. Mysterium paschale. Concepto clave de la renovación teológico-litúrgica WINFRIED HAUNERLAND 1. El discurso conciliar del mysterium paschale 2. Las raíces del discurso sobre el mysterium paschale 2.1. Sobre la historia de la redacción de la Constitución sobre la sagrada liturgia 2.2. Odo Casel y su teología de los misterios 3. Consecuencias del discurso sobre el mysterium paschale 4. Sobre la (in)actualidad del discurso acerca del misterio pascual 5. Liturgia: la forma estética de la Iglesia entre ser y devenir. Observaciones a los recientes esquemas de una teología de la liturgia

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ALBERT GERHARDS 1. Liturgia y teología 2. Joseph Ratzinger - El espíritu de la liturgia --- -- ------------------- 2.1. Hacia una definición de la esencia de la liturgia cristiana: adoración cósmica 2.2 Las dimensiones de espacio y tiempo 2.3. Las artes y la liturgia 2.4. Forma litúrgica 3. Walter Kasper - Aspectos de una teología de la liturgia 3.1. La celebración del sábado 3.2. El misterio pascual 3.3. La liturgia como glorificación de Dios 3.4. Fundamentación eclesiológica 3.5. El éthos de la liturgia 4. Observaciones desde la perspectiva de una ciencia de la liturgia: teología práctica 5. Observación final

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LA liturgia es la pieza nuclear de la vida y de la misión de la Iglesia. La Iglesia celebra la liturgia para glorificación de Dios y santificación de los hombres. La liturgia, considerada en su conjunto, mantiene unida y cohesionada la vida cristiana. Es la culminación de la fe cristiana y la fuente de energía para su práctica. En la alabanza a Dios experimentan los hombres la salvación y el poder de configuración de la vida. La liturgia fortalece a los hombres en un sentido integral en su fe y les ayuda a superar, con el poder de Dios, sus problemas en la vida. La liturgia, como actuación de Cristo en y a través de la Iglesia, es acción sacra en un sentido eminente. Su eficacia no admite, por tanto, comparación, ni cuantitativa ni cualitativa, con ninguna otra acción de la Iglesia. Y así, la liturgia constituye el centro y el corazón de las tres grandes realizaciones de la Iglesia. Por esta razón, la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la liturgia del concilio Vaticano II designa a la liturgia como el punto culminante al que tienden las acciones de la Iglesia y, al mismo tiempo, como fuente de la que brota toda su fuerza. Hoy día somos conscientes de la necesidad y de las dificultades de una renovada reforma litúrgica. Una reforma litúrgica solo puede alcanzar éxito si tiene como punto de partida la concepción eclesial de la liturgia. En toda reforma se trata, en efecto, de la profundización espiritual en el misterio de la fe y de la revitalización de la liturgia. Constituye una tarea permanente descubrir a todos los fieles la excelencia, la belleza y la profundidad espiritual de la liturgia para hacer posible una participación activa y saludable de todos. Es bien sabido que la búsqueda del camino adecuado para la renovación de la liturgia excita los espíritus. Por eso tiene una importancia irrenunciable reflexionar, desde un plano teológico y espiritual, acerca de las cuestiones centrales de la liturgia de la Iglesia, situar las discusiones actuales sobre la reforma de la liturgia en el marco de la tradición viva de la Iglesia y buscar caminos para la renovación, la vivificación y el ahondamiento de la liturgia. Es presupuesto básico para una auténtica renovación y profundización litúrgica que no perdamos nunca de vista el sentido y la finalidad de la liturgia. Solo llega a captarse la esencia de la liturgia si es entendida como realización del ministerio sacerdotal de Cristo, tal como nos enseña el concilio Vaticano II. La actuación sacerdotal tiene aquí una función de mediación: catabática de Dios a los hombres, y anabática de los hombres a 17


Dios. Y así, en la liturgia están indisolublemente unidas la glorificación de Dios y la santificación de los hombres. En virtud de la gracia antecedente de Dios, quedamos capacitados para participar en la acción sacerdotal de Cristo, para dar a Dios Padre, con él y en él, en el Espíritu Santo, la veneración perfecta y glorificar así a Dios. En la liturgia entramos en la vida trinitaria de Dios. Al glorificar a Dios y adorarle, recibimos el don de la salvación. La renovación de la liturgia no puede consistir en una ruptura con la tradición, sino solo en una renovación desde el espíritu de esta misma liturgia y de su tradición, que es una tradición viva. En virtud de esta renovación, puede la liturgia ser realmente el corazón de la Iglesia y el punto culminante de su actuación y, a la vez, la fuente de su fuerza. La renovación de la liturgia y una nueva cultura litúrgica deben proceder, por tanto, de una reflexión teológica sobre el espíritu y el sentido de la liturgia y acontecer en un enfrentamiento crítico y a la vez constructivo con el espíritu del tiempo. Esta renovación litúrgica capacitará a los hombres para la liturgia y los ayudará a experimentarla como lugar del encuentro con Dios y a participar activamente y con gozo en ella. Ante los debates actualmente mantenidos en torno a la liturgia, los autores de este libro ofrecen impulsos teológicos y pastorales para comprender el sentido más profundo de la liturgia de la Iglesia. Llevan, a partir de diferentes perspectivas, al centro de las celebraciones cúlticas. Junto a los autores de las diversas colaboraciones, expresamos nuestra gratitud al Dr. Ingo Proft y a Stefan Ley por su asesoramiento en la revisión del manuscrito. Nuestro agradecimiento se extiende igualmente al Dr. Bruno Steimer, por su excelente colaboración editorial. Ponemos gustosamente en manos del público este escrito, con la esperanza de prestar un servicio al centro de la fe y de la Iglesia. Roma y Stuttgart, en la fiesta de la Epifanía del Señor de 2012 Cardenal Kurt Koch / George Augustin

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CARDENAL WALTER KASPER

-IEN mi época de bachiller, en un tiempo, pues, en el que toda persona, en su plena juventud, busca orientación personal y autónoma en la vida, tuvo para mí mucha importancia el libro de Romano Guardini Los signos sagrados'. Lo leía una y otra vez; formaba parte de mi formación litúrgica básica. Es uno de los textos que abrió, no solo a mí, sino a toda la generación anterior y a la mía propia, el mundo de la liturgia como centro de la vida cristiana. En el movimiento litúrgico había algo más que simples reformas litúrgicas. Con el fin de la Primera Guerra Mundial había llegado a su término la época burguesa. El movimiento juvenil corporativo buscaba, más allá de la renovación litúrgica, una renovación cultural total. El movimiento fue radicalmente truncado por el nacionalsocialismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, vivió un breve tiempo de nuevo florecimiento, pero fue rápidamente diluido por otras evoluciones que Guardini contemplaba con ojos críticos en El fin de la modernidad. Clari vidente como era, advertía cómo se anunciaba una forma de vida no cristiana, anticristiana incluso, y un nuevo paganismo. Pero, ¿es en realidad un nuevo paganismo? Porque los paganos no eran ni son hombres sin religión; los paganos conocen tiempos sagrados, lugares sagrados y signos sagrados. Martin Heidegger expresa lo nuevo de los nuevos tiempos en conexión con una sentencia de Húlderlin acerca de la falta de nombres sacros y de la ausencia de Diosa. Lo que Heidegger quería manifestar fue descrito en las décadas de 1960 y 1970 con la menos poética y diferentemente interpretada palabra «secularización»4. Quiere decirse: el mundo se ha mundanizado. La religión puede desempeñar todavía algún papel en el ámbito privado y personal, pero no hay ningún espacio para lo sacro en el ámbito 20


público. Los signos sagrados, los lugares sagrados y los tiempos sagrados han perdido su función unificadora y, en este sentido, vinculante para todos. En tiempos recientes se está intentando a menudo desterrar por completo de la escena pública los signos sagrados y además, y de paradójica manera, en nombre de la tolerancia. Hay aquí una nueva y excitante situación. Lo sacro, en efecto, y la diferencia entre sagrado y profano, es algo que forma parte de los fundamentos de la historia universal de la humanidad y de la cultura. Me remitiré aquí a tan solo dos conocidos científicos de las religiones: Émile Durkheim5 y Mircea Eliade. Este segundo escribe: «Todas las definiciones hasta ahora dadas del fenómeno "religión" revelan un elemento común; todas y cada una de ellas contraponen de alguna manera lo sagrado y la vida religiosa a lo profano y la vida mundana»6. Lo sacro es el espacio de limitado frente a lo profano; lo profano es lo que se encuentra delante del fanum, delante del santuario. También el lenguaje bíblico conoce esta distinción. En efecto, la palabra bíblica para sacro (hebreo: vados, griego: témenos, latín: sanctus) se deriva de la raíz «poner aparte, delimitar y separar del conjunto»'. Cuando lo sacro y lo profano están tan relacionados entre sí, la pérdida de lo sacro significa también la pérdida de lo profano. No hay ya ningún espacio profano delante del fanum, del santuario, ningún espacio de lo sacro delimitado frente a lo profano. No se puede olvidar, reprimir, suprimir, negar, cuestionar, combatir lo sacro y conservar lo profano, lo que está delante del santuario. Ambos espacios han desaparecido. No se puede simplemente zarandear un protofenómeno como lo sacro y dejar en su anterior estado todo lo demás. Se mantiene viva la conciencia de lo que falta8. En su célebre libro Lo santo9, publicado ya en 1917 y numerosas veces reeditado, Rudolf Otto ha descrito lo sacro como armonía del contraste, como mysterium tremendum et fascinosum, como algo, pues, que estremece por su excelsitud, a cuyo encuentro solo se puede salir con temor reverencial y que, sin embargo, por ser enteramente distinto y admirable, fascina, atrae y cautiva. Estas dos cosas, el temor reverencial ante algo que es sacro, que es inaccesible e intocable, y lo fascinosum de lo admirable, no existen ya hoy para muchos. Nuestro mundo está, según una célebre sentencia de Max Weber, desencantado'°. Se ha hecho más objetivo, más sobrio, a menudo también trivial y banal. Cuando la distinción entre sacro y profano falta, entonces todo es indiferente, uniformemente monótono, gris sobre gris. Don de antes había trascendencia en otro universo misterioso, maravillosamente divino, ha penetrado a menudo el gran bostezo, y donde hubo dioses, retorna una y otra vez la angustia frente a fantasmas merodeadores siempre nuevos" 21


La consecuencia puede ser lo que Jean Paul Sartre ha descrito como La Nausée'2, la náusea: ante la experiencia de la falta de sentido y de la contingencia de la existencia, que ahora es experimentada como simple encadenamiento de circunstancias extrínsecas, pero sin ninguna lógica interna y ningún sentido, Sartre hace decir a su personaje principal: «Yo no tenía ningún derecho a existir. Aparecí casualmente, existía como una piedra, como una planta, un microbio. Mi vida proliferaba sin orden ni concierto y en todas las direcciones. A veces me llegaban señales confusas y luego me sentía de nuevo como un zumbido sin significado». Esta es también la experiencia existencial de muchos jóvenes de nuestros días. Son muchos los que intentan evadirse del hastío a través de las drogas, del sexo, de la huida a cambios siempre nuevos, a eventos y emociones fuertes siempre nuevos. No hay ninguna salida, al menos ninguna buena. Y queda todavía otra cosa. Tras la pérdida de lo sacro, flota una cierta nostalgia y melancolía, el sentimiento de que algo falta. Este interés permanente puede expresarse en atracción por lo exótico y cualquier visita a una librería un tanto especializada indica que esta atracción es actualmente grande. En muchos jóvenes se trata de mundos fantásticos como el de Harry Potter, donde hechiceros, brujas y seres mágicos están de pronto nuevamente aquí. En un nivel más elevado, el arte sustituye a la religión. No las iglesias: los museos son los nuevos templos. También este es un fenómeno difundido entre los jóvenes que da motivos de reflexión. Va en aumento, por lo demás, en muchos la conciencia de lo que falta, y hay más personas de las que imaginamos que se en cuentran en el peldaño de la búsqueda, en camino hacia los lugares y los tiempos sacros. Son rastreadores y peregrinos, a menudo a un mismo tiempo atraídos y repelidos, como corresponde al fenómeno de lo sacro. Muchos de ellos no han traspasado todavía el umbral de la Iglesia; les resulta demasiado alto; otros se sienten poco acogidos o incluso rechazados. Se encuentran, por así decirlo, en el atrio de los gentiles. Este atrio de los gentiles existía de hecho en el recinto del templo de Jerusalén. Estaba rodeado de una espléndida columnata, pero al mismo tiempo aislado, por un muro de piedra, del interior del templo, al que solo los judíos tenían acceso. A los demás les estaba prohibido, bajo amenaza de pena de muerte. La buena noticia en el Nuevo Testamento es que este muro separador ha sido demolido por la cruz de Cristo. Todos tienen ahora acceso al santuario, todos son conciudadanos de los santos y familiares de Dios (c£ Ef 2,14.19). Incluso el velo ante el Santísimo se desgarró de arriba abajo por la muerte de Cristo (cf. Mc 15,38). 22


Todo esto ha sido ya interpretado en el sentido de que ha quedado suprimida la diferencia entre lo sacro y lo profano. Pero precisamente la Carta a los Efesios, que con tanta claridad afirma que han caído los muros, habla, con no menor claridad, del signo sacro básico, a saber, del bautismo por el agua en virtud del cual somos purificados y santificados de modo que tenemos acceso al Dios Santo (c£ Ef 5,26). No se puede, pues, trotar indistintamente, tampoco según la Carta a los Efesios, desde el ámbito del mundo al mundo de lo sacro. Se necesita purificación y santificación. Los primeros cristianos se entendieron a sí mismos, por consiguiente, como los santos, es decir, los santificados, como los elegidos, y como el pueblo propiedad especial de Dios (cf. 1 Pe 2,9). No ha sido, pues, eliminada en el Nuevo Testamento la diferencia entre sacro y profano, pero sí ha recibido una nueva definición. También en el Nuevo Testamento se da lo que más tarde se llamaron sacramentos, es decir, acciones simbólicas eminentemente sacras, especialmente el bautismo y la cena del Señor. Deberemos, pues, en las líneas que siguen, formularnos preguntas a partir de esta nueva definición de la relación entre sagrado y profano, y de la concepción bíblica neotestamentaria de signos sacros, lugares sacros y tiempos sacros. Lo hacemos también movidos por el interés de mostrar, a quienes se encuentran en el atrio de los gentiles, una vía de acceso, y pienso que, en cierto modo, todos nos hallamos un poco dentro de este espacio. -IILa teología protestante liberal del siglo XIX se guiaba en cierto modo, si se permite recurrir a esta expresión, por la nariz. Olfateaba las nuevas situaciones. Pero no intentaba introducir cambios de rumbo, ni abrir nuevas vías de acceso, sino que emprendió, por así decirlo, una huida hacia delante. Tomando como punto de partida la filosofía de la religión de Kant, interpretaba la Sagrada Escritura en un sentido ético, es decir, como realización práctica de un ideal de la vida en la actividad laboral regular de la vocación ética. El representante clásico de la teología liberal, Adolf von Harnack, afirmó en sus lecciones sobre La esencia del cristianismo, que dictó exactamente en 1900, que el cristianismo no es una religión, que en él no se da nada de estatutario y particularista. Por eso rechazaba todo el ordenamiento cultual transmitido y todo ritualismo. Según él, el cristianismo no conoce ningún culto específico y la Reforma habría estado acertada al rechazar todo el sacramentalismo católico13. En el evangelio solo se trata «de Dios y del alma, del alma y de Dios» 14. Una religiosidad, pues, interiorizada, individualizada, de carácter auténticamente burgués.

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Ideas parecidas encontramos en el siglo XX en la teología de la desmitologización de Rudolf Bultmann y en la interpretación existencialista. Es característico, por ejemplo, el artículo «El culto en la vida cotidiana del mundo» de Ernst K semann. Según él, el témenos cultual ha sido básicamente abandonado y la diferencia entre sacro y profano ha quedado superada en el cristianismo. La culminación dialéctica dice: «Es tan exiguo el espacio que queda para el pensamiento cúltico que el empleo de terminología cultual se ha convertido paradójicamente en medio para poner en claro la profundidad de los cambios. En el tiempo escatológico ya nada es profano... y por eso mismo nada es santo, en el sentido cúltico, fuera de la comunidad de los santos y de su entrega al servicio del Señor, a quien pertenece el mundo en todos sus ámbitos»15. En su comentario a la Carta a los Romanos, K semann define el culto como «entrega de la existencia corporal en el espacio de lo de otro modo llamado profano y, como permanentemente exigido, en la cotidianidad del mundo, donde cada cristiano es a la vez víctima y sacerdote»` A diferencia de Harnack, K semann entiende el culto en la vida cotidiana del mundo no en un sentido burgués, como cumplimiento regular y diario de un deber, ni tampoco en sentido conformista, como piedad estatal, sino, de una forma acentuada, como políticamente inconformista. Pero ambos tienen en común una puntada no católica, por no decir anticatólica. En K semann se expresa en la muy discutida teoría del catolicismo temprano en el Nuevo Testamento. También Gerhard Ebeling, a quien, como luterano al antiguo estilo, este inconformismo político le resultaba ajeno, hablaba de una diferencia fundamental entre la concepción sacramental católica (y ortodoxa) y la concepción existencial verbalizada protestante, de la realidad y del ser cristiano". Este ser cristiano puramente existencial, desligado de realizaciones sacramentales institucionales, goza hoy día para muchos hombres de grave pensamiento de alta plausibilidad. Desde una perspectiva bíblica, esconde una dificultad. Desvincula al Nuevo Testamento del Antiguo, con su ordenamiento de lugares, tiempos y signos cúlticos sacros, y lleva, por consiguiente, a un nuevo antijudaísmo y marcionismo. En Harnack y en muchos de sus colegas teólogos contemporáneos, este era, sin discusión, el caso. Pero para el Nuevo Testamento mismo, el Antiguo era y se mantenía como la Sagrada Escritura nuevamente leída e interpretada a la luz del acontecimiento Cristo. El culto paleotestamentario ha sido ciertamente abolido, como pone en claro sobre todo la Carta a los Hebreos, pero al mismo tiempo ha sido asumido en otro nivel. En las líneas que siguen debemos escuchar el testimonio total de la Biblia en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y preguntar qué tienen que decirnos ambos Testamentos, en su cohesión interna, para la concepción de los tiempos sacros, los lugares sacros y los signos sacros, y 24


cómo poner, por encima de la interpretación puramente existencialista, los cimientos de una interpretación sacramental. -IIIComencemos por los tiempos sacros. Para el testimonio global de la Biblia es significativo que los once primeros capítulos del Génesis se inicien con los dos relatos de la creación y, por consiguiente, con una visión universal de la realidad. Es sabido que el primer relato de la creación está construido según el esquema de los siete días. Esto indica que no son importantes solo los seis primeros días; es también importante el día séptimo. De él se dice que este día había ya concluido Dios toda su tarea y descansó (cf. Gn 2,2). Así pues, hasta el día séptimo no alcanzó la obra de la creación su plenitud, y esta plenitud de la creación consiste en el descanso de Dios. No se piensa aquí como en las interpreta ciones míticas, según las cuales una vez llevada a cabo la creación Dios se retira del mundo. Muy al contrario, el día séptimo y el descanso de Dios son la consumación del mundo y forman parte de la estructura del universo. De aquí que sea constitutivo para la comprensión del mundo que Dios declare sacro el día séptimo, lo que, en el sentido de la Biblia, significa que lo pone aparte. El tiempo del mundo no se desliza, pues, monótonamente; está articulado. Tiene un ritmo. No hay dos días iguales. Hay días de trabajo y días de descanso, días de labor y días festivos. El Antiguo Testamento ha realzado más tarde este ordenamiento sabático, fundamentado en la creación misma, en el precepto del sábado (cf. Ex 20,8-10; 23,12; 31,12-17; Dt 5,1215). Según el relato del Génesis, Dios no solo puso aparte el día séptimo, sino que lo bendijo y lo convirtió así en un ordenamiento salvífico y en una bendición para los hombres. El Antiguo Testamento afirma que es una delicia (cf. Is 58,13). El hombre no es solo un animal que trabaja. Hay tiempos sacros, señalados, en los que el hombre imita el descanso de Dios y participa de él, tiempos en los que todo correr y precipitarse, toda agitación e inquietud, llegan a su fin, donde la eternidad aparece y se anticipa en el tiempo. Hay tiempos de fiesta y de alegría. Jesús fue acusado de quebrantar el sábado y condenado por ello, pero su crítica no se dirigía al sábado en cuanto tal, sino a una interpretación formalista y legalista del precepto sabático en virtud de la cual lo que debería ser un beneficio para el hombre se había convertido de hecho en carga inhumana. Devolvió al sábado su significación originaria, como un día que pertenece a Dios y está al servicio del bienestar y de la salvación del hombre. Por eso, el cristianismo temprano no desechó el ordenamiento sabático como tal, sino 25


que cambió el sábado, como día último, por el domingo como día primero y, por tanto, como signo precursor de toda la semana (cf. Hch 20,7; 1 Cor 16,2; Ap 1,10). El domingo es para los cristianos el día de la resurrección de Cristo, es decir, el día de la entrada de jesús en el descanso eterno de Dios. El domingo señala, pues, el destino último del hombre de participar en el descanso eterno, en la vida eterna. Este es el gran tema de la Carta a los Hebreos: la Iglesia es el pueblo de Dios peregrino que camina hacia el descanso de Dios (cf. Heb 4,1-11) y que celebra ya por anticipado este descanso en la liturgia (cf. Heb 12,21-24). El domingo es así el día del Señor y el día del hombre. Es, por consiguiente, el día que revela el sentido de todos los días, es decir, el sentido del tiempo`. Pero, ¿qué es lo que hemos hecho? El domingo, en la concepción cristiana el día primero y, a una con ello, el signo anticipado de la semana, es hoy día oficialmente el último día. Se ha convertido en el fin de semana, en el día en que se dedican más horas al sueño y se recuperan energías para los nuevos trabajos. Ha pasado a ser, por consiguiente, parte de nuestro mundo laboral. Y otro tanto ha ocurrido con nuestros días festivos religiosos. El tiempo de Adviento y de Navidad, en mi infancia todavía una época especialmente santa y misteriosa, ha sido casi sepultado bajo el mercado y el consumo. ¿Y cuántos son los que todavía conocen la significación de la Cuaresma y del tiempo de Pascua? ¿Es que existen siquiera tiempos sacros? «Sagrado» es para muchos el tiempo de vacaciones. Pero como este tiempo no tiene ningún sentido religioso, debe ser llenado con otro tipo de actividades. Y así se llega a menudo al estrés del domingo y de las vacaciones, del que hay que recuperarse el lunes. La pérdida de los tiempos sacros es una porción de la inhumanidad de nuestra civilización moderna, que no presenta ofrendas a Dios, sino que lo sacrifica todo a los ídolos de la economía y la productividad y al fetiche de la autorrealización. Vayamos ya, tras los tiempos sacros, a los lugares sacros. No los encontramos todavía, como es obvio, en la historia de la creación. Esta tiene un carácter universal. Lugares sacros solo los encontramos en la Biblia en la historia de la salvación especial que se inicia en Abrahán. Según la Biblia, Abrahán, que era originario de Ur de Caldea, en el actual Irán, se dirige hacia Jarán, hoy en Turquía, y desde allí a Canaán, y es enterrado en Hebrón, en el mismo lugar que Isaac y Jacob y sus respectivas mujeres, Sara, Rebeca y Lía (cf. Gn 23,19). De ahí que este lugar sea, después del monte del Templo, el más sagrado del judaísmo y uno de los puntos más conflictivos en el actual conflicto de Oriente Próximo. En la historia de Moisés tiene importancia el Sinaí y la prometida Tierra Santa. Finalmente, con David y Salomón, pasa a ocupar el primer plano 26


el templo. Al templo peregrinaban regularmente todos los judíos. Los salmos conocen toda una piedad en torno al templo. «Una cosa pido al Señor, es lo que busco: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida; contemplando la belleza del Señor, observando su templo» (Sal 27,4). Por esta vía incorpora el Antiguo Testamento un motivo arcaico, importante en la historia de las religiones'. El templo era considerado en la antigüedad como recinto sagrado (témenos), delimitado y separado del entorno profano, como morada de la divinidad y, en muchas religiones, como simbólico punto central y como imagen del cosmos total. En virtud del derecho de asilo, es también un lugar de humanidad. La violencia y las medidas violentas en el recinto del santuario se consideran sacrilegios. De acuerdo con las concepciones judías, el templo fue construido según medidas cósmicas y como centro del cosmos. El templo es en cierto modo el punto de intersección entre este mundo y el mundo divino. La profanación del templo es, por consiguiente, sacrilegio. Jesús mismo enseña en el templo; peregrina a Jerusalén y al templo; en una acción simbólica profética purifica el templo. No tolera que sea profanado y convertido en cueva de ladrones (c£ Mc 11,15-17 par.; Jn 2,13-16). Lo nuevo del Nuevo Testamento es que el templo es interpretado en sentido cristológico. Jesús habla de su cuerpo como templo (c£ Jn 2,21). Él mismo es el templo de Dios en persona. Él es el lugar en el que Dios ha puesto su morada última y definitiva, en el que se ha manifestado en su totalidad la gloria de Dios (c£ Jn 1,14). En él ha querido habitar Dios en toda su plenitud (c£ Col 1,19). La Iglesia, como cuerpo de Cristo, es el templo de piedras vivas. Es el templo o morada de Dios (c£ 1 Cor 3,17; véase también 2 Cor 6,16; 1 Pe 4,17 y otros). Este templo es sagrado; no debe ser profanado. Es inconciliable con la idolatría (cf. 2 Cor 6,16) y con la incontinencia (c£ 1 Cor 6,18s). Los pertenecientes a la Iglesia como ekkltsía son los llamados del mundo, los elegidos (c£ 1 Tes 1,4; Ef 1,4), los santos [ágioi] (cf. 1 Cor 16,1; 2 Cor 8,4s; 9,1s; Rom 15,25s y otros), que no deben asemejarse ni acomodarse al mundo (cf. Rom 12,2). La Iglesia, tal como la confesamos en el credo, es, por tanto, santa, la sancta ecclesia, que debe ser distinguida del mundo. La Iglesia como templo de Dios no es, por supuesto, en el Nuevo Testamento, un edificio, sino la asamblea y reunión de los cristianos; pero esta asamblea tiene un lugar en el que reunirse. Al principio, la protocomunidad jerosolimitana se reunía todavía de forma regular en el templo (cf. Hch 2,46). Más tarde, una de las expresiones acuñadas del Nuevo Testamento es: «Se reunieron en un lugar» (1 Cor 11,20; 14,23). Y así, poco después del cambio constantinopolitano, cuando la Iglesia pudo erigir sus propios templos, el lugar de reunión de la comunidad, la iglesia, entendida como edificio, fue 27


considerada lugar sacro. Lo oímos ya en el relato de la peregrina Egeria. Nos habla de la festividad anual en memoria de la consagración de la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. En la Historia de la Iglesia de Eusebio hay información detallada sobre la consagración de una iglesia en Tiro2°. Ya en la época del cristianismo temprano fueron lu gares de peregrinación Jerusalén y Tierra Santa21, y, en Roma, los sepulcros de los apóstoles Pedro y Pablo`. Según una información del presbítero romano Gayo, se conocían cerca de doscientos tropaía de los apóstoles Pedro y Pablo junto al Vaticano y en la Vía Ostiense. En la Edad Media, el sepulcro del apóstol Santiago en Santiago de Compostela se convirtió, junto a Jerusalén y Roma, en el más importante lugar de peregrinación de la cristiandad. La peregrinación a lugares santos no era ni es una iniciativa turística o una aventura. Es, ante todo, una expresión del ser cristiano peregrino y en camino, pero un hallarse en camino que no tiene ningún parecido con un viaje hacia lo desconocido o sin objetivo, sino que es una ruta que lleva a una meta. A las Iglesias protestantes les resulta, en general, ajena la concepción del espacio eclesial como espacio sacro, a los reformistas de una manera total, y en muy buena medida también a los luteranos. Pero son también muchos los católicos que, a través de su conducta, dan a entender que les resulta extraña la idea del espacio eclesial como ámbito sacro. La iglesia se convierte a menudo en lugar de reunión, en centro de la comunidad, en aula para conciertos o en museo. ¿Quién siente todavía, como Moisés en el ardiente suelo: «¡Descálzate, porque la tierra que pisas es santa!» (Ex 3,5)? En todas las consagraciones de iglesias y en todos los aniversarios de la festividad de la consagración de un templo, decimos o cantamos: «¡Qué terrible es este lugar! Aquí está la casa de Dios, la puerta del cielo. Aquí habita Dios con los hombres» (Gn 28,17)23. ¿Debemos tal vez aprender de nuevo de los musulmanes esta veneración por los lugares sacros? Los lugares santos tienen también importancia política, entendiendo esta palabra en su sentido más amplio. En la Edad Media, los caminos de peregrinación a Santiago establecían vínculos y mantenían unida a Europa. Con la mirada puesta en los múltiples lugares de peregrinación, el papa Juan Pablo II ha hablado de la geografía espiritual de Europa. Para nosotros, hoy Europa es, en el mejor de los casos, un espacio cultural común y, más en general, un espacio económico común, una eurozona. Pero estamos experimentando en nuestros mismos días su fragilidad. La pregunta fundamental es si Europa puede seguir siendo Europa sin un vínculo espiritual patente. ¿Tal vez seguimos necesitando todavía lugares sagrados que nos unan? Es para mí un signo de esperanza 28


que no solo no falten en la actualidad iniciativas para redescubrir los viejos caminos de peregrinación, sino la peregrinación misma. Pasemos ya de los tiempos sacros y de los lugares sacros a los signos sacros. En el Antiguo Testamento es sacro todo cuanto está relacionado con el culto: la tienda, el óleo, el incienso, los utensilios cúlticos, los panes de la presencia, las vestiduras sacerdotales y otros objetos. Todo esto pasa en el Nuevo Testamento a un segundo plano y es descrito en la Carta a los Hebreos como parábola o imagen sensible de la mejor ordenación de la nueva alianza (cf. Heb 9,9). Pero esto no significa que en el Nuevo Testamento no existan signos sacros. Los encontramos sobre todo en los relatos neotestamentarios de la última cena, según los cuales jesús, en aquella ocasión, y con total independencia de que se tratara de una comida pascual o de una comida de despedida de índole enteramente especial, ofreció a sus discípulos pan y vino como su cuerpo y su sangre (c£ Mc 14,2226 par.; 1 Cor 11,23-25). Los relatos de la última cena no son narraciones o informaciones puramente históricas. Muestran, ya en el Nuevo Testamento, una clara acuñación litúrgica. Han sido transmitidos como textos sagrados24. Y así, el pan y el vino son entendidos - expresado en terminología posterior - como signos sacramentales, lo mismo que el agua en el bautismo, el óleo en la unción sacramental y la imposición de las manos de la ordenación sacerdotal. Pablo insiste con singular energía en distinguir entre la fracción sacramental del pan y la comida normal para satisfacer el hambre y el ágape fraternal [diakrínein] (c£ 1 Cor 1 1,29)25. Más tarde, hubo sínodos que prohibían una y otra vez celebrar ágapes en las iglesias26. Con esto se ponía de nuevo en claro que no todo es igual o indiferente, que se debe, por el contrario, distinguir entre comida sacramental y comida profana, entre mesa sacramental y mesa profana, entre eucaristía y celebración del ágape. Esto nos devuelve de nuevo a las discusiones actuales y a determinadas prácticas problemáticas de la configuración litúrgica, a propósito de la cual cabe a menudo preguntarse si todavía se conserva la distinción de lo sacro y, por tanto, la veneración ante lo santo. Diferenciar no significa dividir. La eucaristía tiene también, por supuesto, consecuencias éticas y, por tanto, repercusiones en el mundo. La eucaristía es una celebración comunitaria y tiene una significación creadora de comunión. No se puede distribuir el pan eucarístico sin distribuir también el pan material. No se puede celebrar juntos la eucaristía y luego marcharse cada uno por su lado y comportarse los unos con los otros sin amor y sin respeto. Debemos, pues, aprender de nuevo a distinguir y discernir entre diferencia y división.

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Debemos cultivar de nuevo la veneración y a una con ello también la adoración del misterio sacro de Dios que se anuncia en la liturgia, y devolver al mismo tiempo a las celebraciones cúlticas su esplendor, que es una vislumbre del cielo y de la gloria (dóxa) de Dios y se hace sabor anticipado de la Jerusalén celeste y de la liturgia celeste (c£ Heb 12,18-24). Solo así puede la acción simbólica litúrgica recuperar la fascinación propia de lo sacro. resumir: Podemos existe, según la Sagrada Escritura tanto de la antigua como de la nueva alianza, lo sacro, es decir, lo puesto aparte, lo destacado, lo santo. No todo es igual en el mundo. Se da una diferencia cualitativa entre lo sacro y lo profano. También en el ámbito cristiano existen tiempos sacros, lugares sacros y signos sacros. Pero los tiempos, los lugares y los signos del ámbito cristiano se distinguen de los de su medio religioso circundante. ¿En qué se fundamenta esta diferencia? La respuesta viene ya preparada en los relatos de la creación. Hablan, por supuesto, en el lenguaje de aquel tiempo. Pero a diferencia de los mitos de la creación, no se entiende el origen del mundo como el proceso teológico evolutivo de la autorrealización de Dios, sino como creación de Dios soberana y única'. «Dijo Dios y fue». Dios permite que el mundo participe de su ser, pero se mantiene a la vez trascendente respeto del mundo. Dios no es una parte del mundo. Por consiguiente, el mundo no es divino, sino mundano. Existe una legítima secularidad del mundo28. Dios penetra plenamente en este mundo en virtud de la encarnación de Jesucristo; se hace hombre, pero no se convierte en una pieza o en una porción de este mundo. En Jesucristo se encuentran, según el dogma de la Iglesia, la divinidad y la humanidad «sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación»`. Esto significa: la diferencia entre sacro y profano no ha sido suprimida dentro del cristianismo en el sentido de abolida o derogada; pero sí ha sido suprimida en el sentido de que ha sido elevada a otro nivel. Esta diferencia tiene en el cristianismo una significación nueva y distinta de la del mundo de las religiones. La Primera carta de Juan formula lo propio del cristianismo sintetizando: Dios es amor (cf. 1 Jn 4,8.16)3°. Lo que quiere decir: Dios es distinto de nosotros, los hombres. Se entrega totalmente y penetra enteramente en nuestro mundo. Pero precisamente al darse de una manera tan radical, se manifiesta como Dios. La divinidad de Dios es la libertad en el amor31. Lleva a su cumplimiento último la paradoja de aquel amor. Porque el amor une; los amantes se hacen una sola carne, una persona, pero no renuncian a su propio ser personal, sino que 30


experimentan la unión amorosa como plenitud de la propia persona. Esta paradoja o esta dialéctica del amor es también la de lo sacro, tal como resplandece grandiosamente en la visión de la vocación y del templo de Isaías (cf. Is 6,17). El profeta experimenta la excelsitud y la diferencia de Dios, que le conmueve hasta la médula y le hace consciente de su condición pecadora. Oye el trisagio de los serafines. Y ve al mismo tiempo cómo la orla del manto de Dios llena el templo y cómo su gloria inunda la tierra entera. Percibe toda la excelsitud y la trascendencia de Dios y su presencia universal, que todo lo penetra y todo lo llena. -VExisten diversos intentos por hacer comprensible de una nueva manera conceptual lo santo y a los santos y hacerlo de nuevo accesible a quienes se encuentran en el atrio de los gentiles. Así lo han procurado, siguiendo los pasos de Heidegger, Bernhard Welte y sus discípulos (Bernhard Kasper, Klaus Hemmerle, Peter Hünermann)32 y, bajo una forma diferente, irg Splett33. El más conocido de todos ellos es el ensayo filosófico trascendental de Karl Rahner en sus reflexiones sobre el concepto de misterio34 o, con ayuda de categorías estéticas, el de Hans Urs von Balthasar en su obra en tres tomos Gloria35. Yo mismo he procurado reflexionar, a partir de Schelling, en la acepción antes indicada, acerca del sentido del ser como amor36 Puesto que estamos hablando de signos sacros, querría tomar como punto de partida el planteamiento fenomenológico, es decir, asentado en los fenómenos, del filósofo francés Jean Luc Marion. Empalmando con Edmund Husserl, Martin Heidegger y Jacques Derrida, Marion intenta entender la realidad como algo que no construimos nosotros, sino como algo que se nos muestra, que se nos da y se nos abre. Interpreta el ser como donación37. Pero el dar y ofrecer tiene una estructura dialéctica. Al dar, no solo se ofrece algo; al dar, se ofrece el donante mismo. El don es un signo de su autodonación. Al mismo tiempo, en el acto de dar convierte al don en irrevocable. Ya no le pertenece a él, sino a otro. Y así, en el acto de dar, se distingue de sí mismo. Al dar, se da a sí mismo, pero conservando al mismo tiempo su propio ser personal. Y así, todo cuanto se muestra y, con ello, se da, es más que lo que se muestra. Marion habla de la croisée du visible, del cruzamiento y entrecruzamiento de lo visible. La traducción alemana se refiere, minimizando un tanto, a una «apertura de lo visible» (Die Offnung des Sichtbaren)3S. Este cruzamiento y apertura es aplicable, de manera cualitativa, a los signos sacros, y 31


más en especial a los sacramentos39. Los interpreta, en sentido tradicional, como sacrae re¡ signum, como signos en los que se manifiesta y se descubre lo sacro; en definitiva, como signos de Dios que se da y se comunica a sí mismo. Son signos a través de los cuales Dios nos permite participar en su vida, y justamente en ellos es y se manifiesta como el Dios sacro. Marion lo explica en un comentario sumamente penetrante del episodio de los dos discípulos de Emaús. Se les abren los ojos en el instante preciso en que Jesús parte el pan, se lo da y, en el pan, se da a sí mismo. Pero justo en ese mismo instante en que se les abren los ojos, Jesús desaparece y ya no lo ven más (c£ Lc 24,31)40 Así, los signos sacros como signos de la máxima proximidad y comunión son, a la vez, signos del máximo distanciamiento. Modificando un conocido axioma, puede decirse: A la mayor cercanía le corresponde la máxima diferencia, y a la máxima diferencia la máxima cercanía y comunión41. En los tiempos sacros, en los lugares sacros y en los signos sacros brilla siempre, en medio del mundo mundanizado, algo que está por encima de todo lo mundano, algo que es a la vez fascinosum y se sustrae a toda apropiación. En ellos se manifiesta Dios como el Santo; en ellos se comunica, pero sin ser disponible, verificable, cosificable ni objetivable. Así, en el edificio sacro de una catedral gótica la mirada se eleva, por no decir que es arrastrada, hacia lo alto; en las iglesias barrocas el cielo intenta alcanzar la tierra. En ambos casos hay «algo» ahí que no es, sin embargo, perceptible ni palpable. La celebración de la liturgia puede convertirse en epifanía plena. Así lo indica, por ejemplo, la experiencia clave del célebre poeta francés Paul Claudel. A la edad de 18 años, y hasta entonces hombre sin fe, entra, la noche de Navidad de 1886, en la catedral de NotreDame de París. Y se siente de pronto hondamente conmovido al oír el canto de vísperas e invadido por una certeza de fe que ya jamás le abandonó a lo largo de toda su vida42. Algo parecido experimentó también Agustín. Cuando todavía no había recibido el bautismo, pero ya hombre en búsqueda, llega a Milán y oye el cántico de la celebración litúrgica de Ambrosio. En sus Confesiones escribe: «Aquellas voces resonaban en mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón. Así se encendían mis sentimientos piadosos y fluían mis lágrimas»43 -VIPodemos resumir brevemente las consecuencias. No podemos interpretar el ser cristiano en un sentido liberal, ni tampoco meramente existencial. Debemos aprender a deletrearlo

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de nuevo sacramentalmente, para llegar a entender los lugares, los tiempos y los signos sacros a modo de iconos que hacen presente «algo» de lo sacro, pero sin convertirlo en palpable o cosificable. No debemos, pues, desacralizar la liturgia, ni privarla de la excelsitud y de lo fascinosum de lo sacro y de su cautivadora belleza`. La liturgia es culto a Dios, liturgia divina como dicen las Iglesias ortodoxas, la santa misa, como se dice en nuestra tradición. No es nunca solo celebración comunitaria. Justamente en una civiliza ción secularizada, ampliamente vacía de sentido y que todo lo iguala, la experiencia de la excelsitud y de lo fascinosum de lo sacro es al mismo tiempo lo salvador. En este sentido necesitamos lo que Guardini preveía: no solo una reforma de ritos concretos, ni tampoco una reforma de la reforma en el sentido de que se rechacen algunas reformas o se las sustituya por otras reformas nuevas. No se puede estar intentando modificar incesantemente la liturgia. Lo que necesitamos es una reforma de nuestras reformas litúrgicas que vaya hasta el fondo, una renovada cultura litúrgica sacramental en la que la liturgia sea epifanía, en la que se alcance la experiencia de la infinita excelsitud y la ilimitada fascinación del Dios santo en los momentos de la quietud, de la contemplación y de la escucha, de la adoración y de la alabanza. Confío en que el presente volumen proporcione impulso para esta tarea.

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CARDENAL KURT KOCH 1. Conferencia con ocasión del «Simposio Cardenal Kasper» sobre la liturgia en la Iglesia, celebrado en la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Vallendar el 5 de abril de 2011. Aprincipios del siglo IV, el emperador Diocleciano prohibió, bajo pena de muerte, en el marco de la persecución contra los cristianos, poseer la Sagrada Escritura y reunirse los domingos para la celebración de la eucaristía. Cuando en Abitene, una pequeña aldea en el actual Túnez, se había congregado un grupo de cuarenta y nueve cristianos en la casa de Octavio Félix para celebrar la eucaristía, fueron detenidos y llevados ante el tribunal del procónsul Anulio. Cuado les preguntó por qué habían actuado en contra de la orden clara y severa del emperador, respondieron: «Sine dominico non possumus». Tras crueles tormentos, fueron ejecutados estos cuarenta y nueve mártires de Abitene. 1. Fiesta litúrgica de la plenitud de vida del Dios trino «Sine dominico non possumus»: sin la reunión del domingo para la celebración de la eucaristía, no podemos vivir. Con esta respuesta expresaban los mártires de Abitene su personal convic ción de fe de que la asamblea para el culto divino es absolutamente esencial para la existencia cristiana, del mismo modo que lo es el pan para la vida cotidiana. Quien depende tan existencialmente de los actos litúrgicos de la Iglesia que sin ellos no puede vivir, da al mismo tiempo a conocer cómo se entiende a sí mismo, a saber, como una persona que no gira autárquicamente en torno a sí misma, sino que se experimenta como dependiente y sabe, por tanto, que solo puede tener como recibido de otro lo esencial de su vida y que debe, por tanto, ser agradecido. Si contrastamos el testimonio de los mártires de Abitene con la postura media de los cristianos actuales frente a la liturgia, en la que, al menos en nuestras latitudes, pueden participar con absoluta libertad y sin amenazas estatales, resulta evidente comenzar, como primer paso elemental, por interrogarse acerca del terreno nutricio antropológico de la liturgia para intentar comprender desde aquí la esencia de la liturgia de la Iglesia. Y entonces aparece en el primer plano que el fundamento antropológico y científico-religioso de toda liturgia es la experiencia de que debe su ser a otro, con la consiguiente actitud de agradecimiento. 35


1.1. La gratitud como fundamento vital de la liturgia Aflora aquí ciertamente una dificultad básica del hombre actual con la liturgia. Aumenta cada vez más en nuestros días el número de personas a quienes les resulta penoso dar las gracias, y no dar las gracias por esto o por aquello, sino simplemente por el hecho de vivir. El auténtico fundamento radical de esta incapacidad podría localizarse en nuestra moderna actitud ante la vida. Nos hallamos, precisamente hoy, una y otra vez enfrentados a la tentación de asumir como evidente todo bien que nos sale al paso. El amor de los padres a sus hijos, y a la inversa, pasa hoy a menudo como algo evidente, lo mismo que la vida común compartida en el matrimonio. Pero allí donde todo se acepta y se retiene en la vida como evidente, se considera rápidamente un escándalo que acá o acullá le falte algo a la perfección absoluta. De esta manera, no solo sobrecargamos a nuestro medio ambiente, sino que nos sobrecargamos a nosotros mismos. Lo que aquí falta es simplemente el agradecimiento. Pues, en efecto, donde el agradecimiento falta, se abren paso el mal humor y la desazón y entonces sencillamente la persona enferma. La incapacidad de gratitud podría ser también la raíz de muchas enfermedades psíquicas de nuestros días. En esta incapacidad para el agradecimiento tiene también sus raíces la incapacidad para la oración y para el culto. Quien no es capaz de ser agradecido y de vivir agradecidamente no puede, en definitiva, orar y alabar a Dios. La oración y el culto viven, en última instancia, del hecho de que, hablando con exactitud, en nuestra vida nada puede darse por evidente, de que, muy al contrario, precisamente las llamadas evidencias de nuestra vida no se entienden desde sí mismas. Pero donde todo se da por evidente, al final hasta la oración tiene que enmudecer. Pues «el fundamento vital de toda oración» es «la voz del agradecimiento»Z. Y el agradecimiento se muestra solo como el otro lado del hecho de que propiamente no hay nada evidente en nuestras vidas. Quien así lo advierte realmente, está siempre movido por la gratitud y motivado para la oración y para los actos del culto. Invitan además a dar gracias a Dios por todo y llegan a descubrir incluso en todas las dificultades y opresiones que debemos soportar un motivo para el agradecimiento. La oración y el culto divino son el intento una y otra vez repetido «por buscar lo positivo» y «decir sí» 3. La liturgia brinda al ser humano la saludable experiencia de que no puede darse la vida a sí mismo. Lo único, en efecto, que el hombre puede darse a sí mismo es la muerte. Y esto presupone que alguien le ha dado la vida. La liturgia aporta la conciencia de que el hombre no debe ni su persona ni su vida a sí mismo, sino que recibe siempre y de nuevo su vida como don de Dios, de tal modo que se experimenta como un ser 36


agradecido y, por consiguiente, no solo capacitado para la liturgia, sino necesitado de ella. La liturgia se convierte así en la condensación suprema de lo que constituye la definitiva y más profunda definición del hombre, que el cardenal Walter Kasper ha expresado en las siguientes palabras: «El ser humano cristianamente condicionado es ser en recepción, ser en agradecimiento. El hombre no puede trazar por sí mismo las líneas esenciales de su existencia. Tiene hambre y sed de lo incondicionado, de lo definitivo y absoluto»4. La conexión elemental de agradecimiento y alabanza a Dios se hace plenamente consciente cuando los cristianos se reúnen para el servicio litúrgico. Este servicio pone de manifiesto que los cristianos y las cristianas encuentran su primera y fundamental manera de actuar en la gratitud. La vida y la actividad cristiana están hasta tal punto impregnadas por el acto primigenio humano de la gratitud que el cristiano es activo, de una manera originaria, desde una actitud de agradecimiento. En la lógica de la fe cristiana, el hombre no se muestra, en efecto, en primera línea como horno faber o como horno functionalis, sino como horno festivus. La liturgia cristiana tiene, «en razón de su misma esencia, el carácter de fiesta» 5. A partir de aquí, la liturgia nos invita a combinar entre sí dos palabras, a saber, fe y fiesta. La función primaria de la fe no es ser sometida a interrogatorio crítico o incluso ser puesta en duda, sino más bien ser festejada. La fe encuentra su articulación primera en la liturgia como celebración del ser que se siente agradecido. En esta perspectiva, no se difuminan o se ignoran de ninguna manera las experiencias de sufrimiento y de injusticia en el mundo. Muy al contrario, sobre el telón de fondo de la definición positiva de la liturgia a partir del agradecimiento, estas ex periencias negativas resultan aún más dolorosas. Y un sentido esencial de la liturgia consiste precisamente en que incluso a las personas a las que, a causa de sus experiencias existenciales, se han quedado sin palabra, puede todavía proporcionarles un lenguaje, de modo que el lenguaje de la oración y del culto es siempre también lenguaje del sufrimiento y lenguaje de la lamentación. La experiencia cristiana, que es reavivada y alimentada en el culto, no significa, por consiguiente, una traición a la vida terrena, sino que, por el contrario, da alas para asumir y admitir con ojos vigilantes y con la actitud de un realismo cristiano la vida terrena con sus limitaciones e imperfecciones'. Aquí centellea también la razón más honda de que el lugar más auténtico donde poder aprender sea en la celebración de fiestas y liturgias de los hombres pobres y dolientes. Saben, en efecto, que la liturgia cristiana posibilita también siempre una actitud de contraste frente a las experiencias de sufrimiento, tanto en la vida personal como en la social. Los hombres pobres y dolientes no dejan de lado, por tanto, en sus fiestas y 37


liturgias, sus miserias cotidianas, ni las reprimen, pero - a pesar de todo - llevan a cabo sus celebraciones. No es, por tanto, ninguna casualidad que sea en la teología de la liberación donde pueden encontrarse los más hermosos estímulos para la celebración de fiestas y liturgias. En este sentido, el teólogo jesuita Francisco Taborda, por ejemplo, destaca, con razón, que el mundo sacramental, simbólico y litúrgico incluye en sí el dolor de no poder ser suprimido: «Precisamente porque aún no hemos alcanzado la liberación plena, necesitamos sacramentos y símbolos, que, frente a la realidad de los hechos, alimentan la esperanza de mantener viva la perspectiva de su realización y de anticipar su plenitud definitiva»$. A partir de aquí resulta evidente que se hace necesaria una mayor profundización teológica en el carácter festivo de la liturgia de la Iglesia, una profundización en la que comencemos por preguntarnos qué es una fiesta y qué es lo que convierte un suceso en acontecimiento festivo. 1.2. Fundamento festivo del agradecimiento El filósofo alemán Josef Pieper ha descrito con precisión la esencia profundamente antropológica de la fiesta cuando la interpreta como «asentimiento al mundo»9. Estas palabras expresan sobre todo una situación dual. La fiesta significa siempre, en primer lugar, una aceptación y una confirmación de la existencia. Hay una fiesta siempre que digo «sí» y cuando puedo estar de acuerdo con el mundo, con el ser en sí y, dentro del ser, conmigo mismo, porque apruebo mi propio fundamento y el fundamento de todo ser, es decir, Dios. Dado que la fiesta celebra la existencia y tiene siempre como tema su aceptación, propiamente toda fiesta es de naturaleza religiosa, incluso cuando esta referencia a Dios no llega al plano de la conciencia, cuando está recubierta o incluso obnubilada por las múltiples realidades cotidianas. Esta referencia religiosa implícita de toda fiesta se hace explícita en la fe. En la fe está dado, pues, el núcleo de lo que puede convertir al mundo en fiesta, a saber, el motivo del asentimiento. En este motivo podría encontrarse la señal específica de identificación de la fe cristiana; a diferencia, por ejemplo, del método del hundimiento, habitual en Asia, que no intenta precisamente el asentimiento al mundo, sino la liberación del mundo a través de la autorrenuncia, y a diferencia también de nuestro trato moderno con el mundo, que con mucha frecuencia no es asentimiento, sino desacuerdo con el ser en el sentido de una excitación deprimida. Frente a esto, la fe cristiana es un acto positivo que acepta la existencia. Es asentimiento al mundo desde su raíz más profunda, desde Dios mismo. Por eso la fe es, en virtud de su verdadera esencia, una fiesta. En ella hacemos nuestra la «aceptación del mundo» por parte de Dios y le damos gracias porque quiere a la creación entera, porque la mantiene incesantemente en la existencia y porque le brinda su aceptación. A esto se añade un segundo elemento esencial. Para que pueda celebrarse una fiesta 38


son presupuestos indispensables las relaciones personales entre los hombres. En principio, un individuo aislado no puede celebrar fiestas. Más bien, los hombres celebran fiestas para confirmar una y otra vez tanto la propia existencia como la existencia de los demás, o para recibir la confirmación de otros hombres. Aquí radica el sentido profundamente humano de la celebración, por ejemplo, del día del nacimiento o de los aniversarios matrimoniales. Este sentido protohumano de la fiesta puede profundizarse a la luz de la fe. Cuando el tema propio de la fiesta es la aceptación existencial mutua, y cuando la fiesta da por supuestas las relaciones personales, figura en primerísima línea el mismo Dios trino que desde toda la eternidad celebra su fiesta protoeterna, a saber, la liturgia celeste. Esta es, para decirlo con palabras de Michael Kunzler, «la plenitud de vida del Dios trino, en la que las tres personas se comunican entre sí de manera perfecta y se encuentran en una unidad plena»'°. ¿En qué otro lugar puede acontecer de una manera más intensa y más íntima, sino en las tres personas de la Trinidad, la mutua y gozosa aceptación de la existencia de una persona por otras? ¿Y en qué otro lugar, sino en la Trinidad, puede llevarse a cabo la aceptación plena de la bondad y la belleza de una persona por otras? La liturgia celeste es, en cuanto realización de la relación de amor desbordantemente vivo entre las tres personas de la Trinidad, un «juego de amor pleno», más aún, en el sentido profundo de la expresión, un «juego amoroso»". En este acontecer amoroso, Dios se cele bra a sí mismo en el gozo mutuo de las tres personas entre sí; y en esta aceptación existencial infinitamente recíproca de las tres personas entre sí tiene también su fundamento y su lugar vital la aceptación existencial divina de toda la creación. Participar en esta liturgia celeste y concelebrarla es lo que constituye la vida eterna de los redimidos. La plenitud de nuestra vida y del mundo será una fiesta eterna. La consumación del cielo muestra, en efecto, un carácter fundamental comunicativo, como destacaba, en uno de sus artículos tempranos, el papa Benedicto XVI: «El cielo no conoce ningún aislamiento. Es la sociedad abierta de los santos y así también la plenitud de toda convivencia humana, que no es competencia por, sino consecuencia del puro estar abierto para el rostro de Dios». Y esto es tan válido que la salvación de cada hombre concreto solo será, propiamente hablando, plena y entera cuando se cumpla la salvación de la totalidad y de todos los elegidos, «que no están simplemente los unos al lado de los otros en el cielo, sino juntos, como el único Cristo del cielo»`. Podemos ya participar de esta fiesta celeste en la vida actual, a saber, a través de la liturgia terrestre de la Iglesia. La liturgia celebrada en nuestra tierra es comunicación entre Dios y sus criaturas, y con ello también participación en la plenitud de vida del Dios trino. Si la liturgia celeste desciende hasta la liturgia terrestre y se hace visible en la oración, en los 39


cantos y en las celebraciones de la Iglesia terrestre, entonces es el Dios trino el verdadero sujeto y el celebrante auténtico de la liturgia eclesial. 1.3. La liturgia cósmica de la eucaristía En esta definición antropológica fundamental de la liturgia como fiesta de la fe se le abren nuevas perspectivas a la liturgia eclesial. En primer lugar, se ve claramente que la fe no solo tiene carácter festivo, sino que es en su núcleo eucaristía, es decir, acción de gracias por la existencia en sí. La Iglesia, como representante de toda la humanidad, alaba y da gracias a Dios en la celebración de la eucaristía, en la que introduce a la creación entera, y la presenta ante Dios. Se expresa todo esto, de una manera muy bella, en las alabanzas que acompañan la preparación de los dones: «Alabado seas tú, Señor Dios nuestro, creador del mundo, que nos das el pan, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres. Presentamos este pan en tu presencia para que sea para nosotros pan de vida. Alabado seas por siempre, Señor Dios nuestro». Todo cuanto hemos recibido de Dios, se lo devolvemos cuando le alabamos. Podemos decir que todo debe ser agradecimiento, eucaristía. No debemos recibir nada sin alabar a Dios, sin eucaristizarlo13 En el hecho histórico-litúrgico de que la oración de acción de gracias de la eucaristía, que ha asumido por su parte la berakah de Jesús en la última cena, pasó a ser, ya en la Iglesia temprana, la «forma genuinamente acuñadora» de la eucaristía14 y, por lo mismo - aspecto sobre el que ha llamado la atención Josef Andreas Jungmann-, hasta la Reforma del siglo XVI nunca se empleó una denominación que significara «comida» o «banquete»15, halla la concepción fundamental característicamente cristiana de la liturgia su expresión más adecuada. Los cristianos podrían y deberían aprender de nuevo, a partir de la eucaristía, que están llamados a vivir como hombres agradecidos o, dicho con mayor precisión: como hombres eucarísticos que en la fiesta de la eucaristía se enraízan tan profundamente en el Dios trino que agradecen a Dios que su vida entera consista en la agradecida devolución y respuesta al don viviente del Dios creador y que la vida cotidiana de los cristianos, como dijo muy bellamente san Francisco de Asís, pueda convertirse en una única plegaria eucarística. A partir de la eucaristía se abre, en segundo lugar, el conocimiento de que la liturgia tiene siempre una dimensión cósmica, o que es en sí misma acontecimiento cósmico. Frente a la creciente reducción de la liturgia en general y de la eucaristía en especial a una perspectiva comunitaria a veces muy estrecha, y frente al purismo de aquí resultante en la evolución litúrgica posconciliar, es preciso percibir de una manera nueva que la liturgia de la eucaristía anticipa el canto de alabanza escatológico del cosmos total, y que la

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liturgia celeste penetra ya ahora en la liturgia terrestre y está presente en ella, de tal modo que cielo y tierra pueden tocarse. La liturgia cristiana es mucho más que la reunión de un grupo más o menos numeroso de personas. Es, más bien, celebrada en la amplitud del cosmos; abarca a un mismo tiempo la historia y la creación y hace transparentes las paredes entre la liturgia celeste y la terrestre. Si, además, la eucaristía no es solo simple repetición de la última cena de jesús con mirada retrospectiva histórica, sino que es también, y sobre todo, con mirada escatológica anticipada, actualización de la missa coelestis, se advierte claramente que es también rnissa mundi, esto es, anticipación de la glorificación celeste de Dios y de la plenitud escatológica del mundo. Desde esta perspectiva debería ser también patente por qué el papa Benedicto XVI considera elemento central de un nuevo movimiento litúrgico la vivificación de la dimensión cósmica de la liturgia: «La liturgia cristiana es un acontecimiento cósmico: la creación ora con nosotros, nosotros oramos con la creación y se abre así al mismo tiempo el camino hacia la nueva creación que toda criatura espera»` La grandeza de la liturgia reside en que Cristo asume a los hombres en la oración de la creación y los orienta hacia el nue vo cielo y la nueva tierra. A ello somos expresamente invitados en toda celebración eucarística antes del prefacio con la invocación Sursum cordal: «Levantemos el corazón». Se interpela aquí, en primer término, a la primigenia tendencia humana a elevarnos por encima de nosotros mismos para ampliar nuestro horizonte y conseguir una visión clara. Por lo demás, la experiencia enseña que esta tendencia puede exteriorizarse de muy diversas maneras. Los hombres pueden buscar y encontrar esta elevación sobre sí mismos en el éxtasis producido mediante el consumo, por ejemplo, de drogas o de alcohol. El éxtasis que esta elevación por encima de sí mismo, a primera vista beneficiosa, produce, lleva en derechura al encerramiento en sí, a la huida del mundo y a la desesperación, y no es precisamente expresión de una elevación existencial que acepta plena y totalmente la vida. La liturgia, en cambio, eleva a los hombres por encima de sí mismos, pero de una manera que afirma la vida y está al servicio de la vida. Persuade, en efecto, al hombre de que puede vivir hacia arriba y de que es capaz de la altura, y no de una altura cualquiera, sino de la altura de Dios mismo. La altura auténtica del hombre no consiste todavía en un sum (soy), sino en un sursum (hacia arriba). Sobre todo san Agustín ha visto en el sursum el centro de la fe cristiana y su fuerza de gravedad, que no arrastra hacia abajo, sino que impulsa hacia arriba y hace que el corazón del hombre repose en Dios. Aquí se encuentra el sentido más profundo de la liturgia, que no tiene nada que ver con ningún tipo de rendimiento que deba prestarse ante Dios. En la liturgia no se trata en 41


primera línea de un culto debido a Dios, ni tampoco de transacciones comerciales con Dios que exijan del hombre unas determinadas contribuciones, para recibir a continuación la adecuada recompensa. Esta concepción desempeñó un papel determinante especialmente en la Edad Media, sobre el telón de fondo de la entonces opresiva angustia ante el pecado y el juicio. Contemplado con mayor profundidad, el culto a Dios es en primer lugar «celebración de la fe en la que Dios es alabado con una actitud alejada de todo egoísmo - es decir, sin la mirada puesta en determinados beneficios - como creador y redentor»". La liturgia encuentra su verdadero objetivo en la adoración de Dios, tal como se expresa sobre todo en el gloria de la eucaristía: «Gratias agimus tibi propter magnam gloriara tuam». No damos gracias a Dios en primer lugar por lo que hace para nuestro bien. Le damos gracias porque es, y por su belleza. De esta manera, la liturgia nos permite experimentar que el cristianismo no se agota nunca en la moral. No solo nos preserva frente a una reclamación totalitaria de la moral, sino que nos remite al valor central que adquiere y debe adquirir la liturgia en la vida de la Iglesia. 1.4. Celebración de la presencia epiclética del Resucitado Solo se percibe con claridad el primado de la liturgia en la vida de la Iglesia cuando entendemos la liturgia en un sentido estrictamente teo-lógico y, por tanto, a partir de aquella diferencia fundamental entre exemplum y sacramentum que ya aportó Agustín como criterio teológico central y que está adquiriendo una actualidad enteramente nueva en la situación pastoral de nuestro tiempo. El valor que se concede a la liturgia en la economía de lo cristiano depende precisamente de a cuál de las dos categorías fundamentales, en realidad inseparables, pero distinguibles, se otorga la supremacía18. Si se ve en Jesús «simplemente» un ejemplo para nuestra propia conducta y un modelo de la praxis de la vida cristiana, entonces se le convierte ante todo en un modelo éticamente impulsor y en movens de su propio seguimiento. Se sentirá, por tanto, el impulso a traducir el conocimiento de Jesús de manera in mediata en la praxis diaconal personal, aunque sin permitir que esto derive en el cristológico-soteriológico «ojo de la aguja» del culto cristiano. Ya el reformador Martín Lutero acentuaba con toda energía que esta visión del cristianismo está lejos de convertir a los hombres en cristianos. Convierte, más bien, a «Cristo en un Moisés». Jesús sería entonces visto como un nuevo Moisés y un nuevo legislador o incluso, como el mismo Lutero manifestaba, como «un tirano»'9. La misma llamada de advertencia eleva hoy también el teólogo evangélico Eberhard Jüngel: «Una cristología que solo destaca la ejemplaridad de Jesús reduce... la significación de Jesús a la función de un santo, que fue ciertamente capaz de ofrecer su vida, pero que con el sacrificio de su vida solo puede incitar a un cambio en la vida de la 42


humanidad, pero no a conseguirlo efectivamente. La vida de la humanidad solo se puede modificar de una manera real si cambia la relación de la humanidad con Dios» Z°. La fe cristiana en el acontecimiento Cristo confiesa que puede cambiar esta relación de la humanidad con Dios y que, de hecho, se ha transformado de manera eficaz. Si, por consiguiente, la antiquísima concepción cristiana de jesucristo como sacramentum salutis, como sacramento de la salvación para los hombres y para la creación entera, consideraba con absoluta seriedad que la vida y la pasión, la muerte y la resurrección de jesucristo no son válidas tan solo como ejemplo éticamente vinculante, sino primariamente como un acontecimiento que puede superar eficazmente y que de hecho supera la muerte del pecador, entonces debe concedérsele de forma espontánea al culto cristiano un valor fundamental en la vida cristiana. Mientras que, en efecto, una jesulogía que acentúa simplemente la significación ejem piar de jesús, a la pregunta típicamente moderna: «¿Qué tenemos que hacer?», solo sabe responder: entrar en el seguimiento de jesús y practicar la diaconía, la cristología eclesial que conoce y confiesa la realidad salvífica sacramental tiene el valor necesario para la respuesta - que ciertamente contrasta con la autoconcepción del hombre contemporáneo-: los cristianos y las cristianas no tienen en principio nada que hacer. Deben limitarse a celebrar fiesta. Pues, en efecto, el quehacer principalísimo de los cristianos y las cristianas es el sin quehacer de las celebraciones. Ante Dios no tienen nada que hacer, salvo una cosa: dar gracias y tributar alabanza a Dios, el creador, conservador, redentor y consumador de la vida de los hombres y de la creación entera. En este sentido elemental, la liturgia es en sí misma el acto primero y fundamental de la vida cristiana. La liturgia cristiana es en lo más hondo la celebración de la presencia del Resucitado. Pablo ha definido la cena del Señor como kyriakón deipnon (cf. 1 Cor 11,20), es decir, como un banquete que pertenece al Señor y surge de él. Al fondo se encuentra la convicción de que la comunidad cristiana experimenta en la celebración litúrgica al Señor como presente, concretamente como el Resucitado y presente bajo la forma de su Espíritu21. Con esta fe se mantiene o se desmorona la liturgia, y más en especial la celebración de la eucaristía. Por eso, en ella ocupa siempre el puesto central la epíclesis y por eso tiene la liturgia un carácter explícitamente epiclético. Lo dicho es aplicable de manera especial a la eucaristía, que es en su totalidad epíclesis, es decir, la oración, tan humilde como eficaz, por la venida del Espíritu Santo. De hecho, eucaristía y epíclesis se identifican y forman juntas la figura fundamental de la celebración eucarística22. Sin esta fe en el Resucitado presente en su Espíritu, la liturgia no sería otra cosa sino culto a los muertos y una expresión más de nuestra tristeza por la 43


omnipresencia y la omnipotencia de la muerte en el mundo actual. Donde con mayor claridad puede comprobarse que esta fe no es ya hoy en parte compartida ni siquiera en el seno de la Iglesia es en el hecho de que en la eucaristía ya solo se conserva la noción del ágape, la comida comunitaria de una comunidad concreta. La crisis de la liturgia que aquí se insinúa está, por consiguiente, profundamente relacionada con la fe misma en Cristo en la Iglesia actual. El liturgista evangélico de Heidelberg Frieder Schulz ha aludido, con razón, a que las actuales tendencias hacia la «descristologización» del lenguaje de la oración litúrgica arrastran consigo la «desacramentalización» de la liturgia23. Y también con razón ha señalado una y otra vez el papa Benedicto XVI que la actual crisis de la Iglesia tiene su fundamento más hondo en una crisis de la liturgia y que la necesaria renovación de la Iglesia debe comenzar por una renovación litúrgica, aspecto que sitúa como punto clave desde los inicios de su actividad académica, ya en la década de 1950: «La existencia de la Iglesia como Iglesia se basa en el culto, que experimenta en la liturgia su configuración concreta» 24. 1.5. Liturgia catabática y liturgia anabática El alarmante fenómeno de la descristologización de la liturgia revela a la luz del día que la Constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano II no ha sido hasta ahora realmente aceptada. Es, por supuesto, indudable que la reforma litúrgica posconciliar ha producido muchos frutos saludables, por lo cual ha sido valora da, con razón, como «el fruto más visible del concilio»25 y como la «obra conciliar duradera»Z6. Esta valoración es más aplicable a las instrucciones de la Constitución sobre la liturgia para la renovación de los ritos litúrgicos y a la reforma implantada después del concilio que al planteamiento teológico de la Constitución sobre la liturgia. Este planteamiento parte decididamente de la idea de que en la liturgia acontece el encuentro con el misterio de Cristo, en cuanto que «en la liturgia, y en especial en el sagrado sacrificio de la eucaristía», se lleva a cabo la «obra de la redención». Esta definición fundamental pone en claro que en la liturgia no solo se recuerda un acontecimiento del pasado, sino que, precisamente porque se le recuerda, se hace también presente. Esta concepción del recuerdo dista, por supuesto, todo un mundo de nuestras ideas actuales. Cuando recordamos algo, para nosotros es y sigue siendo pasado. Solo puede hacerse presente en virtud de nuestra capacidad subjetiva de recuerdo. En la liturgia, por el contrario, en virtud del recuerdo en su sentido bíblico, el pasado se hace presente, se actualiza el pasado. Por esta concepción se guía la liturgia judía, que el judaísta Clemens Thoma describe «como alabanza por la redención ya

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acontecida, como confianza en la redención que ahora está aconteciendo y como esperanza en la redención futura», de tal modo que debe ser entendida como «revelación de Dios al pueblo de Israel» configurada como ábodah, como culto`. Así, por ejemplo, en la Hagadá de Pascua se dice: «Todo el que ahora la concelebra, se considera como quien sale en este momento de Egipto». Entre los ju díos sefardíes se da incluso el bello rito de que el jefe de la casa se pone en pie, toma el pan sin levadura, lo envuelve en un paño, lo coloca sobre los hombros y se dirige a su sitio. Con esta acción visible indica que salen en este preciso instante de Egipto como sus padres y que no han sido liberados solo en el recuerdo, sino ahora mismo, en este momento. De parecida manera se celebra también la liturgia cristiana. Así se advierte con especial claridad en la misa de la última cena del Jueves Santo, en la que en la plegaria eucarística se desliza deliberadamente una breve noticia: «El cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres, tomó pan...». Este «hoy» es la característica de la liturgia cristiana28. Así, por ejemplo, en Navidad cantamos en la antífona del Magníficat: «Hodie Christus natus est», «Hoy ha nacido Cristo». O en la antífona del Magníficat de Pentecostés: «Hoy el Espíritu Santo se apareció a los discípulos en forma de lenguas de fuego». Todo esto se encuentra en el trasfondo cuando el relato de la institución de la eucaristía finaliza con la breve frase: «Haced esto en memoria mía». Cada vez que los cristianos celebran la eucaristía, están de alguna manera en la sala de la última cena de Jerusalén, donde jesús celebró con sus discípulos la comida de despedida antes de su pasión, nos dejó como testamento el don de la eucaristía y nos ofrece su presencia permanente bajo los signos del pan y del vino. Y están también al lado de jesús junto a la cruz, en la que ha llevado realmente a cabo lo que anticipaba en la última cena. De ahí que el cardenal Walter Kasper acentúe, con razón, que la memoria de la obra redentora, en el sentido de pasado actualizado, es parte constitutiva de la estructura fundamental de la liturgia cristiana~9. La «obra de la redención» encuentra su punto culminante, según la visión de la Constitución sobre la sagrada liturgia, en el misterio pascual. La Pascua de jesús ocupa, pues, en el marco de la indisolubilidad de cruz y resurrección, el centro de la liturgia cristiana y constituye hasta tal punto su esencia auténtica que se mantiene o cae a una con ella. En esta concentración pascual debe entenderse en primera línea el culto cristiano - en el sentido de un genitivus subjectivus - como servicio catabático de Dios para la vida de los hombres y para su éxito. Es, en primer lugar, «su» liturgia para nosotros y su obra por nosotros, los hombres, a los que ama, por los que ha entregado a su propio Hijo y a los que quiere llevar a la vida eterna de la comunión del cielo. El culto 45


es ante todo el servicio de Dios a nosotros o, en palabras de Egon Kapellari, obispo de Graz, «reflejo del hermoso resplandor de Dios que - como dice el salmo - brota de Sión: también de la Iglesia, como el nuevo Sión» 30. La liturgia cristiana solo puede llevar, por tanto, al encuentro con Dios si la iniciativa parte de Dios mismo: Cristo, y en él y por él y con él el Dios trino, encuentra en la liturgia a su comunidad, él mismo le dirige la palabra en la lectura de la Sagrada Escritura, él mismo se da a ella en la eucaristía como comida y bebida para la vida eterna y él mismo da fortaleza y salvación en los sacramentos, como dice, con bella expresión, el artículo 7 de la Constitución sobre la sagrada liturgia. Solo a partir de esta acción de Dios podemos los cristianos responder a quien primero se ha dirigido a nosotros. Dado que nosotros, los hombres, no podemos por nosotros mismos ni alcanzar a Dios, ni dirigirnos a él en la oración, ni ofrecerle algo, el culto es en primer término el servicio de Dios por nosotros. Solo desde aquí, y solo de esta manera derivada, es el culto, en el sentido de un genitivus objectivus, también servicio de agradecimiento anabático de la Iglesia frente a Dios. La liturgia cristiana es, en su esencia genuina, eucaristía, agradecimiento por el ser en sí. La eucaristía es, por consiguiente, en la concepción católica, «la fórmula breve para la idea de la logiké latreía» y la «definición adecuada de la liturgia cristiana» misma31 A partir de aquí debe entenderse por sí mismo que la liturgia cristiana encuentra su sentido más profundo en la glorificación y la adoración del Dios trino y, por tanto, en la santificación del hombre. Se hace necesario redescubrir esta dimensión fundamental de la liturgia, sobre todo porque en la época posconciliar el aspecto de la adoración está siendo crecientemente absorbido por el de la participación32. El teólogo italiano Nicola Bux habla incluso de una «scissione tra partecipazione e devozione»33. Mantiene una estrecha vinculación con lo anterior el hecho de que se consideren magnitudes opuestas el carácter de banquete de la eucaristía y la adoración, aduciendo para ello el superficial argumento de que el pan está ahí para ser comido, no para ser adorado. Ya Agustín advirtió, con su profunda afirmación de que nadie puede comer «esta carne» si primero no la ha adorado: «Nemo autem illam carnes manducat, nisiprius adoravit»34, que aflora aquí una alternativa equívoca: en el momento actual puede comprobarse, con ánimo agradecido, que está retornando la práctica de la adoración eucarística. Con el redescubrimiento de la dimensión de la adoración se quiere significar ciertamente algo más que la práctica de la adoración eucarística fuera de las celebraciones de la eucaristía. Se trata más bien, y elementalmente, del renovado conocimiento de que la eucaristía es en sí misma el acto supremo de adoración de la Iglesia, de que la liturgia cristiana solo puede recuperar su grandeza y su fuerza en el clima de la adoración, de que la recepción 46


profunda y verdadera de la eucaristía solo puede madurar en la adoración. 1.6. Comunicación litúrgica entre Dios y el hombre Puede profundizarse desde aquí en la esencia más íntima de la liturgia cristiana en su vertiente histórico-salvífica como comunicación viviente entre Dios y el hombre. Este diálogo históricosalvífico se desarrolla, para decirlo con mayor exactitud, entre la graciosa inclinación de Dios a nosotros, los hombres, y la respuesta creyente del hombre a Dios35. Aquí resulta evidente que para que este diálogo sea coronado por el éxito son necesarios tres pasos. En primer lugar, en el diálogo histórico-salvífico toda iniciativa parte de Dios mismo que, como creador y redentor, se inclina al hombre en amor y gracia. Esta llamada a través de la inclinación de Dios a nosotros, los hombres, se expresa en la liturgia como la fiesta de la actualización de la plenitud del amor del Dios trino, por un lado, en las lecturas y el evangelio. En ellas, en efecto, se escucha la palabra de Dios como llamada a la comunidad reunida, en el sentido, además, de promesa liberadora y de requerimiento vinculante. Comoquiera que, en virtud del misterio fundamental de la fe en la encarnación de Dios, la palabra de Dios es siempre palabra sacramental, la inclinación de Dios a nosotros, los hombres, acontece, por otra parte, de una manera singularmente condensada, en los actos sacramentales fundamentales de la Iglesia, en los que se hace memoria, en el sentido bíblico, del acontecimiento salvífico y, de este modo, se le hace presente y se le actualiza. En segundo lugar, en el diálogo histórico-salvífico dirige Dios una llamada a los hombres para que den la respuesta de la fe, y estos corresponden a la inclinación graciosa divina dirigiéndose ha cia Dios con gratitud, alabanza y adoración. Esta respuesta de la comunidad reunida, directamente dirigida a Dios, se articula litúrgicamente en la berakah y, de manera suprema, en la alabanza de la plegaria eucarística. La celebración de la liturgia presupone, por tanto, incondicionalmente la fe. Tiene carácter vinculante, de modo que la verdadera «grandeza de la liturgia» se fundamenta precisamente en que «no es arbitraria o discrecional»». En tercer lugar, entre la inclinación de Dios en su palabra y sus sacramentos y la respuesta del hombre a Dios bajo la forma de entrega en la oración, necesitan los hombres tiempo y espacio vital para poder percibir e interiorizar la autoinclinación de Dios y para preparar la respuesta de fe a Dios. A esta necesaria fase intermedia de la percepción del descubrimiento místico de la experiencia de salvación y de la preparación

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de la respuesta de la fe le corresponden en la liturgia, por un lado, el silencio y, por otro, el canto37. Esta es la más elemental «expresión de los fieles frente al descubrimiento» y la «reacción ante lo que les acontece en virtud de la inclinación de Dios» 38. En la liturgia de la Iglesia, el canto está, pues, siempre precedido por la invocación a Dios y este canto lleva, por su parte, a la oración. Si se entiende y se practica la liturgia como celebración del diálogo salvífico comunicativo entre Dios que se inclina al hombre y el hombre que se inclina a Dios, entonces en el centro de todo culto cristiano se sitúa la presencia del Dios vivo y, con ello, la «irradiación de su gloria, la percepción del cielo desde Dios mismo y, además, con todos los sentidos de que está dotado el hombre» 39. En este servicio de Dios en nuestro beneficio estamos ciertamente insertos los hombres. Pero sigue teniendo una importancia determinante el hecho de que la liturgia de la Iglesia es, en primera línea, opus Dei, la obra de Dios en favor de nosotros, los hombres, y solo después puede llegar a ser opus hominis, la obra de los hombres. Solo con este primado nos mantenemos fieles a la reforma de la liturgia del concilio Vaticano II, que ha expresado el deseo de que nuestra liturgia se celebre hoy, y precisamente hoy, no solo «plena de experiencia» sino, sobre todo, «plena de Dios»40 Puede hacerse luz sobre todo lo dicho a partir del principio, de excepcional importancia, de la reforma litúrgica que es mencionado nada menos que en dieciséis pasajes de la Constitución sobre la sagrada liturgia, a saber, la participación plena, consciente y activa de los fieles en la liturgia. El concilio piensa aquí, en primera línea, cuando habla de la participación en la liturgia, en la interiorización meditativa y en la oración. Se presupone como meta de la renovación de los textos y de los ritos litúrgicos que «en esta reforma, los textos y los ritos se han de ordenar de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunicativa» 41. El concilio estaba claramente convencido de que la fácil comprensión de la liturgia y la posibilidad de una participación activa y comunitaria del pueblo de Dios en ella se deriva de su transparencia para lo santo, y de ningún modo a la inversa. La deseada actuosa participatio está, pues, claramente subordinada a la transparencia mistagógica para las cosas santas y es interpretada desde dicha transparencia. Esta correalización interna del acontecimiento litúrgico es lo decisivamente primero, lo único que puede dar verdadero sentido a to da cooperación externa en la liturgia. El papa Benedicto XVI ha descrito, con razón, la necesaria «interiorización común», entendida en el sentido de la capacitación de los fieles para una profundización 48


sumamente activa del acontecimiento litúrgico, como «cuestión de supervivencia de la liturgia como tal»42. 2. La liturgia como acontecimiento eclesial Con todo lo dicho, queda perfectamente claro que la liturgia cristiana es un acontecimiento eclesial elemental. Esta dimensión estaba ya presente, por supuesto, en las exposiciones precedentes, aunque de una forma más implícita. Ahora debe ser explícitamente llevada hasta el nivel consciente, al menos en sus rasgos fundamentales. Parece aquí indicado volver sobre el testimonio de los mártires de Abitene. Habían considerado la reunión dominical para la celebración de la eucaristía y la esencia de la Iglesia tan unidas que llegaban a identificarse: no solo la liturgia cristiana es siempre liturgia de la Iglesia, sino que la Iglesia misma es, en su núcleo más íntimo, liturgia. 2.1. Liturgia e Iglesia Merece la pena comenzar lanzando una ojeada al Antiguo Testamento para poder comprobar que precisamente para el pueblo de Israel el acontecimiento central de la liberación de la esclavitud de Egipto no tendía, o no al menos en primera línea, a la libertad política, sino a la libertad para poder celebrar el culto divino de acuerdo con la fe. Puede decirse, con el cardenal Walter Kasper, que estaba en juego la «libertad de culto o libertad religiosa» 43. En todo caso, para la pregunta del auténtico objetivo de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, la Sagrada Escritura conoce dos respuestas diferentes. Una de ellas, la más difundida, dice: la meta de la liberación de Israel es la toma de posesión de la tierra prometida en la que el pueblo de Dios pudiera vivir en su propio suelo y territorio, dentro de fronteras seguras, en libertad y con independencia. Pero la orden originaria de Dios al faraón contiene un mandato diferente: «Deja salir a mi pueblo, para que me adore en el desierto» (Ex 7,16). A lo largo del proceso negociador entre Moisés y Aarón por un lado y el faraón por el otro, se repite por cuatro veces la orden, que culmina: «Tenemos que hacer un viaje de tres jornadas por el desierto para ofrecer sacrificios al Señor, nuestro Dios, como nos ha mandado» (Ex 8,23). Israel es, pues, liberado de Egipto para que pueda adorar a Dios de la manera debida. Se le concede incluso la Tierra prometida para que tenga un lugar de adecuada adoración del Dios verdadero: «Israel no sale fuera para ser un pueblo como los demás pueblos; sale fuera para servir a Dios. La meta es el monte de Dios, todavía desconocido, para servir a Dios»44 Sobre este trasfondo veterotestamentario, no tiene nada de extraño que tampoco en la Iglesia cristiana el culto pueda ser una actividad junto a otras, sino su ejercicio central. La Iglesia en formación ha articulado esta convicción ya en su propia autodenominación. 49


Se ha entendido a sí misma, y no es nada casual, en conexión con el veterotestamentario qahal y con la sinagoga judía, como ekklésía45. En el lenguaje griego profano, esta palabra designaba la asamblea del pueblo de la comunidad política, y en el lenguaje de la fe señalaba a la comunidad israelita del pueblo reunido. Esta segunda se distingue de la primera sobre todo porque en la pólis griega los hombres se reunían para adoptar decisiones importantes, mientras que el pueblo de Israel se reunía no para decidir por sí mismo, sino para escuchar lo que Dios había decidido y dar su asentimiento. Por consiguiente, en Israel la asamblea del Sinaí, en la que Dios comunicó al pueblo sus mandamientos, se convirtió en modelo y medida de todas las posteriores asambleas populares. Si la Iglesia en devenir se ha autodesignado como ekklésía, lo ha hecho con consciente aceptación de la tradición veterotestamentaria y ha expresado de este modo su convicción de fe de que Cristo es el Sinaí nuevo y vivo y de que todos cuantos se reúnen en torno a él forman la asamblea definitiva del pueblo de Dios. A esta concepción de la Iglesia responde también una de las más antiguas denominaciones de la eucaristía, a saber, synáxis, que significa asamblea y reunión del pueblo de Dios. Y así, ya Pablo, cuando habla de la cena del Señor, comienza casi siempre con las palabras: «Cuando os reunís como comunidad» (1 Cor 11,18). Dado que la celebración de la eucaristía es esencialmente una reunión, y la Iglesia una asamblea para escuchar la voluntad de Dios, y dado que la liturgia es el lugar privilegiado para escuchar la palabra de Dios, se manifiesta aquí una concentración cultual de la concepción de la Iglesia en el sentido de que la Iglesia es, en su núcleo más profundo, asamblea eucarística, y que está sobre todo allí donde se celebra la eucaristía, como resumía ya el papa Benedicto XVI en su temprano libro La fraternidad de los cristianos: «Solo mediante la participación en la asamblea cultual eucarística se convierte alguien, en sentido propio, en miembro de la comunidad fraterna cristiana. Quien nunca participa en el banquete fraterno de los cristianos, no puede ser contado entre la hermandad como tal. La comunidad fraterna de los cristianos se compone más bien de quienes, y solo de quienes, se encuentran con una cierta regularidad como participantes en la celebración de la eucaristía»`. La Iglesia es, por tanto, la comunidad de los que escuchan la llamada de Cristo para la asamblea cultual y para la alabanza de Dios y ello, además, hasta el punto de que Iglesia y liturgia se convierten, en definitiva, en magnitudes idénticas. La liturgia es el amplio lugar y el centro dinámico de la Iglesia. Esta afirmación es válida de manera especial respecto de la eucaristía, de la que surge siempre de nuevo la Iglesia. Del mismo modo que en la institución de la eucaristía en la última cena de jesús debe verse su acto 50


auténticamente fundador de la iglesia, así también la Iglesia debe proceder siempre de nuevo de la eucaristía. Al recibir la Iglesia el cuerpo eucarístico de Cristo, se transforma ella misma en este cuerpo. Agustín ha expresado, en una bella fórmula breve, este dobleúnico misterio del cuerpo de Cristo: «Si, pues, vosotros mismos sois cuerpo de Cristo y sus miembros, entonces sobre la mesa eucarística se encuentra vuestro propio misterio... Debéis ser lo que sois y debéis recibir lo que sois» 47. La Iglesia solo puede convertirse en -y ser - cuerpo de Cristo si celebra una y otra vez la eucaristía y recibe el cuerpo de Cristo. La disminución casi dramática de la participación en los cultos dominicales de los pasados decenios afecta, por tanto, al nervio mismo de la Iglesia en una medida mucho mayor de cuanto hasta ahora se había sospechado. La participación en el culto comunitario dominical es, en efecto, «una escala graduada de sorprendente sensibilidad» para las restantes participaciones en la vida de la Iglesia48. Aunque hoy día no gusta oírlo, es una verdad de Perogrullo de la vida eclesial, y ya desde los inicios mismos de la iglesia, como se ve en los Hechos de los Apóstoles: después de la ascensión de jesucristo al cielo, los apóstoles, junto con las mujeres que habían seguido a Jesús, y con María, la madre de Jesús, se reunían en la sala de la cena y allí permanecían constantes en la oración y a la espera de la venida del Espíritu Santo. María figura aquí como la primera orante de la primera Iglesia, que es en su núcleo comunidad de oración. La concentración cultual de la concepción de la Iglesia ha sido elevada de nuevo por el concilio Vaticano II hasta el plano de la conciencia cuando la Constitución sobre la sagrada liturgia define la liturgia como fuente y culminación de la vida eclesial, exactamente como «la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia» y como «la fuente de donde mana toda su fuerza»4'. Esta concentración cultual de la concepción de la Iglesia debe ser hoy día conservada y acreditada, también, y no en último extremo, por razones ecuménicas. Cuando por ejemplo la Confessio Augustana define a la Iglesia como asamblea de los creyentes, en la que se predica la palabra de Dios pura y se dispensan los sacramentos de acuerdo con el evangelio, hay aquí también una declinación litúrgica de la concepción de la Iglesia. Comoquiera que también esta concepción litúrgica ecuménica común de la Iglesia ha perdido en amplia medida entre los cristianos su plausibilidad de fe, debe ser profundizada desde su contenido fundamental, tal como se encuentra en la definición conciliar de la liturgia como «obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia»`. 2.2. La liturgia como realización del ministerio sacerdotal de Cristo y de su cuerpo

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Si reflexionamos un poco más sobre esta definición básica, se descubre, primero, que para la concepción conciliar de la liturgia tiene una importancia determinante que sea Cristo resucitado y exaltado el sujeto auténtico de la liturgia y el verdadero celebrante. La liturgia o es obra de Cristo o no es nada. Esto, por otra parte, no significa que Cristo sea el sujeto exclusivo de la liturgia. Más bien, el Cristo real y personalmente presente en la liturgia incorpora inclusivamente a la Iglesia en su acción cúltica. La Iglesia como un todo, como el cuerpo sacramental de Cristo, es, por tanto, portadora y sujeto de las acciones del culto. Dado, en efecto, que Cristo hace que se prolongue eficaz y permanentemente su ministerio sacerdotal en la acción litúrgica de la Iglesia, la Iglesia debe ser designada, hablando con plena exactitud, «sujeto secundario dependiente de Cristo y totalmente ordenada a él de las celebraciones litúrgicas conmemorativas» 51. La realización litúrgico-eclesial del ministerio sacerdotal de Cristo es la misión de todo el pueblo de Dios y la Iglesia es, en su conjunto, portadora de la actuación sacerdotal de jesucristo, como subraya el Catecismo de la Iglesia católica, en conexión con la Constitución sobre la sagrada liturgia: «En una celebración litúrgica, toda la asamblea es "licurgo", cada cual según su función. El sacerdocio bautismal es el sacerdocio de todo el cuerpo de Cristo» 52. Inmediatamente después, el Catecismo añade: «Pero algunos fieles son ordenados por el sacramento del Orden sacerdotal para representar a Cristo como cabeza del cuerpo». Para que la Iglesia total, como sujeto secundario de la liturgia, tenga siempre a la vista que la liturgia no es una simple organización eclesial y que, por consiguiente, no es ella, sino Cristo resucitado y exaltado, el sujeto primario de la celebración litúrgica, se ve remitida al ministerio consagrado como sujeto terciario de la liturgia. El ministro es, en la liturgia, no solo representante de la Iglesia a la que preside, sino representante también de Cristo, que se sitúa frente a la comunidad. Como en esta dimensión el sacerdote en la liturgia solo puede decir y hacer lo que desde sí mismo no puede ni hacer ni decir, sino que garantiza, habla y actúa in persona Christi, es decir, desde el sacramento, también, y precisamente, el sacerdote es parte constitutiva de los signos principales del culto cristiano. El núcleo de su servicio consiste precisamente no en representar a un ausente, sino «en la función iconográfica de reproducir ante sus hermanos y hermanas al Señor invisiblemente presente» que actúa como sumo sacerdote, y en hacerlo sacramentalmente - accesible a los sentidos»53 Se cierra así el círculo, en cuanto que el sacerdote, en su condición de sujeto terciario, remite a la Iglesia entera, como sujeto secundario, y a Cristo como sujeto primario de la liturgia. Hablar de sujeto primario, secundario y terciario de la liturgia puede sonar ciertamente un tanto abstracto y complicado. Pero es necesario hacerlo, si 52


se quiere preservar fielmente la concepción matizada y total de la liturgia del concilio Vaticano II que el papa Benedicto XVI ha sintetizado en una publicación anterior: «Ni el sacerdote por sí ni la comunidad por sí son portadores de la liturgia, sino que lo es el Cristo total, cabeza y miembros; lo son el sacerdote, la comunidad, cada persona concreta, en la medida en que están unidos con Cristo y lo representan en la comunión de la cabeza y de los miembros. En toda celebración litúrgica participa la Iglesia entera, el cielo y la tierra, Dios y el hombre, no solo en teoría, sino de una manera absolutamente real»". 3. Necesidad de un nuevo movimiento litúrgico Esta visión conciliar de la liturgia como celebración de la Iglesia entera tiene también capacidad suficiente para declarar insostenible la contraposición, muchas veces expresada después del concilio Vaticano II, según la cual antes del concilio habría sido el sacerdote el portador de la liturgia, mientras que después del concilio la comunidad ha sido elevada al rango honroso de sujeto de la celebración litúrgica. Esta consideración histórica dualista de una liturgia preconciliar y otra posconciliar pasa por al to sobre todo el primado - determinante para la Constitución sobre la sagrada liturgia - de la cristología en la liturgia, desde el que debe entenderse también lógicamente la interrelación de sacerdote y comunidad. Dado que sin centro cristológico la liturgia no es liturgia cristiana`, resulta inaplazable, en el curso de las actuales reflexiones, una breve mirada a la práctica pastoral actual de la liturgia. 3.1. Reforma de la reforma de la liturgia Aparece, en primer lugar, la necesidad de un nuevo movimiento litúrgico o, como el papa Benedicto XVI acostumbra decir, una «reforma de la reforma» 56. Si se entiende, en efecto, la evolución histórica de la liturgia como un proceso orgánico de crecimiento y de maduración, resulta imposible concebir la reforma litúrgica posterior al Vaticano II como un punto final que debe ser defendido con todas las fuerzas, tal como corresponde al conservadurismo de muchos progresistas. Debe, pues, ponerse en marcha el proyecto de una reforma de la reforma litúrgica no solo frente a los «enconados críticos» de la reforma litúrgica posconciliar -y ello tanto en lo que respecta a su aplicación concreta como también a sus fundamentos conciliares, que ven «la salvación solo en el rechazo total de la reforma»-, sino también frente a los «enconados defensores» de la reforma de la liturgia, para los que significa una «insoportable caída en el pecado» que «bajo determinadas condiciones vuelva a estar permitida la celebración de la sagrada liturgia según la última edición (1962) del Missale»57.

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La liturgia de la Iglesia debe poder evolucionar orgánicamente también en nuestros días, como ha afirmado Josef Andreas Jungmann en su comentario al artículo 23 de la Constitución sobre la sagrada liturgia: «La reforma de la liturgia no puede ser revolución. Debe intentar comprender el verdadero sentido y la estructura fundamental de los ritos transmitidos y debe, con cuidadosa valoración de los planteamientos ya existentes, llevarlos adelante y configurarlos en dirección a las necesidades pastorales de un culto viviente»58. Lo que, en todo esto, en verdad se necesita puede deducirse del hecho de que destacados teólogos, que se comprometieron, ya antes del concilio, en el movimiento litúrgico o que participaron en los trabajos conciliares, se convirtieron, poco después del concilio, en severos críticos de las evoluciones litúrgicas pos-conciliares. Ya pocos años después del fin del concilio, el liturgista Joseph Pascher se veía en la obligación de prevenir, a propósito de la Constitución sobre la sagrada liturgia, frente al así llamado «espíritu conciliar», contrario a los textos elaborados y aprobados por los padres conciliares59. Louis Bouyer, que fue consultor del Consejo litúrgico y que ha valorado la Constitución sobre la sagrada liturgia como uno de los más destacados acontecimientos religiosos del pasado siglo, ha percibido en la evolución posconciliar la peligrosa tendencia a acomodar hasta tal punto lo protooriginario de la liturgia cristiana a la vida cotidiana del hombre que ha desaparecido el sensorium creyente para el misterio de Dios presente en la liturgia". Max Thurian, que, en su condición de teólogo evangélico, fue observador del concilio y consultor del Consejo litúrgico, ha descubierto en la liturgia renovada una problemática orientación unidimensional que carecería, sobre todo, de la dimensión contemplativa de la liturgia'. Henri de Lubac, uno de los grandes pioneros y comentadores del concilio, en su análisis crítico - acometido ya a finales de la década de 1960 - de las interpretaciones derivadas del concilio Vaticano II, ha juzgado, también con la mirada puesta en la Constitución sobre la sagrada liturgia, que «ha sido con frecuencia mal entendida y a veces incluso desfigurada de manera poco menos que sacrílega» 62. Y el papa Benedicto XVI, que participó en las labores del concilio como consejero del cardenal Joseph Frings de Colonia, está convencido de que la crisis de la Iglesia que hoy día vivimos «se fundamenta en amplia medida en la decadencia de la liturgia, que es a veces concebida etsi Deus non daretur: de modo que en ella ya no importa que Dios exista o que nos hable y nos escuche»63. Pues allí, en efecto, donde se promueve el programa de una liturgia «de fabricación casera», existe el gran peligro de que la comunidad solo se celebre a sí misma. El cardenal Ratzinger promovía, por tanto, un nuevo movimiento litúrgico que resucite «la auténtica herencia del concilio Vaticano II»64

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Un nuevo movimiento litúrgico debe tener el valor tanto de percibir y de proteger los frutos positivos de la evolución litúrgica posconciliar como también de enfrentarse a sus lados en sombras y corregirlos. Debe tomarse como punto de partida para ello la pregunta, tan legítima como crítica, de si en la reforma litúrgica posconciliar se han llevado a cabo realmente, y en su totalidad, los deseos de los padres conciliares, o si no han quedado, desde varios puntos de vista, rezagados respecto de las nor mas básicas de la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia o se han salido, incluso, de ellas de caprichosa manera. Del mismo modo que hubo un movimiento litúrgico anterior al Vaticano II, cuyos frutos ya maduros pudieron introducirse en la constitución litúrgica, así también ahora necesitamos un nuevo movimiento litúrgico, con el objetivo de que vuelva a fructificar la herencia verdadera del concilio en la actual situación de la Iglesia. Y así como en el concilio, a la cuestión debatida en la comisión preparatoria de si no era en realidad necesario anteponer a las disposiciones litúrgicas conciliares no solo algunos principios fundamentales, sino también una amplia base teológica, se le dio una feliz solución en el segundo sentido, así también nosotros necesitamos hoy sobre todo un sólido afianzamiento de los fundamentos teológicos de la liturgia cristiana. Entran aquí, como ya se ha insinuado, no solo la revivificación del primado cristológico y de la dimensión cósmica de la liturgia, sino también, y sobre todo, el redes cubrimiento de la significación central del misterio pascual en la celebración de la liturgia cristiana, acerca del cual el cardenal Joseph Ratzinger ha juzgado, con razón, que la mayoría de los problemas en la realización concreta de la reforma litúrgica posconciliar se derivan de que «no se ha tenido suficientemente presente el punto de partida del concilio en la Pascua»: «Se ha fijado excesivamente la atención en lo meramente práctico y se ha caído, por tanto, en el peligro de perder de vista el centro»65 3.2. El culto en una nueva situación catecumenal La consolidación de los fundamentos teológico-litúrgicos se convierte en tarea urgente sobre todo cuando se aborda con espíritu sensible el conocimiento de la actual práctica pastoral. Bajo este aspecto, el problema nuclear consiste en que, por un lado, la comprensión de la liturgia del concilio Vaticano II, tan rica de contenido, presupone la fe practicante y, por otro lado, hoy día ya no se puede partir simplemente de este presupuesto. Son, no obstante, muchas las personas que también en nuestros días perciben la necesidad del culto, pero que depositan esperanzas de muy diversa índole en los servicios cúlticos de la Iglesia". Para resumir brevemente el problema pastoral que de aquí se deriva', pueden distinguirse al menos cinco diferentes actitudes expectativas: debe pensarse, en primer lugar, en el número, estable y abundante, tanto antes como ahora, de miembros de la Iglesia practicantes, que apuestan por una liturgia viva y creyentemente 55


celebrada en el lugar de su vida eclesial. No puede pasarse por alto, en segundo lugar, el número - que no debe infravalorarsede miembros de la Iglesia de actitud tradicional o totalmente tradicionalistas, que se sienten, ahora igual que antes, aclimatados en la llamada misa tridentina y que, por consiguiente, frente a una desbordada voluntad de experimentos litúrgicos, buscan refugio en otras parroquias y otras comunidades eclesiales. Se da, en tercer lugar, un número considerable y creciente de miembros de la Iglesia que viven pasivamente su pertenencia eclesial y solo se someten a la prueba de los hechos en las grandes solemnidades o en los momentos nucleares de su vida y que, por lo mismo, depositan en el culto de la Iglesia sobre todo expectativas de ritual de pasaje. Debe pensarse, en cuarto lugar, en los miembros de la Iglesia que han sido bautizados pero que se han parado en una situación propiamente precatecumenal y a los que puede designarse, en el mejor de los casos, como catecúmenos bautizados. Y no debe olvidarse, en quinto lugar, el opresivo número de los cristianos marginales y de los que se mantienen alejados, de los aconfesionales y no bautizados en la actual sociedad secularizada, pero que albergan, sin embargo, expectativas relativamente elevadas en los «servicios cultuales» de la Iglesia. A la vista de este multiforme panorama, no resulta en modo alguno fácil, si no ya directamente imposible, responder a las necesidades de los hombres en sus diversas situaciones existenciales y con sus diversas esperanzas, con una sola forma litúrgica oficial. Se plantea sobre todo la pregunta de si se puede y se debe dar una solución a estas múltiples expectativas con las formas sacramentales plenas de la liturgia eclesial o si en la actual situación pastoral no deberían ofrecerse servicios cúlticos de alguna manera pre-eucarísticos para adultos. Por un lado, en efecto, los hombres se encuentran sobrecargados con las liturgias sacramentales de la Iglesia; por otro lado, no se pueden computar como miembros de la Iglesia a estos hombres para simular una pertenencia eclesial de personas que apenas se acercan a los sacramentos y a la Iglesia. Por eso, no solo no sirve de ayuda, sino que resulta contraproducente, acomodar la configuración de las celebraciones sacramentales de la Iglesia a las diferentes actitudes de expectativa, de tal modo que puedan ser interiorizadas. Con este proceder, se privaría a las celebraciones sacramentales de su contenido interno y de su identidad eclesial. Las celebraciones sacramentales presuponen la fe y una clara pertenencia a la Iglesia, tal como acentúa expresamente la Constitución sobre la sagrada liturgia: «No solo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por eso se llaman sacramentos de la fe» 68. Entiendo, por tanto, que es un imperativo urgente de la actual hora pastoral desarrollar formas de celebración alternativas y distinguir entre celebraciones litúrgicas 56


precatecumenales o respectivamente catecumenales y liturgias sacramentales69, de acuerdo con el principio de que no toda celebración cultual es liturgia eclesial70. La Iglesia se enfrenta hoy al inmenso desafio que ya mencionó hace años la Comisión pastoral de los obispos alemanes de ampliar y diferenciar el repertorio de las celebraciones festivas y litúrgicas de tal modo que no sea necesario responder a todas las expectativas y necesidades inmediata y únicamente con un sacramento'. Si, por un lado, la Iglesia quiere y debe intentar dar respuesta a las múltiples expectativas depositadas por el hombre actual en los «servicios cúlticos» con el desarrollo de formas de celebración precatecumanales y catecumenales, debe, por otro lado, tomar la valerosa decisión de aportar las cuidadosas atenciones de una cultura litúrgico-eclesial propia, cuyo tema central son, y siguen siendo, las celebraciones sacramentales de la Iglesia, y ante todo y sobre todo las eucarísticas. Resulta desde aquí evidente la aceptación y revitalización por supuesto modificadas - de la disciplina del arcano de la Iglesia antigua, en la que los todavía no bautizados podían ciertamente participar en el servicio de la palabra, pero quedaban excluidos de la segunda parte de los actos cúlticos, en la que se cantaba el credo apostólico y se celebraba la eucaristía. La Iglesia puede entonces, con mayor apertura y no me nor sinceridad, salir al encuentro de las expectativas depositadas en los actos del culto por los hombres actuales, sin poner en marcha una almoneda de la liturgia, a condición de que tenga a la vez el valor de aportar los cuidados del arcano de la fe que le ha sido confiado a una con las liturgias sacramentales y que la liturgia de la Iglesia entiende y experimenta en primera línea como opus Dei, como obra de Dios en favor de los hombres y solo desde aquí como opus hominis, como obra del hombre. 3.3. El triple acorde de la vida eclesial Se plantea así, para concluir, la muy grave pregunta de si la liturgia no está sobrecargada, sobre todo cuando se le ha otorgado el primado en la vida eclesial. También bajo este aspecto demuestra la Constitución sobre la sagrada liturgia su carácter pionero. Ya en su artículo primero sitúa la deseada renovación litúrgica en el marco del programa pastoral conciliar global y menciona como meta del concilio «acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana»72. Sobre este trasfondo se perfila perfectamente la liturgia como «acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» 73. Pero la constitución destaca también, con idéntica determinación, que la acción de la Iglesia no se agota en la liturgia y que no puede de ningún modo identificarse la liturgia con la actividad total de la Iglesia. La constitución menciona, por tanto, deliberadamente, las actividades extralitúrgicas más destacadas de la Iglesia, como la guía hacia la fe, la asistencia a los fieles mediante la predicación y la catequesis y las múltiples labores de la pastoral. Parece, pues, lógico 57


definir, para concluir, el lugar concreto de la liturgia en la economía global de la Iglesia, que puede sintetizarse en tres movimientos básicos74. El primer movimiento básico de la Iglesia es la recepción, y más exactamente la recepción de la palabra de Dios. Ninguna persona puede inventarse ni decirse a sí misma el mensaje de que Dios está en favor de nosotros, los hombres, y de que es irrevocablemente fiable, de tal modo que podemos confiar en él y creerle. El hombre debe y puede permitir que se lo repitan una y otra vez. Creyendo reciben los cristianos la palabra que Dios nos dirige. Esta palabra es Dios mismo, sin méritos propios y por pura gracia. Dado que Dios se inclina a nosotros y se nos da, solo podemos recibirle con las manos vacías. La respuesta adecuada de los cristianos a la recepción de Dios y de su palabra solo puede consistir en la alabanza. Y este es el segundo movimiento básico de la Iglesia. Porque son creyentes quienes tienen tiempo, ante todo y sobre todo, para alabar a Dios y para celebrar en presencia de Dios su sagrada liturgia. Los fieles están tan llenos de la alabanza agradecida que no pueden desaprovechar ninguna ocasión importante para unir su voz al coro de alabanzas y ofrecer su aplauso a Dios por su actuación liberadora en la historia de los hombres, en la comunidad de la Iglesia y en la creación entera. Precisamente en el mundo actual, en el que los hombres no pueden construir ni arrebañar lo bastante, los creyentes se distinguen por el hecho de que se permiten el lujo demostrativo de la alabanza a Dios. Lo que los creyentes reciben de Dios y por lo que le alaban no pueden reservárselo para sí. Más bien, esta recepción empuja a compartirlo con otras personas. En esto consiste el tercer movimiento básico de la Iglesia cristiana. Los creyentes se caracterizan por el hecho de que difunden el mensaje de Dios, que es para ellos pan de vida, sobre todo entre aquellas personas que se sientan en necesidad y sombras de muerte, para que puedan llegar a la vida. Recibir, alabar, compartir - o en el lenguaje teológico técnico: martyría, leitourgía y diakonía - son los tres movimientos básicos de la Iglesia cristiana, los que configuran el triple acorde de la vida eclesial del que nadie puede apartarse si no se quiere per turbar totalmente la sinfonía. Lo mismo que en la música se empieza a cencerrear estrepitosamente cuando en el acorde triple falla uno de los tonos, así también surge por doquier, cuando uno de los tres movimientos básicos de la Iglesia falla, un «cristianismo cencerrearte» y cacofónico. El futuro de la Iglesia depende, pues, decisivamente de si vive de verdad el triple acorde armónico de recibir, alabar y compartir. 58


3.4. La liturgia como celebración y vida No es azar ni capricho que en estos tres movimientos básicos la liturgia aparezca situada en el centro. La liturgia cristiana da respuesta a lo que la Iglesia recibe, y no puede retener para sí sola lo que celebra. El culto, por tanto, y más en particular la eucaristía, no es simplemente un acto litúrgico. Quiere más bien, a partir de la liturgia, convertirse en amor cotidiano, del mismo modo que Jesús superó el culto veterotestamentario del sacrificio de animales y fundamentó en la cruz el nuevo culto de la entrega de su vida. Las necesidades de este culto no podían satisfacerse con el ofrecimiento de sacrificios materiales, ya fueran animales o cosas, como ocurría en el templo de Jerusalén. Jesús no ofreció algo, sino que se ofreció a sí mismo y así se ha convertido en el nuevo templo y ha traído al mundo un culto nuevo que no se realizó primariamente bajo una forma litúrgica. Jesús llevó más bien a cabo la verdadera liturgia en la cruz, mediante la entrega de su vida. La liturgia es el sacrificio que Jesús ofreció para mostrarnos su amor, que no tiene fronteras. En este amor somos introducidos sobre todo en la eucaristía, para convertirnos, también por nuestra parte, en personas que aman en la vida concreta. Del mismo modo que Jesús consumó su eucaristía en la cruz, así también el culto divino quiere realizarse en nosotros en primer lugar en la vida. Toda nuestra vida debe ser eucaristía, al ponernos a disposición de los demás como hostias vivas. En la eucaristía somos invitados e impulsados a introducirnos en el movimiento de entrega de Jesús que celebramos en ella y a convertirnos en ofrenda viva en Cristo, tal como expresamos en la plegaria eucarística: pedimos a Dios que el sacrificio de jesucristo que celebramos sacramentalmente en la eucaristía no esté presente en nosotros de una manera meramente externa, en cierto modo como frente a nosotros, ni aparezca como mero sacrificio objetivo y material que podríamos contemplar como los sacrificios materiales de los tiempos pasados y los de otras religiones. En este caso, no habríamos tenido todavía el valor suficiente para ascender hasta lo cristiano. Pero pedimos a Dios que la entrega de Cristo a Dios y a quienes celebramos en la eucaristía se interiorice en nosotros y que seamos aceptados nosotros mismos en el movimiento de entrega de jesús. O con otras palabras: pedimos a Dios ser, como Cristo y con Cristo, eucaristía, y de este modo agradables a Dios y provechosos para los hombres75. Desde aquí comienza también a entenderse que ya la tradición bíblica aplique un lenguaje eucarístico cultual a la existencia cristiana cotidiana y que considere, a la inversa, la misión de la Iglesia en el mundo como fruto de la eucaristía. El Nuevo Testamento ha asumido que el sacrificio verdadero consiste en la entrega incondicional a 59


Dios, en la confianza en Dios y en la palabra de la oración, a una con la idea del sacrificio de la palabra, la logiké latreía. Y así, Pablo exhorta a los cristianos de Roma «a ofreceros como sacrificio vivo y aceptable a Dios; sea este vuestro culto espiritual» (Rom 12,1). Esta misma convicción se encuentra en la Carta a los Hebreos: «Por medio de él [esto es, de Cristo] ofrecemos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre. No descuidéis la beneficencia y la solidaridad; tales son los sacrificios que agradan a Dios» (Heb 13,15). La acción de gracias como sacrificio es, por consiguiente, el auténtico culto que abarca la vida total de los cristianos ya antes de que se realice, en sentido estricto, en el culto litúrgico". Solo así es la liturgia el centro de la Iglesia y el corazón de la vida cristiana". De este corazón de la Iglesia brota toda vida y toda actividad y retorna de nuevo a él. Una de las líneas fundamentales de la teología litúrgica del papa Benedicto XVI consiste en que la liturgia quiere prolongarse en la vida cotidiana y no puede darse, por consiguiente, ninguna frontera definitiva entre liturgia y vida. Así lo expresaba, con palabras apremiantes, en un artículo publicado en una época muy temprana: «La fe cristiana lo refiere todo a la adoración de Dios, pero no de otra manera sino a través del amor humano»`. En la segunda parte de su libro sobre jesús de Nazaret vuelve de nuevo sobre esta idea, al destacar: «Caritas, la preocupación por los demás, no es un segundo sector del cristianismo junto al culto, sino que está anclado en este mismo y forma parte de él. Lo horizontal y lo vertical están indisolublemente unidos en la eucaristía, en la fracción del pan»". Y el papa considera que también la acción social de los cristianos tiene su fundamento en la práctica de la adoración: «Precisamente en este acto personalísimo del encuentro con el Señor madura también la misión social contenida en la eucaristía, que no solo se propone eliminar las barreras entre el Señor y nosotros sino, sobre todo, las barreras que nos separan a los unos de los otros»$°. Si contemplamos de una manera nueva esta significación de la liturgia de la Iglesia, que por nada puede ser sustituida, como vida y como celebración, entonces haremos nuestra cada vez más la respuesta de los mártires de Abitene: «Sine dominico non possumus».

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GEORGE AUGUSTIN

«Concédenos, Señor, participar dignamente de estos santos misterios, pues cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención»'. 1. Eucaristía: la salvación en su plenitud Dios nos ha amado primero, y este amor de Dios se ha manifestado en nosotros y se ha hecho visible del tal modo que ha enviado al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a él (cf. 1 Jn 4,9). Jesucristo es Dios hecho visible y experimentable. La fe cristiana se fundamenta en la persona de jesucristo y cristianos son, también en nuestros días, aquellos que creen que él vive. Jesús no solo transmite una doctrina, sino que se presenta a sí mismo como la verdad viva. Él es el «autor» de la fe y su «consumador» (Heb 12,2). Él es la piedra angular, él es el Dios al que adoramos. Las verdades que hemos de creer y las tareas que debemos cumplir deben ser contempladas ante todo en relación a Jesucristo y a su obra salvadora. Jesucristo permanece presente, como Resucitado, en medio de nosotros. Nos sale siempre al encuentro, una y otra vez, en la eucaristía. La eucaristía es el camino a través del cual se nos comunica el amor desbordante que en la encarnación de Dios se ha hecho visible en Jesucristo. Él es el sumo sacerdote y mediador entre Dios y los hombres. Es el autor de la salvación eterna (cf. Heb 5,9). Ejerce su sacerdocio en su autoentrega eterna al Padre. Él es el acceso eternamente abierto del hombre a Dios. En la entrega de su vida se ha manifestado el amor de Dios y, al mismo tiempo, él mismo abre la vía de acceso a este amor. Lo auténticamente determinante en la fe cristiana no son un par de ideas acertadas para la configuración del mundo, sino la persona misma de Jesucristo. Para nosotros, jesús es infinitamente más que una gran figura histórica: a través de su incesante actuación en su visible-invisible Iglesia, totalmente presente en la historia, es también al mismo tiempo - desbordando las fronteras de los años y de los siglos - la vida siempre 62


presente. Su presencia viva y permanente en la celebración de la eucaristía hace de esta lo que es. Su actuación para la salvación de los hombres no consiste solo en palabras, sino en las explicaciones de su ser y de su hacer. En su muerte en cruz se hunde, en la forma más radical, para redimir y santificar a los hombres. A este acto de amorosa entrega le ha dado Jesucristo presencia permanente mediante la institución de la eucaristía. En el pan y el vino se da él mismo, su cuerpo y su sangre, su vida por los creyentes. «La eucaristía nos arrastra al acto de entrega de Jesús. No solo recibimos estáticamente al Logos encarnado, sino que somos asumidos en la dinámica de la entrega»Z. La eucaristía no es, por tanto, simplemente una celebración litúrgica entre otras, ni tampoco simplemente uno de los siete sacramentos. La eucaristía contiene más bien, a modo de síntesis, el núcleo del misterio de la salvación3. En ella está dado, en to da su plenitud, el bien de la salvación y es la expresión plena del amor infinito de jesucristo a nosotros, los creyentes. En la eucaristía gozamos del don de su presencia en medio de nosotros, y por eso lo celebramos: presencia en la que todo tiene su fundamento, a partir de la cual todo se desarrolla y en la que todo alcanza su consumación. Jesucristo, en quien y por quien todo se «ha cumplido» (Jn 19,30). Él es la plenitud y la «consumación» tanto de la revelación como de la salvación. Cristo, el Señor, ha cumplido la obra de la redención y de la glorificación perfecta de Dios sobre todo a través del misterio pascual. En virtud de su pasión, su resurrección y su gloriosa ascensión al cielo nos ha redimido y ha creado las condiciones para que podamos participar de su vida divina. Podemos participar subjetivamente en esta redención objetiva, destinada a todos los hombres, mediante la concelebración creyente de la eucaristía. En la Constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II se hallan sintetizados los múltiples aspectos de este misterio de la salvación: «Nuestro Salvador, en la última cena, la noche en que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confiar así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera»4. En la última cena, en la que Cristo se despedía de sus discípulos, dio una interpretación anticipada de su muerte en cruz, al identificarse él mismo con el pan 63


partido. Este pan, en el que Cristo se pone en manos de otros, es el pan vivo que garantiza la vida eterna a quien lo come: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51). La eucaristía es, por tanto, la actualización conmemorativa de la pasión y la autoentrega de jesucristo. En la eucaristía se lleva a cabo sacramentalmente la obra salvífica de Jesucristo. Acontece así en virtud de la actualización del misterio pascual único de la pasión, resurrección y ascensión al cielo, que incluye su regreso en gloria. En la eucaristía se condensa la vida cristiana bajo forma sacramental. La eucaristía es el foco en el que confluyen y del que brotan todas las líneas de la vida cristiana. La eucaristía es la actualización del misterio pascual a través de palabras y acciones simbólicas. Se nos ha dado la comunión con Dios hasta tal punto que podemos identificarnos internamente con la entrega agradecida de Jesucristo. Toda celebración eucarística se sustenta, en efecto, en el único sacrificio de la cruz de jesucristo, que en el banquete sacrificial está sacramentalmente presente con el poder del Espíritu Santo. Cuando realizamos con fe, a una con el Hijo, su entrega eterna, participamos en la comunión de amor del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Se nos concede toda la riqueza de Jesucristo, abierta en virtud de su acción redentora. En Cristo podemos convertir en realidad en nosotros la comunión del Hijo con el Padre. Solo en comunión con Cristo podemos entregarnos al Padre como sacrificio, con amor y gratitud. En la eucaristía se lleva a cabo la obra de nuestra redención5. Es de gran importancia para una espiritualidad eucarística adecuada a nuestros tiempos que desarrollemos, para la coherencia global de la liturgia eucarística, una nueva concepción creyente. Solo una nueva mirada a la realidad total de la liturgia y una orientación espiritual a las fuentes bíblicas y teológicas pueden capacitar y estimular a todos los creyentes para una participación activa y efectiva. Celebramos la eucaristía desde niños. Celebramos todos los domingos este misterio de nuestra fe. Urge volver a recordar la significación central de este acontecimiento, porque la eucaristía es el centro de la fe y de la vida. Que descubramos una y otra vez la riqueza de este acontecimiento y nos convenzamos de ella es esencial para nuestra fe y para nuestra vida como cristianos. Para conseguir una renovación verdaderamente eucarística de la Iglesia, debe meditarse con fe e interiorizarse existencialmente este misterio. La meditación creyente en la eucaristía nos ayuda a tomar parte activa en esta celebración. Si comprendemos a fondo este misterio y este don de la fe, podemos celebrarlo con provecho espiritual. 64


Pero, ¿quién hay que entienda plena y totalmente la eucaristía? También aquí puede, con todo, decirse: si vivimos realmente lo poco que hemos comprendido del misterio de la eucaristía y partimos de estas nociones mínimas para dar un testimonio en favor de la presencia del Señor, es mucho lo que ha sucedido. La fe viva de la Iglesia es la clave para la comprensión de la verdad profunda de la eucaristía. Si nos mantenemos atentos, con fe henchida de confianza, despertarán nuestros sentidos internos y alcanzarán capacidad de percepción para las dimensiones más profundas de la realidad. Se mostrará así que el fundamento de una renovación espiritual y de una vivificación de la fe se halla en una comprensión profundizada de la eucaristía. Debemos aprender de nuevo a contemplar el misterio y a vivir de él. La riqueza de la fe eucarística y de la vida de la Iglesia es inagotable. El sacrificio eucarístico es «fuente y culminación de toda la vida cristiana»6. La eucaristía es «fuente y cima de toda la evangelización»'. Si la eucaristía ha de convertirse de hecho en fuente y cima de toda la vida cristiana, parece evidente que debemos dejar que mane con mayor abundancia esta fuente para nosotros, para nuestra espiritualidad y para nuestra vida y nuestra actividad cristiana. Una renovación realmente eucarística de la Iglesia es el fundamento de toda revitalización eclesial. Una comprensión profundizada de la eucaristía y una fe eucarística renovada son necesarias para que podamos alcanzar una nueva praxis eucarística. 2. La presencia real de Cristo en la eucaristía En la eucaristía no celebramos la memoria de un ausente, sino que el Señor mismo está presente como sumo sacerdote y ofrece a cada uno de los concelebrantes su presencia salvadora y santificadora. La eucaristía es el milagro de la presencia de Cristo en medio de nosotros. Es la celebración de la presencia personal de Jesucristo como el Resucitado'. El milagro de la presencia de Cristo acontece en virtud del Espíritu Santo. Es la obra del Espíritu Santo. La eucaristía es en su conjunto una oración humilde y al mismo tiempo eficaz para la venida del Espíritu Santo. Nuestros dones del pan y del vino, signos de nuestra vida y nuestra entrega, se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo para que, por el poder del Espíritu Santo, podamos participar en la mesa común con el Resucitado. En la celebración eucarística, Cristo es recibido y alabado como el anfitrión o, con mayor exactitud, como el comensal invitante que llama a los suyos a la comunión de mesa. Es Cristo quien invita al banquete. La eucaristía es un banquete que le pertenece al Señor y que de él brota. El banquete eucarístico es de una manera enteramente propia e intensiva el lugar de la 65


consumación de nuestra salvación. Es, por encima de todas las cosas, gozo. Debemos reunirnos con alegría, como hijos de Dios, en torno a su mesa. Hombre y Dios se encuentran, como en la encarnación de Dios. Pues de esto se trata en el banquete eucarístico: de que Dios mora con los hombres. La presencia eucarística es la presencia salvífica permanente y bienhechora de Dios junto a su pueblo. La presencia eucarística expresa que Jesucristo está realmente presente en los dones del pan y del vino. El presupuesto de esta fe es la confesión de que Dios está presente en Jesucristo de una manera real y corporal. La presencia de Cristo hace de la eucaristía lo que es. La presencia de Cristo confiere a la eucaristía su valor salvífico y su belleza. Nos sale al encuentro para ofrecernos su comunión y la plenitud de la vida. La presencia de jesucristo bajo los signos del pan y del vino se manifiesta así como una presencia oculta. No es solo su divinidad la que permanece oculta, sino que está también oculta su humanidad. El misterio de su presencia supera toda la capacidad de percepción de los sentidos. Para hallar una vía de acceso a esta verdad oculta se necesitan los ojos de la fe. Solo en la fe confiada podemos descubrir en los signos eucarísticos visibles la realidad invisible de Jesucristo. «Creo todo lo que el Hijo de Dios ha dicho, nada hay más verdadero que la palabra de la verdad»9. Nos hallamos aquí inmersos en un proceso de conocimiento que exige una indispensable medida de interpretación hermenéutica, pero que está al mismo tiempo dispuesto a aceptar una confesión. Se trata, pues, de confesar, como hizo el dubitativo apóstol Tomás: «Ve a jesús crucificado y resucitado y confiesa la verdadera fe. Ha visto una cosa y ha creído otra. Ha visto al hombre y ha reconocido en la fe a Dios cuando dijo: "¡Señor mío y Dios mío!"»'°. En la eucaristía vemos el cuerpo de Cristo y reconocemos en la fe la presencia oculta de Dios en medio de nosotros. «En la cruz estaba oculta solo la divinidad, pero aquí está oculta también la humanidad. Ambas busco, creyendo y confesando verdaderamente, como buscaba el buen ladrón. No veo, como Tomás, las heridas, pero te confieso como mi Dios. Haz que crea siempre en ti, ponga en ti mi esperanza, te ame». Jesucristo es el amor desbordante de Dios hecho carne. Jesucristo, como autocomunicación de Dios, dijo en la última cena: «Esto es mi cuerpo». La reclamación de verdad vinculada a esta autoafirmación de jesús plantea hoy un importante y grave desafio a la fe: «No dudes que es verdad. Acepta las palabras del Redentor en la fe de que él es la verdad, de que no miente»" El pan partido señala simbólicamente el cuerpo de Cristo entregado por nosotros en 66


la cruz. Al mismo tiempo, este pan, convertido por el Señor en suyo propio, contiene lo que significa, a saber, la comunión de vida personal con Cristo crucificado y resucitado. «El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10,16). Jesús se identifica muy estrechamente con los dones del pan y del vino que le representan y actualizan sacramentalmente. Se apropia muy íntimamente de este acontecimiento para que su voluntad de entrega total se haga sacramentalmente presente para nosotros. Podemos participar de su voluntad de entrega total para ser recibidos en la comunión del Hijo con el Padre. 3. La entrega de la vida de jesús y su actualización La eucaristía no es simple celebración en memoria de una acción redentora que ha quedado alojada en la lejanía histórica. Se identifica, en virtud de su misma esencia, con el sacrificio único e irrepetible de la cruz de jesucristo y solo se diferencia de él en cuanto que es su actualización sacramental en el tiempo y el espacio. La eucaristía alcanza su validez permanente ante Dios como actualización sacramental del sacrificio de la cruz. Es en la eucaristía, en efecto, donde ejerce Cristo su sacerdocio eterno y su eterno ministerio de mediador. «Este [Cristo], como permanece siempre, tiene un sacerdocio que no pasa. Así puede salvar plenamente a los que por su medio acuden a Dios, pues vive siempre para interceder por ellos» (Heb 7,24s). Estamos convencidos, siguiendo el mandamiento de Cristo y la praxis de la primitiva Iglesia, de que en la eucaristía se actualiza verdaderamente el acontecimiento del sacrificio de Cristo en la cruz: la entrega de sí mismo, en la que se expresa el amor de Dios. La entrega de la vida de jesús en la cruz es la revelación de la gloria de Dios. Esta gloria de Dios nos sale al encuentro en la actualización del sacrificio de la cruz en la eucaristía. De este modo somos asumidos en la unidad del Padre con el Hijo en el Espíritu Santo (cf. Jn 17,23). El misterio pascual es, por supuesto, único e irrepetible, y no necesita complemento. El sacrificio de la cruz tiene validez permanente a los ojos de Dios. No puede darse ningún sacrificio adicional al sacrificio de Cristo. «Con un solo sacrificio llevó a la perfección definitiva a los consagrados» (Heb 10,14). Todos los sacrificios del tiempo pasado fueron solo sombra del sacrificio perfecto que Cristo ha presentado en la cruz. Sobre todo la Carta a los Hebreos subraya el incomparable sacrificio de Cristo, que, como sumo sacerdote sin pecado y sin mancha, se ofreció a sí mismo, de una vez por todas, como «don» para el sacrificio (cf Heb 7,26ss). En esta autoentrega obtuvo Cristo con su sangre, «de una vez para siempre», redención permanente, en oposición a los 67


débiles y una y otra vez repetidos sacrificios de machos cabríos y novillos, que no tenían ningún poder (cf Heb 9,11-14; 10,4-14). El sacrificio de la cruz de jesucristo aconteció en un momento concreto de la historia y en un lugar determinado, pero este sacrificio tiene una referencia inmediata a cada hombre, dondequiera viva: recibimos esta inmediatez y esta simultaneidad en la eucaristía como actualización sacramental del sacrificio siempre permanente en el tiempo y en el espacio. En la eucaristía se hace presente el sacrificio de Cristo. «Esto es mi cuerpo por vosotros. Haced esto en memoria mía... En efecto, siempre que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,24-26). La proclamación de la muerte salvífica de jesucristo convierte a la eucaristía en signo sacramental de su cuerpo y de su sangre para un sacrificio visible, porque él es el sacerdote, la ofrenda y el altar. En el sacrificio de Cristo, lo decisivo no es su muerte física, sino el cumplimiento de su misión en la entrega al Padre como señal del amor radical de Dios a los hombres. La autoentrega de jesús cualifica en primer término su muerte física como signo visible del amor. La muerte de jesús es salvífica porque es la realización histórica y la revelación de la voluntad salvífica del Padre y de la entrega del Hijo por nosotros. En la eucaristía se hace presente para nosotros la entrega de la vida del Hijo al Padre, visible en el signo de la muerte en cruz. Con nuestra correalización creyente, participamos en la voluntad de entrega siempre permanente del Hijo al Padre. A través de nuestra participación en el sacrificio de Cristo estamos llenos de la vida divina, que es nuestra salvación. Nuestro sacrificio consiste, como el sacrificio de Cristo, en la entrega de nuestra vida al Padre en Cristo. Y así, nuestra concelebración es una correalización viviente del sacrificio de jesucristo en la cruz. Este es nuestro agradecimiento al Padre, en unión con Cristo y por su medio, por todo cuanto hemos recibido de él, y sobre todo porque Dios se nos ha dado a sí mismo en su Hijo. En la eucaristía participamos, por medio de la humanidad de jesucristo, en el sacrificio permanente de alabanza y de amor del Hijo eterno al Padre. En la actualización de la autoentrega permanente de jesucristo en el tiempo y en el espacio se nos transmite una inmediatez y una simultaneidad con este acontecimiento salvífico único y singular. Aquí, la celebración de la eucaristía abarca el presente y el futuro. Pues cuantas veces, en efecto, celebramos este sacrificio, anunciamos la muerte del Señor, hasta que vuelva (cf. 1 Cor 11,26). Jesús ofrece en la eucaristía a cada creyente inmediatamente su cercanía y su amistad personal, como en el pasado a sus discípulos en la sala de la última cena. Jesús nos asume en su acción de gracias como 68


Hijo. «En todo lo que ofrecemos, alabamos al creador del universo por medio de jesucristo, su Hijo, y del Espíritu Santo»'2. El sentido del sacrificio consiste para nosotros en que todo cuanto hemos recibido de Dios se lo devolvemos con agradecimiento. Nos situamos frente a Dios con la conciencia: quien no da a Dios, da demasiado poco. Así, nos entregamos nosotros mismos en la entrega de la gratitud y del amor a Dios. Aquí recibimos participación en la comunión íntima de amor del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Este sacrificio de la entrega a Dios no es posible para nosotros, los hombres, con nuestras solas fuerzas, y por eso nos unimos al único sumo sacerdote, Jesucristo. Dado que Cristo nos capacita para ello en virtud de su gracia, podemos unirnos totalmente, por él y con él, a Dios. «Ahora que hemos sido justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Jesucristo Señor nuestro. También por él - por la fe- hemos obtenido acceso a esta condición de gracia en la que nos encontramos, y podemos estar orgullosos esperando la gloria de Dios» (Rom 5,1s). Al asumir activamente, mediante la correalización creyente de la autoentrega de jesús al Padre, el ofrecimiento de la comunión íntima, nos convertimos en receptores de la salvación y de los frutos de la redención. Nuestra entrega es aceptada por Dios a través de Cristo y en virtud de su entrega somos confirmados y fortalecidos. Es una entrega total y universal de la vida al creador, fundamento de todo ser y de todos los dones. Entrega de la vida significa renuncia a todo: pensamientos, imágenes de Dios, concepciones, la propia voluntad. La eucaristía es el misterio de la ilimitación hacia Dios. La entrega profunda elimina las barreras de los creyentes hacia Dios, que sale amorosamente a nuestro encuentro, y hacia su infinita misericordia. En la entrega total queda el creyente internamente liberado. En esta entrega de la ilimitación, el ser humano no solo experimenta a Dios y su presencia, sino que en la presencia de Dios experimenta la comunión íntima con todos los santos, con todos los creyentes, con toda la humanidad - la unidad de la creación. La actitud básica de esta entrega a Dios es la de quien recibe, la de quien se abandona confiadamente a Dios. Es un abandonar-se en Jesucristo. De esta entrega extraemos nuevas energías, valor y también una alegría interna para poder cumplir, por él y con él y en él, la misión de nuestra vida. La singularidad del sacrificio de la cruz de jesucristo consiste precisamente en que el Hijo de Dios hecho hombre llevó a su culminación la glorificación del Padre y la redención de los hombres. Este acto de autoentrega total es la realización del amor a Dios y al prójimo. Para una autoentrega plena hace falta amor. En la entrega del sacrificio eucarístico encuentra su más alta realización el amor a Dios. Es la dimensión del 69


sacrificio la que convierte el banquete eucarístico en lo que propiamente es. Lo sacrificado es comido. La transformación a través del sacrificio acontece antes. Él mismo se devuelve a nosotros como banquete. El banquete eucarístico es el «banquete sacrificial» por excelencia, y por eso es infinitamente «santo». Este «banquete sagrado» litúrgico no puede confundirse con las restantes tertulias sociales; ni siquiera con una cierta exaltación festiva de la comunidad. No es tan solo una convivencia festiva. Lo que hace que el banquete eucarístico sea santo es la presencia de Dios. Proclamamos la muerte y resurrección del Señor. En esta proclamación glorificamos a Dios. En la palabra proclamada se produce hoy el acontecimiento salvífico. El sacrificio de Cristo se actualiza en el tiempo y en el espacio para nuestra salvación. 4. La celebración de la eucaristía como adoración de Dios La santa misa es el lugar adecuado de la adoración de Dios. La adoración no solo se da también fuera de la misa, sino que la celebración de la eucaristía es, en cuanto tal, adoración del Señor. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, ha vinculado en la última cena su presencia permanente a los signos del pan y del vino. La respuesta creyente a esta presencia oculta de Jesucristo en la eucaristía es la adoración. Ya Agustín establecía la conveniencia y la necesidad de la adoración eucarística. Se nos ha dado el pan eucarístico no solo para ser partido y repartido, sino también para ser contemplado y adorado. «Nadie come de esta carne sin haberla primero adorado... pecaríamos si no adoráramos»". Esta conocida sentencia agustiniana nos lleva hasta las profundidades del misterio eucarístico. Detenerse y permanecer ante «el milagro de todos los milagros» mantiene viva la conciencia creyente para la grandeza y la incomprensibilidad del misterio de la eucaristía. Se trata aquí de una mirada interior, como pone en claro la escena de la transfiguración de los evangelios sinópticos: «Delante de ellos se transfiguró; su rostro resplandeció como el sol, sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17,2). Esto equivale para nosotros al requerimiento de descubrir en la celebración de la eucaristía el rostro transfigurado de aquel en quien se refleja el misterio de Dios. Este requerimiento tiene su igual en el otro: descubrir tras el culto sacramental de la Iglesia la presencia sanante y vivificante de Dios. Toda celebración litúrgica de la eucaristía debería ser entendida como adoración y glorificación de Dios con entrega plena. La celebración de la eucaristía acontece, en efecto, en el lenguaje doxológico de la alabanza, la aclamación, el agradecimiento y la súplica. La Iglesia celebra con alabanza y agradecimiento la presencia de la muerte y

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resurrección de jesucristo en la eucaristía. Comoquiera que Cristo lo ha devuelto todo al Padre, la eucaristía es el sacrificio de alabanza perfecto de la creación. Adorar a Cristo en el sacramento de la eucaristía significa descubrir la verdad oculta en los signos del pan y del vino. Reconocemos ante nuestro creador que somos criaturas. La adoración es la actitud adecuada de la criatura ante el creador. La humanidad ha buscado siempre la manera correcta de venerar a Dios. Todas las religiones han intenta do descubrir un camino adecuado para gozarse en el creador y para complacerse en la realidad y el origen de toda vida. La revelación cristiana está convencida de que ha encontrado el camino para llevar a los hombres a la única adoración adecuada de Dios. Este es el sentido de la santa misa: no está hecha en su núcleo por manos humanas, sino que es aquello que los hombres anhelan: no solo búsqueda, sino sobre todo descubrimiento y júbilo. Apenas llegamos a comprender la significación central de la santa misa, nos sentimos agradecidos por el don de la salvación. «Es un don de tu gracia, que te agradecemos» 14. La verdadera adoración divina es una entrega ilimitada de nosotros mismos a Dios. En esta autoentrega ganamos de nuevo en Cristo la presencia que todo lo transforma. En la adoración eucarística no traemos a Cristo a nuestra presencia, sino que somos asumidos en su presencia. Esto solo puede acontecer si nosotros mismos nos abrimos y nos dejamos insertar en su presencia que todo lo transforma. Si ponemos deliberadamente en su presencia nuestra vida y todo cuanto nos mueve internamente, aprenderemos a contemplar nuestra vida desde su perspectiva. El Señor presente en la eucaristía nos invita a «permanecer a su lado». La presencia de Cristo cambia y transforma nuestra vida y nuestra biografía. En la adoración dirigimos nuestras miradas y nuestro corazón al Señor presente en nuestro mismo centro. A través de la forma consagrada contemplamos el cielo abierto. Olvidamos por un momento nuestras preocupaciones, cambiamos nuestro mundo, llevamos a la humanidad entera y al mundo a su presencia para transformarlos y renovarlos. La adoración ayuda a superar el lado terrenal del hombre. Todo ser humano tiene la tendencia a fijarse en este lado terreno. La eucaristía nos libera de esta fijación. Por medio de la adoración del Señor recibimos el necesario contrapeso para nuestra vida cotidiana y al mismo tiempo un fundamento para nuestra vida. Son muchas las tareas de la vida cotidiana que intentan situarse en el centro y no pocas veces somos nosotros mismos quienes pugnamos por ocuparlo. La adoración de Dios lleva a la valoración correcta en nuestra vida. En la adoración es Dios quien se sitúa en el punto central y lleva a lo auténtico, a aquello que configura nuestra vida diaria. De ahí que la 71


adoración no sea simplemente contrapeso, sino también fundamento. Quien permite que su corazón dependa de las cosas terrenas, quien solo busca su gloria y su estimación, se esclaviza a sí mismo. Pero la adoración y la auténtica veneración de Dios nos otorgan una libertad interior, ensanchan nuestro corazón y posibilitan un trato distanciado con los hombres y los bienes de este mundo. En la adoración de Dios, en la presencia de Dios, redescubrimos una y otra vez nuestra tarea y nos sentimos impulsados de nuevo a la acción. La adoración eucarística es, por tanto, una consecuencia lógica del misterio eucarístico mismo y posee una conexión interna esencial con la cumbre de la celebración eucarística: con la adoración. La adoración de Dios es la forma suprema de la veneración y la glorificación de Dios. Toda celebración eucarística es un acto de adoración. En presencia del Señor, el hombre solo puede ser un adorador. En la eucaristía se ve el hombre liberado de su autoadoración y llevado a la adoración de Dios. Toda acción y todo cambio real hacia el bien están precedidos por la adoración de Dios, el creador. Solo ella nos hace verdaderamente libres y solo ella puede proporcionarnos los verdaderos criterios para nuestras acciones. En una época en la que, al parecer, cada cual se toma a sí mismo como criterio único, es muy importante destacar la dimensión de la adoración de Dios. Si el pan eucarístico no fuera digno de adoración, comer este pan no tendría ningún valor. No ocupa el primer plano la simple comida, el acto de ingerir el alimento, sino que más bien la celebración litúrgica abre en el misterio eucarístico de la presencia real del Dios vivo un espacio de encuentro vivificante y posibilita de este modo una unión íntima de Dios y el hombre. Es Dios mismo quien nos sale al encuentro y desea hacerse uno con nosotros. Este encuentro y esta unión solo pueden tener lugar en adoración profunda. Este a quien adoramos en la eucaristía es el Emmanuel, el «Dios con nosotros», el «Dios para nosotros» que ha venido al mundo para redimirnos. Está presente en medio de nosotros, para liberarnos. Quiere romper las cadenas del error, del egoísmo y del pecado que nos mantienen cautivos. Se llega a nosotros para liberar con su amor y transformar nuestro corazón. Solo en la actitud humilde de la adoración podemos recibirlo con sinceridad total. Recibir la sagrada comunión significa adorar a quien recibimos. En esta recepción con actitud adoradora nos hacemos uno por él y con él. Al recibir la comunión debemos ser conscientes de un segundo aspecto esencial. Es verdad que recibimos a Cristo. Pero más importante y más esencial es que Cristo nos recibe a nosotros. Le rogamos que nos considere dignos de ser recibidos. Aquí coinciden la adoración, la recepción y el encuentro auténtico. De este encuentro personal transformado con el Señor surge la misión para un nuevo quehacer en el mundo. 72


Se perfila aquí un cambio de perspectiva. En la adoración dirigimos la mirada a Cristo, lejos de nosotros y de nuestras dificultades y problemas, para aprender a reordenarlos y a verlos de manera nueva desde la perspectiva del Señor. La adoración nos lleva a la confianza y nos incita a entregarnos a él, a confiar en él. Puede dar cumplimiento pleno a las expectativas de nuestro corazón. La adoración eucarística es una mirada dirigida a Cristo para recibir de él nueva orientación para nuestra fe y nuestra vida. La eucaristía nos exhorta: «Fijos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús» (Heb 12,2). Contemplo a Dios, y Dios me contempla a mí. El encuentro en adoración con el Señor es la fuente de nuestra verdadera alegría. En la adoración fortalecemos nuestra fe en su presencia real en la eucaristía. Confesamos: «Estás con nosotros». El Señor Jesucristo está verdaderamente con nosotros. Él, en cuanto «Dios-con-nosotros», nos asegura que está siempre entre los suyos: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). En la certeza de su presencia y de su amistad recibimos una profunda alegría y un entusiasmo interno para la vida. La alegría de testificar a todos los hombres su firme y suave presencia es nuestro deber eucarístico para el mundo de hoy. La eucaristía es, pues, glorificación de Dios en el sentido del primer mandamiento. Le adoramos y le glorificamos sin pretender conseguir ninguna utilidad determinada, porque Dios es Dios. Como criaturas suyas, debemos tributarle adoración y gloria. En la meta de la glorificación de Dios se manifiesta también la conexión interna del sacerdocio ministerial con el sacerdocio espiritual de todos los creyentes. El servicio sacerdotal debe tener su centro en la glorificación de Dios. La verdadera significación de la designación de los creyentes como comunidad sacerdotal no consiste, en efecto, en la organización intraeclesial o en la distribución de servicios y ministerios, sino en el ofrecimiento de nuestra vida «como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios» (Rom 12,1). Es él quien ha dado a todos los creyentes la dignidad del sacerdocio real ante Dios, su Padre. «A él la gloria» (Ap 1,6). La participación activa en la eucaristía y su adecuada celebración no es otra cosa sino asociar y unir la entrega de nuestra vida con la entrega de la vida de Cristo, para gloria de Dios Padre. Unir el sacrificio de nuestra vida con el sacrificio de Cristo, esa es la verdadera glorificación de Dios. En la celebración de la eucaristía adoramos a Dios. La forma suprema de la comunión solo se alcanza allí donde la comunidad adora a Dios y le tributa gloria. Los creyentes que celebran la eucaristía forman una comunidad de adoración. Tributamos gloria a Dios. La comunidad que honra y glorifica a Dios, una comunidad que adora a Dios, esto es la Iglesia. 73


La totalidad, pues, de la celebración eucarística se construye sobre la fe en el Dios trino. En la eucaristía se actualiza en el Es píritu Santo la entrega del Hijo al Padre. Por él y con él y en él, se le ofrece a Dios, Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria. 5. La concelebración activa como nuestra entrega a Dios La eucaristía es la actualización sacramental del misterio de la Pascua, a través de la cual Cristo ha manifestado, mediante su muerte y resurrección, su comunión íntima con el Padre y, por medio de la humanidad que ha recibido, nos ha abierto, de una vez para siempre, acceso a esta comunión. En virtud de la concelebración creyente y confesora de la eucaristía participamos de esta comunión y la convertimos en realidad en nuestra vida. Mediante la eucaristía, somos aceptados en el misterio intratrinitario del amor y de la entrega. Acontece así a través de nuestra correalización creyente y amante de la entrega total de jesús a la voluntad del Padre. Aquí nos incluye Jesús en su filiación divina con el Padre en el Espíritu Santo. Al participar en el cuerpo de Cristo, se nos otorga la comunión del Hijo con el Padre. Nos hacemos así cada vez más parecidos al espíritu de jesús y cada vez más configurados según él. Tomamos parte activa en la celebración de la eucaristía cuando hacemos realidad nuestra relación sacerdotal ante Dios15. Sucede así cuando por medio de jesucristo presentamos ofrendas espirituales y agradables a Dios. No debemos asistir a este misterio de la fe como observadores exteriores y mudos' Se hace especialmente visible y perceptible este contenido central de la fe en la plegaria eucarística, donde se actualiza el diálogo trinitario entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo - un diálogo al que también los creyentes podemos incorporarnos-. La partici pación activa en la eucaristía no es para nosotros otra cosa sino dejarnos introducir en este diálogo intratrinitario. La expresión de nuestra entrega es la petición de fe, esperanza y amor dirigida al Señor. Porque solo Cristo puede concedernos esta gracia. Es la petición del don de poder vivir siempre desde la fuerza de la presencia de Cristo: «Concédenos vivir siempre de ti»". Si nuestra fe en la realidad del misterio de la eucaristía palidece, aumenta al mismo tiempo la tentación latente de celebrarnos cada vez más a nosotros mismos en vez de a Dios y al don de la salvación. Cuanto más profundizamos en nuestra fe en la grandiosidad y la excelsitud de la eucaristía, tanto más podemos participar activamente y con provecho espiritual en su concelebración. El presupuesto para una participación activa en la celebración de la eucaristía es la profundización y la vivificación de nuestra fe en el misterio de la presencia oculta de Dios. La percepción consciente y creyente de su presencia en los signos del pan y del vino nos lleva a una actitud interior 74


verdaderamente adecuada a este misterio: entrega y donación de la vida entera, veneración y adoración. La presencia sacramental de Cristo en la eucaristía no depende de las agitadas actividades de la comunidad congregada para el ágape ni de la pluralidad de formas de celebración. Es, más bien, la presencia oculta del Señor la que hace posible la comunidad del ágape, la que distingue la forma de la celebración de todas las celebraciones profanas y la que convierte las celebraciones eucarísticas en singulares y únicas. La eucaristía es algo divino, aunque con frecuencia presente una configuración demasiado humana. La eucaristía es, pues, un acontecimiento espiritual. No se trata aquí en primera línea de una forma meramente exterior de participación activa, sino sobre todo de una participación consciente interior. Lo esencial en toda actividad espiritual no es el hacer, sino la propia entrega: permanecer fieles a nuestro sacerdocio mediante la adoración de Dios y la entrega. En la eucaristía, el cielo toca la tierra para salvarla y redimirla. Nuestra actuación litúrgica está vinculada con la invisible liturgia celeste. Puede percibirse aquí la fuerza espiritual, la increíble belleza, santidad y amor que se manifiestan en la eucaristía. La celebración de la eucaristía nos transmite ya una vislumbre de la belleza del cielo. La participación activa en la eucaristía es ya la participación en la plena belleza futura, prometida y ya ahora experimentable mediante la participación. La concelebración de la eucaristía no se limita simplemente a la recepción pasiva de los dones salvíficos, sino que se inserta activamente en el seguimiento de Jesucristo. Al presentar la ofrenda de la fe y de la entrega de la vida, entramos dentro de la relación filial de jesús al Padre. «A aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión, también los hace partícipes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto espiritual, para gloria de Dios y salvación de los hombres» (LG 34). Llevamos a cabo, a una con jesús, su gratitud y su entrega al Padre. Esta correalización del amor en el Espíritu Santo significa para nosotros la participación en la vida de Dios, que es la salvación en su plenitud. Forma parte, en efecto, del acto redentor de jesucristo no solo que ha llevado a cabo la salvación en algún punto y en algún momento de la historia, sino también que tengamos la posibilidad y la capacidad de aceptar hoy esta salvación. Cuando se celebra la eucaristía con una actitud fundamental espiritual, nos puede llevar a Dios. «Ahora, hermanos, por la misericordia de Dios os exhorto a ofreceros como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: sea este vuestro culto espiritual» (Rom 75


12,1). «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de un templo espiritual y formáis un sacerdocio santo que ofrece sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe 2,5). Los sacrificios espirituales deben entenderse ante todo como imitaciones voluntarias de la ofrenda del sacrificio de Cristo, para entrar en la gloria de Dios. La participación activa en la liturgia no significa, con todo, que los concelebrantes deban llevar a cabo siempre y necesariamente una tarea litúrgica. Lo esencial es más bien que, en cuanto concelebrantes de la eucaristía, desarrollemos una fascinación auténtica ante el gran misterio de la fe y que nos vinculemos existencialmente en la fe y la veneración con la autoentrega de Jesucristo. La celebración sacramental de la eucaristía es, en efecto, ante todo y sobre todo, la obra salvífica de Dios en favor de los hombres. En el centro de las celebraciones eucarísticas no se sitúa ni el sacerdote celebrante ni la asamblea de los fieles, sino Jesucristo mismo. Nos reúne como único sumo sacerdote, en torno a su mesa (cf. 1 Cor 10,21). Nos proclama su mensaje y fortalece nuestra fe y nos prepara así para el encuentro íntimo con él. Toma en sus manos nuestras ofrendas de pan y vino. Él mismo pronuncia sobre los dones la gran alabanza, la oración eucarística del agradecimiento. El sacerdote pronuncia las palabras de la institución en primera persona del singular para poner en claro que quien actúa no es el sacerdote celebrante, sino el Señor presente. En virtud de su eficaz acción impulsada por la gracia, el pan y el vino se transforman en su cuerpo y su sangre. Se da él mismo como alimento espiritual para nuestro viaje como peregrinos en la tierra. En la gran oración de acción de gracias nos sabemos uno con el Señor presente como compañero de camino en marcha hacia el Padre celeste. La eucaristía es acción de gracias a Dios Padre por los bienes salvíficos: acción de gracias y alabanza con Cristo. Existen numerosas razones para dar incesantemente gracias a Dios. Es don de la gracia que le alabemos por su bondad. La eucaristía es un don, no un deber, ni tampoco un derecho. No tenemos ningún «derecho» a la eucaristía... a lo sumo, un deber. En la eucaristía podemos celebrar a Dios y mediante esta celebración podemos participar en su vida. En virtud de la participación íntima y creyente en la eucaristía santificamos el día del Señor, el domingo. La participación en la eucaristía debería llevarse a cabo de forma regular y con convencimiento. Se trata aquí de despertar de nue vo en nosotros la admiración y el amor a este gran sacramento, que es el auténtico tesoro de nuestra fe. En la celebración de la eucaristía es importante contemplar el ministerio consagrado, no los poderes y los carismas de cada sacerdote en particular, y desviar siempre la mirada 76


de su persona a Cristo. Quien actúa es Cristo. De él se trata. A través del ministerio consagrado da la Iglesia la seguridad de que esta actuación del sacerdote es una acción ministerial de la Iglesia tras la que se encuentra el mismo Cristo`. Por eso es importante entender la santa misa como la celebración de la Iglesia entera, en unión con todos los creyentes y santos. No es sino demasiado humano que en la eucaristía no percibamos siempre de la misma manera la presencia del Señor. Puede a veces ser muy «seca y aburrida». Podemos estar distraídos, dudar, y a pesar de todo es importante llevar a cabo, en la celebración de la eucaristía, un acto de fe. Lo determinante es la participación espiritual en el misterio de la eucaristía en la fe y en el amor. «Pedimos al Señor, en el sacrificio de la misa, que "recibida la ofrenda de la víctima espiritual", haga de nosotros mismos una "ofrenda eterna" para sí»'9. Lo que en realidad importa es concelebrar la eucaristía con una actitud interior de fe y de amor. El concilio Vaticano II nos exhorta a participar activamente en la eucaristía: «Den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no solo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos»Z°. Todo cuanto se lleva a cabo en la eucaristía acontece por, en y con Cristo. Por eso debemos también nosotros abrirnos con todas nuestras fuerzas a la voluntad del Padre y entrar en una afectuosa comunión de voluntad con él. Mediante la concelebración creyente de la eucaristía participamos en la comunión de vida trinitaria del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Tomamos parte activa en la eucaristía si presentamos ante Dios, como nuestra ofrenda personal, los problemas de nuestra vida y nuestras esperanzas y necesidades, nuestros desengaños y sufrimientos, pero también todo cuanto nos proporciona alegría, las cosas buenas que hemos conseguido, y hacemos nuestra la voluntad de autoentrega de Jesús. A través de la actividad existencial de la fe nos unimos con Dios y con su voluntad salvífica. Nos entregamos con nuestra existencia a Dios. Cristo mismo se une con nosotros y nos incluye en su actitud de entrega al Padre, de quien lo recibimos todo. En el culto no nos celebramos a nosotros mismos, sino a Dios y su presencia. Los creyentes celebrantes - también el sacerdote es un celebrante creyente - se gozan en Dios y en su presencia salvadora. Dan gracias a Dios por la salvación concedida. Damos gracias a Dios «por su don inapreciable» (2 Cor 9,15). Damos gracias en Cristo Jesús «para alabanza de su gloria» (Ef 1,12), en virtud del poder del Espíritu Santo. 77


La liturgia debe ser, por supuesto, adecuada y atractivamente configurada. Pero debemos celebrar la eucaristía con la conciencia de que lo que en definitiva importa no es nuestra configuración ni nuestras palabras, sino el don de su presencia y sus palabras salvadoras. El tema y el contenido de toda celebración eucarística son siempre Dios, su relación con nosotros y nuestra relación con él. En toda celebración se nos da Dios incondicionalmente y nosotros, por nuestra parte, podemos siempre profundizar cada vez más en su presencia la relación interna con él. La celebración eucarística es también, en su totalidad, la súplica a Dios para que recibamos la plenitud de la vida y del amor. Por eso, el Jueves Santo pedimos en la misa vespertina de la Cena del Señor: «Señor Dios nuestro, nos has convocado hoy para celebrar aquella misma memorable Cena en que tu Hijo, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el banquete de su amor, el sacrificio nuevo de la Alianza eterna; te pedimos que la celebración de estos santos misterios nos lleve a alcanzar plenitud de amor y de vida». 6. La comunión como encuentro con Dios La eucaristía se distingue de los restantes sacramentos por el hecho de que no solo contiene la gracia de Cristo, sino a Cristo mismo por entero. De ahí que en la comunión se produzca una unión interna con Cristo. Esta unión encuentra su plenitud a través de la fe y del amor. En la comunión llega a su culminación la unión con Cristo. Quien consume la comida eucarística puede saborearla y hacerse uno con ella`. En la comunión concede Dios participación en su vida divina, pues en este sacramento se halla jesús corporalmente presente. Debemos acercarnos al Señor con el cuerpo y el corazón. Él está más cerca de nosotros que nosotros mismos. En la comunión alcanza su cumplimiento el anhelo protohumano del encuentro con Dios y de la unión con él, pues la meta de la vida humana es la comunión irrevocable con Dios. En la celebración de la misa se nos da esta comunión como sabor anticipado de la comunión definitiva con Dios. Toda celebración de la eucaristía es una de las formas más intensas del encuentro hombre-Dios. Dios viene a nosotros. Nosotros vamos a él. Este encuentro otorga gracia y salvación. Dios se otorga a sí mismo. El valor infinito de la eucaristía consiste en que nos garantiza la participación en la vida de Dios. La eucaristía es infinitamente valiosa porque en esta celebración se da el Señor a sí mismo. La eucaristía es el lugar del encuentro personal con jesucristo, un signo de la oración de acción de gracias y de la comunión sacramental. Jesús nos sale al encuentro como centro de toda la creación y como mediador de la salvación.

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Mediante la recepción de la sagrada comunión se nos concede una comunión íntima con Dios. En virtud de la mediación del cuerpo de Cristo surge una comunicación entre Dios y el hombre. Por él tenemos acceso a Dios. A través del cuerpo y de la sangre de Cristo recibimos una comunión renovada y profundizada con Dios en el amor. En el momento de la comunión se nos da de nuevo, en forma sacramental, Cristo, que a través de su vida, su muerte y su resurrección, lo ha dado todo por nosotros. El cuerpo de Cristo que recibimos es el alimento espiritual, la medicina de la inmortalidad con la que se lleva a cabo la unión mística con Cristo. La eucaristía es el alimento para el camino de peregrinación de nuestra vida. Los Padres de la Iglesia describen a través de un maravilloso lenguaje en imágenes lo que acontece en la comunión. Interpretan la autoentrega de jesús en la cruz y el alimento eucarístico como un proceso de lactancia. Presentan a Cristo como una madre que alimenta a sus hijos a sus pechos. Esta bella imagen de la eucaristía como leche materna de Dios y de Cristo nos muestra cómo la eucaristía es alimento para nosotros. Jesús se nos da como alimento para la vida eterna: como medicina y comida de la inmortalidad. Nos fortalece en cuerpo y alma. La meta de la celebración de la eucaristía es la transformación de la vida de quienes que la celebran`. Esta transformación del receptor de la eucaristía se expresa de bella manera en una visión que tuvo Agustín ya antes de su conversión. En esta visión, una voz le decía: «Yo soy el pan de los fuertes. ¡Cómeme! Pero no serás tú quien me transforme a mí en ti, sino que seré yo quien te transformaré a ti en mí»23. En la recepción de la comunión no asimilamos simplemente el cuerpo de Cristo en nuestra vida orgánica, sino que más bien somos asimilados en el organismo místico del cuerpo de Cristo. Se hace así patente la diferencia fundamental entre la comida normal cotidiana y la comida eucarística. Mientras que en la comida habitual el hombre es el más fuerte, pues asume en sí los alimentos y los asimila a su cuerpo, de modo que se convierten en parte de su propia sustancia, en la comida eucarística el más fuerte es Cristo, pues somos asimilados a él, nos hacemos uno con él y entre nosotros y configuramos nuestra vida a partir del banquete eucarístico, de tal modo que nuestra existencia entera puede convertirse en eucaristía. En la comunión recibimos a Cristo bajo la forma del pan. Pero en realidad es Cristo quien nos recibe a nosotros en la comunión. También por esta razón debemos mostrarnos dignos de ser recibidos. En la comunión no solo recibimos a Cristo en nosotros, sino que Cristo, el Dios de nuestra vida, nos asume totalmente. En su presencia 79


puedo ser como soy. Esta presencia transforma la vida: alcanzo una nueva valoración. Experimento su benevolencia y su gracia. Ser recibido por él es la gracia de todas las gracias. En su presencia puedo descubrir mi auténtica grandeza humana. En la comunión se produce un encuentro personal con Dios a través del cual se llega a un intercambio vital del ser humano con Dios. Mediante el encuentro personal con Dios en la eucaristía recibimos el perdón de nuestros pecados. Quedamos santificados en cuerpo y alma y convertidos en una nueva creación en la comunión de Dios y el hombre en el amor. Como Dios se nos da enteramente, quedamos capacitados para vivir totalmente desde la presencia de Dios, que es más íntima a nosotros que nosotros mismos24. Dado que Dios viene a nosotros y fija en nosotros su morada (cf. Jn 14,23), podemos confesar con corazón alegre: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). La unión entre quienes celebran el banquete sacrificial eucarístico es la del cuerpo de Cristo, pues el pan único que jesús da es él mismo. Y así, por medio de él, que se da, todos somos su cuerpo. Agustín ha dado expresión clásica a esta fe: «Somos asumidos en su cuerpo, somos sus miembros y nos convertimos en lo que recibimos». El cuerpo eucarístico único fundamenta la unidad. Con el pan tenemos participación directa en el Señor único. La comunión de la Iglesia y la comunión de la eucaristía forman una unidad indisoluble. La comunión eucarística de los creyentes con Cristo es también a la vez una comunión de los creyentes entre sí, a saber, la comunión en su cuerpo, que es la Iglesia. La comunión eucarística es al mismo tiempo participación personal de los creyentes entre sí en Cristo. Por eso, la Iglesia no es una agrupación libre de personas de una misma fe, sino que es una institución sacramental. La Iglesia surgió en el cenáculo y se realiza en cada celebración eucarística. La Iglesia vive de la eucaristía25. La Iglesia es Iglesia en la eucaristía. La eucaristía hace de la Iglesia lo que genuinamente es, a saber, el cuerpo de Cristo. La celebración de la eucaristía no solo edifica la comunión eclesial, sino que profundiza cada vez más en ella. La eucaristía es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. La eucaristía es el sacramento de la comunión eclesial. La eucaristía fortalece esta comunión eclesial y la lleva a su perfección. La eucaristía constituye un vínculo de comunión tanto en la dimensión invisible de la vida de la gracia como en la dimensión visible en la comunidad de los creyentes. La eucaristía es la suprema representación sacramental de la comunión en la Iglesia. Mientras que el bautismo es el inicio y el punto de partida de la vida cristiana y de la existencia eclesial, la eucaristía es su plenitud y su 80


culminación. La comunión eucarística forma, por consiguiente, el fundamento de la Iglesia y constituye la cima de la comunión eclesial. Existe una estrecha conexión entre la comunión y la contemplación. Sin adoración no puede darse ninguna comunión auténtica con el Señor. Es parte constitutiva de la comunión la acción de gracias en adoración. La celebración de la santa eucaristía es, en efecto, una acción de gracias existencial. Damos gracias por la salvación, pues Cristo ha llenado las más hondas expectativas del hombre por un auténtico futuro y por un genuino nuevo comienzo y ha puesto los cimientos de nuestra fe y de nuestra esperanza. No es un deber que se nos ha impuesto, sino una elección que se nos ha concedido. 7. La misión eucarística para el seguimiento de Cristo En la celebración de la eucaristía revela Cristo el misterio de su vida como servicio de Dios a los hombres. Nos envía al mundo para realizar el misterio de su vida: «Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que se haga vuestro servidor... Pues este hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mc 10,45). La eucaristía es una misión para acompañar a jesús en su camino y para vivir como él vivió, por los suyos. La vida cristiana significa igualación constante con la figura de Cristo e imitación de la existencia de jesús por los demás. La misión eucarística es, por consiguiente, una misión para la realización del amor, para la glorificación de Dios en nuestra vida cotidiana. Esto acontece sobre todo bajo la forma del amor al prójimo: «Nosotros amamos porque él nos amó primero... Si uno no ama al hermano suyo, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y el mandato que nos dio es que quien ama a Dios ame también a su hermano» (1 Jn 4,19-21). La celebración eucarística nos capacita y nos fortalece para una vida consciente en el seguimiento de Cristo cada día. Mediante la recepción de la gracia somos confirmados para un amor activo. «Por tanto, de la liturgia, sobre todo de la eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin»Z6. Fortalecidos por medio del cuerpo de Cristo en la celebración eucarística, representamos de manera concreta la unidad del pueblo de Dios, que es adecuadamente caracterizada y maravillosamente causada a través de este excelso sacramento". En la eucaristía recibimos corporalmente el amor de Dios para seguir actuando en nosotros y por medio de nosotros en el mundo. La eucaristía nos remite a nuestro 81


prójimo: «Pues en la comunión me uno con el Señor como todos los demás comulgantes... La unión con Cristo es a la vez unión con todos los demás a cuantos él se da. No puedo tener a Cristo para mí solo. Solo puedo pertenecerle en comunión con todos cuantos son o llegarán a ser suyos. La comunión me saca de mí hacia él y con ello a la vez hacia la unidad con todos los cristianos. Somos "un cuerpo", una esencia que nos fusiona unos con otros. Ahora están realmente unidos el amor a Dios y el amor al prójimo: el Dios encarnado nos arrastra a todos hacia él, para unir nuestras manos y nuestros corazones en iniciativas concretas de solidaridad y de amor» 28. En la eucaristía alcanza un carácter existencialmente práctico el doble precepto del amor a Dios y el amor al prójimo: «Fe, culto y éthos se encadenan entre sí como una única realidad que se convierte en ágape en el encuentro con Dios. La usual contraposición de culto y éthos no tiene sentido aquí: en el "culto" mismo, en la comunión eucarística, están contenidos el ser amado y el seguir amando. La eucaristía que no es actuación amorosa práctica, está en sí misma fragmentada»Z9. La eucaristía tiene, en virtud de su misma esencia, orientación misionera: «Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Cristo atribuye efecto salvífico a su muerte sacrificial. De donde se sigue: también la actualización sacramental de este sacrificio tiene esta capacidad de atracción. A través de la eucaristía llegan los hombres a una relación viviente con Cristo. El apóstol Pablo presenta la orientación invitadora de la eucaristía, dirigida a todos, como proclamación misionera eficaz con las siguientes palabras: «Siempre que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,26). La eucaristía es una forma singular de la proclamación. La celebración de la eucaristía debe ser una consolidación de la capacidad misionera. Cuando en la eucaristía damos gracias, ensalzamos y alabamos a Dios, se trata a la vez del seguimiento de Cristo y de asemejarnos a su figura. El secreto vital de su existencia para los demás, el amor, se convierte en el contenido de la vida de los creyentes. El sentido del seguimiento es que asumamos en nosotros los sentimientos de Cristo y vivamos de tal modo que glorifiquemos a Dios. Jesús se nos da como comida para que tengamos unidad de sentimientos y de acción con él. Toda celebración de la eucaristía es una misión al mundo para darle una configuración cristiana. Quien a través de la recepción de la comunión ha experimentado el amor de Dios, debe compartirlo con los demás. La eucaristía es un fortalecimiento espiritual para la realización del amor a Dios y a los otros en la vida diaria. No es solo un 82


impulso para el seguimiento de Cristo, sino también su fuerza motriz. La belleza de la misión eucarística consiste en que nos impulsa y estimula a vivir nuestra vida diaria como camino de santidad - es decir, de fe, de esperanza y de amistad íntima con Jesucristo - y a descubrirle y redescubrirle incesantemente como Señor, camino, verdad y vida. La amistad con el Señor nos garantiza, en efecto, profunda paz y quietud interior en las horas plomizas y en las duras pruebas de la vida cotidiana. Cuando la fe cruza por noches oscuras, en las que ni se oye ni se ve la presencia de Dios, la certidumbre de su amistad nos garantiza que en realidad nada nunca nos puede separar de su amor (cf. Rom 8,39). El encuentro personal con el Señor nos estimula y nos capacita y él nos envía al mundo. En este encuentro personal con el Señor no solo se transforma nuestra vida sino que madura también la misión en el espacio interhumano contenido en la eucaristía y que quiere derribar y superar las barreras y los impedimentos no solo entre el Señor y nosotros, sino también, y sobre todo, las barreras que separan a los seres humanos entre sí. De la comunión íntima con el Señor brota, en efecto, la fuerza necesaria para fundamentar la comunión entre los hombres. La eucaristía es la celebración de la reconciliación a cuyo servicio está. La celebración de la eucaristía debe llenarnos de hermosa esperanza para luchar contra la desesperanza impía y la resignación paralizante. La eucaristía nos capacita y nos fortalece para dar testimonio en el mundo. La celebración de la eucaristía hace que el mundo sea más cristiano. Es siempre una misión al mundo para configurarlo. La fuerza necesaria para esta configuración del mundo procede de Dios y se nos concede en esta celebración. En la eucaristía se desarrolla y se experimenta vivamente este poder transformador. Este poder es la fuente de la que bebemos para cambiar y configurar el mundo en el que vivimos. La eucaristía nos envía para traer a Cristo a nuestra vida cotidiana, para transformar el mundo en un sentido cristiano y para cambiarlo para bien. Aquí se concreta también la auténtica realización eclesial de la «misa», concepto tomado del Ite, missa est (literalmente: «Id, ha sido enviada»). La misa es un envío. Es más encargo que despedida. A través del misterio pascual de Cristo somos partícipes de la vida de Dios. Nuestra tarea consiste ahora en revitalizar y hacer realidad en nuestra vida cotidiana el misterio que celebramos. 8. El sabor anticipado de la plenitud celeste La concelebración creyente de la eucaristía es la fuente del poder para llegar a ser 83


cristianos, porque «ser cristiano» es algo que solo puede llevarse a cabo mediante una siempre renovada realización del «devenir cristiano». No es nunca un proceso ya cerrado acontecido en el pasado, que queda a nuestras espaldas, sino que exige siempre nuevos ensayos y repeticiones. Ser cristiano es un camino de esperanza hacia la plenitud definitiva, en la que encontraremos a cara descubierta a nuestro Señor ahora oculto. En este encuentro recibimos la prometida comunión definitiva con él. La eucaristía es una primicia, un sabor anticipado de esta consumación de nuestra vida. En la eucaristía acontece sacramentalmente la obra salvífica de Jesucristo. Se trata aquí de nosotros mismos, de nuestra salvación y de una nueva esperanza en la comunión eterna con Dios. Somos incluidos de modo permanente, bajo forma sacramental, en la vida de Cristo y aquí profundizamos nuestra comunión con Dios. Toda celebración de la eucaristía puede ser entendida como una ejercitación, sustentada por la gracia, en el seguimiento de Cristo. Es un recorrer juntos, bajo forma sacramental, el camino de Cristo hacia la unificación, graciosamente otorgada, del hombre con Dios. Forma parte de la eucaristía la orientación hacia la plenitud futura de la salvación en la nueva venida de jesucristo al fin de los tiempos. Es en verdad alimento para la vida eterna (cf. Jn 6,27). Jesucristo es el pan vivo que viene del cielo y que, en la señal de la entrega de su vida, nos otorga la plenitud de vida. En él hemos conocido y recibido la gracia, la verdad y la vida de Dios (c£ Jn 1,16s). Él vive en nosotros y nosotros vivimos en él, porque es para nosotros la comida divina en el camino hacia la vida eterna. En la eucaristía recibimos lo que seremos en toda la eternidad, cuando seamos aceptados en el cielo y participemos con las miríadas celestes en el banquete nupcial del Cordero: communio, comunión, koinónía, comunidad concedida por gracia; participación en la vida de Dios. Mediante la participación en la vida de Dios tenemos communio los unos con los otros. Hay aquí una anticipación del banquete nupcial celeste. Se lleva a cabo de la manera más nobilísima nuestra unión con la Iglesia celeste cuando celebramos con fraterna alegría la alabanza de la majestad divina, sobre todo en la sagrada liturgia, con el poder del Espíritu Santo y a través de los signos sacramentales que actúan en nosotros: glorificamos así al Dios uno y trino junto con los hombres de toda raza, lengua, pueblo y color comprados para Dios (c£ Ap 5,9) con la sangre de Cristo y congregados en una sola iglesia, reunida en un único canto de alabanza. «Al celebrar, pues, el sacrificio eucarístico, es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en la misma comunión»`.

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La celebración de la eucaristía abre y nutre la perspectiva escatológica de la fe cristiana. Expresa la nostalgia humana por la visión inmediata de Dios cara a cara. La eucaristía no es tan solo un sabor anticipado del banquete nupcial celeste definitivo, sino también un medio de la gracia y un fortalecimiento en nuestro camino hacia la visión definitiva de Dios en la plenitud celeste. El cuerpo de Cristo, aquí y ahora todavía oculto en el signo del pan, se manifestará visiblemente y al descubierto (c£ 1 Cor 13,12). En la presencia de Cristo sacramentalmente mediada en la eucaristía aparecerá en la plenitud definitiva, bajo su propia figura, como Señor de la gloria. Una emoción creyente, sustentada por el anhelo por el encuentro cara a cara, es el presupuesto básico de la celebración de la eucaristía portadora de provecho espiritual. «La comunión de tu cuerpo y tu sangre, Señor, signo del banquete del reino, que hemos gustado en nuestra vida mortal, nos llene del gozo eterno de tu divinidad»".

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WINFRIED HAUNERLAND CON ocasión del cuadragésimo aniversario de la aprobación de la Constitución sobre la sagrada liturgia, el cardenal Joseph Ratzinger expresaba la opinión de que «la mayoría de los problemas en la aplicación concreta de la reforma litúrgica depende de que no se ha mantenido suficientemente presente el planteamiento del concilio acerca de la Pascua»'. De hecho, el por aquel entonces Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe recordaba acertadamente con estas palabras la categoría teológica guía de la Constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano II. Junto al principio reformista de la participatio actuosa se sitúa, en efecto, la idea del mysterium paschale entre los fundamentos esenciales para la comprensión de la constitución Sacrosanctum Concilium. No es este el lugar adecuado para someter a más detallada comprobación hasta qué punto el propio Ratzinger parte de la Pascua y del mysterium paschale en su teología de la liturgia; de hecho, el concepto mismo aparece con sorprendente escasez en sus trabajos de contenido litúrgico. Pero mantiene con seguridad una postura correcta Walter Kasper cuando en su reciente y fun damental contribución a algunos aspectos de una teología de la liturgia dedica expresamente una de las cinco secciones al misterio de la Pascua'. Por lo demás, en el centro de las siguientes reflexiones no se sitúa la aceptación de un concepto conciliar en la obra de teólogos concretos. Lo que interesa es más bien el concepto mismo: primero, su sentido en el contexto de las declaraciones conciliares; segundo, su prehistoria y sus raíces y tercero, las consecuencias teológico-litúrgicas y litúrgico-pastorales que se derivan de un planteamiento consecuente en el misterio pascual. 1. El discurso conciliar del mysterium paschale Habría cabido esperar que sería un objetivo más bien modesto analizar este concepto central de la teología de la liturgia del concilio Vaticano II. Las cinco décadas 87


transcurridas después del concilio deberían haber proporcionado, en todo caso, un lapso de tiempo suficiente para lanzar una breve ojeada a los comentarios conciliares y a las obras clásicas sobre la aceptación del concilio, con la finalidad de conseguir una visión de conjunto fiable sobre el concepto y sobre la realidad intentada. Con todo, y a diferencia por ejemplo del concepto de la participatio actuosa3 o de las declaraciones acerca de la «presencia de jesucristo en el culto» 4, un concepto tan importante como el mysterium paschale y su utilización conciliar no ha sido hasta ahora investigado de forma detallada y monográfica. Este desiderátum, que por supuesto tampoco puede satisfacerse aquí', corrobora la opinión de que se está todavía muy lejos de haber percibido las dimensiones profundas del concepto y el potencial de rendimiento de su aceptación teológico-litúrgica. En el capítulo primero de la Constitución sobre la sagrada liturgia toma el concilio como punto de partida la historia de la salvación de la antigua y la nueva alianza y señala que Cristo ha llevado a cabo tanto la obra de la redención como la plenitud de la glorificación divina «principalmente por el misterio pascual»'. Este misterio pascual es descrito con mayor detalle como «su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión»$. Con mirada retrospectiva a los antiguos textos litúrgicos puede luego el concilio añadir: «Por este misterio, "con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida". Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera»9. Se destaca así, con condensada brevedad, el misterio pascual como punto de acumulación de la historia de la salvación y a la vez como fundamento eficaz de la redención y como fuente de la Iglesia. Ya en el siguiente artículo 6 se percibe claramente que en la vida de la Iglesia tiene una importancia esencial la vinculación permanente con el misterio pascual. Los apóstoles no solo proclamaron el mensaje de la muerte y resurrección, sino que también lo realizaron en la celebración litúrgica del sacrificio euca rístico y de los restantes sacramentos. Se añade, pues: «Y así, por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con él, son sepultados con él y resucitan con él, reciben el espíritu de adopción de hijos "por el que clamamos: Abbá, Padre" (Rom 8,15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre. Asimismo, cuantas veces comen la cena del Señor, proclaman su muerte hasta que vuelva. Por eso, el día mismo de Pentecostés, en que la Iglesia se manifiesta al mundo, "los que recibieron la palabra de Pedro fueron bautizados"... Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo "cuanto a él se refiere en toda la Escritura" (Lc 24,27), celebrando la eucaristía, en la cual "se hace de nuevo presente la 88


victoria y el triunfo de su muerte", y dando gracias al mismo tiempo "a Dios por el don inefable" (2 Cor 9,15) en Cristo Jesús, "para alabar su gloria" (Ef 1,12) por la fuerza del Espíritu Santo»'° Aunque aquí, en este capítulo de apertura, solo se menciona tres veces de forma expresa el concepto de misterio pascual, se pone ya con ello un fundamento teológico sobre el que se volverá a menudo en el desarrollo de la Constitución sobre la liturgia. La constitución establece que todos los sacramentos y sacramentales extraen su fuerza del misterio pascual, de modo que las celebraciones de los sacramentos y sacramentales asocian, por la gracia divina, los acontecimientos de la vida de los hombres con la pasión, muerte y resurrección de Cristo". Desde esta misma perspectiva se describe, en sus líneas esenciales, la teología de la liturgia y sus celebraciones: toda celebración dominical es, al igual que la celebración anual de la Pascua, celebración del misterio pascual`, y la nueva ordenación del año litúrgico debe hacerse de tal modo que «se mantenga su índole primitiva para que alimente debidamente la piedad de los fieles en la celebración de los misterios de la redención cristiana, muy especialmente el misterio pascual»`. Se señala que el misterio pascual debe acuñar la vida de los creyentes y debe ser realizado de nuevo, una y otra vez, en la existencia de los bautizados, cuando se dice: «Al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo» 14 Podría tenerse, en esta declaración, la impresión de que debe ser entendida sobre todo con la mirada puesta en los mártires que «han padecido con Cristo» de una manera muy especial. Pero en cuanto contenido real mismo, se trata de una afirmación que debe ser aplicada a todos cuantos han vivido en el seguimiento de Cristo y han sido semejantes a él en la vida y en la muerte, es decir, a todos los santos. No tiene nada de sorprendente, desde este punto de vista, que en otro pasaje completamente distinto vuelva el concilio de nuevo sobre el concepto del misterio pascual como concepto espiritual y existencial nuclear para todos los bautizados. El Decreto Optatam totius dice, en efecto, a propósito de la formación de los presbíteros: «Vivan su misterio pascual [eius Mysterium Paschale ita vivant] de modo que sepan iniciar en el mismo al pueblo que se les ha de confiar»15. El misterio pascual de Cristo debe convertirse, pues, en la forma de vida de los sacerdotes y de todos los fieles. Ya aquí se advierte claramente que no se trata de un aspecto litúrgico aislado, sino de una categoría teológica clave. También la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual testifica que el concilio ve en el misterio pascual el acontecimiento central de la 89


redención, es decir, el centro del acontecimiento Cristo. De la reclamación de validez universal de Cristo y de la voluntad salvífica universal de Dios, la Constitu ción pastoral concluye que «debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual»" La primera instrucción para la aplicación de la Constitución sobre la sagrada liturgia, del año 1964, ofrece una buena síntesis de las declaraciones conciliares. Se dice allí: «El auténtico sentido de esta pastoral, que tiene a la liturgia como su centro, consiste en que la vida queda acuñada por el misterio pascual: el Hijo de Dios, que se ha encarnado, ha sido obediente hasta la muerte en cruz y en la resurrección y ascensión al cielo ha sido de tal modo exaltado que puede hacer partícipe al mundo de su propia vida divina, a través de la cual los hombres, muertos al pecado y configurados según la imagen de Cristo, "no vivan para sí, sino para quien por ellos murió y resucitó" (2 Cor 5,15). »Acontece así por medio de la fe y de los sacramentos de la fe, es decir, sobre todo del bautismo (cf. Constitución, artículo 6) y del sagrado misterio de la eucaristía (cf. Constitución, artículo 47), que está rodeada por todos los restantes sacramentos y sacramentales (cf. Constitución, artículo 61) y por el círculo de las celebraciones en las que se despliega el misterio pascual de Cristo a lo largo del año en la Iglesia (cf. Constitución, artículos 102-107)»". En lo que respecta a la aceptación del concepto por el magisterio en la etapa posconciliar, bastará con remitir al Catecismo de la Iglesia católica: en el capítulo segundo, dedicado a la Iglesia y los sacramentos, se vuelve sobre el misterio de la Pascua y, ade más, como concepto guía teológico: desde el fundamento teológico en el ordenamiento sacramental de la salvación hasta los comentarios sobre la sepultura de los cristianos, hay una referencia constante al misterio pascual`. Puede, pues, decirse resumiendo: el misterio pascual es un concepto profundamente histórico-salvífico, con el que se expresa el acontecimiento mismo Cristo, sobre todo en el suceso redentor central de la pasión, muerte y resurrección. Cuando se designa a la liturgia como la celebración del misterio pascual, se destaca con precisión que es en su conjunto (y con seguridad no solo en la celebración de la misa) actualización del acontecimiento redentor. Pero al mismo tiempo el concepto remite a la existencia cristiforme de los cristianos y desborda ampliamente, por consiguiente, el acontecimiento Cristo del pasado. En la medida en que también la Iglesia permanece unida, en el curso de toda su historia, con este acontecimiento Cristo, el misterio pascual está permanentemente presente. Puede, por tanto, verse sin la menor dificultad, con Angelus 90


H ussling, en el misterio pascual, una «palabra clave» conciliar «que pretende abarcar la fase de la obra de la salvación entre Pentecostés y la parusía, es decir, "el tiempo de la Iglesia"»". 2. Las raíces del discurso sobre el mysterium paschale En 1995, Irmgard Pahl declaraba, ante un público interconfesional, que en la tradición católica la descripción de la liturgia como celebración del misterio pascual «se había convertido en la visión general dominante, poco menos que axiomática, de tal modo que lo expresado en ella apenas necesitaba fundamentación»20. La calificación de axiomática podría despertar la impre Sión de que no es necesario que una afirmación se derive de otra y, sobre todo, de que no puede ser fundamentada. Pero hay indicaciones de las que se deduce claramente que el discurso acerca del misterio pascual y de la liturgia como celebración de este misterio tiene una prehistoria comprobable e investigable, aunque sus raíces no han sido, por desdicha, puestas al descubierto en medida suficiente. 2.1. Sobre la historia de la redacción de la Constitución sobre la sagrada liturgia Ya en los comentarios tempranos a la Constitución sobre la sagrada liturgia se destacaba que en los primeros esquemas no se preveía una fundamentación teológica, sino que esta solo fue elaborada por iniciativa de Henri Jenny (1904-1982), por aquel entonces obispo consagrado y más tarde arzobispo de Cambrai. Ya el informe acerca de las primeras consideraciones de la subcomisión competente «remite al misterio de la Pascua como fundamento de la liturgia y como acontecimiento salvífico central»21. Esta concepción no tenía en sí nada de evidente y tampoco podía considerarse indiscutible. Aunque era un punto de vista que contaba con la aprobación de la subcomisión de la comisión preparatoria sobre la liturgia, el dogmático Cipriano Vagaggini propuso, el 20 de junio de 1961, un nuevo texto en el que se reflexionaba sobre la encarnación como el centro de la historia de la salvación y se definía, por consiguiente, la esencia de la liturgia desde la encarnación de Dios22. El liturgista francés Aimé-Georges Martimort intervino con un esquema propio, de modo que finalmente se elaboró un nuevo texto en el que volvía a destacarse la importancia fundamental del misterio pascual para la Iglesia, sus sacramentos y su liturgia23. En esta controversia en el seno de la comisión preparatoria de la liturgia se evidencia que el punto de partida del misterio pascual era ya en sí mismo una auténtica reforma que, siempre dentro de la continuidad, se caracterizaba también por la innovación. Los participantes admitían sin discusión que la liturgia de la Iglesia solo es adecuadamente entendida a partir de su relación con la economía de la salvación. Pero sí estaba sujeta a 91


debate la cuestión de qué era lo que representaba el centro de esta economía y, por consiguiente, el centro de la liturgia. La teología sistemática clásica consideraba a la Iglesia, los sacramentos y la liturgia primariamente desde la encarnación, y el acontecimiento determinante sería en cierto modo la encarnación de Dios. El punto de vista claramente aportado en ese momento durante la preparación del concilio por la teología francesa no era menos cristológico, pero veía el acontecimiento salvífico central en el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección, es decir, en el misterio pascual. Era evidente que a algunos Padres conciliares les resultaba problemática la referencia al misterio pascual. Pero había también entre ellos quienes solo veían la consumación de la obra redentora en la pasión y muerte de jesús y deseaban que así se declarara de forma expresa24. El concilio se atuvo con deliberado propósito al concepto de misterio pascual y, mediante una alusión al prefacio de Pascua del Missale Romanum, subrayaba que también en la tradición está fuera de cuestión la significación soteriológica de la resurrección: pues - como se dice en el antiguo texto litúrgico - Cristo «con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida»25. También aquí, pues, puede verse con claridad que el concilio no se limita sim plemente a repetir lo ya conocido, sino que lleva a cabo en cierto modo una relectura de la gran tradición y recuerda así una dimensión que muchos ya no tenían presente. A partir de la historia del texto resulta patente que en la preparación del concilio los impulsos esenciales para la ubicación de la liturgia en el misterio pascual procedían de la teología francesa. Pero no eran menos patentes los factores que influían a su vez en esta teología. No es necesario ser un experto conocedor de la historia de la teología pasa saber que en esta reorientación teológico-litúrgica tuvo una importancia fundamental la teología de los misterios de Odo Casel26. Es un hecho conocido que después de la Segunda Guerra Mundial se dedicó en Francia «un intenso estudio a la teología de Odo Casel»2', de modo que la iniciativa determinante para una aceptación de sus ideas en el nivel de la Iglesia universal se remontaba a la teología francesa, y no a la patria de Odo Casel. 2.2. Odo Casely su teología de los misterios Odo Casel fue monje de la abadía de Maria Laach. Nacido en 1886, a los 36 años de edad se trasladó a Herstelle, como director espiritual de las benedictinas, y allí trabajó hasta su muerte, en la fiesta de Pascua de 1948. Debe quedar aquí abierta la pregunta de si en los escritos mismos de Casel se encuentra en algún pasaje la expresión alemana Paschamysterium. Pero está plenamente justificado que sus hermanos de Laach le dedicaran en 1949 un escrito in memoriam con el título Das Paschamysterium28. 92


El concepto clave para Casel es la palabra mysterium, a la que atribuye un triple significado. «Misterio es, en primer lugar, Dios en sí, Dios como el infinitamente lejano, el santo e inaccesible» 29. A continuación habla Casel del misterio de Cristo, con lo que alude tanto a la persona de Cristo como a sus acciones salvíficas. Y debe mencionarse, en tercer lugar, el misterio del culto, es decir, la liturgia. Para la comprensión de la palabra mysterium debe tenerse en cuenta «que en el misterio se encuentran lo invisible y lo visible, lo celeste y lo terrestre, lo divino y lo humano, la fuerza espiritual interior y la imagen material exterior» 30. Esta duplicidad del misterio no puede, por supuesto, ser aplicada a Dios mismo. En este sentido, no tiene nada de sorprendente que la definición de Dios como «misterio» apenas tenga en Casel «repercusiones sistemáticas» 31. Para la nueva mentalidad teológica, y sobre todo para el nuevamente redescubierto acceso teológico-litúrgico, se trata esencialmente del misterio de Cristo, del misterio del culto y de sus relaciones mutuas. Casel habla de la liturgia como del misterio cúltico en el que se hace presente el misterio de Cristo. Se señalarán aquí, a título de ejemplo - por ser teológicamente centrales-, sus declaraciones sobre la celebración de la Pascua cristiana. Dice: «El protomisterio de la obra salvadora en Cristo se inició en la encarnación, se llevó a cabo en la muerte de Cristo en cruz y alcanzó su culminación mediante la exaltación del Señor, que abarca su resurrección, su ascensión al cielo, su puesto a la derecha de Dios Padre, el envío del Pneuma de ahí procedente y la gloria del Kyrios Cristo que se manifestará al final de este eón, en la parusía. Todos estos misterios fueron considerados por los primeros cristianos co mo el contenido del misterio pascual cultual, pero no a partir de razones meramente históricas, es decir, no porque la Escritura narra estas cosas acerca del Señor, sino a partir de una visión profundamente dogmática del plan salvífico de Dios, tal como se desarrolla en la teología neotestamentaria, sobre todo en Pablo y Juan... [53] »La fiesta pascual es, pues, la proclamación cultual y la actualización de la acción redentora de Cristo en la muerte y la transfiguración del Señor, la superación del pecado por medio de la cruz y, con ello, la reconciliación entre Dios y el hombre, y también, a la vez, la fundación de la Iglesia, que ha sido redimida por la sangre de Cristo y se ha desposado con su Esposo mediante el Pneuma del Señor; de este modo, la Pascua es también el sacramento del "paso" desde el mundo a la vida de Dios, de la entrada de la humanidad redimida en el reino de Dios y en la vida eterna junto a Dios. En una palabra: Pascua es el misterio cultual de la obra salvífica de Dios en Cristo en favor de la Iglesia» 32. 93


Lo que aquí se dice con la mirada puesta en la fiesta pascual puede aplicarse en su totalidad a la liturgia considerada en su conjunto. Y así, la liturgia es la manera en que el acontecimiento de la revelación se actualiza en el presente. Esta estrecha conexión entre el misterio del culto y el misterio de Cristo aparece ya en la conocida sentencia de León Magno: «Lo que era visible en nuestro Redentor ha pasado a sus misterios» 33 Las celebraciones litúrgicas de la Iglesia son, pues, mysteria o sacramenta en los que se hace presente aquella realidad que es creí da desde el misterio de Cristo. O dicho de otra forma: en la celebración de los misterios litúrgicos, los fieles se hacen contemporáneos del único, singular e insuperable misterio de Cristo, que alcanza en el misterio pascual su objetivo y su recapitulación. Se ha formulado no pocas veces la objeción de que Casel introdujo en el cristianismo concepciones paganas de los cultos mistéricos. Pero estos tenían para él una significación más bien heurística. Casel podía demostrar de múltiples formas que su visión no solo estaba testificada de numerosas maneras en la tradición de los Padres de la Iglesia, sino que estaba también expresada en textos litúrgicos. Justamente este enraizamiento patrístico y litúrgico permitió al concilio Vaticano II presentar el punto de arranque del misterio pascual, aduciendo para ello también textos de la liturgia. 3. Consecuencias del discurso sobre el mysterium paschale ¿Qué consecuencias tiene el hecho de que se presente la liturgia como celebración del misterio de la Pascua? En las líneas que siguen se señalarán cuatro perspectivas. 3.1. En lo que respecta a la aceptación conciliar, tiene singular importancia que la renovación litúrgica no sea contemplada y valorada únicamente desde el principio formal de la participatio actuosa. No se trata aquí tan solo de evitar la errónea concepción de que la participación activa se refiere simplemente a unas determinadas acciones externas de los presentes. Debe más bien recordarse aquí y admitirse el presupuesto objetivo de que el principio de la participación activa es emanación de una ampliación de la perspectiva eclesiológica: la liturgia es el culto de la iglesia, formada por todos los bautizados, y por eso destaca el concilio que la participación activa de todos los creyentes en el culto vie ne promovida por la esencia misma de la liturgia34. Pero justamente esta ampliación del horizonte eclesiológico entraña sus propios peligros. Si le falta el adecuado punto de referencia, puede desembocar en un superficial horizontalismo. La correcta preocupación por la común sustentación de toda la Iglesia necesita, por tanto, profundos criterios 94


teológicos. Estos criterios pueden extraerse, sin duda alguna, de la eclesiología: la Iglesia no es nunca cuerpo de Cristo sin su cabeza, razón por la cual no puede celebrar la eucaristía si no es en comunión con su Cristo. Ya este convencimiento cristológicoteológico implica un criterio por el que debe medirse la liturgia para que no se disuelva en un quehacer religioso intramundano que ha perdido de vista su apertura a Cristo y al Padre. La referencia al misterio pascual sitúa, por lo demás, a la liturgia, aún más claramente, en el marco de la historia de la salvación, de la historia de Dios con los hombres, que tiene su culminación insuperable en el acontecimiento Cristo y en su Pascua. Si se considera la liturgia, consecuentemente, como celebración del misterio pascual, es decir, como actualización del misterio pascual de Cristo, entonces se advierte sin dificultad que es más que autoconvencimiento eclesial y también más que el cultivo individual de la relación con Dios. De lo que en definitiva se trata en la liturgia es de unir a los bautizados, como individuos concretos y como comunidad, con la salvación llevada a cabo de una vez para siempre en Cristo. 3.2. El discurso acerca del misterio pascal adquiere así una importante significación para la pastoral litúrgica. Deben mantener aquí una correcta relación la eclesiología y la cristología, lo horizontal y lo vertical. La participatio actuosa puede ser definida como un principio configurador de vital importancia para la liturgia. Pero el principio esencial, dictado por el contenido, debe ser el misterio de la Pascua. Una forma sin contenido es activismo vacío. Un contenido sin una forma adecuada no abre un acceso litúrgico al misterio pascal - es decir, a través de los signos y las acciones sensibles que son esenciales para la liturgia-. Por eso existe una estrecha relación entre el contenido y la forma y a una con ello también entre los principios de la participatio actuosa y el misterio pascual. La definición de la liturgia como celebración del misterio pascual es fundamental para la pastoral y la catequesis litúrgicas también en un nivel más amplio. El misterio pascual es acción de Dios para nuestra salvación. También desde aquí se ve claramente que la liturgia es en primer lugar, por su misma esencia, acción de Dios para la salvación de los hombres. La celebración litúrgica no es un ejercicio de piedad cualquiera, sino aquella forma del encuentro con Dios vivo que está henchida por Dios mismo de poder y de vida, es decir, una actuación de la gracia divina. No es una aportación religiosa lo que constituye el núcleo de la liturgia, sino el encuentro con Cristo que en ella se nos concede. 95


3.3. La meditación profundizada sobre el misterio pascual como fuente y contenido de la liturgia podría incluir la oportunidad de volver a situar de nuevo en el campo de visión el carácter de sacrificio de la misa. Si la impresión no engaña, el discurso acerca del sacrificio de la misa experimentó, en los decenios subsiguientes al concilio Vaticano II, también en el ámbito católico, un serio retroceso, si no es que quedó enteramente silenciado por la inseguridad y el temor derivados de declaraciones pseudorrealistas sobre el carácter del sacrificio. Debe admitirse como un hecho seguro que fue la crisis de la idea sacramental la que hizo imposible, ya en el siglo XVI, que tanto los reformadores como el concilio de Trento pudieran entender el sacrificio eucarístico como actualización sacramental del sacrificio de Jesucristo35. Los Padres conciliares pudieron reflexionar sobre el sacramento de la eucaristía y sobre el sacrificio de la misa en diferentes sesiones y periodos del concilio, como si no tuvieran nada que ver entre sí. Solo la recuperación de la idea sacramental, a la que contribuyó de una manera determinante la teología de los misterios de Odo Casel, ha hecho posible hablar del carácter de sacrificio de la misa, también en un nivel supraconfesional. Es sabido que el Círculo de trabajo ecuménico de teólogos evangélicos y católicos pudo formular, ya en 1983, desde esta perspectiva: «La celebración de la eucaristía es la realidad del sacrificio de la cruz de jesucristo bajo la forma de memoria sacramental (en el pleno sentido bíblico de esta palabra). La eucaristía no es "en sí" verdadero y auténtico sacrificio junto a - o adicionalmente a- la cruz, sino actualización y apertura (cf. concilio de Trento, DS 1740; NR'° 597: "repraesentaretur eiusque memoria in finen usque saeculi permaneret; atque illius salutaris virtus in remissionem... peccatorum applicaretur") del único sacrificio expiatorio y universal por la Iglesia y, en cuanto "presencia real" eucarística, también siempre presencia del Exaltado como Señor del banquete (presencia real conmemorativa) y significa la presencia de su entrega en la cruz ("presencia actual")»36 Como el texto permite deducir, también la profundización en los conocimientos exegéticos - más en concreto acerca de la categoría de la memoria o del memorial - ha desempeñado una importante función en la nueva formulación de esta idea sacramental37. Al complementarse aquí mutuamente el ahondamiento bíblico y la apertura teológico-litúrgica, preparaban juntos el terreno para la superación de las diferencias existentes. Lo que el Círculo de trabajo ecuménico decía coincide ampliamente, en cuanto al contenido, con lo que veinte años después expresaba el papa Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia. Escribía el pontífice en 2003: «La misa hace presente el sacrificio de la cruz, no le añade nada ni lo multiplica. Lo que 96


repite es la celebración de su memoria, su "representación memorial" (memorialis demonstratio), a través de la cual se hace presente en el tiempo el sacrificio redentor único y definitivo de Cristo. El carácter sacrificial del misterio eucarístico no puede entenderse, por consiguiente, como algo sustentado en sí mismo, independiente de la cruz o con solo una referencia indirecta al sacrificio del Calvario» 38. El Círculo de trabajo ecuménico y el papa dependen hasta cierto punto, aunque probablemente no de una manera directa, del planteamiento de la teología de los misterios de Casel. En todo caso, ya en 1926 afirmaba Casel que la tradición eclesial estaba convencida de que «la misa es la memoria real o, dicho con otras palabras, el sacramento, la celebración sacramental o mística, la celebración del misterio de la pasión de Cristo y, en cuanto tal, sacrificio. La eucaristía es también, por tanto, en cuanto sacrificio, sacramento... La misa no es, pues, un sacrificio sustentado en sí mismo, un sacrificio nuevo, un sacrificio "natural", sino el misterio del sacrificio de la cruz y, en cuanto tal, verdadero y auténtico sacrificio» 39. Esta readquisición de la mentalidad de la actualización sacramental y, a una con ello, también la posibilidad - tal vez incluso supraconfesional - de hablar de la misa como celebración sacrificial, no dicen, por supuesto, todavía nada acerca de si el discurso sobre la misa como celebración sacrificial es necesario y fructífero para la espiritualidad contemporánea. Esta pregunta abre la mirada a otra nueva perspectiva del discurso sobre el misterio pascual. 3.4. Si el misterio pascual no ha de limitarse a ser solo un concepto clave de la renovación teológico-litúrgica, entonces la realidad en él expresada debe tener algo que ver con la vida de fe de los cristianos. De hecho, debe recordarse aquí una vez más que, según las palabras del concilio, el misterio pascual debe ser vivido. En el Decreto sobre la formación de los sacerdotes se define el misterio pascual como contenido existencial y forma de vida de los aspirantes al sacerdocio, y se destaca como su futura tarea introducir también a los fieles en este misterio. La primera instrucción para la aplicación de la Constitución sobre la sagrada liturgia señalaba como meta de la pastoral litúrgica que la vida de los creyentes quede acuñada por el misterio pascual. En este sentido, el misterio pascual es punto de partida y meta de toda la espiritualidad litúrgica. La espiritualidad litúrgica no está ya dada allí donde los hombres viven según los mandamientos de la Iglesia, participan en la celebración eucarística de los domingos y reciben los sacramentos. El concilio recomendaba encarecidamente a los pastores de 97


almas «vigilar para que en la acción litúrgica no solo se observen las leyes relativas a la celebración valida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente (fructuose)»40 Lo que aquí se dice respecto de las celebraciones concretas puede también aplicarse a la participación en la vida cultual en su conjunto. La acuñación a través del misterio pascual se convierte en cierto modo en criterio para el provecho espiritual, para la participación fructuosa. Comoquiera que la liturgia es siempre celebración del misterio pascual, puede hablarse de hecho, con Werner Hahne, de una dimensión diabática del culto41 Se trata de una transformación que se refiere no solo a los dones eucarísticos sino, mucho más fundamentalmente, a los concelebrantes. Deben ser asumidos de tal modo en el acontecimiento redentor Cristo que sean cada vez más hondamente configurados en la nueva existencia de Cristo. Merece la pena citar una vez más, en este contexto, una conocida poesía, debida a Lothar Zenetti (nacido en 1926). Escribía: «Pregunta a cien católicos qué es lo más importante en la Iglesia. Responderán: "La misa". Pregunta a cien católicos qué es lo más importante en la misa. Responderán: "El cambio". Di a cien católicos que lo más importante en la Iglesia es el cambio. Se indignarán: "¡No! ¡Todo debe seguir como hasta ahora!"»42 El sacerdote de Limburg habla aquí con condensación poética de la celebración de la misa y de la Iglesia. Puede hablarse también, de una manera análoga, y en términos generales, de la liturgia y de la vida de los cristianos. La definición de la liturgia como celebración del misterio de la Pascua contiene, en efecto, el impulso espiritual que hace que la celebración cultual deba provocar un cambio y transformación no solo de la Iglesia, sino de cada cristiano concreto. Cambio significa aquí aquella transformación en el hombre nuevo que en Cristo se ha convertido ya en realidad y a la que el cristiano debe asemejarse más y más. Una espiritualidad litúrgica no ha alcanzado, por consiguiente, su meta cuando las celebraciones litúrgicas son consideradas co mo los ejercicios espirituales dominantes, sino cuando es la dinámica transitoria del misterio de la Pascua la que acuña la vida de los cristianos. Tal vez pueda verse claramente una vez más, también desde aquí, por qué no tiene nada de casual traducir mysterium paschale por «misterio pascual». Quien habla hoy de la Pascua, piensa con excesiva facilidad solo en el día de Pascua y en la resurrección. El misterio pascual incluye también la pasión, la cruz y la muerte. No se llega al Domingo de Pascua sin pasar antes por el Viernes Santo. Ciertas evoluciones de la cultura posconciliar sobre los sepelios muestran, y no en 98


último término, las problemáticas consecuencias de un discurso unilateral acerca del carácter pascual de la liturgia cristiana. Remitiéndose al concilio y a sus declaraciones sobre «el sentido pascual de la muerte cristiana» 43, a veces las exequias son reinterpretadas como celebración de la resurrección, en la que solo hay espacio para cánticos pascuales". Esta actitud no solo pasa por alto la tristeza humana realmente existente, sino que ya no se percibe que el mensaje cristiano mismo, en su discurso sobre la resurrección, no ignora la cruz de Cristo y de los cristianos. En el fondo subyace el malentendido de que la indoles paschalis que debe acuñar el rito del sepelio no es interpretada como carácter pascual, sino que contiene únicamente el gozo de la mañana de Pascua. Pero no puede establecerse una separación entre la existencia y la muerte cristiana, por un lado, y el compadecer y conmorir con Cristo, por otro lado. En este sentido, el discurso del misterio pascual contiene también un elemento ideológico crítico contra una concepción minimizadora de la redención cristiana. 4 Sobre la (in)actualidad del discurso acerca del misterio pascual Las dimensiones descritas no agotan el material contenido en la categoría teológicolitúrgica guía del misterio pascual. Habría que completarlas con otras consideraciones45. No podemos acometer aquí esta tarea. Debemos contentarnos, para concluir, con aludir, al menos a modo de planteamiento, a las actuales dificultades del discurso sobre el misterio de la Pascua. La pregunta que debe formularse es: ¿se ha mantenido realmente y, sobre todo, sigue siendo determinante el diseño conciliar en lo que respecta a la Pascua y al misterio pascual? Esta pregunta puede enunciarse obviamente con la mirada puesta en los ordenamientos litúrgicos, pero debe ser meditada sobre todo en lo que concierne a la aceptación y la conciencia litúrgica desarrollada en los últimos decenios. La mayoría de los problemas habrían surgido - así opinaba Joseph Ratzinger en 2003 - debido al hecho de que «no se había tenido suficientemente presente que el concilio toma la Pascua como punto de partida»4 No puede negársele sencillamente a esta hipótesis toda justificación. ¿Se debe este fallo esencialmente a la incapacidad de los responsables de la dirección de la Iglesia y la pastoral? Probablemente las causas son mucho más profundas. Habría que meditar y analizar con mucho mayor detenimiento la situación meteorológica espiritual y las mentalidades predominantes justamente en los decenios finales del siglo XX. Fueron decenios que estuvieron en buena medida marcados por las convulsiones sociales del 68 y por concepciones de la libertad y de lo factible que mientras tanto han entrado a su vez en crisis. Habría que comprobar tam bién si en el ámbito estricto de la catequesis litúrgica y en el cultivo de la vida litúrgica, y por respetables motivos pastorales, el giro 99


antropológico llevó a pensar demasiado en las necesidades y los deseos de los hombres y, como consecuencia, a no conceder la debida importancia a la reflexión sobre las raíces objetivas de la liturgia en la acción salvífica de Dios y en la actividad fundadora de Jesus47. Es bien sabido que no tiene nada de casual que el planteamiento teológico de Odo Casel se produjera precisamente - como ha demostrado hace ya muchos años Arno Schilson - en los inicios del siglo XX. Casel empalmaba con los presupuestos históricos de la espiritualidad de su tiempo y se situaba por supuesto enteramente en el contexto del movimiento litúrgico. Al parecer de Schilson, Casel ofrecía «con su teología de los misterios una respuesta a preguntas, desafíos y corrientes de su tiempo y acometió esa tarea con espíritu crítico e independiente»48. En el viraje hacia el misterio subyacía un viraje hacia lo objetivo y, con ello, un movimiento opuesto a las evoluciones contemporáneas, en las que «ni siquiera la teología y la espiritualidad estuvieron a salvo del antropomorfismo, del subjetivismo, del individualismo y del racionalismo»49. Proporcionaría material suficiente para un trabajo monográfico específico la investigación de hasta qué punto aquellas actitudes que justamente Casel intentaba superar no han vuelto a ser formuladas con deliberado propósito, bajo nuevas formas, en la época posconciliar. En este dilatado horizonte de problemas se inserta una sugerencia propuesta por Walter Kasper en su esbozo de una teología de la liturgia. Habla de la «pérdida de la cul tura de la memoria» en nuestro tiempo y analiza: «Es un drama de nuestra época que en virtud de una concepción emancipatoria de la libertad creamos que podemos distanciarnos del pasado y descubrir y configurar de nuevo el mundo»". Este escepticismo respecto del pasado y la pérdida de la cultura de la memoria tienen, por supuesto, consecuencias extremas para el acceso a la historia de la salvación y con ello también para un acceso a lo que la liturgia quiere. La liturgia se interesa por la actualización de la salvación efectuada de una vez para siempre, es decir, por la presencia del misterio pascual. Todo cuanto se ha dicho a propósito del fundamento teológico pascual de la liturgia está evidentemente de nuevo necesitado en nuestros días de una mediación básica. Debe, por consiguiente, darse la bienvenida a la iniciativa de Walter Kasper, cuando postula la necesidad de una nueva cultura litúrgica de la memoria51. No es ciertamente tarea fácil desarrollar planteamientos para esta cultura litúrgica del recuerdo. Pero forma parte, sin duda alguna, de las urgentes tareas de la mistagogía de muchas maneras reclamada52. La mistagogía no se propone tan solo el estudio teórico de la liturgia, sino que busca posibilidades para abrir a los hombres el acceso a la correalización interior de lo que la Iglesia celebra cuando se reúne para el culto: el 100


misterio pascual.

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ALBERT GERHARDS 1. Liturgia y teología DESDE el artículo de Romano Guardini «Sobre el método sistemático de la ciencia de la liturgia», publicado hace ya noventa años, en el primer volumen del Maria Laacher Jahrbuch für Liturgiewissenschaft`, se ha venido formulando una y otra el desiderátum de una teología de la liturgia. Guardini pretendía sacar a la ciencia de la liturgia de su método, hasta entonces predominantemente histórico, y desarrollarla como ciencia sistemática para una enseñanza de los elementos válidos de la liturgia'. De acuerdo con el principio «Logos vor Ethos» 3 («El lógos antes que el éthos»), formulado en El espíritu de la liturgia (1918), se sitúa en el primer plano lo objetivo, lo entitativo: la liturgia es parte del acontecimiento de la revelación. Guardini establece una estricta separación entre el método sistemático y el práctico, que él asigna a la litúrgica de la teología pastoral - el estado de la metódica científica de aquella época-. Pero parece ser importante la observación de Guardini según la cual, a diferencia por ejemplo de las matemáticas, la liturgia tiene enfrente de ella un ser viviente, a saber, la Iglesia orante y oferente. «De ahí que, en su modo de proceder, [la liturgia] debe tener siempre presente el rasgo fundamental de todo ser viviente. Y este rasgo consiste precisamente, frente a todo lo abstracto, en que no está construido de una manera unilineal, unilateral, unidimensional, sino múltiple, "redonda", en que, de acuerdo con su propia esencia, su unidad está integrada a partir de cosas opuestas y solo puede ser captada con juicios inclusivos, con un "no solo - sino también". Queda planteado, por supuesto, como resto lógicamente irresuelto, cómo pueden ser a la vez uno y lo otro, y qué es ese algo misterioso en el que tal unión tiene lugar. Esta es justamente la concreción, la vitalidad individual de la que - según afirma la escolástica - no puede ocuparse una ciencia que trabaja con conceptos»4. Guardini ponía siempre mucho interés en integrar la realidad de los hombres 103


concretos en su pensamiento teológico-litúrgico. Podía resistir los elementos de tensión de aquí dimanantes, por ejemplo entre objetividad y subjetividad, gracias a su pensamiento polar sustentado en la doctrina de la oposición y podía desarrollarla con resultados positivos. Cuando hoy vuelve a lamentarse una y otra vez la superficialidad de los cultos y su modo de entenderlos, debido a una teología de la comunidad demasiado simple, esta situación llama la atención sobre un problema más profundo: sobre la incapacidad para el pensamiento polar, con la consecuencia de que el péndulo se inclina hacia uno u otro lado. Unos buscan su salvación en la realización del ideal de una liturgia monolítica, objetiva en el sentido de una obra artificial global, otros postulan la total liberalización y subjetiva ción de las acciones de culto, de acuerdo con la opinión de Joseph Beuys de que todo hombre es un artista. En el fondo, entre las posiciones extremas aflora la pregunta central del paradigma para la percepción y la valoración del mundo: ¿se parte del paradigma de la secularización, según el cual la Iglesia se encuentra con una sociedad atea frente a la que debe marcar sus límites para no perder su identidad? ¿O se parte del paradigma de la evangelización, según el cual la Iglesia establece con su mensaje un diálogo con las culturas de cada tiempo y de cada lugar?5 Según sea el lado en que se sitúe el centro de gravedad, se obtendrá una correspondiente teología de la liturgia. Es indudable que el concilio Vaticano II y su reforma han emprendido la transición desde el primero al segundo polo y han intentado conservar una inestable posición media. Pero el 4 de diciembre de 1963, cuando se aprobó, como el primero de los documentos del concilio, la Constitución sobre la sagrada liturgia, las cosas no estaban todavía tan claras. Debe, por consiguiente, ser leída a la luz de documentos posteriores, como las constituciones sobre la iglesia, sobre la revelación y sobre la Iglesia en el mundo actual. Del conjunto de las declaraciones conciliares se deduce que el culto de la Iglesia no se identifica con el sustrato literario de los libros litúrgicos aprobados, sino que es realización viviente. Esto responde, en el nivel de la tradición, y en referencia a la Escritura, al hecho de que a pesar de la fundamental importancia de la Biblia, el cristianismo no es una religión del libro, sino una religión del testimonio personal del mensaje bíblico. Para la ciencia de la liturgia que se fue imponiendo después del Vaticano II, el cambio de perspectiva de la «partitura» a la «ejecución» que de aquí se deriva, es decir, de las fuentes litúrgicas a la realización de la liturgia, significaba en contrar un método integrador que estuviera a la altura del principio de lo viviente. La consecuencia de este cambio de paradigma es una discusión, no siempre llevada en términos amistosos, sobre la localización de la ciencia de la liturgia en el canon de las disciplinas teológicas: ¿forma parte de la teología histórica en razón de la sustancia histórica de su objeto, o más bien 104


del grupo de especialidades sistemáticas, debido a la importancia del espectro de las celebraciones litúrgicas para la fe de la Iglesia?6 Aun respetando toda la legitimidad de las soluciones específicas locales, la coordinación actual con el grupo teológico práctico resulta ser la más adecuada, a condición de que no se entienda la teología práctica como mera ciencia aplicada (así concebía Guardini la «litúrgica»», como la parte práctica de la ciencia de la liturgia), sino, en el sentido de Karl Rahner, como reflexión de la Iglesia sobre sus acciones vitales. A esta concepción de la «localización de la posición» se adherían, a principios de la década de 1960, algunos representantes de la ciencia de la liturgia germanoparlantes'. El objeto primario de una ciencia de la liturgia teológica práctica así entendida no es una colección de textos, ritos y organización de celebraciones, sino la Iglesia misma, que inmuniza a la liturgia y, además, en el contexto de su historia y de la correspondiente sociedad. Es evidente que este planteamiento implica una pluralidad de métodos. Y es asimismo evidente la dificultad de definir el mencionado método integrador o el principio unificador. Bajo el estímulo del teólogo ortodoxo Alexander Schmemann, se ha desarrollado una teología litúrgica que se entiende como teología desde la liturgia. Para esta teología, la liturgia es una fuente primaria de la feb. Aquí, conceptos litúrgicos clave, como doxología, anamnesis o berakah (bendición), se convierten en motivos dominantes de un desarrollo sistemático secundario. Mientras que la teología litúrgica argumenta enteramente a partir de la liturgia, a modo de comentario, la teología de la liturgia sitúa en otra parte su punto de arranque. Se atiene a premisas que no son tomadas en préstamo de la liturgia. Pueden ser tratados dogmáticos, o una teología trinitaria o un recurso hermenéutico a la filosofía contemporánea. Pero por encima de todas las diferencias en los planteamientos, ambas tienen en común que centran sus reflexiones en la investigación de las celebraciones litúrgicas y que remiten al mismo tiempo al misterio que es mayor que todo tipo de reflexión. En este sentido, se trata en ambos casos de una teología mistagógica. En las líneas que siguen se expondrán brevemente dos destacados esquemas de una teología de la liturgia y se reflexionará, con ayuda de criterios, sobre una ciencia de la liturgia teológica práctica. Se trata de los esquemas de Joseph Ratzinger / Benedicto XVI y del cardenal Walter Kasper. 2. Joseph Ratzinger - El espíritu de la liturgia El escrito Der Geist der Liturgie9 (El espíritu de la liturgia), publicado en el año 2000, 105


forma la primera parte del volumen 11, editado en 2008, de sus Obras completas: Theologie der Liturgie. Die sakramentale Begründung christlicher Existenz'° (Teología de la liturgia. La fundamentación sacramental de la existencia cristiana). La segunda parte del volumen contiene exposiciones sobre el campo de temas relativo a los sacramentos; la tercera parte, sobre la eucaristía; la cuarta parte, sobre la teología de la música litúrgica; la quinta parte ofrece nuevas perspectivas. Helmut Hoping caracteriza la obra como litúrgica fundamental". El texto nuclear lo constituye indudablemente el mencionado libro El espíritu de la liturgia, del que el propio autor dice que es «una mirada a la totalidad»'2. A este escrito se remite, en lo esencial, la presente aportación13 El título es una clara alusión al escrito de Romano Guardini, Vom Geist der Liturgie (El espíritu de la liturgia), publicado en 1918 como volumen primero de la nueva serie de Maria Laach Ecciesia Orans14. Al igual que Guardini, también el actual pontífice centra su interés en una comprensión profunda de la liturgia desde dentro. En el prólogo expresa el deseo de que el libro pueda servir para proporcionar el impulso hacia un nuevo movimiento litúrgico, un «movimiento hacia la liturgia y su correcta realización externa e interna»15 2.1. Hacia una definición de la esencia de la liturgia cristiana: adoración cósmica Las exposiciones se inician con la cuestión fundamental sobre la comprensión de la liturgia y sobre su relación con la vida de los hombres. Se trata aquí de algo que va más allá de un «simple» juego sagrado, a saber, de la realidad misma. El autor se remonta a la salida de Israel de Egipto, cuyo objetivo no habría sido tan solo tomar posesión de la Tierra prometida, sino también rendir culto a Dios en el desierto (cf. Éx 7,16). Esto abarcaba mucho más que solo el culto en sentido estricto: «En definitiva, la verdadera adoración de Dios es la existencia misma de quien lleva una vida correcta, pero la vida es vida verdadera solo cuando recibe su forma desde la mirada a Dios. El culto está aquí para mediar esta mirada y proporcionar así una vida que es glorificación de Dios»'6. Con esto queda ya dicho, para el cardenal Ratzinger, lo esencial sobre el culto cristiano: es adoración de Dios en la liturgia y en la vida cotidiana. El culto forma el centro litúrgico de derecho y éthos. En cuanto que la adoración de Dios presenta la auténtica definición del sentido del ser humano, el culto es la anticipación de la vida definitiva y da al mismo tiempo su medida a la vida actual. Por eso no es factible ni fabricable, sino que debe ser instituido por Dios. A la idea de la adoración se asocia la del sacrificio. La verdadera transferencia a Dios consiste, en la tradición bíblica cristiana, en la unión del hombre y de la creación con Dios. La meta es que Dios sea todo en todo (cf. 1 Cor 14,28). Queda así eliminada la 106


separación de cosmos e historia. En la medida en que el cosmos mismo es movimiento de un inicio a un fin, es también él mismo historia. El culto debe contener el elemento de la sanación de la libertad herida, de la expiación, de la purificación y de la redención frente a la enajenación. Aparece, pues, una nueva dimensión en la esencia del sacrificio como proceso de la igualación, de la conversión en amor y así del camino hacia la libertad: el elemento de la sanación, de la transformación de la libertad quebrantada en la «forma soportada de la reconciliación»". El libro analiza en un capítulo aparte el interrogante que aquí se impone sobre el elemento de la continuidad y discontinuidad del cristianismo frente al judaísmo. La sentencia de jesús transmitida en el Evangelio de Juan: «Derribad este templo y en tres días lo reconstruiré» (Jn 2,19) debe entenderse como una profecía de la cruz y, al mismo tiempo, como una profecía del fin del templo. Con la resurrección de jesús se inicia el templo nuevo, el cuerpo vivo de Cristo en el sentido de la visión paulina del cuerpo eclesial y eucarístico. El fin del templo, que también aparece señalado en el desgarramiento del velo en el momento de la muerte de jesús, es al mismo tiempo el inicio del nuevo culto de la logiké latreía (cf. Rom 12,1), es decir, del servicio del sacrificio mediante la palabra de la oración. Aunque esta idea estaba ya preanunciada en el Antiguo Testamento, Joseph Ratzinger entiende que solo alcanza su plenitud en el sacrificio del lógos incarnatus. Se extraen de aquí algunas conclusiones: se produciría una reducción si se quisiera derivar el culto cristiano únicamente del culto sinagogal. Este estuvo siempre referido al templo, incluso después de su destrucción. El culto cristiano considera, en cambio, la destrucción del templo jerosolimitano como definitiva y como teológicamente necesaria, porque su lugar es ocupado por el templo universal de Cristo resucitado. Se sigue, en segundo lugar, la universalidad de todo servicio cultual cristiano, que no es nunca el culto de un determinado grupo o de una iglesia local. De aquí se deriva, en tercer lugar, la denominación paulina logiké latreía como la fórmula adecuada para designar la forma esencial del culto cristiano. Se rechazan como de corto alcance las recientes tentativas por describir el culto divino desde la asamblea o desde el banquete. La cuarta conclusión declara que la liturgia cristiana es, por un lado, liturgia de la promesa cumplida, mientras que por otro lado se mantiene como liturgia de la esperanza, en cuanto que lleva en sí el signo de la provisionalidad. 2.2. Las dimensiones de espacio y tiempo La segunda parte del libro se ocupa de las coordenadas espaciotemporales de la liturgia. Las instituciones de una liturgia en el espacio y en el tiempo deben coordinarse con el «todavía no» de la existencia cristiana. La nueva Jerusalén no ha descendido todavía del 107


cielo. Lo determinante para el concepto de liturgia aquí subyacente no es el esquema bimembre «promesa - cumplimiento», sino el triple paso «sombra - imagen - realidad», tal como era entendido en la era de la patrística. En este esquema, el nivel central es el auténticamente litúrgico, que se convierte en realización sobre todo en la plegaria eucarística y que ha pasado a ocupar el lugar de las acciones sacrificiales del templo. El núcleo auténtico de las celebraciones eucarísticas no está constituido, por consiguiente, por el banquete, sino por el «ser internamente inserto en la simultaneidad con el misterio pascual de Cristo, en su transición desde la tienda de lo pasajero hasta la presencia del rostro de Dios»`. Después de las exposiciones sobre el espacio (con detalladas descripciones sobre la forma espacial de las iglesias posconciliares), se pasa a hablar del «tiempo sacro». El tiempo de la Iglesia fue ya caracterizado como un tiempo intermedio, una realidad entre las sombras y la realidad pura. En la piedad veterotestamentaria, el ritmo semanal y el ritmo de las fiestas anuales desempeñan una función de gran importancia. El ritmo semanal, teológicamente fundamentado en el decálogo, es elevado en la proclamación cristiana a un nuevo nivel, «hasta el punto de que ahora debe hablarse de la "alianza nueva". Dios habría actuado de nuevo, y de una nueva manera, para dar a la alianza su amplitud universal y su forma definitiva»'9. El misterio pascual da así una nueva forma al ritmo semanal. El día de la resurrección se convierte en el nuevo sábado, es a un mismo tiempo la ma ñana del «tercer día» y, desde la perspectiva del ritmo semanal, el día primero o respectivamente el día octavo. En los diversos simbolismos, el domingo se muestra para los cristianos como la auténtica medida del tiempo, como la medida del tiempo de su vida. Une el recuerdo histórico, la idea de la creación y la teología de la esperanza. A todo ello se añade el pensamiento específico de la Pascua. La muerte de Cristo es una «"fiesta": lleva a su punto final lo que se ha abierto simbólicamente en la Pascua» Z°. 2.3. Las artes y la liturgia La sección «Arte y liturgia» se ocupa en primer lugar del problema de las imágenes. Se describe el intrincado camino desde la prohibición de imágenes veterotestamentaria, pasando por el arte cristiano primitivo, hasta el momento actual. A diferencia de Occidente, que siempre ha favorecido la orientación pedagógica y didáctica, Oriente se centra en la dimensión de encarnación. Esta dimensión lleva al proceso de la elevación: la encarnación tiende a la transformación por medio de la cruz y a la nueva corporeidad de la resurrección. Los sentidos forman parte de la fe y se rechaza, por consiguiente, una teología unilateralmente apofática (negativa), al igual que la ausencia de imágenes. Lo

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dicho es aplicable también a la nueva iconoclasia, «que llegó incluso a ser considerada, desde varios puntos de vista, como el auténtico mandato del concilio Vaticano II»Z'. La crisis del arte sacro coincide en líneas generales con la crisis del arte en general y, con ello, también con la crisis del ser humano, descrita en rápidas pinceladas. De la mano de la pregunta de cómo seguir avanzando, esboza aquí Ratzinger los principios básicos de un arte coordinado con el culto. Considera válido, en términos generales, lo siguiente: «De la subjetividad aislada no puede surgir ningún arte sacro. Este arte presupone más bien el sujeto internamente formado por la Iglesia y abierto al nosotros... La libertad del arte, que debe darse también en el ámbito estrictamente circunscrito al arte sacro, no es arbitrariedad»22. El segundo capítulo de esta sección se ocupa de la música y la liturgia. Tras una serie de reflexiones básicas, se traza la evolución histórica de la música cultual desde sus primeros inicios. Constituyó un acontecimiento determinante el retorno a los cantos bíblicos durante la época de la crisis gnóstica de la Iglesia antigua, en la que fueron desterradas del culto divino todas las composiciones poéticas y modalidades musicales artísticas. «El retorno a una aparente pobreza cultural salvó la identidad de la fe bíblica y abrió, precisamente en virtud del rechazo de falsas inculturaciones, la amplitud cultural del cristianismo para el futuro»`. El cardenal Ratzinger ve un paralelismo con la cuestión de las imágenes en la posterior evolución, que desembocó, también en la música de Occidente, en formas autónomas. El concilio de Trento intervino en la disputa cultural cuando normalizó la precisión de las palabras de la música litúrgica y puso límites al uso de instrumentos musicales. Pero, sobre todo, marcó las diferencias entre música sacra y música profana. 2.4. Forma litúrgica El rito es para los cristianos «una concreta configuración comunitaria, que desborda los tiempos y los espacios, del tipo fundamental de la adoración otorgado a través de la fe que, a su vez..., incluye siempre la praxis total de la vida. El rito tiene, pues, su lugar primario - pero no único - en la liturgia. Se expresa en una determinada manera de cultivar la teología, en la modalidad de vida espiritual y en las formas jurídicas del orden de la vida eclesial»24. Se ofrece a continuación una ojeada global sobre los dife rentes ritos de la Iglesia de Oriente y de Occidente. Del esbozo del paisaje ritual se extraen consecuencias que llevaron a una precisión de lo que significa el rito: «Es expresión, convertida en forma, de la eclesialidad y de la comunión, superadora de la historia, de la oración y de la acción litúrgica. En él se concreta la vinculación de la liturgia al sujeto viviente Iglesia, un sujeto que se caracteriza, por su parte, por la vinculación a la forma de la fe surgida de la tradición apostólica. Esta vinculación al sujeto único Iglesia permite 109


diversos grupos de formas e incluye una evolución viva, pero excluye al mismo tiempo la arbitrariedad»25. Este pensamiento básico es explicitado en el capítulo siguiente, «El cuerpo y la liturgia», con la ayuda del concepto clave «participación activa». Se pregunta a continuación por el auténtico significado de este principio, atestiguado también en el Catecismo de la Iglesia católica (n. 1960): se trata de la comprensión de la actio de la que forma parte la participatio actuosa. Esta sería, según Ratzinger, de acuerdo con las fuentes litúrgicas, la plegaria eucarística. La auténtica acción litúrgica, «el verdadero acto litúrgico es la oratio, la gran oración que constituye el núcleo de la celebración eucarística y que, por lo mismo, fue calificada en su totalidad por los Padres como oratio» 26. La palabra-sacrificio pasa a ocupar el lugar de la acción sacrificial. Es más que discurso solemne, es actio en su sentido más elevado, porque ofrece espacio para la actio divina, la acción de Dios. El sacerdote se convierte en voz del otro, que es el que ahora habla y actúa. Pero, ¿cómo podemos participar en esta actio? Es aquí donde entra en juego el elemento de la encarnación. «El acontecimiento total de encarnación, cruz, resurrección y nueva venida está presente como la forma hacia la cual Dios atrae al hombre en la cooperación consigo mismo» Z'. De ahí que la oración por la aceptación desempeñe un papel singular, que no solo suplica la aceptación del sacrificio de Cristo, sino también que sea nuestro sacrificio, que seamos cuerpo de Cristo. Se trata, pues, de que sea suprimida la diferencia entre la actio Christi y la nuestra. En las páginas que siguen extrae el autor las consecuencias. Pueden ciertamente distribuirse las acciones exteriores entre varios actores, pero esto solo afectaría al servicio de la palabra. «Debe cesar la acción cuando aparece lo auténtico: la oratio. Y debe percibirse claramente que solo la oratio es lo auténtico y que es de nuevo importante porque ofrece espacio para la actio de Dios»Z8. Al final aflora la justificada pregunta por el lugar que ocupa el cuerpo en esta concepción. Alcanzaría su validez en la existencia corpórea de nuestra vida cotidiana como prolongación del acto del culto. Se trata del servicio de la transformación del mundo. Para ello es además necesario el "entrenamiento" del cuerpo para la resurrección, la recuperación de la correcta comprensión de la ascesis, de la que forma también parte la disciplina del cuerpo, que se desarrollan a partir de actitudes derivadas de la reclamación interna de la liturgia y hacen corporalmente visible su esencia. El autor admite el principio de la inculturación al que, con todo, habría que marcar límites, por ejemplo en la cuestión de los signos sacramentales. En el juego de cultura e historia, le corresponde la primacía a la historia. «Los sacramentos son los elementos a través de los cuales se produce la vinculación con la historia singular de Dios con los hombres en Jesucristo»29. La encarnación es la huella fiable que Dios ha marcado en la tierra, «la garantía de que no es algo que nos hayamos inventado nosotros mismos, sino que hemos sido 110


verdaderamente llamados por él y que estamos en contacto con él» 30. 3. Walter Kasper - Aspectos de una teología de la liturgia En 2010 se publicaba, como volumen 10 de la Obra completa del cardenal Walter Kasper, el tomo Die Liturgie der Kirche31 (La liturgia de la Iglesia). Para su autor, la liturgia es «el corazón palpitante de la Iglesia» 32, como escribe en el prólogo. Sus garantes son Romano Guardini y Joseph Andreas Jungmann. Se describe la finalidad del libro especialmente en la parte primera y fundamental, «Aspectos de una teología de la liturgia. La liturgia frente a la crisis de la modernidad», donde el autor aboga por una nueva cultura litúrgica. Esta contribución, de aproximadamente setenta páginas, constituye, en su nueva redacción, la base principal de las siguientes reflexiones, aunque todo el volumen puede entenderse como una teología de la liturgia. A la sección principal le siguen, bajo el título de «Signos de la fe», una serie de consideraciones antropológicas. Se añaden capítulos sobre el bautismo, la eucaristía, la penitencia y el matrimonio cristiano. El punto de partida de la teología de la liturgia de Walter Kasper es la actual situación de la renovación litúrgica. La presenta, como ya había hecho con anterioridad Romano Guardini en su tiempo y más tarde también el concilio Vaticano II, en el contexto de la sociedad en su conjunto. No se trata, pues, en la cuestión de la liturgia, de un problema intraeclesial, sino de «una reflexión sobre el espíritu y el sentido de la liturgia frente a la crisis de la modernidad»;" en un enfrentamiento con el espíritu del tiempo. 3.1. La celebración del sábado Desde aquí se explica la construcción de su sistemática teológica. El tratado comienza con la celebración del sábado, la fundamentación teológica, basada en la creación, de la dimensión del tiempo y de su estructura sacramental. La estructura sacramental del tiempo se condensa en la teología y en la figura festiva del sábado, que están estrechamente relacionadas con la idea de la alianza. A esto se opone la actual concepción secularizada del tiempo, sancionada en Alemania en 1975 con la modificación de la enumeración de los días de la semana. A una con el cambio de la concepción del tiempo, se produce la pérdida de la dimensión cósmica en nuestra sociedad, con la consecuencia de que también el culto «se convierte en una magnitud configurable, variable y, en definitiva, arbitraria, dictada a tenor de las necesidades y los pareceres humanos» 34. Frente a esta situación, el autor propugna una nueva cultura de los sábados y las fiestas en la que la liturgia alcance una singular significación como interrupción de la vida normal. 111


3.2. El misterio pascual En el capítulo segundo, bajo el título «El misterio pascual», entra en el campo de visión la teología de la dimensión temporal. La historia se interpreta como historia de la salvación. Entra aquí la categoría de la alianza, que alcanza su culminación en el acontecimiento del éxodo. El éxodo se entiende (al igual que en Ratzinger) como la liberación para el culto. Esto es igualmente válido para la tradición judía y la cristiana. El nuevo éxodo o la nueva Pascua son interpretados como camino hacia la libertad. Libertad significa aquí liberación de la muerte y del poder de la muerte, libertad para la vida. Se inicia así la nueva creación. Así entendida, la vigilia pascual es «la celebración de la renovación del mundo»". En la siguiente serie de ideas se analizan las tres dimensiones temporales sintetizadas en la celebración litúrgica. La categoría de la memoria es la categoría clave de la celebración litúrgica por antonomasia. Según la concepción cristiana, se trata de la memoria de la salvación definitivamente alcanzada en Cristo. En el elemento de la memoria entra también en el campo de visión el futuro, en cuanto que toda celebración eucarística es también, a la vez, como celebración del recuerdo, celebración escatológica anticipada, hasta que él vuelva (c£ 1 Cor 11,26). Recuerdo y celebración anticipada determinan el presente. Se trata de una memoria real, de una actualización objetiva. En la liturgia se lleva a cabo la obra de la redención (SC 2). De ahí que la liturgia sitúe en el lugar central el «hoy», por ejemplo en las antífonas «hoy» de las vísperas de las grandes festividades36 Bajo el epígrafe de la estructura pneumatológico-epiclética de la liturgia se estudia cómo actúan las dimensiones memoria, actualización y anticipación. El sujeto del acontecimiento es el Espíritu Santo. Una importante aportación de la reciente reforma litúrgica fue, también en perspectiva ecuménica, la renovación de la epíclesis del Espíritu en la plegaria eucarística, que el Canon Romanus solo incorporaba de una manera implícita (en la sección «Supplices»). El debate acerca de la significación consagratoria de las palabras de la institución, o respectivamente de la epíclesis, puede considerarse hoy superado. Lo importante es que, en definitiva, todo el acontecimiento litúrgico es causado por el Espíritu. Ciertamente, la Iglesia celebra la liturgia por medio del servicio del sacerdote, pero a través de la epíclesis se advierte claramente «que la Iglesia no puede hacer presente a jesucristo con sus solas fuerzas» 37. A continuación se estudia la concepción de la historia de la liturgia, que Kasper distingue netamente de los conceptos modernos míticos y de los basados en ideologías 112


científicas. Califica la concepción de la historia de la liturgia como tipológica, condicionada a un mismo tiempo por la continuidad y la ruptura. Esto se fundamenta en último extremo en la experiencia histórica clave de la cruz y resurrección de Cristo. La dimensión cósmica de este acontecimiento sitúa toda celebración litúrgica, por modesta que sea, en el contexto de la totalidad. El mundo actual, incluidos los cristianos, habría echado en gran parte al olvido la conciencia de estas dimensiones. El hecho está relacionado con la dinámica emancipatoria de libertad que opina que el mundo puede ser redescubierto y configurado una y otra vez. A una con ello se registra la pérdida de la cultura de la memoria, que en definitiva es una amenaza para la libertad misma. Kasper añade aquí una crítica a los comportamientos litúrgicos actuales, que no se corresponden en nada con las intenciones del concilio. La reforma litúrgica se proponía renovar - no reemplazar - la liturgia clásica. Y, a partir de aquí, aboga por una nueva cultura litúrgica de la memoria. Puede convertirse perfectamente en norma para la actual situación del cristianismo el judaísmo durante su dilatada historia en la diáspora. Los judíos creyentes pudieron conservar, en su condición de hombres celebrantes, su identidad a través de las convulsiones de la historia. «Una cultura litúrgica renovada de la memoria puede ayudarnos a vivir en libertad cristiana como personas pascuales, a sobrevivir en libertad y a preservar de este modo nuestra identidad cristiana» 38. 3.3. La liturgia como glorificación de Dios Tras el espacio y el tiempo se menciona, con la categoría de la glorificación de Dios, un nuevo concepto clave litúrgico. La glorificación de Dios es desde tiempos antiquísimos el remedio con tra la fatalidad de un mundo perturbado, alejado de Dios y, por tanto, también de sí mismo. La categoría de sacrificio, hoy convertida en problemática para muchos, alude al restablecimiento del orden originario. En la religión del pueblo de Israel, los sacrificios ocuparon siempre una posición ambivalente. La crítica profética al culto y a los sacrificios pone en claro que aquello que importaba no era la ofrenda del sacrificio, sino la conversión de los corazones. Así se ve con total claridad en el canto cuarto del Siervo de Yahvé del libro de Isaías. Del sacrificio de agradecimiento, la todah, surge una segunda línea de la tradición, unida a la idea del sacrificio. Estas líneas confluyen en la tradición de la última cena de los escritos neo testamentarios. Los relatos de la última cena de los tres primeros evangelios y de Pablo son ya el resultado de evoluciones litúrgicas. El motivo fundamental es el sacrificio de alabanza. «La liturgia es veneración de Dios con alabanza y agradecimiento (doxología)» 39. El carácter doxológico de la eucaristía alcanza su culminación sobre todo en la teología del cordero de Dios. Esta 113


teología aparece en numerosos pasajes del Nuevo Testamento, pero sobre todo en el Apocalipsis. Las grandiosas imágenes de este libro son ya el reflejo de una praxis litúrgica protocristiana. La liturgia de la Iglesia está ya condicionada por esta visión de la liturgia celeste. Está marcada por elementos de la alabanza y la gratitud y es más que una simple celebración de un banquete en común. Anticipa la alabanza en la celebración del banquete nupcial del fin de los tiempos. Empalmando con estas ideas, el cardenal Kasper reflexiona sobre el distanciamiento del mundo moderno y posmoderno respecto de las celebraciones litúrgicas. Hay ciertamente un gran número de liturgias seculares, pero todas ellas tienen en común una «melancolía del incumplimiento» 40. También a muchos cristianos se les han hecho ajenas categorías centrales del culto divino, como sacrificio, adoración, expiación. Se trata aquí, en defi nitiva, del problema de la correcta comprensión de la autonomía. La liturgia implica una comprensión teónoma de la autonomía y una concepción de la libertad según la cual el hombre se sabe liberado por Jesucristo para la auténtica libertad. De donde se sigue que la adoración es el acto supremo de la humanización del hombre. El autor ofrece indicaciones concretas para la recuperación de estas dimensiones. 3.4. Fundamentación eclesiológica El cuarto capítulo proporciona la fundamentación eclesiológica de la liturgia bajo las palabras guía «pueblo sacerdotal de Dios» y «comunión de los santos». Se acentúa la idea de que toda la comunidad es el sujeto humano de la celebración. Los fieles no son testigos mudos, sino cosacrificantes (LG 10). Todos realizan un servicio litúrgico, aunque desde distintas posiciones. Se trata del servicio en ambas mesas, la de la palabra y la del sacramento. El concilio ha puesto en claro, con el discurso sobre las cuatro formas de la presencia de Cristo en la eucaristía, que la presencia del Señor asume varias modalidades: en la palabra y en el sacramento, en la persona del sacerdote y en la comunidad (SC 7). Se desarrolla a continuación la idea de la Iglesia como asamblea de los fieles. El punto de partida es el culto de la sinagoga, que ejerció una influencia determinante en los servicios de la palabra del culto de la Iglesia. Estos servicios no son solo información, sino sobre todo comunicación. La palabra se condensa en la acción simbólica que, en cuanto acción simbólica sacramental, está a su vez acompañada y vivificada por un acontecimiento de la palabra. Se abre paso aquí, en la actual situación, una gran tarea. «La Iglesia, a través de la palabra que despierta y fortalece la fe, debe convertirse de nuevo, una y otra vez, en viviente y vivida congregatio fidelium y debe estar preparada para la communio sanctorum»41

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A esta orientación de la evolución desde la congregatio a la communio responde la doble estructura de la misa de palabra y sacramento, punto en el cual este último es centro y culminación de la celebración. Se trata de la comunión de los santos, es decir, de la común participación en los sacramentos del bautismo y de la eucaristía. El cuerpo eucarístico de Cristo constituye el cuerpo eclesial de Cristo. En este sentido, la eucaristía es la culminación y la fuente de la vida eclesial. El concilio ha devuelto así su validez a la eclesiología eucarística de la Iglesia antigua. La Iglesia única se compone de Iglesias locales, todas las cuales confluyen en la comunión eucarística. «La esencia de la Iglesia puede desarrollarse, por consiguiente, bien "desde abajo", como agrupación de cada una de las Iglesias locales, o "desde arriba", en el sentido de un efluvio de las Iglesias locales a partir de la Iglesia universal» 42. En la epíclesis de la comunión se expresa esta misteriosa comunión de los santos a través de los sacramentos: «Concédenos participar en el cuerpo y la sangre de Cristo y hacernos uno por medio del Espíritu Santo» o, respectivamente, «para que seamos uno en Cristo». La comunión desborda ampliamente a los presentes. Se unen a ellos los ya consumados, los santos y todos los difuntos. También aquí sobresale la dimensión del futuro, que se expresa sobre todo en el canto del Sanctus como participación en el canto de alabanza eterno de los ángeles en el cielo. En la liturgia se expresa también la sintonía de ministerios y servicios en su unidad y diversidad. Este aspecto se hace especialmente visible en la presidencia episcopal o sacerdotal de la eucaristía. El autor ofrece una sucinta ojeada histórica de la evolución del servicio de dirección en la celebración de la eucaristía. El obispo, como presidente de la Iglesia local, representa la unidad de los celebrantes dentro de su obispado y en la ecumene de las Iglesias locales. Toda eucaristía presidida por un sacerdote se halla en conexión con el obispo del lugar. Así se explica la mención del nom bre del papa y del obispo en la plegaria eucarística. Junto al servicio de dirección han encontrado un lugar, desde la reforma litúrgica, otros servicios litúrgicos. En el saludo de paz, y por encima de todas las diferencias, se expresa la comunión que subyace en el fondo. Este carácter comunitario, que es esencial para la liturgia, nunca se ha perdido enteramente, pero solo gracias al movimiento litúrgico de los siglos XIX y XX ha llegado de nuevo hasta la conciencia de la Iglesia. La palabra sobre la participación plena, activa y fructuosa de todos fue un tema dominante central de la reforma de la liturgia. No es ciertamente posible contentarse con la simple participación externa, sino que es preciso penetrar hasta el interior. Debe, además, tenerse en cuenta la armonía de los diferentes ministerios y servicios para que la liturgia sea «juego sacro». El culto, y más en especial la eucaristía, es sacramento de la unidad. De ahí que la 115


Iglesia única debería tener una única liturgia, lo que no excluye las variantes regionales. El cardenal Kasper aboga por «una cultura en armonizada diversidad» 43. Pero considera solo como solución transitoria el actual paralelo de dos acuñaciones de una liturgia única. Sería sorprendente que el cardenal de la Curia durante tanto tiempo competente para las cuestiones del ecumenismo no se pronunciara, en el contexto de una teología de la liturgia, acerca del problema de la todavía no conseguida comunión eucarística de las Iglesias cristianas. El desiderátum es urgente. No puede forzarse, por supuesto, su cumplimiento. Pero en la oración de la Iglesia por la paz se ruega siempre para que se cierre «esta herida abierta»". 3.5. El éthos de la liturgia El capítulo quinto y último trata de la liturgia de la fe en la vida cotidiana del mundo. Entran aquí, en primer lugar, la liturgia y la diaconía. Es cierto que la liturgia es interrupción de lo cotidiano, pero está, con todo, referida de múltiples maneras a la vida diaria. El día festivo judío tiene también la función de santificar el día cotidiano. No pueden separarse el amor a Dios y el amor al prójimo. Así se afirma también de diversas maneras en el Nuevo Testamento. En perspectiva histórica, la liturgia de la Iglesia ha poseído siempre una gran capacidad de integración, en cuanto que ha relativizado las tensiones y las escisiones sociales. «No podemos repartir el pan eucarístico sin repartir también el pan cotidiano»45 A tenor de la significación literal originaria del concepto de liturgia, esta no se limita a la ejecución de los actos del culto. Pablo habla en la Carta a los Romanos de un culto a Dios acorde con la razón, es decir, verdadero y adecuado [logiké latreía] (cf Rom 12,1). No pueden existir por separado y como magnitudes independientes el culto a Dios y la vida cotidiana, sino que la vida cotidiana debe estar acuñada por el culto divino. Por eso exhortaba Pablo a los participantes en la eucaristía a probarse primero. La renovación del bautismo y la praxis penitencial están al servicio del objetivo de volver a acercar entre sí el culto y la vida. Aquí añade el autor una serie de reflexiones en dirección a una renovada praxis penitencial más allá de todo rigorismo y todo laxismo. Analiza más en particular el tema de los divorciados que han contraído nuevo matrimonio y de una posible solución a la problemática de acuerdo con el principio de la epieíkeia. «Las Iglesias orientales han desarrollado, de manera análoga, el principio de la economía, una explicación espiritual pastoral para casos concretos, a diferencia de la akríbeia, que es la interpretación doctrinal rigurosa. Si la Iglesia no quiere mostrarse dura de corazón, y de 116


escaso crédito en su praxis sacramental, debe avanzar en el futuro en esta dirección»`. Se añade una nueva idea sobre liturgia y misión. Es algo que viene inmediatamente sugerido por las palabras de conclusión de la misa: «Ite, missa est». Estas palabras indican que, en virtud de su propia naturaleza, la Iglesia es dinámica. El carácter misionero de la liturgia exige permanente inculturación. Se trata de comprender la palabra y el signo. Por eso, la Iglesia se ha acomodado siempre, a lo largo de la historia, a las diferentes circunstancias culturales. La inculturación se fundamenta en la esencia encarnativa de la Iglesia. No puede aquí tratarse de una simple aceptación de otros ritos, porque a la luz de la Pascua como cumbre de la encarnación se exige una transformación de las culturas desde dentro. El carácter misionero de la liturgia no puede desembocar en una instrumentalización del culto. El cardenal Kasper dedica las últimas páginas de sus «Aspectos de una teología de la liturgia» a la belleza de la liturgia. Si liturgia y vida, realización interior y exterior, lo espiritual y lo corporal, coinciden, se está hablando de belleza. Así entendida, la belleza no es un decorado añadido. Lo contrario de la belleza es la cursilería, la vulgaridad. La belleza es el resplandor de la verdad y, por consiguiente, la epifanía de la esencia de las cosas. El cardenal Kasper vincula el concepto de belleza a la dóxa. «La liturgia debe resplandecer de nuevo a través de la palabra y de los símbolos y ser así la manifestación de la transformación escatológica de toda la realidad»47. El autor se muestra interesado por una correcta comprensión del ars celebrandi en el que concurren todas las formas del arte humano. Constituyen un arquetipo los iconos de la Iglesia oriental como una modalidad de la presencia de la eternidad. La liturgia despliega la idea de la belleza sobre todo en la metáfora y el símbolo de la luz. La belleza de la liturgia puede proporcionar una ayuda para salir de nuevo al encuentro de la realidad con reverencia y para incitar a la conservación de la creación. 4. Observaciones desde la perspectiva de una ciencia de la liturgia: teología práctica Tras la exposición esquemática de ambos modelos, debe acometerse la tentativa de establecer un diálogo entre ellos. Las dos concepciones comparten la preocupación por una celebración adecuada de la liturgia, cuya forma de realización actual es juzgada como ampliamente deficitaria. Como razones se mencionan la insuficiencia de la formación litúrgica y el afán de acomodación a las tendencias contemporáneas. Ninguno de los dos autores está interesado en ayudas litúrgicas concretas, sino en una orientación teológica básica.

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No tiene nada de sorprendente que se den numerosas zonas de intersección. Pero también aparecen diferencias significativas, que dependen sin duda alguna del planteamiento sistemático de cada uno de ellos y que en algunos casos se comportan entre sí de modo complementario, aunque hay rasgos concretos que llegan a parecer incluso contradictorios. Ninguno de ellos se apoya - a diferencia, por ejemplo, de los esquemas decididamente científico-litúrgicos de una teología de la liturgia - en la asamblea de los fieles, sino en perspectivas cósmicas o respectivamente basadas en la teología de la creación. Para Ratzinger, la liturgia es adoración cósmica de Dios, que se concreta en la liturgia y en la vida cotidiana. El planteamiento es escatológico y supratemporal. La liturgia como culto es participación en la liturgia celeste. Kasper elige, en cambio, un planteamiento acusadamente antropológico. En la teología del sábado se trata sobre todo de la fundamentación del tiempo en la teología de la creación, complementada con la teología de la alianza. Pero la santificación del sábado está, en definitiva, al servicio del hombre: el sábado es para el hombre. De este modo, la liturgia aparece desde el principio en el campo de visión como acontecimiento espacio-temporal. Esto solo ocurre en Ratzinger en una segunda línea. En este punto acentúa, desde el misterio pascual, el elemento de la discontinuidad frente a la teología judía del sá hado en relación con el discurso de la «nueva alianza». En su capítulo sobre el misterio de la Pascua, Kasper insiste más en la continuidad histórico-salvífica. Desarrolla la dimensión escatológica a partir de la estructura temporal tripolar de la celebración, y más en particular de la dimensión epiclética pneumatológica. Mientras Ratzinger discurre a partir del éschaton, frente al que la Iglesia solo puede adoptar una actitud de adoración, el pensamiento de Kasper es más acentuadamente anamnético. De la anamnesis surge la epíclesis, la celebración anticipada de lo que está por venir. Pero esto por venir tiene ya en el ahora un fundamento real. Se percibe claramente la diferencia de las teologías de la historia cuando se compara el triple paso de Ratzinger de «sombra - imagen - realidad», que él mismo contrapone al esquema de cumplimiento de la promesa, con la concepción tipológica de Kasper. La liturgia se coloca siempre en el centro de la memoria/recuerdo y del cumplimiento/expectativa. La pregunta es cómo se relaciona la celebración litúrgica en el presente con los polos pasado y futuro. El modelo tipológico histórico permite mantener en pie la tensión en ambas direcciones: aquí la celebración actual gana un plus de contenido de realidad en el sentido de una escatología de presente, es «la celebración de la renovación del mundo». Pero esto solo puede ocurrir si la celebración acontece en el marco de una cultura litúrgica del recuerdo.

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Si se desea reducir las diferentes perspectivas a una sola fórmula, podría decirse: Ratzinger piensa en clave epifánica, Kasper desde la encarnación. Así se manifiesta sobre todo en el contexto eclesiológico. Ya en Ratzinger se observó, con mirada crítica, que la relación entre adoración y comunión no ha alcanzado un equilibrio. La colocación anticipada de la Iglesia universal lleva, dentro del paradigma de la adoración, a que no aparezca entre el individuo y la communio sanctorum escatológica la comunión eclesial como magnitud teológica en el sentido de 1 Corintios 11,26. Kasper, en cambio, parte de la eclesiología eucarística, según la cual la Iglesia es construida como communio eucarística. Con razón alude aquí a la significación central de la llamada epí clesis de la comunión. Según ella, en el campo de visión no aparece solo el sacerdote, sino la comunidad entera, con su diferenciación en los diversos servicios y ministerios. Y por eso puede Kasper obtener también algún provecho de la liturgia como «juego sacro». En Kasper, y con referencia a la eucaristía, se ha admitido una diferencia, introducida por Hans-Bernhard Meyer y generalmente aceptada por la actual ciencia de la liturgia, a saber, la que se da entre forma material y forma de sentido. La forma material es el banquete eucarístico; la forma de sentido es la plegaria eucarística como sacrificio de alabanza y de agradecimiento. Estas ideas se desarrollan en el capítulo sobre la doxología. Se deslizan aquí juntas las líneas veterotestamentarias de la concepción personalizada del sacrificio en el curso de la crítica profética al sacrificio y el culto y las del banquete sacrificial de acción de gracias (todah): «La liturgia es veneración de Dios con alabanza y gratitud (doxología)» 48. De esta visión global de la forma material y la forma de sentido se deriva orgánicamente la dimensión ética resultante de la liturgia. «No podemos repartir el pan eucarístico sin repartir también el pan cotidiano» 49. Así se desprende del planteamiento basado en la teología de la creación y de la encarnación. Ambos autores se remiten a la fórmula paulina del «culto espiritual», de la logiké latreía (cf. Rom 12,1). Ratzinger escribe en otro lugar, a propósito de esta cuestión: «El culto significa que nosotros mismos nos hacemos lógos, nos configuramos de acuerdo con la razón creadora» 50. ¿Cómo repercute todo esto sobre el culto? Este necesita, según Kasper, una permanente inculturación que ciertamente no puede desembocar en un distanciamiento de la realidad. En Ratzinger, bajo la palabra guía «forma litúrgica», entra en el campo de visión únicamente el rito «como expresión de la eclesialidad convertida en forma y la comunión - superadora de la historia - de la oración y la acción litúrgica» 51. También Ratzinger conoce ciertamente la evolución y las diversas formaciones, pero no la configuración propiamente dicha. «Participación activa» es, pues, en primer término, la participación oyente en la actio central, en la plegaria eucarística recitada por el sacerdote. 119


Ambos autores están empeñados en una renovación de la liturgia desde dentro. Y para ello anteponen un gran esquema teológico. Pero en Ratzinger se pasa en muy buena parte por alto la forma concreta en que se presenta la liturgia, que queda, en definitiva, reducida a lo necesario en la perspectiva del concilio de Trento: la actio del sacerdote. Cuando se definió la ciencia sistemática de la liturgia como doctrina de lo vigente en la liturgia, debió convertirse en el fundamento de la reflexión teológico-litúrgica no la reducción sino la forma plena restituida por el movimiento y la renovación de la liturgia. Aquí Kasper avanza mucho más, gracias a su diverso planteamiento, que le permite remitirse a la pluralidad de otras formas de culto junto a la celebración de la eucaristía. No obstante, desde el punto de vista de una ciencia de la liturgia teológica práctica, deben formularse algunas preguntas a ambos planteamientos. A los autores les interesa la transmisión de las riquezas de la tradición litúrgica de la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo. Esta transmisión no puede conseguirse, según el concepto de Guardini sobre la formación litúrgica, a través simplemente de una instrucción cognitiva. Más bien, desempeña aquí un papel central el elemento de la experiencia, de la que forma parte la emoción y la corporeidad. Bajo este aspecto, algunos de los abusos de las prácticas denunciadas por Ratzinger y Kasper deben ser valorados como intentos malogrados, pero sinceramente emprendidos, de la inculturación. En este punto debe insistir la formación litúrgica. Pero la premisa pa ra ello es que no se vea la subjetividad como algo por sí mismo ajeno a la liturgia sino, al contrario, como algo esencialmente perteneciente al acto litúrgico, aunque solo, por supuesto, cuando está adecuadamente configurado y orientado a la totalidad. La forma estética de la Iglesia es siempre concreta, lo cual significa múltiple, y a veces incluso contradictoria. Lo importante es que se disponga de criterios para poder juzgar la adecuación de las formas concretas para la liturgia. Los criterios están, por una parte, dados por la Iglesia, cuando se trata de cuestiones de expresión adecuada de la fe. Pero, por otra parte, deben descubrirse criterios suplementarios para valorar la idoneidad de la forma estética de la liturgia para los hombres, es decir, para la capacidad de humanidad de la liturgia. Debe mencionarse aquí, de manera especial, el lugar teológico que las artes ocupan enfrente de la Iglesia. Se ha reflexionado mucho, en los años pasados, sobre la relación entre ambas magnitudes. «La Iglesia necesita el arte», declaró Pablo VI. Ante la pregunta «¿qué arte?», los espíritus se dividen52. Unos quieren un arte exclusivamente cristiano, otros promueven un arte autónomo. «La autonomía es siempre relativa», se ha repetido mientras tanto por doquier. El cardenal Kasper habla, con razón, de una «autonomía teónoma». Aquí se da, en el «arte secular» de todos los sectores, una asombrosa zona de 120


intersecciones que se debería hacer fructificar. Habría que hacer luz sobre la pregunta de si solo es bello lo placentero, lo atrayente, lo delicioso, o si no forma también parte de este conjunto lo que es expresión de un mundo no reconciliado. Lo supuestamente hermoso puede ser falso, y lo supuestamente feo expresión del splendor veritatis. Una Iglesia que tiene como símbolo central la señal de la cruz y que prescribe la imagen del Cru cificado como imagen única en el espacio del culto, se encuentra aquí, en virtud de su propia comprensión interna, en una situación de extremada ambivalencia. Forma también parte de la veracidad de los signos la disposición a una saludable inseguridad. El arte en el espacio eclesial puede desenmascarar también alguna vulgaridad religiosa y ayudar a despejar el núcleo de verdad del mensaje. Pero para eso hay que estar dispuesto a dejarse interrogar «desde fuera». 5. Observación final «"Teología de la liturgia": esto significa que Dios actúa en la liturgia a través de jesucristo y que nosotros solo podemos actuar con él y por medio de él» 53, escribe Benedicto XVI. Queda así teológicamente definido de manera concisa el «qué» de la liturgia. Pero, ¿qué ocurre con el «cómo»? Romano Guardini preguntaba en 1964, ante la inminente reforma de la liturgia, «de qué manera deberían celebrarse los sagrados misterios para que este hombre actual pueda permanecer en ellos con su verdad»14. El liturgista Andreas Odenthal reflexionaba, en su discurso de ingreso en Tubinga, desde una perspectiva teórico-simbólica, sobre la tensión aquí mencionada entre lo objetivo y lo subjetivo. Se refería a la celebración de las exequias de Juan Pablo II y a las ceremonias de entronización de Benedicto XVI y su amplia aceptación social en la relación de tensión de religiosidad y «cristianidad». A la religiosidad le corresponde aquí la fundamental capacidad para el rito del ser humano; a la «cristianidad» le corresponde «la capacidad para la liturgia». Para el pensamiento teológico, «cristalizan dos polos de un arco de tensión, una ritualidad humana general por un lado, y su realización en el ritual cristia no por otro. Con esto se afirma a la vez que la ciencia de la liturgia como disciplina teológica debe reflexionar, por un lado, sobre las condiciones y las posibilidades de la actividad ritual del hombre y debe, por otro lado, dar siempre respuesta a la pregunta del perfil cristiano, si no quiere que los rituales cristianos degeneren en formas arbitrarias peculiares de lo humano general, y debe hacerlo sin renunciar a una conexión entre ambas cuestiones. Han surgido necesariamente para ello problemáticas de teología sistemática, por ejemplo la de la coordinación de experiencia vital y tradición de fe»55. Aun con todo el respeto por los esquemas teológico-litúrgicos aquí propuestos, ¡queda todavía mucho por hacer! 1. R.GUARDINI, Von heiligen Zeichen, Würzburg 1927. 121


4. Se considera hoy día la obra clásica sobre esta materia C.TAYLOR, A Secular Age, Cambridge (Mass.) / London (U.K.) 2007. 5. C DURKHEIM, Les formes élémentaires de la vie religieuse, Paris 1912. 6. M.ELIADE, Die Religionen und das Heilige. Elemente der Religionsgeschichte, Salzburg 1954, 19. 2. R.GUARDINI, Das Ende der Neuzeit, Würzburg 1950, 102.110. 3. M.HEIDEGGER, Er1 uterungen zu Hólderlins Dichtung, Frankfurt a. M. 1951, 26s. 8. J.HABERMAS, en M.Reder et al. (eds.), «Ein Bewusstsein von dem, wasfehlt». Eine Diskussion mitJürgen Habermas, Frankfurt 2008, 26-36. 9. R.OTTO, Das Heilige, Manchen (1917), 1971. 7. O.PROKSCH / K.G.KuHN, «ágios», en ThWNT I (1933), 87-112. 10. M.WEBER, «Wissenschaft als Beruf» (1919), en Id., Gesammelte Aufsütze zur Wissenschaftslehre, Tübingen 1973, 594. 11. Descrito en páginas fascinantes por R.SAFRANSKI, Romantik. Eine deutsche Affire, Manchen 2007. 12. J.P SARTRE, La Nausée (1938). 13. A.VON HARNACK, Das Wesen des Christentums (1900), Hamburg 1964, 165s. 14. Ibid., 45. 15. E.KÁSEMANN, «Gottesdienst im Alltag der Welt», en Id., Exegetische Versuche und Besinnungen, vol. 2, G&ttingen 1964, 198-204, aquí 201. 16. ID., An die Rómer (HNT 8a), Tubingen 1973, 310-316, aquí 314. 17. Cf G.EBELING, «Worthafte und sakramentale Existenz», en Id., Wort Gottes und Tradition, G&ttingen 1964, 197-216. 18. JUAN PABLO II, Carta apostólica Dies Domini (1998). 19. Cf. Y CONGAR, Das Mysterium des Tempels, Salzburg 1960; E.PETERSON, 122


«Ekklesia und Himmelstadt», en Id., Ekklesia. Studien zum altchristlichen Kirchenbegriff, Würzburg 2010, 26-52; G.SCHRENK, «to hierón», en ThWNT III (1938), 230-247; O.MICHEL, «naós», en ThWNT IV (1942), 884-895; «oikos», en ThWNT V (1954), 122-133. Para la metáfora de la casa en Agustín: J.RATZINGER, Volk undHaus Gottes in Augustins Lehre von der Kirche 1954, St. Ottilien 1992. 21. Itinerario de la Virgen Egeria (381-384). 20. EUSEBIO, Hist. eccl. X, 3s. 23. Cf. R.KACZYNSKI, «Kirchweihe» 1, en LThK3 (1997), 102-104. 22. Cf. EusEBIO, Hist. eccl. II, 25, 6s. 25. Para la interpretación y la historia de la interpretación, cE W.SCHRAGE, Der erste Brief an die Korinther (EKK VII/3), Neukirchen-Vluyn 1999, 50s.100-104. 26. Cf. ¡bid., 63-69. 24. Para la amplia discusión en H.Lietzmann, J.Jeremias, H.Schürmann, F. Hahn, H.J.Klauck, R.Pesch, H.Merklein et al., cf. W.KASPER, Jesus der Christus (WKGS 3), Freiburg i. Br. 2007, 184.240-242.390; ID., Die Liturgie der Kirche (WKGS 10), Freiburg i. Br. 2008, 43-45; J.RATZINGER / BENEDICTO XVI, Jesus von Nazareth, vol. 2, Freiburg i. Br. 2011, 121-164. 28. Cf. la Constitución pastoral Gaudium et spes 36; 41; 56; 76. Así también Benedicto XVI en varias alocuciones y discursos, recientemente el dirigido en el Westminster Hall de Londres el 11 de septiembre de 2010. 31. Así también K.BARTH, KD 11/1, 402-413; P.ALTHAUS, Die christliche Wahrheit, Gütersloh 1959, 289-298; P.TILLICH, Systematische Theologie, vol. 1, Stuttgart 1956, 311-313; J.LAUBE, «Heiligkeit IV», en TRE 14 (1985), 709-712. Sobre todo la doctrina de la Trinidad ha intentado entender conceptualmente esta idea de Dios como amor que se comunica a sí mismo. Cf. W.KASPER, Der Gott Jesu Christi (WKGS 2), Freiburg i. Br. 2008, 31ss. 27. Cf. G.VON RAD, Das erste Buch Mose (ATD 2), G&ttingen 1953; C.WESTERMANN, Genesis (BK.AT 1/1), Neukirchen-Vluyn 1974. 29. Concilio de Calcedonia (451): DH 302.

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32. B.WELTE, Auf der Spur des Ewigen, Freiburg 1965; B.CASPER / K.HEMMERLE / P HÜNERMANN, Besinnung auf das Heilige, Freiburg 1966. 33. J.SPLETT, Die Rede vom Heiligen, Freiburg - Manchen 1971. 34. K.RAHNER, «Über den Begriff des Geheimnisses in der katholischen Theologie», en Id., Schriften zur Theologie, vol. 4, Einsiedeln 1960, 51-99. 35. H.U.VON BALTHASAR, Herrlichkeit, vol. 1-3, Einsiedeln 1961-1969. 36. Ya así en Das Absolute in der Geschichte (1965), luego en Jesus der Christus [Jesús el Cristo] (1974) y en Der Gott jesu Christi [El Dios de jesucristo] (1982). M.HEIDEGGER ha presentado esta interpretación en Schellings Abhandlung über das Wesen der menschlichen Freiheit (1809), Tübingen 1971, 107.154.211.223-225. 30. Esta definición se ha mantenido un tanto ajena a la tradición teológica. En fechas recientes ha vuelto a insistir en ella el papa Benedicto XVI, en la encíclica Deus caritas est (2006). 37. J.L.MARION, Étant donné. Essai d'une phénoménologie de la donation, Paris 1997. 39. ID., Le croire pour le voir, Paris 2010, 149-175. 40. ID., Die Offnung des Sichtbaren, 105-111. 41. Cf. DH 1541. 42. Ecclesia, Lectures chrétiennes, Paris, n. 1, abril de 1949, 53-58. 43. AGUSTÍN, Confessiones IX, 6, 14, según traducción de Pedro Rodríguez de Santidrián. 38. ID., La croisée du visible, Paris 1996. 44. Este es también el deseo expresado por J.RATZINGER en varias publicaciones. Cf. Theologie der Liturgie. Die sakramentale Begründung christlicher Existenz (Ges. Schriften 11), Freiburg i. Br. 2010. 3. J.WERBICK, «Gebet als Gottsuche. Ein Versuch über die Schwierigkeit Ja zu saben», en Id., Gebetsglaube und Gotteszweifel, Münster 2001, 63-83. 4. W.KASPER, «Das theologische Wesen des Menschen», en Id. (ed.), Unser Wissen 124


vom Menschen. Móglichkeiten und Grenzen anthropologischer Erkenntnisse, Düsseldorf 1977, 95-116, cit. 114. 2. W.PANNENBERG, Gegenwart Gottes. Predigten, Manchen 1973, 195. 5. J.RATZINGER, «Zur Frage nach der Struktur der liturgischen Feier», en Id., Das Fest des Glaubens. Versuche zur Theologie des Gottesdienstes, Einsiedeln 1981, 46-67, cit. 56. 6. Cf. J.B.METZ / K.RAHNER, Ermutigung zum Gebet, Freiburg i. Br. 1977, 18-19. 7. Cf. W.PANNENBERG, «Die Aufgabe christlicher Eschatologie»: ZThK 92 (1995), 71-82. 8. F.TABORDA, Sakramente: Praxis und Fest (Bibliothek Theologie der Befreiung), Düsseldorf 1988, 129-130. 9. J.PIEPER, Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes, Manchen 1963. 10. M.KUNZLER, Leben in Christus. Em e Laienliturgik zur Einführung in die Mysterien des Gottesdienstes, Paderborn 1999, 55. 11. Ibid., 54. 13. Cf. L.LIES, «Eulogia - Überlegungen zur formalen Sinngestalt der Eucharistie»: Zeitschrift für katholische Theologie 100 (1978), 69-97; ID., Eucharistie in ókumenischer Verantwortung, Graz 1996. 12. J.RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben, Regensburg 1977, 191. 14. J.RATZINGER / BENEDICTO XVI, Jesus von Nazareth. Zweiter Teil: Vom Einzug in Jerusalem bis zur Auferstehung, Freiburg i. Br. 2011. 15. J.A.JUNGMANN, Messe im Gottesvolk. Ein nachkonziliarer Durchblick durch Missarum Sollemnia, Freiburg i. Br. 1970, 23. 16. J.RATZINGER, «Prefacio a la edición coreana de Der Geist der Liturgie», en Mitteilungen des Institut-Papst-Benedikt XVI., vol. 2, Regensburg 2009, 53- 55, cit. 54. 18. Cf. J.RATZINGER / BENEDICTO XVI, Jesus von Nazareth. Zweiter Teil, Freiburg i. Br. 2011, especialmente 78-82: «Sacramentum und exemplum - Gabe und 125


Auftrag>. 17. K.RICHTER, «Liturgiereform als Mitte einer Erneuerung der Kirche», en Id. (ed.), Das Konzil war erst der Anfang. Die Bedeutung des II. Vatikanums für Theologie und Kirche, Mainz 1991, 53-74, cit. 61. 20. E.JÜNGEL, «Das Opfer Jesu Christi als sacramentum et exemplum. Was bedeutet das Opfer Jesu Christi für den Beitrag zur Lebensbewáltigung und Lebensgestaltung?», en Id., Wertlose Wahrheit. Zur Identitüt und Relevanz des christlichen Glaubens (Theologische Er irterungen III), Manchen 1990, 261- 282, cit. 267. 19. M.LUTERO, Kirchenpostille 1522, en WA 10, 1, 10, 20. 21. Cf. H.-J. KLAUCK, «Prásenz im Herrenmahl. 1 Kor 11,23-26 im Kontext hellenistischer Religionsgeschichte», en Id., Gemeinde, Amt, Sakrament. Neutestamentliche Perspektiven, Würzurg 1989, 313-330. 22. Cf. J.BETz, Die Eucharistie in der 2eit der griechischen Uüter, vol. 1/1, Freiburg i. Br. 1955, 319. 23. F.SCHULZ, «Entchristologisierung der gottesdienstlichen Gebete? Beobachtungen an neuen evangelischen Gottesdienstbüchern»: LJ 50 (2000), 195-204. 24. J.RATZINGER, «Kirche und Liturgie» (1958), en Mitteilungen des Institut-PapstBenediktXVL, vol. 1, Regensburg 2008, 11-27, cit. 19. 25. H.HOPING, «"Die sichtbarste Frucht des Konzils". Anspruch und Wirklichkeit der erneuerten Liturgie», en G.Wassiloswky (ed.), Zweites Vaticanum - vergessene Anstó?e, gegenwürtige Fortschreibungen, Freiburg i. Br. 2004, 90- 115. 27. C.THOMA, «Erl&sung in jüdischer Optik», en E.Christen / W.Kirchschl ger (eds.), Erlóst durch Jesus Christus. Soteriologie im Kontext (Theologische Berichte 23), Freiburg i. Ü. 2000, 13-29, cit. 17. 26. 0. H.PESCH, Das Zweite Vatikanische Konzil. Vorgeschichte - VerlaufErgebnisse Nachgeschichte, Würzburg 1993, 130. 28. Cf. G.GRESHAKE, «Und das ist heute». Meditationen zu den Kar - und Ostertagen, Freiburg i. Br. 2007.

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30. E.KAPELLARI, «Sacrosanctum Concilium und die Praxis heutiger Liturgie», en Sekretariat der Osterreichischen Bischofskonferenz (ed.), 150 Jahre Osterreichische Bischofskonferenz 1849-1999, Wien 1999, 120-128, cit. 125. 29. W.KASPER, «Gottesdienst nach katholischem Verstándnis», en Id., Die Liturgie der Kirche (WKGS 10), Freiburg i. Br. 2010, 130-143, esp. 133-136. 31. J.RATZINGER, Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i. Br. 2000, 42. 32. Cf. M.AILLET, Un événement liturgique ou le sens dun Motu Proprio, Perpignan 2007, esp. 91-108: «La participation á la liturgie comme exercice du Sensus fidei et du Sensus ecclesiae». 33. N.Bux, La riforma di Benedetto XVI. La liturgia tra innovazione e tradizione, Casale Monferrato 2008, 98. 34. AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos 98, 9. 35. Cf. K.KoCH, «Liturgie als Feier der Kommunikation Gottes mit uns Menschen. Theologische Reflexionen zu aktuellen Herausforderungen des Gottesdienstes»: Anzeiger für die Seelsorge 109 (2000), 387-396.435-444. 37. Cf. K.KOCH, Gott zum Lob - Menschen zur Freude. Für alíe, die im Kirchenchor singen, Freiburg i. Br. 1993. 38. Cf. P.HARNONCOURT, «Gesang und Musik im Gottesdienst», en H.Schützeichel (ed.), Die Messe. Ein kirchenmusikalisches Handbuch, Düsseldorf 1991, 9-25, cit. 16. 40. Cf. J.RATZINGER, «40 Jahre Konstitution über die Heilige Liturgie. Rückblick und Vorblick»: LJ 53 (2003), 209-221; K.KocH, «Liturgie als Zeichendienst am Heiligen. Vierzig Jahre nach der Liturgiekonstitution des II. Vatikanischen Konzils»: IKaZ 33 (2004), 73-92. 39. M.KUNZLER, Zum Lob Deiner Herrlichkeit. Zwanzig neue Lektionen für Münner und Frauen in liturgischen Laiendiensten, Paderborn 1996, 8. 36. J.RATZINGER, Vom Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburgi. Br. 2000, 143. 42. J.RATZINGER, Das Fest des Glaubens. Versuche zur Theologie des Gottesdienstes, Einsiedeln 1981, 65. 127


41. Sacrosanctum Concilium, n. 21. 43. W.KASPER, «Aspekte einer Theologie der Liturgie», en Id., Die Liturgie der Kirche (WKGS 10), Freiburg i. Br. 2010, 15-83, cit. 27. 45. Cf. R.PESCH, Gott ist gegenwürtig. Die Versammlung des Volkes Gottes in Synagoge und Kirche, Augsburg 2006. 44. J.RATZINGER, Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i. Br. 2000, 14. 47. AGUSTÍN, Sermo 272. 46. J.RATZINGER, Die christliche Brüderlichkeit, Manchen 1960, 99s. 48. K.LEHMANN, Frei vor Gott. Glauben in óffentlicher Verantwortung, Freiburg i. Br. 2003, 92. 51. O.NUSSBAUM, «Die Liturgie als Ged chtnisfeier», en J.Schreiner (ed.), Freude am Gottesdienst. Aspekte ursprünglicher Liturgie, Stuttgart 1983, 201214, cit. 211-212. 52. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1188. 49. Sacrosanctum Concilium, n. 10. 50. Sacrosanctum Concilium, n. 7. 53. M.KUNZLER, Leben in Christus. Em e Laienliturgik zur Einführung in die Mysterien des Gottesdienstes, Paderborn 1999, 119. 54. J.RATZINGER, «"Im Angesicht der Engel will ich dir singen". Regensburger Tradition und Liturgiereform», en Id., Ein neues Lied für den Herrn. Christusglaube und Liturgie in der Gegenwart, Freiburg i. Br. 1995, 173. 56. Los textos más importantes sobre esta materia están recopilados en J. RATZINGER BENEDICTO XVI, Davanti al Protagonista. Alle radie¡ della liturgia, Siena 2009. Cf. también C.CRESCIMANNO, La Riforma della Riforma liturgica. Ipotesi per un «nuovo» rito della messa sulle tracce del pensiero di joseph Ratzinger, Verona 2009; C.GEFFROY, Benoít XVI et «la paix liturgique», Paris 2008; N.J.Roy / J.E.Rutherford (eds.), «Benedict XVI and the Sacred Liturgy», Dublin 2010. 55. Cf. H.HOPING, «Gemeinschaft mit Christus. Christologie und Liturgie be¡ Joseph Ratzinger»: IKaZ35 (2007), 558-572. 128


58. J.A.JUNGMANN, «Einleitung und Kommentar zur Konstitution über die Heilige Liturgie», en LThK2 12, 33s. 62. H.DE LUBAC, Krise zum Heil. Eine Stellungnahme zur nachkonziliaren Traditionsvergessenheit, Paris 1969, segunda edición alemana (2002), 46. 63. J.RATZINGER, Aus meinem Leben. Erinnerungen, Stuttgart 1998, 174. 59. J.PASCHER, «Der "Geist des Konzils" in der Liturgiekonstitution des Zweiten Vatikanums», en H.Fleckenstein et al. (eds.), OrtskircheWeltkirche. Festgabe für Julius Kardinal Db fner, Würzburg 1973, 357-370. 57. J.RATZINGER, «Preface», en A.Reid, Organic Development oft the Liturgy. The Principles of Liturgical Reform and Their Relation to the Twentieth-Century Liturgical Movement Prior to the Second Vatican Council, San Francisco 2005, 9-13. 60. L.BoUYER, Das Handwerk des Theologen. Gespn1che mit Georges Daix, Einsiedeln 1980. 64. Ibid. 61. M.THURIAN, «La liturgie, contemplation du mystére»: Notitiae 32 (1996), 690697. 65. J.RATZINGER, «40 Jahre Konstitution über die Heilige Liturgie. Rückblick und Vorblick>: LJ 53 (2003), 209-221, cit. 213. 68. Sacrosanctum Concilium, n. 59. 69. Cf. T.KoPP, «Katechumenat und Sakrament - nicht aber Sakramentenspendung an Ungl ubige»: Anzeiger für die Seelsorge 97 (1988), 35-38; L. POHLE, «Zwischen Verkündigung und Verrat»: Geist und Leben 60 (1987), 334-354; W.SCHAFER, «Christsein lernen von Grund auf: Katechumenale Wege für Getaufte»: LKat 10 (1988), 110-119; M.PROBST / H.PLOCK / K. RICHTER (eds.), Werkbuch: Katechumenat heute, Freiburg i. Br. 1976. 70. Cf. H.BAUERNFEIND, «Sakramentenpastoral heute - notwendige Quantensprünge im Denken»: Anzeiger für die Seelsorge 109 (2000), 74-77; K. SCHLEMMER, «Sakramentenzugang zwischen Ausverkauf und Rigorismus. Sakramentenpastoral in einer sich wandelnden Kirche», en P.Fonk / H.Pree, Theologie und Seelsorge in einer 129


zukunftsfühigen Kirche. 1. Deutsch-Ungarischer Theologentag, Passau 2000, 70-81; K.SCHLEMMER (ed.), Auf der Suche nach dem Menschen von heute. Vorüberlegungen für alternative Seelsorge und Feierformen, St. Ottilien 1999. 71. Die deutschen Bisch&fe, Pastoralkommission 12, Sakramentenpastoral im Wandel, Bonn 1993. 72. Sacrosanctum Concilium, n. 1. 73. Sacrosanctum Concilium, n. 7. 74. Cf. J.BRANDNER / P.M.ZULEHNER, Lebe! Das Anliegen Gottes als Schwerpunkt der Pastoral seiner Kirche, Meitingen 1981. 75. Cf. K.KOCH, «Eucharistie als Liturgie und Leben. Versuch einer mystagogischexistenziellen Erschlieí ung»: Rivista Teologica di Lugano 14 (2009), 399-433. 76. Cf. H.HOPING, «Gottesrede im Raum der Liturgie. Theologische Hermeneutik und christlicher Gottesdienst», en H.Hoping / B.Jeggle-Merz (eds.), Liturgische Theologie. Aufgaben systematischer Liturgiewissenschaft, Paderborn 2004, 9-31. 78. J.RATZINGER, «Kirche und Liturgie» (1958), en Mitteilungen des InstitutPapstBenediktXVL, Regensburg 2008, 13-27, cit. 25. 77. Cf. K.KoCH,'Eucharistie. Herz des christlichen Glaubens, Freiburg i. Ü. 2005. 3. Cf. G.AUGUSTIN, «Das Sakrament der Eucharistie als die Falle des Heilsmysteriums», en M.Probst / G.Augustin (eds.), Wie wird man Christ?, St. Ottilien 2000, 325-350. 2. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, n. 13. 4. Sacrosanctum Concilium, n. 47. 5. Cf. Sacrosanctum Concilium, n. 1. 6. Lumen gentium, n. 11. 7. Presbyterorum ordinis, n. 5. 8. Cf. W.KASPER, Sakrament der Einheit, Eucharistie und Kirche, Freiburg i. Br. 2004, 45-54. 130


9. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Adoro te devote, Gotteslob 546. 10. TOMÁS DE AQu1NO, S. th. II-II, q. 1, a. 4 ad 1. 11. ToMÁS DE AQUINO, S. th. III, q. 75, a. 1, citando a Cirilo. 12. JUSTINO MÁRTIR, Apología primera, 67. 13. Cf. AGUSTÍN, Ennarationes in Psalmos 98, 9. 14. Cf. el Prefacio común IV. [La versión alemana de este Prefacio reza: «Du bedarfst nicht unseres Lobes, es ist ein Geschenk deiner Gnade, dafl wir dir danken...», es decir: «No necesitas nuestra alabanza, es un don de tu gracia, que te agradecemos...». La versión española dice: «Pues aunque no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación» (Nota del Editor)]. 15. Cf. G.AUGUSTIN, «Priestertum Christi und Priestertum in der Kirche», en G.Augustin / J.Kreidler (eds.), Den Himmel offen halten, Freiburg i. Br. 2003, 205245. 16. Cf. Sacrosanctum concilium, n. 48. 17. TOMÁS DE AQu1NO, Adoro te devore. 19. Sacrosanctum Concilium, n. 12. 20. Sacrosanctum Concilium, n. 48. 18. Cf. G.AUGUSTIN, «Das Weihesakrament als Kraftquelle des priesterlichen Lebens», en G.Augustin / G.Rice (eds.), Die eine Sendung - in vielen Diensten, Paderborn 2003, 31-69. 21. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Adoro te devore. 23. AGUSTÍN, Confessiones VII, 10. 22. Cf. K.KoCH, Eucharistie, Herz des christlichen Glaubens, Freiburg i. Br. 2005, 60ss. 24. Ibid., III, 6. 25. JUAN PABLO II, Ecciesia de Eucharistia, n. 1. 131


28. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, n. 14. 29. Ibid. 26. Sacrosanctum Concilium, n. 10. 27. Cf. Lumen Gentium, n. 11. 30. Lumen gentium, n. 50. 31. Oración después de la comunión en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. 1. J.RATZINGER, «40 Jahre Konstitution über die heilige Liturgie. Rückblick und Vorblick»: LJ 53 (2003), 209-221, 213. 4. Cf. F.EISENBACH, Die Gegenwart jesu Christi im Gottesdienst. Systematische Studien zur Liturgiekonstitution des II. Vatikanischen Konzils, Mainz 1982. 3. Cf. S.SCHMID-KEISER, Aktive Teilnahme. Kriterium gottesdienstlichen Handelns und Feierns. Zu den Elementen eines Schlüsselbegriffes in Geschichte und Gegenwart des 20. Jahrhunderts. 2 Teile (EHS 23, 250), Bern - Frankfurt a. M. New York 1985; sobre esta materia también F.KOHLSCHEIN, «Bewugte, tátige und fruchtbringende Teilnahme. Das Leitmotiv der Gottesdienstreform als bleibender Ma9stab», en T.Maas-Ewerd (ed.), Lebt unser Gottesdienst? Die bleibende Aufgabe der Liturgiereform. FS Bruno Kleinheyer, Freiburg - Basel - Wien 1988, 38-62; B.J.HILBERATH, «"Participatio actuosa". Zum ekklesiologischen Kontext cines pastoralliturgischen Programms», en H.Becker / B.J.Hilberath / U.Willers (eds.), Gottesdienst - Kirche - Gesellschaft. Interdisziplinüre und ókumenische Standortbestimmungen nach 25 Jahren Liturgiereform (PiLi 5), St. Ottilien 1991, 319-338; D.GÜNTNER, «Das Prinzip der Participatio und die Strukturen der Lebenswelt. Eine soziologisch-theologische Studie»: ALW 38/39 (1996/1997), 25-41; R.PACIK, «Aktive Teilnahme. Schlüsselbegriff der erneuerten Liturgie», en M.Hobi (ed.), Im Klangraum der Kirche. Aspekte - Positionen - Positionierungen in Kirchenmusik und Liturgie, Zurich 2007, 27-52; M.STUFLESSER, «Actuosa Participatio - zwischen hektischem Aktionismus und neuer Innerlichkeit. Überlegungen zur "tátigen Teilnahme" am Gottesdienst der Kirche als Recht und Pflicht der Getauften»: LJ 59 (2009), 147-186; W.HAUNERLAND, «Participatio actuosa. Programmwort liturgischer Erneuerung»: IKaZ 38 (2009), 585-595. 2. Cf. W.KASPER, «Aspekte einer Theologie der Liturgie. Liturgie angesichts der Krise 132


der Moderne - fiir cine neue liturgische Kultur», en Id., Die Liturgie der Kirche (WKGS 10), Freiburg - Basel - Wien 2010, 15-83, aquí 26: «II. Osterliches Paschamysterium: Heilsgeschichtliche Begründung - Liturgie als Fest der Erlósten». Ciertamente, el adjetivo ósterlich (pascual) que el alemán añade al concepto de Paschamysterium (misterio pascual) es una tautología. Queda, por lo demás, por señalar que a partir del misterio pascual pueden destacarse no solo la dimensión histórico-salvífica, sino también la soteriológica y la cristológica de la liturgia. 5. Es una agradable noticia saber que actualmente Simon Schrotte está dedicando su tiempo a esta tarea en el marco de su proyecto de disertación para Würzburg. 6. Este concepto, importante en los textos del concilio Vaticano II para la teología en general y para la teología de la liturgia en especial, está todavía insuficientemente explorado y necesita con urgencia una elaboración fundamental. Cf., provisionalmente, B.NEUNHEUSER, «Mysterium Paschale. Das ósterliche Mysterium in der Konzilskonstitution "Über die heilige Liturgie"», en Osterliches Heilsmysterium. Das Paschamysterium - Grundmotiv der Liturgie-Konstitution. Gesammelte Aufiütze, edit. por T.Bogler («Liturgie und Mónchtum». Laacher Hefte 36), Maria Laach 1965, 12-33; 1. PAHL, «Das Paschamysterium in seiner zentralen Bedeutung für die Gestalt christlicher Liturgie»: LJ 46 (1996), 71-93; A.A.HAUELINC, «"Pascha-Mysterium". Kritisches zu einem Beitrag in der dritten Auflage des Lexikon für Theologie und Kirche»: ALW 41 (1999), 157-165; M.STUFLESSER, «"Missing the Forest for the Trees"? - The Centrality of the Pascha Mystery», en Yale Institute of Sacred Music, Colloquium: Music, Worhip, Arts 55 (Autumn 2008), 41-48; B.JEGGLE-MERZ, «Das Pascha-Mysterium. "Kurzformel" der Selbstmitteilung Gottes in der Geschichte des Heils»: IKaZ 39 (2010), 5364; J.BARSCH, «Paschamysterium. Ein "Leitbegriff" für die Liturgietheologie des Westens aus &stlichem Erbe» (2010), en http://www.gsco.info/pdf/ baersch-Paschamysterium.pdf (consultado el 18 de mayo de 2011). Para la significación cristológica y soteriológica del concepto, cf. - aunque sin referencia expresa a la liturgia - Hans Urs VON BALTHASAR, «Mysterium Paschale», en Id. et al., Das Christusereignis (MySal 111/2), Einsiedeln - Zürich K&ln 1969, 133-326. 9. Ibid. 7. Sacrosanctum Concilium, n. 5. 8. Ibid.

133


12. Sacrosanctum Concilium, n. 109. 10. Sacrosanctum Concilium, n. 6. 11. Sacrosanctum Concilium, n. 61. 15. Optatam totius, n. 8. 13. Sacrosanctum Concilium, n. 107. 14. Sacrosanctum Concilium, n. 104. 17. Inter oecumenici, n. 6: DEL 1, 204. 16. Gaudium et pes, n. 22. El concepto aparece también en el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia (cf. Adgentes 14: «ad celebrationem paschalis mysterü», pero aquí se trata solo de la celebración de la fiesta de la Pascua) y en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos (Christus Dominus 15: «ut christifideles paschale mysterium penitius cognoscant et vivant», donde es clara la referencia al misterio pascual como categoría fundamental objetiva y existencial). Aquí solo podemos mencionar, pero no desarrollar detalladamente, que en los textos del concilio Vaticano II hay, en lo que respecta al contenido objetivo, muchas más referencias al misterio pascual. 20. 1. PAHL, «Paschamysterium» (cf. nota 6), 72. 18. Cf., además de los títulos de la primera sección, también el Catecismo de la Iglesia Católica 1681. 19. A.A. HAUf3LING, «Pascha-Mysterium» (c£ nota 6), 162. 21.

M.PAIANO, «"Sacrosanctum Concilium". Der schwierige Weg zur Liturgiekonstitution des II. Vaticanums»: HID 53 (1999), 82-94, 155-167, aquí 87.

22. Ibid., 91. 23. Ibid., 92. 24. Véanse referencias en E.J.LENGELING, Die Konstitution des zweiten Vatikanischen Konzils über die heilige Liturgie, Münster 1964 (LGD 5/6), 14s; J.A. JUNGMANN, «Konstitution über die heilige Liturgie. Einleitung und Kommentar», en LThK2 E 1, 10-109, aquí 19. 134


25. Prefacio de Pascua del Missale Romanum de 1962, citado aquí según Sacrosanctum Concilium, n. 5. 26. Sobre esta materia, cf. también R.KACZYNSKI, «Was t "Geheimnisse feiern"? Über den Zusammenhang von Mysterientheologie und Liturgiereform»: MThZ 39 (1989), 241-255. 28. Cf. Das Paschamysterium. P.Odo Casel zum Gedüchtnis («Liturgie und M&nchtum». Laacher Hefte 3), Freiburg 1949. 27. E. v. SEVERUS, «Zur Einführung», en A.Gozier, Odo Casel. Künder des Christusmysteriums, edit. por el Abt-Herwegen-Institut de la Abadía Maria Laach, Regensburg 1986, 7s, aquí 7. 29. O.CASEL, Das christliche Kultmysterium, Regensburg 19483, 16. 30. T.SCHNEIDER, «Gottmenschliche Gemeinschaft», en O.Casel, Mysterium der Ekklesia. Von der Gemeinschaft alter Erlósten in Christus Jesus. Aus Schriften undVortrügen, Mainz 1961, 19-56, aquí 22. Cf. también J.BARSCH (cf. nota 6), nota 29. 31. C.KRAUSE, Mysterium und Metapher. Metamorphosen der Sakraments - und Worttheologie be¡ Odo Casel und Günter Bader (LQF 96), Münster 2007, 151. 32. O.CASEL, «Art und Sinn der Atesten christlichen Osterfeier»: JLw 14 (1934), 1-78, aquí 52s. 33. LEÓN MAGNO, Sermo 74, 2: «Quod itaque Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit» (PL 54, 398; cf. CChr.SL 138 A, 457). Es interesante advertir para la interpretacion de textos litúrgicos que aquí León no emplea el término prestado griego mysteria, sino sacramenta, que en el latín paleoecesial (y litúrgico) coinciden ampliamente. Así pues, bajo el término sacramenta no deben entenderse aquí solo los (siete) sacramentos, sino la liturgia en su conjunto. 34. Cf. Sacrosanctum Concilium, n. 14; para estas implicaciones eclesiológicas, cf por ejemplo Bernd Jochen HILBERATH, «"Participatio actuosa". Zum ekklesiologischen Kontext cines pastoralliturgischen Programms», en GottesdienstKirche - Gesellschaft. Interdisziplinüre und ókumenische Standortbestimmungen nach 25 Jahren Liturgiereform, edit. por Hansjakob Becker / Bernd Jochen Hilberath / Ulrich Willers (PiLi 5), St. Ottilien 1991, 319-338; «Winfried Haunerland, Sensus ecclesialis und 135


rollengerechte Liturgiefeier. Zur Geschichte und Bedeutung des Artikels 28 der Liturgiekonstitution», en Heinrich J.F. Reinhardt (ed.), Theologia et Jus Canonicum. FS Heribert Heinemann, Essen 1995, 85-98. 35. Cf. F.PRATZNER, Messe und Kreuzesopfer. Die Krise der sakramentalen Idee be¡ Luther und in der mittelalterlichen Scholastik, Wien 1970. 36. OKUMENISCHER ARBEITSKREIS EVANGELISCHER UND KATHOLISCHER THEOLOGEN, «Das Opfer Jesu Christi und der Kirche. Abschliegender Bericht, Nr. 4.3.2», en K.Lehmann / E.Schlink (eds.), Das Opfer jesu Christi und seine Gegenwart in der Kirche. Klürungen zum Opfercharakter des Herrenmahles (DiKi 3), Freiburg - G&ttingen 1983, 215-238, aquí 234. 37. A ello ha aludido, con razón, el cardenal Walter Kasper en la discusión. 38. JUAN PABLO II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia... sobre la eucaristía y su relación con la Iglesia, 17 de abril de 2003, n. 12 (VAS 159, 14). 39. O.CASEL, «Das Mysterienged chtnis der Me131iturgie im Licht der Tradition»: JLw 6 (1926), 113-204, aquí 198. 40. Sacrosanctum Concilium, n. 11. 41. Cf. W.HAHNE, De arte celebrandi oder Von der Kunst, Gottesdienst zu feiern. Entwurf einer Fundamentalliturgik, Freiburg - Basel - Wien 1990, 196-201. 42. L.ZENETTI, Auf Seiner Spur. Texte glüubiger Zuversicht, Ostfildern 2011, 58. 43. Sacrosanctum Concilium, n. 81. 44.

Cf. W.HAUNERLAND, «Nicht nur "Auferstehungsgottesdienst". Zur Eucharistiefeier als Teil der Begr bnisliturgie», en A.Gerhards / B.Kranemann (eds.), Christliche Begrübnisliturgie und sükulare Gesellschaft (Erfurter Theologische Schriften 30), Leipzig 2002, 100-119.

45. Cf. por ejemplo B.KRANEMANN, «Die Theologie des Pascha-Mysteriums im Widerspruch. Bemerkungen zur traditionalistichen Kritik katholischer Liturgietheologie», en P.Hünermann, Exkommunikation oder Kommunikation. Der Weg der Kirche nach dem II Vatikanum und die Pius-Brüder (QD 236), Freiburg Basel - Wien 2009, 123.151, aquí 145-151.

136


47. Cf. W.HAUNERLAND, «"Die Kirche befriedigt nicht Erwartungen, sic feiert Geheimnisse". Vorüberlegungen zu einer diakonischen Gottesdienstpraxis», en HID 60 (2006), 49-63. 46. Ibid. (cf. nota 1). 48. A.SCHILSON, Theologie als Sakramententheologie. Die Mysterientheologie Odo Casels (TTS 18), Mainz 1982, 46. 49. Ibid., 47. 51. Ibid., 41. 52. Cf., entre otros, W.HAUNERLAND, «Mystagogie, liturgische Bildung und Feierkultur. Zu bleibenden Aufgaben der Liturgiereform», en G.Augustin et al. (eds.), Priester und Liturgie. FS Manfred Probst, Paderborn 2005, 343367; W HAUNERLAND / A.SABERSCHINSKY (eds.), Liturgie und Mystagogie, Trier 2007. 50. W.KASPER, «Aspekte» (cf. nota 2), 39. 1. R.GUARDINI, «Über die systematische Methode in der Liturgiewissenschaft»: JLW 1 (1921), 97-108. 2. Ibid., 99. 3. Cf. R.GUARDINI, Vom Geist der Liturgie, Freiburg i. Br. 1922, 86-99: «Der Primat des Logos über das Ethos». 4. R.GUARDINI (como nota 1), 106. 5. Sobre este punto, cf. N.METTE, «Kritischer Ansatz der Praktischen Theologie - Vom Sákularisierungs - zum Evangelisierungsparadigma», en Id., Praktisch-theologische Erkundungen (Theologie und Praxis 1), Münster 1998, 20-37. 6. Cf. H.HOPING / B.JEGGLE-MERZ (eds.), Liturgische Theologie. Aufgaben systematischer Liturgiewissenschaft, Paderborn 2004. 7.

Cf. A.GERHARDS / B.OSTERHOLT-KOOTZ, «Kommentar "Standortbestimmung der Liturgiewissenschaft"»: LJ 42 (1992), 122-138.

zur

8. Cf. A.GRILLO, Einführung in die liturgische Theologie. Zur Theologie des 137


Gottesdienstes und der christlichen Sakramente (Arbeiten zur Pastoraltheologie, Liturgik und Hymnologie 49), introducción y traducción de M.MeyerBlanck, Góttingen 2006; para el conjunto, A.GERHARDS Z B.KRANEMANN, Einführung in die Liturgiewissenschaft, Darmstadt 2008, 49-51. 13. Cf. mi recensión: A.GERHARDS, «Der Geist der Liturgie. Zu Kardinal Ratzingers neuer Einführung in den christlichen Gottesdienst»: HerKorr 54 (2000), 263-268. 10. J.RATZINGER, Theologie der Liturgie. Die sakramentale Begründung christlicher Existenz (Gesammelte Schriften 11), Freiburg i. Br. 2008; citado a continuación como JRGS 11, seguido de número de página. Cf. también A.GERHARDS, «Im Dienst der Orthodoxie. Anmerkungen zu Joseph Ratzingers "Theologie der Liturgie"»: IKaZ38 (2009), 90-103. 14. R.GUARDINI (como nota 3). 15. BENEDICTO XVI, «Zum Er&ffnungsband meiner Schriften»: JRGS 11, 31. 11. Cf. H.HOPING, «Kult und Reflexion. Joseph Ratzinger als Liturgietheologe», en R.Voderholzer (ed.), Der Logos gemü/e Gottesdienst. Theologie der Liturgie bei Joseph Ratzinger (Ratzinger-Studien 1), Regensburg 2009, 12-25, aquí 15. 12. BENEDICTO XVI, «Zum Er&ffnungsband meiner Schriften»: JRGS 11, 6. 16. Ibid., 36. 17. Ibid., 48. 18. Ibid., 65. 19. Ibid., 92. 22. Ibid., 121. 20. Ibid., 94. 21. Ibid., 118. 25. Ibid., 144. 26. Ibid., 147.

138


24. Ibid., 139. 23. Ibid., 128s. 29. Ibid., 188. 30. Ibid. 27. Ibid., 149. 28. Ibid. 31. Cf. W.KASPER, Die Liturgie der Kirche (Gesammelte Schriften 10), Freiburg i. Br. 2010; citado a continuación como WKGS 10, seguido de número de página. 32. Ibtd., 13. 33. Ibid., 18. 34. Ibid., 24. 36. Cf. ¡bid., 33. 37. Ibid., 36. 35. Ibid., 30. 38. Ibid., 42. 39. Ibid., 45. 40. Ibid., 51. 41. Ibid., 60. 42. Ibid., 63. 43. Ibid., 68. 44. Ibid., 70. 45. Ibid., 73.

139


46. Ibid., 77s. 47. Ibid., 81. 51. Ibid., 144. 48. Ibid., 45. 49. Ibid., 73. 50. JRGS 11, 654. 52.

Cf. A.GERHARDS, «Liturgie und Kunst - Die Herausforderung der Zeitgenossenschaft. VIII. Internationaler Liturgischer Kongress in Bese / Piemont vom 3.-5. Juni 2010»: Kunst und Kirche 73 (2010), 65-68; cf. también el volumen del Congreso: G.BOSELLI (ed.), Liturgia e arte. La sfida della contemporaneitá. Atti dell'VIII Convegno liturgico internazionale Bose, 3-5 giugno 2010, Magnano 2011.

55. A.ODENTHAL, «Rituelle Erfahrung. Thesen zu einer Praktisch-theologischen Liturgiewissenschaft»: ThQ 188 (2008), 31-49, aquí 34. 53. JRGS 11, 655. 54. R.GUARDINI, «Der Kultakt und die gegenwártige Aufgabe der liturgischen Bildung»: LJ 14 (1964), 105.

66. Así se ha comprobado claramente, por ejemplo, en el llamado Basler Kirchenstudie. Cf. M.BRUHN / A.GROTZINGER (eds.), Kirche und Marktorientierung. Impulse aus der Okumenischen Basler Kirchenstudie, Freiburg i. Ü. 2000. 67. Cf. K.KoCH, «Gottesdienst als Werk Gottes oder Werk der Gemeinde? Oder: Was feiern wir im Gottesdienst? Überlegungen zu einer notwendig gewordenen Unterscheidung der Geister in der Liturgie», en K.Schlemmer (ed.), Ausverkauf unserer Gottesdienste? Okumenische Überlegungen zur Gestalt von Liturgie und zu alternativer Pastoral, Würzburg 2002, 33-57. 79. J.RATZINGER / BENEDICTO XVI, Jesus von Nazareth. Zweiter Teil: Vom Einzug in Jerusalem bis zur Auferstehung, Freiburg i. Br. 2011, 150. 80. BENEDICTO XVI, «Alocución del 22 de diciembre de 2005, ante la Curia 140


Romana», en Insegnamenti di Benedetto XVI, 12005, Cittá del Vaticano 2006, 10181032, cit. 1023. 1. Oración sobre las ofrendas del segundo domingo del tiempo ordinario. 9. J.RATZINGER, Der Geist der Liturgie. Em e Einführung, Freiburg i. Br. 2000.

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