Revista "Las Majadillas" Extra nº 3

Page 1

Numero Extraordinario 3

Oleo de E. MartĂ­nez Vazquez

05 Enero 2016


Acababa de montar la tienda de campaña en pleno Collado de Arbillas, al abrigo de un promontorio rocoso, y medio ordenar los pocos pertrechos que había incluido en el equipaje. Recogí un buen montón de piornos secos, en previsión de que el aire de la noche demandara el hacer fuego, para calentar el cuerpo. La montaña es imprevisible y hay que estar prevenido. Había tenido muy en cuenta el consejo del cabrero que había encontrado a la altura de Las Carboneras. Subía empapado en sudor, como consecuencia de la temperatura ambiente y de la carga de mis enseres. El hombre, al verme, me preguntó: ¿Tira la cuesta, eh? Tira, sí señor, le respondí, mientras buscaba una roca donde apoyar el macuto que transportaba. ¿Dónde va el caballero, solo y tan cargao? Quiero alcanzar un lugar donde me olvide del calor y donde pueda disfrutar de la soledad de la naturaleza. Contesté. Lo tie fácil. Al remate de esa verea por onde va, se encontrará con un collao, que llamamos de Arbillas, onde pasará poco caló y pue que por la noche hasta tire de la manta, si no se aprovisiona de un güen brazao de piornos secos pa jacé una güena lumbre. Allí encontrará escasa compañía, salvo algún cabrero, que como yo, pase con el ganao. Pero pocos.


Bueno. Eso es lo que busco, en definitiva. Haré caso de su consejo y le contaré mi experiencia, si le encuentro a la vuelta. Sigo mi marcha, porque aún me queda subida. ¡Buenas Tardes! Con gran esfuerzo, por la carga y por la falta de costumbre de andar por aquellos caminos, donde apoyas el pie en un punto y cuando le afirmas se desplaza unos cuantos centímetros hacia atrás, con el natural sobreesfuerzo de las piernas, llegué al mencionado Collado de Arbillas. El lugar, situado entre las cabezas de Arbillas y del Cirvunal, era como una especie de vía de comunicación entre el valle del Rio Arbillas, que nace en su borde Suroeste y el del Rio Pelayo, que empieza en su borde Noreste. Es una especie de plataforma semillana, donde crece el cirvuno y los piornos, sobre suelo de arenisca creado por la descomposición de los enormes bloques de granito que dan lugar a las dos cabezas antes mencionadas. Monté la tienda de campaña, al abrigo de unas grandes rocas y distribuí mi avituallamiento en su interior. Busqué una fuente, que encontré cerca, al inicio de una pradera. Limpié la corriente de agua y la acondicioné para poder llenar la cantimplora. Me disponía a gozar de la soledad buscada y de la brisa serrana, al tiempo que deleitaba el paladar con el agua fresquísima que había recogido en el cercano manantial, uno de tantos como abundan en la falda meridional de la Sierra de Gredos. Recorría con la mirada la subida hacia la Cabeza del Cirvunal, cuando creí percibir un pequeño tintineo. Al cabo, se tornó en tenue sonido y finalmente se convirtió en una clara mezcla de agudos y graves cascabeleos que parecían salir de lo alto del cerro más próximo, aunque me resultó imposible descubrir cuál era su origen. La contemplación de tanta belleza como me rodeaba me hizo olvidar la anterior percepción. En mi mente se agolpaban demasiadas sensaciones y todas ellas bellísimas. Desde mi original butaca roqueña – hueco labrado por millones de gotas de agua de lluvia y ráfagas de viento – a mi derecha aparecía la Cabeza del Covacho, dando pie al farallón de Los Galayos, con sus innumerables y agrestes agujas, que parecían querer horadar el cielo, un poco a la izquierda se deducía el torreón de La Mira, luego las numerosas crestas graníticas que terminaban en la Cabeza del Cirvunal. Abajo, a la izquierda, la Cabeza de Cereceda, que parecía servir de referencia a los campos de Oropesa y la inmensa llanura toledana que moría en las siluetas de los lejanos Montes de Toledo. Desde aquella atalaya divisaba la depresión formada por el Rio Tiétar, hasta su desembocadura en el Pantano del Rosarito, que destacaba como mancha plateada sobre los agostados campos de encinas. Finalmente, a mi espalda, se elevaba ostentosa la Cabeza de Arbillas, a cuyos pies un hilo de agua daba a luz al río del mismo nombre. Me encontraba recreándome con la mirada en aquella maravilla de la naturaleza, cuando un agudo silbido me hizo volver a la realidad. Busqué entre peñas y matorrales y allí, casi en la cima del cerro más próximo, en la espalda del Cirvunal, encaramado en lo alto de un risco, descubrí una figura humana. El silbido se repitió varias


veces más, mezclado con voces que no podía oír ni entender con claridad. Como por arte de encantamiento, empezaron a brotar entre los piornos y helechos, las figuras variopintas de un rebaño de cabras, que se movían perezosas hacia la parte baja de la pradera que precedía al manantial iniciador del río. Durante un tiempo estuve escuchando atentamente los silbidos y voces emitidos por aquella persona, tratando de asociarlos a alguna circunstancia relacionada con ella misma y los animales que parecían entenderlos y cambiar su actitud en función de los mismos, pero no pude. Un cierto sentimiento de ignorancia me embargó al darme cuenta de mi incapacidad para traducir lo que las cabras parecían entender con facilidad. Muchas veces había oído de la avidez de conversación entre los cabreros, tan solitarios y distantes en el monte, y de la importantísima información que estos solían ofrecer, respecto a las condiciones adecuadas o no del asentamiento elegido, por los no habituales, para acampar en el monte, así como de los cambios meteorológicos que se pudieran avecinar en las horas venideras. Por ello, cuando aquel estuvo un poco más cerca de mi posición, le llamé. ¡Buenas tardes, buen hombre! ¿Le apetece un cigarro? El hombre se acercó y a medida que la distancia se fue reduciendo, observé que se trataba de un muchacho de entre 17 y 19 años. Alto, delgado y de agiles movimientos. Me llamó la atención el hecho de que se cubriese el tórax tan solo con una camisa de manga larga y llevara terciada una manta recogida y atada en los extremos. También me fijé en sus pantalones de pana rallada, cubiertos, por delante, por unos zajones con peto y en las grandes botas de cuero que cubrían sus pies. Un sombrero de copa redonda y anchas alas rematadas hacia arriba, por los bordes, cubría su cabeza. En su mano derecha portaba una garrota. Cuando llegó a mi lado, se dirigió a mí, diciendo: ¡A la Pa de Dios, Señó y mu güenas tardes ! Muchas gracias, pero no jumo porque no tengo edá pa ello y si cuando llegue a la majá estuviera mi viejo y me guipara oló a tabaco me retorcería el pescuezo. ¡No creo que sea para tanto! Vd., ya es un hombre. Quiá. Entavía soy un zagal. En mi zamilia dengún hombre ha jumao hasta no cumpli con la Patria y yo aún estoy por tallá. ¿Y para echar un trago de vino si tiene edad? Esa es otra custión. En la choza de la majá, al pie del zurrón del pan, siempre está colgá la bota de la pitarra, porque en la cena un trago viene bien pa dormí y pa saná los retortijones de las tripas. Además se ma quedao un poco añurgao el último cacho de pan que me comío en aquella espaldera.


¿Qué tal la manada? ¿Dan mucha leche? ¡Ah! ¿Se refiere Usté a la piara de cabras? Pos mire, hay de too. Pa mí que no está mal. Ca obriquecé

y ca amanecé lleno un cántaro bien rasao. Aluego, pa la

toñá, cuando la mayoría del ganao está preñao pos mengua la leche. ¡Gracias Señó! , dijo, después de echarse un trago de vino, al tiempo que me devolvía la bota. ¿Es difícil conducir el ganado por estos montes? Pos singún se mire. Llevallo, llevallo ….., en si no es deficultoso en demasía, pero sé un güen cabrero es otra custión. Aquí no hay que carea sembraos, ni cuasi lindes de fincas, pero si quies quel lustre reluzca en el pelo de las cabras, hay que llavallas por los regajos donde la yerba esté más tierna y por las humbrías de los cerros onde la comía está más fresca en esta epóca. También es preciso combiná la comía con el agua. Pa un animal, bebé, en este tiempo, es tan importante como el comé. Es menesté acercá la piara a los veneros pa que se jarten de bebé. Si no beben, a media mañana no hay quien las mueva. También es menesté cogé la querencia del ganao y acostumbrallo a tu manera de icí las cosas y de silvá, porque en una mesma loma, muchas veces es conveniente regolvé la piara dos y hasta tres veces pa aprovechá mejó los pastos. Si las cabras no te atienden, corren, corren y lo único que jacen es perdé carne y a ti te dan una tupa de andá de valde. No se piense Usté, en la vía too tié su miaja de dengue. ¿Y no es fácil perder las cabras entre tanta maleza? Gueno, hay que andá con cudiao y estar despabilao. En too caso, la cabra tiende siempre a seguí el sonío de los cencerros. Son su guía, pos entre los piornos y los jelechos no se puen ve unas a otras, pero se barruntan por el sonío de los cencerros y por los berreos. Alguna se pue queá escarriá y pa eso hay que está al acecho, pa dalla un par de silvios y que se venga al amor de la piara. Son peones de goberná las borras. Mi viejo se empeña en mantené un atajo de borras, entre las cabras, porque ice que son guenas pa jacé los colchones, con su lana. Estos animales, en cuanto son las doce, se amodorran debajo de cualquier matojo o al pie de un risco y no hay naide que

puea meneállas. La metá de los días se quean ac-

carrás, de mañana y las tengo que recogé a la tarde. Ahora tengo este cachorrillo, que se llama Tony, al que estoy enseñando pa que me ayude a gobernallas. ¿Y aquel cabritillo tan pequeño es capaz de seguir a las cabras por estos montes? ¿Cuál, aquella? Es una chivata, que va pa primala y no solo tie patas pa seguí a las grandes, sino que cuando le da la rebascá y se pone juguetona, revoluciona a la piara y a mí me trae a mal traé. ¡Oiga! ¿Y eso que lleva en la boca, que es? Es un bozo, porque ha sio mu mala pal destete y bien grande se arregostó a ma-


marse a la madre. ¿Y cómo es eso que ha dicho que le ponen? Pos es un cacho de palo, al que se le atan dos cordeles a las puntas y que se le mete en la boca pa que no puea chupá de la teta de la madre. Los cordeles se le añuan a la caeza. Ende aquí no se pué apreciá, pero es una cosa mu sencilla. ¿Pero el animal no podrá comer con eso en la boca? ¡Claro que pué! Le priva de chupá y por eso no pué mamá, pero si comé. A mí me parece que está un poco delgada Güeno. Sí, está un poco enjuta y tié malos pelos, porque lleva poco tiempo destetándose del too y entavía echa a debé las tupas de leche que se pegaba toos los días. Estaba mu regostá con la leche y no pasta como es debío, pero en cuanto se le pase la calentura y cate el sabó de la vainilla de los piornos o los brotes del cirvuno, cogerá el lustre y las carnes. ¡Oiga! Aquella que lleva aquel cencerro tan grande sí que está gorda. Aquella está jorra y no ha tenío el desgaste normal de la pariera. Ya lleva dos años sin parí y si no juera un capricho de la vieja, ya la habría hecho tasajos mi padre. Como está tan gorda y no da ni una miaja de leche, la hemos puesto el cencerro gordo que agota en demasía y que no toas las reses la aguantan. ¿Qué es esa tela que lleva aquella cabra? No es una cabra, es un macho y lo que lleva es un mandil pa evitá que persiga a las cabras, tratando de cubrillas, en esta época. ¿Y por qué no puede cubrirlas ahora? Pos porque ya se cubrieron al final de la primavera, pa que empiece la pariera a metá de la toñá, pa que pa la Nochegüena, que es cuando los chivos valen más perras, estén pa quitá, porque, desde hace unos años, a too el mundo paece que le da por comé cabritos en Navidad. Si los machos las persiguen pierden carne y hasta pué que alguna aborte. ¿Cuántos cabritos o chivos crían cada año? Güeno, criá, lo que se dice criá solo unas cuantas chivas, de las más guapas y sanas que se quean pa via, pa aumentá la piara. Los chivos se matan cuasi toos pa Nochegüena. Pué que uno, que sea fuerte y guapo, se deje pa padre, pero tampoco toos los años y eso sí, ha de se de mu güena ralea, sin faltas y sin resabios. Tampoco debe tené un pelo ralo, porque si no las hijos salen con unos colorines que pa que. El sotro año mi viejo se encaprichó de un chivo blanco, el primero que nació en nuestra majá y lo deseparó pa padre. Pos allí tié el resultao: tene-


mos una partía de cabras piñanas que dan una bofetá a la vista. Menos mal que lo ferió a tiempo. ¿Cómo es la vida de un pastor de cabras en estas tierras? Dispense Usté. Con gusto se lo narraría, pero ya está ajorrando la piara por la bajerá del escobar y tengo que dejalle, pero si mañana sigue interesao en conocello y está por estos pagos, podremos palrá deso o de lo que guste. Con Dios señó. Que pase una güena noche. No olvide de rejuntá un güen jaz de piornos secos y jacé una güena fogata, porque si no el relente de la noche le hará tirá de la manta. No se olvide de jacé un guen rancho de gorrones alreó de la lumbre pa que no se le escape. Ahora arde too mu seco y arde mu fácilmente. El joven cabrero emprendió una vivaz marcha hacia la loma por donde desaparecían las últimas cabras de la manada. Llamó mi atención su agilidad para

sortear los

riscos

y matojos.

Cuando llegó a la loma, se volvió y levanto su mano, agitándola, en señal de despedida. Me quedé inmerso en una completa soledad y rememorando las palabras del cabrerillo y su especial forma de hablar. Al poco, busqué una buena cantidad de ramas secas y cuando la noche empezaba a aparecer por el horizonte, encendí un buen fuego, según me aconsejó el cabrero. Preparé algunas cosas para cenar y después de recuperar fuerzas, me recosté sobre una roca y contemplando la inmensidad del cielo estrellado me puse a pensar, de nuevo, en aquel cabrero, en lo que habíamos hablado, en algunas palabras que él había pronunciado, cuyo significado no estaba nada seguro de haber comprendido y en lo que podría ser tema de la conversación aplazada para el día siguiente. ¡Porque, claro que estaría esperándole!. Traté de imaginarme como sería la vida de un cabrero en Gredos, cómo pasaría el día, qué haría cuando llegase a lo que él llamaba la majá. Así pasé un buen rato, hasta que noté un escalofrío y me di cuenta de que el fuego se apagaba. Decidí meterme en la tienda y acostarme. Me metí en el saco de dormir con satisfacción y sentí


una sensación de alivio. ¿Cómo era posible que, en pleno mes de Julio, cuando el calor agobiaba a España entera, yo pudiera sentir la sensación de frío y agradecer el cobijo del saco de dormir. ¡Bendito Collado de Arbillas! Tardé bastante en conciliar el sueño. El profundo silencio, llegó a ponerme nervioso. Parecía increíble que el silencio llegase a molestarme, cuando estaba cansado de soportar los fuertes y molestos ruidos ciudadanos. Finalmente, conseguí dormirme. Un juguetón rayo de sol, que penetraba por la estrecha abertura de la tienda, incidió sobre mi cara y me despertó. Abrí la tienda y comprobé que el día había nacido hacía tiempo. Me aseé un poco y volví a encender el fuego para prepararme el desayuno. Estaba disfrutando de mis viandas, cuando empecé a oír el sonido de los cascabeles. Arrimé al fuego unas cuantas lonchas de

panceta, para ofrecérselas al visitante que

perezosamente se acercaba monte arriba. ¡Güenos días tenga Usté! ¿Ha pasao güena noche? No estuvo mal. Acérquese y tome un bocado conmigo. ¡Muchas gracias! Ya he almorzao un güen caldero de patacas con sopas, allá en la majá, que ha preparao el lecheros, mientras yo ordeñaba las cabras. No importa. Solo es un bocado y no le vendrá mal para subir por esos cerros. Como guste. No crea que es mu güeno atiborrá la panza pa andá por estos andurriales, pero güeno no voy a hacelle un desaire. ¿Debe ser muy aburrida la vida de los cabreros en la sierra? Todos los días los mismos cerros, los mismos pasos, el mismo ganado, soledad por todas partes ……… ¿Cómo es en realidad la vida de un cabrero? Pos mire Usté. Sobre too es mu solitaria, prencipalmente aquí en la sierra. Aquí, por el día no sueles tené más compañía que la de los perros y las cabras. Porque aunque hay varias piaras, toos procuramos elegí una descampá destinta, pa que las cabras no se rejunten, ni tampoco pasen unas por onde han pastao otras, pos las cabras son mu golimeras. Si una cabra muerde en una rama, las otras que se acercan endispués a ella güelen el tufo de las babas de la primera y no comen de esa rama. Pos como le icia, ca uno saca sus cabras hacia una zona diferente y no nos encontramos en tol día. De vez en cuando nos damos unos silvíos pa sabé que estamos bien y no nos pasa na. Algunos días cuando encumbramos

nos vemos

con cualesquiera de los ganaeros de la Garganta, muchos dellos son guisanderos y palramos un rato, porque al meyodía las cabras se retraen algo y algunas hasta se acaman a la sombra de los piornos. Pa la noche, siempre nos encontramos con el lechero, que suele se un zagal que viene a trae el avío pal día siguiente y la comía pa los perros y a llevarse la leche pa jacé el queso. A veces, es mi viejo quien sube a por la leche y a echá un vistazo


al ganao. Hay temporás que mi viejo y su parienta suben a la majá de verano, pa relevarme y entonces mi vieja jace el queso allí mesmo. Entonces me mandan a la majá divierno pa que me ocupe de otros menesteres. Aquel trabajo es más lastimoso, pero pocas veces estás solo o por lo menos, ca noche cenas en compañía de la zamilia y los criaos. En la majá de ivierno, si estás casao, ca noche ves a los zagalillos y la parienta te da caló en la cama. Güeno, en resumias cuentas, la via de un cabrero es, más o menos, como voy a tratá de esplicalle. En veráno, duermes, a veces, en un jergón de paja o de hojas de maises, sobre una cama hecha de tabicones de maera, forraos de escobas o piornos, pa que esté más mullía; otras, las más, sobre una manta tendía sobre el santo suelo y de cuando en cuando con un indino canto clavao en los costillares o en la rabanilla. En la toñá, más de una noche se duerme al jogueril. Como las cabras están acostumbrás a comer más horas al día, durante el verano, al acortarse las horas de comia, las cabras notan hambre a media noche y se levantan pa comé y el cabrero se tié que levantá y seguillas. De rato en rato, las cabras se paran y el cabrero pué echá una caezá arrimao al tronco de un pino o a una piedra. Si, como es bastante normá, está lluviendo, la única forma de dormí y no calarse hasta los güesos es la de echá en el suelo unas taramas de pino, nebro o rebollo, pa que pase el agua por debajo dellas y tapao, te acuestas encima dellas y te tapas con la manta zamorana o el capote, que algo quitan el relente, pero que no te escusan de levantarte calao hasta el tuétano de los güesos. En el ivierno se duerme en la casa, sobre el jergón extendío al amor de la lumbre. En la choza o en la majá divierno, el cabrero se acuesta pronto, porque cuando se termina de ordeña el ganao o se da de mamá a los chivos, pos no hay na más que jacé que cená. Aluego, hay noches que alguien agarra la guitarra y toca y canta unas cuantas jotas, que baila too el mundo. Cuando no, en cuanto las mujeres recogen la mesa, ca uno estira su jergón en el suelo y se tiende sobre el, aprovechando la modorra de la cena y el caló de la lumbre. Tol mundo se levanta con los albores del día. Endispués de oteá un par de veces la posición de las estrellas, si la noche está serena, se enciende la lumbre y se sale a la calle, o bien pa desentumecé las corvas o pa aligerá la vejiga. Aluego, se pone a la lumbre un güen caldero de migas cabreras o de patacas repicoteás pa el almuerzo. En la majá de verano, es el lechero quién vigila el caldero del almuerzo. Hay que ordeñá las cabras que no quedaron jorras hogaño y escanciá la leche en los cántaros, pa que se los lleve el lechero a la majá divierno. En el ivierno, antes de ordeñá hay que dar de mamá a los chivos y endispués se les esporría pa metellos en la corraleja, pa que no salgan al campo con las madres. También hay que prepará el zurrón o el morrá con el pan y la pasa pa la merienda pal día, sin olvidarse de la cuerna y la manta, porque nunca se sabe lo que deparará el tiempo.


Los cabreros icimos un refrán mu sabio y atinao: “De la manta y de la merienda, nunca te descontiendas” Cuando el lechero descuelga el caldero de las llares y sin dar tiempo a que se enfríe su contenío, porque hay que meté caló al cuerpo pal día que se avecina, dambos dan güena cuenta del almuerzo. Con la última cuchará aun en el tragaero, el cabrero se coloca los zajones, se cuelga el morrá, tercia la manta y se cala el sombrero. Entra en el corral de la majá y lanza un agudo silvio pa desperezá a la piara. Unas cuantas voces ponen en marcha al primer atajo de cabras, que terminan despabilando al resto que, ya en tropel, se mueve hacia los pastos. Con voces adecuás y silvios pa hacerse oí, el cabrero conduce la piara hacia una parte distinta a la que arrancaron los sotros días, porque no hay que olvidá que la cabra gusta de ramoneá los tomillos y demás matojos que estén limpios y desprecia aquellas medras donde aún perdura el tufo dejao por otra cabra que las olisqueó o mordisqueó ayer o antier. La piara ya se ha desparramao por la umbría, ni amontoná, ni demasiao desapará, pa que toas puean comé bien y denguna se quee escarriá y sin la vigilancia de los perros. Llegao este momento, la sierra se suele torná en una especie de teatro natura, en el que se mezclan los sones de una rondeña o una colombiana con el berreá de las cabras parías, llamando a los chivos que se han quedao en la majá y el soná delos cascabeles y los cencerros. Mi viejo tié mu güena garganta y da gusto oille entoná una colombiana. Tampoco se le da mal el cantá unas jotas, al son de su guitarra chica. A lo largo de la mañana, el cabrero camina con lentitud, al ritmo de la piara, que mata el hambre con los rebrotes de berezos, piornos y matojos. Recorre la verea que sube zigzagueando a la caeza, sorteando jaras y zarzales, pisando cerrillos aquí y acullá y haciendo descansillos al amor de los riscos o junto a los veneros que va encontrando en la subía, echando un trago de agua fresca, pa recuperá el resuello y lanzá unas voces y silvíos que orienten a las cabras. Cuando el sol se encumbra en lo más alto, la migandera se acerca al cabrero al regosto del peazo de pan de cada día. El cabrero echa unos mendrugos de pan en la cuerna y los miga con la leche que ordeña de la cabra mansa y sin perdé de vista al ganao recupera el aliento consumío en la subía. Con el transcurso de la mañana, las cabras aplacan su natural instinto de subí

y

subí y su andá se torna más perezoso por el cansancio y el explaya del sol las obliga a buscá el cobijo de los riscos. Una piedra, a la sombra de un nebro es sitio ideá pa que el cabrero desatape el morrá, sacá la pasa y cortá un cacho de morcilla y un guen cantero de pan pa recuperá las fuerzas mermás. Una vez matao el gusanillo, cualquié piedra es güena pa amorrase una miaja y descabezá un sueño o dalle güeltas a la caeza tratando de adiviná que estarán


jaciendo la parienta y los zagales, si estás casao

y como hincalle el diente al

amo pa pedille más soldá, aunque tenga que jacé “San Pedro” antes y conantes, si estás contratao. El desperezá del ganao, que jace soná sus cencerros, despabila el sueño y los pensamientos. Es menesté dalle la güelta al ganao y principiá la bajá hacia la majá. En verano, como ya le he dicho, en la choza no vas a encontrá más que al lechero, si es que ha llegao, pero en la majá divierno, cuando te vas allegando a la mesma, comienzas a oí las voces de la zamilia y eso te añurga el pecho. Too el día solo ……………. Si el cabrero está casao y tie zagales, les echa un silvio y ve como salen pualli ci arriba a su encuentro. La majá recibe con caló a hombre y ganao. Los trabajos de ordeñá y amamantá a los chivos, cuando los hay, acaba con las pocas fuerzas que no quearon en el monte y el cabrero toma, con ganas, asiento en el tajo y se coloca en la mesa , al amor de la lumbre pa comé “algo de caliente”. La sobremesa está presidia por el relato del quehacé de la mujé o la madre en la majá, o del lechero que te cuenta algún chascarrillo y no pocas historias del recordá de los viejos. Cuando el recuerdo se agota, el sueño comienza a rondá y las postreras llamas de la lumbre parpadean. El cabrero tiende el jergón y piensa en el mañana, tan mesmo al ayer que aburre de monotonía y siente una sana envidia delos que viven en el pueblo y de los veraneantes que llegan en verano a el, que si bien es cierto que tien un lustre mu pálido, no es menos cierto que trabajan bajo techo, abrigaos y secos , tanto si llueve como si nieva.


Con los últimos retazos de lucidez, piensa que esto no es vida y que lo mejó sería dejallo too y buscá un trabajo en la capital, onde por demás los zagales tuvieran un mejó porvenir. El pensamiento postrero se torna en reparaó sueño y el descanso dará lugá a que amanezca un nuevo día, que tendrá a la monotonía como elemento común con los postreros y con los venideros. Gueno señó, con la chachara se me ha io el santo al cielo. Tengo que dejalle, que mis cabras se han caio demasiao y si no las regüelvo una miaja hacia arriba terminarán en el Risco del Manzano. Si Usté quié seguí palrando, pué subí por aquella verea y cuando encuentre un venero con un regajo de cirvuno, pos se sienta y me aguarda. Allí tengo que ajorrá con el ganao. Además le conviaré a leche migá. El muchacho se fue andando ligero y al poco desapareció entre la maleza. Quedé pensando en lo que me había contado y después de dudar entre quedarme en el collado o estirar las piernas, subiendo por donde me había indicado, finalmente decidí aceptar su invitación y después de meter unas viandas y la bota en la mochila, inicié el camino hacia el destino indicado, que me llevaría a la fuente descrita. Cuando descubrí la fuente escuchaba las voces del cabrero y el sonido de los cencerros de las cabras, pero no podía verlos. Me acerqué a la fuente y sacando un vaso de la mochila cogí un poco de agua. Cuando tomé un sorbo, una sensación de dolor sacudió mi paladar.¡ El agua estaba completamente helada!. Deje el vaso en el suelo, al sol, para que se templara un poco y me dediqué a contemplar el paisaje. El agua que manaba de la fuente desembocaba en una serie continuada de cinco pequeños estanques, de un metro de largo por poco más de medio de ancho, hechos de piedra y cemento, con el fin, al parecer, de servir de aliviadero de las manadas de cabras y de las vacas y yeguas que pastasen por aquella zona. ¡Qué maravilla de Sierra de Gredos! Ante mí, se erguía la Cabeza de Arbillas y a la derecha Las Serranillas, donde los pinos escalaban la pendiente tratando de colonizar la cumbre. A la izquierda se contemplaba la Cabeza del Covacho, que remataba la Cuerda de Los Galayos, que se destacaban en su inicio, con sus agujas tratando de alcanzar el cielo. Un poco más a la izquierda La Mira, aquel torreón telemétrico, creado por el hombre, que era punto de referencia de todo el entorno, casi a la misma altura que el mismísimo Almanzor. A mi espalda la Cabeza del Cirvunal y siguiendo por la cumbre te encontrabas con la de Cerecea. ¡Cuanta belleza descargó Dios sobre estos contornos! Ensimismado en la contemplación de aquel maravilloso cuadro natural, no sé cuánto tiempo pasó, pero de el me sacó la voz del muchacho que llamaba a sus cabras desde unos metros por debajo de la fuente. Cuando se acercó, las cabras empezaban a salir de los piornos y se dirigían hacia el regajo de la fuente, en cuyas aguas bebían con fruición. Cuando el cabrerillo llegó a mi lado me preguntó: ¿Ha sio mu costosa la subia?


Un poco, pero como venía contemplando la belleza de todo esto, casi no me he dado cuenta. El muchacho sacó un puchero de porcelana del morral y lanzó una voz. ¡Panaera! Al momento, una cabra piñana, adornada de una cornamenta larga y erguida, se acercó al cabrero y comió algo que este llevaba en la mano. El muchacho desmenuzó unos trozos de pan dentro del puchero y después ordeñó las ubres del animal sobre el pan. Después recogió unas cuantas ramas de piorno seco y encendió un pequeño fuego, dentro de un círculo de piedras que hizo, junto a la fuente y lejos de la maleza. Acercó el puchero al fuego y me dijo: Hay que tené cudiao con la lumbre pos en este tiempo el monte está mu seco y en cuanto te escuidas pos pues armá una que paqué. Al poco la leche del puchero empezó a crecer. El muchacho la retiró del fuego y después de unos segundos volvió a arrimarle. Esto lo repitió hasta tres veces. Como si tratara de explicar su actuación, me dijo: Hay que cocé la leche tres veces pa que no haga daño. Así me lo enseñó mi viejo y me dijo que lo hiciera siempre pa que no me doliera la barriga. Después de la tercera subida de la leche, el muchacho metió el puchero dentro del agua de la fuente y buscó otras ramas secas. Cuando consideró oportuno, sacó el puchero del agua y sacando una cuchara de madera del morral, la metió en el puchero y me los tendió, diciendo: Coma Usté hasta jartarse. Esto no lo pué cata en la ciudá. Cogí el puchero y probé una cucharada de aquel pan mojado y cocido en leche. ¡Qué maravilla! El sabor era diferente a todas las formas en que yo había comido leche en mi vida y habían sido muchas. A cada cucharada que metía en la boca, me sabía mejor que la anterior y así no me di cuenta que el contenido disminuía hasta que el puchero quedó vacío. Estaba exquisito. Nunca había tomado leche tan rica. ¡Gracias por dármela! El cabrero repitió el proceso y dio buena cuenta de otro puchero de pan con leche. Después me dijo: ¡Vamos a subí pui ci arriba hasta la cumbre del Cirvunal Chico, pa da vistas a La Garganta!. Aquella vertiente también es mu hermosa, anque no se pue compará con esta. En la subía vamos a ve el Corral de la Nieve. Es un cercao de piedra onde antaño y cuando caía un nevazo, subían los mozos del pueblo. Echaban nieve dentro del cercao, pataleaban encima y aluego la tapaban con piornos verdes. Endispués golvian a echá otra capa de nieve, que una vez pisá la golvían a cubrí con ramas de piorno. Asinas hasta cubrí las parés del corral . Cuando llegaban las fiestas de San Pedro, allá por el 29 de Junio, los mozos de


Guisando subían al corral con mulas y otras bestias de carga, equipás con serones, que los llenaban de la nieve del corral. Con esa nieve se jacía lechelá, la leche merengá y los helaos. También se enfriaba la cerveza, porque esa bebía moderna, si está caliente sabe a meao de caballo. Subimos montaña arriba hasta encontrarnos con una especie de cercado, de paredes derruidas, que era el citado Corral de la Nieve. Se notaban vestigios de su aplicación pretérita y sorprendía el esfuerzo de aquellos paisanos para acumular tanta nieve, en invierno y recogerla en el estío para saciar los exquisitos paladares de sus convecinos y de los visitantes. El cabrerillo, en el último momento cambió de decisión y en dejando a la izquierda la cumbre del Cirvunal Chico, empezó a subir en dirección de la cumbre más alta de la derecha, a la Cabeza del Cirvunal. A mitad de la subida, se paró para decirme: He decidío subí a la cabeza grande, pa enseñalle una torreta y una inscripció que hizo Santos Mendes, mi tío, con la palilla del azolijo. Cuando coronamos la cima de la cumbre, me quedé extasiado con el panorama que se divisaba desde aquel punto. Desde allí, además de poder contemplar todo el farallón de Los Galayos y la Mira, también se podían contemplar las lomas de La Garganta de Candeleda, el pantano de El Rosarito y los montes de Toledo y Cáceres. Así mismo, Guisando y Arenas de San Pedro parecían estar a nuestros pies. Allí permanecimos un buen rato, al cabo del cual el muchacho me invitó a iniciar la bajada hacia lo que él denominó como Prados del Cirvunal. Al alcanzar nuestro destino, buscamos un manantial, junto a una de las praderas que formaban los prados. El Chico limpió la pequeña poza que formaba el inicio del manantial y dejó correr el agua. Al poco, tomó la cuerna de su morral y cogiendo un poco de agua en ella, me la alargó. Probé el líquido y me llevé una nueva sorpresa. ¡El agua estaba helada! Nos sentamos en unas piedras cercanas y dimos cuenta de los alimentos que llevábamos, intercambiándonoslos. Como nos habíamos entretenido un poco al subir a la cima, cuando terminábamos de comer las cabras empezaban a descender, por lo que tuvimos que aligerar el banquete para no perderlas de vista. Bajamos, un poco más al oeste de la zona de subida, por una zona que denominó como el Risco del Manzano, que no pude ver porque tuve que desviarme hacia mi campamento, porque el cuerpo ya no me daba más de sí. Antes de despedirme, me comprometí a bajar hasta la majada del cabrerillo, porque, según él, esa tarde no subiría el lechero y tenía que hacer el queso él, para evitar que la leche se acease. Cuando llegué al collado, abrí una lata de comida precocinada y sin ni siquiera calentarla, me comí una parte. Tenía más cansancio que apetito. Me quedé disfrutando de la brisa que corría y terminé metiéndome en la tienda y durmiéndome profundamente.


Llegué a la majada temprano, cuando el muchacho estaba terminando de almorzar, bueno, para mi desayunar. La majada la componía una choza de planta redonda, la parte inferior de piedra de mampostería y la superior de madera cubierta con retamas o escobas. Delante de la choza había una especie de corral, que él denominó como estanza, en la que se observaban los restos de un fuego extinguido. El interior de la choza era muy sencillo. Tenía una plataforma elevada, en uno de los costados, que estaba cubierta por piornos y sobre la que se observaba un jergón y una manta, ambos recogidos. Cerca de la entrada, la pared de piedra se alargaba en altura y además proyectaba una inclinación hacia el interior. Al pie de la misma se observaban los restos de otro fuego, que parecía llevar varios días extinguido. Cuando terminó, nos dirigimos a una pequeña choza construida encima del caudal de un pequeño arroyo que pasaba a unos treinta metros de la choza principal. Al entrar, descubrió un recipiente metálico, donde había leche. El muchacho se lavó las manos en la corriente de agua que circulaba por el suelo de la choza y colocó una tabla de pino sobre dos piedras que servían de soporte y encima de la cual colocó ramas de helecho, que había cortado en la orilla del arroyo. Sobre ellas puso cinco moldes redondos, tres de ellos de madera, con varios agujeros en su contorno y los otros dos de esparto. Después se sentó en un tajo de madera, que había cerca. Metió las manos en la leche, que observé que estaba cuajada y empezó a desplazarlas desde el borde más alejado a su cuerpo, hasta el más próximo. Esta operación la repitió varias veces, hasta conseguir acumular una gran cantidad de cuajada en el borde del perol. Comenzó a sacar puñados de cuajada y a depositarlos en los moldes, hasta llenarlos uno a uno. Cuando terminó la operación, colocó el recipiente, en el que había quedado únicamente líquido, debajo de uno de los extremos, el terminado en punta, de la tabla, que tenía unas canales en sus bordes, y por donde empezaba a gote-


ar el líquido que salía de los moldes llenos de cuajada. El muchacho cogió un vaso de aluminio y llenándolo de aquel líquido, me lo tendió diciendo: ¿Ha catao el suero alguna vez? A mi me gusta cuasi tato como la leche. Cátelo y si no le gusta lo tira a la reguera. Probé aquel líquido y me llevé una grata impresión. Era algo mucho más suave que la leche y con un sabor especial. Apuré el contenido del vaso e incluso repetí. El cabrerillo, una vez que le dije que estaba saciado, cogió el recipiente metálico y saliendo de la choza, se acercó a una gran lancha de granito que había en el margen del arroyo. Vació el contenido del recipiente sobre dos huecos redondos y no muy profundos, que el agua y el viento habían horadado sobre el granito y gritó dos nombres. Al momento aparecieron dos enormes mastines que dieron cuenta del líquido vertido, en escasos segundos. Una vez vaciado el contenido del recipiente, el muchacho volvió a la choza y lo colocó debajo del extremo de la tabla. Me explicó que lo que había tomado era suero y que la tabla acanalada se llamaba Esprimijo. Los moldes recibían el nombre de cinchos. A su vez, el recipiente metálico se llamaba perol. Después de la clase de conocimientos ganaderos, el cabrerillo cerró las dos chozas, con sendas puertas movedizas de madera y dando unos cuantos silbidos y gritos cuyo contenido no pude adivinar, empezó a andar en dirección noreste. Todas las cabras se levantaron de sus lechos y después de desperezarse repetidamente, siguieron al cabrerillo, primero en una especie de fila india y después fueron extendiéndose en forma de abanico. Cuando el muchacho consideró que la manada ya estaba guiada, cayo sus gritos y silbidos y me dijo: Hoy le voy a mostrá la Cueva de los Maquis. Creo que le gustará. En dirección a la cueva, descubrí un enorme caserón, del que solo quedaban las paredes. Le pregunté qué significaba una casa tan grande en aquel lugar. Yo siempre he oío que fue un corral pa encerrá las vacas y marcallas. También me contaron que había dao cobijo a los trabajadores de la mina que hubo en la cueva. Cruzamos el río y subimos un poco por la ribera opuesta. Llegamos a la puerta de una cueva, por la que salía abundante agua. El chico cogió varias piedras de los alrededores de la entrada y las fue colocando sobre el agua. Después, empezó a saltar sobre ellas y cuando superó la balsa de agua me llamó. ¡Vamos! Procure no caerse al agua, porque está mu fría. Fíjese en la bóveda y comprobará que hay bujeros de los barrenos que se echaban. Cuando superé el charco de agua, el chico me dijo: Coja seis o siete teas desas y prenda un par de ellas, las otras las guarde porque las necesitaremos para golvé. Con la antorcha encendida, empezamos a penetrar en la gruta. El chico se movía tan deprisa que me quedé un


tanto retrasado. Le llamé y al instante, una plaga de murciélagos inundó el aire de la cueva, chocando con la antorcha, que terminó apagándose. Intenté volver a encenderla, pero me fue imposible, por lo que finalmente tuvimos que salir de la gruta, sin haber recorrido no más de treinta metros. Güeno, pos nos hemos quedao con la miel en los labios. No me alcordé de icirle que no se podía gritá dentro, pa no despertá a los cierramíscalos. Pos menos mal que solo habíamos comencipiao a andá, porque si se nos apagan las teas al final, no sé cómo habríamos salío. Esta cueva paice se que la hicieron los moros, anque hay presonas que icen que jueron los romanos los que la abrieron. Paice se que sacaban yerro pa jace las herramientas de trabajá la tierra y pa jacé la guerra entrellos. Aluego, como ya no encontraban más yerro, la dejaron avandoná y solo los cierramíscalos sacaban provecho della. Endispués de la guerra, los maquis la usaron pa guardá sus cosas y hay quien palra que también les servía de escondite. Escuché a mi viejo que una partía de ceviles, divisó como un grupo de maquis se metía en la cueva y estuvieron esperando a que obriqueciera pa acercarse a la puerta, sin que les delatara la luz. Cuando estaban toos delante de la puerta, el cabo pidió un voluntario pa que entrara y les pidiera que se entregasen. Denguno de los ceviles tuvo reaños pa jacello y el cabo no lo dijo pero paice que le pasaba lo mesmo. Al remate, el cabo, pa da ejemplo, pilló una bomba y se metió a la cueva. Llamó a los maquis y como estos no contestaron, tiró la bomba y salió corriendo de la cueva. La explosión arrumbó la metá de la cueva y dentro della quearon los maquis cubiera. Mi viejo ice que endenantes de aquello la cueva pasaba por abajo del río y que llegaba hasta el Prao Lindo. ¿Estuvieron mucho tiempo por aquí los maquis?, le pregunté. Estuvieron unos cuantos años. Yo cuasi que no malcuerdo dellos. Si malcuerdo de alguna noche que llegaban a la majá divierno y obligaban a mi vieja a que les jiciera buenos calderos de patacas con chicha y pa otros leche migá. ¡Hay que ve lo que les gustaba la leche a aquella gente! Mi viejo ma contao muchas veces, que una noche llegaron a la majá divierno tres maquis y le pidieron a mi vieja que les jiciera leche migà. Mi viejo les dijo que no había leche, pos las cabras estaban aquí, en la majá de verano y la leche no llegaba hasta por la mañana. Uno de los maquis le dijo a mi viejo que no se pasara de listo, pos al abajá hacia la casa, habían escuchao cascabeles de cabras, junto al arroyo. ¡Esos cascabeles son de una piara de borras que están durmiendo en los huertos de la siembra, pa estercolallos! Onde hay borras, hay cabras pa leche pal pastor, así que vamos a buscar la leche. Güeno, le contestó mi viejo, pero coja usté esto, al tiempo que le alargaba una ga-


rrota. No necesito deso, pa sujetarme ya tengo esto, señalándole el rifle. Mi viejo no le contestó, pos era mejó no respondellos. Abrió la puerta y empezó a recorré el camino que llevaba a Los Cercaos, que es donde estaban las borras. Cuando habían recorrido la metà del camino, a la altura de la casa de mi tía Astasia, mi viejo le avisó, que este se cruzaba con una regaera y que por ello allí había un mal paso. ¡Ya lo había visto yo!, respondió el maquis. No había acabao la frase, cuando zas, el maquis en metá de la regaera y el fusil a jacé puñetas. Paró junto a mi viejo. A este, se le pasó por la imajinació el pegalle un estacazo con la garrota que tenía en la mano. Aluego, pensó, agarraría el fusil y golvería a la maja y se liaría a tiros con los otros dos maquis, los enterraría en el campo y tres menos que le darían la lata. Endispués, recapacitó una miaja y pensó que aquellos hombres tendrían compañeros y que al ver que no acudían, vendrían a buscallos y se armaría la gorda. Cogió el fusil y se lo acercó al maquis, que le dio las gracias. Poco más palante, al cruzar el Arroyo del Abanico, mi viejo golvió a avisà al hombre del peligro de cruzá el arroyo saltando de piedra en piedra, con la poquísima luz que había, pos no había luna entadía. El maquis, golvió a jace alarde de un excelente equilibrio, pero solo de boquilla, pos singún presumía dello, dio con su cuerpo en el charco. El fusil golvió a queá fuera de su alcance. Mi viejo le ayudó a sali, en silencio y poco dispués llegaron a donde estaban las borras. Mi viejo llamó por su nombre al pastor, un poco antes, pa evitá que los perros les atacasen. Cuando mi viejo le explicó al pastor la razón de la visita, este le contestó que tenía dos cabras y a una de ellas la había ordeñao pa cená. La otra la había dejao pal almuerzo de por la mañana y si le podía sacá una miaja de leche, pero solo habría pa una persona y escasamente. El maquis le obligó a sacá la leche que tuviera la cabra y trató de que también ordeñase a la otra e inclusive a un par de borras. Cuando se convenció de que no sacaba nada, cogió la cantarilla y echó a andá hacia la majá. Ahora si que pidió ayuda a mi viejo pa cruzá el arroyo y la regaera, llegando sin más sobresaltos a la casa. Allí, mi vieja, le migó la leche con pan y el tío se la zampó sin respirá. Entretanto, los otros dos maquis habían dao güena cuenta de un caldero de patacas con pimientos que mi vieja les había preparao. Cuando se zamparon la cena, obligaron a mi vieja a abrí el cajón del pan. Cogieron tres hogazas, de las cuatro que había y se marcharon, endispués de dalles las gracias y advertilles que no se les ocurriera dar cuenta a los ceviles de la visita recibía. Una fuerte sensación de frío, por todo el cuerpo, me despertó. Estaba sudando por


todos los poros de mi cuerpo. Abrí un poco la tienda y observé que aún era noche cerrada. Al analizar la situación, me di cuenta de que había tenido una enorme pesadilla.

Realmente, en mi sueño, había reflejado la situación que se habría dado si mi padre no hubiera decidido dejar las cabras, venirse al pueblo y mandarme a estudiar al Colegio del Carmen, más conocido como el Colegio de Bermejo. De haber seguido en Arbillas mi padre, aquel sueño se hubiera hecho realidad en mí o al menos podría haber ocurrido fácilmente. El sudor desapareció en unos minutos, pero no conseguí recuperar el sueño de nuevo. Mi mente recordó cada uno de los momentos de la pesadilla y cuando el sol hizo su aparición en aquel cielo serrano decidí levantarme y hacer planes para el día que comenzaba. Salí de la tienda y contemplé la hermosura del paisaje que tenía ante mis ojos, disfrutando del fresquito de la mañana en aquel paraje de ensueño. Cuando contemplaba la Cabeza del Cirvunal decidí hacer realidad la experiencia de mi sueño. Subiría hasta su cumbre para contemplar el panorama que había disfrutado mientras dormía. Después de desayunar, inicié la subida. Atravesé Los Prados del Cirvunal, pasé por el Corral de la Nieve y ascendí al pequeño torreón de mi tío Santos, en la falda de la Cabeza del Cirvunal y pasé mucho tiempo disfrutando de las vistas que se me ofrecían a los cuatro puntos cardinales.

Jesús Jara García “Chuito” 6 de Julio de 2014



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.