2012-03 DanakilESQ

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En el horno del mundo

Como en tiempos antiguos En medio del desierto, una caravana de camellos transporta sal en la ruta que conecta la depresión del Danakil con Mekele y otras poblaciones del altiplano, en un viaje que dura cinco o más días.

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En tierras tan hostiles como fascinantes, nuestro colaborador se aventura en busca de fenómenos geológicos únicos y de la lava hirviente de un volcán activo, localizado en el Cuerno de África.

Texto y fotos: Témoris Grecko / Etiopía ESQ

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Zona de contrastes La lava del subsuelo encuentra salida en el lago del Ert Ale. A la derecha: una mujer de la aldea Hamed Ela; un guerrero afar muestra su puñal; pastores apresuran sus cabras en una pausa de la tormenta de arena.

No hay lugar más caliente en el planeta; remoto, aislado y reseco; habitado por un pueblo huraño, violento y dolorosamente estoico, que vive de extraer sal en camello como en tiempos antiguos; y marcado por un volcán activo (el Ert Ale, con su lago de lava fundida) y por otro que nos hace sentir en un planeta lejano (el Dallol, con géiseres y formaciones rocosas de colores que no parecen naturales). La región de la Dancalia, y en particular la Depresión de Danakil es, asimismo, un punto de sangrientos roces armados entre Etiopía y Eritrea, que se originan en los torpes trazos del colonialismo y continúan por la rivalidad de sus regímenes autoritarios. Organicé una expedición para recorrer la Dancalia y presenciar el espectáculo del Ert Ale. La perspectiva era fascinante. Y daba miedo. Una sensación que fue trágicamente subrayada por la masacre de cinco viajeros europeos y el secuestro de cuatro personas el 17 de enero pasado, precisamente en el anillo del cráter del volcán y mientras yo partía de Addis Ababa, la capital de Etiopía, con rumbo a la ciudad norteña de Mekele, la más cercana a la depresión. Mataron a dos alemanes, dos húngaros y un austriaco. Se llevaron secuestrados a otros dos alemanes y dos guías etíopes (siete heridos lograron escapar). No se sabe nada de los agresores que atacaron el campamento disparando indiscriminadamente, como si regar las rocas con sangre extranjera les importara más que capturar a rehenes intercambiables por millones de euros. Parecía que enviaban un mensaje fatal o que buscaban provocar una reacción concreta. Sin pruebas, el gobierno etíope aseguró que se trataba de una banda armada por las autoridades eritreas, que a su vez rechazaron la acusación (al cierre de la edición, los captores retenían a las víctimas). 156

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Nosotros, tres italianos, un etíope y yo (el grupo con el que iba a realizar la primera parte del viaje, hasta Mekele), tardamos en recibir la noticia. Nos topamos con otra, acaso más dramática, esa misma mañana. La carretera de Addis Ababa a Gonder, tercera ciudad en importancia del país, cruza el Nilo Azul, una de las dos fuentes principales del histórico río. Es una barranca de unos mil metros de profundidad, con un angosto e irregular camino y curvas muy cerradas. El autobús de las 7 am de Skybus, una de las compañías caras, se quedó sin frenos. A las 9 am cayó con sus 47 ocupantes: la gran piedra que detuvo su caída también lo hizo estallar. Llegamos minutos después. Impresionados, además, porque habíamos visto pasar ese autobús y porque si no hubiéramos alquilado una camioneta, habríamos viajado en él. Decenas de civiles trataban de realizar el rescate ante la ausencia de cuerpos especializados. Yo no veía cadáveres, sólo fierros y llamas. Era como un anticipo de los fuegos magmáticos del Ert Ale. Y en conjunto con la matanza ocurrida horas antes, cayó sobre mi ánimo como plomo fundido, ardiente. Me dirigía al ojo del volcán. A un orificio del averno.

HERMANOS Y ENEMIGOS El plan de encontrarme en Mekele con otro grupo de personas para ir a la Dancalia se desintegró: mis futuros compañeros desertaron al conocer la noticia del ataque, que provocó conmoción en Etiopía. Pensé que el gobierno declararía el cierre de la depresión de Danakil a extranjeros. Su reacción podía conducir hasta la guerra. En octubre de 2011, había visto cómo incidentes menos espectaculares aunque en serie (tres operaciones de secuestro que dejaron

tres europeos raptados y dos muertos), realizados en Kenia pero lanzados desde Somalia, daban lugar a la invasión de este país por fuerzas kenianas. Las autoridades etíopes elevaron el tono y las eritreas, más. Los antecedentes revelaban una animadversión binacional mayor que la existente entre Somalia y Kenia. Durante cientos de años, no existió una identidad diferenciada entre eritreos y etíopes, quienes eran parte de una unidad política y cultural. Sin embargo, medio siglo de colonialismo italiano (que fracasó dos veces en su intento de conquistar Etiopía, pero dominó Eritrea de 1890 a 1941) creó divisiones que condujeron a una guerra fratricida, larga y muy costosa en términos humanos y económicos, de 1961 a 1991. Desde entonces, las cúpulas gobernantes se odian a muerte: la etíope, que asume rasgos cada vez más autoritarios, y la eritrea, que ha convertido a su país en una dictadura autárquica comparable a la de Corea del Norte. Varios incidentes fronterizos provocaron una nueva guerra, de 1998 a 2000, que dejó cien mil muertos. Ambos países no han dejado de enseñarse los dientes. En 2007, el secuestro de cinco

europeos y trece etíopes (eventualmente liberados), en esta misma región de la Dancalia, estuvo a punto de reactivar la locura bélica. Por eso temí que la matanza del 17 de enero en el Ert Ale fuera el golpe definitivo. A lo largo de nueve días de recorrido por el norte de Etiopía, siguiendo en paralelo la frontera con Eritrea, constaté que la reacción del gobierno no había sido cerrar zonas a los extranjeros, sino reforzar la presencia del Ejército para garantizar la seguridad y mantener la región abierta. En las carreteras vi camiones que transportaban tanques de guerra, y en los pueblos y aldeas, destacamentos de soldados. Mi intención era ser prudente. La expedición a la Dancalia, sin embargo, volvió a parecer posible. Así que comencé a buscar nuevos compañeros.

LOS EXPEDICIONARIOS “Me toca ir acompañada de personajes intensos”, me dijo Helen, una médica de 23 años, recién egresada de una universidad estadounidense de élite, que fue la única mujer del grupo y la más joven. Además de nosotros, iba Doug, un granjero estadounidense de 62 años cuyo plan de

enseñar apicultura en Nigeria se había frustrado porque le negaron el visado, en vista de que el grupo fanático Boko Haram había intensificado sus campañas de matanza de cristianos; Georg, de 59, un alemán que soltaba su descontento con Etiopía y África en exabruptos de inglés incomprensible; y Yoel, un israelí de 58 años, calvo, con barba de chivo canosa y camiseta sin mangas, que se sumó a la expedición en el Jeep con el que lleva siete años recorriendo el continente. Con Yoel estaba Christophe, un francés de 40 años que sufre de problemas de espalda y usa lentes de contacto sobre sus enormes ojos azules, a pesar de lo cual enfrentaba los violentos tumbos del camino y las tormentas de arena en ese pequeño vehículo sin techo ni ventanas. Como Yoel, sólo se cubría la cabeza y el rostro con un pañuelo negro, a la usanza de los tuaregs del Sáhara. El último expedicionario era Martin, un eslovaco que se dice checo, que odia al Che Guevara y a Rusia, así como a los himnos nacionales sudamericanos, pero ama a Mao y descalifica toda crítica hacia China (como que hay contaminación en Beijing) con un “¡eso es propaganda!”. ESQ

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La vida al otro lado del mundo Los salineros avanzan por la superficie del lago, cortando los bloques de sal que llevarán los camellos a las ciudades. A 123 metros bajo el nivel del mar, en esta zona se han registrado temperaturas de hasta 55 grados centígrados, y la media anual es de 37 grados. Esta gente trabaja por salarios inferiores a los 15 dólares mensuales.

Había intensidad. ¿Qué otra cosa se podía esperar?, le dije a Helen. Se trataba de un viaje a una zona que en sentido literal es súper caliente, tanto por su temperatura como por la violencia geológica y humana. Le pregunté si supuso que a esta aventura se apuntaría gente con personalidades sosegadas. “Sí, como yo, que soy muy tranquila”, repuso en castellano, y luego me contó que había abandonado Boston para trabajar como voluntaria enseñando inglés a maratonistas etíopes que opinan que aprender cualquier cosa es desperdiciar energía necesaria para el deporte. El equipo lo completaban tres tigriñas (cristianos oriundos de Tigrai, la región norte de Etiopía), que trabajaban bien y con ánimo: dos conductores y un excelente cocinero. Viajábamos en dos camionetas todoterreno, en medio de las cuales debía ir el Jeep, pero Yoel no se ajustaba a ningún orden y, como aparecía, desaparecía.

PUÑALES Y GRANADAS Salimos de Mekele, a 2036 metros de altura, el 30 de enero, y subimos hasta los 2500 metros. Después vino la caída: caminos de tierra estrechísimos, que mordían el costado a las montañas —y que

compartíamos con caravanas de camellos, burros y mulas cargados de sal—, descendían hasta llegar al nivel del mar… y más allá. Entrábamos en una región única, conocida por los geólogos como el Triángulo Afar (toma su nombre del pueblo musulmán que la habita, los afar) y a la que pertenece la Dancalia. Es el punto donde se están separando tres grandes placas tectónicas: la Africana nubia, que corre hacia el oeste; la Africana somalí, hacia el este; y la Árabe, hacia el norte. Como ejemplo de contraste, la cordillera de los Himalaya se origina en el choque de la placa India con la Asiática, lo que genera que la tierra se levante. Aquí ocurre al revés: se retira. Las consecuencias son claramente visibles en cualquier mapa que incluya al vecino país de Djibouti, que forma una C de tierra alrededor de una gran entrada de agua: el hundimiento de la región provocará que se inunde y surja un nuevo mar, dentro de un millón de años. El Triángulo Afar es el límite norte de la Gran Grieta africana, que se extiende por seis mil kilómetros hasta el Lago Malawi y Mozambique, cerca del sur de África, cruzando Tanzania, Kenia y Etiopía, y que eventualmente separará al este de África, creando primero una península y después una enorme isla.

Unos días antes de empezar este viaje, cinco viajeros europeos fueron masacrados en el anillo del cráter del volcán, mientras que otros cuatro fueron secuestrados. 158

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La depresión del Triángulo Afar lo ha convertido en el punto más bajo de África, con -155 metros en el lago Assal (en Djibouti), y en el más caliente del planeta, con registros de temperatura de hasta 55 grados centígrados. Es un lugar tan cerca del corazón de la Tierra que sus latidos suelen levantar volcanes. La intensidad de la zona se refleja en la gente que la habita y que durante años sólo ha conocido la vida más dura. Para explicar la naturaleza de los afar, una guía de viajes cita un proverbio: “Es mejor morir que vivir sin matar”. Un occidental inculto se podrá reír de la vestimenta de los hombres, una tela recta a modo de falda: su carcajada durará poco, pues ceñida a ella todos portan un puñal. Después de las guerras protagonizadas aquí por etíopes, italianos y eritreos, y sobre todo por las milenarias luchas entre los clanes afar, la Dancalia está llena de armas y a la daga tradicional se ha sumado el monstruo del doctor Kalashnikov, el rifle de asalto AK-47, así como pistolas y explosivos. Los artesanos afar usan cueros de camello y oveja para elaborar cinturones que sujetan cuchillo, cargadores de munición y cuatro granadas de mano. Los tigriñas dicen que también se usan finas bolsas de piel de escroto humano para guardar monedas, pero no lo repiten delante de un afar. Aunque se lo tome a broma, su sonrisa no es de las que tranquilizan: cuando eran niños, las madres les afilaron a muchos de ellos los dientes frontales superiores para hacerlos lucir guapos, de manera que parecen vampiros de muchos colmillos. En el pueblo de Berkihale nos detuvimos a entregar los permisos necesarios para ingresar en la zona afar. Y contratamos a dos guardias armados. No porque creyéramos que los necesitábamos:

uno de los misterios de la matanza del volcán es que todos los muertos estuvieron entre los protegidos y ni uno entre los protectores. Hasta hoy no se sabe si se hizo algo para defender a los extranjeros. Llevar “seguridad” es obligatorio, no obstante; de esa forma, la comunidad recibe beneficios de los visitantes. Son 350 birr (20 dólares) por guardia, por día. Mucho dinero en una zona extremadamente pobre. Esa noche por fin llegamos a Hamed Ela, una aldea de casuchas de irregulares ramas de árbol, cubiertas por petates. Está localizada en medio de un mar de piedras grises, como si alguien hubiera tenido un enorme exceso de ellas y no hubiese encontrado mejor solución que arrojarlas ahí. Estábamos ya a 80 metros bajo el nivel del mar. La oscuridad había llegado sin llevarse el calor. Sacamos camastros de madera de las chozas y nos acostamos afuera.

PLANETA DE COLORES Es común para mí despertar en medio de la noche, confuso, preguntándome en qué habitación de qué lugar de qué país estoy. Esta vez me descubrí sin sábanas ni techo encima. ¿Por qué no sentía el viento ni escuchaba los ruidos de los espacios abiertos? Me pareció que el techo oscuro con destellos que atisbaba debía ser el cielo estrellado. Lo comprobé al ponerme las gafas. Sobre mí, brillaba la constelación que siempre busco como referencia: ahora cuidaba mi sueño la Cruz del Sur. Dormí como no lo había hecho en meses. No les ocurrió igual a algunos de mis compañeros, que se quejaron de llantos de niño, balidos de oveja y rezongos de camello. Salimos temprano. Pronto avistamos el lago Asale (distinto del ESQ

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En la tierra de los afar En el cráter del Dallol, el calor trae a la superficie el sulfuro y el hierro en increíbles colores. A la derecha, los conductores de la caravana de expedición manejaban con visibilidad nula debido a las tormentas de arena. Derecha, abajo: para comercializar la sal, los salineros deben recorrer largas distancias en condiciones muy difíciles.

La Gran Grieta africana, que se extiende por seis mil kilómetros hasta cerca del sur del continente, separará al este de África, creando primero una península y después una enorme isla. cercano lago Assal). Ahí empezaban los territorios de la sal. Y los yacimientos de potasio que, desde que llegaron los primeros italianos y hasta hoy, explotan hombres venidos de otros lados. Además, buscan petróleo y otros recursos. La riqueza histórica de los afar, no obstante, ha sido siempre salina. En cada ocasión, cuando los movimientos geológicos cortaron la comunicación del Triángulo Afar con el océano, el agua encerrada se secó, dejando 300 millones de toneladas de sal en depósitos de un kilómetro de espesor. Nos internamos en el agua: la profundidad del lago no era mayor a diez centímetros. Entre los bloques de sal, dibujados por la naturaleza en hexágonos y pentágonos, se apreciaban las estelas de vehículos que hiceron camino sobre lo que fue y volverá a ser la mar. Una camioneta de una de las compañías extractoras de potasio, volteada recientemente frente a una pequeña isla (que a 123 metros bajo el nivel del mar es considerada la más baja en el planeta), rompió la evocación poética de Machado. “La gente no entiende que no se puede correr en cualquier lado”, criticó Moges, el conductor. El agua se acabó antes que los pentágonos de sal, enmarronados a fuerza de sol, y dio lugar a un desierto de arenas inmóviles en tonos intensos de rojo, cobre y amarillo. Encontramos el volcán de 160

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Dallol. Que no parecía ser más que un amontonamiento de rocas de unos 70 metros de altura: aun así, la cima está a 48 metros por debajo del nivel del mar. Nuestros guardias afar no habían venido. El comandante del destacamento de Hamed Ela había preferido enviarnos con tres soldados y un suboficial, que se desplegaron sobre el terreno para evitar sorpresas. Estábamos a 14 kilómetros de la frontera con Eritrea. Una vez en el cráter, que tiene un diámetro de tres kilómetros en su eje más largo, lo que vimos me hizo pensar que habíamos llegado a un planeta donde éramos gigantes atónitos por los colores: verdes fosforescentes, amarillos azufre, rojos férreos, naranjas neón, blancos impolutos y azules acrisolados pintaban pequeñas lagunas que semejaban mares de tonos radioactivos, diminutos volcanes de sal, una infinidad de géiseres de cinco centímetros o de tres metros de altura, cataratas salinas, cordilleras de cuatro palmos… Es el resultado del colapso de numerosas capas de sal, que una multitud de manantiales de agua calentada por el magma subterráneo desgastó, creando espacios vacíos con delgados techos que en algún momento se derrumbaron. Ese calor trae a la superficie el sulfuro y el hierro en numerosos tonos, y ha convertido al agua en

una mezcla con ácido con un pH inferior a 1… a la que temíamos caer en cualquier momento, pues muy cerca de nuestros pies, por donde caminábamos, se escuchaba el rumor de líquido hirviendo a borbotones. En realidad, el Dallol no es un volcán de fuego, sino de agua. La sal se ha mezclado con el magma basáltico, formando capas frágiles. Los líquidos de la superficie se infiltran en el subsuelo, alcanzan las rocas hirvientes y se transforman en vapor que, sobrecalentado, se acumula presionando hacia arriba hasta reventar la superficie, que no es más que sal, en una explosión tan poderosa que genera un cráter. Esto es algo que ha ocurrido —la última vez en 1926—, que puede volver a ocurrir en cualquier momento y que seguramente ocurrirá.

HOMBRES DE LA SAL De regreso en el lago Asale, cuando surcábamos sus aguas en las todoterreno, divisamos una multitud de hombres, camellos y mulas, estacionados en un punto de extracción de sal: durante siglos han

ido recorriendo la superficie lacustre, levantando los duros hexágonos salinos y cortándolos en rectángulos con los que cargarán los camellos en largas caravanas, en un trayecto de cinco días hasta Mekele. Trabajan a 123 metros bajo el nivel del mar, con los pies desnudos siempre sumergidos. No es raro que lo hagan a una temperatura mayor de 40 grados centígrados, que ha llegado a superar los 50. No se pueden enjugar el sudor ni aliviar la sed con el agua caliente e hipersalina del lago. Se rieron cuando les pregunté si vivían en las cercanías: “Aquí no hay persona que sobreviva”. Habitan en Hamed Ela, a unos 15 kilómetros de distancia, a una altura apenas 40 metros superior y en donde hay temporadas en que no se pasa de los 40 grados. Su labor es brutal no sólo por el clima, sino por las condiciones medievales en que lo realizan y por la paga, inferior a 15 dólares mensuales. En la aldea, las mujeres y los niños desde los cuatro años de edad pasan la mayor parte del día acarreando agua desde el camión que la trae y hasta sus casas: a

las botellas amarillas de 10 y 20 litros, les han adaptado correas para cargarlas en la espalda como mochilas. O transportan hatos de leña que recogieron por ahí. Al día siguiente, vimos las casuchas aisladas en el desierto más allá de las piedras, donde la situación es aún más difícil. No hay más que arena. Debajo. Y arriba. Afuera. Y adentro. La gente no conoce lo que es vivir sin el rostro lleno de arena, las orejas, la nariz, la boca. Lo que es comer sin arena. En los días buenos, la arena se levanta y oculta el azul del cielo. Y en los días malos, como el que nos tocó, hay más, más y más arena. Se anunció desde la noche previa, tras nuestro retorno del lago Asale. Había un viento persistente que traía de lejos los lamentos de los animales y los humanos. Busqué la Cruz del Sur. No la pude localizar: las nubes de polvo me escondieron las estrellas. El convoy salió al desierto, con los guardias afar y dos muchachos a quienes les hacíamos un favor transportándolos acostados en el portaequipajes sobre el techo de nuestra todoterreno. El aire se fue agitando hasta que se volvió una tormenta de arena en toda forma. No sé si Moges, nuestro conductor, siempre seguro y prudente, se puso nervioso, pero empezó a correr a 80 kilómetros por hora con visibilidad nula. Yo admitía que él debía conocer muy bien el camino y seguramente no había obstáculos fijos, salvo algunos desniveles del terreno que nos hacían saltar y preguntarnos si todavía traíamos a los dos chicos arriba. El problema era que había animales y gente por ahí. Además, no tenía caso apresurarnos: íbamos adelante y los coches que nos seguían debían ir más lento, a riesgo de chocar de pronto contra nosotros. Cuando el viento amainó y la niebla arenosa nos permitió ver a unos 20 o 30 metros, tuvimos que esperar a los demás. El dúo del Jeep llegó cargando toneladas de polvo. Christophe se veía aterrado. Yoel, manteniendo la actitud de tipo duro, aceptó que la tormenta había sido uno de los peores momentos que había pasado al volante: “Simplemente no veía ni mis manos”.

CHOZAS DEL DOLOR Abrupta, afilada, engañosa, la roca volcánica es un sitio peligroso para que una familia con niños se establezca sobre ella. Para muchos afar, sin embargo, es la forma de escapar de la arena. Cuando ESQ

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Condiciones extremas A la izquierda, en el lago del volcán Ert Ale se aprecia con claridad la roca sólida y las fracturas de la lava fundida. Abajo izquierda, los vehículos han abierto una ruta entre los bloques de sal que se asoman. Abajo, niños afar que viven en el desierto, eternamente entre la arena.

Para explicar la naturaleza del pueblo afar, que habita en esta región, una guía de viajes cita uno de sus proverbios: “Es mejor morir que vivir sin matar”. salimos de las dunas y entramos en una extensa área cubierta por la lava solidificada de los volcanes, decenas de niños salían de frágiles casas hechas con ramas, a vernos y cantar. Es uno de los caminos para vehículos más difíciles que he visto. Fueron horas de subir y bajar amontonamientos de negra piedra basáltica. Milagrosamente, no sufrimos ninguna ponchadura ni los vehículos se desarmaron con los golpes. Así llegamos a Dodom, una aldea en las faldas del volcán Ert Ale que estaba deshabitada hasta que unos días antes la ocupó un pequeño pelotón del ejército, como respuesta a la matanza de extranjeros. A partir de ahí, todo sería a pie. Nos esperaba una decena de kilómetros en ascensión, con ese calor y, sobre todo, con la idea de que nos acercábamos al sitio de la reciente masacre. Los guardias afar aparecían y desaparecían a su antojo. Con sus largas piernas, el eslovaco se adelantó de inmediato, sin atender a consideraciones de seguridad. Doug y Yoel compitieron corriendo hasta quedar exhaustos. Llegamos al anillo del volcán, a 613 metros de altura sobre el nivel de mar, sin incidentes, cuando ya había oscurecido. Unos veinte metros abajo, se extendía la ancha superficie gris-negra de la caldera, de mil 600 metros de diámetro en su eje más largo. Y un poco más allá del centro, un brillo rojizo anunciaba el cráter.

Nos tomó media hora recorrer unos 500 metros hasta llegar a él. Nos asomamos a su fuego, que se reflejó en las pupilas dilatadas. Mirábamos un fenómeno muy poco común: el del Ert Ale es uno de los cuatro lagos de lava que existen en la Tierra, casi todos de muy dificil acceso (los otros son el Nyiragongo, en Congo; el monte Erebus, en la Antártida; y el Kilauea, en Hawái). Teníamos que descansar. Volvimos al anillo, donde había unas pocas chozas, pequeñas y sin puertas. Helen, Christophe y yo compartimos una. Con los ojos cerrados, recostado sobre el saco de dormir e ignorando los piquetes de las pulgas, meditaba sobre lo que había visto. Y recordaba a las cinco personas que habían muerto ahí mismo, dos semanas atrás. Mi alarma sonó quince minutos antes de la 1 am, la hora en que habían llegado los asesinos. Me inquietaba la idea de que el sonido de los poderosos ventarrones podría haber impedido que las víctimas escucharan a los treinta o cuarenta hombres que las emboscaron. Imaginé que habían entrado en las primeras cabañas, disparando sin deseo de hacer prisioneros, pues dicen que no tiene sentido vivir sin matar. ¿Y el dolor? ¿Y los gritos? ¿Qué habrían hecho los guardias afar? Di un breve paseo y no encontré a los que habíamos contratado. Los siete heridos que escaparon se habían escondido entre las rocas durante doce horas. Nadie había dado aviso del ataque

EL ORIGEN DE LA HUMANIDAD El valle de la Gran Grieta africana es la cuna del ser humano. Gracias a que la erosión de las tierras altas lo ha llenado de sedimentos, numerosos restos han podido preservarse y por ello, los antropólogos encuentran huellas de nuestros ancestros. Mary y Richard Leakey empezaron el trabajo en la garganta de Oldupai, en Tanzania, mientras que Donald Johanson descubrió a “Lucy” (foto), un esqueleto femenino de australopitecus de tres millones de años, aquí en la Dancalia. También fue en esta zona donde desenterraron un simio de diez millones de años, el Chororapithecus abyssinicus. La importancia de la Gran Grieta, sin embargo, va más allá de la de ser una especie de enorme cámara de conservación. Una de las teorías más aceptadas considera que a lo largo de los cincuenta millones de años que lleva el proceso de separación de las placas tectónicas que creó el valle, las selvas tropicales desaparecieron de esta región que se desecaba y calentaba. Sin árboles, los primates tuvieron que aprender a caminar y erguirse. Así evolucionamos hasta convertirnos en Homo sapiens.

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hasta que, por fortuna, una europea con un teléfono satelital había logrado hacer contacto con alguien en Addis Ababa. De pie en lo alto del volcán, estaba muy por encima de toda la depresión de Danakil y de sus nubes de arena. Las estrellas brillaban muy cerca. La Cruz del Sur apareció con claridad, por encima de los rumores del viento. Agradecí la tranquilidad que me brindaba su intangible caricia. Volví a dormir.

FUEGOS DEL ORIGEN Y DEL FINAL Nos levantamos a las 4:30 am para regresar al cráter. Entonces descubrimos a tres o cuatro soldados que protegían el anillo. Menos mal, pensé, a pesar de que su instrumento principal era una ametralladora con bípode, cuyo uso parecía inapropiado para un terreno tan irregular. Pronto estuvimos de nuevo mirando esa conexión candente con el centro de la Tierra. La esencia del fuego. Es un fenómeno que toca lo más profundo de la conciencia. Es el final, caer ahí es desaparecer por completo. Pero, ¿no es el fuego también el principio de todo? Del planeta, del universo. Origen y destino. Que nos llama, nos atrae, invitándonos a acercarnos a pesar de la temperatura y de los gases. El cráter del lago de lava es una especie de olla de piedra escarbada en la caldera, un hueco redondo de honduras invisibles. Lleno de lava, hasta un nivel a

sólo diez metros por debajo de nuestros pies. En ocasiones, asciende para desparramarse por encima del anillo y correr falda abajo del volcán, abrasando lo que encuentra. La violencia del magma era tal que no nos hubiera sorprendido que eso ocurriese mientras estábamos ahí. Es temible pero atrapa la vista, los sentidos, el alma. Es la extraña e incognoscible fuerza que mueve la Tierra. Explota, ruge, salta y quema, motivada por deseos más allá de lo que podemos imaginar. En un extremo, la fuente principal se había abierto un hueco en la roca antigua, desde donde escupía energía sin cesar. Otras más pequeñas se abrían ocasionalmente en las márgenes. Todo tiene que ver con la cantidad de gas contenida en el magma. En los periodos de baja convección, que duran de una a diez horas, la actividad desciende y en la superficie del lago la lava se enfría, hasta apenas unos 200 grados centígrados, y se solidifica, formando una corteza de roca de diez centímetros de espesor. Aunque los gases siguen teniendo espacios de salida, se concentran en este tiempo a una profundidad de 300 metros y empiezan a presionar hacia arriba. Se produce entonces un cambio de convección, la corteza se derrite y se hunde y la lava más rica en gases asciende hasta la superficie y se levanta en borbotones de cuatro metros de altura. En los periodos de alta convección, que duran de una a tres horas, la temperatura sobrepasa los 1100 grados centígrados y nos sacuden tremores de alta frecuencia. Los movimientos de la corteza me parecieron un ejemplo de los de las placas tectónicas del planeta. En esos delgados mantos de piedra apenas sólida, se abrían paso fracturas de fuego que

cambiaban su forma y los hacían moverse, alterando constantemente el fascinante dibujo ígneo del lago. Por momentos, una parte de la corteza avanzaba por debajo de otra, subsumiéndose y creando la imagen de una catarata sin caída: la roca derretida y brillante se doblaba sobre sí misma para hundirse en el magma. En un extremo, la fuente principal, que nunca cesaba su actividad, me hacía pensar que el planeta jamás se enfría, y que de pronto aparecen volcanes nuevos que nos lo recuerdan. Las fases se alternan, la paz da lugar a la inestabilidad y todo se altera. Así vimos llegar el periodo de alta convección, justo antes de que el día empezara a clarear: en medio del lago, la corteza se rompió en una formidable explosión de magma gaseoso que burbujeó con una potencia de la que Vulcano, el dios herrero del Olimpo, hubiera deseado disponer para forjar sus mazos divinos. Era como la erupción definitiva en el ombligo del mundo, del planeta que destruiría. Pocos seres humanos han llegado hasta esta región remota. Con toda su violenta intensidad, sus tormentas de arena, sus inhóspitos países salinos y sus agresivos hombres de puñal y granada, la Dancalia nos había permitido alcanzar su corazón de hierro fundido, tan cerca de las entrañas de la Tierra, tan próximo al fuego que nos creó y que nos desintegrará. Hemos olvidado que en el crisol fatal de la Gran Grieta africana nació el ser humano. Acaso será también aquí donde veamos el fin de la especie. No importarán más las hazañas, la sal de la vida, morir y matar. Sólo pediré entonces que dispersen mis cenizas por encima del dolor y de las nubes de arena. En el anillo de un volcán cerca de las estrellas. Bajo el brillo de la Cruz del Sur. ESQ

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