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Gracias a dios esto se acabó

—John Bartholomew, Roses Theater—

Por Gabriela Guraieb*

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El cuerpo es cosa, pedazo de algo, medio indefinido, medio feo, medio deforme y mal articulado. Está más vivo que muerto, o eso es lo que creemos, lo que nos han hecho creer. Edith Webster murió en escena tras un ataque al corazón durante la obra El Borracho, sus últimas palabras fueron “por favor, no hables de mí cuando me haya ido”; y se acabó, telón, la obra terminó y con ella, la vida de Edith.

📷 / Stefano Pollio

📷 / Stefano Pollio

Morir en escena. Una muerte teatral. Una muerte simbólica. Una muerte que solo puede ser distinta a la muerte de a deveras, porque nuestro compromiso con la ficción no va hasta allá, y entonces buscamos aquello que se parece lo más a la muerte, y generamos, a partir de un contexto social y cultural, de una idiosincrasia (porque no es lo mismo la muerte hoy que hace cien años), una serie de símbolos que nos permitan generar esa ficción.

Me gusta pensar que la muerte como cualquier otra cosa que sucede en un escenario, debería, en principio, tener el mismo valor que todo lo demás, pero la muerte es la muerte y es innegable que ocupa un lugar distinto y privilegiado. Es por eso que se ha vuelto tan complejo, a través de los años, seguir representándola con credibilidad y verosimilitud (un par de palabras que nos gusta mucho usar), de entrada porque un teatro que aún busca representar la realidad tal y como es, hay que decirlo, es un teatro un tanto viejo y un tanto aburrido. El trabajo se vuelve entonces pensar en la representación de la muerte como idea de algo más, como metaforización de la misma, porque lo cierto es que no queremos ver lo que ya conocemos, más bien queremos entenderlo, darle otro peso, encontrarle otros niveles a la experiencia misma, más allá de su conocimiento.

Espectar la muerte como acto ajeno, aquello que no me está pasando directamente a mí, ni me obliga a mirar de frente gracias al nunca tan bien ponderado distanciamiento de lo real. Desde ahí puedo observar el acto actoral. Una actriz se prepara. Una actriz sabe que va a morir en escena. Sabe, también, que esto es importante, quizás porque cambia el rumbo de la historia, que de por sí es mala y por lo mismo nuestra actriz ha estudiado, se ha preparado metódicamente para hacer de este, un momento digno. La actriz hará magia, pensará: “le voy a hacer creer a mi público (porque así dice: “mi público”), que voy a morir, aunque no sea cierto, voy a morir, porque así lo pide el texto pero también mi director, (quien probablemente sea varón, qué raro) el cual me ha dado una serie de indicaciones más o menos acertadas, más o menos correctas para realizar mi acto de la manera más creíble posible, voy a acatar mis notas y moriré”. En ese momento, se establece una especie de contrato de fidelidad, una mentira consensuada, entre el público y la que muere, llamémosla la moridora. No es más es que un acto de fe, en el cual yo, espectador, que por mi parte pagué una entrada, en el mejor de los casos y en el peor, me la regalaron para llenar una butaca, te doy a ti, la moridora, el permiso de hacerme creer que vas a morir, porque yo espectador, te he otorgado, gracias al universo sólido que has creado frente a mis ojos y en el que me he sumergido, el beneficio de mi credibilidad; ahora hazlo bien, es lo único que tienes que hacer, hazlo bien, de no ejecutarse el acto de manera satisfactoria, quedaré profundamente desilusionado, con ganas de que me devuelvan mi dinero y mi tiempo, y habrás roto, moridora, el código máximo de la ficción. Un acto de fe al fin y al cabo.

Que la muerte salga bien. Que la muerte sea creíble, pero no tanto como para romper el distanciamiento de lo real; necesito poder creerlo y al mismo tiempo saber que es completamente falso. Este es el salvoconducto que me permite tener acceso a aquello que los griegos llamaban catarsis y que ahora se parece más a: “no manches sí se vio bien real, qué buenos efectos, la verdad sí me lo creí”. Y ahí tenemos a nuestros espectadores, queriendo cachar el momento en que nuestra actriz cae al suelo cubierta en sangre falsa, poniendo todo su empeño y sus herramientas y su oficio a favor de no abrir los ojos, de no inflar la panza, de contraer los músculos, de aguantar las ganas de estornudar e ignorar la picadura de un mosquito que vuela cerca. Nuestra actriz ha practicando la muerte una y otra vez, ha buscado distintas formas de morir, y ha elegido la que mejor le viene al personaje y a la historia, la ha ensayado hasta el cansancio, aun cuando sabe que el principio básico e innegable de la muerte es que esta no puede suceder más de una vez, ya que en la repetición se cancela toda su posibilidad. Sin embargo, esta actriz, junto con un grupo de personas creativas que trabajan más o menos de lo mismo y con la misma pasión, se han juntado a tomar una serie de decisiones, con base en su experiencia profesional, para convenir el mejor camino, y juntos han elegido una serie de aspectos relativos y símbolos para generar la dicha convención: un acto de fe al fin y al cabo.

La muerte en escena no es más que una síntesis de muerte, una metonimia de aquello que conocemos como muerte, una representación a veces más bien reduccionista y un tanto genérica, lo más parecida a la idea colectiva y occidental de la muerte: aquello que estaba y luego deja de estar, como Edith Webster, quien sí murió en escena, y quien seguramente ejecutó una muerte bastante mediocre y poco creíble, poco verosímil, quizás la peor de sus actuaciones, bu.

Que la muerte salga bien para que al final de la función, podamos felicitar a la actriz, y quizás, hasta invitarle una cerveza para hablar y opinar sobre su desempeño. No pasó nada, telón, la vida sigue.

Gabriela Guraieb. Actriz, dramaturga, guionista, entusiasta de la madera. Ha sido usada como referencia para ilustrar la sección de Aries en los libros de astrología los últimos 31 años. Puede escribir bajo las condiciones más adversas y salir casi triunfante. No te odia, así es su cara. En todas sus redes la encuentras como Gabriela Guraieb.